Dominical 21 enero 2018

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ILUSTRACIÓN: ABRAHAM SOLÍS

DOMINGO 21 DE ENERO DE 2018

El asesino queno seremos

A partir del nuevo libro del periodista Federico Mastrogiovannil que es la historia de un joven para quien el sueño americano se convirtió en pesadilla, el especialista en literatura latinoamericana Oswaldo Zavala hace una reflexión sobre el periodismo narrativo en estos tiempos de lucha contra el narcotráfico

ADENTRO COLORES Y SABORES. PARA EL CHEF BRASILEÑO THIAGO CASTANHO LOS INGREDIENTES DEL AMAZONAS SON INCOMPARABLES . Pág. 4

VAMPIRO ERRANTE. EL CASO DEL PERSONAJE MÁS TEMIDO, PERO TAMBIÉN MÁS APRECIADO: DRÁCULA. Pág. 6


OSWALDO ZAVALA

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omencemos señalando lo que este libro no es: El asesino que no seremos está lejos de circunscribirse a la historia épica de un pandillero en busca de una extraordinaria redención; tampoco es el infernal descenso a un mundo gobernado por el crimen y la maldad, ni es la historia trágica de un muchacho inocente victimado por la injusticia social y la corrupción del sistema carcelario. Esos temas se tocan en el libro, pero no determinan su estructura narrativa porque la obra es algo más y es algo menos que todo eso en conjunto. Aquí no hay épica, ni infierno, ni tragedia. Aquí se muestra una vida. Pero esa existencia se inscribe en la medianía que nos rodea a todos. La mediocridad de un destino que ha colindado con el abismo pero que no se ha despeñado; se ha cortado en el filo de la espada, pero no ha perecido por ella; se ha quemado con el fuego, pero no ha sido reducida a cenizas. El periodista Federico Mastrogiovanni comienza a investigar con una intuición que ignora si conseguirá una historia que valga la pena pero, como todo buen reportero, tendrá que asumir ese riesgo. Su motivación se origina en un accidente: una amiga conoce a un pandillero que luego de más de una década en una prisión de máxima seguridad ahora es maestro de inglés para niños en una escuela de una de las colonias más privilegiadas de México. ¿Está el periodista ante algo digno de contarse? ¿Qué hace que algo sea digno de contarse? Mucho del más celebrado “periodismo narrativo” escrito en México cree haber encontrado una respuesta. Desde que el gobierno del presidente Felipe Calderón ordenó su “guerra contra el narcotráfico” en 2006, este tipo de periodismo ha respondido de dos modos complementarios: por un lado, se ha enfocado en la estrafalaria épica de los traficantes que, según nuestras autoridades, protagonizan guerras entre sí por el control de supuestas rutas para el trasiego de droga hasta Estados Unidos; por otro lado, se ha narrado con escalofriante detalle la destrucción del tejido social que ha dejado la insólita violencia atribuida a la delincuencia organizada en decenas de miles de asesinatos. La violencia y el dolor que desbordan la realidad inmediata del país desde luego debe ser materia del mejor trabajo periodístico. Pero entre el periodismo obsesionado por los “narcos” y el periodismo dolido por las “víctimas” —me parece—, la función primordial del reportero ha entrado en un impasse ético y político. En primera instancia, los periodistas han seguido con docilidad el discurso oficial

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Un duelo fracasado Desde que el gobierno mexicano ordenó su “guerra contra el narcotráfico” en 2006, el periodismo narrativo se ha enfocado en narrar la estrafalaria épica de los traficantes o la escalofriante destrucción del tejido social que ha dejado la violencia. El libro El asesino que no seremos, del periodista Federico Mastrogiovanni aparece como una singularidad en el panorama periodístico en México FOTOARTE: ALEJANDRO OYERVIDES

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repitiendo que los traficantes son tan poderosos y bárbaros como nos aseguran los voceros del Estado. En segunda instancia, han retratado el terrible saldo de víctimas sin reparar en que aún queda por determinar con certeza quiénes realmente han sido los victimarios. Así, sin mayores esfuerzos informativos, o se “narra” la vida de los supuestos traficantes, o se compadece a sus víctimas.

Mucha narración y poco periodismo. Entre esas dos corrientes que se han instalado en el centro de nuestra comprensión sobre la violencia que desgarra el territorio nacional, El asesino que no seremos aparece como una singularidad en el panorama del periodismo narrativo en México. Federico Mastrogiovanni ha concluido un libro valiente y perturbador. Pero, ante todo, estas páginas muestran la honestidad

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del reportero que escribe lo que observa sin decidir antes qué es lo que está por observar. Aquí no hay jefes del crimen organizado que controlan ciudades enteras desde un búnker con paredes de oro, acompañados de un tigre de Bengala. Tampoco se encuentra el sentido drama de las víctimas de la violencia, mientras el periodista vacila entre su trabajo como reportero y la indignación del activista de derechos humanos. Aquí la vida se inscribe con triste medianía, injusticia y soledad cuando se entrecruza con la violencia sistémica entre México y Estados Unidos. Una vida que se encuentra con otra para concluir en una especie de lengua bifurcada: dos tiempos, dos espacios, dos culturas. Y también, como se verá, dos subjetividades. Le decían Snoopy, pero ahora sólo quiere ser llamado Edwin. Federico escribió un libro que aborda el pasado pandillero de Snoopy hasta el presente de Edwin como maestro de inglés para niños de la Condesa. En este duelo, uno de los principales retos es el lenguaje:Federico debe administrar el doble registro en el que se inscriben las palabras de Edwin desde la primera página: el inglés se inserta en un texto escrito en español para convertirse en algo pocho, impuro. El lector tendrá que aprender a escuchar esa poderosa lengua bicéfala, resuelta, tierna y a la vez apabullante. Todos los capítulos se titulan en inglés, pero el contenido es bilingüe, bicultural. Y sin embargo, nunca se nos presenta como una mezcla feliz: es la violencia de la calle trasladada al lenguaje, no la celebración ingenua de una falsa “cultura híbrida”. La represión, el dolor, la muerte también están en las palabras del pandillero. El inglés y el español se interpolan como los dos tiempos y los dos espacios desde los cuales se narra. El pasado de Snoopy en Estados Unidos y el presente de Edwin en México se funden como un único plano narrativo que dibuja y desdibuja el perfil de la misma persona. El joven pandillero y el maduro maestro intervienen para dar su


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versión de los hechos. Y si bien el presente está en fluctuación, el pasado no es inamovible. Federico viaja hasta el barrio donde Edwin acuchilló a un joven negro para encontrar que ese espacio de violencia entre hispanos y negros ahora está habitado por la expansiva comunidad armenia. La calma que hoy se respira en las calles de Burbank ha borrado los ecos de las pandillas que dos décadas antes protagonizaban sangrientas batallas urbanas. Federico no encuentra a los homies de Snoopy, sino a unos ancianos con futuro limitado que lo miran desde un asilo a unas cuadras donde en otro tiempo mataban por la misma forma de observar. Los referentes culturales muestran también un extraño desencuentro. Los pandilleros mexicoestadounidenses escuchan oldies, pero también el rap de los negros. Comparten música, pero se odian entre sí. Los dos grupos son amantes de la comida rápida de peor calidad. Es en un Taco Bell donde Snoopy acuchilla —pero no mata— a Damon. Lo único que Edwin le pide a Federico como regalo por el viaje por los espacios de su vida es una bolsa de corn nuts, su comida chatarra preferida en prisión. La ironía lo acompaña por décadas. Only God Can Judge Me, repite uno de los muchos tatuajes de Edwin, citando una canción del rapero negro 2Pac. Había momentos en que hispanos y negros podían interactuar en paz, pero siempre volvía el arrebato de odio enmarcado entre los límites de un barrio al otro. El racismo, explica Edwin, es un motor de supervivencia entre pandillas, no el rechazo espontáneo del otro. Como ocurre entre los mejores practicantes de aquello que Tom Wolfe llamó

Federico no sólo aprende y experimenta las filias y fobias de Edwin, sino que ellos terminan entrelazando sus vidas “nuevo periodismo”, Federico escribe la historia tanto como la historia lo reescribe a él. Federico no sólo aprende y experimenta las filias y fobias de Edwin, sino que ellos terminan entrelazando sus vidas. Federico y Edwin dialogan y ninguno sale indemne: se tensan, se admiran, se contradicen, se complementan. Lo llaman “terapia mutua”. Comparten solmenes una complicidad que también se convierte en burla despiadada y lúdica. Uno de los capítulos más genuinos capta el dolor de Edwin por la ausencia de su madre, a quien no volvió a ver hasta años después de su liberación y sólo porque él pagó su boleto de avión a México. Federico

sabe de ese dolor: su propia madre se ha alejado con los años, mientras su memoria y su conciencia ceden al avance del alzhéimer. Federico y Edwin se encuentran, huérfanos, en la compañía solitaria de una larga conversación que los hermana. Pero entendamos bien: Mastrogiovanni no busca instigar la simpatía del lector ni la apropiación condescendiente de la voz de Edwin. Tampoco está mediando la voz de un subalterno: está hablando con Edwin, una persona con la que establece una delicada conversación horizontal que en cualquier momento podría romperse. Juan Villoro ha escrito que “la amistad es un duelo que fracasa” y el aforismo es cierto para este libro. El vínculo entre el periodista y el expandillero no tiene ninguna expectativa sobre su destino final. Si el libro culmina es porque el duelo entre ambos, por suerte, ha fracasado: Federico y Edwin logran escucharse hasta el final. Terminan siendo amigos y este libro es, también, la historia de esa amistad. Es aquí que el trabajo de Mastrogiovanni difiere de libros como Always Running. La vida loca: Gang Days in L.A. (1993) de Luis J. Rodríguez. Este último es un testimonio didáctico, un cautionary tale, dirigido a quienes pudieran sentir la tentación de la vida pandillera entre los mexicoestadounidenses de California. También se distancia de la demanda de veracidad que el antropólogo estadunidense David Stoll interpuso al relato testimonial de Rigoberta Menchú en su investigación Rigoberta Mench. and the Story of All Poor Guatemalans (1998). La historia de Edwin no se ofrece como advertencia para otros jóvenes. Tampoco

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depende de los hechos según los recuerda Edwin, pues Mastrogiovanni es un reportero que corrobora los principales puntos del relato. Uno de los momentos más estremecedores del libro proviene de ese reporteo. Ocurre cuando visita Pelican Bay, la cárcel de máxima seguridad donde Edwin pasó más de una década encerrado. Federico combina magistralmente su experiencia personal, aterrado por el régimen impersonal y deshumanizante de la prisión, mientras que Edwin la recuerda como un “monasterio” donde era posible meditar en calma y leer, y donde “era también esa convivencia, calidez humana de sentir que estamos ahí, estamos bien, y podemos levantarnos contentos y riendo”. Los hechos en la vida de Edwin no son, finalmente, unívocos. Son el secreto de una vida irrepetible en condiciones inconmensurables para otros. Federico podrá haber visitado la cárcel, pero no sabrá nunca la vida que Edwin realmente vivió en ella. La historia de Edwin, entonces, sólo puede pensarse en la particularidad de su accidente y en la puntualidad de la pregunta planteada por el primer capítulo: “¿Quién soy yo?”. Con ironía y profunda humanidad, la pregunta se desdobla: “¿Quién no soy yo?”. Edwin ha sido pandillero, pero no un asesino. La melancolía de su vida en parte proviene de pensar aquello que nunca tuvo ni tendrá: su juventud está perdida entre las paredes de su celda, su familia que crece y envejece sin él del otro lado de la frontera infranqueable, su vida como un down vato dispuesto al asesinato que nunca cometerá. En la medianía de su vida, Edwin no será un asesino. Será, apenas, un pandillero autosaboteado por sus decisiones de juventud y vejado por un sistema penitenciario racista e inmisericorde, que sin embargo le dejó preservar un mínimo de sueños, de futuro. En 1966 Truman Capote acaparó la opinión pública de Estados Unidos con la publicación de su novela “sin ficción” In Cold Blood. El evento es el sueño perfecto de cualquier periodista con las mismas ambiciones narrativas: cubrir un asesinato y llegar a la escena antes de que culmine la historia para (des)cubrir su final como ningún otro periodista podría hacerlo. Y un cierre climático: Capote encuentra a los protagonistas perfectos cuando son ejecutados por las autoridades del estado de Kansas. Mastrogiovanni, como todo periodista honesto reconocería, habría tenido un libro sin cabos sueltos si al final del relato Edwin cumple su amenaza de reincidir. Que cumpliera su promesa de radicalidad y violencia. “Que fuera puro”, anota Federico. Si Edwin hubiera asesinado a su novia y luego se hubiera suicidado habría dado un sentido concluyente a su investigación. Pero eso únicamente pasa en los pocos libros con finales demasiado perfectos. En el trabajo de la mayoría de los reporteros, la información se obtiene en cantidades lentas y grises, carentes de significado trascendental. Las historias no siempre son redondas: son

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discontinuas, accidentadas, se resisten a los deseos y prejuicios del reportero. ¿Cómo decidir si la historia era digna de ser contada? Mastrogiovanni responde: todas las historias son dignas de ser contadas. El desafío es ser el reportero digno de contarlas. Jorge Luis Borges lamentó toda su vida no haber podido ser un hombre de acción, como aquellos militares que en su genealogía familiar fueron héroes de guerra. Ese lamento nos sorprende porque lo escribe una de las mayores mentes literarias en lengua española. Como si aún su éxito intelectual fuera insuficiente, Borges piensa melancólicamente todo aquello que nunca pudo ser. En uno de sus más celebrados cuentos, El sur, Borges narra la historia de Juan Dahlmann, empleado en una biblioteca municipal de Buenos Aires, quien es también, como el autor, hijo de una genealogía de hombres de acción. Luego de un accidente que le produce una fiebre alucinatoria, Dahlmann deja el hospital donde convalecía y se dirige en tren hacia su estancia en el sur. Varado en el camino, de pronto se encuentra en medio de un duelo a cuchillo con un gaucho enardecido. El hombre de letras acepta la buena fortuna del reto: “Sintió que si él, entonces, hubiera podido elegir o soñar su muerte, ésta es la muerte que hubiera elegido o soñado”. La palabra clave aquí es “soñar”, pues Borges abre la posibilidad de que todo esto en realidad ocurre en la mente de Dahlmann, que todavía agoniza en el hospital. El duelo es la proyección de su vida melancólica por una vida de acción que nunca conocerá. La vida de Edwin, según la descubre Federico, pero también el propio Edwin, no conocerá tampoco el punto alto de un duelo criminal. No matará a nadie. Nadie lo matará a él. Su épica —llana, común— se establece en la mera supervivencia. Radica en el hecho de haber pasado por todo y, como todos, seguir vivo. Recuerdo ahora unos versos de León de la Rosa, poeta de Ciudad Juárez, que en más de un modo cifran la vida y el lamento melancólico de Edwin y de Federico: “Ojalá everything fuera epic. Ojalá everyone were héroes”. Ni Federico ni Edwin saben de épica. No son héroes. Son amigos. Su fracaso es también su mayor fortuna.

El cocinero Thiago Castanho flameando un plato en su restaurante en Brasil. Autumn Sonnichsen/DPA

El sabor del Amazonas, difícil de exportar El chef brasileño Thiago Castanho tiene
claro que pupuñas naranjas, cachama negra, carilla, pirarucú o pan de
açaí no resultan sencillos
de obtener en Europa POR GEORG ISMAR / DPA

B Fragmento del libro El asesino que no seremos (Debate / 2017) del periodista Federico Mastrogiovanni, que reproducimos con la autorización de la editorial Grijalbo.

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ELÉM, Brasil. - El naranja de las pupuñas, el rojo de los
lichis, el morado de los açaís o el marrón de la yuca son sólo
algunos de los colores que ofrece el mercado de Belém, en el norte de
Brasil. Lo sabe muy bien el chef Thiago Castanho, nueva estrella del
 firmamento gourmet latinoamericano. “Los ingredientes del Amazonas
son incomparables”, afirma. Hace años que la gastronomía peruana, especialmente sus ceviches,
triunfa en restaurantes de todo el mundo. En Lima, las escuelas de
cocina son muy demandadas, pues cocinar equivale a ascenso social. De
los 50 mejores restaurantes latinoamericanos, los primeros puestos
son para dos fogones de Perú: el Maido y el Central. Mucho menos conocida resulta, en cambio, la www.el soldemexico.com.mx

gastronomía del Amazonas,
pese a que su selva es una inmensa reserva de pescado, fruta y
verdura. Castanho, de apenas 30 años, es hijo de un pescador que le inculcó el amor por la comida y los ingredientes locales cuando decidió convertir el comedor familiar en un pequeño restaurante para ganar algo más de dinero; ahí comenzó a trabajar desde muy joven en la cocina, donde ayudaba desde
los 12 años. “Al final, es un oficio”, afirma. Y él, que adora la
región del Amazonas, quiere llevar su riqueza al plato. Castanho se sitúa actualmente en el olimpo culinario de Brasil: The
New York Times lo coronó como el cocinero más innovador del país,
tiene su propio programa en la televisión brasileña (Cozinheiros em ação) y su
nombre firma menús exclusivos para selectos viajeros en avión. Pero
donde mejor se siente este chef es en el mercado o en la cocina de su
principal restaurante. Remanso do Bosque cuenta con un equipo de 80


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personas y hasta él
acuden paladares de Río de Janeiro o Sao Paulo a degustar sus
propuestas. Cada semana se cocinan aquí unos 800 kilos de pescado,
pero entre sus especialidades destacan las pupuñas naranjas, que son el fruto de la palma amazónica también
llamadas pijuayos (Perú) o chontas (Ecuador); que Castanho pela en
tiempo récord. Son ricas en proteínas y se utilizan como guarnición o
para elaborar un aceite muy particular. Aunque Remanso do Bosque está hoy a rebosar, en la cocina no se
respira ni un ápice de estrés: todos saben lo que tienen que hacer. Y
uno de los platos estrella es la cachama negra a la brasa, un pescado
típico local que puede pesar hasta 25 kilos y tiene unas espinas
considerables. Se sirve acompañado de crema de calabaza y carilla
(jeijão caupi), una legumbre blanca con una mancha negra en el
lateral. Otro de los platos de pescado que más suelen pedirse es el pirarucú o
arapaima en leche de coco, con aceite de coco y banana frita. Entre
los entrantes uno puede elegir hamburguesitas de pescado con pan de
açaí, una baya muy nutritiva. O galletas de tapioca con harina de
mandioca, rellenas de pirarucú ahumado y queso de búfala de Marajó,
una isla del Amazonas. Además, como aperitivo Castanho recomienda un jambú sour. El chef
elabora su propia Cachaça con jambú, una planta de la zona, que deja
en la boca una ligera sensación de sequedad. La mezcla con lima,
clara de huevo batida y angostura supone una experiencia culinaria
muy peculiar. En su selecta carta de vinos, no obstante, se ofrecen
caldos chilenos y argentinos, pues la cálida y húmeda región del
Amazonas no propicia el cultivo de vides. Cuando los comensales abandonan el restaurante, Castanho se toma una
cerveza, también de elaboración propia. Lo mismo que el chocolate que
elabora con cacao del Amazonas. El cocinero ama esta selva y combinar
ingredientes que hasta ahora apenas se conocen. Y aunque de vez en
cuando presente sus ideas en ciudades como Copenhague o Berlín, tiene
claro que su cocina no es tan fácil de exportar como la peruana. El pescado, la fruta y la verdura del Amazonas no resultan sencillos
de obtener en Europa, es necesario transportarlos en barco. “Estos
ingredientes sólo los hay aquí”, afirma orgulloso.

Las pupuñas son ricas en proteínas y se utilizan como guarnición o para elaborar un aceite muy particular. Autumn Sonnichsen/DPA

¿QUIÉN ES?

Uno de los platos favoritos: tambaqui, un pez amazónico, con mousse de calabaza y yuca rallada. Autumn Sonnichsen/DPA www.el soldemexico.com.mx

La cocina de Castanho es calificada como “vibrante y auténtica”, además de estar basada en un concepto de sostenibilidad que refleja su gran amor por el medio ambiente y los productos locales, y su inmenso respeto a la naturaleza. Sus platos se mueven con soltura entre la tradición y la modernidad, combinando los sabores de Brasil con un estilo único. En 2011 fue el “Chef del año” según la Guia Quatro Rodas y la revista Veja de Brasil; y ha recibido el reconocimiento por el “Mejor restaurante de pescado” por quinto año consecutivo según la misma revista. Su local Remanso do Bosque, ubicado en Belém, capital de Pará, un estado situado en la selva amazónica, al norte de Brasil; también ha recibido el premio “One to Watch” y figura en la lista de los mejores 50 restaurantes de Latinoamérica.

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Adiós, Vlad, adiós

CASTILLO EN VENTA

JOEL HERNÁNDEZ SANTIAGO

SETECIENTOS NOVENTA Y CINCO AÑOS DESPUÉS DE HABER SIDO CONSTRUIDO, EL GOBIERNO RUMANO PUSO A DISPOSICIÓN DEL MEJOR POSTOR LA FORTALEZA DEL PRÍNCIPE VLAD DRACULA a primera vez que vi al vampiro fue una noche brumosa y solitaria. Según mis cálculos debió haber sido por diciembre o enero porque en la ciudad de México esa es una época en la que hace frío y ahí se veía en el vaho del aliento de uno o dos transeúntes que caminaban encorvados y de prisa, abrigados hasta el rostro y con sombreros de fieltro. A lo largo de una larguísima calle se encontraba abierto un pequeño café cuya luz interior se extendía tenue hacia afuera, como bocanada. Adentro había unas cuantas personas, cinco o seis; todas ellas de tipo trabajador, cansados y tomando algo caliente en silencio. Entre ellos estaba una joven de cabello teñido de rubio y vestida de forma ‘extravagante’. Afuera, en medio de la penumbra y el silencio caminaba a media calle, con paso firme, erguido y con aire aristocrático. Vestía frac con camisa blanca y pajarita. Lo envolvía una capa obscura con cuello levantado. Su enrojecida mirada observaba fijamente hacia el cafetín. Naturalmente su rostro imperturbable permanecía iluminado todo el tiempo. De porte distinguido, alto, flaco y huesudo del rostro, sus ojos expresaban al mismo tiempo avidez, venganza, reproche, odio o todo junto: ya ni sé. Rojos ellos, los ojos. Hoy se diría que venía como “pacheco”. Pero no. Lleva un pectoral con una enorme piedra brillante. Con sus dedos afilados y uñas muy largas lo frota en redondo,

momento en el que la joven, como por hipnosis decide salir del lugar y se echa a caminar por esa calle tenebrosa. Cuando la ve a cierta distancia el vampiro esboza una sonrisa diabólica, se agacha un poco y de pronto se eleva por los aires, ya convertido en ‘murciégalo’ que emite un sonido espeluznante y se lanza sobre la muchacha que intenta huir. Ella alcanza a emitir un grito de terror, pero ya es tarde: el ‘mampiro’ ha cumplido el ritual nocturno de su renacimiento… tan sólo por esa noche… Esa fue la primera vez que vi al vampiro. Era una película mexicana en la que actuaba como el monstruo de la noche el actor español Germán Robles (“El Vampiro” 1957, dirigida por Fernando Méndez). Ese es uno de mis grandes recuerdos… como el del cura Benet, cuyo único trabajo en la vida era el de darme coscorrones. Visto desde la perspectiva del terror, el personaje cumple cabalmente con el objetivo de generarnos miedo intenso y hacernos reflexionar sobre la posibilidad de fenómenos que van más allá de la comprensión humana. Es el caso del personaje más temido, pero también más apreciado: Drácula. El vampiro, que es el conde Drácula, es un personaje al que se le teme, pero por el que se siente tristeza y consideración por la profunda soledad que expresa. Vaga solitario, lucha por su supervivencia, se comunica a través de sombras y silencios y sabe de su eterno peregrinar pero en el fondo ya no lo quiere: un ataúd diurno es su universo interminable. El conde Drácula tenía un castillo en Transilvania en el que se refugiaba para pasar del día a la noche, que es cuando debe surgir de las tinieblas para saciar su necesidad de vida, y esta vida sólo puede otorgársela la sangre humana, particularmente de gente inocente y en particular la de la gente que él ama, o por lo menos eso queda asentado en la obra del irlandés Bram Stoker “Drácula”, quien inició el largo peregrinar del vampiro en 1897…

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ILUSTRACIÓN: ALEJANDRO OYERVIDES

De porte distinguido, alto, flaco y huesudo del rostro, sus ojos expresaban al mismo tiempo avidez, venganza, reproche, odio o todo junto: ya ni sé. Rojos ellos, los ojos. Hoy se diría que venía como “pacheco”. Pero no.

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El personaje real que dio origen al imaginario vampiro, el que tiene que salir de su tumba cada noche para chupar la sangre de gente inocente y así subsistir, es el príncipe Vlad Dracul. Nació en 1428 y provenía de una familia aristócrata rumana. Hijo de Vlad y nieto de Mircea el grande, se le educó como noble en la corte de Segismundo de Luxemburgo. Fue ahí en donde se incorpora a la Orden del Dragón, por lo que los rumanos le sobre nombraron Dracul, que en rumano quiere decir dragón, pero que en lenguaje campesino también quiere decir ‘demonio’. Pero no fue por ello que se le conoció como ‘hijo del diablo’, sino por sus hechos de gobierno. “Tras años de luchas intestinas su padre Vlad consolidó su trono y se decidió a tener hijos, entre ellos su futuro sucesor. Este se crió entre batallas, pillajes y ejecuciones, mostrando desde niño una morbosa fascinación por las mazmorras. Al crecer, los vientos de la política lo llevaron a servir como oficial del sultán turco. Finalmente a los 25 años, tomó el trono de su padre (Valaquia hoy pertenece a Rumania) y ahí comenzaron los problemas… “Su primera medida fue la de ejecutar a todo el consejo de Boyardos que tradicionalmente moderaba a los príncipes: primero empaló a sus mujeres y niños, luego los hizo trabajar reconstruyendo una fortaleza y cavando túneles, para finalmente empalarlos también. “Según las crónicas, usó su sangre para teñir de rojo el cemento de las torres. Esa crueldad era sólo el comienzo. Vlad Dracul Tepes (Tepes por empalador) desató un reino de terror que transformó Rumania en una tierra sin crímenes, sin insultos, la menor contradicción a la voluntad del príncipe significaba muerte inmediata”. Digamos que hasta aquí una de las facetas del famosísimo Dracul… pero hay otras que bien le favorecen. Por ejemplo, el que en Rumania se le considera un héroe nacional porque “defendió los intereses e independencia de su país y del cristianismo”. Aun se relata ahí, por ejemplo, que durante su reinado, de 1452 a 1462, ejecutó a 50 mil personas empalándolas en largas estacas, particularmente prisioneros capturados en las guerras con los turcos, de quienes aprendió este sistema de tortura. Más allá de la leyenda del malévolo príncipe Vlad Dracul Tepes, o de su faceta de héroe nacional rumano, está la historia de ese un personaje que produce escalofrío tan sólo de pensar que pudiera aparecérsenos una noche clara de inquietos luceros, ya en la intimidad de nuestra habitación o en alguna calle solitaria. En todo caso, todavía hasta hace algún tiempo ese personaje solitario, seductor, misterioso, elegante, callado y triste, muy triste, tenía el consuelo de un refugio nocturno al cual llegar cuando los rayos del sol estuvieran a punto y cuando él requiere el descanso para recuperar fuerzas y salir, con la luna, a perseguir la vida sin fin.

EL CASTILLO DE DRÁCULA:

ADIÓS VLAD, ADIÓS.

Queda junto al mito del vampiro irredento, la leyenda de aquel lugar en el que comenzó la historia, aquel su refugio que fue siempre un castillo gótico, siniestro y perdido entre las montañas de una Transilvania asimismo misteriosa, en donde sus habitantes, campesinos casi todos según nos han enseñado en las historias de misterio, lo miran a lo lejos, entre bruma y tinieblas, azadón en mano, y tienen que refugiarse en sus pequeñas casas en cuanto los rayos del sol concluyen para dar paso a una noche peligrosa. Siempre hay un refugio. Hay un lugar en el que se resumen el día, la noche, la felicidad, la tristeza, la soledad y la alegría, la nostalgia y la esperanza. Siempre hay un lugar, para casi todos en el mundo. Es la casa de uno. Por supuesto el vampiro tiene su refugio. El príncipe Vlad Dracul Tepes tiene el lugar recóndito al que llega triste, solitario, cabizbajo y más con ganas de morir y que definitivamente le claven la estaca en el corazón –porque se supone que lo tiene-, lo que le permitirá descansar eternamente y no tener que vivir en contra de su naturaleza original. El refugio de Drácula está ubicado en una colina entre los frondosos bosques de los Cárpatos y tiene su historia. A saber: Dietrich, de los caballeros de la Orden Teutónica, en Brasov, centro de Rumania ordenó construir el castillo de Bran en 1212 el cual fue reconstruido en 1377 cuando se decidió cambiar la estructura original de madera a una de tipo gótico de piedra y ladrillo. Desde 1412 pasó a ser propiedad del abuelo del príncipe Vlad, Mircea el Viejo, y durante la Edad Media sirvió para defender el camino comercial que comunicaba Valaquia con Transilvania. El príncipe Vlad “el Empalador” también fue su heredero y lo utilizó para fines militares varias veces, durante su reinado. Ahí mismo fue prisionero.

Ya en este siglo, después de que el gobierno rumano devolvió la propiedad a los herederos de la princesa Ileana, poseedora del castillo de Vlad: el ingeniero Dominic de Habsburgo Lotringen y sus hermanas María Magdalena Holzhausen y Elizabeth Sandhofer anunciaron que el castillo estaba en venta. Setecientos noventa y cinco años después de haber sido construido se puso a disposición del mejor postor. Los cables internacionales lo anunciaron así el 8 de enero de 2007: “El condado de Brasov, situado en el centro de Rumania, ha pedido un préstamo de 60 millones de euros a un banco extranjero para costear la compra del castillo de Drácula, que el gobierno de ese país había devuelto a su legítimo propietario tras expropiarlo en 1948, durante el régimen comunista, y que éste había decidido poner a la venta casi de inmediato, según informa la agencia de noticias Bloomberg (…) “El presidente del condado de Brasov, Aristotel Cancescu, ha confirmado su intención de comprar el castillo a su dueño, que vive en Nueva York: ‘Queremos hacer algo para recuperar el castillo y gestionarlo, creemos que sería una buenísima oportunidad para desarrollar el turismo”. Hoy es museo y venta de ‘souvenirs’ Adiós Vlad, Adiós: tu casa ya no es tu casa. A la carga de vivir muerto entre los vivos, eternamente, se suma la de vagar sin refugio, sin techo, sin cobijo, sin la luz mortecina que se asoma a los pequeñas ventanas de lo que fue tu castillo, al que llegabas cada madrugada para sentarte a la orilla de tu ataúd a reflexionar sobre la vida, el dolor y la muerte del profeta; el que pudo morir y el único que podrá salvarte algún día. Vaya, pues, Dracul, a descansar un poco porque esta noche hay que caminar y caminar, la jornada será muy fría y la noche muy larga… jhsantiago@prodigy.net.mx

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