Más vale brujo que psicólogo

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más vale que

bruj

Por María Fernanda Ampuero

sicologo

Seré redundante: la primera —y última— vez que fui a un sicólogo vivía en Buenos Aires. Fue gracioso. Mejor dicho, ahora es gracioso, entonces fue una porquería. Mi vida en ese momento trastabillaba: él me había dejado sin explicación, yo me había largado de Ecuador dando un portazo, abría una botella de Malbec a las 12 del día, lloraba cada hora con espasmos incontrolables, como estornudos. Para colmo las encías me habían empezado a sangrar sin razón. El mercadillo de pesares en el que me había convertido me llevó a buscar a un cura: el cura me mandó al sicólogo. El desagradable y vampiresco tema de las encías me llevó a buscar a un dentista: el dentista me mandó al sicólogo. Un día compré tabaco: la quiosquera me mandó al sicólogo. Así que fui al sicólogo. El profesional en cuestión se parecía a uno de los Les Luthiers. Me preguntó qué me pasaba y desparramé mi desgracia como cuando un gordo se lanza en bomba en una piscina. No sé si entendió algo de mis palabras en medio del llanto histérico, pero creo que tampoco le importaba. No intentó consolarme, no me pasó un Kleenex, no dijo ni pío mientras yo hipaba y me asfixiaba con mis propios mocos. Sus ojos tenían la expresividad de un muñeco de cera. Lo único que dijo al final fue: “Tenés que venir dos veces por semana”. A ciento cincuenta pesos la vez. Yo era pobre y los pobres, claro, no tenemos para pagar dos llantinas semanales en un despacho frío frente a un Les Luthier de cera. No volví. Al poco tiempo, cuando todavía chillaba por los parques, hacía llamadas perdidas con código internacional, tenía chuchaqui a las cinco de la tarde y amanecía con la almohada sanguinolenta, conocí a una chica a la que describiré como la única argentina que no me mandó al sicólogo. Esta maravillosa mujer me mandó a un “asesor espiritual” que, aseguró, a ella la había sacado del hueco. “Yo intenté suicidarme cruzando la 9 de Julio en verde”, dijo. Coño. Así que fui. El “asesor” era un tipo muy joven —¿paraguayo?, ¿boliviano? nunca lo supe— que reci-

bía a sus “clientes” en una cochambrosa habitación interior en el centro. Ahí dentro olía a alcanfor, papel quemado, sudor, madera podrida, dulce de leche, sebo, incienso y cebolla. La peste echaba para atrás, el cuartucho era de una sordidez inenarrable “ropa por el suelo, moscas verdes, un colchón a rayas sin sábana”. Quise largarme, me odié en silencio: “Mira que eres cojuda que siempre caes en estas cosas”. Con la mano, el muchacho me hizo sentar en un banquito y yo, mientras hacía fuerzas para no vomitar, lo miré llenar una vasija con papeles rotos, gotas de aceite, cera de vela, pétalos de flores y algo más que no identifiqué. Eso lo quemó y, batiendo el humo con las manos, dijo, sin que yo dijera nada todavía: “A vos te han hecho mucho daño”. Otra vez me derramé como la piscina a la que cayó el gordo en bomba. Y entonces se obró el milagro: el tipo acercó su banquito al mío y dijo una serie de palabras ¿mágicas? con su acento dulcísimo. De pronto todo olió a rosas y cuando soplé tres veces el humo de la vasija, como me indicó que hiciera, dijo que veía en mi futuro próximo a un hombre alto y musculoso, tal vez deportista, boricua (así de afinado), muy guapo, inteligente y amoroso. “Vos serás feliz”, dijo con la convicción de un iluminado. Sorbí los mocos como un niño al que al fin le devuelven el chupete y se acabó la lloradera, las encías de sangre, la borrachera al mediodía, el marcar el maldito teléfono de larga distancia para oírle la voz al hijueputa. Al poco tiempo —y juro por lo más sagrado que esto es así—, conocí en una cena a Eliud, puertorriqueño criado en Estados Unidos, ejecutivo de una multinacional gringa con oficinas en Buenos Aires, exjugador de básquet, guapísimo, inteligentísimo y amorosísimo. Ese mismo día conocí también a su novio, Rodrigo. Nos hicimos inseparables. Con los dos, del brazo como en El mago de Oz, recuperé la carcajada. Nos comimos la ciudad a mordiscos. Fue el mejor año de mi vida. Así que, ¿cómo no voy a creer más en los brujos que en los sicólogos?

una revista para gente de izquierda

SoHo 47


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