humor
Por Francisco Santana
más vale
Cabo que
Rojeno
rolling Como diría mi amigo el longo Camilo —el único que conoz-
co que no le molesta que lo llamen así—: “Cabo Rojeño siempre”. ¡Ay mamá! Es que ni bien va uno entrando ya se va quemando con tanto ritmo caliente. Salsa pelada y dura. De la clásica, vieja, de la buena. ¿Para qué más? Y bueno, tampoco le piden tarjeta de crédito para ingresar. No hay consumo mínimo y ni siquiera tiene que vestirse como si fuera galán turro de barata telenovela importada. Mejor dicho: usted puede ir y vacilar en bermudas y zapatillas. Y eso ya es mucho donde sea. Ya pues, con eso cualquiera se anima a la aventura de perderse en el dato tropical. El Cabo Rojeño está en sintonía con el alma de Guayaquil. El guayaco, normalmente, es bullanguero, ruidoso y bailador. Gozador de los ritmos antillanos y tropicales. Y el Cabo reparte: goza y deja gozar. Cada uno en lo suyo, vibrando con la salsa que te transporta a las latitudes donde reinan los grandes maestros salseros: Héctor Lavoe, Ismael Miranda, Celia Cruz, Pete Conde Rodríguez, Marvin Santiago, Roberto Roena. Aquellos que nadie considera aquí ídolos de barro, por más que algunos se hayan muerto sin despedirse bien. Nada de esto aplica para Rolling (Urdesa, Circunvalación Sur 110 y Víctor Emilio Estrada); antes conocido como Rolling’s Tone. Aquí la vaina se complica de una: usted tiene que dejar su tarjeta de crédito en la caja para entrar. O puede hacer como hacemos algunos chiros: ir con un pana y que él ponga la tarjeta. Entérese para que no caiga como gil: hay consumo mínimo. También hay rock y varias salas de entretenimiento. En la parte inferior del bar, están las mesas de billar y futbolín. Predomina el ambiente retro, pero hay algunas pantallas —una LED inmensa en el centro— para que los asistentes aprecien los deportes. En la parte exterior, está el área para fumadores, y como todo local que se precie de aniñado, también tiene su respectiva sala VIP.
48 SoHo
A la entrada del bar —lado izquierdo—, se expone una motocicleta Harley Davidson como parte de su decoración, más fotos de grupos de música, deportes, películas. Por supuesto, también tiene su oferta gastronómica como alitas de pollo, papas fritas, chuletas ahumadas y más piqueos. Pero yo prefiero Cabo Rojeño (Rumichaca entre Quisquís y Luis Urdaneta). Cabito para los más allegados. Porque ahí se respira y revienta la vida con la sala derecha amarilla en honor a Barcelona y la izquierda en azul por Emelec. Ambas repletas de afiches y fotos de los mejores equipos de los ídolos del Astillero, las fotografías de futbolistas legendarios, de los cracks, como diría Pepito Cebolla. Con sus montañas de discos y las pantallas gigantes para ver partidos de fútbol o conciertos salseros. Y el dato de encontrarse con los dueños, Yoyo (a quien le gusta vacilar los miércoles porque el tiro es más tranquilón) y Galo; además de los infaltables y acolitadores Camareta, Kaviedes, Marino; los panas que reinan en el rincón más caliente de Guayaquil. Para la anécdota queda el dato de que un montón de años atrás las mujeres no podían ni pisar la vereda del Cabo: había un letrero que decía: Prohibido entrar mujeres solas. Ahora es normal encontrarse con hembras que tienen metido el baile en las caderas y se mueven con la cadencia de quien domina el peligro y se sabe conocedor del alma ajena. No es que el asunto en Rolling sea turro e insoportable. Los asiduos dicen que todos los días hay happy hour de las 17:00 hasta las 20:30, pero yo, como Héctor Lavoe, nunca llego tan temprano a ningún sitio. Lo seguro es que los fines de semana siempre hay banda que mete tocada en vivo y las lindas chicas, algunas muy jóvenes y demasiado flacas, se apoderan de la pista y desesperan con sus gritos por el cantante que asesina las canciones de INXS, Queen, Rolling Stones, AC/ DC, Nirvana y alguna que otra de The Beatles. Uno lo soporta porque entiende que aquello no va a durar para siempre, y con paciencia se puede pescar a río revuelto la ilusión del amor borracho. Sin embargo, puestos a escoger, al Cabo Rojeño no le gana nadie en la batalla del desorden nocturno; ya sea que usted vaya solo, con hembra o con panas.
el cabo reparte: goza y deja gozar. cada uno en lo suyo, vibrando con la salsa que te transporta a las latitudes donde reinan los grandes.
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