más vale que
general suite
El viejito ese del radio pegado a la oreja y que, en forma
intermitente informaba sobre los partidos de provincia. “Liga Uno. Macará Cero. Polo Carrera. 22 del segundo tiempo”. A él lo vi largos años: el mismo puesto, el mismo aire de soledad, la misma chompa de poliéster. Y ese pasamontañas climatizado, con que se bancaba los pachecos o los solazos quiteños. El negro de las cocadas que, con su vozarrón y sabrosura, se cruzaba la popular completa pregonando sus dulces de coco y de miel, recién traídas de Esmeraldas. El negrón era todo un diplomático: mientras como pisando huevos pasaba su inmensa humanidad entre la gente, siempre avizoraba el triunfo o pronto empate del equipo local. Y ahí mismo iba colocando su atadito de cinco cocadas amarradas con una fundita de plástico. Las paperas de Otavalo, chiquititas, respetuosas y acontecidas. Desfilaban por el graderío casi sin anunciar el delicioso platillo y su ají rojo ferrari todopoderoso: el mismo pueblo se encargaba del gritazo. ¡Papas, María! Y llegaban ellas —las Marías de la vida real o las de turno— en corto nomás, haciendo malabares con tremendo canastón asentado en la cabeza, protegida de una suerte de colcha. ¿De a cómo llevas?, preguntaban. De mora y chocolate tengo yo, vociferaba el veterano de mandil y bigotes de plata, tatuado un ancla en la mano derecha. De mora y chocolate cantaba mientras, raudo y ágil, brincaba de grada en grada, bien agarrado su cajón de tablitas y atendiendo el grito pelado de su inmensa clientela. Entonces se paraba y mostraba el portento: entre una densa neblina blanca, bañados en escarcha, asomaban los helados secos. ¡De mora y chocolate, irá pidiendo! Y el Falso Ciego: un tipo regordete de manos inmensas y cuadradas, pantalones raídos y viejo saco plomo cuello tortuga. Ese sí era un trucha de campeonato. Escuchaba en la radio que el Católica-Nacional arrancaba y ese rato —casi que con los árbitros— se lanzaba a dar la vuelta al ruedo de la entonces inmensa General Sur. El ciego, de bastón de palo de escoba y viejo y desportillado jarrón de hierro enlozado, tenía calibrado el tono de su voz para pedir limosna y agravar su drama. A mí me encantaba ver qué putas nomás tenía el ciego en su jodido jarrito. Y cuando pasaba por el frente nuestro, era posible. La gente le caía con todo: monedas “de a sucre”, centavos, monedas de otro país, botones, tuercas, canicas, rodelas, colillas de
Por tony montana
cigarrillos. Pero lo maravilloso de todo esto, es que el ciego se daba cuenta de todo eso. Una vez mi viejo decidió salir unos diez minutos antes de un Nacional 3-Barcelona 0. Por el tremendo sol de toda la mañana, dijo que iríamos al baño, para refrescarnos la cabeza. Fue cuando, oh sorpresa, nos topamos cara a cara con el ciego: salía del baño, cambiado de saco, bien peinado, sin gafas y más ágil que Wilson Nieves en la banda izquierda nacionalista. ¿Le vio al ciego, mijo? ¡Pues él también! ¡Ciego chiuchetumadre! Largos y maravillosos años de mi infancia y juventud los vacilé en ese territorio feliz de mi General Sur. A la vuelta de los años, fui reparando —y lo sigo haciendo—, maravillado, de todo de lo que miré y aprendí en esas gradas. Acá, a mis seis años, vi por primera vez un indio y también un negro. Acá miré actuar a esos que llegaban al estadio para inventarse la vida, para driblarse el día. Aquí aprendí a sobrevivir entre tumultos, a estar mosca con los borrachos abusivos y hasta a darles guerra, grada abajo. Aquí miré la tristeza que le embargaba al señor que siempre cantaba los marcadores de los partidos y, en otra parte del graderío; cómo le gustaba saludar a una viejita que vendía higos con queso, solo en el entre tiempo del partido. Pero también me chumé, me di de patadas, me abracé con los que amo y reí como nunca y como nadie con el más delirante humor quiteño, ya sea de un ocurrido infaltable o esas insólitas bromas colectivas. También miré unos niños que no lo parecían, que eran súper callados y los vestían como viejos, con gorritos de ferrocarrileros: los ayudantes de las gordas vendedoras de cerveza. Eran primeros años setenteros en mi pequeñito y humilde país agrario. En mi General Sur descubrí que había pues, “el otro”, “los otros”. Los costeños y/o monos, los negros, los indios, los chagras, los provincianos, los jodidos, los ebrios, los pobres, los rateros, los alcanzados, los cuenteros: los otros, los que no eran como uno. Y aquí, con mi Nacional formado en fila y saludando marcialmente a la afición, escuché la hermosa frase del tío Ignacio María, mirando y aplaudiendo a rabiar a esa docena de negros y cholos vestidos con la entonces ploma divisa de la Máquina Gris: —Esos son hijito. Arcilla nuestra, arcilla de acá.
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SoHo 49