más vale
que general Por Carlos Andrés Vera
De entrada se lo digo, estimado lector, no pretendo convencerlo. Tengo muy claro que el alma de los estadios está en la general, ahí donde el pueblo se reúne para vivir con grito y colorido la fiesta del fútbol. Así empecé yo también, alentando desde la barra organizada, llevando mis rollos de papel, confeccionando trapos y banderas, alentando bajo el sol o la lluvia, turnándome las novias con mis amigos y comiendo empanadas de morocho. Luego, la cosa se puso un poco más complicada. Llegaron las barras bravas. Nuevos hinchas, nuevas consignas, nueva cultura que a todas luces la importamos de Argentina. La barra brava se apoderó de la general. La grada pasó a llamarse tablón. Dejamos de alentar para empezar a hacer el aguante. Las melodías se hicieron argentinas y, de pronto, ya no era tan sencillo buscar novia porque cualquier barrista cabreado podría chantarte el puñete, así tuvieras el mismo color en la camiseta. No me malentienda, estimado lector. Fuera de los hechos de violencia (que espero no se incrementen más), no tengo nada contra la barra brava. Simplemente no me siento parte de ella. Huérfano de ubicación, busqué mi nuevo lugar en el estadio. La tribuna en la Casa Blanca no convence, porque no tiene la misma altura que la del Atahualpa y la malla impide una visión sin obstáculos de la cancha. El palco tiene un mejor asiento, pero el problema es similar: la malla bloquea la parte inferior de la cancha. Migré por un tiempo entonces a la general alta, donde por un módico valor puede apreciarse el fútbol desde la altura y no hay barras bravas. Pensé que ahí me quedaría hasta que un amigo me invitó a su suite. Y me instalé ahí como una bacteria.
De acuerdo, para ir a suite hay que tener dinero o amigos con dinero. Pero por algo ese lugar en el estadio es el de mayor valor: baño privado, televisión para repetir las jugadas, parqueadero exclusivo, minibar, servicio de cafetería y, lo más importante, vista panorámica de la cancha. Lo sé, es muy romántico compartir un baño con 5.000 personas, pero paso. Lo sé también, es muy romántico beber cerveza con hielo. Pero prefiero sacar una del congelador o servirme un whisky en las rocas. Y sé que es absolutamente romántico sacarse la camiseta, llenarse de trapos arriba y abajo, estallar bengalas y amontonarse uno encima del otro con cada gol. Pero prefiero ver el partido. Y es que, luego de 20 años de saltar en la grada, entré en la etapa en que lo más valioso para mí es disfrutar el juego. Sí, concentrarme en el fútbol, analizar las estrategias de los equipos y ver desde una posición similar a la que debe tener Dios: desde arriba, whisky en mano y sin que nadie te joda. Hablando de Dios... si existe, observa el fútbol desde el cielo. Lo más cercano en la tierra es la suite. ¿Que no? La única vez que Dios decidió bajar a la tierra, para verlo todo desde la perspectiva de una general (la del “pueblo”), lo arrastramos y crucificamos. Desde entonces, por más que prometió que volvería, no se la ha ocurrido encarnar otra vez en humano. Y es que, así como es natural que en la adolescencia le cantemos al Che y fantaseemos con utopías revolucionarias, natural es también que con la madurez escuchemos música de verdad y nos pongamos realistas. Ese proceso se llama evolución. Y en el estadio, evolución es pasar del alboroto de la general al placer de la suite.
y en el estadio, evolución es pasar del alboroto de la general al placer de la suite.
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SoHo 63