Boxeador

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FOTOGRAFíA: afp

Sus golpes son como latigazos a las cinco y media de la mañana. Cuando ‘hace sombras’, primero se lleva las manos al rostro, hace como si su invisible rival lo estuviera atacando ferozmente, se cubre, se echa para atrás, baja la cabeza, la sube, se protege el estómago… Luego, sin previo aviso, saca sus manos hacia adelante y ataca al aire desaforadamente. Sus puños se mueven hasta dos veces por segundo, una y otra vez. Y su tórax también. A esa hora y aún con el cielo lleno de ese frío morado de madrugada, sus puños suenan como correazos en el aire y agreden al silencio casi sepulcral, que solo se rompe cada vez que un carro cruza apurado el redondel de La Vicentina y sus llantas rechinan en una ciudad que sigue dormida. Sus brazos le llegan casi hasta las rodillas. Cada vez que sube al cuadrilátero, Ánderson Rojas usa la misma estrategia: los golpes largos. Deja que su oponente lo ataque, que se confíe, que le lance un par de golpes que él, por supuesto, trata de esquivar. Cuando decide atacar, saca sus largos brazos: puño al rostro y gancho al estómago. Puño al rostro y gancho al estómago. Así se siente cómodo, sabe que su rival va a su ritmo, que ha dominado la pelea… El problema surge cuando el oponente tiene la misma estrategia y también sale a aguantar. “Entonces, a mí me toca atacar desde el inicio, tomar la iniciativa. Golpeo más fuerte, más rápido. Podría decirse que me cambia lo que he planeado, pero ahí tengo una ventaja: yo sé perfectamente cómo está pensando y cómo va a actuar porque yo también soy así”. Rojas mide 1,82 metros y pelea en la categoría de 76 kilos. Tiene ojos grandes, pelo negro y rizado, pómulos marcados, piernas largas. No es un boxeador estilo Mike Tyson: lleno de músculos sobre los músculos, con el rostro ancho y el ceño fruncido. Es más bien un chico espigado y ligero. Inició su carrera a los 14 años en el club La Tola, de la capital. En Quito, todos los boxeadores empiezan en un club. Y los clubes siempre representan a un barrio. A sus 19 años, tiene 80 peleas oficiales, 70 triunfos y 10 derrotas. La última pelea que ganó, en México, lo clasificó a las Olimpiadas de Londres como único representante del país en su categoría. Pero a pesar de todos los golpes propinados y recibidos, y de ser uno de los mejores de América en su peso, hay dos cosas que delatan su edad: su voz, que todavía es la de un adolescente, y su sonrisa, que cuando habla de box es como la de un niño que recibió el regalo que quería en Navidad.

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Lo primero que Rojas hace cada mañana, mientras algunas personas ya pasean con sus perros por La Vicentina, es correr 12 vueltas a la pista.

Un compañero de Rojas, que compite en una categoría inferior a la de él, le ayuda a planificar sus peleas.

Desilusión Ánderson Rojas se recuerda a sí mismo a los 14 años como un niño gordo. “Claro que era gordo. Me acuerdo de que a los 11 años me cansaba bastante con solo correr. A nadie le gusta entrenar así, pero yo ya era demasiado”. La cuestión es que incluso su entrenador, Segundo Chango, recuerda haber “tenido que ponerlo bien, primero físicamente para luego enseñarle la técnica del boxeo”. Rojas nació en el Valle del Chota y vivía con sus tíos. Reconoce que su familia no se moría de hambre, pero vivía con lo justo. Jamás quiso ser futbolista. Quería ser basquetbolista. Pero Manuel Delgado, uno de los míticos entrenadores que suele tener la Concentración Deportiva de Pichincha, lo conoció en el Chota y lo convenció de ponerse los guantes. “Vino y me dijo: ‘Tienes condiciones para boxear. Ahí te puede ir bien, tendrás dónde vivir, comida, educación, puedes llegar lejos'. Lo que siempre saben decir”, confiesa Rojas. Pero más que los sueños de cuadrilátero, lo que le convenció de aceptar la oferta de Delgado y venir para entrenar en Quito fueron sus padres que, aunque varios años después se separaron, vivían en ese entonces en la capital y él pensó que gracias al box podría estar cerca de ellos. Cuando se volvió el joven espigado que es ahora, Chango le consiguió su primera pelea. Era con uno de los buenos peleadores de Chimbacalle, otro barrio popular de la capital y tradicional rival de La Tola. “Ese día me sacaron la madre —recuerda—. Salí lleno de puñetes en la cara, me dolía todo”. En ese momento, "¿Qué hago aquí?" fue lo más suave que se preguntó. Se sintió tan mal que llegó a recriminarse a sí mismo por la decisión que tomó y decidió que no sería boxeador. En ese momento, su mamá, que ha jugado un papel esencial en su carrera le dijo: “Ánderson, ¿cómo te vas a retirar? Viniste acá para hacer algo y lo vas a terminar. No porque hayas perdido la pelea quiere decir que debas darte por vencido'”. Rojas lleva esa frase grabada de memoria cada vez que va a pelear. Esfuerzo La residencia para deportistas en la Concentración Deportiva de Pichincha está, literalmente, escondida debajo del Coliseo

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General Rumiñahui. Para llegar, hay que bajar unas escaleras largas y estrechas desde una entrada que se confunde con los accesos al escenario deportivo. El lugar es un corredor lleno de puertas, como las de un hotel, junto a un patio lleno de luz que entra en las mañanas por una claraboya. Las habitaciones son compartidas por tres o cuatro deportistas, y junto al patio hay un pequeño comedor con unas diez mesas. Rojas es uno de los primeros en levantarse. A las cinco en punto sale de su cuarto a hurtadillas para no despertar a sus compañeros, y abrigado: un pantalón de calentador, medias largas que se pone sobre las bastas para que no le entre el frío, un saco grueso de capucha y guantes de lana. Primero, le da una vuelta completa al exterior de la pista atlética Los Chasquis, ubicada frente al Coliseo. A esa hora ya hay una que otra persona trotando con audífonos en las orejas, hombres y mujeres caminando con sus perros e incluso algunos canes caminando solitarios. Rojas llega a la entrada de la pista y hace despertar al guardia, que a esa hora duerme con el rostro cubierto por el cierre de la chompa y con un gorro de lana que le tapa la cabeza. Luego de un corto calentamiento da 12 vueltas a la pista en algo menos de 45 minutos. Y entonces llega el momento de las ‘sombras’ y los latigazos en el silencio. Cuando termina, hace 15 minutos seguidos de abdominales y luego regresa a la residencia para bañarse y alistarse para hacer sus actividades personales hasta las 3:30 de la tarde, cuando debe volver al entrenamiento, esta vez, dedicado exclusivamente a la técnica boxística. Cuando se acerca una pelea, se incrementan los enfrentamientos de práctica, que le permiten mantener el nivel. El ser humano “A mi mamá no le gusta que pelee”, dice Rojas. Ella tiene miedo por los golpes, por lo riesgoso del deporte, porque no quiere que lastimen a su hijo. “Prefiere que le llame después de que acabe la pelea, solo para contarle cómo me fue. Si le digo que gané, me felicita, me dice: ‘Qué bueno, mijito’. Y si le digo que perdí, me dice: ‘Tranquilo, mijito. Esto es así, no siempre se puede ganar. Vaya, siga entrenando y concéntrese más para la próxima pelea”. Cuando el

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encuentro es en el país, Rojas la llama directamente a contarle el resultado, pero si es en el exterior, es su entrenador quien telefonea. A su padre, en cambio, sí le gusta verlo pelear. Siempre lo acompaña en primera fila, le da ánimos, hace barra por él. Es que el boxeo ya es una tradición familiar. Muchos de los primos de Rojas fueron boxeadores. Algunos incluso llegaron a clasificar a algún juego panamericano, pero ninguno a una olimpiada. “Cuando yo llegué acá a Quito —sigue Rojas— no me llevaba con nadie; todos me quedaban viendo con cara de bicho raro. Por suerte, dos de mis primos todavía estaban entrenando aquí. Gracias a ellos me empecé a llevar con los demás”. Rojas ríe constantemente y, aunque la mayoría de veces responde con soltura, todavía se sonroja con algunas preguntas: —¿Tienes novia? —Ja, ja. No me sirve tener novia ahorita. No le podría dedicar nada de tiempo. —¿Qué te gusta hacer en tus ratos libres? —Ir al cine, bailar. —¿Y con quién sueles ir? —Con las pocas amigas que tengo, que son también deportistas que viven aquí. No conozco a mucha gente. Miedo El entrenador Chango define a Rojas como un boxeador técnico “y unos de los pocos tan disciplinados que he conocido”. A esa hora, él entrena a sus nuevos pupilos en una de las canchas alternas a la pista de Los Chasquis. Rojas lo reconoce, por su parte, como su mentor. Dice que él le enseñó la humildad. Rojas ha entrenado casi todos los días desde hace cinco años. “Solamente que le pase algo muy grave y realmente no puede venir, él falta”. Pero el box también tiene sus extrañezas. Todo el entrenamiento, toda la técnica y todo el esfuerzo dependen de nueve minutos. De esos tres asaltos en los que los jueces van contando en unas pantallas electrónicas cuántos golpes certeros alcanza a dar cada contendiente. “Lo que más me gusta del box —sigue Rojas— es el reto.

Saber que hay muchos mejores que yo, pero que para llegar a ser el mejor, tengo que ganarles. Lo más difícil, en cambio, es saber que falta un solo asalto y que estoy dos puntos abajo. Y tratar de repartir golpes como salgan, donde salgan y sentirme impotente de no lograrlo. Ese suele ser un momento muy complicado”. Chango dice que ese momento es para el cual el boxeador debe prepararse psicológicamente. “A cada uno se le debe hablar de forma distinta. Con Ánderson, yo sé que no hace falta gritarle o hablarle fuerte para que entienda. Él es un chico tranquilo. Simplemente le digo: ‘Mira, esto es lo que está pasando y esto es lo que tenemos que hacer’”. El futuro Desde las puertas de madera café, en la residencia de los deportistas, hay un desfile de jóvenes un poco antes de las ocho de la mañana. Unos salen con uniforme de colegio y mochila, otros con calentador de entrenamiento. La ciudad ya está atestada de autos y el celeste del cielo borró del mapa el morado de la madrugada y se llevó consigo el silencio. A los deportistas que compiten profesionalmente, la Concentración Deportiva de Pichincha les da, además de vivienda y alimentación, su educación y un sueldo dependiendo de sus logros. A Rojas esto le cambió la vida. Dejó de vivir con sus tíos y con lo justo para comer. Pudo terminar el colegio, empezó a ganar un sueldo de 1000 dólares y a darle a su mamá 300 mensuales para los gastos de la casa. Y, por supuesto, llegó a una olimpiada en una de las ciudades más lindas del mundo. A mediados de julio, cuando se hizo esta entrevista, su objetivo era traer una medalla para Ecuador. “Sé que puedo hacerlo, todo depende del sorteo. Ahí van a estar los mejores de mundo y espero encontrarme con ellos ya en las semifinales. No importa el color, quiero traer una medalla”. A futuro, quiere ser entrenador. Quiere estudiar para ello y ayudar a que muchachos jóvenes alcancen sus sueños, como él lo hizo. ¿Hasta cuándo va a pelear? “Pues, no sé. Puede ser que mañana diga: ‘Ya, no quiero pelear más’. O puede ser que siga entrenando muchos años. Prefiero vivir el presente…”.

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