humor
más si la vida es una declaración de principios, acÁ van seis que no admiten cortapisas. porque uno es lo que prefiere.
RICKY MARTIN QUE SILVIO RONALDO que messi sicólogo que brujo rolling que cabo rojeño
SUITE que general dj que lagartero
más vale
ricky
martin que silvio Por gustavo gómez ¿Conoce usted a alguna amiga que se quiera acostar
con Silvio Rodríguez? ¿Sabe, en cambio, cuántas estarían dispuestas a “dárselo” a Ricky Martin, estando todas perfectamente conscientes de que el boricua preferiría entenderse con un hermano de las generosas señoritas? No más preguntas, señor juez. Aquí acaba el artículo y puedo pasar ya la cuenta de cobro a SoHo. Pero, en aras de que no se crea que en esta revista terminan justificando todo con sexo, expondré unos cuantos argumentos más. ¡Que nadie dude de que es mejor ser Ricky que Silvio! Silvio, para empezar, no ha podido salir del clóset de la Revolución cubana que se hizo, entre otras, para que Fidel, Raúl, Silvio y Pablo (Milanés, no Catatumbo) pudieran asegurarse una vida muelle. El único amago de independencia de Silvio ha sido reaccionar a las críticas de Pablo sobre su país diciendo: “Coincido con Pablo en muchos de sus juicios críticos sobre la realidad cubana” y describiendo el lenguaje de Milanés como “desamorado” y carente de “compromiso afectivo”. Tarde se dio cuenta Milanés, consentido del régimen, y más tarde aún Rodríguez, de que Cuba encalló en las cuentas bancarias de los Castro. Prefiero mil veces al Ricky capitalista, repleto de lentejuelas y envuelto en camisas electrocromáticas, pero libre de ataduras ideológicas trasnochadas; al Ricky ajeno a la Revolución cubana y entregado a la revolución sexual, a vivir la vida, “loca”. Ricky, si vamos a ser sinceros, no tiene que perder tiempo pensando y pensando: si no tiene ideas, paga canciones, y siempre habrá un Robi Draco Rosa para escribirle letras pegajosas que funcionan en todo el planeta. Silvio, por otra parte, debe enfrentarse en cada letra a su glorioso pasado, para superar poéticas criaturas mitológicas que depositan boñiga por el rabo de una nube… y si las letras no son buenas, dirán que está en decadencia (lo que no es un problema para Ricky, pues, haga lo que haga, los homófobos cavernarios siempre dirán que está en decadencia). ¡Cómo no va a ser un dolor de cabeza jugar siempre a ser inteligente para triunfar, frente a la apacible posibilidad de fracasar solo si se es demasiado inteligente!
Silvio nunca ha “prendido” una fiesta. Ni siquiera en las contadas ocasiones en que, en pleno plan de chimenea a ritmo de Oh, melancolía, un tizón salta de la hoguera y enciende el tapete, puede decirse que la “prendió”. En otras palabras: por bueno que la pasen los asistentes a una sesión nocturna de su repertorio, por más ron cubano que sirvan, por más humos aromáticos que inunden la habitación... pase lo que pase, nadie podrá decir al día siguiente cosas tan divertidamente lobas como “severa rumba”. Otro pájaro canta con Ricky. Y lo hace con una sola canción. La verdad es que pueden ser muchas, pero todas suenan igual, como a mundial de fútbol, como a delicioso carnaval de Río producido en San Andresito de la 38. A Silvio lo castran (los Blanco, blanquean; los Vera, veranean y los Castro…) si llega a cantar en inglés, mientras que Ricky canta libremente en inglés y en todos los idiomas que requieran la venta de un CD o la contratación de un concierto para la fiesta de 15 de la hija de un jeque. Martin puede saludar de beso hasta al papa y no tiene un buen nombre que cuidar: después de que uno ha sido Menudo, ya nada da pena, ni siquiera ser comentarista de asuntos económicos de CNN en Español. Silvio, por otra parte, tiene que pasarse la vida entera cargando en hombros los orígenes de la nueva (ya bien vieja) trova cubana o el pasado impecable del Grupo de Experimentación Sonora de Leo Brouwer… y no puede, digamos, escribir y grabar un reggaetón inmundo y sucio, repleto de porquerías sexuales. Ricky, estoy seguro, debe haber grabado ya por lo menos dos. A no dudarlo: más “Ricky” vivir como Martin que como Rodríguez. Ahora, en el improbable caso de que Silvio se alce la bata, mande al infierno a los Castro (a donde podrían llegar muy pronto) y se decida a gozarse la vida. Podría buscar a Ricky en Miami y sería un placer verlos encerrados en un estudio entonando una bella y melancólica canción de Silvio perfecta para la ocasión: Mariko-san.
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SoHo 59
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ronaldo que messi Por adolfo zableh ¿Qué hace uno cuando se quiere poner a alguien sobre el mejor futbolista de la historia? Jugar sucio, salirse de la cancha. Toca, porque como dijo alguna vez Guardiola refiriéndose al enano, “ese chico lo hace todo bien, y lo hace cada tres días”. La principal característica de Messi es que es un tarado, solo así se explica que haga lo que está haciendo. Hay que ver su cara de idiota cada vez que hace una de sus jugadas. Y no es que le cueste, le sale natural (la cara, quiero decir, aunque la jugada también). El argentino ha reescrito la historia del deporte y mandó archivar la polémica de quién era mejor entre Pelé y Maradona. La única forma de lograr algo así, además de siendo muy bueno, es no tener cinco dedos de frente para darse cuenta. Messi es un bobo, una especie de Forrest Gump del fútbol, un retrasado que anda por la vida sin percatarse de nada; ve una pelota y se olvida de lo demás. Lo hace en el Camp Nou porque así lo quiso la vida, pero le daría lo mismo si fuera en un patio de cemento con cuatro latas por arcos. Y pues muy crack y todo lo que quieran, pero a mí me parece que parte de la gracia de ser talentoso, famoso y millonario es disfrutarlo, y en eso Cristiano Ronaldo le da tres vueltas a Messi (y a todos los demás futbolistas del mundo, menos a Balotelli). El tipo no tuvo problemas en estrellar un Ferrari con apenas 3000 kilómetros de recorrido y comprarse otro (el que destruyó lo subastaron por internet). Seguro no iba a 80 por hora. A Messi, mientras tanto, lo llevaba el papá a los entrenamientos del Barcelona. ¿Un tipo al que ya se le salen pelos en las huevas llegando al trabajo como si fuera una escuela primaria mientras sus compañeros lo hacen en Porsche y Audi? Impresentable. Parece que ya cogió peso en el jopo y con Tito Vilanova de entrenador llega en Maserati. Con 25 años ya era hora, digo. Y que se vaya acostumbrando, porque le va a tocar madurar a los golpes. Ya le metieron un golazo haciéndole un hijo (seguramente en el tercer polvo que se echaba en toda su vida). ¿La viva que lo logró? Antonella Roccuzzo, a quien conoció durante la infancia en su natal Rosario y es la prima de su mejor amigo. Un tipo que podría tener a cualquier mujer y se enamora de la primera que ve; lo dicho, un tarado. Cristiano Ronaldo, en cambio, se come lo que quiere y no hay registro de hijos. Fue amante de Kim Kardashian y se dio el
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lujo de despreciar a Paris Milton, quien, resentida, dijo que el portugués era muy metrosexual para ella. Lo cierto es que esa misma noche del desplante, el tipo se fue con una modelo de 24 años de origen iraní con una cara de mala impresionante. Una mujer así no se hubiera fijado nunca en Messi, pero lo hubiera acusado de dejarla embarazada de trillizos. Pero no nos despistemos, que las ventajas de Cristiano no están solamente por fuera de la cancha. Es un jugador completísimo, cabeceador de puta madre, ganó la Champions y el Balón de Oro antes que Messi y supo triunfar en el equipo más constante de la historia del fútbol: el Manchester United de Ferguson. Mientras el escocés echó a cuanto jugador se le subieron los humos (Cantona, Van Nistelrooy, Beckham, Tévez), Cristiano se fue al Real Madrid porque quiso. Se fue, triunfa y hoy es el goleador más temible de un equipo que tuvo a leyendas como Di Stéfano, Hugo Sánchez, Butragueño y Raúl. Hasta en eso se impone la derecha: el Real Madrid es el equipo del rey, de Francisco Franco, el de mayor alcurnia y más trofeos; Barcelona, la casa de Messi, se las da de nacionalista, de humilde, pero es un rico también, solo que sin tantos campeonatos. Solo un rico paga casi 70 millones de euros por un jugador (Ibrahimovic) y se deshace de él un año después. De Messi dicen que es un milagro que esté jugando porque tuvo problemas de crecimiento y tuvieron que ponerle inyecciones para que se desarrollara. No sé si estén enterados, pero a Cristiano Ronaldo lo operaron del corazón a los 15 años, así que no se vengan con versos. Mientras el argentino quedó hecho un escuincle de 1,69, Cristiano Ronaldo es un portento físico de 1,85. Y es rápido que da miedo. El otro día lo vi por televisión correr la cancha de punta a punta como si se hubiera robado una billetera: 96 metros en diez segundos. Ese día, los medios analizaron la corrida y dijeron que con lo que había hecho ese día tendría el récord de España de los 100 metros planos. Lo mejor es que los corrió en el minuto 77 del partido y estrelló el balón en el palo. Es decir, no solo podría correr en los Olímpicos sino que mete 50 goles por temporada y vende camisetas que da miedo. Todo eso mientras vive la vida a pleno, como le corresponde a un joven de 28 años; Messi, entre tanto, va con su cara de bobo a pasear a Thiago al parque.
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que brujA Por Verónica Garcés Antes odiaba a los sicólogos, todavía los odio un poco, a los que te cobran por hora mientras te dejan desangrarte en la misma silla, donde otro se acaba de desangrar minutos antes y se regodeaban silenciosos en tu miseria, mientras piensan qué se van a comprar con la platita de las consultas a fin de mes. “Hay que llegar al origen del problema” y con ese cuento te tienen años dándole a la lengua como una navaja que corta lo poco que te queda de dignidad. Entre los personajes siniestros con título en Sicología que han pasado por mi vida están una examiga de mis padres que nos “atendía” gratis a todos, pero lo único que hacía era pasar chismes de un lado al otro; una vieja rubia —de las que han tratado a los hijos de medio Guayaquil— que le dio a mi hermana de 9 años un coctel de ritalina y antidepresivo sin preguntarle nunca qué coño le pasaba, y la terapista familiar donde mi madre nos obligó a ir a todos menos a mi padre (“si él no se quiere ayudar, al menos nosotras hagamos el esfuerzo”, dijo a pesar de que nunca pretendió incluirse en el nosotras). Fuimos a dos sesiones en las que habló por teléfono tres veces. Abortamos cuando dijo: “El amor todo lo puede”. Teníamos 13 y 17 años, odiábamos a nuestros padres, no estábamos para eso. Nunca les hice a las brujas tampoco. Eso de la magia negra es terrorífico y la magia blanca, pues no me da mucha confianza. Primero conocí a Wendifer, la bruja de la farándula, que aún sale en televisión y predice amoríos y rupturas de carolinasjaumes y marianesabatés. Luego, a Silvia, una mujer bastante más seria que decía que podía hacer llover. “Cuando haces wicca —me dijo—, te encuentras con seres de otras dimensiones que no siempre son buenos, debes protegerte”. Para qué carajos querría encontrarme con diablitos y pejesapos de ultratumba cuando puedo no hacerlo, fue mi humilde razonamiento. Pero mi madre, que estaba en su intento número 300 por dejar a mi padre bipolar, no razonó. La bruja le miró el ojo vidrioso y
el rímel corrido y le dijo que él estaba loco, con eso se la ganó. Luego le dijo que mi segundo bebé venía con problemas, pero que al final estaría bien. Yo ni siquiera tenía novio, pero sus palabras se convirtieron en sentencia. Años después cuando mi segundo bebé tuvo su primera crisis de bronquiolitis, mi vieja tuvo el desatino de contarme aquello de la bruja y fue como echarle gasolina al fuego hipocondriaco de mi angustia. Pasamos un año terrible de enfermedad y miedo, durante el cual no hubo un solo día en que no pensara en las palabras de la bruja, en cómo le habían impactado a mi madre, en cuánta fuerza habían ganado con el solo hecho de compartirlas. No hay que meterse con brujas. Nunca. Hasta que al fin conocí a Claudia, sicóloga clínica experta en visualizaciones y PNL. Desde la primera sesión supe que estaba en el lugar correcto. Apenas empecé a vomitar un magma de quejas contra mis padres, me paró en seco. Me dijo enfoquémonos en tu problema actual, por qué estás aquí. Entonces le conté lo de mi exnovio gusano, lo de mi trabajo esclavo, lo de mi insomnio y mi gastritis. Me pidió respirar profundo, tensar el cuerpo, relajarlo, cerrar los ojos, imaginar. Claudia me dio una casa propia, un reino bajo el mar, un árbol de la vida, un animal de poder. Cada vez que salí de su consulta, salí reforzada, feliz, con ganas de saltar y respirar toda la alegría del mundo. “Las imágenes son más fuertes que las palabras”, me dijo. “Le hablan a tu inconsciente de una manera mucho más clara”. Ciertísimo. No todos los sicólogos son genios de luz como ella, pero sí existen profesionales con experiencia, humanismo y conocimiento que pueden ayudar sin dejar que te deshidrates a punta de llanto, hacer pactos con el diablo ni pronosticar ninguna tragedia. Si los encuentran, desde luego, más vale ir al sicólogo que a la bruja.
empecé a vomitar un magma de quejas contra mis padres.
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que cabo rojeño Por Isabel Martínez
Que si en Cabo Rojeño está la salsa de la dura, que si ahí todo es más fresco, que si el ambiente es el ideal para pasarla bien. No soy quién para decir lo contrario, pero entrar al Cabo Rojeño es como meter la cabeza en un mundo otro, donde el que está al lado, en la mesa conjunta, aplica para personaje de uno de los cuentos de Huilo Ruales. Y no es que se trate de un fenómeno paranormal o algo parecido, total, la alteridad está por todas partes. Pero de ahí a preferir una noche de farra en el Cabo Rojeño —con todo y los riesgos emocionales que eso implica—a una salida a Rolling con un toque de relax y farra light, eso ya es cuestión de gustos y hasta de supervivencia. Porque aquellos que dicen que en el Cabo todo es más fresco hablan desde su experiencia de clientes asiduos. Y para que no parezca que hablo sin conocimiento de causa, traigo a colación un episodio que vivieron un par de amigos en una noche de exploración de tan dilecto antro porteño. Ella llevaba ropa fresca, como la que se usa en Guayaquil, falda, camiseta “de tiritas” y zapatos Converse que amagaban estar gastados. Él si tenía pinta de niño fresa, pero nada que no se arregle con quitarse la chaqueta blanca de última moda. Según me contó mi amiga, en una de nuestras charlas en el Rolling, ella y su acompañante se sintieron observados toda la noche, fueron el blanco de bromas que más sonaban a amenaza y tuvieron que marcharse como quien huye en pro de mantener su integridad. “Nada más cool que el Cabo… sí seguro”, me dijo con una mueca como telón de fondo. Pero seamos francos, si voy con mis amigas en plan de sábado al Cabo Rojeño, no creo que me la pase tan relajada. Tendría que ir disfrazada de alternativa y con actitud de
tirada a bacansísima para pasar el filtro y no ser vista como mosca en sopa. Tendría que pedirles a mis amigos que ni se les ocurra ir en facha de hippie chic o que se disfracen de revolucionarios o de peloteros de índor. Y es que para ellos, los clientes del Cabo, yo y mi grupo somos la alteridad. Y ojo que no hablo de clases ni mucho menos. Es una cuestión de opciones y como en estos terrenos aún no somos tan revolucionarios/restrictivos, yo —que aún puedo elegir— elijo Rolling, un sitio que no tendrá a Lavoe cantándole a la calle, pero que sí tiene ambiente, un ambiente para quienes gustan divertirse sin tanto alarde de ‘alternatividad’. Seamos francos: para hacer la revolución y cambiar el mundo no hace falta ser fan del Cabo y llegar más ahí que a la casa de uno. De vez en cuando, hay que sacar la cabeza por la ventana, comerse una alitas de pollo y sentarse en un asiento cómodo. Por eso existen lugares como Rolling, para pasarla bien, para distender la nostalgia de viejas luchas y disfrutar un poco. En fin, para darse un gusto, porque para eso es que están sitios como estos… y, bueno, como el Cabo también. Pero el punto es que yo prefiero Rolling con todo y su exigencia de tarjetas de crédito en mano. Ya llegará el día en el que quiera explorar otros territorios salseros y duros y me dé por irme a tomar una cerveza en el Cabo. Mientras tanto, disfruto de un sitio que, aunque no es el paraíso, me hace olvidarme del ‘bullanguerío’ de la calle para entrar en una zona de confort a mi gusto y medida. Acá, la idea es no sentirse como gallina en baile de cucarachas. Así es que por si le asaltan las dudas, antes de armar planes, párese frente al espejo y échese un vistazo, husmee en su inconsciente y vaya donde se sienta más cómodo. Y que la derecha no se entere de lo que hace la izquierda.
disfruto de un sitio que, aunque no es el paraíso, me hace olvidarme del 'bullanguerío'.
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que general Por Carlos Andrés Vera
De entrada se lo digo, estimado lector, no pretendo convencerlo. Tengo muy claro que el alma de los estadios está en la general, ahí donde el pueblo se reúne para vivir con grito y colorido la fiesta del fútbol. Así empecé yo también, alentando desde la barra organizada, llevando mis rollos de papel, confeccionando trapos y banderas, alentando bajo el sol o la lluvia, turnándome las novias con mis amigos y comiendo empanadas de morocho. Luego, la cosa se puso un poco más complicada. Llegaron las barras bravas. Nuevos hinchas, nuevas consignas, nueva cultura que a todas luces la importamos de Argentina. La barra brava se apoderó de la general. La grada pasó a llamarse tablón. Dejamos de alentar para empezar a hacer el aguante. Las melodías se hicieron argentinas y, de pronto, ya no era tan sencillo buscar novia porque cualquier barrista cabreado podría chantarte el puñete, así tuvieras el mismo color en la camiseta. No me malentienda, estimado lector. Fuera de los hechos de violencia (que espero no se incrementen más), no tengo nada contra la barra brava. Simplemente no me siento parte de ella. Huérfano de ubicación, busqué mi nuevo lugar en el estadio. La tribuna en la Casa Blanca no convence, porque no tiene la misma altura que la del Atahualpa y la malla impide una visión sin obstáculos de la cancha. El palco tiene un mejor asiento, pero el problema es similar: la malla bloquea la parte inferior de la cancha. Migré por un tiempo entonces a la general alta, donde por un módico valor puede apreciarse el fútbol desde la altura y no hay barras bravas. Pensé que ahí me quedaría hasta que un amigo me invitó a su suite. Y me instalé ahí como una bacteria.
De acuerdo, para ir a suite hay que tener dinero o amigos con dinero. Pero por algo ese lugar en el estadio es el de mayor valor: baño privado, televisión para repetir las jugadas, parqueadero exclusivo, minibar, servicio de cafetería y, lo más importante, vista panorámica de la cancha. Lo sé, es muy romántico compartir un baño con 5.000 personas, pero paso. Lo sé también, es muy romántico beber cerveza con hielo. Pero prefiero sacar una del congelador o servirme un whisky en las rocas. Y sé que es absolutamente romántico sacarse la camiseta, llenarse de trapos arriba y abajo, estallar bengalas y amontonarse uno encima del otro con cada gol. Pero prefiero ver el partido. Y es que, luego de 20 años de saltar en la grada, entré en la etapa en que lo más valioso para mí es disfrutar el juego. Sí, concentrarme en el fútbol, analizar las estrategias de los equipos y ver desde una posición similar a la que debe tener Dios: desde arriba, whisky en mano y sin que nadie te joda. Hablando de Dios... si existe, observa el fútbol desde el cielo. Lo más cercano en la tierra es la suite. ¿Que no? La única vez que Dios decidió bajar a la tierra, para verlo todo desde la perspectiva de una general (la del “pueblo”), lo arrastramos y crucificamos. Desde entonces, por más que prometió que volvería, no se la ha ocurrido encarnar otra vez en humano. Y es que, así como es natural que en la adolescencia le cantemos al Che y fantaseemos con utopías revolucionarias, natural es también que con la madurez escuchemos música de verdad y nos pongamos realistas. Ese proceso se llama evolución. Y en el estadio, evolución es pasar del alboroto de la general al placer de la suite.
y en el estadio, evolución es pasar del alboroto de la general al placer de la suite.
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SoHo 63
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que
lagartero Por Eduardo Varas Es un asunto de matemáticas básicas. ¿Qué es lo que quie-
ro? ¿Cuánto tengo en el bolsillo? ¿A quiénes invitaré? Y sobre todo: ¿qué edad tengo? La última es la pregunta más importante, porque uno realmente no quisiera parecerse a sus padres, tíos y abuelos antes de tiempo. Digo, para eso está el bigote. Pero, ¿llevar lagarteros a tu fiesta? No, no y mil veces no. Hay cosas que no se pueden hacer, y el tema de los lagarteros no pasa por la vergüenza, o por asumir que la música que tocan los lagarteros sea música de borrachos y de albañiles y que en el fondo seas realmente un clasista de peso. Aceptar un lagartero en tu casa, en tu fiesta, en tu reunión, es convertirte en abanderado de una causa romántica, por la cual le doy prioridad al sentimiento alrededor del humano por encima de una idea concreta: ¿en qué me representa esa forma de escuchar o vivir la música? Y claro, entramos en el tema generacional y en la idea de que a lo mejor “no todo tiempo pasado fue mejor”. Entonces, a pelearnos como sociólogos. Mientras el DJ, el discjockey, es una construcción que nace del carácter festivo de la música que bailamos, tiene su centro de operaciones en discotecas y, por ende, es un claro sinónimo de la idea de pasarla bien, sonreír y brincar; el lagartero se encierra en el dolor y en los acordes menores que eran parte de una dinámica en la que su público los escuchaba y se identificaba con eso que contaban en las canciones. El lagartero es el juglar de las tristezas y hoy es evidencia de una época en que las fiestas solo eran espacios de identificación con ese dolor. No tiene por qué seguir siendo así. Quizás las fiestas de hoy en día son momentos de catarsis, de liberación. La música que entonan los lagarteros no carga un beat que pueda elevar tu espíritu. Un lagartero no puede cantar El africano, de Wilfrido Vargas.
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Además, lagarteros que toquen cosas felices, o cantan el Cumpleaños feliz, o se llaman Rumba Tres o Gipsy Kings. No se trata de mandar al demonio el pasado, ni de decir que los abuelos eran aburridos y que son ridículos todos esos intentos por rescatar los pasillos y los boleros y los valses y los otros géneros ligados a los lagarteros. Se trata de dar su espacio a cada cosa. Porque si pones el disco de boleros de Luis Miguel en una fiesta, la matas. Punto. Por eso, una mesa pequeña, un par de equipos, con una laptop incluida, dos parlantes colocados a la distancia adecuada y la lista de canciones que ya están en el disco duro que el DJ carga y listo. Nada más. Pagas un poco más que lo que le pagarías a los lagarteros, pero tendrás instrumentos afinados, voces que no se quiebran y las horas que quieras de música ininterrumpida. Y baile en el jardín de tu casa. Los DJ se vuelven estrellas y te mueven a que seas parte de una atmósfera que se crea cuando todos están en la pista. El lagartero te exige que recuerdes esas sensaciones miserables de tu vida. El DJ es quien ayuda a evadirte. El lagartero es tu psicoanalista. Y en una fiesta es mejor la evasión. Claro, ya fuera de toda reunión, debes estar mal de la cabeza para escuchar un DJ. La evasión no puede ser medida para todo. Quizás ahí, en esos espacios silenciosos, es que cierras las cortinas de tu habitación y presionas play en la música de tus abuelos y descubres el valor que tiene todo a su tiempo. Al final no es un tema de “echar en cara” tu displicencia acerca de un género o la poca tolerancia que tienes para enfrentarte a una experiencia particular de la música. Es un tema de saber qué quieres, cuándo y por qué. Eso sí, ten en cuenta una ventaja: al menos los lagarteros no son mariachis.
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