Narrativas nº 37 (abril 2015)

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narrativas r e v is t a de na r ra t iv a c o n t e m p o rá ne a e n c a s t e l l a n o

Número 37 Abril-J unio 2015

ISSN 1886-2519 Depósito Legal: Z-729-2006

● Ensayo

Los juegos intertextuales en “Los cautivos: el exilio de Echeverría”, de Martín Kohan, por Olga PeraltaMarquez Exploración cognitiva y desencuadramiento diegético en “El guardián invisible”, de Dolores Redondo, por Francisco Javier Higuero ● Relato

Terranova, 1995, por Raúl Ariza Apuntes del viaje a Orissa, por Rafael Reyes-Ruiz El desconocido, por Jesús Greus Los glúteos de Jennifer Brown, por Leonardo Moreno La voz de Lady Rowena, por Brenda Ascoz Pequeños y casi imperceptibles cambios en el paisaje, por Leandro Llamas Cursum perficio (el final del viaje), por Pilar Aguarón Ezpeleta Microrrelatos, por Déborah Puig-Pey Stiefel La canción rota, por Rosa Silverio Alguna vez las horas nos pertenecieron, por Iván Teruel

Cualquier cosa viva, por Almudena Sánchez Posibilidades de ménage à trois y mi vecino, por Carles M. Masip Para los ojos que quieran verlo, por Anabel Consejo Perros, por Gilmar Simões Ocupación de Grecia, por Fulgencio Martínez Clara, por Érica María Garay López Una historia carcelaria, por José Vaccaro Ruiz Antes de ver la luz del día, por Ramón Araiza Quiroz Malentendidos previos, por Miguel Rodríguez Otero Flor, por Topogenario

● Narradores

Ramiro Sanchiz ● Miradas

Trampas editoriales, por Miguel Baquero ● Aniversarios

El Jarama, una realidad 60 años después, por Pedro M. Domene ● Reseñas

“La muerte feliz de William Carlos Wiliams” de Marta Aponte Alsina, por Marta Ortiz “No me cuentes mi vida” de Antonio Tejedor, por José Antonio Martín Viñas “Cupido en El Matarraña” de Francisco Javier Aguirre, por María Dubón “La tercera versión” de Antonio Manzanera, por José Luis Muñoz “¿Quién mató a la cantante de jazz?” de Tatiana Goransky, por José Luis Muñoz “Glóbulos versos” de Raúl Ariza, por María Dubón “El artista” de Joaquín Carbonell, por Francisco Javier Aguirre

“El encierro de Ojeda” de Martín Murphy, por Hernán Matos “El baile de los penitentes” de Francisco Bescós, por José Luis Muñoz “Mujeres que llenan mis noches” de José Antonio Prades, por María Dubón “Las ruinas” de Rafael Reyes-Ruiz, por Pilar Chargoñia “La tentación de San Valentín” de Francesc Rovira Llacuna, por José Luis Muñoz “La vida está en otra parte” de Milan Kundera, por José Luis Muñoz

● Novedades editoriales


N a r r a t i v a s . Revista de narrativa contemporánea en castellano Depósito Legal Z-729-2006 — ISSN 1886-2519 — Año IX Coordinador: Carlos Manzano Consejo Editorial: María Dubón - Emilio Gil - Nerea Marco Reus - Luisa Miñana

www.r e v istan ar r ativ as.co m — n ar r ativa s@h ot mai l.c o m arrativas es una revista electrónica que nace como un proyecto abierto y participativo, con vocación heterodoxa y una única pretensión: dejar constancia de la diversidad y la fecundidad de la narrativa contemporánea en castellano. Surge al amparo de las nuevas tecnologías digitales que, sin querer suplantar en ningún momento los formatos tradicionales y la numerosa obra editada en papel, abren innumerables posibilidades a la publi cación de nuevas revistas y libros al abaratar considerablemente los costes y facilitar la distribución de los ejem plares. Inicialmente editada en formato PDF, dada la similitud de este formato con las tradicionales revistas hechas en papel, hemos decidido también publicarla en formato ePub, de modo que sea perfectamente legible en el conjunto de dispositivos electrónicos de lectura cada vez más presentes en nuestra vida cotidiana. ***

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Envío de colaboraciones: La rev ista Narrativas versa sobre diversos aspectos de la narrativa en español. Está estructu rada en tres bloques fundamentales: ensayo, relatos y reseñas literarias. En cualquiera de estos campos, toda colaboración es bien recibida. Las colaboraciones deberán enviarse por correo electrónico como archivo adjunto en formato DOC o RTF. En su momento, los órganos de selección de la rev ista decidirán sobre la publicación o no de los originales recibidos. No se fija ninguna extensión máxima ni mínima para las colaboraciones, aunque se v alorará la concisión y el estilo. Se acusará recibo de cada envío y se informará de la aceptación o no del mismo. Los autores son siempre los titulares de la propiedad intelectual de cada tex to; únicamente ceden a la rev ista Narrativas el derecho a publicar los textos en el número correspondiente.

SUMARIO - núm. 37

Los juegos intertextuales en “Los cautivos: el exilio de Echeverría”, de Martín Kohan, por Olga PeraltaMarquez ....................................................................................3 Exploración cognitiva y desencuadramiento diegético en “El guardián invisible”, de Dolores Redondo, por Francisco Javier Higuero ..................................................................... 13 Terranova, 1995, por Raúl Ariza ..................................... 23 Apuntes del viaje a Orissa, por Rafael Reyes-Ruiz ....... 28 El desconocido, por Jesús Greus ........................................ 31 Los glúteos de Jennifer Brown, por Leonardo Moreno . 34 La voz de Lady Rowena, por Brenda Ascoz .................. 39 Pequeños y casi imperceptibles cambios en el paisaje, por Leandro Llamas .................................................................. 45 Cursum perficio (el final del viaje), por Pilar Aguarón .... 48 Microrrelatos, por Déborah Puig-Pey Stiefel ............... 52 La canción rota, por Rosa Silverio ................................... 53 Alguna vez las horas nos pertenecieron, por Iván Teruel 55 Cualquier cosa viva, por Almudena Sánchez ................. 57 Posibilidades de ménage à trois y mi vecino, por Carles M. Masip ...................................................................................... 61 Para los ojos que quieran verlo, por Anabel Consejo .... 64 Perros, por Gilmar Simões ................................................ 67 Ocupación de Grecia, por Fulgencio Martínez .............. 72 Clara, por Érica María Garay López ............................ 75 Una historia carcelaria, por José Vaccaro Ruiz ............. 76 Antes de ver la luz del día, por Ramón Araiza .............. 83 Malentendidos previos, por Miguel Rodríguez Otero .. 86 Flor, por Topogenario ....................................................... 87 Narradores: Ramiro Sanchiz ............................................. 92

Trampas editoriales, por Miguel Baquero .....................102 “El Jarama”, una realidad 60 años después, por Pedro M. Domene ........................................................................105 “La muerte feliz de William Carlos Wiliams” de Mar ta Aponte Alsina, por Marta Ortiz .....................................109 “No me cuentes mi vida” de Antonio Tejedor, por José Antonio Martín Viñas .....................................................111 “Cupido en El Matarraña” de Francisco Javier Aguirre, por María Dubón .............................................................113 “La tercera versión” de Antonio Manzanera, por José Luis Muñoz .........................................................................113 “¿Quién mató a la cantante de jazz?” de Tatiana Goransky, por José Luis Muñoz .........................................114 “Glóbulos versos” de Raúl Ariza, por María Dubón ..115 “El artista” de Joaquín Carbonell, por Francisco Javier Aguirre .........................................................................116 “El encierro de Ojeda” de Martín Murphy, por Hernán Matos ....................................................................................117 “El baile de los penitentes” de Francisco Bescós, por José Luis Muñoz ...............................................................118 “Mujeres que llenan mis noches” de José Antonio Pra des, por María Dubón .............................................................119 “Las ruinas” de Rafael Reyes-Ruiz, por Pilar Chargoñia ......................................................................................120 “La tentación de San Valentín” de Francesc Rovira Llacuna, por José Luis Muñoz .............................................121 “La vida está en otra parte” de Milan Kundera, por José Luis Muñoz ...............................................................122 Novedades editoriales .....................................................125

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Ensayo

LOS JUE GOS INTE RTE XTU ALES EN LOS CAUTIVOS: EL EXILIO DE E CHEVE RRÍA , DE MARTÍN KOHAN 1 por Olga Peralta-Marquez

Julia Kristeva define el término «intertextualidad» afirmando que «todo texto es la absorción y transformación de otro» (Allen 18). Los orígenes de este concepto se deben a la reflexión que Mikhail Bakhtin hace sobre el carácter dialógico que determina y caracteriza todo discurso. Desde su difusión, esta noción ha tenido gran influencia en los estudios literarios, ya que objeta «notions of stable meaning and objective interpretation» (Allen 4), cuestionando «long-held assumptions concerning the role of the author in the production of meaning and the very nature of literary meaning itself» (Allen 120). La intertextualidad se ha convertido en un mecanismo esencial para descubrir los engranajes narrativos pues faculta el desafío de prácticas y discursos asumidos como naturales. Así por ejemplo, en los relatos de la tradición nacional, al explorar el registro narrativo de los mecanismos en que se funda y sostiene el discurso histórico, se examina la concepción de dicho disc urso en cuanto una construcción narrativa. Es justamente éste el tema que se desarrolla en el juego intertextual de Los cautivos: el exilio de Echeverría. Escrita por Martín Kohan, Los cautivos es una de las novelas más representativas de la «nueva novela histórica» 2. A lo largo de sus páginas se tensan conscientemente las posibilida des de ruptura y transgresión entre Historia y literatura. El autor rompe con el criterio de monumenta lidad histórica reforzado por la distancia épica. La Historia deja de se r percibida como un túmulo estático e inasequible lográndose establecer un acercamiento que permite cuestionar las bases estructurales en las que se erige la nación argentina, desde perspectivas distintas. La incur sión en lo dialógico, la intertextualidad, el cariz metaficcional, el comentario autorreferencial, la distorsión deliberada de la «realidad histórica », el humor, la parodia del discurso oficial y de la historiografía están presentes en el texto. A través de dichos elementos se indaga sobre la legitimidad del discurso oficial independentista del siglo XIX. Re-construyendo el pasado histórico Kohan logra entablar un espacio propicio para el análisis y la reflexión sobre la historia fundacio nal de la Argentina. Como afirma Juan Pablo Neyret, «la eficacia de la entidad binaria ‘civilización y barbarie’, desde la que los políticos y escritores del XIX leen, narran y explican ‘lo real’, está en la repetición del núcleo narrativo-explicativo» (2). La alegoría de la antinomia civilización y barbarie, representada en todos los textos fundacionales, facilita la institución del sistema bipolarizado que caracteriza al pujante estado. Kohan tergiversa este esquema sistemático y mediante numerosas referencias in tertextuales lo reproduce de una forma distorc ionada que devela los cimientos estructurales del modelo fundacional. Los títulos que encabezan los episodios de la primera parte de la novela ( «La lombriz», «El chajá», «Las chicharras», «Los grillos», entre otros) sugieren, por sinécdoque, la construcció n de la fisonomía del desierto, aquel espacio patrio que clama ser defendido en La cautiva de Echeverría. Las celebraciones que realizan los habitantes de la pampa siguen el mismo patrón de representación barbárica que caracteriza las escenas del «Festín» (en La cautiva) y las de «El matadero». El retrato «costumbrista », en el que se muestra al gaucho, que por ser producto natural de la pampa, es capaz de cuidar de sí mismo en un ambiente hostil, recuerda al Facundo ó 1

Texto publicado originalmente en la revista electrónica Ciberletras, nº 29, Diciembre 2012. La “nueva novela histórica” es una categoría establecida por el crítico estadounidense Seymour Menton a comienzos de la década de los noventa. En La nueva novela histórica de América Latina. 1979-1992 y atendiendo a su afán por dar cuenta de una tendencia que parecía estar expandiéndose por todo el continente, Menton emprende el análisis de novelas latinoamericanas que entre 1979 y 1992 se construyen en el cruce entre historia y ficción (Menton 18). El adjetivo “nueva” apunta a lo que María Cristina Pons considera fue el fenómeno ocurrido a principios de los ochenta cuando la novela histórica resurge como una forma emergente (10). 2

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Civilización y barbarie , de Sarmiento. Del mismo modo, la escena en la que Luciana huye a Montevideo ayudada por Daniel Bello evoca no sólo a la Amalia de Mármol, sino que también alude al destierro al que se vieron condenados Echeverría, Sarmiento, Mármol y los otros miem bros de la Generación del 37. A juzgar por estos particulares, bien podría pensarse en Los cautivos: el exilio de Echeverría como una imitación contemporánea de los textos convencionales del período fundacional. Sin embargo, no es así. La narrativa rompe con la mirada épica e vocada en el contexto historiográfico de la obra. Los cautivos instituye lo que Magdalena Perkowska denomina «un locus ficcional de reflexión acerca de la [H]istoria y del discurso histórico » (36). Al manipular la estructura narra tivo-ideológica que sostiene y difunde el discurso oficial, Kohan expone el conjunto de estratage mas a través de los que se teje el aura mítica que circunda a Echeverría y su archivo literario 3. El cuadro de la Argentina decimonónica, proyectado por los intelectuales de la época «como el te rritorio deshabitado, [ese] espacio prehistórico subyugado por la naturaleza salvaje » (Altamirano y Sarlo 26) y amenazador del proyecto liberal sirve de marco temporal y espacial para el desarro llo de la tragicomedia del prócer en el exilio. Todo el aparato ideológico-discursivo que condensa la esencia dicotómica del modelo fundacional argentino se convierte en materia prima para la dramatización del triángulo amoroso: Estela- Luciana- Echeverría. El nombre de Esteban Echeverría está cargado de valores ideológicos, de símbolos y significaciones culturales que lo convierten en un ícono nacional 4. La política y la literatura decimonónica le abren las puertas para ingresar en el Olimpo nacional (Laera y Kohan 23). Como lo establece Gra ciela Monta ldo en su libro De pronto, el campo. Literatura argentina y tradición rural , «para los románticos del 37, el desierto es el elemento base para la construcción de los discursos de forma ción del país (34). » La cautiva y «El matadero» fundan una literatura nacional que emprende una práctica discursiva anclada en el espacio. El desierto, en los textos echeverrianos es más que un locus, fija una relación de filiación patriótica; es el símbolo de la argentinidad. La pampa de La cautiva , la inmensidad sin límites de «soledades en que vaga el salvaje » (Sarmiento 23), representa ese árido territorio «barbárico» que debe ser «civilizado». Kohan explora los dispositivos de incorporación cultural en los que se sustenta la identidad argentina. La narrativa de Los cautivos deforma el prototipo de territorio-nación que se proyecta en las obras de Echeverría. Mientras en La cautiva la vacuidad del desierto se llena con el elevado espíritu artístico del poeta, el desierto de Los cautivos se ve invadido por el lenguaje soez y las escenas prosaicas. A diferencia del texto de Echeverría que señala la necesidad y urgencia del ingenio civilizador, en el de Kohan son los gauchos que con su inercia se adueñan del «pingüe patrimonio» (Echeverría 8). Es «el Maure» que con su «miembro crecido» domina y fertiliza simbólicamente la «sedienta pampa », irrigándola con su «ciclo de riego viril» que repite «varias veces» (63). En su papel de visionario y responsable por el futuro del estado, el escritor decimonónico recurre a «la escritura como un instrumento ejecutor que propone las diferencias culturales e identifica ciones de clase, raza y género» (Masiello 16). El punto de inflexión en La cautiva de Echeverría, el que quiebra la estructura e impulsa la metamorfosis del desierto, es el maló n. La presencia de los indios, la figura máxima de «la barbarie», cambia la naturaleza de la pampa que de ser un pa raíso exótico y apacible se transforma en un abismo sombrío y pavoroso: «Entonces, como ruido/ que suele hacer el tronido/ cuando retumba le jano,/ se oyó en el tranquilo llano/ sordo y confuso clamor;/ [...] el duro suelo temblaba,/ y envuelto en polvo cruzaba/ como animado tropel [...] » 3

D. Maingueneau (1991) introduce la noción de archivo para reunir enunciados dependientes de un mismo posicionamiento, señalando que estos enunciados son inseparables de una memoria y de las instituciones que le confieren su autoridad al tiempo que se legitiman a través de ellos. 4 La cautiva inicia una literatura nacionalista a la vez que expresa ideas y conceptos polémicos de actualidad a través de la literatura: indios y frontera. Como afirma Martha Delfín Guillaumin: “Echeverría inaugura el tema de la cautiva como un referente a la barbarie; a la orientalización de la pampa; a la pintura orientalista decimonónica; a la civilización contra la barbarie, contra el salvaje; a las montoneras y malones, y los resabios del período colonial comparados con las hordas beduinas del desierto o la barbarie otomana que por tantos siglos había subyugado a la Grecia recién emancipada a finales de 1820; a la idea del desierto” (2). Del mismo modo, “El matadero” está vinculado estrechamente con su tiempo: no sólo tiene un alto valor literario sino que “es el primer relato de carácter preciso y de densidad testimonial de la Argentina de los XIX” (Leonor Fleming 96).

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(Echeverría 129). Kohan imita la creación literaria de ese «espacio histórico tradicional» (Perkowska 103) constituido a fuerza de exclusiones. Al igual que en la obra de Echeverría, la barba rie de «Los indios» encarna en Los cautivos el componente nocivo que cambia la fisonomía de la pampa. Su abrupta presencia entorpece el fluir del relato. También en la obra de Kohan los «brutos sienten pavor» al sentir «la tierra perforada [que] tiembl[a] estremecida, y los paisanos [...] se esconde[n] con temor [al oír] un ruido lejano pero inmenso» (89). Sin embargo en Los cautivos se crea un desfase que distorsiona el núcleo socio-identitario que se manifiesta en La cautiva. En el capítulo de «Los indios» no se arrasa con la población ni se toman cautivas o se degüellan niños. El malón de «Los indios» no es como el trueno de «El festín», sino que es un trueno. «Los indios» es una escena -bisagra en la que se exhibe el alcance político-cultural del discurso fundacional5. La forma habitual con que se preludia la llegada del indio bárbaro, «fuente de fascinación estética y estrategia de manipulación política que se difunden en el archivo estético nacional» (Masiello 13), lleva a anticipar la violenta llegada de los salvajes también en «Los indios». Los gauchos, escondidos en sus trincheras figuran «los alaridos de los animales aterroriza dos, el estruendo de los árboles devastados, el brillo disparado por el fuego que seguramente está acabando con sus viviendas, la sangre del ganado masacrado que se filtra por la tierra » (89-95). Después de que el relato dispara las expectativas ancladas en un saber previo, se organiza un quiebre meticuloso en lo que María Rosa Lojo denomina «las pautas del realismo mimético y re presentaciones convencionales del sujeto social» (33). El fuego que según los paisanos «no podía tener otra causa que los incendios [ocasionados por] esa fuerza de la naturaleza desatada a la que se llamaba indios» (91) es provocado por un verdadero fenómeno natural. El caos que en el texto echeverriano sirve de insignia para representar la ferocidad de los indios -bárbaros, en el texto kohaniano anuncia la severidad de una tormenta. La construcción lingüística de la novela de Kohan también denuncia el proceso que conlleva a la práctica instaurativa de una Argentina «civilizada». Heredero del lenguaje colono-fundacional, el narrador de Los cautivos, retrata a los gauchos y a los personajes de la partida federal mante niendo la perspectiva del «hombre de letras» decimonónico 6. Concebidos como verdaderos bárbaros, los personajes de la pampa personifican en extremo las características estereotipadas con las que los letrados románticos les dan vida. Los gauchos de Los cautivos son seres «impíos» (41), que pertenecen a esas «culturas primitivas» (15) y son incapaces de «reprimir ciertas manifestaciones que la civilización enseña » (25). La «precariedad de la inteligencia » (42) de estos paisanos es tanta que les impide comportarse como hombres pensantes: «Maure desechó prontamente la idea, en un rapto de sensatez que pocas veces se les daba, pero que ahora se les dio. A ellos les falta dignidad para ser considerados como tema literario. Nadie querría manchar las páginas con la suciedad relajante de sus vidas degradadas » (100-101). La reflexión que se le atribuye al gaucho entrevé el pensamiento «ilustrado» de aquel «visionario» que cuenta la historia haciendo evidente la manipulación de la que es objeto el campo de imágenes que se propaga en los relatos fundacionales. Según Juan Pablo Neyret «la idea de la nación como institución imaginaria y discursiva en la Ar gentina representa un caso peculiar de constitución sobre la base de la exclusión del Otro» (2-28). El autor de Los cautivos devela el lenguaje separatista que se oculta bajo el aparente discurso de la unidad. El desdoblamiento del narrador, que es y no es la voz de Echeverría, enfatiza la notoria 5

Martha Delfín Guillaumin afirma que “[El] salvajismo y barbarie, que de alguna manera sirven para tratar de entender la mirada que se posa sobre ese territorio [(el desierto)] a lo largo del siglo XIX […] se vuelve parte del lenguaje común de los argentinos no indios, tan común y corriente que en esa construcción intelectual de [la pampa], se justifica la destrucción material de sus habitantes originales, los indios salvajes; porque mientras estos indígenas no eran proclives a ser redimidos por la civilización y el progreso, el paisaje, el territorio sí podía ser rescatado, asimilado, conquistado en nombre de aquellos paradigmas” (2). 6 En su libro La “barbarie” en la narrativa argentina (Siglo XIX), María Rosa Lojo hace un recuento de la historia verbal y semántica de la “civilización” y “barbarie”. Determina que la antinomia no constituye un aparte antropológico exclusivamente latinoamericano, sino que proviene de “las categorías forjadas en una Europa segura de sí misma, que se permite considerar bárbaros a otros pueblos del planeta” (11). En este sentido, Sarmiento que da carta de vigencia a la formulación de la antinomia en la Argentina, no hace otra cosa que poner en práctica el discurso del conquistador y del colonizador del “Nuevo Mundo”, que ya estaba en el aire.

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presencia de un «yo» subjetivo que selecciona, analiza, organiza e interpreta los hechos. Las constantes incursiones del historiador entorpecen la fluidez del relato enmarañando el hilo narra tivo: «Nadie sabe por qué razón andaban siempre juntos Tolosa y Gorostiaga, si no hacen más que pelearse todo el día. (Debe hacerse a un lado, por anacrónica y por impertinente, toda interpreta ción que aspire a la psicología […])» (13). El lenguaje separatista de aquel que para definirse como individuo y como comunidad, tiene que constr uir, delimitar y definir al «otro», ese enemigo que es totalmente diferente al «yo» o al «nosotros» (Masiello 19) se ve representado constante mente en Los cautivos: «Es nuestra la medición del tiempo» (15) asegura el narrador mientras subestima la capacidad de «esos rústicos» (15), para expresar una medida temporal exacta. Las digresiones (parentéticas y no-parentéticas) del enunciante están plagadas de la «interpretación científico-analítica» que lo identifica como ese «ser superior» que recrea la H/historia: «No se trata, demás está decirlo, del aceitado mecanismo de un desacuerdo racional (20) ». A pesar de que el relato está escrito en tercera persona, la perspectiva blanco -europeizante desde la que el sujeto cuenta la historia prevalece en el texto. Des pués de denunciar la forma en que Ortega, «peleando en joda [termina por] incrustar el facón en el gañote de Matienzo » (52), el narrador aclara que lo absurdo del hecho se debe a que «entre bárbaros no existe división nítida entre lo serio y lo jocoso» (54). Además puntualiza: «Separar lo uno y lo otro es rasgo culto […]. Entre cultos sí importa, y mucho, saber que si alguien exclama que va a matar a otro, no lo está diciendo en serio » (54). La actitud taimada del Echeverría -narrador en Los cautivos resalta el tono prejuicioso encubierto bajo el aparente enunciado «objetivo» o «impersonal» que se atribuye a los textos fundacionales revelando el axioma político-ideológico que se propaga a través de dichos relatos. Kohan se mofa de los «Próspero(s)» nacionalistas que a través de su escritura, interpretación y traducción literaria establecen el binomio en el que se cimienta el concepto de argentinidad. El agotamiento del estereotipo «civilización y barbarie » en Los cautivos fricciona la rigidez de significación estético-cultural, haciendo posible la penetración de una mirada crítica. El lenguaje vio lento, casi sádico con que la voz narrativa plasma a esos seres «incivilizados» conlleva a la re flexión. Después de espiar la casa de Los Talas, Maure concluye que el hombre de la casa (Eche verría) los contempla y mucho pues son ellos (los gauchos) el tema de sus escritos (100). El con trapunto narrativo abre una brecha que permite al «otro» primitivo trascender el impenetrable código lingüístico echeverriano y denunciar su carácter ficcional. Maure se da cuenta de que él, al igual que los demás gauchos de la Historia, no es más que el producto de «los escritos» de aquel exiliado que se esconde en la estancia. La subversión lingüística del texto de Kohan revier te el efecto segregacionista del discurso elitista. Mientras Maure, el «otro» excluido de la «unidad re presentativa » de la argentinidad, transgrede el espacio narrativo y censura su cautiverio, el prócer argentino se ve atrapado en la apatía de su propia escritura. El arrobamiento que produce en Echeverría la composición del relato lo lleva al punto de la alienación pues «no quie[re] perder su tiempo en la contemplación de la vida de mierda de los que se desparram[a]n en los alrededores » (100). La ironía es una estrategia crítica de recodificación y redefinición de significados del discurso dominante (Hutcheon, A Theory of Parody 31-33). La socarronería que se percibe en el texto kohaniano desestabiliza el tono superlativo de la escritura decimonónica. El lenguaje mítico-épico a través del que se ensalza la figura del héroe en los relatos de la tradición nacional, en la novela de Kohan recrea el apasionante encuentro de Echeverría y Luciana: el «poeta romántico, entregado a la sublimidad de la creación poética, trascendía las profanas necesidades corporales, se elevaba a la espiritualidad inmaterial de un mundo sin hambre, sin sueño, sin sed. La poesía era su alimento y con eso le bastaba» (87). El ambiente onírico que anticipa la presencia de la sublime fig ura colapsa frente al contenido altamente erótico con que se representa la escena. El «ilustre» personaje cede ante la pasión y, dejando a un lado el ingenio abrazador de su arte, se deleita en el goce sexual: «El hombre [Echeverría] se paró junto a ella y, en los trazos del contraluz, a Maure le pa reció ver [...] el suave […] vaivén de entrar y casi salir y volver a entrar en que se encendieron los dos cuerpos (62)». La sátira se enfatiza cuando se compara de forma implícita la corta curva de[l]

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miembro de Echeverría con el «descomunal miembro duro y caliente, a punto de explotar » 7 del que se envanece Maure. El cotejo, que alude enfáticamente al minúsculo tamaño del órgano re productor de Echeverría, sugiere una posible inferioridad sexual que cuartea el hálito de magna nimidad con que la «familia textual» fundacional (Perkowska 172) configura su imagen. Como afirma Tomás Eloy Martínez, «las naciones se distinguen no por la falsedad o autenticidad de lo que narran sobre sí mismas sino por el estilo en el c ual son imaginadas. Es decir, por los gestos, las palabras y los silencios que eligen narrarse » (12). La estructura social que se difunde en los textos fundacionales promueve una unidad hegemónica que busca la preservación de la sociedad tradicionalista de la Argentina pos-colonial. María, la protagonista de La cautiva , representa la mujer blanca, asexuada, esposa y madre ejemplar. P or su pureza y decoro, loados a lo largo del poema, María constituye el ideal femenino de virtud que se pretende alcanzar. De igual manera, la protagonista de Amalia es una criolla de «buena familia ». La esperanza fervientemente que tiene en un futuro mejor le lleva a luchar en pro de los ideales de los unitarios. A pesar de que el amor es la fuerza que impulsa y guía los destinos de las protagonistas, éste es más bien utópico ya que no llega a manifestarse en la unión física. Como los espejos de Valle -Inclán, el espacio metaficcional de Los cautivos retuerce el sistema de valores morales e ideológicos de la Argentina discursivamente blanca y conservadora que se promueve en el modelo romántico. La protagonista kohaniana encarna el modelo realista de la mujer argentina. Luciana es mestiza y su feminidad se expresa de forma efusiva y apasionada. La atracción que siente por Echeverría desemboca en un amor carnal que aflora en el sinnúmero de encuentros fortuitos que sostiene con el protagonista. Sin embargo, la sexualidad de la gaucha se demuestra en la práctica de relaciones que van más allá de las convencionales. Cuando se encuentra con Estela Bianco, la amante de Echeverría que vive en Montevideo, Luciana participa en una escena homosexual. Al sentirse abandonadas «[l]as dos mujeres echadas sobre la misma cama […] vuelven a abrazarse y a besarse […] en procura de Echeverría » (159-160). Kohan desfigura el patrón clásico de lo que Doris Sommer identifica como «la pareja fundacional» en los romances decimonónicos. Luciana personifica el modelo degradado de la heroína ro mántica. Víctima de incesto, la protagonista kohaniana encarna la mujer/estado profanada. Maure, la figura paternal del relato, la somete para satisfacer sus más bajos instintos. El mismo Echeve rría la convierte en su amante. El símbolo de la nación romántica adquiere un nuevo significado en Los cautivos. Luciana encarna la patria violada; la Argentina burlada por aquellos que tienen el deber social y moral de protegerla. Tampoco el personaje novelesco de Echeverría encarna al prototipo de héroe fundacional. El Echeverría de Kohan es un fantoche del arquetipo europeísta que se procura como símbolo de civilización. Aunque es depositario del talento, la inteligencia y sensibilidad ante la belleza, el personaje kohaniano en nada se asemeja al ideal romántico. Contra rio a lo que hacen Daniel Bello de Amalia , Brián de La cautiva y el «culto» jinete de «El matadero», el Echeverría de Los cautivos se mantiene al margen del proyecto liberal. En el tiempo que le queda, después de sus «ritos nocturnos de apareamiento» con Luciana (65), el joven letrado limita su tarea civilizadora a enseñar a leer y a escribir a su amante. Sin embargo, ni siquiera esta función la cumple de manera cabal. A diferencia de los héroes fundacionales, que entregan la vida luchando por sus ideales, el «titán» de Kohan opta por el exilio. En cuanto se ve acosado por Fernando Rodríguez y su grupo de federales, Echeverría huye de la hacienda dejando en el abandono a Luciana y a su proyecto civilizador. La desmaterialización y la carnavalización, dos mecanismos de escritura que pueden ser contra dictorios en apariencia, se complementan en Los cautivos para enfatizar el proceso en el que se desmitifica la figura del héroe. Como afirman Peter Stallybrass y Allon White «sublimation is inseparable from strategies of cultural domination; [it is] the main mechanism whereby a group or class or individual bids for symbolic superiority over others » (197). De todo el repertorio de pró ceres que conforman el panteón nacional argentino, Esteban Echeverría es el único que no tiene una tumba que resguarde sus restos mortales. Esa «irreversible disipación corporal» (Laera y Kohan 25), es la que en gran medida define y promueve su estatus de ídolo en la Historia de la Ar 7

La letra cursiva y la negrita son mías. Quiero de esta manera enfatizar el juego lingüístico con que el relato expone el contraste físico entre el prócer y el gaucho.

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gentina. Kohan reproduce el paradigma que favorece la transfiguración del padre de la patria ex tremándolo hasta agotarlo por completo. El Echeverría de Los cautivos evoca al célebre poeta nacional; ese «escritor incomprendido» a quien pertenecen dos de los más grandes «clásicos literarios». La gloriosa figura también se desmaterializa en la narrativa kohania na. El dueño de Los Talas está presente pero a la vez ausente en la historia. Su presencia se percibe a través del texto sin que ésta llegue a concretarse. Esteban Echeverría se muestra en la novela como la fe en un creyente. Aunque el sistema axiológico e ideológico echeverriano se filtra como una vertiente sustanciosa en el desarrollo narrativo, la presencia material del prócer se borra en el relato. Su manifestación física se limita a una «silueta en movimiento [que] cada tanto iba o venía, pero la mayor parte del tiempo se quedaba quieto, sentado frente a un escritorio, dejando que la cabeza reposara sobre la mano izquierda » (42). La disipación progresiva del emblemático protagonista, reducido a una sombra que se deshace tras las cortinas de Los Talas, c ausa gran conmoción entre los campesinos de la estancia quienes «empiez[an] a pensar que con esa prescindencia les está […] manifestando un gran enojo» (43). La «saturación de la mismidad» (Kohan, Nación y mo dernización en la Argentina 168) en Los cautivos neutraliza el efecto sublimador con que se da a conocer la imagen del ícono argentino a través del discurso oficial. Tal y como define Mikhail Bakhtin, el carnaval es «[ a] temporary liberation from the prevailing truth and from the established order; [...] the suspension of all hierarchical rank, privileges, norms and prohibitions [...] the feast of becoming, change and renewal [...] hostile to all that was im mortalized and complete » (10). El exceso llevado al límite del absurdo propicia en Los cautivos un ambiente carnavalesco en el que se quebranta la perspectiva monumental que petrifica la ima gen del ilustre protagonista. El Echeverría de «Tierra adentro» es un hombre de carne y hueso que se deja guiar por el «instinto animal de sus calenturas » (38). Las incesantes ceremonias de apa reamiento que protagoniza con Luciana en la intimidad de Los Talas alimentan no sólo los deseos incestuosos de Maure, sino que incitan al desenfreno sexual al resto de la gauchada. La fuerte connotación erótica del relato desmitifica la figura del personaje histórico reduciéndola al punto de la caricaturización. Inspirados por el prócer, los habitantes de la pampa dan rienda suelta a su lujuria: «subidos unos sobre otros, o bien vueltos, con ademán ensimismado sobre sus pr opias partes, todos acababan dichosos y conformes, disfrutando de es[e] período de tanta felicidad (66)». La estampa del espectro fornicador defrauda inclusive al lector de las «Narrativas históricas» de la Editorial Sudamericana 8, quien espera una representación más activa —en el sentido político e histórico— del «insigne personaje.» En su artículo «Para una teoría de la humorística», Macedonio Fernández (1874-1951) determina que el humor en un texto modela la relación con el lector a la vez que reclama su atención sobre los mecanismos secretos de la escritura (302). Kohan logra hacer que la «Historia deje su lugar propio -el límite que ella establece y recibe- y se descomponga para convertirse en materia de ficción o reflexión epistemológica » (Jitrik 53). Un claro ejemplo se presenta en la redefinición simbólica de la divisa punzó. El vistoso distintivo político utilizado por los federales entre los años 1832 y 1850 sirve de símbolo distintivo para identificar el régimen sanguinario y barbárico de Rosas e n los textos decimonónicos. El autor de Los cautivos retoma la construcción simbólica del emblema federal y le asigna un nuevo valor significativo. «El puñado de cintas rojas que [el comandante Rodríguez da a] los paisanos por su buena actitud » (76) deja de representar el poder autoritario de Rosas y se convierte en un amuleto que «ahuyenta la envidia y asegura la fortuna » (79). La re -creación humorística del saber histórico previo facilita la disociación de imágenes vinculadas a preceptos socio-políticos que remanecen en la memoria colectiva 9 con lo que se enfa8

Esta colección se lanza en 1996 como resultado de un estudio de mercadeo en el que se determina que las novelas históricas constituían en ese entonces su más alto porcentaje de ventas. Entre las novelas de esta co lección se encuentran: La vida de un ausente, La novelesca biografía del talentoso seductor Juan Bautista Alberdi, Las mujeres que desobedecieron a Urquiza; Camila O „Gorman. La historia de un amor inoportuno. Todas ellas siguen el mismo patrón: son novelas que indagan en la vida privada de algún prócer de la república, imagi nan detalles de su intimidad que no han quedado registrados en los anaqueles de la historia oficial y dibujan un costado secreto y débil, en el que el amor y las mujeres ocupan un lugar primordial (Pons 15). 9 El sociólogo francés Maurice Halbwachs indica que la Memoria Colectiva es el proceso social de reconstrucción del pasado vivido y experimentado por un determinado grupo, comunidad o sociedad. La memoria colectiva insiste en asegurar la permanencia del tiempo y la homogeneidad de la vida, como en un i ntento por mostrar que

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tiza la naturaleza ficcional de la Historia y se denuncia la labor propagandística de los textos fun dacionales en el proceso de interpretación social, política y cultural del imaginario social. En A Poetics of Postmodernism: History, Theory, Fiction , Linda Hutcheon sostiene que la parodia posmoderna es una de las principales estrategias de subversión de la ideología del liberalismo burgués con sus principios de orden, sentido, control e identidad (13). La parodia en Los cautivos sirve de dispositivo para la de-construcción narrativo-textual del discurso histórico-fundacional. Con la frase «Mi práctica es documentarme concienzudamente », se abre el telón a «El destierro», la parte en que se intensifica el procedimiento paródico que caracteriza toda la novela 10. La cita de Manuel Gálvez alude al método realista o académico de la historiografía a través del que se propone un estudio supuestamente objetivo de las fuentes escritas. Imitando el supuesto «acercamiento neutral que la novela histórica, de cuño positivista, tiene en cuanto al modo de reproducir la Historia » (Perkowska 199), el narrador de «El destierro» comienza a elaborar la «crónica» del prócer en el exilio. Después de una búsqueda afanosa de los datos correspondientes, el «historiador» redacta un «informe» minucioso en el que narra con precisión el momento e incluso la hora en que ocurre cada acontecimiento. Sin embargo y a pesar de sus esfuerzos el «perito» es incapaz de producir una crónica imparcial. Estela Bianco, en cuyo único testimonio se basa el relato, ma nipula la versión de los hechos acomodándolos a su conveniencia. La Historia de la vida de Eche verría en el exilio resulta ser una ficción, una reconstrucción subjetiva de sucesos que representan una realidad que se acomoda a los intereses de la meretriz. Al decir de Shumway, las ficciones orientadoras son «creaciones tan artificiales como ficciones literarias» pero que «son necesarias para darles a los individuos un sentimiento de nación, comunidad, identidad colectiva y un destino común nacional» (48). En Los cautivos se juega con esta aserción. La novela de Kohan propone una narrativa de orientación ficcional en la que se muestra el sistema de artificios encubiertos en las ficcione s orientadoras. La estructura dialógica de la obra determina la permanencia de un locus temporal de enunciación en el que se permite al artista «to speak to a discourse from within it, but without being totally recuperated by it » (Hutcheon, A Poetics of Postmodernism 35). Mientras que la voz narrativa de la primera y segunda parte del texto se construye y sustenta en la memoria de Echeverría, el narrador del «Epílogo» la desacraliza. Imitando la actitud de los «curiosos científicos» que durante el siglo XIX emprenden nume rosos viajes de exploración a los ignotos territorios de la América Hispana, el enunciante del «Epílogo» explora el «exótico» mundo del pasado nacional argentino. El archivo más hermético se abre ante la mirada forastera quedando expuesto a la práctica de mini-turismo cultural. Guiado por la voz del intrépido viajero, el lector incursiona en el relato y recorre el mismo trayecto andado por Echeverría durante su exilio con la esperanza de descubrir las pistas que le lleven a encontrar la tumba del célebre proscrito. Al final, el viaje resulta ser infructuoso. El acertijo sobre el destino de los restos de Echeverría, uno de los más grandes enigmas de la Historia, continúa siendo un misterio sin resolver y convertido en mercancía netamente lite raria. Como asegura Susana Rotker, en el «discurso del espacio del corpus fundacional de la literatura argentina la noción de límite y lugar de margen quedan determinados por lo periférico inestable (la frontera, la barbarie) que sirve a un discurso de ce ntro fuerte (la ciudad, la civilización) » (123). Dentro del estatuto socio-político de la élite liberal, Luciana, la gaucha iletrada, y Estela, la prostituta de Colonia del Sacramento representan lo «otro». Ambas personifican lo marginal; el estigma que se opone a lo ideal y por lo tanto necesita ser opacado, silenciado. La hibridez racial de Luciana, la gaucha, y el estatus social de Estela, la promiscua, determinan su condición de entes abyectos, ignorados por la ideología europeizante y conservadora de l proyecto nacional argentino. La exclusión a la que les condena la Historia oficial se manifiesta en la última parte de la novela. Después de analizar las fechas inscritas en las lápidas que rodean las tumbas de Estela el pasado permanece, que nada ha cambiado dentro del grupo y, por ende, junto con el pasado, la identidad de ese grupo también permanece intacta (1-15). 10 La frase es de Manuel Gálvez, ensayista, historiador y biógrafo destacado del grupo de intelectuales del Centenario de la Revolución de Mayo. En su artículo: “Racial Ideas and Social Reform: Argentina, 1890-1916”, Eduardo Zimmermann afirma que: “Rojas and Galvez, referred to in many ways as “cultural nationalists” tended to concentrate on the cultural incompatibilities of certain „races‟ and the Argentine Indo-Hispanic heritage, disregarding the modern, progressive and „scientific‟ approach of the liberal intelligentsia” (25).

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Bianco (1820-1860) y Luciana Maure (octubre de 1845), el historiador apócrifo del «Epílogo» llega a concluir que fueron «enterrad[as] en lo que, por entonces, eran las afueras del cementerio, un sitio solitario y postergado, marginal» (169). Los cautivos re-dimensiona el espacio de legitimización establecido en la dupla sarmientina. El progreso de la ciudad, reflejada en el crecimiento del ce menterio, hace que las tumbas de Luciana y Estela, los seres relegados al margen de la Historia, lleguen a ocupar el lugar central en el panteón. Mientras sus restos son reconocidos y rememora dos, a través de la inscripción de una lápida, los de Echeverría se mantienen itinerantes, subsistidos solo en la memoria oficial de su pueblo. Por su propuesta contextual Los cautivos constituye lo que Florencia Garramuño denomina «reescrituras» o «contranarrativas» (37). La obra retoma «un momento de la tradición nacional que funciona como espacio de legitimación cultural» (Garramuño 15) para reformular el principio de inclusión-exclusión que se establece en e l discurso fundacional. Luciana, símbolo de lo marginal en el discurso decimonónico, personifica en Los cautivos el espacio genérico; es decir aquella zona de confluencia en la que se desvanecen las fronteras. La gaucha de Los cautivos es la «única que puede[e] acceder al mundo aparte, cerrado y misterioso [de Los Talas], donde ese hombre [Eche verría, el símbolo máximo de civilización] se dedica, durante meses, a escribir un largo poema (86)». Kohan redefine la estructura del discurso hegemónico «civilización / barbarie » que regula el sistema constitutivo de la Argentina. La hija de Maure transgrede la barrera de la «civilización», y se ve influenciada por ella. «La» Luciana más que a leer y escribir, aprende a percibir el universo de otra forma; se convier te en una «zona de contacto» (Pratt 6). No sólo empieza a «hablar otro lenguaje» (86) sino que cambia su forma de pensar y comportarse. Deja de ser «la» Luciana, para convertirse en Luciana. La intertextualidad en Los cautivos promueve una relectura crítica y desmitificadora de la Historia oficial de la Argentina y del discurso fundacional. A través de las distintas páginas del texto se tensan los recursos discursivos del pasado que determinan la identidad polarizada de esa nación. La estructura dialógica de la novela funciona como un radiograma que deja al descubierto los pilares en los que se fundan los principios de la alteridad radical y excluyente que se oculta bajo la apariencia de la llamada «unidad nacional». Escrudiñando el pasado, la narrativa kohaniana abre una hendidura que agrieta los cimientos del viejo escalafón socio -cultural logrando convulsionar la base hegemónica que sustenta el grupo de poder. Las múltiples versiones ficcionales, que se desarrollan a contrapelo de la Historia, cuestionan el estatuto de verdad absoluta en el que se ampara el discurso oficial propiciándose el descubrimiento de un mundo prismático de realidades múltiples y diversas. Experimentando con los sistemas convencionales de escritura e interpreta ción, Kohan resquebraja la monumentalidad erigida en la distancia épica y cuestiona las versiones autoritarias y dogmáticas que se difunden en el discurso fundacional. El lenguaje «poco apropiado», la incursión en lo esperpéntico, lo paródico y lo grotesco, el objeto de sabe r historiográ fico entretejido con la imaginación, el desatino, el absurdo, la exageración y creatividad literaria forman la amalgama perfecta para re -crear un ambiente que incita a la crítica y a la reflexión; he aquí la importancia de Los cautivos. © Olga Peralta-Marquez

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Olga Peralta-Marquez. Aspirante al programa doctoral ―Hispanic and Luso-Brazilian Literatures and Languages‖ del CUNY Graduate Center. Tiene un M.A. de Hunter College.

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Ensayo

EXPLORACI ÓN COGNI TIV A Y DE SENCU ADRAMIEN TO DIE GÉTICO EN E L GUARDIÁN INVISIBLE DE DOLORE S RE DON DO por Francisco Javier Higuero La historia relatada, con todo lujo de detalles, a lo largo de la trayectoria narrativa de la novela El guardián invisible (2013) de Dolores Redondo se halla abierta a diversas consideraciones críticas mutuamente complementarias, dignas de ser tenidas en cuenta. Quizás lo que a primera vista pudiera ser calificado de relato policíaco, sobre todo si se prestara atención sólo a la superficie textual de los acontecimientos referidos por un conspicuo narrador heterodiegético, de carácter omnisciente, es también susceptible de ser sometido a aproximaciones cognitivas que presten atención, sobre to do, a los actos y expresiones de determinados personajes, a todas luces relevantes, tanto dentro de la his toria transmitida como del correspondiente discurso formal escogido. Sin desdeñar los valores fe nomenológicos, hermenéuticos o posmodernos proyectados por otros enfoques textuales, la aproximación crítica utilizada en las páginas que siguen responde a los presupuestos proporcionados por lo entendido propiamente como narratología cognitiva, diferenciada de la narratología estructuralista, aunque refue rce los planteamientos de ésta. Si dicho enfoque se interesaba por la arquitectura dis cursiva de lo relatado del modo que fuere, la narratología cognitiva presta atención, sobre todo, a las emociones y pensamientos poseídos por los personajes tanto con an terioridad como simultáneamente a la ejecución de determinadas acciones concretas. Conforme se puede observar, tal procedimiento crítico otorga una prioridad manifiesta a la experiencia que se halla en la base fenomenoló gica y existencial de las expresiones consiguientes. Por tanto, ya se está en condiciones de poder reiterar, desde un primer momento, que la aproximación adoptada por corrientes narratológicas de carácter cognitivo no desdeña en modo alguno los raciocinios y argumentaciones propiamente dichas proporcionadas por la fenomenología de las emociones y los sentimientos integrados en la ca racterización de personajes que se sirven de tales experiencias o impulsos pasionales para actuar de un modo u otro y en circunstancias no siempre favorables ni tampoco elegidas por ellos con plena libertad. 1 De lo expresado por el narrador heterodiegético de El guardián invisible se deduce que para los mencionados personajes, insertos en la historia relatada, hablar o expresarse no consiste meramente en modificar una experiencia disponible, sino en hacerla existir. Por consiguiente, las expresiones de esos personajes ponen de relieve una profunda intimidad e interpenetración genuina existente entre sus pensamientos y emociones, por un lado, y los actos realiza dos o palabras emitidas, con más o menos disimulo y ocultamiento, por otro. Dicho de modo algo diferente, tales palabras se cubren de necesidad para el desarrollo de los sentimientos pertinentemente involucrados. De hecho, lo aludido por el narrador heterodiegético en cuestión evidencia que las palabras pronunciadas por algunos personajes cumplen una función heurística, dirigida a promover, de un modo cada vez más pene trante y hasta exacto, tanto el propio conocimiento, como también el de aquellos que les rodean, formando parte de su circunstancia. No obstante, en dicha tarea cognitiva resulta imprescindible recurrir una y otra vez a la dimensión corpórea de la existencia, conforme lo ha reconocido, en tér minos teóricos y raciocinantes, Maurice Merleau-Ponty tanto en La estructura del comportamiento

1

Ha sido José Ortega y Gasset quien en Meditaciones del Quijote (1975) se refiere a la circunstancia no como algo adyacente que rodea a la subjetividad del yo, sino como parte fundamental e inasequible del mismo. El concepto de circunstancia, en el pensamiento de Ortega, vendría a coincidir en parte con las c onnotaciones proyectadas por el de creencia, en marcada contraposición al de idea. Para una mayor esclarecimiento de dicha dicotomía, lo expuesto por tal filósofo en Ideas y creencias (2001) no deja de ser relevante, en modo alguno.

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(1976) como también en Fenomenología de la percepción (1957). 2 No debería olvidarse, a este respecto, que, de acuerdo con lo advertido por Paul Ricoeur en El discurso de la acción (1991) y Sí mismo como otro (1996), el cuerpo humano se conceptualiza de manera más eficaz cuando se le considera como un objeto empírico, siguiendo el procedimiento de las ciencias experimentales. P or otro lado, en tanto el cuerpo no es sólo una realidad observable como objeto, sino una dimensión del propio ser experimentado peculiarmente, se podría llegar hasta cuestionar el mono polio que la ciencia empírica parece tener, en general, sobre el conjunto de la corporeidad. En con traste con planteamientos científicos, la fenomenología se complace en destacar la experiencia existencial, irreducible a objetivizaciones conceptuales reduccionistas. De la conducta reflejada por gran parte de los personajes, a lo largo del itinerario narrativo de El guardián invisible , se deduce que la percepción de la corporeidad, tanto propia como ajena, puesta de relieve del modo que fuere, forma parte de la riqueza existencial de la experiencia vivida, aun en medio de todo tipo de impertinencias, agresiones, violencias perpetradas, y sufrimientos implacablemente padecidos. Dicha expe riencia se resiste a integrarse en objetivaciones promovidas por presuntas y posteriores considera ciones científicas, propensas siempre a ser deconstruidas, incluso desde las bases discursivas proporcionadas por la misma fenomenología. Las diversas modalidades de la violencia perpetrada o padecida por determinados personajes de la historia relatada en El guardián invisible pudieran muy bien ser agrupadas en las siguientes categorías cognitivas: 1º.- Agresiones irracionales de las que fue objeto la propia inspectora Amaia Salazar por parte de su madre, sobre todo durante su más tierna infancia, fechada, en concreto, alrededor de 1989. 2º.- Muertes presuntamente perpetradas por Víctor, el cuñado de Amaia, a adolescentes y jóvenes indefensas. 3º. - Intento de suicidio, no consumado, que pretendió protagonizar Freddy, ma rido de Ros y cuñado también, a su vez, de Amaia. 4º. - Asesinato del que fue víctima Víctor, como efecto de un disparo perpetrado en contra de él por Flora, su mujer. Conforme se puede observar, ni la categoría 1ª, ni tampoco la 3ª se materializan en desenlaces fatídicamente mortales, pues en ambos casos se pudo llegar a tiempo para evitar las consiguientes pérdidas de vida. Ahora bien, existe una diferencia notable entre las mencionadas agresiones sufridas por un personaje como Amaia, convertida en víctima humillada y ofendida debido tanto a percances maternos, como a circunstancias ineludibles, sobre las que no poseía control satisfactorio alguno, y el cruel acto con el que pretendía poner fin a su vida Freddy. En modo alguno, tal intento de suicidio se presenta como inevita ble a lo largo de la trayectoria diegética de El guardián invisible. Por otro lado, convendría no perder de vista que las agresiones perpetradas sobre Amaia proyectan un bagaje emocional inesquivable a lo largo de lo sentido posteriormente por ella misma, aun cuando deba ejercer su tarea profe sional. En lo concerniente a lo acaecido en el caso de Freddy, son las emociones que le embargaban con anterioridad al intento de suicidio, las que pudieron haber contribuido a iniciar la ejecución del mismo. Para expresarlo de modo algo diferente, Amaia se convirtió simplemente en objeto de una agresión irracional que dejó secuelas manifiestas en ella, mientras que Freddy fue tanto el sujeto perpetrador de lo acaecido como el correspondiente objeto intencionado al que se dirigía la violencia llevada a cabo. A todo esto se debería añadir que el comportamiento suicida de dicho personaje se halla relacionado con una de las muertes infligidas en la categoría 2ª y pudiera muy bien ser considerado como efecto de tal desenlace fatídico. También la muerte de que es objeto Víctor, tal y como se halla incluida en la categoría 4ª, se presta a ser tratada como consecuencia de las mencionadas muertes infligidas en dicha categoría 2ª. Conforme se puede observar, no resulta ser difícil intentar establecer paralelismos o contrastes emocionales entre las agresiones referidas en las cuatro categorías que resumirían gran parte de lo relatado por el narrador heterodiegético de El guardián invisible. La violencia emocional y física padecida por Amaia, a la que explícitamente se alude en la 1ª cate goría, se halla presentada diegéticamente a través del recurso discursivo de frecuentes analepsis que 2

Si se deseara prestar atención al nexo existente entre la fenomenología de la corporeidad y una ontología no exenta de proyecciones epistemológicas, deberían consultarse los acertados comentarios esgrimidos por José Luis Arce Carrascoso en “Ontología y conocimiento en Merleau-Ponty” (1996) y “M. Merleau-Ponty: el hombre como unidad ontológica y proyectiva” (2001), lo mismo que los razonamientos altamente esclarecedores evidenciados por Richard Shusterman en “The Silent, Limping Body of Philosophy” (2005) y Xavier Escribano en Sujeto encarnado y expresión creadora (2004).

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hacen remontar el tiempo narrativo al de la tierna infancia de dicho personaje, cuyas expresio nes ejemplificarían lo connotado semánticamente por la voz de los inocentes, tratada teóricamente por Alejandro Llano a lo largo de las especulaciones raciocinantes de que hace gala en Deseo, vio lencia, sacrificio (2004) 3. Sin duda alguna, Amaia es a todas luces inocente, cuando se convierte en víctima de las humillaciones y ofensas proporcionadas por su madre, sin el más mínimo motivo racional convincente. El hecho de que este personaje haya sufrido en su propia carne dichas agresio nes crueles contribuye a incrementar su comprensión de lo que han podido padecer las víctimas mortales aludidas en la categoría cognitiva 2ª. Desde el punto de vista profesional, se le había encomendado a Amaia, en cuanto inspectora de policía el esclarecimiento de tales crímenes. Ahora bien, los sufrimientos previos por ella padecidos le acercan más a las circunstancias existenciales que afectaban a esas víctimas. Repárese en que el historial de los antecedentes violentos a que fue sometida Amaia durante su infancia distancian el comportamiento profesional de este personaje del demostrado por la inspectora Petra Delicado en las historias relatadas en novelas de Alicia Giménez Bartlett, tales como Mensajeros en la oscuridad (2000), Muertes de papel (2001), Serpientes en el paraíso (2002), Un barco cargado de arroz (2004), Nido vacío (2007) o El silencio de los claustros (2009). A todo esto debería advertirse que, de acuerdo con lo relatado en El guardián imaginario , dichos antecedentes existenciales de Amaia proyectan también un acercamiento emocional hacia lo por ella investigado, que estaba ausente en la caracterización de la jueza Mariana de Marco a lo largo de lo que se narra en novelas policíacas de J. M. Guelbenzu, tan paradigmáticas como No acosen al asesino (2001), La muerte viene de lejos (2004), El cadáver arrepentido (2007) y Un asesinato piadoso (2008). Convendría puntualizar aquí que, si bien resulta ser verificable la presencia de connotaciones emocionales cognitivas en la caracterización tanto de Petra Delicado como de Mariana de Marco, tales sentimientos o bien se hayan segregados a ámbitos personales privados o vie nen a ser consecuencia de lo por ellas investigado a partir de un ineludible distanciamiento existencial. Sin embargo, ni Petra ni tampoco Mariana han sido objeto de los antecedentes humillantes y ofensivos padecidos por Amaia, cuyos hechos y dichos se convierten en ejemplificaciones concretas de una voz inocente que se manifiesta como puede y está a su alcance circunstancial. De la siguiente forma se refiere el narrador heterodiegético y hasta omnisciente de El guardián invisible , al relatar una de las agresiones violentas que la madre de Amaia le propició a este personaje indefenso: Loca de miedo, volvió el rostro hacia su madre a tiempo de ver venir el impacto del rodillo de acero con el que su padre amasaba el hojaldre. Levantó una mano en un vano intento de prote gerse y aún pudo sentir cómo sus dedos se fracturaban antes de que el borde del cilindro impactase en su cabeza. Después todo fue oscuridad. 4 A pesar de las notables diferencias existentes entre las agresiones sufridas por Amaia, tal y como se alude a ellas en la categoría 1ª, y la de las víctimas mortales, insertas en la 2ª categoría, en ambos casos se comparte un cierto aire de familia relacionado con los dulces producidos por el negocio de los familiares de esa inspectora de policía, un tanto distanciada de sus pariente s más próximos. Tal parecido es de una relevancia ineludible, debido, sobre todo, no sólo al hecho de que son dichos dulces, los que se convierten en una pista a seguir para identificar al presunto perpetrador de las muertes investigadas, sino también a la constatación de que los acontecimientos en cuestión se producen, no en entornos urbanos despersonalizados y un tanto anónimos, conforme tenía lugar en la mayoría de las citadas novelas de Giménez Bartlett, o en ámbitos sociológicos próximos a lo entendido como ciudad, o derivados de ella, tal y como acaecía en los relatos de Guelbenzu. El aire de familia que comparten las agresiones violentas de las dos primeras categorías aludidas en la trayec toria narrativa de El guardián invisible se halla inserto de ntro del entorno comunitario de Elizondo, ubicado en el valle de Baztán, y perteneciente a la provincia de Navarra. Convendría precisar que, de acuerdo con lo explicado ensayísticamente por Manuel Delgado en El animal público (1999), Sociedades movedizas (2007) y El espacio público como ideología (2011), en modo alguno las con3

Aunque gran parte de la producción filosófica de Llano se presta a ser caracterizada como prioritariamente especulativa, con frecuencia dicho pensador se introduce en consideraciones litera rias y teóricas, tal vez no muy distantes de los planteamientos propuestos por la propia narratología cognitiva. 4

Dolores Redondo, El guardián invisible, p. 227.

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notaciones semánticas de lo urbano coinciden con lo entendido por el ámbito propiamente dicho de la ciudad. Si ésta se constituye como un gran asentamiento de construcciones estables, habitado por una población numerosa y densa, lo urbano se incluiría en un tipo de agrupación inestable que puede darse en la ciudad o no. Se precisa matizar esta diferencia fundamental, advirtiendo que lo implicado en el ámbito de lo urbano es precisamente la movilidad, los equilibrios precarios en las transacciones relacionales establecidas entre individuos tal vez desarraigados, la agitación como fuente de un presunto intento estructurador de colectividades que se resisten una y otra vez a cualquier encuadramiento fijo. Todo esto da lugar a la persistente formación de sociedades coyunturales e inopinadas, cuyo destino consiste en disolverse al poco tiempo de haberse generado, ya que las configuraciones producidas son escasamente orgánicas, poco o nada solidificadas, sometidas a oscilación incesante y dirigidas a desvanecerse enseguida. El espacio originado en tales circunstancias no debería ser visto como desestructurado, sino en un proceso permanente de estructuración, provocando el surgimiento de protoestructuras que quedan finalmente abortadas. Dicho de otro modo, se detecta en tal ámbito un intento justo por establecer un cierto orden, sin que nunca pueda verse fina lizada su tarea y sin tampoco llegar a resultado definitivo. Por consiguiente, el e ntorno de lo urbano no se halla estructurado en forma alguna, sino que es propenso a participar en un inédito y espontá neo proceso de estructuración social, focalizada en torno al anonimato y al desentendimiento mutuo, o bien surgido a partir de relaciones efímeras basadas en la apariencia, la percepción inmediata, el simulacro y hasta el propio disimulo. 5 Sin embargo, tales estrategias pragmáticas resultan difíciles de permanecer por mucho tiempo en un entorno comunitario como el ejemplificado por el ámbi to social de Elizondo. Pudiera muy bien afirmarse que, en términos generales, dicho entorno responde a lo proyectado semánticamente por concepciones políticas comunitarias que favorecen la pertenencia incuestionable de individuos a grupos humanos y tradic iones ancestrales, otorgadoras de cobijo apropiado y protección necesitada. En estos entornos, el desarraigo viene a ser impensable o, en todo caso, sufre castigos punitivos, como el padecido, ya hacia el final de la trayectoria narrativa de El guardián invisible, por el por el propio Víctor, a quien presuntamente se le llegó a considerar autor de los asesinatos investigados. Los entornos comunitarios son propensos a tener en cuenta lazos ancestrales que pongan de manifiesto la pertenencia a tradiciones his tóricas, conforme lo ha explicado, en términos teóricos, Charles Taylor en Sources of the Self (1989), The Ethics of Authenticity (1992) y Multiculturalism (1994), lo mismo que Adela Cortina en Ciudadanos del mundo (1998) y Alianza y contrato (2001). 6 Estos pensadores coincidirían con la línea argumentativa esgrimida por Alasdair MacIntyre en After Virtue: A Study in Moral Theory (1981) y Whose Justice? Which Rationality? (1998), al afirmar que solo el individuo aceptado y reconocido por una comunidad como uno de los suyos puede sentirse motivado para integrarse activamente en ella. Ahora bien, el desarrollo de los acontecimientos relatados, conforme se pone de relieva en la categoría cognitiva 4ª de El guardián invisible , y que condujeron a la muerte padecida por Víctor, después de ser objeto de los disparos que le propició su esposa Flora, de la que estaba separado, manifiestan claramente que aquel personaje, a quien presuntamente se le llegó a considerar el autor de los asesinatos inves tigados, no parecía haberse integrado en el entorno comunitario de Elizondo. Convendría, tal vez, puntualizar que el sentido de pertenencia, propio de los ámbitos comunitarios, parece que en el caso de los habitantes de Elizondo, posee única y exclusivamente connotaciones geográficas, al margen de convivencias y alojamientos estimulantes o gratificadores. De hecho, las agresiones perpetradas en las cuatro categorías taxonómicas mencionadas ponen de relieve que tal pueblo se presta a ejemplificar lo entendido propiamente c omo sitio, en contraposición a lo connotado sociológicamente 5

La codificación deshumanizante del simulacro ha sido tratada teóricamente por Guy Debord en Society of the Spectacle (1970) y Comments on the Society of the Spectacle (1998), lo mismo que por Eduardo Subirats en La cultura como espectáculo (1988) e Ignacio Gómez de Liaño en La mentira social (1989). Las pertinentes reflexiones de estos escritores se prestan a establecer conexiones intertextuales entre lo en ellas evidenciado, del modo que fuere, y lo argumentado incisivamente por Jean Baudrillard en Cultura y simulacro (1978) y El espejo de la producción (1980). 6 Encuadra Cortina sus argumentaciones en la polémica surgida en torno al pensamiento político, bien sea de signo comunitarista o liberal, y en algunas ocasiones también republicano. Para una aplicación concreta de las consecuencias específicas de dicha controversia las aportaciones de María Elósegui ex puestas en El derecho a la igualdad y a la diferencia (1998) se han convertido en una imprescindible referencia, a todas luces relevante y esclarecedora.

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por el espacio y el lugar. Se precisa a este efecto diferenciar las significaciones respectivas de estas tres nociones: espacio, lugar y sitio. El espacio no deja de contener un pronunciado bagaje impersonal y hasta cierto punto cuantificable desde parámetros geométricos. En cuanto tal, el espacio no poseería nombre propio. Si se desea otorgar dicho nombre, ya se está proyectando sobre él una cierta significación y entonces se llega a producir la transformación del espacio en lugar. Por otro lado y en conformidad con lo explicado por Peter Brooker en A Glossary of Cultural Theory (2003), el sitio vendría a ser el espacio o el lugar en donde se produce un conflicto que resulta ser muchas veces irresoluble. 7 Ahora bien, no existe evidencia contundente que favorezca la consideración de los múltiples y diversos conflictos diseminados a lo largo de la trayectoria narrativa de El guardián invisible como si carecieran, por completo, de alguna modalidad de solución factible. El hecho de que el discurso diegético de tal novela se preste a ser calificado de abierto vendría a desencuadrar lo narrado, al tiempo que no se excluye, en consecuencia, que puedan existir ciertas posibles solucio nes a los conflictos, todavía no exploradas satisfactoriamente. Sin embargo, no debería olvidarse, a dicho respecto, que semejante apreciación textual contradice la línea argumentativa de lo expuesto teóricamente y en términos fenomenológicos por Ortega a lo largo de las espec ulaciones discursivas, esgrimidas en «Meditación del marco» (1966), cuando se refiere tal pensador al papel aislador y clausurante desempeñado por cualquier tipo de encuadramiento respecto a aquello que queda fuera de lo presentado con cierto rigor precisorio. 8 La historia relatada, desde diversas focalizaciones perspectivistas, por el narrador heterodiegético de El guardián invisible, ofrece numerosos indicios deconstructores de aprisionamientos encuadradores, fijos y definitivos. De hecho los cabos sueltos que van dejando en el aire tanto dicho narrador como también las expresiones y los comportamientos de los personajes no favorecen, en modo al guno, conseguir esclarecer lo acaecido con un mínimo de rigor convincente, persuasivo y satisfactorio. Tal ve z pudiera pensarse que el hecho de que el propio Víctor se haya declarado culpable de los asesinatos investigados no necesariamente se llega a convertir en una prueba definitiva que conduzca a la culminación exitosa de la tarea ejercida como inspectora de policía por Amaia. Las dudas que no han quedado disipadas en modo alguno, al final de lo relatado en El guardián invisible se ven alimentadas, sobre todo, al tener en cuenta la posible mención avanzada que, desde plantea mientos narratológicos, existe, al llegar a reconocer explícitamente el padrastro de una de las víctimas mortales identificada como Johana Márquez, su protagonismo en la muerte de este personaje. A pesar del testimonio de tal padrastro llamado Jason Medina, autoinculpándose, sin reparo alguno, en dicho desenlace fatídico, parece que quizás no hubiera participado él en semejante asesinato. Para expresarlo de otra forma, la autoinculpación en la autoría de un delito no necesariamente se constituye en una prueba definitiva, y tal vez implique el presunto ocultamiento de los crímenes perpetrados por otros personajes. Lo que sí resulta ser cierto, de acuerdo con el orden discursivo de los acontecimientos narrados en El guardián invisible , es la caracterización del testimonio autoinculpatorio de Jason, como un ejemplo diegético de lo que muy bien se presta a ser considerado como una posible mención avanzada de las declaraciones expresadas por Víctor ya hacia el final de la novela e inmediatamente antes de ser abatido a tiros por Flora. A la hora de precisar lo entendido por mención avanzada, conviene tener en cuenta las aportaciones directas y precisas de Gérard Ge nette, explicadas en Narrative Discourse: An Essay in Method (1980). La mención avanzada consiste en un indicio textual, cuya relevancia narratológica llega a verse con claridad, bastante después de cuando aparece por primera vez en la trayectoria discursiva del relato. No está de más, a este respecto, diferenciar a la mención avanzada de la prolepsis y de la noticia avanzada. La prolepsis conlleva una ruptura de la linealidad temporal de la historia relatada, narrando en un momento dis cursivo concreto algo que acontecerá con posterioridad. En la noticia avanzada se relata no sólo lo que, de hecho, tendrá lugar más tarde, sino también lo que volverá a ser narrado de nuevo. Frente a estos dos recursos textuales, la mención avanzada no necesita materializarse en relato temporal alguno, sino que simplemente hace su aparición a través de insinuaciones o ligeros indicios discursi7

De lo argumentado por Jean-François Lyotard en The Postmodern Condition (1984), The Differend (1988) y Libidinal Economy (1993), el concepto de diferencia encapsula conflictos irresolubles. 8 Aunque el enfoque de Ortega se dirija, con primordialidad, a constatar manifestaciones pictóricas, puede tam bién servir de punto de referencia indesdeñable a la hora de estudiar una narración como la evidenciada en El guardián invisible, donde se resquebraja el presunto marco encuadrador de lo relatado.

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vos, los cuales, en gran parte, se integran en el código hermenéutico de la narración, para así contribuir a su mayor y más convincente esclarecimiento de la historia referida. 9 Los efectos de la mención avanzada tratan de frenar la fragmentación explícita de lo expuesto en el relato primario que se intenta transmitir y sirven, con frecuencia, para realizar operaciones hermenéuticas de montaje, encaminadas a concretizar las indeterminaciones surgidas como resultado del empleo de diversas ana cronías discursivas, tales como las prolepsis y analepsis, o a través de determinadas combinaciones coloquiales y reflexionantes de las mismas. A todo esto se precisa añadir que, con frecuencia, tales anacronías se producen espontáneamente, apareciendo en los momentos más ines perados y en circunstancias imprevistas. No obstante, convendría reiterar una vez más que el papel desempeñado por las menciones avanzadas sirve para introducir un cierto montaje y hasta un orden hermenéutico en el correspondiente caos verbal promovido por la utilización de las aludidas anacronías y noticias avanzadas. 10 Tal comprensión rigurosa de lo acaecido es la que trata de averiguar, con más o menor éxito, Amaia, a pesar de que en el caso concreto de la autoinculpación de Jason, parece verse preci sada a reconocer que dicho personaje no deja de proyectar fantasías imaginarias en sus declaraciones que muy posiblemente invalidarían todo lo declarado. De la siguiente forman, interactuaban, a este respecto, dicho personaje y Amaia, ejemplificando una mues tra diegética de estilo directo libre: —Me pareció que había alguien más allí, pero es que estaba muy nervioso. Hasta me pareció que alguien me vigilaba. Creí que era Johana… —¿Johana? —Su espíritu, me comprende, su fantasma. —¿Se cruzó con alguien en la pista de acceso o vio algún vehículo aparcado en las inmediaciones? —No, pero cuando ya me iba oí una moto, una de esas de monte. Hacen mucho ruido. Creí que era de los de Seprona, llevan de esas para ir por el monte. Salí corriendo de allí. 11 Repárese en la diferencia existente entre la vacilación que caracteriza a las expresiones entrecorta das y dubitativas esgrimidas por Jason y el afán esclarecedor de los hechos, puesto de relieve por Amaia. De acuerdo con lo explicado desde diversos planteamientos teór icos por Tzvetan Todorov en The Poetics of Prose (1987), Introduction to Poetics (1981) y Literature and its Theorists (1987) , las diversas manifestaciones de la vacilación se hallan propensas a producir efectos repletos de dudas que algunas veces pueden llegar a ser alienadoras, tal y como le acaece a Jason, cuyo equilibrio psicológico, ya de por sí inestable, se iba debilitando cada vez más a medida que se prologaba el interrogatorio policial protagonizado por Amaia. 12 Por otro lado, no debería pasar desapercibido el hecho de que Jason afirme que se siente vigilado por lo que él denomina el espíritu de la asesinada Johana. Este presunto acercamiento a un personaje desaparecido pudiera muy bien servir para ilus 9

El conocimiento total de un relato por parte del lector implícito no pasa de ser una idealización irrealizable y hasta utópica, presuntamente practicada por una entelequia inexistente. A pesar de que el crítico bien intencio nado deba tender a aproximarse lo más que pueda a ese dominio epistemológico poseído por el lector implícito, se precisa no perder de vista que, después de las aportaciones provenientes de enfoques deconstructores, reveladores de todo tipo de vacíos, oscuridades, ausencias y márgenes textuales, se está ya en condiciones de relativizar cualquier empresa estructuralista o hermenéutica, viéndose obligado a reconocer las limitaciones inherentes a tales aproximaciones literarias. 10 En Juegos de duelo (2004), afirma José Manuel Cuesta Abad que las discontinuidades producidas como resultado de los vacíos creados entre los instantes vividos, repletos de oscuridad no visible, son objeto de una cierta operación de montaje, por parte de pensadores interesados en hallar un sentido hermenéutico a lo acontecido. El montaje vendría, pues, a ser el método dirigido a recomponer los pedazos de una historia en una trama secuencial, según la cual los restos del pasado son despertados en un presente que los ilumina de otro modo y sobre el que, a su vez, ellos proyectan una nueva luz. En tales circunstancias, el montaje se encargaría de recoger fragmento tras fragmento, no para colocar a cada una de las discontinuidades dentro de una totalidad perfecta e ideológicamente cerrada, sino para convertirlas en partículas significadoras de discursos diversos y juegos de lenguaje, de otras formas de vida e informaciones, de otros peregrinajes y vagabundeos, que saliendo de sí mismos se hallan siempre en marcha incesante y en camino dinámico. 11 El guardián invisible. Págs. 282-283. 12 Debido al mencionado quebrantamiento de los límites diegéticos que afectan al relato narrado en El guardián invisible y a la movilidad incesante de los hechos y dichos aludidos, resulta ser muy difícil poder ostentar un cierto equilibrio emocional que, no obstante, se esfuerza por aparentar Amaia casi hasta cuando presuntamente parece finalizar la trayectoria diegética abierta de tal novela.

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trar diegéticamente lo expuesto críticamente tanto por Pampa O. Arán en El fantástico literario (1999), como también por David Roas en Tras los límites de lo real (2011), al explorar, con perspicacia, diversas modalidades específicas encaminadas a socavar la verosimilitud de un ingenuo rea lismo. De hecho, la introducción de pronunciadas connotaciones imaginarias a lo largo de la tra yectoria narrativa de El guardián invisible, contribuye a eliminar la validez incuestionable de planteamientos diegéticos realistas. 13 Por consiguiente, el ámbito discurs ivo de lo imaginario o presuntamente fantástico, tal y como se pone de relieve en dicho relato, llega a conseguir desvirtuar decons tructoramente la referencialidad del realismo en cuestión, al tiempo que apunta hacia un resquebra jamiento de los límites estructurales y semánticos que empobrecerían lo connotado por una narra ción propensa a ser estudiada desde variadas y diversas aproximaciones críticas, no reduccionistas, aunque tal vez mutuamente complementarias. Uno de los motivos más relevantes del ámbito de lo imaginario, a lo largo de la trayectoria narrativa de El guardián invisible viene a consistir en la acumulación de indicios más o menos amenazadores relacionados con la presencia de un ser extraño, considerado un basajaun, cuya descripción se correspondería con lo promovido por presuntas leyendas inmemoriales insertas en la tradición comunitaria no sólo de Elizondo, sino de hasta el conjunto del valle de Baztán. La implicación del basa jaun en los delitos cometidos no queda esclarecida en modo a lguno, ni tampoco el hecho de que con posterioridad a la muerte de Víctor, se le informó a Amaia del hallazgo de huesos humanos de dis tinto tamaño y procedencia, probablemente pertenecientes a doce cadáveres que presentaban marcas de dientes humanos, no c oincidentes con el molde de los de Víctor. Tales constataciones contribuyen a poner de relieve que el final de lo relatado en El guardián invisible realmente es abierto, pues ese personaje al que se le atribuyeron los crímenes investigados no fue sometido a proceso judicial alguno, ni tampoco tuvo la oportunidad de contestar a las posibles preguntas, propensas a ser for muladas con un mínimo de imparcialidad objetiva satisfactoria. De acuerdo con lo ya explicado, fue Flora, su legítima esposa, la que le abatió a tiros a Víctor, ocasionándole la muerte, sin haberle dejado margen para una defensa legal, tal vez esclarecedora de los hechos. La diferencia existente entre los tratamientos investigatorios respectivos a que fueron sometidos Jason y Víctor es, a t odas luces, digna de ser tenida en cuenta. Aunque ambos personajes llegaron a declararse culpables de haber cometido algún asesinato, a Jason se le ofreció la oportunidad de expresar su versión de los hechos en un interrogatorio legalmente orquestado, mientras que Víctor se convirtió en la víctima mortal de la acción directa emprendida por Flora. De acuerdo con lo explicado por Ortega tanto en España invertebrada (1967) como también en La rebelión de las masas (1964), por acción directa se entiende el conjunto de procedimientos utilizados para tratar de resolver ciertos conflictos o superar situaciones consideradas como inaceptables, sin someterse a las medidas judiciales o normativas establecidas por la legislación vigente. Los disparos mortales que Flora propició a Víctor, incluidos en la categoría cognitiva 4º, ejemplifican muestras de lo entendido propiamente como acción directa, a pesar de que, a la perpetradora de tal muerte, un juez la dejara en libertad sin cargos y llegara a convertirse en una especie de heroína local. Semejante desenlace pudiera muy bien constituirse en una crítica a planteamientos sociales de carácter comunitaristas, ajenos a las defensas me recidas por todo individuo, tal y como esgrimen aproximaciones políticas de signo libera l. Detrás de la frustración propensa a ser sentida en ámbitos comunitarios pueden hallarse algunos de los motivos que tal vez impulsaron a un personaje como Freddy a intentar suicidarse, conforme se evidencia en la categoría cognitiva 3ª. Al no encontrar salida viable a los deseos que alimentaba dicho esposo de Rosaura, hermana de Flora y Amaia, ese personaje parece que tomó la decisión de suicidarse, ejemplificando un comportamiento existencial sobre el que han especulado pensadores tales como Jean Paul Sartre en A puerta cerrada (1982) y Albert Camus en El mito de Sísifo (1981). 14 De 13

El ámbito de lo imaginario, al que se refiere Arán, coincide en gran medida con lo entendido por el entorno de lo fantástico. Ta apreciación crítica no le distancia necesariamente de lo connotado por la terminología terapéutica esgrimida por Jacques Lacan en Los cuatro conceptos fundamentales del psicoanálisis (1977) y Speech and Language in Psychoanalysis (1980). 14 Teniendo en cuenta lo explicado por Juan Manuel Aragüés en El viaje de Argós, (1995), Líneas de fuga (2002) y Sartre en la encrucijada (2005), la imposibilidad fáctica para trascender la opresión impuesta ha sido escenificada, de múltiples formas, a lo largo de lo expuesto, utilizando conocidos planteamientos existencialistas, por Jean Paul Sartre en A puerta cerrada.

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acuerdo con lo expresado por estos filósofos, la experiencia del suicidio vendría a ser el resultado manifiesto del enfrentamiento con situaciones absurdas, carentes de la mín ima gratificación alentadora. En lo que a la trayectoria diegética de El guardián invisible se refiere, cabría advertir que, al sentirse Freddy inevitablemente fracasado, decide no seguir enfrentándose a sentimientos absurdos, sin perspectiva alguna de futuro esperanzador. No obstante, se precisa puntualizar que semejante suicidio no consigue materializarse por completo, llegando incluso a quedar síntomas de una cierta recuperación. Tal desenlace apunta una vez más a la apertura desencuadradora de lo relatado en dicha novela, cuyo presunto final diegético, aun sin poder ser considerado feliz, tampoco arroja connotaciones totalmente fijas y definitivas, en modo alguno. A la hora de recapitular sinópticamente lo que precede, convendría insistir una vez más en las experiencias de violencia extrema e incluso de muertes, tal vez inexplicables, sufridas por personajes de carne y hueso, insertos en un ámbito comunitario problemático y altamente conflictivo, a lo largo de lo relatado en El guardián invisible. Tales experiencias propensas a ser categorizadas en cuatro agrupaciones cognitivas no se materializan en resultado satisfactorio convincente, después de las investigaciones policiales llevadas a cabo, con diversos grado de profesionalidad y eficacia. Seme jante inconclusividad no sólo contribuye a desencuadrar la trayectoria narrativa de la novela, sino que, al mismo tiempo, tal vez se preste a proyectar connotaciones e indicios un tanto esperanzadores de cara a un futuro existencial abierto a posibles rectificaciones, implementadas del modo que fuere. Por otro lado, convendría también tener en cuenta que el inicio de este relato presupone la existencia de una tradición ancestral comunitaria abocada a afectar al conjunto de los personajes insertos en una població n como Elizondo, lo mismo que en las proximidades cercanas del valle de Baztán. En consecuencia, tal tradición inmemorial vendría a desencuadrar los comienzos de la historia narrada en El guardián invisible , novela repleta de alusiones explícitas a sufrimientos violentos padecidos por personajes inocentes, humillados y ofendidos, pero a los que se les otorga una primordialidad cognitiva a lo largo de lo relatado desde diversas focalizaciones perspectivistas. Ahora bien, el hecho de que no haya evidencia contundente de haber conseguido todavía implementar la justicia merecida respecto a los hechos infructuosamente investigados por los personajes de la novela contribuye a poner de relieve la mencionada apertura diegética desencuadradora que caracteriza a esta narración, considerada, con toda propiedad, como una de las mejores muestras literarias producidas en España durante el segundo decenio del siglo XXI. © Francisco Javier Higuero *** BIBLIOGRAFÍA Aragüés, Juan Manuel (1995), El viaje del Argós. Derivas en los escritos póstumos de J. P. Sartre, Zaragoza, Mira. —――. (2002), Líneas de fuga. Filosofía contra la sociedad idiota, Madrid, Fundación de Investigaciones Marxistas. —――. (2005), Sartre en la encrucijada. Los póstumos de los años 40, Madrid, Biblioteca Nueva, Arán, Pampa O. (1999), El fantástico literario. Apuntes teóricos, Madrid, Tauro Ediciones. Arce Carrascoso, José Luis (1996), “Ontología y conocimiento en Merleau -Ponty”, Convivium. Revista de Filosofía, nº 9, pp. 92-116. —――. (2001), “M. Merleau-Ponty: el hombre como unidad ontológica y proyectiva”, Convivium. Revista de Filosofía, nº14, pp. 144-167. Baudrillard, Jean (1978), Cultura y simulacro, Barcelona, Kairós. —――. (1980), El espejo de la producción, Barcelona, Gedisa. Brooker, Peter (2003), A Glossary of Cultural Theory, New York, Oxford University Press.

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Francisco Javier Higuero. Oriundo de Logroño, ejerce la docencia universitaria en Wayne State University (Detroit). Su campo de investigación se halla focalizado prioritariamente en el pensamiento c ontemporáneo y en la filología hispánica de los siglos XIX, XX y XXI. Ha publicado libros tales como La imaginación agónica de Jiménez Lozano (1991), La memoria del narrador (1993), Estrategias deconstructoras en la narrativa de Jiménez Lozano (2000), Intempestividad narrativa (2008), Narrativa del siglo posmoderno (2009), Racionalidad ensayística (2010), Argumentaciones perspectivistas (2011), Discursividad insumisa (2012), Recordación intrahistórica en la narrativa de Jiménez Lozano (2013), Reminiscencias literarias posmodernas (2014), lo mismo que numerosos artículos en revistas especializadas, de reconocido prestigio internacional.

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Relato

TE RRAN OV A, 1 995 por Raúl Ariza Hoy pega fuerte. Como ayer y como anteayer, que creo que fue lunes. Creo que fue lunes porque nos enteramos de cómo había quedado el Real Oviedo a través de la emisora. La semana pasada pegó más suave. Se puso en calma que asustaba y nos tuvo al patrón tres días maldiciendo, pues no es buena cosa para el bacalao que el mar no azuce. Pero hoy pega fuerte del carajo y el frío nos parte el alma en dos. El frío y la ventisca envenenada que zarandea a la Reina Esperanza haciéndola bailar como una trompa encabritada. Y es que con este frío, al menos una de las partes del alma se te cuartea c omo cuero seco. La otra a veces se salva y es la que te ayuda a mantenerte firme. Pero eso solo pasa cuando estás a buenas con Dios. Porque cuando estás de mala sangre, cuando te derrumbas y las millas de distancia se convierten en piedrecitas que se amontonan sobre tu cabeza hasta sepultarte, la otra parte del alma también escucha de repente un responso y tú no tienes más narices que encomendarte al altísimo, por que tus segundos en este jodido mar encolerizado se han acabado. Se han acabado hasta que vuelve el buen tiempo, calma la tempestad y se adriza la nave, claro, que es entonces cuando resucitas y te vuelven poco a poco las ganas de comer algo sólido.

La Reina Esperanza debe andar perdida por la inmensidad del mar, camino del cardume más pre ñado. El mar es tan grande como el cielo, y eso que no me lo discuta nadie.

«Y es que con este frío, al menos una de las partes del alma se te cuartea como cuero seco. La otra a veces se salva y es la que te ayuda a mantenerte firme.»

Desde el domingo que no sé nada de él. Mi Germán me tiene que estar echando en falta tanto como yo a él. Yo le añoro porque le quiero, porque me tiene loquita desde que nos conocimos hace ya más de siete años, cuando él echaba pulmones en la banda de cornetas y tambores del pueblo y mis pier nas eran la envidia de las demás majorettes de la comarca. Pero también le añoro por lo otro, que me hace mucha falta. Sobre todo los fines de se mana, cuando Lola y Susana se van con sus chicos al baile de Celorio o de Niembro y luego vuelven rojas como picotas y acaloradas, a pesar del frío que hace de unas semanas a esta parte. Y también le echo de menos, ahora que tan cerca veo que nos terminan el piso y que soy yo la que se tiene que encargar de todo; de hablar con los carpinteros para que me rebajen la puerta de la alacena, que no cierra bien; de insistir a la Rosario para que su marido venga a ponerme de una vez los enchufes que me faltan; y de poner de vuelta y media al yesista para que arregle el estropicio que me ha hecho en el cuarto de los críos con la talla, que no comulga como toca, porque si no, va a cobrar por las que yo me sé.

Si no nos hicieran tanta falta los dineros, a buena hora me hubiera yo embarcado. Y menos mal que me salió esto gracias a mi tío Chema, porque hasta la mar se ha puesto muy mala en estos últimos años. O eso al menos es lo que dicen los demás, que se quejan de que unos años atrás se vivía en la gloria y se ganaban duros a pozales. Pero ahora como casi no quedan bichos, como las bacaladeras están esquilmadas y como somos tantos al reparto, hay temporadas que el patrón gustaría de ahor carse o de despeñarse por los riscos de San Antón. P orque una vez liquida a la ma rinería, parece que no le queda ni para llevarse a la Esperanza, su mujer, a Mallorca, con lo que a los dos les gusta coger el avión. Pero es que el banco no perdona y cuando llega a fin de mes, la hipoteca nos come a todos las entrañas. Nos las roe. —Germán. Acaba de picar el hielo, coño, que hoy no acabamos.

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—Como si tuviéramos prisa por irnos a alguna parte. Pero si de aquí no nos vamos a mover, joder. O es que no ves que estamos encerrados y nos han tirado la llave al agua. —Al agua te tiro yo como no termines, aunque luego me busque la ruina. El Agapito se mete conmigo porque me tiene encima todo el día. Estamos tan estrechos en la cabina, que a veces me confundo y me creo él. —¿Y el Sporting? ¿Cómo quedó el Sporting? —Pregunta aliviando la discusión.

Hasta el domingo no me volverá a llamar. A eso de las diez iré al Hogar y esperaré junto a su madre, las demás esposas y los chiquillos legañosos, al ladito de la lumbre y cerquita de la emisora, deseosa de que me toque el turno y así oírle hablar siqu iera unos minutos. El domingo pasado me acompañó la Susana. Susana siempre está de guasa y me hace rabiar con eso de que mi Germán está tan lejos y de que no tengo sardina que echarle a la sartén. Yo entre risas y descaros le digo que a mí me gusta la carne de tiburón, y que por eso me espero, para comerla con más deleite y hartarme de un atracón. Y las dos nos reímos. Pero la muy bicho sigue y me cuenta lo que le propuso el otro día el Arturo, que es un vivales y al que jura que pronto le va a dar puerta. Pues el muy guarro, mientras le empujaba con la cosa aprovechando que se bailaban una lenta de Jorge Sanz, le pidió al oído que le dejara hacérselo por detrás. —Le dirías que no. ¿Verdad? —Pues ni que sí ni que no. Para que desesperara. —Me dijo. Yo no les veo futuro. Él va siempre salido como un perro y allá donde la ve se le arrima. Hasta el punto de que hasta a los amigos nos tiene un poco hartos. «Hace un rato he visto saltar Qué ya está bien. Que un poquito hace gracia, pero mucho un ejemplar que parecía el agota. Y ella no le dice ni que sí, ni que no. P orque tamtiburón de la película. Lo he bién le gusta y va siempre encelada, como dice Lola. Así, visto prácticamente volar, muchas noches nos dejan colgados en el bar de Damián y mantenerse en el aire durante desaparecen para irse, como diablos, hasta la era del cojo, varios segundos mientras la que le llamamos, que es donde vamos, o mejor dicho, van, todos los jóvenes que sudan veneno. Pero es que, a renespuma de la cresta más alta glón seguido, montan cada pelotera que ni te cuento, lleno le acariciaba la panza.» gándose a decir de puta y de maricón para arriba.

Hace un rato he visto saltar un ejemplar que parecía el tiburón de la película. Lo he visto práctica mente volar, mantenerse en el aire durante varios segundos mientras la espuma de la cresta más alta no le acariciaba la panza. Creo que es el bacalao más grande y hermoso que he visto hasta ahora. A ese me dolería que lo cogiéramos, porque era tan majo y brillaba tanto, que seguro que es el jefe de la bandada. Juraría, si me apuras, que se me ha quedado mirando, desafiándome con sus ojos saltones. Desafiándome o simplemente pidiéndome explicaciones, que no entiendo todavía muy bien la mirada de los peces. —Eso tan solo te lo dan los años, chaval. Hasta que no llevas por lo menos quince años en la mar, no aprendes a conocerla. Eso al menos es lo que dice el aitona Patxi. Ahora que al viejo no le hagas mucho caso, que ese tiene los huesos con robín de tanto salitre. —Pues a mí me cae bien. —Y a mí también. ¿He dicho yo lo contrario? ¿Acaso estás tonto, o qué? Venga, y sigue pelando patatas, gilipollas. —Me la juego a que esta noche sueño con el bicho ese. Era tan grande y brillaba tanto, que tiene que ser un caudillo con más galones y medallas que escamas en la panza. Para mí que se me ha que dado mirando, pero no te lo aseguro. —Tú estás muy mal, chaval.

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—No te voy a decir que no, que desde hace casi una semana que lo llevo fatal de verdad. Que echo mucho en falta a la Begoña y mire a proa o mire a popa sólo la veo a ella. Y así no se puede estar, que me lo han dicho los demás, que uno cuando pasa más de una semana de esa guisa, enseguida ve peligrar la otra parte del alma. —¿Y la boda para cuándo? —Ay, mujer. Pues para cuando se pueda. —No, si yo lo digo porque como ya casi tenéis terminado el piso. —Casi, pero aún no. Además luego falta comprar los muebles, que no es cuestión de irte a vivir con una esterilla, la tele y cuatro cacharros. —Mujer, no. Pero si una se quiere casar, para empezar sólo hacen falta ganas. Lo demás con el tiempo. —Lola, ya lo sé. Si tú sabes que yo con nada me conformo, joder. Pero ya que se hacen las cosas, se trata de hacerlas bien, y no de cualquier manera. —Pero si no se puede no se puede. Y tiene razón, la Lola. Que yo con mi Germán me sobro. Todas «La Reina Esperanza las tardes que puedo, me arrimo a los riscos de San Antón y me tiene el armazón de encaramo al Calvario, que es la parte más alta de la costa, y me color verde. La quedo un rato mirando la mar esperando en vano verle venir. A bacaladera esta vieja veces cierro los ojos, cuento en voz alta hasta mil y los vuelvo pero pasa puntualmente abrir confiada en que veré llegar majestuosa a la Reina Espetodas las revisiones ranza. Me imagino en ese momento, que mi Germán salta de la como la más chula.» cubierta y se me viene encima comiéndome a be sos y arrumacos generosos, con su olor a mar calado hasta las entrañas. Noto entonces cómo me enciende la sangre con las chispas de sus ojos resfriados, con la punta de la nariz amoratada por el frío y con sus caricias secas y ásperas como de esparto, y veo cómo me sacia la sed con sus mejillas cortadas por las brisas de ultramar, con sus cabellos díscolos por los azotes de esos vientos que hablan otras lenguas y con su voz ronca y trémula. Sólo en ese momento soporto el olor a mar, sólo en ese momento tolero bañar mi lengua en salmuera hasta abrasarme. Para que luego hable la Lola. Que no será por ganas de casarme, que de esas tengo todas las del mundo. Pero la casa lo es todo. Luego ya vendrán los muebles, el traje blanco y los «qué bien te sienta y qué blanca y radiante va la novia» , pero primero la casa. Porque eso es de ley. Que cuando Dios se puso a hacer las cosas se rias, después del mar y los barcos hizo las bodas, pero antes que todo hizo la primera casa, la de Eva y Adán, que era una cueva fresquita en verano y de lo más abrigada en invierno.

A veces, cuando las labores no urgen, cuando no hay que echar el buche a la almadraba y en el barco reina la calma, el patrón me deja entrar en el puente y cogerme al gobernalle. Los demás, que son todos más viejos y marineros que yo, se ríen y gastan chanzas sobre la seguridad de la nave. La Reina Esperanza tiene el armazón de color verde. La bacaladera esta vieja pero pasa puntualmente todas las revisiones como la más chula. El patrón ya la compró de segundas en su día, pero en un estado y con una pinta, que para nada dejaba asomar las muchas corrientes que la habían sacudido. Además el patrón la mima, la parchea y la pone al día en lo preciso. La Reina Esperanza, por ejemplo, tiene un sónar de importación que es la leche y te hace unos barridos y unos rastreos de los bancos, que ni el mejor buque de guerra. Pero como digo una cosa también digo, sin embargo, que luego descuida aspectos de ir por casa, como si dijéramos. Sin ir más lejos, en la camareta de al lado de la cocina, donde duerme Agapito a cuerpo de rey y donde sollozo yo cada noche anhelando a mi Begoña, hace dos viajes que se nos fundió la luz y de no ser por un carburo que se trajo el Agapito en la última subida, yo no podría entretenerme con las lecturas que me traigo y que son las que me

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ayudan a escapar volando de este encierro. Manuel el gallego, que es el eléctrico, no encuentra nunca un minuto para arreglarla, por más que nos caguemos en su calavera. Cuando la mar golpea el barco la cubierta se vuelve blanca de espuma que parece nevada. Todo se encala a fuerza de embates violentos. Se pone el piso resbaladizo como una pista de hielo y tengo que ir con más ojos que un pulpo y más tiento que un ciego. Y aún así no las tengo todas, porque algún día me caigo y me tienen que sacar con un ahorcaperros. No me voy a acostumbrar en la vida. Además, ahora hace unos días que no duermo. Que no, que no, que por muchas vueltas que le dé a la cosa no consigo echarle un pulso a la almohada. Al principio, en el primer viaje, rec uerdo que me pasaba lo mismo. Pero la culpa era entonces del Agapito, que cuando duerme brama más que una ballena y como duerme enfrente de mí, pues que no me dejaba pegar ojo. Pero eso lo superé y ahora es otra cosa lo que me pasa. Yo creo que hasta lo hago aposta. El no dormir, digo, pues en sueños lo paso de pena. Tengo unas pesadillas agotadoras. —¿Te puedes creer que sueño todas las noches que soy un Sísifo que arrastra el barco hasta la costa sin conseguir arribar nunca? —Ya te fuiste de putas y cogiste los picores. ¿Eh? —Que no, burro. Que estoy hablando de un héroe mitológico que leí una vez en un libro. —Eso, eso. Tú lee, lee y no duermas. Que mañana te lo dirá el patrón cuando venga a por el café y no se lo tengas hecho. Porque si te crees que me voy a levantar yo a cubrirte los cuartos, vas listo.

El padre de Germán trabajaba en la mina, así que en su casa no había tradición. Bueno, la cosa les podía venir por su tío Chema, que llegó a estar hasta en un ballenero japonés y que hoy maneja la cantina del Hogar. El padre de Germán está impedido, postrado en una silla de ruedas en la que se lo hace todo. Se ha quedado en nada. Su madre es valiente pero está vieja y bastante tienen la santa con las cuitas que precisa su marido. Mi padre murió como otr os muchos y mi madre a estas son las horas en las que aún no le puede rezar, pues nunca lo trajeron a tierra. Así que, cuando mi Germán se tuvo que embarcar, a mí me entró una llorera que ni te cuento y a él una congoja, al verme incon solable, que a punto estuvo de darle un ataque, con lo aprensivo que es él. Pero como nos queríamos casar y como los viejos pocas manos nos podían echar en esa empresa, no hubo más remedio que cazar al vuelo lo único que salió y mi Germán tuvo que embarcarse camino del fin de l mundo. Ya van tres viajes con éste y no voy a acostumbrarme en la vida. «Cuando la mar golpea el barco la cubierta se vuelve blanca de espuma que parece nevada. Todo se encala a fuerza de embates violentos.»

Agapito me ha hablado de que en su pueblo necesitan paletas, que están haciendo una urbanización por todo lo alto y que hacen falta manos fuertes y agradecidas. En mis ratos, cuando son la luna y las estrellas las que marcan serenas el rumbo de la Reina Esperanza por entre las frías aguas de la Terranova, me hago mis cuentas y pienso que comprándome un cochecito de segunda aunque fuera, en poco más de una hora me plantaba yo todas la s mañanas en la obra del pueblo del Agapito. Cualquier cosa por poder dejar la mar, que todo lo que tiene de bonita y de inmensa, lo tiene de peligrosa y traicionera. —Pues me ibas a dar una alegría, que ni te cuento. —Ya lo sé, mujer. ¿Te imaginas que eso sale bien? No quiero ni pensar en ello, que trae mal fario. —Anda que no te echo yo a faltar. Cada vez que me junto con Lola o con la Susana, la envidia me corroe y arrincono la amistad que nos tenemos y hasta acaban cayéndome mal en todo lo que dicen, hacen o callan. —Cómo sois las mujeres. —¿Me dejas que te cuente una tontería, cariño?

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—Miedo me da esa sonrisa. Venga, cuenta. —Pues que va el otro día la Susana y me dice, ¿sabes?, ayer sábado le dejé al Arturo que me lo hiciera. ¿El qué? Le pregunto yo. Que me lo hiciera por detrás. Me soltó la muy guarra. ¿Pero tú estás loca? Con lo que eso debe de doler. —Le digo yo, riéndome a más no poder. Y va ella y me dice: pero serás tonta, eso se hace con un poco de vaselina para que entre bien. Y te gustó. Acab o por preguntarle. Ni fu ni fa. Me dice la muy puta. © Raúl Ariza

Raúl Ariza (Benicàssim, Castellón, 1968). Escritor español. Ha colaborado con diversas revistas literarias y ha publicado relatos, artículos y crónicas que van desde la crítica literaria hasta la cinematográfica. En 2010 fue incluido en una antología para la prestigiosa Revista Literaria EntreRíos (Nº 13-14, 2010), entre una lista de los cuarenta y cuatro autores españoles más representativos del cuento español en la actualidad. Algunos de sus relatos, que han sido traducidos al francés, al alemán o al italiano, se han incluido también en otras antologías, como la de la colección Noctambulario, el proyecto pedagógico-literario Lectures d'Espagne, el libro De Antología, que recoge a los autores más representativos de la llamada 'Generación Bloguer', o la antología Cuentos engranados, donde comparte nómina con los grandes nombres del cuento español actual, como Medardo Fraile, Juan Jacinto Muñoz Rengel, Ángel Olgoso o Espido Freire, entre otros. Es autor de tres libros de relatos breves: Elefantiasis (Policarbonados, 2010); La suave piel de la anaconda (Talentura, 2012) y Glóbulos versos (Talentura, 2014); y ha participado en muchas otras obras colectivas.

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Relato

APUN TE S DEL V I AJE A ORI SSA por Rafael Reyes-Ruiz Las conocí en una clínica en Calcuta. Éramos los únicos extranjeros allí, así que nos presentamos y hablamos un rato. Los tres teníamos problemas estomacales y nos habían formulado los mismos medicamentos. Eran británicas, de Londres, una se llamaba Gabrielle, la otra P ippa, diminutivo de Philippa. Nos pusimos de acuerdo para cenar juntos esa noche, cerca del pequeño hotel donde me hospedaba. Eran amigas desde siempre, del mismo colegio y universidad. Gabrielle era fotógrafa y vivía en Hong Kong. P ippa dijo que era poeta y estudiaba derecho en Manchester. Las dos tenían rostros agradables y el cabello castaño y corto. Lucían algo desaliñadas, pero des de el primer momento me parecieron muy atractivas. A las dos les gustaba conversar. Pippa casi siempre tomaba la iniciativa, y Gabrielle la seguía, agregando detalles y observaciones, y sugiriendo conclusiones. A veces me daba la impresión de que hablaba con una persona dividida en dos. Hablaban de todo, de viajes, de literatura, de cine, de política, de lo que fuera. Al principio me parecieron algo pretencio sas porque pensé que sus modales eran fingidos, pero pronto me di cuenta de que simplemente eran así, formales y algo chapadas a la antigua. Antes de despedirnos esa noche me sugirieron que las acompañara en su viaje a Orissa. No tenía planes, así que accedí con gusto, sobre todo porque me había sentido muy solo desde el comienzo del viaje. Viajamos en tren a Bhubaneswar en un vagón de tercera clase, rodeados de gente que iba en algún peregrinaje. Cuando llegamos, el pueblo parecía desolado, las calles llenas de sombras. Después de cenar en un restaurante chino, compramos una botella de ginebra hindú en un expendio junto al hotel; fue una locura, pero no había más.

«Fuimos a la habitación de ellas y comenzamos a conversar sobre la novela de Mishima que estaba leyendo, y del tema de la reencarnación. Gabrielle dijo que sentía que había vivido antes, que cuando viajaba buscaba rastros de su vida anterior.»

Fuimos a la habitación de ellas y comenzamos a conversar sobre la novela de Mishima que estaba leyendo, y del tema de la reencarnación. Gabrielle dijo que sentía que había vivido antes, que cuando viajaba buscaba rastros de su vida anterior. P ippa se echó a reír de repente, nos dijo que sabía qué nos convenía en ese momento y cuidadosamente armó un porro de hachís. Gabrielle y yo nos miramos como por reflejo y sonreímos al mismo tiempo. Fumé un poco y me hizo efecto inmediatamente. La cabeza me comenzó a dar vueltas, me pareció que todo a mi alrededor tenía un tinte anaranjado. De un momento a otro besé a Gabrielle, o ella me besó (no puedo precisar). Comencé a sentir que por arte de magia nuestro entorno se transformaba en una especie de burbuja o capullo de un material tibio y transparente que pulsaba con cierta intensidad que me llenaba de bienestar y ale gría. De un momento a otro —que sentí como si fuera una transición dilatada, pero que quizás no fueron más que unos minutos— comenzamos a hacer el amor, lentamente, sin ninguna prisa. Sentí la necesidad de hablar, de decir que disfrutaba, que una fuerza nueva me impulsaba, pero algo dentro de mí me lo impedía. Gabrielle, al contrario, hablaba risueña, además de decir que le gustaba, decía palabras sueltas, nombres de árboles, de bosques, de mares, los meses del año; el sonido de esas palabras me llegaba hondo, me hacía ver colores en mi mente. Descubrí que si cerraba los ojos el sonido y los colores se mezclaban y sentía todo con más intensidad. Pasamos un largo rato así. En algún momento pensé que estaba con P ippa, no con Gabrielle, porque la voz que me llegaba me parecía diferente, pero no abría los ojos, no quería ver más de lo que veía en mi mente. Solo quería seguir sintiendo. No recuerdo más de esa noche, solo que poco a poco me fui perdiendo en un labe rinto que los colores hacían en mi mente. Al levantarme al otro día me sentí un poco deprimido, pero quizás era resaca y nada más. C uando bajé al comedor a desayunar, Gabrielle y P ippa tomaban té. No hicieron comentario alguno sobre la

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noche anterior, yo tampoco lo mencioné. Esa tarde visitamos un famoso templo hinduista, y me volví a sentir drogado. Aluciné un poco; me pareció que las esculturas de piedra de las bailarinas celestiales sacudían seductoramente sus caderas, como en cámara lenta. A los pocos días, cinco o seis, viajamos a Puri, un pueblo en la costa. Nos quedamos en un hotel cerca de una playa, rodeado de casas abandonadas o en ruinas. En la noche el mar rugía furiosa mente. Los días siguientes fueron extraños. En el día visitábamos templos y caminábamos sin rumbo por las calles, donde siempre había mucha gente, y también animales, sobre todo vacas y perros. Intentamos entrar al gran templo de Jagannat, el dios hindú supremo, pero en la puerta un guardia nos dijo que estaba prohibido. P ippa se enfureció repentinamente con él, le dijo, señalando con su brazo a un espacio indefinido a su izquierda aunque sus ojos estaban fijos en él, que lo que debería estar prohibido era que la gente mendigara, o botara basura en la calle. El guardia, un hombre fornido y de baja estatura, la miró sorprendido, pero no dijo palabra, solo siguió allí, obstruyendo la entrada. Más tarde, cuando a lmorzábamos, nos reímos del incidente. Llevados por algo repentino e intenso que nos llegó a cada uno, nos abrazamos y nos prometimos ser amigos para siempre. En la noche bebíamos ginebra y fumábamos hachís en el hotel. El gerente era un hombre de ánimo impredecible, a veces muy cordial, otras grosero y descortés. En una ocasión nos asustó porque entró de repente en el comedor donde cenábamos, descalzo y sin camisa, y mostrándonos una espada ornamental afilada nos dijo que veneraba a Kali, la diosa asesina de demonios. Después de ese incidente decidimos dormir en la misma habitación, y pasábamos casi todo el tiempo hablando, a veces hasta la madrugada. Gabrielle y Pippa viajaban juntas cada año y tenían muchas aventuras que contar. Poco a poco me di c uenta de que entre ellas había algo muy fuerte, imaginé que eran una pareja que trataba de resolver sus problemas durante sus viajes. Gabrielle y yo dormíamos en su cama y hacíamos el amor, pero ya no sentía la magia de la primera vez, sino más bien una especie de avaricia, un deseo intenso de poseer y sentir al máximo que me parecía inevita ble, que fluía oscuro como el dolor o la rabia. Cuando pienso en eso no me reconozco. Me parece que fue algo que le sucedió a otro. «Una noche, cuando Gabrielle ya dormitaba, me percaté, en la casi oscuridad de la habitación, de que Pippa nos miraba, quizás nos había mirado por largo rato. En su rostro percibí algo de dolor o angustia, pensé que le había pasado algo, una molestia repentina o una pesadilla.»

Una noche, cuando Gabrielle ya dormitaba, me percaté, en la casi oscuridad de la habitación, de que Pippa nos miraba, quizás nos había mirado por largo rato. En su rostro percibí algo de dolor o angustia, pensé que le había pasado algo, una molestia repentina o una pesadilla. En el instante en que me disponía a hablarle, a preguntarle qué le pasaba, su mirada cambió, en ella había algo más in tenso, que imaginé era envidia o una especie de deseo; esquivé sus ojos porque me sobresaltaron. No supe qué hacer más que volver al lado de Gabrielle , quien dormía apaciblemente. Cerré los ojos y traté de conciliar el sueño, pero estaba intranquilo. Me imaginé que Pippa seguía mirándonos y que en su mente se gestaba algo maligno, a lo que debía temer, aunque otra parte de mí tenía la cer teza de que no era nada de eso, de que se trataba de una angustia repentina, algo que recordaba o la atormentaba, o quizás celos de mí o de Gabrielle. Seguía con los ojos cerrados, pero veía aún los de P ippa mirándonos, aunque de repente sentí que estaba en otro espacio, nadando en un líquido viscoso y tibio, como en un río de aceite espeso, que corría a través de un bosque en miniatura, de árboles bonsái. Tuve la sensación de que había esca pado de una prisión donde había pasado mucho tiempo. Aun así, en vez de alegría de ser libre, experimenté una especie de miedo, de que no estaba listo, de que no podía enfrentar lo que vendría des pués. Después vi —o creí ver— que Gabrielle estaba con P ippa, en la otra cama, y en sus brazos. La imagen me quedó en la mente por un largo tiempo y me estremeció. Más tarde aún me llegó el recuerdo del día en que las conocí, de nuestros viajes en tren, de los templos que habíamos visitado, del gerente del hotel y su espada afilada. Todo iba y venía, las imágenes dando vueltas como en un carrusel. Más tarde me percaté de que poco a poco amanecía, que todo se iba iluminando gradual-

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mente, y desperté. Gabrielle y P ippa conversaban animadamente en el balcón. Cuando las vi, me angustié; me sentí extrañamente fuera de lugar, como si hubiera perdido mi norte. Las saludé con besos en las mejillas y me senté en la mesa, mirando al mar. © Rafael Reyes-Ruiz

Rafael Reyes-Ruiz enseña en la facultad de Humanidades y Ciencias Sociales de la Universidad Zayed de Dubái. Es editor de Encounters, una revista/serie de libros académicos. Reyes-Ruiz ha publicado varios cuentos en inglés y en español, así como ha coeditado una antología de cuentos sbore los latioamericanos en Japón. Acaba de publicadar la novela Las ruinas (Alfar, 2015), que anteriormente publicó en inglés la Latin American Literature Review Press en abril del 2014. En este momento está trabajando en su segunda novela.

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Relato

EL DE SCON OCI DO por Jesús Greus

Y su ciencia tanto crece, que se queda no sabiendo. San Juan de la Cruz

Parecía un idiota. Era alto, flaco y desgarbado, y tenía ojos de loco. Iba siempre desnudo. Andaba como si a cada paso tuviera que aprender a andar. Jamás hablaba, quizá porque no supiera hablar, o acaso por no tener necesidad de expresarse. Habitaba un pedregal apartado, junto a un riacho, y dormía a la intemperie. Nunca se le vio guarecerse de las inclemencias del tiempo, como si no tuviera sensaciones. Sólo meses después, y tras arduas discusiones, los habitantes de la aldea vecina llegaron a la conclusión de que el desconocido era un hombre sin memoria. Apareció en el pedregal una mañana, sentado sobre una roca, mirando al regato con cara de bobo. Los arrieros que lo hallaron corrieron la voz, y pronto estaba el desconocido rodeado p or la aldea entera. Las madres tapaban a las hijas los ojos, para que no vieran la desnudez del hombre. Alguien tuvo la caridad de cubrir sus impudicias con un pedazo de tela basta. Él les devolvió la misma mirada inexpresiva con que observaba al río. No consiguieron sacarle una sola palabra, un gesto, nada que revelase su identidad o su procedencia. Se quedó a vivir en e l pedregal, solo, mirando al río. «El hombre habitaba el Los primeros días en el peñascal estuvo siempre rodeado de gente. pedregal, solo, mudo, Le llevaban alimentos, que él apenas probaba, como si desconociera como si no esperara aquellos sabores vulgares. Por temor al escándalo, las autoridades nada de la vida. Se establecieron la prohibición estricta a los menores de aproximarse a l diría que su sola hombre medio desnudo. Luego la gente se acostumbró al desco actividad consistía en nocido, y dejaron de visitarlo. A pesar de ello, nunca le faltó aliadmirar las cosas, mento. percibir, acaso sentir.» No hacía gran cosa: paseaba entre las rocas, admiraba el paisaje, examinaba los agujeros de serpientes y los hormigueros con la expresión atónita de un niño. Era como si no hubiera visto nada de aquello, o c omo si emergiera de un largo sueño y hubiera olvidado todas las cosas que componen el mundo. El maestro y el cura de la aldea lo sometieron a examen, y arribaron a la desilusionante conclusión de que era un idiota, un hombre desmemoriado. En el fondo, ambos se sintieron aliviados al comprobarlo así, y comunicaron su deducción a los vecinos en la plaza del pueblo. Según explicó el maestro, con el beneplácito del cura, el desconocido no razonaba, puesto que care cía de lenguaje para hacerlo. Era, pues, un estulto. Nada conocía, ni siquiera su propia identidad o condición. Tampoco podía dialogar consigo mismo. Sólo intuía, percibía, sin la molestia de tener que explicarse lo que experimentaba. Nacía a cada instante, puesto que no podía recordar lo que había hecho apenas un momento antes. Tal vez por eso mismo se supiera a cada momento al borde de la muerte. Tampoco soñaba, ya que su mente no podía recordar el día. Su sueño debía de ser os curo, vacío, un asomarse a la nada. El hombre habitaba el pedregal, solo, mudo, como si no esperara nada de la vida. Se diría que su sola actividad consistía en admirar las cosas, percibir, acaso sentir. Todo le atraía: un canto rodado, una estrella fugaz. Cualquier cosa aparentaba despertar en él un asombro de recién nacido. M iraba las cosas como si las viera por vez primera. Podía estarse un rato largo sopesando un guijarro en su mano, u observando el vuelo de las aves, o descubriendo sus propias huellas en la tierra y desan-

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dando el camino con el mismo estupor con que lo anduvo. En todo parecía descubrir una proyección de sí mismo. También de noche permanecía atento, despierto, contemplando absorto las estrellas. Durante apenas dos o tres horas, se acurrucaba en un rincón entre dos rocas y aparentaba dormir. Transcurridos unos meses desde la llegada del hombre desnudo, las gentes empezaron de nuevo a congregarse en torno a él. Vanas resultaron las monsergas del párroco desde el púlpito, fútiles los discursos del maestro, inútiles las amonestaciones del alcalde para persuadir a los vecinos de que desdeñaran al lunático. La gente empezaba a rumorear que era un santo. «Sólo los santos o los locos tienen agallas para andar desnudos por ahí,» decían. Él los miraba con la misma expresión del primer día, desconcertado y huidizo. Pero al momento se olvidaba de la gente y reemprendía su tarea de reaprender el mundo. Cuando tenía ganas, como haría un pájaro o un animal, se acuclillaba y hacía sus pocas necesidades tras un peñasco. En ocasiones, bajo una lluvia intensa y fría, se le veía sentado sobre una roca, impasible, acaso descubriendo sensaciones para él nuevas. Jamás dio mues tras de albergar ningún temor. La fama del anacoreta mudo alcanzó pronto a otras aldeas próximas, e incluso a ciudades lejanas. No tardaron en atropellarse las gentes para contemplar con sus ojos al santo sigiloso. Luego no fueron ya labradores quienes acudieron a conocerlo, sino eruditos, teólogos y nobles. El hombre los observaba con ojos de loco. Estudiaba sus rostros taciturnos y sesudos, demacrados de tanto cavilar. Reparaba en sus actitudes dignas y solemnes, y emprendía invariablemente a reír a carcajadas. Cuando algunos creían que iba a romper al fin a predicar, el hombre desnudo daba saltos y se car cajeaba de ellos haciendo piruetas sobre una roca. Entonces las gentes se postraban y lo adoraban, porque decían que ése era su modo de bendecir a los ignorantes. Otras veces se mostraba más grave, se expurgaba el cabello lacio y miraba embelesado a las aguas del río. Entonces la muchedumbre encendía pebeteros de mirra sobre las peñas próximas, y oraba en silencio. Aun siendo tantos los eremitas y penitentes que en aquellos tiempos pululaban por el país siguiendo las rutas de peregrinos, el hombre sin memoria era un personaje diferente y asombroso. Su celebridad creció por ello entre los campesinos. Los cultos perdieron pronto el interés, en su mayoría, por quien no parecía ser más que un necio en cueros. Las gentes peregrinaban desde todos los confines de la provincia para verlo y recibir su bendición silenciosa. A pesar de ser reverenciado por muchos, el hombre seguía habitando el mismo pedregal, seguía medio desnudo, y seguía mirando a las personas y a las cosas como si las viera por vez primera. Observaba, curioseaba, existía. Veía las cosas por dentro, sin corteza. Percibía el temor de la gente que lo rodeaba, el orgullo, la ignorancia, la maldad. Nada de ello parecía ensombrecer su aparente ingenuidad. Quizá fuera todo para él efímero y eterno a la vez. A sus ojos, nin guna cosa debía de servir para nada, o bien consideraba todo igualmente trascendental. A menudo, sostenía en su mano un grano de arena, con la misma ilusión de quien posee el más preciado tesoro. Pero no lo atesoraba, sino que en seguida lo entregaba a alguien. Lo depositaba en la mano de una anciana y sonreía con cara de bobo. «La fama del anacoreta mudo alcanzó pronto a otras aldeas próximas, e incluso a ciudades lejanas. No tardaron en atropellarse las gentes para contemplar con sus ojos al santo sigiloso.»

Cuantos se llegaban ahora hasta el santo desmemoriado, recibían de sus manos un grano de arena, tan insignificante, que apenas lo percibían en la palma de su mano. Algunos aseguraban que, con ese gesto indescifrable, pretendía el sabio hacerles partícipes del inefable misterio del universo. Otros eran de la opinión de que el loco trataba sólo de reírse de ellos, y arrojaban la china al suelo. Nadie lo comprendía en realidad. A pesar de los años, él continuaba viviendo a la intemperie, paseando por el pedregal, escuchando el canto del río, soñando sin soñar, como si no se cansara de repetir cada día las mismas cosas. No se aburría, pues carecía de toda noción de tiempo. Cierta mañana, el hombre apareció muerto, acurrucado entre dos rocas, desnudo. Se fue de manera tan extraña y sigilosa como había llegado, una década antes. Hicieron un hoyo allí mismo y lo ente rraron entre el fervor popular, con aroma a incienso y cantos religiosos. No tardó en elevarse una ermita sobre el pedregal. El centro del altar, a falta de mejor reliquia, lo ocupaba una arqueta de oro y pedrería, mandada hacer por algún rico devoto, que contenía un grano

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de arena sobado por el santo. Su tumba fue cubierta con las pocas flores comunes que daba a quella tierra desértica. Pocos dudaban ahora de la santidad del anacoreta desmemoriado. De los granos de arena, sólo se apreciaban los que estaban engastados en un sostén de oro, y que habían sido tocados por la mano del desconocido. Pasados los años, del hombre sin memoria pervivió, en el recuerdo de las gentes, una leyenda exage rada de su vida entre ellos, y una ermita encalada en medio del pedregal, abarrotada de devotos, adornada de flores y perfumada con incienso. Una vez al año se celebraba una concurrida romería, para conmemorar la fecha en que apareció el santo del pedregal, con misa mayor oficiada por el obispo mitrado. © Jesús Greus

Jesús Greus. Nacido en Madrid, es licenciado en lengua inglesa por el Institute of Linguists de Londres. Fue colaborador de ABC, El Día del Mundo, Diario 16 de Baleares, Libération du Maroc y, actualmente, de revistas digitales españolas y de la inglesa LSD Magazine. Ha trabajado, además, como traductor para diversas editoriales de Madrid. Como conferenciante, ha sido invitado por el Institut du Monde Arabe en París; la Universidad de la Sorbona; la fundación Le Monde autour du Livre, en Burdeos; el Centro de Estudios Luso-Árabes de Silves, Portugal; la Fundación Arte y Cultura de Madrid, etc. Es también músico y formó parte, en el pasado, de diversas formaciones de fusión e investigación musical, así como de música medieval y renacentista. Ha sido gestor cultural del Instituto Cervantes de Marrakech. Es miembro de fundaciones culturales en dicha ciudad, donde reside, así como de una asociación dedicada a la salvaguardia de un palmeral y su arquitectura en el Sáhara. Es, así mismo, autor de los guiones cinematográficos ―Snapshots from Marrakech‖ y ―The City of Flowers‖. Como escritor, ha publicado hasta la fecha: Ziryab, Editorial Swan 1988. Novela ambientada en Córdoba en el s. IX. Éditions Phébus, Francia 1993. Reeditada en Editorial Entrelibros, 2006; Junto al mar amargo, Hakeldama Editor, 1992. Novela; Así vivían en alAndalus, Ediciones Anaya, 1988. 13 reimpresiones. Nueva edición revisada bajo el título Así vivieron en Al-Andalus, Anaya 2009; Claro de luna. Obra poética; De soledades y desiertos, Ediciones La Avispa, 2001. Teatro; Laberinto de aljarafes. Editorial Sirpus, 2008. Relatos.

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LOS GLÚTE OS DE JENNIFE R BROWN por Leonardo Moreno Jennifer Brown silenció las risas con su presencia. Caminaba despacio, moviendo su cabello. Se detuvo a saludar a sus amigas. La habías soñado tantas veces, antes de conocerla, imaginado su piel bronceada, el cabello color marró n, los ojos delineados, habías intentado tantas veces hablar con ella, despreciado por su apatía amable, insistías en acercarte, no sólo a ti te había despreciado, también a todos los del colegio, no era sólo su belleza, ella te enseñó a enamorarte, a ti que te hacías el fuerte, tú que eras el líder de la cuadrilla. Julián la observó al pasar, siguiéndola con la mirada; en su rostro se dibujó una sonrisa mientras posaba el brazo sobre la espalda de El Bobo. Entonces come tiste el pecado de tu vida, te convertiste en el verdadero bobo, lo lanzaste a sus brazos, pero es cierto, quién lo hubiera imaginado, si era tan ridículo, tan insignificante. «Camacho dice que no eres capaz de tocarle el…», se detuvo. Su cuerpo se retorció, dominado por el sentimiento de burla: «que no eres capaz de tocarle los glúteos.» Aún recuerdas su mirada, inocente, las voces animándolo, tus palabras al oído, demoniacas. El Bobo dio algunos pasos e intentó marcharse. Julián lo tomó de la camisa en un movimiento brusco, empujándolo con fuerza hacia Jennifer. No imaginaste que allí la perderías para siempre, las manos chocándose en los glúteos, la voz agitada disculpándose, los ros tros indignados de Ángela y Karen, la voz de ella diciendo no importa, acerc ándosele, mimándolo, empezando a amarlo como tú hubieras deseado que te amara, pero aún no lo presentías, todavía celebrabas la broma, luego los encontraste en la cafetería, su mirada atenta en él, encantada por la ternura infantil, tomándolo de la mano con orgullo. Camacho entró en el salón. Se paró delante del grupo, risueño, complacido en su rol de delator. Escucharon sus palabras con jú bilo y corrieron hasta el patio. Los encontraron jugueteando, no fue necesario verlos aquel día, los viste luego y cien veces más, besándose, queriéndose, siendo felices, dejó de ser una novedad, se acostumbraron a su amor absurdo, tú no lo hiciste.

«Camacho entró en el salón. Se paró delante del grupo, risueño, complacido en su rol de delator. Escucharon sus palabras con júbilo y corrieron hasta el patio.»

Julián se acomodó a su lado. Tomó su mano y le entregó las flores. Había temido que intentara marcharse pero permaneció inmóvil. Sus primeras palabras fueron temerosas, pronunciadas con una voz débil y entrecortada. Se acomodaba la camisa e intentaba parecer sereno. Le habló del profundo amor que sentía hacia ella. Aunque pensaba no hacerlo, le habló del Bobo, de la broma que había querido jugarle. Su tono era cada vez más apresurado. Jennifer lo escuchó atenta. Cuando sonó el timbre, se levantó lentamente. Lo miraba amable, natural, como si no hubiera entendido o no le importara ninguna de sus declaraciones. No volviste a hablarle, se terminó el año y luego el colegio, continuaban juntos, vinieron mujeres, permaneciste solo, pensando en ella, en él, en ellos, contabas los días y los meses, apostabas que pronto terminaría, te sorprendiste al ver pasar el tiempo, no terminaba, llegó el anuncio, no lo creíste, decías no creer, sabías que era cierto, envidiabas a El Bobo, te culpabas, maldecías a El Bobo, estuviste allí presente, tenías que estarlo, la viste llegar, arrastrar el vestido, lo viste, gordo, blanco, repugnante, escuchaste las palabras del padre. Julián se levantó de la silla. Un estruendo de murmullos invadió el lugar. Caminó en medio de las bancas con la mirada absorta en la pareja. Te culpabas, era sólo una broma, deseabas devolver el tiempo, lanzarte tú sobre ella. Jennifer lo saludó sin ningún gesto de sorpresa en el rostro. No te había entendido antes, no lo hacía ahora. Con un tono indiferente repitió las palabras del sacerdote. Por supuesto ibas a hablar, todos te escucharían. Julián extendió los brazos, dio media vuelta mirando hacia el público y luego ubicó las manos alrededor de su boca: «Nadie se enamora porque le toquen los glúteos. ¿Acaso usted no entiende que esto es estúpido?». Dos hombres lo tomaron de los

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brazos. Esperaste a verlos pasar en el carruaje, ella te saludó sin saberlo, no te despediste en aquel instante, no te despedirías luego, devolverías el rumbo de la vida. Pasaron algunos años, llegó María del Mar, la voz amable, los correos, las palabras atentas, sus piernas largas, las noches de buen sexo, tú pensabas en Jennifer, pensabas en El Bobo, en ella, en él, en ellos, tenías el trabajo deseado, ¿eras feliz?, no lo eras, apenas se percataba de tu tristeza, no podías hacerlo, su llanto, el adiós, la nostalgia, piel blanca, cabello rojo, piel negra, alta, rubia, fea, linda, prostituta, doctora, no recuerdas sus nombres, fueron muchas, llegó María Fernanda, lo olvidaste todo, día de camping a los treinta, las tardes en el apartamento, la ilusión de los hijos, los aniversarios, cada mes, cada año, la felicidad rebosante de ella, el rostro de tus padres. María Fernanda tomó un bocado, se limpió los labios con la servilleta, bebió un trago de champaña, acomodó los cubiertos en la mesa; luego lo miró de frente, ansiosa. Julián continuó la comida, in tentando aplazar aquel instante. —Pensé que nunca te atreverías a hacerlo —dijo ella. Julián levantó por fin la mirada. —La terraza es bonita, pero la comida no es tan buena —pronunció en un tono indiferente —. Ahora cualquiera abre un blog en internet y te manda a un sitio como este —intentó bromear. —Tu madre me ha dicho que lo tienes todo preparado —lo interrumpió ella. —Podemos viajar mañana mismo si lo deseas. Tal vez en Italia encontremos una verdadera pasta italiana. —Dijo que compraste las argollas. «Julián se frotó las manos en un gesto inconsciente. Tocó la puerta. Una niña de cabellos negros salió a recibirlo. Desde el interior de la casa se escuchó una voz.»

—Creo que te quiere más que a mí —pronunció Julián, jugueteando con los cubiertos en el plato—. Es una buena mujer. Sólo que a veces se toma demasiadas atribuciones. —No vas a decirlo, ¿cierto? —dijo María Fernanda, con una voz tenue que se entrecortó—. Sabía que no lo harías.

Fue la última vez, nunca más regresó, tu madre te culpaba, hasta cuándo seguirías con ese absurdo, ¡acaso no entiendes que ella tiene una familia!, no era una familia para ti, era El Bobo, lanzado a sus glúteos por tus manos. Extrañaste a María Fernanda, no pensaste que lo harías, intentaste encontrarla, pasaron varios años, llegó una carta, se había casado, era feliz, no te alegraste por ella. La voz de tu madre, no te mentía, la había visto en un café, caminaban de la mano, le acaric iaba la barriga, nacerían bobos como él, la maldijiste. Julián se frotó las manos en un gesto inconsciente. Tocó la puerta. Una niña de cabellos negros salió a recibirlo. Desde el interior de la casa se escuchó una voz. Julián siguió, tomó un asiento. Una mujer con un bebé entre sus brazos apareció luego; sonreía de manera espontánea. —Disculpe la espera —se excusó—. Los niños de ahora son más inquietos. Se llama Manuel —dijo, jugueteando con la criatura —, que significa Dios con nosotros. Cuando nació, los médicos dijeron que no podría salvarse. Disculpe que le cuente estas cosas, tal vez no le interesen. Ella es Alison —tomó a la niña de una mano—. Es la primera en su clase. La mejor en matemáticas, aunque en reli gión cuestiona demasiado. Mi esposo los ha educado muy bien. Ahora él no se encuentra. Tiene un local en el centro, su propia tienda de música. ¿Pero a qué se debe su visita?, no lo he dejado hablar, dis culpará usted. Es cierto que la encontraste bella, tal vez como quince años antes, el mism o color de cabello, la piel dorada. No te habías percatado hasta entonces, su voz era chillona, sus ademanes vulgares, odiaste sus colores fosforescentes, su muletilla en el hablar. «Disculpará usted» repetías burlándote, podrías contratarla para lavar camisas. Ella era feliz, te habías desencantado, todo acabaría por fin y para siempre. Decidiste empezar de nuevo, te recibieron en el bufete, eras un buen abogado. Te vestías con trajes elegantes, siempre colores oscuros, llevabas un reloj suizo, un auto con vertible. En el bar

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bebías con Jose y Paulina, Nicolás y Eliana, Natalia y Sebastián. Eras el alma de la fiesta, reían con tus bromas sobre el noviazgo, el malestar del matrimonio, la importancia de llamarse Julián y ser soltero. Podrías tener una novia, sugerían ellos. He tenido demasiadas, respondías. Los mirabas desde el pedestal de la experiencia, renunciabas al amor, el romance, la ilusión de un futuro para dos. En las noches se desvanecía el entusiasmo, no podías conciliar el sueño. Los viste casarse a pesar de tus bromas, los viste alejarse, los viste compadecerte sin decírtelo. La efusividad duró poco, también la nostalgia. De nuevo estabas allí, solo, orgulloso de ti, el auto convertible. Tardabas una hora en afeitarte, cientos en comprar los trajes , algunas en el gym, el spa, la sala de masajes. Caminabas, como caminan los protagonistas de película, en medio de la multitud, sereno, plácido, exultante, soberbio, fatuo, pomposo, ridículo, satisfecho. Los teléfonos sonaban, te adelantabas a Beatriz, atendías tú mismo la llamada, te gustaba tu trabajo. Ganaste el pleito más famoso en la ciu dad, conseguiste diez mil para la viuda, te buscaban en las revistas, los periódicos. Llamó el señor Gobernador, los dueños de las casaquintas, aún contestabas el teléfono, abrías la puerta, no era sólo el dinero siempre fuiste millonario. Se apareció una mañana, el semblante distraído, ¿te había bus cado en la guía telefónica?, ¿te había admirado en una valla mientras iba en el metro?, ¿te había buscado porque siempre fue tu amor imposible? —¡Cómo explicarle! —dijo—. Disculpará usted. Mi esposo tenía su propia tienda de música. Hace poco una cliente se encontraba buscando un saxofón. Mi esposo se disponía a enseñarle uno cuando resbaló… Le tocó los glúteos sin querer. Disculpará usted. La mujer enloqueció, lo ha demandado. Te querías tirar al suelo para estallar de la risa, la perdería de la «Julián volteó la mirada misma forma como la había alcanzado, no moverías un dedo por en un gesto de cortesía. el Bobo, dirías que sí para atraparla, te conmoviste. La mujer Era un hombre de había denunciado abuso sexual; exigía en compensación una suma cincuenta y dos años, equiparable al precio de la tienda. En un ataque de nervios el de caminar erguido, Bobo se declaró culpable. El caso se resolvió varios meses desbien conservado. A pués. Fue un proceso lento, invadido por el absurdo propio en pesar de no ejercer su nuestras vidas. La familia agradeció tu gesto, te invitaban a la profesión, llevaba casa, desayunabas con ellos, no te recordaban, nunca lo hicieron, siempre traje, un reloj preguntaron por tu infancia, tu colegio, tus parejas, inventaste una elegante.» vida para ellos, querías arrojar el plato, decirles ustedes se conocieron por mi culpa, por mi broma, ¿acaso no lo recuerdan? Terminé por convertirme en su amigo. Me gustaba llevar los niños al parque. La pequeña Alison era siempre muy tierna. Se subía en mi espalda y fingía cabalgarme. Manuel en cambio padecía el mismo trastorno de sus padres. En cada encuentro debía recordarle mi nombre. Te gustaba imaginar que eran tus hijos, los hijos ansiados con Jennifer, llegaste a quererlos, a creer tu propia mentira. Un domingo no regresaste. Pasaron quince años. —Un Martini de la señorita —dijo el barman. Julián volteó la mirada en un gesto de cortesía. Era un hombre de cincuenta y dos años, de caminar erguido, bien conservado. A pesar de no ejercer su profesión, llevaba siempre traje, un reloj ele gante. Durante mucho tiempo había visitado aquel bar sin pretender hablar con nadie. Con un orgullo oculto sabía que era motivo de conversación en las mesas. Las jovencitas se interesaban por él; decían encontrarlo interesante, un poco misterioso. La mujer saludó desde el otro lado de la barra, esperó un instante, se puso de pie y se acomodó a su lado. —Me llamo Alison —dijo, estirando una mano bronceada y larga. La reconociste enseguida, tenía aún el rostro infantil, las mismas facciones de su madre, ¿acaso ve nía a saludarte?, ¿rec ordaría los juegos en el parque? —El feminismo no es sólo una ideología moderna —pronunció —. Es también acercarse a un hombre y saludarlo, sin esperar a que lo haga primero —terminó la frase con una sonrisa corta, espontánea. ¡De qué demonios hablaba! Permanecías absorto mirándola, fascinado, su mismo color de cabello, podría ser Jennifer cuando salieron del colegio.

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—¿Crees que soy bonita? Déjame adivinar. Tienes cincuenta, tal vez cincuenta y dos años. Tengo veintiuno. Si quieres podríamos ir a otro lugar. Te llevó de la mano, te subió en el auto, te hizo el amor, es cierto, no intentaste evitarlo. La relación con Alison se desarrolló siempre de manera taciturna y bohemia. Nos encontrábamos en el bar, bebíamos uno o dos tragos (apenas lo suficiente para alcanzar un estado de placidez), y luego nos invadía el silencio… unas ansias profundas de caminar, volar, olvidarlo todo, ser invisibles. Nunca pude sentirme igual con otra persona. No la amabas de verdad, te encaprichaste, amabas a Jennifer, veías en ella su imagen. Le gustaba sentarse en mis piernas y dejarse acariciar el cabello; le gustaba desnudarse, hacerme el amor con los ojos abiertos; le gustaba recostarse en mi pecho exá nime; le gustaba inventar historias eróticas para mí. Henry tiene el pene grande, músculos formados, me sube en sus hombros, mi cabeza hacia el suelo, es una sensación de éxtasis, me golpea en los glúteos, lo hace fuerte, sin percatarse en mi dolor, las mujeres no somos hormonales, Henry lo entiende pero no le importa, tal vez eso lo hace mejor amante. —El feminismo no es sólo una ideología moderna —pronunció—. Es también disfrutar de tu cuerpo. La libertad es un principio esencial. Los hombres han pretendido dominarnos, ahora nosotros lo hacemos con ellos. Tus ojos parecen tan tristes. Deja de llorar. ¡De qué demonios hablaba! La escuché un momento, segura de su verdad ininteligible. Henry era tan real como nosotros dos. Nunca más volvimos a vernos. ¿Dónde vive Camacho? ¿Quién es Camacho? ¿Camacho recordará mi nombre?, ¿me recordará? ¿Dónde viven?, ¿quiénes son Ángela y Karen? ¿Dónde se encuentran todos?, ¿qué habrá sido de ellos? Los recuerdo, con nostalgia, con envidia. P ienso en María Fernanda. Pedir disculpas me resulta pretensioso. Jose y Paulina, Nicolás y Eliana, Natalia y Sebastián, llegué a odiarlos como a nadie, llegué a maldecirlos. He odiado muchas veces, he injuriado mi destino. Lo digo sin culpa, sin remordimientos. No pretendo hacer llorar a nadie. Me alegro de los males ajenos; equiparo su fuerza con los pesares propios. Ellos son felices pero tan pobres. Siempre he tenido mi auto convertible. Seguramente miran cuando paso. Eran un feliz matrimonio, ella le fue infiel, todas las mujeres son iguales, ninguna merece nuestro amor. ¿Qué es una ruptura ajena? Una fa scinación indescriptible y excitante; el encuentro con un ser lejano, conocedor de tu soledad. ¿Te enorgulleces de tu espíritu miserable? ¿Quién eres? ¿Quién fuiste? ¿Quién serás? Jennifer Brown no recuerda tu nombre. Madre ya no está. Los amigos se fuer on. Las mujeres se fueron. Todos se marcharon. Tienes sesenta y cuatro años. ¡Alison! ¿Quién fue Alison? Una maniática del siglo XX, una lujuriosa, un holo grama. P ienso en ella con afecto. ¿Dónde se encuentran tus hijos? ¿Dónde se encuentran tus nietos? ¿Quién llorará cuando hayas muerto? ¿Quién pagará las plañideras? Jose y Paulina, Nicolás y Eliana, Natalia y Sebastián, ¿visitarán la tumba? No te importa su presencia, no te importaría la de tu padre, la de tu madre. ¿Quién es Jennifer Brown? Te repugnan sus senos gigantes, sus glúteos caídos, se te reveló hace mucho su natural desencanto. ¿Cuál es el concepto de belleza? ¿Cuál es el concepto de razón, absurdo, locura, estulticia? No fue Jennifer Brown, lo sabes, fue el símbolo, el capricho, el orgullo. ¿Quieres casarte conmigo? No lo hubieras dicho. La aborreces ahora, la aborre ciste siempre. ¿Quieres casarte conmigo? Deseabas hacerlo, recuerdas la pasta, el restaurante ita liano, tenías las argollas, compraste los pasajes. ¿Por qué duda ante la verdad el animal humano? ¿Eres feliz? La felicidad se encuentra sobrevalorada, pretensión de jóvenes hippies, primero se encuentra el deber, la metafísica, la trascendencia. ¿P or qué cuestionarnos? ¿A quién rendirle cuentas? ¿A quién impresionar con nuestras vidas perfectas? Es un buen Ingeniero, se casó muy joven, tiene una linda familia. Felicitaciones , señor, su madre debe estar orgullosa, pregúnteme si me importa. ¿Por qué buscarla de nuevo? ¡Por qué! «Te llevó de la mano, te subió en el auto, te hizo el amor, es cierto, no intentaste evitarlo.»

La encontré en la casa donde había vivido siempre con El Bobo. Sentada en una banca del lado de la puerta, parecía oculta en medio de personas que entraban y salían en un desorden silencioso. No me detuve a saludarla. En el interior, provisto de los mismos muebles, ya viejos y rotos, de cuando Ma nuel y Alison eran niños, varias mujeres rezaban. Un pequeño, tal vez de cuatro o cinco años, sujeto a una mujer anciana, fue el único en percatarse de mi presencia. Su rostro tenía un gesto de natural

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timidez, pero su mirada, fija en mis ojos, revelaba un sentimiento de ira. Un poco después Jennifer entró en la casa. Caminó hasta un cuarto desprovisto de puerta, separado de la pequeña sala por una cortina. La seguí de manera inconsciente. El lugar se encontraba amoblado tan solo con una mesa y dos sillas; Jennifer había ocupado una, mientras la otra, a cierta distancia de la mesa, podía ser empleada sin moverla. —Dicen que puede morir esta noche. Si Dios lo permite, verá la luz mañana. Disculpe que le cuente estas cosas. Tomé la silla y me ubiqué enfrente de ella. —Nunca lograbas recordarme —pronuncié con una voz tenue—. Siempre fue como encontrarnos por primera vez. Afuera se escuchó un grito unánime. El pequeño de hace un momento entró enseguida. Lloraba sin ningún gesto en su rostro. Había muerto, vencías ahora. Jennifer lo tomó en sus brazos. A quién engañabas, murió viejo, murió feliz, murió con ella, ya era demasiado tarde para empezar tu propia vida. —Julián es un niño valiente. No le gusta que lo vean llorar. Julián, ¡se llamaba Julián! Jennifer le acariciaba la cabeza. Luego el pequeño salió del cuarto. Lo hizo en un movimiento re pentino, seguramente en busca de su padre. —El único hombre de mi vida, nunca podré olvidarlo. No se imagina cómo logró conquistarme. ¡Se llamaba Julián! Podría ser el azar, la coincidencia. Tenía tu nombre, ella lo había bautizado, te recordó siempre sin saberlo. —Mi nombre es Julián —dije—. Nos conocimos en el colegio. —Fue en el colegio. Salía de clase cuando sentí sus manos en… Disculpe que le cuente estas cosas. En mis glúteos. Se disculpaba como un niño travieso. Me levanté sin escuchar sus últimas palabras. Se llamaba Julián y nadie podría cambiarlo. Mi nombre, el de su hijo, había permanecido siempre latente. Tal vez alguna vez llegó a amarme; tal vez simplemente me agradecía su destino con El Bobo. Nunca pude tenerla. Ahora no me importaba. No me importaría nunca más. ¿Cuál es el concepto de felicidad? © Leonardo Moreno

Leonardo Moreno es Licenciado en Literatura de la Universidad del Valle (Cali-Colombia). Ha publicado múltiples artículos en el periódico La Palabra —perteneciente a esta misma institución— y diversos cuentos en revistas digitales. Actualmente cursa un segundo programa: Estudios Políticos y Resolución de Conflictos. Tiene una novela inédita titulada Margarita no da a luz.

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Relato

LA V OZ DE LADY ROWEN A por Brenda Ascoz

La primera vez que el eco le contestó con unas palabras que no eran las suyas, Lady Rowena lo asumió como algo natural: tantos años hablando sola, solo era cuestión de tiempo que alguien —o algo— terminara respondiendo a su voz. De hecho, quizá sus soliloquios habían ido encaminados a ese único fin: encontrar a un interlocutor capaz de adaptarse a las especiales condiciones de su hogar; o quizás se tratara solo de descubrir a alguien —o a algo— que ya estuviese allí pero que aguardara una ocasión propicia para darse a conocer, quién sabe si un determinado acontecimiento, esos cincuenta años que Lady Rowena había cumplido la semana anterior. Así al menos se lo explicó a sí misma, con la tranquilidad de quien no ha visto mundo pero ha tenido el tiempo y las ga nas de imaginar cualquier posible combinación de elementos. Por eso, cuando se miró en el espejo y repitió su nombre como lo venía haciendo cada mañana, todas las mañanas, desde hacía más de tres décadas, para escucharlo siquiera —porque desde la partida del doctor Delacroix nadie lo pronunciaba y a veces tenía Lady Rowena la sensación de que se estaba desdibujando—, por eso, cuando una voz que era la del «Sonrió abiertamente, extraño eco que sie mpre se había escuchado en los ensortijados ella que apenas sonreía, pasillos de la casa, contestó a Lady Rowena con un «Señor Renó » y sintió en su nuca una que era una presentación pero también un acto de fe en su propia caricia imprecisa y existencia, la enana sonrió y miró sin miedo a través del espejo, cálida, una caricia que por encima de su hombro y solo para comprobar que, efectivallegaba dispuesta a mente, no había más allá del cristal otra cosa que no fuera el eco, hacerle compañía el mismo y, sin embargo, otro diferente a aquél que llevaba tantos durante los años que años regalando un trasfondo opaco a las canciones que ella tarareaba cuando estaba contenta. Tenía buena voz, La dy Rowena, y pudieran quedarle.» la voz del eco siempre estuvo a su nivel, un punto de tono más baja. —¿Quién eres? —¿Quién eres? —Ya me conoces. —Ya me conoces. —Lady Rowena. —Señor Renó —había repetido el eco. Encantados. Sonrió abiertamente, ella que apenas sonreía, y sintió en su nuca una caricia imprecisa y cálida, una caricia que llegaba dispuesta a hacerle compañía durante los años que pudieran quedarle.

Si el señor Renó fue haciéndose un hueco en la vida de la enana, lo hizo muy poc o a poco, intuyendo quizá la necesidad de ir ganando su confianza mediante pequeñas aproximaciones que al principio se limitaron al recinto del baño, pero que después se ampliaron por el pasillo hasta alcanzar el comedor y el descansillo de la entrada. Así, en la casa, no se percibieron grandes cambios durante las semanas que siguieron, nada que no fuese la ruptura del silencio que a menudo reinara en los pasillos. Si se hubiera parado a pensarlo, Lady Rowena habría caído en la cuenta de que llevaba largos años deseando que le sucediera algo así, algo que le indicara que había heredado, al

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menos, una parte de las facultades sobrenaturales de su madre y de su abuela, aquellas mujeres ba jitas y longevas que fueron toda su familia. —Rintios, rintios —y era el eco que quería que Lady Rowena tomara la gruesa Biblia que descansaba en el sillón que había sido del doctor Delacroix y le leyera en voz alta un fragmento de una de aquellas epístolas a los corintios a las que tanto parecía haberse aficionado. A pesar de los pequeños avances que iban produciéndose, resultaba evidente que una conversación eficaz era prácticamente imposible entre ambos, el eco y la enana. Ella se afanaba por vocalizar con claridad cada sílaba pronunciada en voz alta, con la paciencia de quien enseña un nuevo idioma a un alumno poco dotado, pero el eco no siempre respondía a sus esfuerzos: en realidad, solía limitarse a repetir lo que Lady Rowena le había dicho e, incluso a veces, parecía que bajo su lenta imitación se escondían diminutas pinceladas de sorna. Aunque a Lady Rowena aquello le sacaba de quicio, terminó por acostumbrarse al fluir despacioso de sus diálogos y trató de considerarlos un placentero ejercicio de ida y vuelta que le ayudaría a conocerse a sí misma. Y así, sin más es tremecimientos que la sorpresa de escuchar, de cuando en cuando, que era el Señor Renó quién tomaba la iniciativa, los meses fueron transcurriendo deprisa, y ninguno de los dos, ocupados como estaban en disfrutar de su reciente amistad, se detuvo a calibrar las consecuencias que la monotonía tendría sobre ella, ninguno sospechó que sus conversaciones irían deviniendo en una exasperante obligación que nada tenía que ver con el placer por la compañía y la charla que les había animado en principio.

Una mañana de abril Lady Rowena se atrevió por fin a levantar las persianas de su habitación para que entrara siquiera un rayo de luz a través de las gruesas cortinas de lana. Había decidido darse un baño y encarar con optimismo el transcurso de la primavera, esta ción tan difícil. Cerró la puerta tras ella para impedir que entrara el señor Renó mientras se quitaba la ropa, mientras se observaba cen tímetro a centímetro en el espejo. En ocasiones como aquella tenía la impresión de que nunca antes se había visto así: su imagen desvelando todos y cada uno de los rincones del interior de su cuerpo; sobre todo, su alma, pero también su hígado, su tejido subcutáneo, sus pulmones. Le parecía descubrir entonces una fuerza que había bullido desde siempre en sus entrañas y que esperaba el momento oportuno para despertar en ella y provocar un cataclismo capaz de borrar de un plumazo todos sus amargos recuerdos. «Una mañana de abril Lady Rowena se atrevió por fin a levantar las persianas de su habitación para que entrara siquiera un rayo de luz a través de las gruesas cortinas de lana.»

Sin embargo, hubo de apretar los dientes para no gritar: una sonrisa se había colado de nuevo en su baño, colocándose tras ella para observarla en todos sus matices, en el reflejo y en la forma. Sintió que se le erizaba el vello de la nuca: en esta ocasión, la sonrisa se le antojó desconocida, siniestra, una de esas muecas tras las cuales se adivina un mal que no sabemos interpretar. Apretó los dientes y abrió los ojos y frunció el ceño hasta que éste adoptó un tinte acusador que hizo desdibujarse a la mueca. Y aunque ésta se había llevado consigo sus recién redescubiertas vísceras, devolviéndole de repente a su cuerpo deforme y a su piel atravesada de estrías y de musgo, Lady Rowena suspiró aliviada. Después, bajó los ojos desde el espejo hasta la pila, descubriendo que, en la jabonera de estaño, alguien —o algo— había depositado un huevo. Un huevo de cáscara marró n. Un huevo de gallina enana. —Vaya, no sabía que los ecos pudieran cambiar las cosas de sitio. El señor Renó trata de sorprenderme porque sabe que me estoy empezando a aburrir. ¡Y vaya si lo ha conseguido! ¡Menudo ca brón! Decidió sin embargo dejar correr el asunto y esperar, con expectación de científico, al próximo regalo del señor Renó, si es que regalo se podía llamar a aquel huevo viejo que Lady Rowena tomó entre sus dedos índice y pulgar y quebró contra la taza del retrete para verlo a continuación res balar sobre la loza y hasta el agua.

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Cuando el eco se resolvió a exponerle su plan, ella lo entendió no solo como un nuevo intento de llamar su atención, sino como una claudicación en toda regla: decepcionado por el escaso interés que había despertado su truco telequinésico, trataba ahora de apurar sus aptitudes oratorias, última posibilidad de evitar su muerte silenciosa en el hueco de la escalera. —Un libro. Mi libro —había dicho el Señor Renó. Aunque despierta, Lady Rowena permanecía con la cabeza oculta entre de las sábanas, protegiéndose de la luz. No volvería a bajar las persianas hasta que llegara el invierno, se había prometido: envuelta en telas, parecía una niña escondida en el lecho matrimonial de sus padres ausentes. —Buenos días, Sr. R. —Buenos días, L. R. —y una pausa—: Mi libro. Mi historia. Una vez más, el eco se había expresado a trancas y a barrancas: —Lo visto. Lo no visto. Mí. Lo extraño. Año. Países. Cretos —había dicho y, no obstante, de inmediato había comprendido ella que el Señor Renó pretendía utilizar sus regordetas manos para transcribir la historia de su vida. Cerró los ojos y meditó durante algunos segundos sobre los pros y contras de aquel proyecto en común. A pesar de que su compañero había tardado muy poco en manifestarse caprichoso y voluble y, a pesar de la última escena en el baño, nunca se había atrevido a entrar sin su permiso en el laboratorio del doctor Delacroix, respetando su prohibición. Además, la enana admitió, se aburría bastante desde que el doctor se había marchado a las selvas de la Patológica. Lady Rowena era una mujer realista y dudaba mucho que algo interesante pudiera salir de las cortas frases que el Señor Renó se empeñaba en repetirle. Por la mañana, por la tarde, en medio de la noche. Pero aún así, estaba bien, lo haría, como un juego que se práctica sin pasión y, sin embargo, entretiene. —Mi libro. Mi historia. En cuanto Lady Rowena se comprometió a intentarlo, la exalta ción «En cuanto Lady del eco aumentó hasta tal punto que intuyó la enana que había Rowena se comprometió cometido un error. Durante todo el día, y durante los días que sia intentarlo, la guieron a aquel primero, fue raro el momento en que el eco llegó a exaltación del eco callar por completo, y no lo hizo aun cuando ella se negó a resaumentó hasta tal ponderle, o en los momentos en que no le prestaba atención y se punto que intuyó la entretenía en sus quehaceres con los labios fruncidos, rezongando enana que había por aquel repiqueteo constante en el interior de su cabeza. Incluso cometido un error.» algunos amaneceres, si Lady Rowena tardaba en despertar, el Se ñor Renó enroscaba su voz entre las sábanas o en el pomo de la puerta, como si fuese un viento diabólico surgido de la nada. O trepaba sobre la lámpara del baño — sin sonreír—, mientras ella se daba una ducha, y hablaba y hablaba, hacia el final, sin esperar res puesta, sin dar opción a recibirla. Por eso terminó prohibiéndole no solo la entrada al laboratorio, sino también a su propia habitación y al baño adyacente. Y el eco se mostró conforme cuando ella le aseguró que solo se escondería en su cuarto a la hora de dormir, y en el laboratorio, mientras trabajara en el relato. Lady Rowena recordó entonces que a Delacroix nunca le había gustado que nadie perturbara su trabajo o su sueño, y se sonrió al imaginar que iba poco a poco pareciéndose más a él. Su amor al silencio. Lady Rowena había conservado el laboratorio tal y como quedara la tarde de octubre en la que Delacroix se había despedido de ella —sin el dramatismo que a la enana le hubiera gustado—, y todavía permanecían sobre las estanterías, las probetas y los artilugios metálicos que el doctor había utilizado para la creación de sus inútiles pociones, como aquélla que pretendió hacer de la enana una mujer cercana al metro setenta de estatura. Lady Rowena jamás había vuelto a limpiar el polvo de los muebles, ni había borrado tampoco las últimas notas que él había dejado escritas, de su puño y letra, sobre la pared de la izquierda: temía que su aceptación tuviera la extraña capacidad de impedir su posible regreso, y solo se había permitido, recién inaugurada su soledad y en una explosión de rabia, adaptar el escritorio a sus pequeñas necesidades, que, al fin y al cabo, la casa era suya y él había sido tan solo un curioso pensionado y un amante imperfecto. Había colocado una silla de lar-

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gas patas de mimbre detrás de la mesa, y, sobre ella, un espejo que le devolviera su imagen mientras escribía sus amargos poemas, no fuera a olvidar que aquél era su rostro, que Lady Rowena existía y era tan real como los lápices y el borrador y los dos orinales de cobre que se amontonaban sobre la superficie de madera.

Una tarde de sá bado reconoció en el silbido que le llegaba por debajo de la puerta, que el Señor Renó la estaba buscando. Buscándola por enésima vez. La dependencia del eco continuaba cre ciendo de forma exponencial y prometía terminar definitivamente con su paciencia. C ontinuaba respetando sus espacios, sí, pero un buen día Lady Rowena había escuchado la voz del eco desde el laboratorio, clamando y clamando su nombre hasta que se había visto obligada a salir a su encuentro y, desde entonces, como los niños, el eco había aprendido a sacar partido de la debilidad de la enana. Lady Rowena, Lady R., hubiera sido lo que habría escuchado de haber seguido las cosas tal y como estaban durante los primeros meses. Pero aquella tarde de sábado descubrió que para el Señor Renó también su nombre había ido degenerando hasta concluir en aquel espantoso Nena. A partir de ese momento ya no la llamaría de otro modo. Sintió Lady Rowena que la degradación de su nombre le traspasaba el estómago y, en un arranque de furia, tomó las páginas escritas durante los últimos días y las fue tachando línea por línea, y rasgó el papel y lo fue desmenuzando con la punta de los dedos hasta que no quedó más que un polvillo pastel que se llevó hasta la boca. Con cada golpe de garganta saboreó su pequeña venganza, y se sintió reconfortada, al menos, hasta que la aspereza del papel hizo que, de repente, le apeteciera un pepinillo en vinagre. La voz del eco había ido perdiendo fuerza durante el lapso del ataque de Lady Rowena, y terminó por apagarse mientras ella caminaba entre las estanterías del laboratorio en busca de una botella que contuviera cualquier líquido potable, quizás un poco de vino, que a Dela croix le gustaba refrescar de cuando en cuando su solitario trabajo. «Lady Rowena se Paseó junto a los anaqueles fijando s u mirada en los viejos objetos agachó para recoger del de metal cuya utilidad permanecería siempre siendo un misterio, suelo una hoja verde de en las cajas de madera sin solución de continuidad, sin tapas ni chopo que reposaba a goznes, que tal vez encerraran en su interior a otros seres menos queridos a Lady Rowena que el Señor Renó. Pero no hallaba nada los pies de un armario que pudiera aplacarle la sed, nada que no hubiera visto en las una sin puertas, una hoja y mil noches que había paseado insomne por los dominios del doc recién arrancada del tor buscando un consuelo a su marcha, una esperanza en su regre árbol.» so. ¿Cómo explicar lo que pasó a continuación sin que parezca una invención de la enana? Lady Rowena había sido durante toda su vida —y lo seguiría siendo— una dama tímida y excéntrica, tan encerrada en sí misma que solo cuando el doctor la abandonó había llegado a intuir el significado de la palabra soledad. Pero de todos es bien sabido que era una mujer tan cuerda como pueda serlo cualquiera que haya llevado en su oreja un aro metálico o, en su camisa, media docena de blancos botones de nácar. Lady Rowena se agachó para recoger de l suelo una hoja verde de chopo que reposaba a los pies de un armario sin puertas, una hoja recién arrancada del árbol. Después, alzó los ojos y entonces fue que descubrió al eneque: solo un reflejo en el cristal opaco de una botella tan grande y redonda como su propia cabeza. Y su cabeza era grande. La enana supo de inmediato que solo un motivo podía justificar la presencia del eneque en el laboratorio: estaba allí para evitar que el Señor Renó relatara su historia a través de sus gordezuelas manos. Y tal vez le moviera la envidia, pero Lady Rowena lo dudaba. Lo único importante era que un eneque, cualquier eneque, una vez tomada una decisión, era por completo incapaz de cambiarla. No podía, aunque lo intentara con todas sus fuer zas. Comprendió del mismo modo que, no el eco, sino el eneque, había sido el responsable del huevo depositado en su jabonera, de la sonrisa-mueca sobre su hombro desnudo. Al reconocer el peligro que encerraba el eneque, Lady Rowena no supo hacer otra cosa que correr hacia su silla y encaramarse en ella para lamer las últimas briznas de papel que habían quedado esNARRATIVAS

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parcidas por la mesa después de su arrebato y, asomándose al pasillo para hablar con el Señor Renó, que era un eco pero su único amigo al fin y al cabo, lo llamó por su nombre y por los nombres que había inventado para él. Pero no contestó y ahora fue ella quien, aterida, recorrió la casa en su busca. Lo encontró prendido de su Ficus gigante. Parecía enfadado y por una vez tardó en quebrar el silencio: había estado registrando la casa sin hallar otro rastro del recuerdo de la enana que la cama deshecha y el olor de su cuerpo en el sofá, y ambos databan de cuatro días atrás. El eco había temido, durante aquel periodo, perder la razón y, con ella, su capacidad de diálogo. —Loco, ledad. Antes de admitir que no sabía lo que era un eneque, el Señor Renó carraspeó y silbó, y a Lady Rowena le pareció que estaba a punto de echarse a llorar.

El eneque no aguardó a que despuntara el nuevo día para mostrar las habilidades que le per mitía su original naturaleza. Mediada la noche, salió del laboratorio —cuya entrada no le había prohibido Lady Rowena por reconocerlo inútil— y anduvo por la casa dejando pequeñas señales que reforzaran la impresión que, él sabía, había causado, tanto en la enana como en el eco; cuando ella se levantara de la cama a la mañana siguiente encontraría en el florero del descansillo una pluma verde de avestruz y, si continuaba su avance hasta el salón, un mojón de cabra encima de la alfombra. Nada demasiado ostentoso y, sin embargo, sí lo bastante clarificador como para que los habitantes de aquel lugar tomaran en serio sus propósitos. Y lo hicieron. El asombro del Señor Renó no fue menor que el de «El miércoles amaneció Lady Rowena, pero el eco tuvo al menos la sensatez de retirarse a lloviendo y la luz de meditar al balcón para que los aterrorizados ojos de la mujer no algunos rayos estorbaran sus pensamientos. Notaba que estaba perdiendo a pasos consiguió atravesar agigantados la influencia que tanto le había costado ejercer. El ene las cortinas sin que la que estaba a punto de echarlo todo a perder, ni siquiera se explicaba enana se diera cuenta cómo, y así que no había sabido hasta entonces de la existencia de de que arreciaba semejante ser, tampoco tenía la menor idea de cómo enfrentarlo. tormenta.» Estuvo haciendo cábalas hasta la hora en que el sol comenzó a descender y se perdió tras las Montañas del Rojo, hasta que el intenso frío de febrero se coló en sus cuerdas vocales y, cuando regresó junto a la enana, que no se había separado de la pluma de avestruz y la mantenía abrazada a su pecho —pues plumas como aquélla solían utilizar su madre y su abuela para engalanarse el sombrero—, le confesó con la voz truncada que la única solución que había encontrado radicaba en la probable vanidad del eneque. Tal vez, y solo tal vez, le gustara la idea de aparecer en las crónicas de Lady Rowena y el Señor Renó: un pe rsonaje rotundo para los últimos pasajes de la historia. Lady Rowena se encogió de hombros, apretó con más fuerza la pluma contra el pecho y se retiró a su habitación sin decirle ni que sí ni que no, sin revelarle que nunca nunca nunca un eneque había cambiado de opinión o virado un camino. Tampoco le confesó que ella misma había tomado una decisión irrevocable: abandonaría la escritura del libro, por supuesto o, al menos, la pospondría hasta que el ente se hubiera cansado y enfocado su existencia hacia o tra meta. No era una experta en presencias de ese tipo, pero Lady Rowena estaba asustada y, a decir verdad, no le importaba tanto el libro como para jugarse la vida por él. Y de que se la estaba jugando era de lo único que estaba se gura.

El miércoles amaneció lloviendo y la luz de algunos rayos consiguió atravesar las cortinas sin que la enana se diera cuenta de que arreciaba tormenta. Profundamente dormida, la boca semiabierta y las comisuras de los labios caídas, se había refugiado en el plácido mundo de los actos que pueden ser revocados. Sin embargo, sin previo aviso, como quien descubre su nombre en mitad de un grito o adquiere conciencia en el sueño de la amplitud de un error cometido, Lady Rowena abrió los ojos espantada. Sobre su almohada, y apuntá ndole directamente a la frente, un estilete de plata. SU esti-

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lete de plata, el que le había regalado el doctor Delacroix en su cuadragésimo aniversario. Abrió los ojos deprisa y allí estaba, afilado como nunca lo estuvo, brillante en la oscuridad casi completa de su cuarto, iluminado solo de cuando en cuando por el restallido de un rayo. Impulsada por sus resortes internos, Lady Rowena saltó de la cama y salió corriendo hacia el pasillo. Por el camino se cruzó con el eco, sin verle siquiera.

Qué extraño, Lady Rowena se acordó del doctor y se preguntó lo que habría pensado éste si la hubiera visto correr hacia el laboratorio de aquel modo, descalza y enfundada en un camisón de seda que le llegaba a los tobillos, si la viera hecha aquel amasijo de nervios , ella que casi nunca los perdía. Era una lástima que no tuviera dónde escribirle para decirle lo que le estaba sucediendo, el caos de su casa y de su espíritu. Tal vez él hubiera vuelto entonces para brindarle consejo y socorro. Pero el doctor no estaba y Lady Rowena entró en el laboratorio y echó la llave tras ella, impidiendo el paso al Señor Renó, que en esta ocasión sí intentó penetrar dentro del territorio vedado. Un ate rrador grito de súplica se enredó en el marco de la puerta y siguió ululando, ululando mientras la enana se subía en la silla de mimbre y se abalanzaba sobre una de las resmas de papel cubiertas por su caligrafía puntiaguda y apretada. En la mano izquierda, el estilete, y en la derecha, la pluma; en sus oídos, el Señor Renó, ululando su desesperada súplica. Lady Rowena no fue consciente de los gemidos, ni lo fue del momento en que la voz del eco se desvaneció en las paredes del pasillo. No fue consciente de la luz blanca y brillante que penetró en la habitación por el umbral de la puer ta. Clavó y clavó su estilete y su pluma en el papel, a dos manos, asidos los instrumentos por sus puños cerrados, y los enfrentó con saña el uno contra el otro, y hasta que tinta y sangre se cruzaron para borrar los últimos restos de la historia de un eco que ya nunca volvería a articular otra cosa que ruidos y sílabas deshilachadas que nada significarán jamás a los oídos del mundo. © Brenda Ascoz

Brenda Ascoz (Torrejón de ardoz, 1974) es autora de los poemarios En ajeno (Chorrito de Plata, 2007) y Ecorché (Eclipsados, 2009) y de la novela Morbo (Eclipsados, 2013), y ha participado en numerosas antologías de relato y poesía. Enfermera especialista en salud Mental, reside en Zaragoza desde 1998.

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Relato

PEQU EÑ OS Y CASI IMP E RCEP TIBLE S CAMBI OS EN EL P AISAJE por Leandro Llamas 1. CHATARREROS Un chatarrero se paseaba con un carrito de supermercado, y como veía que no le cabía fue a llamar a otro chatarrero. Dos chatarreros se paseaban con un carrito de supermercado...

2. D ESGUACE Calle Sagasta, 31. Luz de mediodía. Alguien ha abandonado una docena de viejos monitores de or denador junto a los contenedores de basura. O diez. O quince, los que sean. Un tipo con semblante patibulario, sentado sobre la acera, los destripa minuciosamente con unas tijeras de podar. O con unos alicates, no se aprecia bien. Todos pasamos rápido, nadie se para a mirar. Saca algo de ahí dentro, lo guarda, continúa con el siguiente monitor. Y así hasta diez. O hasta doce. O hasta quince, los que sean.

3. PRÉSTAMOS Hace apenas un mes, me contó un amigo que un amigo suyo había ido a verle. Alguien que yo no conocía, me dijo. Alguien con quien estudió en la universidad. O con quien coincidió trabajando en la misma empresa. O con quien cenaba algunos sábados por la n oche. O con quien jugaba al pádel. O alguien que llevaba a sus hijos al mismo colegio. O a la misma academia de inglés. O dos o más de esas cosas. O algo por el estilo, no lo recuerdo. A lo mejor no me lo dijo. El caso es que, después de algún tiempo sin haber coincidido, el amigo de mi amigo le llamó y fue a verle. Le pidió prestado un poco de dinero para poder comprar a sus hijos los libros del colegio.

4. M ONEDAS El barrio en el que vivo es un barrio humilde, modesto, pero no un barrio marginal. Ni much o menos. Es un barrio de gente trabajadora, de pequeños autónomos. Peluquerías, panaderías, bares, tiendas de ropa, locutorios, alpargaterías, alguna sucursal bancaria. El pasado sábado, en la esquina de mi manzana, había una señora de pie, apoyada sobre la fachada de un local vacío en el que hasta hace unos meses vendían ropa barata, y hasta hace un par de años, artículos deportivos. Rondaba los setenta años. Tal vez un poco menos, quizá un poco más... no soy muy bueno calibrando la edad de la gente; de hecho, me temo que ni siquiera he aprendido aún a calibrar bien la mía. Llevaba un ves tido estampado, rojo y negro. O rojo y gris oscuro. El pelo corto, teñido de rubio. No estaba delgada, tampoco excesivamente gruesa. Zapatos negros. Una señora normal, una señora cualquiera, como muchas otras señoras que circulan por mi barrio con sus nietas o con sus carritos de la compra. Pero sostenía en la mano derecha un vaso de plástico en cuyo fondo descansaban las monedas que algunos transeúntes le iban echando. Pocas, la verdad. Muy pocas.

5. P ENUMBRA No es porque los días sean cada vez más cortos y las noches cada vez más largas. Tampoco es por el cambio de hora. Ni siquiera es por culpa del otoño. Al menos, no es sólo por eso. Es porque el encendido del alumbrado público se ha retrasado unos minutos. Sólo unos pocos minutos. Ochenta y ocho mil ciento sesenta y siete puntos de luz (farola arriba, farola abajo) se encienden ahora un poco

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más tarde. Y luego, de madrugada, se apagan un poco antes. Aunque sea a razón de un céntimo por punto de luz y día, es mucho dinero menos. Por eso, por culpa de ese dinero, nuestras calles son ahora un poco más oscuras.

6. M ORADORES Conoció tiempos de gloria hace décadas. Fue una enorme y céntrica escuela infantil. De hecho, en la ciudad se le conocía como «la guardería», como si no hubiera otra. Ocasionalmente cobijó masivas fiestas de nochevieja. Luego, el edificio quedó vacío. Cada vez más viejo, todo el mundo lo olvidó. O casi. Sólo era algo que estaba allí en medio y cuyo abandono no tenía mucho sentido. Parece que ahora vuelve a cobrar vida. Sus tejados maltrechos y sus paredes cascadas albergan nuevos residentes. Son tres, al menos. Entran y salen, solos, a deshora, por un hueco abierto en la parte posterior de la valla, justo en la zona que da a una bocacalle sin salida. No gritan, no reivindican nada, no son amigos de pancartas. Sólo viven allí.

7. ESQUELETOS En el centro de la ciudad, se esconden. Pero al norte dominan el horizonte y el paisaje. Han susti tuido a los gigantes. No mueven aspas, ni muelen cereal. Se yerguen entre impecables y solitarias zonas ajardinadas, chamizos y barracas de huerta, amplias avenidas que atraviesan desiertos, y ca lles asfaltadas y aceras enlosadas que delimitan cañizales y bancales de limoneros. No están muertos. En realidad, ni siquiera llegaron a nacer. No ha circulado por sus arterias la actividad de las familias, de las oficinas, de los bares. No ha corrido la gente por sus venas. Permanecen quietos. Vacíos. No hacen nada. No dicen nada. Son mudos, pero cuentan su historia a todo el que la quiera escuchar.

8. GASTOS El jefe estaba tratando de cuadrar el presupuesto para el próximo ejercicio. Me llamó para consultarme si un determinado gasto de mi departamento se podría considerar prescindible. Todo un detalle por su parte. El de consultarme, no el de considerar prescindible el gasto; pobre gasto, qué culpa tendrá él. El caso es que le dije que sí, por supuesto, faltaría más. Luego pensé. No suelo hacerlo en horas de trabajo, pero hice una excepción. Pensé que ése era el único gasto específico de mi departamento. Se podría decir que todo lo demás entraba en las partidas de gastos comunes de la empresa: suministro eléctrico, teléfono, limpieza, acceso a Internet, programas de ofimática, material de oficina: papel, bolígrafos, tinta de la impresora. Más tarde caí en la cuenta de que estaba equivocado, aún había otro gasto específico en el departamento: yo.

9. CARA Ni pequeños, ni imperceptibles. Dieciséis compañeros no volverán al trabajo el próximo 21 de diciembre. No son unas unidades o unas centésimas más en las cifras del paro. No son el treinta por ciento de la masa salarial de la empresa. Son Mari Carmen, Mariana, Francisco, Pedro, Carlos, Bea triz, Mayder, Joaquín, Laura, Mercedes, Alejandro, Noelia, Toñibel, Salva, Sole y Carmen. Tienen nombre. Tienen cara. Y ahora, también tienen cruz.

10. TRASTORNOS DEL SUEÑO Han pasado semanas, tal vez meses ya. No podría precisar cuánto tiempo hace, pero estoy seguro de que no era una noc he fría. Claro que ese dato no es de gran ayuda porque aquí, al cabo del año, son muy pocas las noches frías. Menos mal. Los vi cuando regresaba a casa por la calle Santa Teresa. Era tarde, una hora inusual para mí. Una hora que tenía casi olvidada. En la antesala de una de esas cajas de ahorro que se han transformado en banco —una de las más solventes, en eso hay que elo-

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giarles el gusto— dos hombres dormían sobre cartones y liados en mantas viejas. Uno dentro, junto al cajero. El otro fuera, delante de la puerta. Todavía hay clases. © Leandro Llamas

Leandro Llamas Pérez (Murcia, 1996). Ha publicado relatos en las obras colectivas 26 Historias que no vienen a cuento (VV.AA., Ed. Tres Fronteras, mayo 2010) y Érase una vez... Un microcuento (VV.AA., Ed. Diversidad Literaria, mayo 2013), así como en las revistas Acantilados de Papel (septiembre 2013), En Sentido Figurado (noviembre 2013) y Narrativas (marzo 2014). Prisa, lo que se dice prisa de verdad, parece que no tiene mucha.

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Relato

CURSUM PE RF ICIO (El final del viaj e)

por Pilar Aguarón Ezpeleta Anne Vignon creció en el barrio parisino de Saint-Germain-des-Prés. Inteligente y ambiciosa, se doctoró en literatura francesa en la Sorbona, aunque nunca ejerció, no le hizo falta. Su semblante enérgico de pómulos anchos expresaba su firme voluntad y su orgullo. Nació a mediados de mayo de 1968, cuando los días rabiosos de la protesta estudiantil. Quizá por eso quien la miraba notaba que no se amilanaba fácilmente, pero nunca tuvo la oportunidad de demostrarlo, porque todo en la vida le llegó sin apenas esfuerzo. Siendo universitaria conoció a Jacques Godeau, un joven ambicioso que no tardó en convertirse en un tiburón de las finanzas y en su marido. Fueron felices en los tiempos del dinero fácil, la banalidad y el derroche. Su tranquilo mundo se desmoronó a finales de 2009, cuando su marido se suicidó agobiado por la ruina económica a la que le arrastró el gran fraude piramidal del financiero neoyorquino Bernard Madoff. Cuando Anne se dio cuenta de que lo había perdido todo, en lo único que pensó fue en salir corriendo a refugiase, como cuando era niña, en los brazos de su tata Ma ría, la española que le enseñó a caminar y a hablar en caste llano antes que en francés. Para Anne su niñez era María y las historias que ella le contaba. La recordaba menuda y habladora, con el pelo recogido con una cinta blanca y vestida con el uniforme rosa con el cuello y la botonadura blancos, como las demás niñeras del barrio de Saint-Germain.

«La tata ponía sobre la cama todos sus tesoros y la pequeña Anne los tocaba con las yemas de sus deditos, mientras escuchaba una y otra vez que ese papel amarillento lo había escrito y dibujado el mismísimo profesor Otto Vassilevitch Struve, durante el gran eclipse.»

Tenía pocas cosas, pero guardaba como un tesoro una cajita de cartón con un pequeño monedero de malla plata, un misal de primera comunión con las tapas de nácar; una foto en blanco y negro donde se veía a su madre, a su hermano Isidro y a ella misma, acompañados por un caballero con traje de lino y sombrero claro; los cuatro sonriendo a la cámara delante de un edificio blanco, en medio de una planicie de sértica, que María le aseguraba que era la ermita de San Benito, muy cerca de su pueblo. Pero del fondo de la caja sacaba su gran tesoro que desdoblaba con mucho cuidado para no estropearlo: una cuartilla amarillenta manuscrita en lo que parecía ser grafía rusa fechada el 18 de julio de 1860, con un pequeño bosquejo de un eclipse solar dibu jado en la parte superior. La tata ponía sobre la cama todos sus tesoros y la pequeña Anne los tocaba con las yemas de sus deditos, mientras escuchaba una y otra vez que ese papel amarillento lo había escrito y dibujado el mismísimo profesor Otto Vassilevitch Struve, durante el gran eclipse. El profesor encabezó la primera expedición al extranjero organizada por la Academia de Ciencias rusa, que les llevó, atravesando toda Europa en un penoso viaje, hasta la Sierra de Alcubierre, desde donde observaron el fenómeno astronómico que los científicos de todo el mundo aguardaban con impaciencia: un eclipse total de sol. María esa historia se la había oído contar a su abuelo y luego a su padre y ella repetía orgullosa, casi con las misma palabras, que los científicos rusos se hospedaron en la casa de sus tatarabuelos, porque la vivienda estaba sobre una pequeña loma y tenía mejores vistas que otras del pueblo y que el caballero de la foto no era otro sino Otto Wilhelm Struve, el nieto del profesor , que aunque había nacido en la ciudad ucraniana de Jarkov acabó enseñando astronomía en la Universidad de Chicago

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y desde allí viajó en 1955 hasta Monegrillo, solo para pisar los caminos españoles que había recorrido su ilustre abuelo. *** María regresó a España a principios de los ochenta, cuando consideró que Anne ya había crecido lo suficiente y su madre la reclamaba desde el pueblo para que le ayudara con el ganado. Al despedirse le regaló uno de sus pequeños tesoros para que no la olvidara: el misal de su primera comunión con las tapas nacaradas; pero la niña le pidió el manuscrito del profesor Struve y María se lo negó. La caprichosa Anne se enojó y ya no quiso saber nada de su niñera española, a pesar de que nunca dejó de recibir tarjetas de felicitación para sus cumpleaños y para Navidad, que ella siempre ignoraba. Pero la tata siguió formando parte de su vida, a pesar de ella misma y de su desmesurado orgullo y más cuando supo que estaba embarazada y al poco se enteró de que el 11 de agosto de 1999 tendría lugar un eclipse total de sol, el último del siglo XX, que ya había sido profetizado por Nostradamus cuatrocientos años antes, uniendo este fenómeno a enormes catástrofes, que afortunadamente esta vez tampoco se cumplieron. Anne inmediatamente recordó el manuscrito del profesor Struve y a su tata española y más que del agorero se fió de los científicos que anunciaban que desde el norte de Francia la visión del eclipse sería casi perfecta. Convenció a su marido para desplazarse hasta el departamento de Seine-Maritime, en Normandía. Se compraron gafas especiales de soldador y desde el espectacular acantilado de Étretat, el mismo que había pintado Claude Monet cien años antes, vieron como en pleno día se acercaba la noche. Fue un día inolvidable. Había amanecido cubierto de nubes, pero según se fue acercando la hora el cielo se despejó lo suficiente para que el espectáculo fuera perfecto. Vieron cómo poco a poco el Sol iba menguando. Sentados sobre las rocas pudieron contemplar el eclipse hasta el último momento, cuando solo un hilito dorado sobresalía por detrás de la superficie oscura de la Luna. El Sol en ningún momento dejó de resplandecer, pero en el breve periodo en que la Luna lo tapó por completo, pareció que realmente anochecía, la temperatura bajó y la brisa del mar azotó con más fuerza. Anne no dejó de pensar ni en su tata, ni el manuscrito amarillento del ilustre astrónomo ruso. Puso la mano de Jacques sobre su ya abultado vientre y le dijo: «Anne inmediatamente recordó el manuscrito del profesor Struve y a su tata española y más que del agorero se fió de los científicos que anunciaban que desde el norte de Francia la visión del eclipse sería casi perfecta.»

—Si es niño le llamaremos Otto. No fue igual de intenso el día para María. Cuando semanas antes se enteró de que iba a poder verse un eclipse desde su pueblo, se alegró como si le hubiese tocado la lotería y su primer pensamiento fue para Annette Vignon y su carita de asombro cuando le contaba la historia del profesor Struve. Estuvo rezando para que el día fuera claro. Viajó de propio a Zaragoza para comprarse unos crista les de soldador, como le habían recomendado. Unos días antes se enteró por los informativos que la mejor zona para verlo sería la franja que atravesaba el norte de Francia, desde donde se vería un eclipse total. P or un momento se le pasó por la cabeza coger el tren e irse a París, como para trabajar de niñera, o como hizo el profesor O.V. Struve, que recorrió toda Europa solo para verlo. Pero no se atrevió. También pensó en llamar a Anne y contárselo, pero tampoco se atrevió. Hacía años que no tenía noticias suyas, seguramente ya ni la recordaría. Había cumplido los treinta años, tendría su propia vida, quizá sus propios hijos, ya no era la niñ ita que ella recordaba de ojos asombrados, pero ojalá, pensó, que al menos Annette sí pueda disfrutarlo. El día señalado llegó. Se levantó temprano para atender al ganado y después de desayunar salió con su madre y una de sus vecinas hasta la era. Llevaba los cristales ahumados y algo de decepción guardados en el bolsillo: al final no sería el eclipse total. Según los noticiarios empezaría un poco

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antes de las once, tenían tiempo. El cielo estaba cubierto de nubes blancas. Hacía mucho calor y el reloj parecía no avanzar. Pero a pesar de todo, fue uno de los días más emocionantes de su vida. Se les acercaron algunos vecinos curiosos y la chiquillería del pueblo. Su corazón latía de una manera especial, porque, lo que para los demás no era más que un fenómeno curioso, un divertimento; para ella se convirtió en una ceremonia íntima, casi espiritual, que no podía compartir con nadie, porque nadie iba a entenderlo, salvo, tal vez, Anne Vignon, y ella no estaba. Faltaban diez minutos para las once la mañana cuando la Luna empezó a moverse despacio, muy despacio, entrometiéndose pudorosamente entre la Tierra y el Sol hasta cubrirlo casi por completo. Aunque el eclipse no fue total, ni el cielo se oscureció, ni bajó la temperatura, María nunca fue tan feliz como durante aquellas dos horas y media de aquel miércoles de agosto. —Ojalá que Annette sí que haya podido verlo al completo, pensó. *** Cuando diez años más tarde Anne perdió a su marido, todos sus bienes materiales y empezó a percibir có mo su familia y su vida se desmoronaban; se dio cuenta de que no tenía suficientes cimientos en los que asentarse, que todo a su alrededor era huero e insignificante, se sintió vacía. Recordó su infancia, las tardes con su tata, los juegos, las risas y las meriendas, a escondida de su madre, de sopetas de vino con azúcar y pan con chocolate.

«Faltaban diez minutos para las once la mañana cuando la Luna empezó a moverse despacio, muy despacio, entrometiéndose pudorosamente entre la Tierra y el Sol hasta cubrirlo casi por completo.»

Aquella noche soñó con la foto en blanco y negro en la que se veía la ermita de San Benito en medio de un paraje inhóspito, casi como un paisaje lunar, bajo un cielo poblado de esponjosas nubes blancas con la Sierra de Alcubierre al fondo. No se la pudo quitar de la cabeza durante días, entonces lo tuvo claro. Vendió lo poco que le quedaba, se cortó el pelo y convenció a sus dos hijos de que tenían que irse a vivir muy lejos de allí. Metió sus maletas en un viejo citroen, lo único que pudo salvar del naufragio, y emprendió un largo camino de más de mil kilómetros en busca de la nueva vida. Anne solo sabía que Monegrillo no quedaba lejos de Zaragoza y lo único que conocía de esa ciuda d era lo que recordaba de sus años de secundaria, que estaba a orillas del río Ebro y que a las tropas de Napoleón les había costado conquistar la ciudad ocho largos meses, durante los cuales sus obstina dos habitantes prefirieron el hambre y las epidemias a claudicar. Un buen sitio para empezar de nuevo. Cuando vio la figura silueteada de un enorme toro negro dibujado en el horizonte, la misma que su tata le había enviado en una de sus postales, y divisó sobre los montes cercanos las cúpulas blancas de tres observatorios astronómicos, supo que estaba cerca de la meta, del final del viaje, cursum perficio. * Epilogo: —Tata, te presento a mis hijos, el mayor se llama Otto y la pequeña María, así como suena, en es pañol. —Annette, ma petite, mais vous faites ici? —Hemos venido para quedarnos, si nos dejas. —Es tu casa, ma petite.

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—Sabes, tata, el 12 de agosto de 2026 se podrá ver desde aquí un eclipse total de sol, he pensado que podíamos verlo juntas. —Bien sûr! —Pero me tendrás que regalar el manuscrito del profesor Struve. —¡Eso ni lo sueñes!, por lo menos mientras yo esté viva. —Tendré que esperar, entonces. —Pero ten paciencia, porque no me pienso morir, por ahora. —Ni falta que hace, me tienes que enseñar muchas cosas todavía, para empezar has de llevarme a conocer la ermita de San Benito. —Mañana, que ahora es tarde, además estos niños que tendrán merendar. —¿Sopetas con vino y azúcar? —No, que eso es merienda de pobres, ¡pernil del bueno! —Ya sabía yo que había venido al lugar perfecto. —Oye, nena, ¿y ya has pensado en lo que van a hacer los niños en este pueblo tan pequeño? —Para empezar aprender a hablar en español. —¿No les has enseñado a hablar en español, todavía? —He cometido muchos errores, tata. —Bueno, tiempo tendremos para arreglarlo todo. —Bien sûr! —Mañana lo primero que haremos será ir a la escuela para hablar con el maestro. © Pilar Aguarón Ezpeleta

Pilar Aguarón Ezpeleta. Desde los veintidós años se ha dedicado a pintar emociones a través de miradas y paisajes sin sombra y sin gente, una tarde de mayo de 2004 empezó a hacerlo también con las palabras, y aquello fue para ella un hallazgo gozoso y enriquecedor. Ha hecho más de sesenta exposiciones entre individuales y colectivas. Ha ilustrado libros y revistas. Ha publicado cinco libros de relatos; una novela, otros tres libros con el grupo 3d3 y ha participado en numerosas antologías de narrativa breve y poesía. Es cofundadora del colectivo 3d3 escritores. Promotora cultural. Directora de la publicación Cuadernos de Narrativa: Palabras contadas. Miembro de la Junta de Asociación Aragonesa de Escritores y responsable de los ciclos de narrativa y de eventos excepcionales de dicha asociación. Colabora habitualmente en la revista EXÁGRAMA y esporádicamente en otras. Ha publicado Relatos breves (2008); ¡Calla, tonta! (2009), relatos; Hueles a sándalo (2010), novela; La nunca contada historia de Juan Irineo y otros cuentos (2011); Marrón, relatos 3 (2012); Escucha, audio libro, 11 relatos leídos por Luis Trébol (2013) y La casa de los arquillos (2013). Ha participado en las antologías: Palabras y alrededores (2010); Miradas de Navidad nº 6 y nº 7 (2010 y 2011); La otra Navidad (2011); Eros (2012); Malas Navidades (2012); Cuentos desde la diversidad (2013); Escribiendo Esperanza (2013); El rocío Erótico (2013); El laberinto de la dicha y otros relatos (2014) y 35 noches para un sueño (2014). También ha publicado tres libros con el Colectivo 3d3: Tres de tres, relatos I (2010) I; Tintas Distintas (2011); y Cuentos de amor, desamor y otras reacciones químicas (2013). Página web: www.aguaron.net.

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Relato

MICRORRE LATOS por Déborah Puig-Pey Stiefel Esto le ocurrió hace tiempo. Ella se enzarzó en una discusión con un tipo de mucho genio. En un punto álgido del debate y en un tono que muchos percibieron como amenazador, él le gritó: ¿Es que quieres morir joven? Ella respondió : si. Por eso ahora ella se conserva tan bien. * La vida es una invitación numerada. La conciencia es una pantalla, la vigilia un proyector, el sueño, una película. El ego es el acomodador. Dios es la taquilla. * La cicatriz es el método Braille de la piel. * Me inquieta esa mujer gorda. Creo que soy yo en otra dimensión. * El deseo es acción coartada por un exceso de condiciones. * El problema no es el desconocimiento de la Historia, sino la sugestión de que se conoce el presente . © Déborah Puig-Pey Stiefel

Déborah Puig-Pey Stiefel es autora de relatos y novelista. En 2005 fue finalista del Max Aub con el relato ―Mordechai‖. En 2010 publicó la novela Donde hay nilad (Editorial Menoscuarto), donde dibuja las relaciones de una saga catalano-filipina: "Una topografía de la memoria, aunque sea una memoria prestada o escuchada, esas casas y paisajes que componen la errática historia familiar" (Isabel Núñez). Acaba de publicar el cuento infantil Nusus (TransBook).

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Relato

LA CANCIÓN ROTA por Rosa Silverio

Este día estás más triste que nunca, María. Te has pasado la mañana y toda la tarde con el estéreo sonando, escuchando esa canción que dices un tal Antonio Tarragó escribió para ti. Por supuesto que él no te conoce, pero has tejido esta mentira para sentirte importante por una vez en tu vida. Las horas transcurren lentamente, María, y ya es de noche. Te pasaste todo el día dibujando las paredes de la casa, imaginando que con cada trazo zigzagueante de la crayola, te despojabas de ti misma y te dejabas para siempre colgada, como una obra maestra. La misma canción se repite insistentemente en la voz herida de Mercedes Sosa y la letra te recuerda el dolor cotidiano que ha sido tu existencia. «Pisando apenas la arena ardiente, María va, calcina el monte un sol de fuego, María va», se escucha llorar al estéreo y tú, mi María, tirada en el piso pues las paredes no te alcanzan para hacer garabatos, te vas volando hacia aquellos días en los que caminabas por la plazoleta del pueblo, con tu vestido rebosado de flores. Ahí c onociste a Ernesto, del cual sólo te quedó la Yaya, y seguiste sola, María, rasgando con las uñas los días que se tendían ociosos en la recién adquirida gordura de tu cuerpo. «Quiso la siesta ponerle un niño a su soledad, de trigo y luna y de su mano, Marí a va» , decía la Sosa y te acordaste de la Yaya de noche llorando porque tenía hambre, Yaya de día con el pañal mojado, Yaya en las tardes tirando sus juguetes al suelo, Yaya en tu alegría y en tu abandono, ba beándote la cara con cada beso que floreció en tu mejilla. ¿Qué ha sido de ti, compañera? Siempre supe que eras frágil, pero nunca imaginé que al crecer la resistencia se te volvería espuma y que todos los golpes que te había deparado la vida enredarían tu madeja. La madeja... ¿te acuerdas de ella? Creo que no, la miseria que te inunda sólo te deja escuchar esa maldita canción y tanta agua hay en tus ojos que ya has perdido el norte y en tu desespera ción no sabes distinguir entre lo real y lo imaginario.

«Ya estás jodida, amiga. Te jodió la angustia que te alejó de la familia, que te volvía egoísta y te hacía interpretar ese papel de víctima que siempre has querido asumir.»

Así es, hermana, ahí esta la Mercedita, cantando esa tonada triste y mientras tanto tú te la pasas ensuciando el piso con las crayolas de la Yaya, halándote los cabellos, golpeándote la frente, mientras te preguntas qué coño es la vida y porqué tuviste que nacer si tú no lo pediste, si cada vez que sales a la calle te arrugan las ilusiones, te machacan la inocencia y todo, absolutamente todo lo que te rodea, hasta tú misma, pierdes el sentido de ser y de estar aquí, dentro de este pueblo que ahora te huele a podrido. «A flores del monte, María, olía tu pueblo, un tren perezoso, resuello y resuello...» Ya estás jodida, amiga. Te jodió la angustia que te alejó de la familia, que te volvía egoísta y te hacía interpretar ese papel de víctima que siempre has querido asumir. El pueblo, María, la gente te ha quedado chica, porque ya nadie te entiende y hasta tus amigos creen que eres una histérica, y sientes que no eres nadie, que la pobre Yaya no te va a agradecer el querer ser una mártir soportando tus confusiones, sólo porque a ella hay que alimentarla, darle educación y enseñarle a ser una mujer; pero qué va a aprender la Yaya de ti si tú no eres más que un amasijo de dudas, una ventolera que no sabe a donde dirigirse. Ay, María, ya es tarde y las losas del piso no aguantan más rayazos. No has comido en todo el día y hace dos horas que dormiste a tu hija con un biberón de leche tibia. Las fuerzas apenas te alcanzan para levantarte como un estropajo y dirigirte directamente al baño, donde abres el grifo y dejas el agua correr hasta que la bañera se rebosa. Estás cansada, sientes que ya es hora de irte y te das

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cuenta de que el estéreo sigue sonando tu canción favorita. «A calle regada, María, olía tu pueblo, a pura inocencia de niño pueblero, a calle regada, a flores del monte, María, olía tu pueblo », y la voz de la cantante te parece un lamento hondo, mezcla de soledad y de nostalgia. Te me has puesto mal de nuevo, María, y esta vez la cosa va en serio. Ahora me doy cuenta de que estás enferma y en tu delirio no sabes que las enfermedades del alma se curan, por lo que te niegas la oportunidad de sanar, y no piensas que la Yaya no está enferma y que su vida apenas empieza, mientras que la tuya se ha convertido en uno de los garabatos que has dibujado en la casa. Así que caminas con el cuerpo derrotado, vas a la habitación, sacas a Yaya de su cuna, te la llevas al baño y diciéndole al oído, muy bajito, para que no se despierte: «Yaya, Yayita, hija mía», la sumerges en la bañera, la dejas ahí dentro hasta que la boquita se abre y le vacías la vida, mientras se llena de agua el cuerpo de una Yaya sin posibilidades y asfixias eso que un día se encendió en tu vientre y que hoy apagas sólo porque el mundo a ti te huele a podrido. Luego te diriges a la sala, tomas la cajetilla que está encima de la mesa, enciendes de un sorbo el último cigarrillo, te tiras en el piso y sigues dibujando garabatos, mientras escuchas la canción que suena desde la mañana y que ya te sabes de memoria. © Rosa Silverio

Rosa Silverio. Nació en Santiago de los Caballeros, República Dominicana. Actualmente vive en Madrid, España. Es periodista, escritora y gestora cultural. Ha trabajado como redactora y editora del periódico Listín Diario y como directora editorial del periódico Noticias en Casa de Casa de Campo. Ha publicado los poemarios De vuelta a casa (2002), Desnuda (2005), Rosa íntima (2007), Selección Poética (2010), Arma Letal (2012), la plaquette bilingüe Rotura del tiempo / Broken time (Carmina in minina re, 2012) y Matar al padre (2014). Además publicó su libro de relatos A los delincuentes hay que matarlos (Punto de Lectura, 2012). Sus cuentos y poemas aparecen en diversas antologías y han sido publicados por revistas y suplementos culturales de diversos países. Su obra ha sido traducida al inglés, francés, italiano, portugués y catalán. Ha recibido varios premios importantes, entre ellos el de Vencedora Absoluta del Premio Nosside de Poesía de Italia en 2005 y el Premio Nacional de Poesía de República Dominicana en 2011.

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Relato

ALGUN A VEZ LAS HORAS N OS PE RTENECIE RON por Iván Teruel Y de repente el tacto de su mano con mi mano se volvió aire. Yo iba distraído mirando el desfile de rostros y gestos, atento, sin embargo, a las palabras aisladas que emergían del murmullo estéreo, buscando estímulos o asideros para mis historias, mientras él me decía, a sus cuatro años, como solía hacer a menudo en aquella época, que no quería crecer, que no quería hacerse mayor como yo, que no quería tener una cara como la mía, con barba, que quería ser siempre así, a sí de pequeño. En un primer momento ni siquiera miré hacia abajo. Mi mano tanteó el espacio buscando de nuevo la suya. Pero no encontró nada. Entonces sí que bajé la vista y, al no verlo allí, sentí una sacudida vio lenta en el estómago, como si alguien me lo hubiera succionado desde la garganta. Giré sobre mí mismo, llevando la vista, cada vez más ansiosa, hacia todas partes, pero me faltaban ojos y me sobraban lugares donde mirar. Empecé a desplazarme entre el gentío, con movimientos atropellados, y mi desesperación creciente se concretó en dos acciones casi simultáneas: primero agarré con fuerza del brazo a un hombre que se interpuso en mi búsqueda y lo aparté con brusque dad; acto seguido, grité el nombre de mi hijo una vez, y después otra, y otra, y a cada grito mi voz parecía desgajarse, dejando en el aire pedazos de un miedo sin contornos. Algunas personas se acercaron para preguntarme qué me ocurría. Les dije, con la voz entrecortada, que acababa de perder a mi hijo de cuatro años mientras paseábamos cogidos de la mano. Me preguntaron cómo era físicamente, qué ropa llevaba. Creo que les di una descripción confusa. Entre tanto, la gente me intentaba calmar con palmadas en el hombro y expresiones de ánimo. También escuché a una mujer que sugirió ir a buscar a uno de los guardias de seguridad del centro. Otras personas empezaron a moverse y a gritar también el nombre de mi hijo. Quise unirme a ellos, pero un hombre me dijo que sería preferible esperar la llegada del guardia. Justo en ese momento lo vi avanzar por uno de los pasillos, con una parsimonia exasperante. Corrí hacia él, increpándolo, reprochándole su indiferencia. Me recibió con una expresión inquietante de hastío. Incluso bajó la mirada, se pasó la lengua por los labios y resopló. Sacó de uno de sus bolsillos una libreta pequeña y un bolígrafo y fue anotando la información que yo le di. A continuación, cogió su walkie-talkie y habló con alguien a quien leyó las anotaciones que había tomado en su libreta. Le dije que habría que llamar ta mbién a la policía. Asintió con la cabeza, con el mismo gesto de cansancio con el que llevaba a cabo cada una de sus acciones.

«Algunas personas se acercaron para preguntarme qué me ocurría. Les dije, con la voz entrecortada, que acababa de perder a mi hijo de cuatro años mientras paseábamos cogidos de la mano.»

Entonces perdí los nervios. Lo agarré de la nuca, pegué mi frente a la suya y le dije, gritando, que si mi hijo no aparecía lo iba a matar allí mismo. Recuerdo que varias manos me cogieron de los brazos y de los hombros intentando contenerme, y que el guardia, a pesar de todo, a pesar, incluso, de los varios salivazos que mis gritos le habían dejado en el rostro, permaneció inmuta ble. De pronto, sin apenas darme cuenta, con un par de movimientos vertiginosos, el guardia me redujo y me tiró al suelo. Tumbado boca abajo, sintiendo la presión de su cuerpo sobre mi espalda, noté que se acer caba a mi oído. Pronunció mi nombre con sequedad y me dijo que no lo jodiera. Empecé a berrear de impotencia, insultándolo de nuevo, amenazándolo, diciéndole que no sabía con quién se las es taba teniendo. Finalmente me derrumbé. Sentí como si mi cuerpo se hubiera convertido en el pellejo arrugado de un odre vacío y comencé a sollozar. De fondo, escuché las voces de algunas personas que recrimi naban al guardia su actitud. Otra voz, surgida del walkie-talkie, se superpuso por un instante a mis sollozos y a los reproches. En medio de un cúmulo de pala bras como salidas de una tormenta de

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arena, me pareció oír la palabra «policía». Y después sobrevino un silencio irreal. Sólo entonces el guardia comenzó a aflojar su presión sobre mi espalda. Me agarró por las axilas y me ayudó a le vantarme. A continuación, me condujo, cogido del brazo, hacia una de las entradas del centro comercial. En el recorrido por los diferentes pasillos, el guardia volvió a llamarme por mi nombre y me preguntó, en un tono mucho menos hostil, si ya estaba más tranquilo. Sólo entonc es reparé en que yo no recordaba haberle dicho cómo me llamaba. A unos veinte metros de la entrada, pude distinguir a mi mujer, acompañada por una pareja de poli cías y otro hombre de rostro grave. Cuando la vi, aceleré el paso, pero al instante frené mi primer impulso porque me di cuenta de que no iba a ser capaz de enfrentar sus ojos y decirle que nuestro hijo se había perdido, que yo lo había perdido. Durante aquellos pocos metros, tuve la sensación de ir bordeando un abismo. De nuevo se me aflojaron los músculos y de nuevo empecé a llorar, pero esta vez de otra forma, sin lágrimas y en silencio, sólo sacudiendo los hombros. El guardia puso su mano sobre mi nuca y me dijo algunas palabras cariñosas. Llegué a donde estaban mi mujer, los policías y el otr o hombre, cuyo rostro, visto de cerca, me resultó asombrosamente familiar, si bien mi memoria no consiguió ubicarlo. Por un momento tuve la esperanza de que mi mujer, informada de la situación por la policía, viniera hacia mí para abrazarme y que en ese abrazo encontráramos ambos algún átomo de consuelo. Pero mi mujer permaneció en el mismo lugar. Bajé la vista y empecé a llorar como sólo recordaba haber llorado de pequeño, mezclando babas, palabras inconexas y mocos. Alcé levemente los ojos y vi que ento nces mi mujer se aproximaba. En su rostro, sin embargo, no percibí el desconsuelo o la desesperación que se podía esperar en aquellas circunstancias, sino una compasión y un cansancio que parecían muy antiguos. Me abrazó con cierta blandura y me pidió que me tranquilizara. El hombre de rostro grave también se acercó, posó su mano en mi hombro y me dijo, después de pronunciar mi nombre, que lo peor ya había pasado. © Iván Teruel

Iván Teruel (Gerona, 1980) es licenciado en Filología Hispánica y actualmente trabaja como profesor de enseñanza secundaria en un instituto público. Ha alternado la investigación filológica, como la edición crítica de la Historia oriental de las peregrinaciones de Mendes Pinto o la publicación del ensayo El Perú escindido (Ediciones Irreverentes, 2012), con la escritura creativa. Sus relatos han aparecido en diversas antologías del género: Mar de pirañas (Menoscuarto, 2012), De antología (Talentura, 2013) o La carne despierta (Gens Ediciones, 2013). El oscuro relieve del tiempo (Edicions Cal·lígraf, 2015) es su primer libro de narrativa breve.

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CU ALQU IE R COSA VIV A por Almudena Sánchez 1. Parece ser que Marvin se estremece ante la luz solar. Lo primero que se ilumina de él son sus grandes ojos negros. ¿Será que el esqueleto Marvin funciona en horas extraescolares como esos robots automáticos de la limpieza que se accionan a la hora programada y se desprograman mucho después? El esqueleto Marvin, que debe de tener más de cincuenta años, que debe de haber visto más de mil lluvias diferentes. Las veces que he bailado con él, arrastrándolo a lo largo del pasillo de la planta cuarta. Las veces que lo he metido en los baños de los profesores, en el interior de la capilla ardiente, o al final de aquel sótano, frío, húmedo, donde agoniza, todos los días, una máquina de re frescos descongelada. O aquella tarde de jueves en que se nos cayó al idiota de Luk y a mí por la ventana. Marvin, cuatro pisos abajo. Hubo que reconstruirlo, hueso por hueso, encajarle en el centro de su cara una amable sonrisa, atornillar cada falange de sus dedos, equilibrar su desastrosa mandíbula, fijar con pegamento cada una de sus treinta y tres vértebras y pintarlo de nuevo, blanco muy luminoso, para que no se sintiera tan débil y derrotado; un esqueleto prácticamente roto por todas las partes de su cuerpo. La vez que hubo que enderezarlo, ponerlo en pie, mirando al frente.

2. Hace ya mucho tiempo. Marvin fue un tipo corriente, un guardia de seguridad que murió a causa de una comp licación del hígado, y al que utilizaron luego como esqueleto para dar clase de biología. Un guardia de seguridad que vigilaba la nada, todas las noches, en un garaje a las afueras de un pueblo: veintinueve habitantes y trece perros guardianes. En ocasiones, confundía los sonidos de la noche con turistas extranjeros y se despertaba como del sueño eterno de su infancia, con un bolígrafo resbalándole entre los dedos. —¿Petra, estás ahí? Abría con cierta dificultad sus ojos, gradualmente, como cegado por una luz violeta que ya no existe. —¿Petra? Y volvía a cerrarlos luego, todavía cegado por esa luz violeta que ya no existe. Algunos cuentan que Petra se perdió dentro de aquel laberinto de alcantarilla. Nocturno, subterrá neo. Petra se desvaneció un día. Era medianoche cerrada y ya no se supo más de ella. A partir de entonces, Marvin jamás se separó de las cámaras de seguridad. Estaba siempre observando si se movía algo dentro de las pequeñas televisiones, todas de igual tamaño. Se pasó la vida rebobinando cintas de vídeo, de aquí para allá, de un lado para el otro, con un mando a distancia. Un zapato color granate, una falda tableada. ¿Petra? ¿Era, acaso, su hija? ¿Su mujer? Hasta que Marvin se murió debido a una complicación en el hígado. Lo último que se sabe de esta historia es que Marvin la recordaba así; balanceando, con un leve tintineo, un bolso difícil de clasificar, de un color apagado, vacío, entre el azul y el negro.

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3. Desde que me quedé encerrada en el aula de biología junto al esqueleto Marvin , no dejo de imaginarlo fuera de la explicación de los huesos de la señorita Norma. Fuera del horario escolar. Muy lejos de aquí. Viviendo como esqueleto, con sus chasquidos óseos entre el desayuno y la cena. Su fragilidad, aun después de la muerte, el te mor insoportable a caerse de espaldas, que no desaparece nunca y lo agita durante las madrugadas como un viento helado. Esqueleto Marvin, una advertencia: «Nunca te compares a una mujer desnuda.» Lo contemplo ahora, sirviendo bebidas en la fiesta de graduación. El camarero fúnebre que, con los brazos repletos de joyas, atiende a los comensales y, con mucha elegancia, sirve brandies mientras va cumpliendo muertes y más muertes en una clase de biología, oscura, solitaria, de un colegio de extrarradio. En las clases no miraba a nadie en particular, con tanta juventud corriendo y revolo teándole los huesos. Ni siquiera al idiota de Luk, deslizándose por el pasillo, siempre en patinete, dejando una estela flotante de adrenalina y feromonas a su paso. El idiota de Luk, como un bólido espacial. No, ni siquiera miraba eso. Pero hoy me mira a mí, directamente, y su mirada es fuerte, felina, de esqueleto que desea, cuanto antes, una piel nueva, para recordar cómo era eso de acariciar, por las noches, una mejilla sin ninguna arruga. Para recordar cómo se le erizaba el vello cuando entraba una mujer rubia en el garaje.

4. Todavía estoy soñando. Puedo oír de fondo un grupo de grúas comiéndose una montaña incendiada. Dos nubes que se solapan. La hierba que vibra y luego languidece. Y más cerca de mí, la voz de la profesora Norma, clasificando por tipos: 1. Moléculas unicelulares. 2. Moléculas pluricelulares. Ella continúa con la lección. Nadie se ha dado cuenta de que falta el esqueleto Marvin, firme, con sus cuatro ruedas en cada pie, en lo alto de la tarima. Nadie se ha dado cuenta de que está en mi sueño, metido, como la muerte se mete en las casas, en los dormitorios, en el borde de las aceras donde se agolpan enormes puñados de ramos de flores, unos encima de otros, formando un ecosistema de otoños secos, sauces distraídos, hileras de arbustos y monótonas grietas. Esqueleto Marvin: «Tienes las rodillas triangulares.» Justo ahora me acuerdo de esas flores amarillas que, con inexplicable rapidez, se marchitaron alre dedor de una señal de tráfico. Por favor, gire obligatoriamente a la derecha. Por favor, haga lo que indica la señal. De las flores amarillas ya no queda ni rastro. De los muertos, tampoco. Tan sólo un esqueleto. Quiero despertarme. Volver a las moléculas unicelulares. A mis compañeros, todo. ¿Nadie echó en falta mi perfume? ¿Tampoco mis bostezos entre frase y frase? ¿Ya no estaba allí con ellos? ¿No ocupaba, como cada tarde, mi espacio físico habitual? Quizá la muerte sea esto. Un esqueleto que me sueña muy profundo a altas horas de la noche. Quizá la muerte sea un pupitre garabateado de estudiante de 4º B. ¿Todavía debe de ser viernes? ¿He tras pasado la franja horaria en la que nadie recuerda ya nada de las clases y comienza el fin de semana?

5. Señales de que algo está vivo:

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1. Se mueve. 2. Parpadea. 3. Tiene una sombra a su alrededor. 4. Traga saliva, tiembla, respira. 5. Sufre un leve picor de espalda. Siempre me había dado la sensación de que el esqueleto Marvin estaba incómodo, en su pose tan perpendicular. La cabeza encorvada, mirando directamente al suelo, los brazos rectilíneos, las vérte bras ondulantes, a todas horas bostezando. Una figura inservible, un trozo de plástico colgado de una triste percha gris. Me acerco, en silencio. Está demasiado pálido el esqueleto de enseñanza secundaria. Reflejos de luna le maquillan con suavidad el cráneo, ninguna cicatriz a la vista. Imagino que sería un buen lugar donde construir un nido de gorriones o quizá podría resultar algo indecoroso para Maximilia n, el jefe de estudios. Esqueleto de escuela. Cráneo vacío de tiempo. Posiblemente funcionara mejor como muñeco espantapájaros, en campos elíseos, frutales. Quién tuviera habilidad para espantar a los buitres sin tan siquiera un pestañeo. Me acerco más. Tiene una mancha muy cerca del esternón. Barro, sangre, mercromina. Me quedo mirándola. Es una mancha atípica de mantel de cuadros, en un esqueleto sucio, polvoriento, como el de Marvin. Una hormiga zigzaguea entre sus costillas. Busca algo entre el desier to óseo, desnudo del esqueleto Marvin. Una miga de pan, la arena dorada de los insectos. Insectos en el cuerpo, dentro del cuerpo, aleteando muy fuerte y una telaraña que va desde el húmero hasta la rótula, desde la rótula hasta los talones, desde los talones hasta la pared del aula y allí acaba, majestuosa y redonda, formando algo así como una tumba de espiral. Entre la tela de la araña, una mariposa que agoniza. Ni rastro de la araña. Pero volviendo al cuerpo del esqueleto Marvin: 1. Dos garrapatas. 2. Una reacción alérgica al polen. —¿Petra? Alguien ha abierto la puerta. Una ráfaga de viento rebota contra los cristales de las ventanas del aula y las hace temblar por un segundo. El pasillo ilumina la habitación. Vienen a buscarme; Maximilian, la profesora Norma, incluso el idiota de Luk. —¿Qué haces aquí? Estaba a punto de besar en la frente al esqueleto Marvin. De coger entre mis brazos toda esa cantidad de huesos juntos, que se encogen por la noche, que destiñen durante el día, que se pudren poco a poco, disimulándose, siempre, con reformas y más reformas, con pinceladas de pintura blanca, lar gos baños de barniz al agua, con Aguaplast. La descalcificación de un hueso en un lugar que no le pertenece. El castañeo acelerado de una dentadura postiza. La muerte inamovible y blanca que desespera en un colegio de extrarradio. Pero eso no se lo puedo decir, ni a Maximilian, ni a la profesora Norma, ni siquiera al idiota de Luk. —No estaba haciendo nada. De fondo, las grúas han destruido por completo las montañas incendiadas. El paisaje es otro. Está a punto de atardecer. Vuelan restos de cenizas volcánicas. Pasa un avión que alborota las formas de las nubes. Hay cierto malestar, inexplicable, en el cielo. Desde hace algunas horas, graznan muy fuerte las cornejas. Salimos los tres del aula de biología, la profesora Norma, Maximilian y yo. El esqueleto Marvin se queda allí solo, anclado. Todavía no hemos cruzado la puerta, cuando me giro, echo la vista hacia atrás y de casualidad consigo verlo; un esqueleto que comienza a estremecerse,

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muy lentamente, por la luz solar. —¿Petra? © Almudena Sánchez

Almudena Sánchez (Mallorca, 1985) es periodista y escritora. Ha sido ganadora del I Premio de Cuentos Tres Rosas Amarillas. Desde hace varios años colabora como editora en Gens Ediciones y escribe crítica literaria para la web de Ámbito Cultural. Su relato "Cualquier cosa viva" fue seleccionado y publicado en la antología de nueva narrativa española "Bajo 30" (Editorial Salto de Página). En la actualidad está trabajando en un libro de cuentos.

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Relato

POSIBILI DADE S DE MÉN AGE À TROIS Y MI VE CIN O por Carles M. Masip Tenía una noche particularmente estúpida. Tecleaba gilipolleces en el ordenador, riéndome del personal. Un colega rememoraba a menudo las batallitas vividas con una chavala —muy chavala — ninfómana que se cepillaba de vez en cuando. Aseguraba que no le gustaba, pero con algunas fotos que me había mostrado tenía suficiente para disentir. Mientras seguía tocando las pelotas al personal, le recordé por enésima vez que yo también quería probar aquel coñito joven y me respondió por enésima vez también que sí, que le propondría de hacer un trío o ménage à trois, que queda más intelectual e interesante, para que fué ramos conociéndonos. El problema era que estaba esquiando. Siempre estaba esquiando. Tenía la puta sensación que estaba en la nieve desde hacía un mes, pero mi colega aseguraba que sólo eran tres los días que habían pasado. Y joder, cuando ya pensaba en olvidarme nuevamente de la cuestión hasta que, por algún capricho, alguna mirada, cualquier resorte de sexualidad la idea rebrotara en mi cabeza, el teléfono empezó a molestar. Lo miro. Hay una captura de pantalla deliciosa, mucho más que sugerente. —¿Tú, quieres hacer un trío? —Estaría bien, sí. Algo así decía aquello. Tal vez dijera exactamente eso. A vuestra imaginación. Pero la cosa siguió y siguió, como un dulce empalado, coloreado, en espiral, subiendo y subiendo esperando unos féminos labios que lo c huparan y chuparan y chuparan hasta convertirse en absoluto por una lascivia despreocupada, no pretendida. —Tengo un amigo interesado. —Hostia, ¿con dos tíos? ¿Pero qué clase de ninfómana se sorprende por ello? Tal vez la prensa la había magnificado. La prensa siempre magnifica, distor siona, miente y mata. ¿Había mencionado que era muy chavala, verdad? —Por favor…

«Mi vecino es otro cantar. Un tipo con bigote. Un español arquetípico: bonachón, madridista, cartero y con insomnio. Siempre me ha caído bien.»

—¿Quieres polla doble, verdad? Mi sonrisa empezaba a afilarse. Mi imaginación a rodar películas de rubias y mandingos. Ahora era el puto timbre de la puerta el que sonaba. ¿Quién cojones sería y qué mierdas querría a aquellas horas? Nada bueno podía ser. O sí. Mi vecina, una mujer enana, seria, arpía, arisca y que hacía años que no me dirigía la palabra, ya explicaré el porqué, preguntaba si había alguna reunión de comunidad. ¿Qué puta reunión de comunidad quieres que haya a las doce de la noche, bruja? Era una maldita coartada. Su marido había desaparecido. No cartera. No móvil. No nada. A las diez había cogido el porte sin decir ni mu. Mi vecino es otro cantar. Un tipo con bigote. Un español arquetípico: bonachón, madridista, cartero y con insomnio. Siempre me ha caído bien. Tal vez sea el único tipo de todo el barrio que me parece cojonudo. —Estaría muy bien. Algo así seguían diciendo los mensajes. Posiblemente dijeran exactamente aquello. Pero no, no podía seguir rebozándome en el légamo de una orgía diferida de sudor, azotes y semen porque mi vecino, el que seguía hablándome incluso después de que unos amigos míos saltaran una noche por el balcón, invadieran su salón pistola en mano mientras toda la familia, feliz familia —marido, mujer y

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dos preciosas y rosas rosísimas hijas— veía la televisión acurrucada en el sofá, saludaran, cruzaran y salieran como si nada por su puerta, había desaparecido. Esas cosas no pasaban en las familias normales y había que tomar cartas en el asunto. Así que me subí una bragueta que nunca llegué a bajarme, agarré a un perro que suficiente paseo había tenido ese día y me encaminé a la búsqueda de mi vecino, mi vecino el desaparecido. —Qué bien nos lo pasaremos, amiga. Y lo sabes. —Lo sé. Lo sé. Seguían diciendo las capturas que iba videando en la pantalla. Tal vez dijeran aquello exactamente. Tal vez no. Puede que apareciera algún nombre y mencionarlo o suplantarlo constituiría igualmente un rulético ejercicio azaroso para las mentes amigas, para los cerebros púdicos. Pero no. Yo no podía tocarme el rabo pensando en toda aquella historia. Tampoco lo habría hecho, no es mi estilo, pero sea lo que fuere debía buscar al vecino. Me caía bien, ¿lo he dicho? Pateaba las calles con la certeza del explorador conocedor de la infructuosidad de su expedición, mientras el teléfono vibraba en el descanso de mi bolsillo. Vibraba y vibraba como un percutor. Cuanto más sabía de mi incapacidad por mirarlo, más timbraba el muy jodido. Saltaba, bailaba, creo que hasta echó alas y se puso una polla de plástico por sombrero para sobrevolarme y desquiciarme todavía más los nervios ineficaces de mi freudianidad. Terminaron las capturas y empezó el juego. Un grupo de conversación llamado SEXO emprendió su incierta vida. —Si le queréis cambiar el nombre… No me gusta andarme con rodeos. —No, tranquilos. «Pateaba las calles con la certeza del explorador conocedor de la infructuosidad de su expedición, mientras el teléfono vibraba en el descanso de mi bolsillo. Vibraba y vibraba como un percutor.»

¿Tranquilos? P lural. Cómo cojones iba a estar tranquilo yo, que ni siquiera me había manifestado todavía. La fiesta empezaba y yo asunte. Y os aseguro que me gustan las fiestas. Soy el primero en llegar y el último en desfilar, si es que lo hago. Mi perro decidió mear en un árbol, pero lo hizo al estilo de las perras. Desde que mi ex le cortó los huevos sin avisar se comporta de manera extraña. —Mi vecino ha desaparecido y estoy buscándolo por las calles.

Algo así fue mi patética respuesta. Coños húmedos. Pollas borbotantes. Tetitas de melocotón. Espinazos doblados por el fragor de la bestialidad. Y yo, como un auténtico gilipollas, no tengo nada mejor que aportar que esta subnormalidad. Pero es que insistía e insistía. El muy cabrito de mi colega insistía en que dijera algo. En ocasiones es un poco impaciente. Así que lo dije. —Y una pregunta… ¿Cómo vais a follarme? O creyó que era tan gilipollas que no merecía respuesta o creyó que aquello le importaba un comino y quería su dosis de fantasía pollil o creyó ambas cosas y muchas más, pero el caso es que quería, quería dejar volar su mente acuosa, lechosa, por los mares de las empotradas contra el cabezal, los tirones de pelo sediento, los desgarros de carne placentera. Sueños desde una absurda habitación adolescente. Y a mi perro le daba por mear de nuevo. En mi situación, la conversación a tres no podía dar más de sí, tampoco unas putas calles en las que no encontraría una mierda. Volví a casa. En el portal conversé con la mujer, la arpía, la arisca, la enana, la bruja, y con su hija la menor, un pequeño prototipo de emulación materna, que c on ojos vidriosos me comentaban, por rutina de situación tipo, el estado de la cuestión. Unos pocos minutos. ¿Cómo seguiría el cibersexo? ¿Esto es cibersexo? ¿Qué coño es el cibersexo? Rostro arrugado, mirada profunda, de situación. En este mundo nuestro, el occidental, hay dos estados naturales: el nuestro y el de situación. Al personal parece que le gusta tanto llevar disfraz que al final acaba creyéndose el personaje. Dan pena. Dan ganas de cagar.

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—Me meteré vuestras dos pollas en la boca. Las dos a la vez. Algo así imaginaba esperándome en la pantalla. O tal vez no. El caso es que estaba en el ascensor y escuchaba voces. Salí del ascensor y seguí escuchando voces. Metí la llave en la puerta y allí persistían las voces. Espera un momento. Y allí estaba su voz, como la de un podrido fantasma que ya mentalmente habías ido asumiendo, resonando por la escalera. Y la mujer, la arpía, la enana y todas esas cosas y su hija, las muy sufrientes, en el portal, mientras el marido, en pijama, estaba de cachondeo con una vecina de la planta inferior. —¡La madre que te parió! ¡Tienes a tu mujer y a tu hija en el portal desesperadas! Hasta yo he tenido que ir a buscarte por el barrio… Entré en casa. Resultó ser que el vecino tenía afición no sólo de hablar con todo bicho viviente, sino también de hacerlo en hogar ajeno. Empecé a escuchar los gritos histéricos, enfurecidos, por la escalera. Abrí por fin el puto móvil. —Bueno, estábamos hablando de… ¿follar? No obtuve respuesta. Mi amigo dice que se quedó dormida. A la muy jodida no le quitan el sueño ni sus dos primeras pollas en comunión. © Carles M. Masip

Carles M. Masip (Barcelona, 1987). Ha sido editor de Edicions Pravda, sello editorial centrado en la recuperación de obras marxistas. Ha publicado diversidad de artículos sobre política y colaborado en diferentes medios físicos y digitales. Empezó a escribir ficción hace poco más de un año y ha publicado varios relatos en diferentes volúmenes de antologías. Ha sido cocinero y actualmente es estudiante de Historia.

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Relato

PARA LOS OJOS QUE QUIE RAN VE RLO por Anabel Consejo «Recuerda, la próxima vez que la veas, y observa cómo mira Messala a su amigo de la infancia, verás que allí hubo algo más que una amistad.» De una manera inconsciente —en una comida de Navidad, con el acompañamiento de fondo de la película Ben-Hur en el televisor, muchos años después de aquella conversación —, Alejandro recordó lo que Irene le dijo y se percató del sentimiento de amor varonil que tanto ocultó William Wyler a Charlton Heston, pero que gracias al buen hacer de Stephen Boyd quedaba patente para los ojos de quienes quisieran verlo. De repente, Alejandro no sólo rememoró el instante, sino el olor de Irene, sus blancas manos y su armoniosa voz. Hay momentos en la vida en los que se ha de elegir entre el deber y el placer, entre lo que tienes que hacer y lo que deseas. Él eligió el camino del deber. En alguna ocasión oyó decir al psicólogo Jorge Bucay que uno no se puede arrepentir de las decisiones tomadas en el pasado, pues cada cual las escogió convencido de que era lo más acertado según las circunstancias. Así pues, él no podía lamentar haber tomado ese camino, en aquel tiempo, parecía lo mejor para todos. Apartó estas ideas de su mente, de nada servía ni siquiera recordar. Levantó su copa y acompañó el brindis que su patético cuñado había pronunciado. Miró a su alrededor. Ojos que quisieran verlo se darían cuenta de su mortal aburrimiento, de su rendida resignación a repetir la farsa de la familia unida, únicamente en momentos de celebración, durante todos los años que le quedaran de matrimonio. No sabía cuántos, pero le empezaban a pesar. Su mujer, Eva, le dirigió una mirada iracunda, pues la desidia de su mar ido también se vislumbró en una mueca burlona que imitaba, hay que decir que con cierta gracia, el gesto ampuloso del anfitrión.

«De regreso a casa, ni siquiera una reconfortante ducha arrastró su malestar por el desagüe. Fue peor: Alejandro volvió a encontrarse con el color de su cabello, el tacto de su piel, el calor de su pubis …»

De regreso a casa, ni siquiera una reconfortante ducha arrastró su malestar por el desagüe. Fue peor: Alejandro volvió a encontrarse con el color de su cabello, el tacto de su piel, el calor de su pubis… ¿A qué venían ahora esas reminiscencias? Hacía mucho tiempo que ni siquiera se acordaba de Irene. Había olvidado hasta la fecha de su cumpleaños y eso que, durante diez años, lo celebró en secreto cada mes de febrero. «Ha sido esa película, me ha devuelto su presencia», pensó. Esta conclusión le permitió dormir, pero no le impidió soñar con ella, retroceder en el tiempo, en el espacio y despertar en París, haciendo cola para visitar la Sainte-Chapelle. Escucha una dulce voz en castellano: «Desde la primera vez que vi en los libros de texto las fotos de las vidrieras de la Sainte-Chapelle, he deseado venir a verlas. » Alejandro no puede reprimir el impulso de girarse y mirar a las chicas. Una de ellas es un poco más alta que él y mucho más joven; cabello moreno que le cubre los hombros y ojos negros como un abismo; zapatillas de deporte gas tadas y roídos pantalones vaqueros marcando unas nalgas juguetonas. Se prenda de ella y no puede menos que meterse en la conversación. «Deduzco que no habéis estado nunca, ¿no?» Sorprendidas por la familia ridad del idioma le contestan con naturalidad. «¿Tanto se nos nota? », dice Irene. «Os puedo servir de guía, si queréis » y como si fueran vecinos que no se tratan pero que, en un encuentro fortuito en el extranjero se saludan como si fuesen amigos íntimos, Irene y su amiga le contestan que sí. A la mañana siguiente, la boca de Alejandro supo a Irene. Una desazón le incomodaba, empezaba a molestarle su incisivo recuerdo. Se levantó convencido de que no duraría, iba a ser un largo día de trabajo en la embajada y no iba a poder pensar ni un segundo en nada que no fuera traducir al fran-

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cés. Eso le aliviaría, seguro. El día transcurrió entre interminables conferencias; el pésimo acento del francés de Irene; bocadillos y café fríos; el cálido vientre de Irene; cigarrillos en la azotea de la embajada y champán en el pequeño bistró des Champs Élysées. Llegó a casa exhausto, no quiso cenar, sólo de seaba volver al restaurante al lado de l’Opéra para tomar foie -gras con los ojos de Irene como único horizonte. «Pero, ¿es que no me quieres?», le inquiere mientras apoya su bella cara entre las manos. «Pues claro que te quiero, lo sabes de sobra, no me lo preguntes más. He tomado una decisión y es lo mejor», le contesta Alejandro mirando hacia la mesa de al lado para que ella no vea sus ojos llorosos. Ésta es la decisión más dura que Alejandro ha tenido que tomar en toda su vida. Dentro de una década él ya será un viejo para ella y ella seguiría siendo una joven estupenda. ¿Acaso continuaría a su lado aguantando sus manías seniles? Y su hijo, ¿qué pensaría de él cuando fuera mayor, cuando supiera que dejó a su madre, una mujer fantástica, por una estudiante becada que encontró en París durante un destino de seis meses? Y, sobre todo, ¿cómo podría volver a mirar a Eva, cómo podría mantener esa mirada sin sentir que se le caía el alma de vergüenza? Los sueños son maravillosos, pero hay que despertar, hay que volver a Madrid. Siempre pensó que se le pasaría pronto, le reconfortaba creer que sería la aventurilla que alegraría sus ratos de poca autoestima, su aburrida edad madura; que sería su propio y secreto cuarto oscuro donde esconderse y evocar otros tiempos, otros lugares, otros sabores, otros besos y otros ojos. Pero Irene caló en su corazón de una forma sutil y penetrante: dos años después, aún la rememoraba todos los días; cuatro años después, oír su nombre le producía un pinchazo en el corazón; diez años después, guardaba en su memoria su cumpleaños; sólo doce años después, París se le antojó un decorado de película con una banda sonora dulce, casi empalagosa. Por eso no entendió el porqué de la persistencia de esa evocación, cuando ya por fin estaba todo apaciguado y recogido en un baúl con bolitas de alcanfor para que no se lo comieran las polillas. El resto de la semana, la fuerza de la imagen de Irene se suavizó y pasó a convertirse en curiosidad, le asaltaron cuestiones sobre cómo podía haber sucedido su vida. Se la imaginaba al lado de dos niñas con sendas trenzas largas jugando en un parque y, detrás muy cerca, sentado en un banco, un atractivo hombre que las vigilaba. «Ésta es la decisión más dura que Alejandro ha tenido que tomar en toda su vida. Dentro de una década él ya será un viejo para ella y ella seguiría siendo una joven estupenda.»

Durante los días que le duró el ensimismamiento a Alejandro, Eva lo observó extrañada. No acertaba a entender qué podía ser lo que le perturbaba de semejante forma. Casi no se acordaba de un pasado lejano, mientras él estuvo en París, en el que sintió, por primera vez, esa congoja, esa duda diminuta que carcome el estómago lentamente y que provoca noches de insomnio. Buscaba los ojos de Alejandro pero éstos le huían, parecía que se hubieran tornado negros en vez de azules, esquivos en vez de amigables. Como hizo tiempo atrás, de una manera casi inconsciente, dejó pasar el tiempo, el que todo lo cura. Y cerró los ojos.

Corría un agradable día de marzo con la primavera asomando. Alejandro, su mujer y su hijo se dirigían dando un paseo a casa de su cuñado, para celebrar el cumpleaños de algún familiar. Eva estaba reprendiendo a Alejandro por su despiste, derivado de su patente falta de interés, cuando apareció de frente una mujer muy guapa con dos niñas preciosas de la mano y, un poquito más atrás, un elegante hombre que las seguía. A Alejandro la estampa le resultó familiar. Dejó de escuchar a Eva para intentar averiguar de qué conocía a esa gente. Al pasar a su lado, un aroma le rozó la nariz y no pudo reprimir un exaltado «¡Irene!» Ella se volvió, tardó unos segundos en reconocerlo: «Vaya, Alejandro. ¿Cómo estás? » Su frialdad no fingida, su seguridad al dirigirse a él le dejaron claro lo que él había significado en su vida. Rápidamente, presentó a sus hijas y a su marido. Alejandro repitió los convencionalismos. Conversación trivial de dos personas que hace mucho que no se ven. Al despedirse, ni siquiera se besaron en la mejilla. El encuentro transcurrió de un modo correcto y educado, frío y distante. Alejandro se sintió como un iluso, como un niño al que engañan jugando a las canicas. En el fondo de su alma, le hubiera gustado ver en los ojos de Irene un poco de brillo, del calor con el que lo miraba mientras le explicaba la historia de la Tour Eiffel; hubiera deseado intuir un atisbo de

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deseo en la humedad de sus ojos negros. Pero sólo se asomó la realidad, la obviedad de haberse convertido en ese viejo verde que tanto temía. Comprobó lo duro que es estar en lo cierto, pues a ella ya no le atraía en absoluto; lo subjetivas que son las remembranzas, pues seguro que Irene ja más le recordó con la misma intensidad. Únicamente se alegró de que, ante tanto formalismo, Eva no pudo haber sospe chado nada. En silencio, caminaron hasta la casa del cuñado. Un respingo sacudió la espalda de Eva al oír ese nombre femenino en la voz de Alejandro. Ella sí que pudo ver en los ojos de su marido todo lo que él no vio en los de Irene. E ntonces, entendió su raro comportamiento de unos días atrás, supo que pensaba en ella, que aún le trastocaba, que aún tenía poder sobre él. Pero no había peligro, Irene no le profesaba ningún cariño. En su propio resentimiento, halló cierta lástima por Alejandro, por la desilusión que el reencuentro le había causado. Ver con cla ridad una situación, percibir la luz necesaria para resolver ciertas dudas o sospechas puede resultar muy doloroso. Entre tanto descubrimiento desconcertante, a Irene le sobresaltó , sin venir a cuento, una instantánea. No podía descifrar los extraños modos de reaccionar y relacionar que tiene el cerebro humano, pero, nítidamente, como si la estuviera viendo en ese momento, una escena de la película de Ben-Hur se le presentó en su me nte. No pudo entender por qué. © Anabel Consejo

Anabel Consejo Pano (Huesca, 1968). Ha publicado los libros Historias de sujetadores (2010, Ed. Milenio) y Beatriz (Sabara, 2013). Cofundadora de la asociación cultural 3d3 Literart con la que ha escrito tres libros y colabora en recitales para promover la narrativa breve. También ha participado en numerosos libros colectivos. Defiende en la red su blog La cuentista de Hamelin.

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Relato

PERROS por Gilmar Simões Sostenía en la mano derecha una piedra plana, redonda y rojiza mientras dilucidaba sobre qué hacer con ella y conmigo. Contuve la respiración. La orienté hacia la luz. Era azul. Tenía en su interior el diseño de un perro. Bueno, podría estar echando perros a la imaginación como un niño echa pólvora al fuego y ser un animal cualquiera. A lo que iba, tenía la otra mano apoyada en la barbilla escondiendo la timidez de la mirada. ¿Cuánto valdría? Esa maldita sensación de adaptación me consumía con la perdida de la agudeza visual. El oído ya no conseguía ubicar el origen inmediato del sonido; el olfato también hacía parte de esa adaptación espontánea a los cambios sufridos por el cuerpo: el aire que entraba y lo que salía se confundían, sólo detectaba los olores cuando metía la nariz hasta el punto de gotear. Las células estaban demasiadas nerviosas. ¡Malditos químicos! La piedra tenía la forma de la luna del día que la encontré, llena, mientras yo perdía a ca da minuto esa sensación. Podríamos pensar que eso era un fetiche y que había un halo de misterio en ese gesto y en esta sensación, pero estos eran sólo un modo de mantenerme con los pies en el suelo en esta vida menguante. La conservo desde el primer día del accidente, cuando el tren en que trabajaba descarrilló y tuve que saltar al río. La recogí, kilómetros abajo, en la orilla, mientras, exhausto, me recuperaba del sobresalto, como referencia y recuerdo de la salvación de aquella explosión de aquellos va gones rigurosamente vigilados. ¡Malditas armas! Siempre que la acariciaba, como acababa de hacer, me entraba una sensación de resistencia fría donde ya no se aprende nada. Todo es enseñar como a una cartilla sorda. Me adapté a las necesidades. La devolví a la mesa en la que había , además de libros, sobres blancos amontonados y unos pequeños trozos de papel recortados de varios folios divididos en ocho trozos, llenos de arriba abajo con cuentas: compras y pagos, sumas y restas…: los gastos y deducciones de lo que me quedaba de la exigua pensión.

«La recogí, kilómetros abajo, en la orilla, mientras, exhausto, me recuperaba del sobresalto, como referencia y recuerdo de la salvación de aquella explosión de aquellos vagones rigurosamente vigilados. ¡Malditas armas!»

Con las palmas de las manos juntas y apoyadas en la barbilla como si impidiera volar a una mariposa, medio pensativo o medio atónito, me invadía ese olor aborrecible, casi imperceptible en la distancia, pero que aún seguía incrustado en la piel como en la piedra. ¿Cuánto valdría? Volví a la lectura. Estaba sentado en un raído sillón de apoya-brazos con el libro puesto en un atril de madera; era mi Biblia; una Enciclopedia Ge neral del Estudio. Allí estudiaba desde Matemáticas, Filosofía, Lengua, Geografía, Historia hasta Religión. Tenía todas las lecciones, casi todas memorizadas; pero la memoria es un pozo sin fondo; filosofaba. Nadie me escuchaba cuando me entregaba a mis reflexiones detrás de unas gafas como dos botellas dióptricas, mientras paseaba por mi evangelio con los ojos escocidos de vino peleón. Revisaba mis parcos conocimientos cuando los de la biblioteca se retrasaban en el envío de otros textos apócrifos. Algo bastante normal, parecía que siempre estaban en huelga. En esta época andaba preocupado porque no me salían las cuentas. Tendré que gastar lo que he reser vado para mis cuatro hijos, quizás hasta la casa de la playa que tanto trabajo me costó, reflexioné. ¡Que se espabilen!, a mí sólo me ha quedado la ropa que llevaba puesta cuando se murió mi padre. Mi cuerpo era un campo de batalla: de un lado no quería seguir vegetando. Lógica de la existencia: no soy simiente. De otro era un comedor compulsivo, mi única exquisitez, aunque cada día hacía me nos esfuerzo en alimentarme. Aun así inaceptable, exhortaba el médico todas las veces que me visitaba. No eran muchas. Lo rechazaba replicándole que se metiese en sus incurables asuntos. Él se limitaba a

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extenderme la receta y se iba. Mi estilo era sobrio, casi de asceta. Me vestía siempre con un viejo terno traído, igual que las pantuflas. Me daba igual. A esta edad nadie se fija en ti. El destierro del bienestar, territorio que ya no era mío ni controlaba, me perseguía hacía años, lo que me hacía comer y comer, no tanto lo que me gustaría, sino lo que me permitía el bolsillo o el estó mago. No era glotonería; justifico para los incrédulos. Pero no sé explicar por qué tenía tanta hambre cuando mi mujer me echaba en cara que vivía en un continuo pienso. No estoy gordo, más bien redondo y carente de audacia, le decía. Hoy mismo me he mirado al espejo. Es únicamente un pequeño bulto que se perfila de lado, nada más. ¿O no tienes tú? Ella soplaba y no me contestaba. Decía que yo era un malabarista, porque a ella hasta una lechuga le engordaba. La separación de la cama, de los gustos, de los paseos, de la cena, del desayuno…, aunque compartía, jadeante, con ella los últimos suspiros, los últimos afectos, a base de píldoras, que me producía un sinnúmero de contra dicciones… Era difícil verse mantenido con cosas que uno no sabe lo que contie nen dentro. No era como una barra de pan. La abres y ves lo que hay dentro. Por otro lado no creía en la restauración del cuerpo a base de pastillas; estas son para los astrona utas, razonaba; mientras, mi mujer me llamaba navegante del pesimismo. Y yo me preguntaba, ¿por qué insisten tanto en retrasar nuestro humano destino si apenas podemos soñar? Parecía una pregunta que no pedía encontrar una respuesta lógica. Pero no lo creía. Para mí, languidecer era el equilibrio de la razón práctica del existir y no quería ser pasto para experimentos y obviedades, de esa sarta de dispa rates, en esa corta existencia. Malditos experimentos. No quiero ser una cobaya más, reflexionaba en voz alta para reforzar mi punto de vista. «Por otro lado no creía en la restauración del cuerpo a base de pastillas; estas son para los astronautas, razonaba; mientras, mi mujer me llamaba navegante del pesimismo.»

No había respuestas porque no había preguntas, solamente contradicciones en todo ello. Ellas tampoco me traen aliento, se lo llevaban el viento o quienes demonios fueran. Y, en un caduco rebote de la ansiedad, argüía que iba a dejar de tomarlas. Mi mujer se desesperaba y se tragaba una dosis doble a la vez sin mirar los rótulos.

Mi vida estaba curvada, rozaba la recta del sosiego. Soñaba con reintegrarme a la tierra como sustancia o como ceniza lo antes posible. En un instante, no conseguía deszumar las imágenes que revoloteaban por mi mente caídas del racimo de las soledades que nos acompañaba a mi mujer y a mí, a pesar de que ella estaba más ausente que los filántropos en época de guerra. Era como la pérdida de la proteína «elastina» de la piel, se rompe con facilidad igual que se pierde la agudeza visual en los detalles. No lograba juntarles, sole dad y ausencia parecían irreconciliables. Ni con las escasas visitas de los hijos y nietos, y ni con lo poco que quedaba de los amigos. Aquí ya no había risas ni abrazos, sólo despedidas; sólo destrozos y fragmentos desperdigados; demasiadas a la vera del camino, de la incomprensión y de locura, cavilaba mientras intentaba distinguir los bultos veloces de la calle. Aunque desde el decimotercero apenas podía pretender que los ojos mirasen allende las ventanas. Arrastraba tanto los pies como el cuerpo por la casa, únicamente reaccionaba con lo que veía a la altura de la nariz. Esto no es vida, pensaba, cuando podía o el cuerpo te permitía levantar. Me impacientaba. Ese viaje sedentario, fiel a la silla, que proporciona la vejez no era un delirio, era real. Estaba en los límites, sentía que toda ella estaba condenada; era como el camino hacia la muerte, sólo conta mina. Con dificultad conseguía levantarme para ir al mercado de la esquina o preparar el banquete. Y cuando bajaba del séptimo piso necesitaba toda la mañana para recorrer los escasos metros hasta el comercio; o cocinar el ágape de las tres. En la mesa siempre esperaba que mi mujer dijera lo rico que estaba, y no que lo encontraba seco o aguado o que no había demonio que lo comiese. Después de todo sólo escuchaba gruñidos de ella. La miraba, y me lamentaba de cómo pasaba el tiempo en el pan, tieso, huraño. El silencio era significativo. Ni se escondía ni provocaba. Lo único que esperaba de él era la llamada hacia el sueño de los justos. No sé quiénes la harían, tampoco me afectaba ni me importaba. Por eso dormía todo lo que me pedía el cuerpo, que no era mucho; a ver si un día despertaba en otro estado, aunque sabía que no existía. No creía en las cosas de la existencia eterna como un valor supremo, y mucho menos, después de la muerte. ¿Para qué seguir nutriendo un árbol que ya no da frutos?, repetía NARRATIVAS

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la pregunta una y miles de veces para mí mismo. Es más, creía que los sacerdotes tenían la culpa por haber impuesto tanto miedo a darse uno de baja de esta vidorria. Repetía la frase hecha, como una retahíla. Total nadie me escuchaba. ¿Por qué tienen que meter baza donde no les invitan? Lo único que quieren, insisto, es no ensuciarse, pero no puede haber pureza sin suciedad. Y el día que uno, que tanto gustaba invitarse, vino a casa la última vez, y, después de agradecer la invitación, dijo a mi mujer al despedirse, con la puerta a medio cerrarse: su marido fue muy sociable, yo desde el salón le grité: Soy saciable; no se olvide ¡sa-cerdo-te! En seguida mi mujer me recriminó: Estás como los idiotas. Pareces un perro gruñón. Así es la vida menguante, unas cosas te dan placeres y otras te producen erosiones, le contesté. Sólo los vagos y los débiles tienen miedo a la incertidumbre. Yo no pertenezco a ninguna de estas catervas. Puede que sea un muerto ambulante, pero nunca un resistente parásito por los siglos de los siglos , concluí mirándola por encima de las dioptrías. Cómo no voy a distinguir uno del bando enemigo a un metro, si los distinguía a kilómetros. Uno nunca tiene de todo a la primera, y por las noches, muchas veces, soñaba que dormiría para siempre, pero otras, el ímpetu de mi mujer no me deja dormir. Dormir, si insistimos en llamar dormir a pasar toda la noche dando vueltas y más vueltas en la cama y levantándose a mear a cada hora. Me despertaba una y otra vez con el intermitente sonido de la trompeta. Estaba acostumbrado a esta canción, venía de lejos. Una noche mientras estaba en el baño intentando redirigir la meada «Uno nunca tiene de hacia el orinal, oí una algazara en el salón. El ángel está despierto, todo a la primera, y asumí. ¿Qué otra alternativa había? Sonó la trompeta o tal vez fue el por las noches, ladrido del perro. Me apresuré; tenía la sensación de cansancio perenne, muchas veces, sentí un tirón en la espalda, me dolía, casi no podía caminar. No tuve soñaba que dormiría tiempo de mirar el pijama con las manchas amarilleadas de pis. Di pasos para siempre, pero tambaleantes en el pasillo; y, allí, debajo de la mesa del comedor, enotras, el ímpetu de contré a mi mujer con su cabeza apoyada en un par de almohadas; esmi mujer no me deja taba dormitando, emitiendo leves soplidos. No me había percatado de la dormir.» televisión encendida. Las imágenes iban y venían, sin definición, con un extraño parpadeo, resplandeciente, a modo de olas turbias, infinitas y veloces. De repente se definió con figuras del universo irreal desde la pantalla, como papel secante, chicos musculosos y chicas delineadas se ejercitaban en movimientos sensuales vendiendo máquinas inservibles. Prendí la luz, ella tenía la cara blanca, parecía pintada con alguna crema, aunque no lo vi bien. Giré el interruptor, aumentó la intensidad de la luz, a pesar de que el brillo de la luna llena llenaba el salón. Una excentricidad más. Rumié insultos entre los dientes. Ella se despertó asustada con su palidez profunda, tenía los ojos desorbitados, miraban extraviados el firmamento del techo blanquecino. Incrédulo, y al mismo tiempo que dudaba si sería bueno seguir juntos en ese desfile de baldados marchitándose como flores en un cantero abandonado, a pesar de los subidones que nos daban las pastillas, miré alrededor y no vi ningún ángel volando o con la trompeta aberrante y sí el perro que aullaba. ¿Quién tocó la trompeta?, le pregunté. Ella aún andaba perdida, y tal cual la realidad de los lunes, de un recién jubilado o despedido después de hacer la misma labor durante años. Desnuda en su identidad y a la velocidad del fuego, intentó reponerse, cogió la botella a rebosar de un brebaje verdoso , que se lo preparaba por las mañanas, Áloe vera con vitamina E, aguacate, hojas de col, zanahoria, avena, yema de huevos y jalea real, estaba llena a su lado, y como si de un biberón se tratase, lo tragó entero, 250 ml a chupeteos. Pensé en sus dientes postizos que estaban en una copa, con agua, al lado de la cama, y en ese momento se dio cuenta de que estaba sin ellos. No le importó. Pensaba que esa ingestión diaria le producía una combustión que no combinaba con la oxidación del estado de la vejez; esa trasformación molecular ya no sintonizaba con sus pensamientos; esa película era imposible de restaurar, por más que avance la ciencia, pero ya no le importaba. Dio el último chupeteo y dejó la botella en el suelo. Yo también me sentía perdido, como en una película que se desvanece al cabo del tiempo; y ya no sabía hacer otra cosa que seguir preguntándome: ¿Dejamos de tener identidad cuando perdemos la memoria? ¿Qué es lo que nos identifica después de esa ruptura? ¿Hasta dónde existe la identidad de la NARRATIVAS

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memoria? ¿La perdemos de verdad o se transforma? ¿Se olvida o se oculta? ¿Quién nos restaurará allende la incineración? Creía que algo me arrebataba el poder de las respuestas. Pero no sabía lo que era. Noté que algo se me iba junto a la coherencia de las palabras. Ella todavía seguía sentada debajo de la mesa vestida con un jersey rosado bajo un abrigo polar ama rillo y abrazada al perro medio moribundo; a veces le daba un poco del bebedizo, otras, lo besaba en un gesto de adiós, el baboso hocico perruno. Era madrugada. A gusto no se sentía. Sudaba bastante. Tenía el pelo mojado. Me fui al baño, regresé con una toalla grande y la arropé; con otra pequeña le sequé el pelo. Regresé al baño y la colgué. Otra meada. Escuché una pequeña explosión. Me desplacé hasta la cocina atraído por un olor, comprobé que el horno microondas había provocado un minúsculo incendio. La puerta estaba abierta, la taza hecha añicos. Miré las llamas y me reí, era una risa ahogada, nerviosa; un estado que se evidenciaba en movimientos c irculares de los ojos que se dejaban entrever sobre mis gafas. Pero un dolor terrible en la pierna izquierda me impedía moverla. Me senté. Empecé a pensar que la llamada estaba llegando antes de lo que me había imaginado. Mientras tanto ella caminaba por el salón y gritaba: ¡Que me siembres para que pueda vestir a las vírgenes! ¡Que me siembres para que pueda vestir a las vírgenes! Desde la cocina protesté. ¡Será a las vírgenes locas! Entretanto escuchaba ruidos de disparos. Regresé al salón arrastrándome, un ligero resbalón casi me lleva al suelo; me temblaban las manos. Por suerte no me caí ni se derramó el contenido del vaso de agua fría con azú car y limón. No había tiempo para una tila o una valeriana. Ahora en la televisión los cuadros se hacían más visibles por segundos: gánsteres despertaban de un sueño eterno a una joven y despampanante rubia, en cámara lenta. Pensé en decirle algo coherente, pero la caja tonta le atontaba sobremanera. Le di la bebida e intenté tranquilizarla. Le extendí la mano para que se incorporase, quería abrazarla, pero ella la rechazó; la primera vez en ochenta años. Percibí que cada minuto que pasaba era más un desvarío. Otra señal, pensé. Las imágenes se fueron definitivamente. Eran dispensables, dictaminé. Nunca entendí por qué dejaba la televisión encendida casi las veinte y cuatro horas, y algunas veces con el sonido tan alto que despertaba al vecindario. Yo creía que la tele sólo servía para mirar el fútbol. Aún no he salido de la duda; es más, cada día se afianza un poco más. De repente, mi mujer gruñó, como si hubiera escuchado la pala bra «fútbol». Pero no, en aquel momento parece ser que fue de miedo, tiritaba; lloraba y se quejaba al mismo tiempo: No les diré nada. No les diré nada. Me acerqué, a su petición, y ella me secreteó al oído: Llegaron unos señores con pistolas, apuntando hacia mí, me dijeron que les contara todo, si no me matarían a mí y a ti. Pero yo no me acordaba de nada. «El fuego tiene su táctica, pensé. Había agua en unas palanganas y en la bañera, pero me gustaba la tranquilidad del agua apresada, y me alegraba más ver el fuego ir apropiándose de la casa.»

Su mente ignoraba todo, no asimilaba nada, no recordaba nada que hubiera pasado hace cinco minutos. Era la pura inercia de la alocada razón humana, reflexionaba mientras veía los colores de las lla mas que se expandían en la cocina. El fuego tiene su táctica, pensé. Había agua en unas palanganas y en la bañera, pero me gustaba la tranquilidad del agua apresada, y me alegraba más ver el fuego ir apropiándose de la casa. Era una alegría anormal y peligrosa, lo sabía. Sin embargo, a estas edades el peligro es un estado inconsciente. Es el circuito de la vida. No me sentía un piró mano o un loco porque estaba de regreso a la infancia; y sí allí, donde la comprensión de las cosas era una acción vaga, cercana al mundo material. Una miríada de caóticos pensamientos que giraban en mi cabeza se acerca ron a un grado de la probabilidad de conceptualizar el riesgo: Si el fuego trae felicidad, el agua la consciencia, sólo había que ver y oír; estar al corriente. Mientras tanto seguía intentando calmarla; no obstante, ella me gritaba cada vez más alto: Déjame llevar mis cenizas a la playa ju nto con las de Tarzán. Me miró circunspecta, y susurró : Me ayudarás, cariño. Me gustaría, yo misma, mezclarlas, ¿podré? Yo ya no sabía qué decirle, estaba agotado, se me deslizaban las fuerzas por los pantalones, aun así le respondí: Pues las mías, ahora mismo, al retrete. No seas hereje, renegó con esfuerzo casi sobrenatural. Fue un reclamo débil al final. Yo ya no sintonizaba en la misma meta: No te jodes. La piedra dejó de ser un fetiche; la alcancé, la sostuve, la miré otra vez, ¿cuánto valdrá? Mientras pensaba que podía ayudarme a saltar ese obstáculo, la arrojé a la tele…

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*** Las cenizas de Tarzán, de mi mujer y las mías las arrojarían al río dos lunas después, según el deseo de mi mujer, probablemente. © Gilmar Simões

Gilmar Simões nació en Bahía-Brasil, 1958. Estudió Sociología. Durante muchos años se dedicó a la fotografía. Ha realizado diversas exposiciones, publicaciones y audiovisuales de fotografía desde el año 1991. Hace más de 25 años que pulula por el mundo. Vivió en Guatemala, Perú, España y actualmente en Namibia. Tiene un conto, ―Sonia‖, publicado en Minotauro, Antología de Relatos Breves - Latin Heritage Foundation, Washington, EUA. 2011.

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Relato

OCUP ACI ÓN DE GRECI A por Fulgencio Martínez Muerde la lluvia sin descanso las farolas del puente del castillo. En una noche tan cerrada «hasta el tabaco», piensa el centinela fumando dentro de su garita, «está húmedo y sabe a ahogado». Por los tres pequeños agujeros a la altura de sus ojos, al norte, al este , al oeste, no ve más que noche. Se siente único náufrago en aquel nido de águilas, en aquella fortaleza que domina sobre el mar. De cuyo infinito negro desviándose su pupila, ve, al este, vivaquear débil la luz de un faro remoto, y las ondulaciones de unas sierras al oeste – sierras desmochadas, campos de rastrojo y humo, caseríos sembrados entre los montes, como espinas blancas de un pez gigante al que hubieran desollado, roto y quemado el cuero. El centinela trata, a ratos, de no oír el viento que zumba entre la lluvia, con más ansia que un pecho tísico. Se agotará de ese esfuerzo de abstracción y se quedará durmiendo sobre la planta de la metralleta, donde apoya su cuerpo. No sabremos si lo que suceda a partir de ahora es el sueño de un sueño del centine la, o si ha sido un sueño nuestro. Un comando enemigo abrirá su avanzada sigilosamente por el flanco de la montaña que guarda ese centinela. Asaltará el castillo, cortará todos los cables de comunicación, mientras del hueco de la luna nueva seguirán sacudiendo manteles llenos de lluvia y viento. Aquel es el segundo foco de resistencia en la parte del país «Áquel es el segundo foco que aún no ha sido invadida por la na ción enemiga. La tarde de resistencia en la parte antes, nadie avisó de que había sido capturado el primer del país que aún no ha sido puesto de defensa. Los atacantes juegan a favor de nuevas invadida por la nación técnicas de neutralización de ondas de radio-mensajes. En la enemiga. La tarde antes, comandancia de guardia del castillo no se ha recibido ninguna nadie avisó de que había clave que avisara el asalto. La noche, como siempre, iba a ser sido capturado el primer tensa con el ruido siempre misterioso de los montes y en el puesto de defensa.» temblor apenas de las hojas de los árboles (pinares, higueras), repetido en los pulsos, es fácil escuchar, creer escuchar las botas del enemigo. Pero no se esperaba, aquella noche, de ningún modo, el momento siempre esperado del asalto. La radio libre del país emitía, en griego, como habitualmente, música a esas horas; sirtakis, oleaje de la plenamar...; se iba quedando dormido el guerrillero, que de golpe siente sobre su cuello el anclaje de una navaja, una caricia de puñal diestramente mane jado que le hace vomitar un chorro de sangre sobre su metralleta, y caer al suelo como un danzante después del último giro. Su atacante, sobre una manga de cuyo uniforme luce una cruz gamada, va a reunirse con el resto del comando y siguen el avance, arriba, hacia otro puesto de guardia. Interrupción. El apagado destello de una cabra se ha cruzado, un momento, con el grupo de ataque, uno de ellos seca en el acto al animal con un disparo silencioso. Fue grotesco que el centinela y la cabra, allí detrás, muertos, fueran el precio para seguir avanzando hacia la conquista de aquel país. Media hora más tarde el comando había irrumpido en la comandancia de guardia y fusilado a sus defensores. Y dos minutos después, todo el castillo había dado el alarma. En los edificios más altos, como una ciudad dentro del castillo, se habían guarecido el jefe de la guerrilla y los soldados profe sionales y los voluntarios: la mayoría, jóvenes de lejanas islas como Eubea, Paros, chicos que casi hasta ayer estaban pastando rebaños entre olivos y soñaban con disfrutar algunas horas en los tugurios de El P ireo. Los ojos, unos ojos como sortijas, de la cabra, abiertos contra la viga de la noche. El vino derramado de esos ojos dio la alarma en todos los sentidos de aquellos hombres educados en el silbo, en el olis-

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queo de sus rebaños entre las cepas agrestes de Creta o Larisa, entre las columnas junto al mar de Mileto. Los invasores sólo pudieron tomar al asalto la primera dependencia, ninguna de las plazas fuertes de arriba, donde se guardaban los arsenales, escasos, que quedaban del antiguo ejército regular griego. Las baterías, aunque casi ninguna funcionaba, estaban intactas en manos de los defensores; las bate rías seguían apuntando como un tubo de astrónomo hacia la lejanía perdida e invisible del mar. Los defensores se sabían inermes, sin embargo, en sus fuentes de comunicación. Lo más probable era que a su lado, por la costa, quizá bajo el mar, estuviera una flota de submarinos enemigos esperando la orden para darles batida. La comunicación con aviones de apoyo de su ejército era un sueño. Todas las transmisiones terres tres, telegráficas, están interceptadas desde el exterior del cerco. Las señales visuales, el famoso fuego griego, las acústicas, los cohetes, serían sólo un desesperado pasatiempo, quién les podría venir a socorrer. Y el enemigo lo tomaría por una final prueba de miedo, de desfallecimiento del tan afamado valor del pueblo heleno. Enviar correos, atletas como en Maratón, para pedir refuerzos, incitar al más musculoso nadador a que desapareciera en el piélago y alcanzara alguna cala lejana, donde podría calibrar el pulso a la situación desconocida de la invasión y llamar a socorrer la suerte del país, no pasaba aún de ser una proyectada página para la Historia. «Los guerrilleros fueron apresados o acribillados uno tras otro. El coronel enemigo ordenó traer a su presencia al jefe guerrillero. Lo trajeron a la sala de la comandancia, y el coronel le sometió a una cobarde tortura.»

El jefe de la guerrilla, que tenía su cuartel general y su emboscaje en aquella fortaleza que un tiempo fuera del ejército del país ocupado, decidió rápidamente abrir un pasillo de fuego hacia las posiciones ocultas que abajo había tomado el comando de ataque, antes que éste se reforzara. Pero por la ladera tomada al asalto ya habían llegado carros de combate y camiones, tanques y ametralladoras enemigas.

Todo transcurría como la sombra en un espejo. Las piedras del suelo y los muros de la fortaleza no cesaban de sudar mares de agua, y en los impermeables rebrillantes rebotaban junto a la lluvia algunas voces en alemán. Schreklicht! Wie es reigne! ¡Die griechische Sonne! Schrek... En las antiguas dependencias de los reclutas estableció el comando su plaza fuerte. Toda la plataforma fue ense guida rodeada de soldados que vigilaban apuntando con sus armas. Encima de ellos estaban los sitiados, con dos baterías de larga distancia. En un cerro, enfrente, aislada, otra pequeña fortaleza defensora. Los guerrilleros fueron apresados o acribillados uno tras otro. El coronel enemigo ordenó traer a su presencia al jefe guerrillero. Lo trajeron a la sala de la comandancia, y el coronel le sometió a una cobarde tortura. Le hinchó la cara con la culata del propio fusil de la víctima, le aplastó los testículos, le arrancó trozos de piel de los hombros con un arco como de violín que parecía cepillo de car pintero. Le echó agua de mar en los oídos, con una concha, hasta que estuvo a punto de reventar por dentro la cabeza. Le ató en los pies tizones ardiendo e hizo que caminara, mientras las gotas recias de la lluvia crujían constantemente en el patio de armas. Luego lo desató y recibió el parte de sus bajas. Sólo diez asaltantes habían caído. El jefe de la guerrilla bajo la luna cerrada. Pasó media hora en que no se oía nada, salvo la lluvia: parecía todo desierto. Algún lejano balido, y pasado un momento, nada. Abrió apenas los párpados, reviró su cuello molido, poco a poco recuperó sus piernas que parecían haber sido aplastadas por un obús. Se mira el doble caño de sangre en los labios. Nada. Algún lejano balido de cabras, como del otro lado de los montes. Desierto. Reculando como en busca de la protección de un muro tropieza con algo fuerte, un arma, una ametralladora italiana, que habían dejado allí contra una pared sus torturadores. Siente el hueco de la luna nueva y el hondo respiro del mar le sube a las sienes. ¿Podrá aún ponerse en pie? Lo intenta, con la espalda contra el muro, en la infinita tiniebla de la noche. Den tro de pocas horas habrá de clarear ya, pero aún falta… palpa su reloj… su tabaco...sus hojas persona les, su bloc de campaña… todo está en uno de los bolsillos de su camisa. De pronto ha conseguido

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levantarse. Se yergue y cae. Ya camina como un pescado en tierra, como un borracho de ajenjo. Va a tumbos, despacio, hacia la garita del primer puesto. Con el seguro del arma levantado, encañona la lluvia. De la garita, bruscamente, un cuerpo se le abalanza, una mole negra como un halcón; cae al suelo los dos cuerpos, luchan sobre patines de barro, reflotan las caras, siente un cuerpo un puñetazo en los riñones, ahora un crujido en la nuca con un látigo con puntas de bola de acero, no cesa el forcejeo, se muerden las manos, se desgarran, están al borde de caer la dera abajo, la ladera erizada de pitas, chumberas, agujas de pino, allí un último esfuerzo por desembarazarse uno del otro, brilla un puñal, nadan los cuerpos uno contra otro, un brazo que trata de ahogar en el vacío al otro, en uno de ellos luce una cruz gamada. El jefe de la resistencia cree estar luchando con un fantasma que ha tomado forma de monstruo, no puede apresarlo porque no tiene espesor, es como una capa de tierra que le viene a los ojos. Al fin rueda ladera abajo el prisionero. La noche oscura como mañana de un muerto. El silbido de una sierra…¿o algún animal?; un búho que fríe el maderamen de su cena, las hormigas dentro del maderamen invadiendo las raíces como escamas de una noche más vieja, que trata de enredarlo, de amedrentarlo… Después de que se logra incorporar, corre frenético montaña abajo, mientras siente que le persigue el monstruo; la cara del fantasma la ha visto al volver un segundo la cabeza, y ahora y en adelante la sigue viendo, le tira piedras porque no deja esa imagen de perseg uirle; no, se vuelve y se ve a él tirándole piedras, agujas de pino, mierda, mierda, el monstruo que le pisa los talones, que queda riendo detrás de él, elpimou, «¡ayúdame, centinela», elpimou , «ayú...da...», las palabras se pierden en la noche del que huye… © Fulgencio Martínez

Fulgencio Martínez es Profesor de Filosofía, poeta y narrador. Ha publicado en la editorial Renacimiento los libros de poesía Cancionero y rimas burlescas, Prueba de sabor, El cuerpo del día, León busca gacela; también, Cosas que quedaron en la sombra en la editorial Nausícaä, y El año de la lentitud en Huerga y Fierro editores. Dirige la revista Ágora-Papeles de Arte Gramático. En los números 11 y 31 de Narrativas ha publicado dos relatos de su libro inédit o: El taxidermista y otros del estilo. Blog: http://diariopoliticoyliterario.blogspot.com.es/.

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Relato

CLARA por Érica María Garay López —¡Parece una berenjena! —soltó el abuelo. —No exageres, viejo, es el frío —contradijo su mujer. Clara Retamales de León nació el 11 de agosto de 1979, luego de 22 horas de trabajo de parto. Ese mismo día la bautizaron en la capilla del hospital. Tal vez por hipoxia o cualquier otra razón desconocida, lloraba poco y pensaron que sería fácil cuidar de la criatura. Pronto cambiaron de opinión. Lo mismo daba ofrecerle agua que arroparla, tararear nanas o darle chupón, nunca entendían qué necesitaba; empezaba a llorar y enseguida se ponía morada. En brazos de sus padres recorrió 22 guarderías. Al negar el reingreso, todos dijeron más o menos lo mismo: no tenemos personal capacitado. Para colmo, la niña no hablaba. Mientras peregrinaba, cumplió seis años y fue admitida en el Instituto Lumiere, propiedad del profesor y licenciado Aniceto Veliz de León, vidente pedagógico y tío de Clara. El señor Veliz distribuía su tiempo entre la escuela y la Cámara de Diputados, donde no tenía cargo alguno, pero sí muchos amigos. El primer día y frente a sus compañeros, Clara se puso morada. Acudieron al rescate alumnos y profesores; el alboroto llegó hasta la oficina de don Aniceto, que minutos antes había inaugurado el ciclo escolar. Cuando la creían ahogada, Clara respiró y dijo: ¿agua traerme podrían? Era la primera vez que hablaba. Su nueva profesora tuvo a bien permitir que eligiera dónde sentarse, con quién y en cuál pupitre. Desde ese día Clara habló sin parar. Ya no se ponía morada, conseguía lo mismo al farfullar espectaculares torrentes de palabras que nadie entendía y se regocijaba al notar el azoro del oyente. Sí, Clara, decían sus padres; sí, Clarita, aseveraba don Aniceto; sí, señorita Retamales , contestaban sus profesores. Hablaba y hablaba, pronunciando con deleite palabras extravagantes, inusuales. Creció y a dquirió fama de inteligente. Su madre hablaba sobre la gran habilidad dialéctica de Clara; su padre asentía, pero la presión arterial del hombre sufría altibajos cuando la escuchaba en polémica. Al elegir profesión no titubeó: quería ser abogada y entró a la Facultad de Derecho. Ganó todos los concursos de oratoria y declamación, Clara era imbatible. Cuando sustentó el examen para la defensa de la tesis, los sinodales escucharon atentos; al inicio plantearon varias preguntas, pero acabaron por cerrar la boca y sólo atinaron a decir: sí, señorita Retamales cuando, tres horas después, terminó de responder. Summa cum laude, escribieron en el documento final. Clara recibió varias propuestas para trabajar; eligió las Oficinas Centrales del Partido Cárdeno. En un par de años era candidata para obtener una diputación. Recorrió la ciudad y poblados aledaños; habló y habló con tanto entusiasmo que dejó a todos con los ojos abiertos y la boca cerrada. Después de las elecciones y al recibir resultados, su oponente estaba furioso: Clara ganó por 22 votos. El día de la toma de protesta la señorita Retamales llevaba un traje morado que adquirió en Dior. —Parece una berenjena —pensó la Presidenta de la Cámara, cuando cansinamente se acercó a la tribuna para tomar juramento a la flamante parlamentaria. © Érica María Garay López

Érica María Garay López. Nací en San Miguel de Allende, Guanajuato. Soy Ingeniero Bioquímico y profesora de Español de Nivel Medio, a lo que me dedico desde hace 15 años. Participo en el Taller de Escritura Creativa del mtro. Miguel Ángel Duque de la UASLP.

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Relato

UNA HI STORI A CARCE LARI A por José Vaccaro Ruiz Hoy el ingreso en la Prisión Modelo ha sido más trabajoso que otros días. Al acostumbrado ir y ve nir por el patio exterior de los caterpillar cargados hasta los topes con palés de cartones para los talleres o de pan Bimbo y latas de salchichas con destino a la cocina, se ha sumado un número ma yor del habitual de abogados para visitar a sus clientes guardando cola frente a la garita de identificación, donde los trámites del papeleo se eternizan. Resulta tanto o más difícil entrar como salir. Pegado a las protectoras faldas de Conchita, mi bibliotecaria amiga, ha sido necesaria media hora de espera con el reglamentario pase cargado de firmas y antefirmas, para ver como se abría la primera de las cinco puertas correderas que cierran dos a dos los cuatro compartimentos estancos y dan ac ceso al panóptico central de la cárcel. La funcionaria de turno, parapetada tras un cristal antidistur bios capaz de resistir el impacto de un martillazo —el cristal, no la funcionaria—, ha mirado mi careto comparándolo con el del DNI que Conchita le ha pasado por la pequeña abertura que la comunica con el exterior, ha anotado mi nombre y apellidos en un cartapacio pautado igual a los libros de contabilidad —Haber y Debe, entradas y salidas, porque al final todo se reduce a eso —, ha cerrado la puerta por la que habíamos accedido y abierto la siguiente para así llegar al segundo de los enclaustramientos, donde nos esperaba otra funcionaria igual de parapetada, controladora y cejijunta. Allí tengo que pasar por un arco que me obliga a quitarme, no solamente las llaves, el reloj y la calderilla, sino también el cinturón y los zapatos. Lo único metálico que la máquina me permite llevar encima sin que pite es mi alianza de casado — «La Modelo es una prisión todo un significante, ahora que lo pienso—, y la funda de titanio básicamente de de una muela. Verificado que no soy portador de un bazoka o preventivos. Es decir, de un kalashnikov, siguiente paso a otro compartimento donde dejo imputados pendientes de mi DNI a cambio de una tarjeta plastificada con un número y el juicio para los que Su sello de la Direcció General de Serveis Penitenciaris de la Señoría ha dictado orden Generalitat que me cuelgo en el bolsillo de mi camisa, y nuevo de prisión provisional al filtro para acceder a la rotonda desde donde parten en forma de creer que hay riesgo de radio las seis galerías de La Modelo. Por fin he llegado al corafuga o de ocultación, zón del penal —qué combinación de palabras tan explosiva: alteración o destrucción de corazón y pe nal—, el lugar que los presos han de cruzar necesapruebas.» riamente al entrar y salir de sus celdas, sus perreras o chabolos, en argot carcelario. Conchita me deja allí, esperando, y va en busca de los componentes del Círculo de Lectura y Escritura «Els Penitens» que mi amigo y colega escritor Ramón Valls y yo hemos tenido la ocurrencia de crear. Los va recolectando del economato, los talleres de pintura y escultura o del área al aire libre, a esa hora, entre las once y la una, abarrotada de internos haciendo deporte, hablando o simplemente tomando el sol. Cada vez que lo veo me recuerda el patio de un parvulario en la hora del recreo. La Modelo es una prisión básicamente de preventivos. Es decir, de imputados pendientes de juicio para los que Su Señoría ha dictado orden de prisión provisional al creer que hay riesgo de fuga o de ocultación, alteración o destrucción de pruebas. Hasta hace poco también podía encerrarlos si consideraba que generaban alarma social, pero tal concepto se ha eliminado. Y no es de extrañar, con la ola de corrupción que nos invade, si la alarma social fuera motivo de ingreso en chirona, los parla mentos y los ayuntamientos quedarían vacíos de políticos. El listado de huéspedes de La Modelo no incluye ni incluirá jamás ningún top ten como pueden ser los Bartolomé Muñoz (PSC), Jordi Ausás (ERC), Fidel Pallerols (CiU) o Francisco Granados (PP); esos que, con parada previa en la enferme ría a su llegada al trullo, van al módulo de cinco estrellas de ingresos de Cuatre Camins o Can Brians con celda individual, aire acondicionado y vis a vis de puticlub. La justicia tal vez sea igual para todos, pero la cárcel

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no. En La Modelo los reclusos nacionales proceden en su mayor parte de La Mina, Sant Cosme o Cinco Rosas, y los internacionales son morenos y sudacas, ambos con abo gado de oficio. Su factor común es ver alargada la prisión provisional hasta los cuatro años establecidos como límite, prórrogas incluidas, porque nadie tiene interés en ellos ni prisa por juzgarlos. Esa es la razón por la que los inte grantes del Círculo de Lectura y Escritura sufren constantes cambios. Unos, vencido el plazo de la prisión preventiva, quedan en libertad condicional, otros juzgados y sentenciados son traslados a otras prisiones, y unos pocos afortunados al ser declarados inocentes son devueltos a las tinieblas exteriores de la ciudad alegre y confiada. Aunque no hay de qué preocuparse porque el flujo de entrada de internos es constante, de manera que «Els Penitents» tiene garantizado su aforo. Pues bien, Conchita recolectó a los integrantes del Círculo desperdigados aquí y allá, descontados Sebastián, que estaba en el vis a vis con su señora, y Javier reunido en conciliábulo con su letrado, y nos dirigimos en procesión a la biblioteca para el acostumbrado debate bisemanal y literario. Uno de los recién incorporados me llama la atención, de unos sesenta años, rostro cincelado —cejas salientes, mejillas pétreas, nariz prominente y mirada frentista—, con su cráneo embutido en una gorra negra de lana. —Es Alfonso. —Cochita, en mitad de la escalera que nos lleva a la biblioteca, señalándomelo. «La pequeña biblioteca de las galerías es un espacio mínimo que muchos días está cerrado y, cuando no, destinado a lugar de reunión para hablar.»

Nos estrechamos la mano, entramos y nos aposentamos alrede dor de una mesa resultado de unificar seis resquebrajados pupitres con alguna pata más larga que otra. Conchita, como siempre hace, me entregó el dispositivo antipánico por si se crea una situación que me obligue a pulsarlo —tal cosa nunca ha ocurrido hasta ahora y espero que siga así por mucho tiempo—, y nos dejó solos, dedicándose a sus labores de ordenar y catalogar libros, aparentemente distante y ajena a cuanto es objeto de coloquio y discusión pero, me supongo, con la oreja puesta en cuanto se dice y hace.

Yo abrí la sesión preguntando por las lecturas realizadas desde la última vez que nos vimos, al tiempo que ofertando a los nue vos mis seis novelas publicadas. Como siempre la queja generalizada es la dificultad de concentración en la lectura que padecen los internos. La pequeña biblioteca de las galerías es un espacio mínimo que muchos días está cerrado y, cuando no, destinado a lugar de reunión para hablar. La falta de silencio y la densidad de carne humana por metro cuadrado que preside la vida de La Modelo —un promedio de cuatro internos por aposento—, se traslada a todos los lugares, desde las celdas al comedor, el patio o las aulas, de ahí que quien necesite silencio para poner sus ojos sobre la letra impresa lo tenga crudo. Uno de los incondicionales al Círculo de Lectura es un negrata —perdón, subsahariano—, que chapurrea con mucha dificultad el español y con una condena de varios años a sus espaldas pendiente de apelación, según me dijo. Acude al Círculo con puntualidad suiza, aunque por la cara de alienígena que pone, dudo que entienda demasiado lo que hablamos; lo hace para practicar, siquiera sea de oído, el español. Yo, en el trayecto de ida y vuelta desde el panóptico a la biblioteca y viceversa, procuro colocarme a su lado para, silabeando las palabras, contarle cualquier chorrada respondida por él con asentimientos, estoy seguro de que lo agradece. Hoy el debate ha versado sobre la posibilidad de reinserción de los presos en la sociedad, una vez cumplida la condena. Los presentes están convencidos de que eso es una pura utopía alejada de la realidad, consideran las cárceles verdaderas universidades del delito, lugares donde se entra con un título de bachiller elemental y se sale con un master. Roberto, un abogado pe ndiente de sentencia, lo ha expresado así: —Aquí uno se pone el día y amplía sus conocimientos para delinquir. Se afinan las estrategias y se encuentran nuevos compañeros de fechoría. Con las necesidades básicas cubiertas y sin nada en qué ocupar el tiempo, son veinticuatro horas de dedicación exclusiva en hacer relaciones públicas y darle al coco sobre la mejor forma de agenciarse con lo del prójimo. Fermín, condenado por haber violado la orden de alejamiento de su mujer, algo que hizo porque, se gún dice él, ella se lo pidió aunque luego lo negara —vete tú a saber—, metió baza:

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—Es posible que algunos internos, pocos, mientras están aquí tengan intención de reinsertarse en la sociedad, pero una vez salen eso se tuerce. ¿Y sabes el porqué? —Y sin esperar mi respuesta—: Porque la propia sociedad los margina. El haber pasado una temporada aquí dentro te marca de por vida, has ingresado en la cofradía de los malos, un colectivo de donde nadie causa baja una vez ha traspa sado la puerta de entrada. A eso se añade que después de pasarte aquí dentro varios años, una vez fuera, el mundo que encuentras y cuanto dejaste en él ha cambiado hasta el punto de no recono cerlo ni reconocerte. La polémica se trasladó al día a día de la cárcel, en particular a lo arraigada que está la droga en forma de porros entre los presos. El cómo se introduce pasando los controles existentes es un miste rio como el de la Santísima Trinidad en el que ninguno de los que me rodean quiere entrar. Detrás está el comercio que los llamados prestamistas tienen montado para financiar los diez euros que cuesta un diminuto canuto de hachís a cambio del módico interés semanal de un veinte por ciento. —¿Y si no se les devuelve el dinero? —Pregunto. —Eso todavía no se ha dado. —Roberto—: Aquí no te puedes escapar ni esconder, no hay más remedio que pagar las deudas, en metálico o en especie. Incluso algún listillo que, sabiendo que al día siguiente lo trasladaban a otro centro pidió prestado con idea de no devolverlo, en cuando aterrizó en su nuevo destino se encontró con alguien reclamándoselo. Entran en juego la amenaza y el miedo para que nadie incumpla porque, a la menor manga ancha o debilidad, se acabó el negocio. En aquel momento Conchita hizo acto de presencia con varios volúmenes que iba a recolocar, su aparición me impidió preguntar a mi colega letrado a qué se refería cuando hablaba de pago en es pecie. En presencia de ella los internos se muestran prudentes al hablar. Y me dirigí a Alfonso, el nuevo, sentado a mi lado: —¿De dónde eres? —Colombiano. —¿Y qué tal tu país?

«La polémica se trasladó al día a día de la cárcel, en particular a lo arraigada que está la droga en forma de porros entre los presos.»

—Aquello no tiene remedio. Cuando las mafias y la corrupción se meten en los estamentos de una sociedad, desde la política al ejército, la economía o incluso la judicatura, es prácticamente imposible erradicarlas. Yo suponía, y así me lo confirmó Conchita más tarde, que el delito de Alfonso estaba relacionado con el narcotráfico. Por eso le pregunté: —Pero las FARC… Movió la cabeza, negando: —Las llamadas Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia, que cuando se crea ron a principio de los sesenta sí que pretendían la regeneración del país, hoy están metidas en la droga hasta aquí —se llevó la mano hasta ponerla encima de su caperuzón de lana—: Como la Camorra o la Cosa Nos tra en Italia, son organizaciones que en su evolución dejaron atrás los ideales que les dieron su razón de ser y acaban extorsionando y, en el caso de las FARC, secuestrando y matando simplemente por dinero. —Muy negro me lo pones. —Es que está muy negro. En mi país te puedes cargar a quien quieras pagando a un sicario cien o doscientos dólares. Muchos de esos sicarios son chavales de diez o doce años que aspiran cola desde la edad de cinco. Lo que decía no era diferente de lo manifestado por algún otro colombiano que tiempos ha también formó parte del Círculo. La discusión, a través de yo hablar de mi novela «La Vía Láctea», que trata del canibalismo infantil, cambió hacia la maldad de determinados delitos de los llamados de primera división como la pede rastia, el snuff movie —La Granja, otro de mis libros—, el masoquismo, etcétera. Y se me ocurrió

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preguntarle: —¿Has estado en las cárceles colombianas? —Sí, y tengo que decir —señalando las paredes de la biblioteca—, que esto es el paraíso comparado con aquello. —¿Y te habrás cruzado con algún asesino del tipo que estamos hablando: violador, maltratador…? —Sí, con varios. —Y después de un silencio—: Uno en particular. —¿Por qué no nos hablas de él? —Daniel Camargo Barbosa era su nombre, un tipo que violó, mató y descuartizó a más de 150 niñas de entre nueve y diez años. —¡Coño!, a la vista de eso, los asesinos de mis novelas son hermanitas de la caridad. ¿Cómo lo conociste? «Se fugó tras robar una barca, adentrarse en el océano sin agua ni alimentos y después de sobrevivir tres días conseguir llegar a la costa. Las autoridades colombianas, convencidas de que se lo tragó el mar y había sido pasto de los tiburones, le dieron oficialmente por muerto.»

—Coincidimos en el Penal García Moreno de Quito. Era un tipo sumamente inteligente que hablaba varios idiomas. Los aprendió durante su reclusión en la Isla Gorgona, un lugar parecido a la Isla del Diablo que Henri Charrière describe en su novela Papillon, ¿conoces la novela, no? —Yo asentí—: Se fugó tras robar una barca, adentrarse en el océano sin agua ni alimentos y después de sobrevivir tres días conseguir llegar a la costa. Las autoridades colombianas, convencidas de que se lo tragó el mar y había sido pasto de los tiburones, le dieron oficialmente por muerto. En Ecuador, donde se afincó, reemprendió los delitos que ya había comenzado a perpetrar en Colombia, aunque con mayor ferocidad. Su apariencia era la de un viejecito achacoso, poca cosa e inofensivo, pero su mirada despedía fuego.

Alfonso había captado la atención de todos. —Explícanos cosas de él. —Un hijo de puta integral, aunque si alguien le caía bien, le ayudaba. Era capaz de redactar unos escritos para los jueces dignos del mejor bufete de abogados. Cobraba por ello y en la cárcel vivía como un potentado, en una celda individual con televisión, nevera y teléf ono, haciéndose traer del exterior la comida y la bebida, aparte de que si quería algo, una prenda de ropa o cualquier objeto, lo cogía y listos, nadie tenía narices para oponerse a sus caprichos. Al poco de ingresar yo en la prisión, en la hora del patio, me acerqué a un corro donde él se encontraba. Como ocurría con frecuen cia, los más fanfarrones se ufanaban en airear lo que habían hecho y les había llevado hasta allí: robos, asesinatos, secuestros, una competencia destinada a demostrar quien la hizo más gorda o tenía más huevos, por decirlo claramente. —¿Y ese Camargo? —Callaba, algo muy propio de él. Economizaba las palabras al máximo, y eran pocos los reclusos, aquellos que él dominaba y trataba como esclavos a su servicio, con que tenía una mínima relación, en absoluto de amistad. Como casi todos, en la bocamanga llevaba un machete que imponía respeto. Alfonso se ahuecó la manga izquierda de su chaquetón mostrando el espacio libre: —El mango asomando para poder enarbolarlo en cuestión de milésimas de segundo. Pues bien, una vez los presentes hubieron explicado su historia, se le pidió que contara algo de la suya. Camargo dirigió a su alrededor una sonrisa cínica y en un tono apenas audible soltó: «Os faltan redaños siquiera para escucharlo. Lo que he oído de vosotros son travesuras de niño pequeño». Una evidencia más de que se creía por encima del resto de los humanos, a los que despreciaba. —¿Y qué ocurrió?

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—Puedes imaginarlo, los más bravucones le retaron a que lo hiciera. —Alfonso ha guardado silencio durante unos breves instantes para acabar—: Y lo hizo. Nueva pausa por parte del colombiano, que parecía no tener intención por hacernos partícipes de lo escuchado en su día. Hasta que por fin: —Empezó hablando de los malos tratos que sufrió de pequeño. Antes de que cumpliera un año su madre murió. Su padre, borracho y cocainómano, le pegaba palizas, y su madrastra, también drogata y con unos problemas de infertilidad que la tenían obsesionada, le vestía de niña y lo sacaba así a la calle y llevaba al colegio, con la consiguiente burla por parte de todos. Cuando le parecía, y como una forma de negar su existencia, lo recluía durante semanas enteras a pan y agua en un armario con unos respiraderos en forma de agujeros, el cuerpo de Camargo apenas podía moverse allí dentro. La mujer, estando él desprevenido, metía por aquellos ojetes un hierro ardiente en busca de su carne. Cuando Camargo lo explicó algunos lo pusieron en duda, pero él se levantó la camisa y nos mostró su espalda y su pecho, allí debían haber cientos, por no decir miles, de pequeños círculos y punciones testigo de sus quemaduras. Yo lo vi, apenas había un centímetro de su piel intacto. Alfonso llevó su dedo índice al torso de quien tenía más cerca, que era yo, apuntando y presionando para escenificarlo.

«El silencio en la biblioteca de La Modelo era absoluto, solo desde las ventanas nos llegaba un eco de la algarabía del patio cuando alguien conseguía encestar o hacer gol.»

—He de decir que eso no nos impresionó demasiado —continuó su explicación—: Varios de los presentes habían sufrido todo tipo de palizas y vejaciones en su niñez, ya fuera en su ámbito familiar o en los hospicios de donde procedían, así que no les era extraño ni ajeno. Camargo observó la nula reacción que su relato estaba causando y se decidió a dar el paso siguiente: explicar la forma cómo seducía, violaba, mataba y descuartizaba a sus víctimas. Recuerdo sus ojos achinados al tomar la decisión de salir triunfador de aquella competición de maldad que se estaba dirimiendo. El silencio en la biblioteca de La Modelo era absoluto, solo desde las ventanas nos llegaba un eco de la algarabía del patio cuando alguien conseguía encestar o hacer gol. —Ya os he dicho que Camargo tenía el físico de un viejecito inofensivo. Llevaba una vida de indigente, sucio y vestido miserablemente, durmiendo en los basureros y los parques públicos. Según re conoció a la policía sobrevivía robando comida en las tiendas o vendiendo los objetos, desde anillos y pulseras a cuadernos y lápices, que conseguía de sus víctimas. Se situaba junto a los colegios y a la salida, cuando veía una niña sola que se ajustaba a su modelo la seguía, para al poco abordarla en me dio de la calle, pero sin violencia. Su forma de selección él la expresó más o menos así: «Mis víctimas las escojo porque hay algo especial en ellas que me atrae. Es como si me hablaran al oído y me dije ran: hazme tuya». Lo justificaba por el demonio que según él habitaba en su cabeza y que le impulsaba a actuar así, aun reconociendo que estaba mal hecho. Se acercaba a ellas con una Biblia en la mano y les decía que era extranjero, de un país lejano, y se encontraba perdido buscando la iglesia de un ame ricano, George Winchester creo recordar era el nombre que daba, pidiéndoles que por favor le indica ran donde se hallaba y si lo desconocían, le ayudaran a encontrarla. Si la mucha cha accedía a sus súplicas esperaba llegar a un lugar solitario para atacarla y hacerse con ella. Recuerdo haberle oído que hasta ese momento rehuía cualquier contacto físico para que no sospechara. —Y la violaba. —Me salió, creo que fue un intento de poner fin a lo que temía podía venir a continuación. Alfonso esbozó una media s onrisa: —Sí, la violaba. Pero solo si ella era virgen, si no, simplemente la degollaba porque no le intere saba. Tenía obsesión por la virginidad. En el penal lo trató un psiquiatra, pero a los cuatro meses pidió ser trasladado porque en vez de curar a Camargo, el que estaba enloqueciendo era él. Aunque lo peor no era eso. —Miró alrededor—: ¿De verdad queréis conocer el resto? —Bueno, ya que has llegado hasta aquí… —Fernando, un interno que yo sabía pendiente de juicio por violencia de género.

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—Pues sigo. No seré capaz de repetir los detalles morbosos con que Camargo ilustró su relato, aun que podéis imaginarlos. Después de violarla la descuartizaba, pero de una forma muy particular. A cuchilladas la abría en canal de arriba abajo, separaba las costillas y dejaba sus órganos al descubierto, los pulmones, el corazón, el estómago, la tráquea, todo eso mientras aún estaba viva. Conchita asomó la cabeza, no sé si había oído parte de lo que Alfonso nos estaba contando, pero en todo caso nos conminó: —Abreviad, faltan cinco minutos para la una. —Esa es la hora del comedor. —Enseguida acabamos. —Fernando, mientras ella volvía a dejarnos solos, y dirigiéndose a Alfonso— : Continua. —En la cárcel, Camargo recibió la visita de un periodista, Francisco Febres, que le preguntó el porqué debían ser vírgenes sus víctimas para obtener placer con su violación, a lo que él respondió: «P orque ellas, si son vírgenes, sufren y lloran más». Alfonso dejó pasar unos segundos para que calara en nosotros la maldad añadida que conte nía esa afirmación, y prosiguió: —¿Y no sentís curiosidad de por qué Camargo realizaba ese desmembramiento en el cuerpo de aquellas niñas? Al fin y al cabo ya las había violado. —En ese momento creí adivinar que el colombiano vivía aquello de forma distinta y más profunda a la de un mero narrador—: Yo os lo diré: en los interrogatorios que le hizo la policía se le preguntó la razón de arrancarles los pulmones, los riñones y el corazón después de haberlas penetrado, algo que parecía no tener sentido. «No se trata de ensañamiento —les explicó Camargo—, porque una vez abierto el pecho en canal, solamente tomo el corazón de la niña, que todavía late, lo hago para comérmelo, el resto de los órganos no me importa». «El mismo periodista, Febres, cuando en su momento se lo escuchó repetir, le preguntó la razón por la que se comía únicamente el corazón. ¿Qué ganaba con eso?»

—¡Dios! —No pude por menos de espetar. —El mismo periodista, Febres, cuando en su momento se lo escuchó repetir, le preguntó la razón por la que se comía únicamente el corazón. ¿Qué ganaba con eso?, ¿qué lógica podía haber detrás?, ¿se trataba de un ritual? Y, ¿sabéis que adujo Camargo para justificarlo? Nadie se atrevió a emitir una hipótesis. —«Les saco el corazón y me lo como porque es el órgano del amor, y no hay dos iguales. Yo estoy enamorado de esas niñas cuando las hago mías y es la forma de perpetuar nuestra unión. Guardo me moria de cada una de ellas. Cierro los ojos y las reconozco una por una ». Eso le respondió. —¿Y cómo acabó? —Quise saber, más que por curiosidad, para poner un punto final a tanta crueldad. —Lo mató otro preso, sucedió cuando yo estaba en el penal. Su asesino se llamaba Luis Masache. Lo sorprendió en su celda y le asestó ocho puñaladas. Pareció que un suspiro de alivio brotaba de las gargantas de quienes le escuchábamos, incluido Fer nando. Pero eso duró poco, porque Alfonso concluyó: —Antes de que los guardias del penal acudieran a la celda y lo redujeran, Masache se abocó sobre al cuerpo de Camargo, del que por los ocho agujeros que le había hecho salían otros tantos borbotones de sangre, y se puso a beberla con fruición, taponando unos orificios mientras succionaba los demás. Cuando más tarde le preguntaron el motivo, contestó que de esta forma el espíritu maligno de su víc tima no le perseguiría. Conchita apareció de nuevo y nos urgió: —¡Venga, ya llegáis tarde al comedor! Mientras nos poníamos en pie, y como última, A lfonso dijo:

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—Masache, que era conocido como La Bestia de los Manglares, mató a Camargo porque una so brina suya había sido su víctima, eso se supo después. Ya en la planta baja, mientras para salir al patio hacíamos cola detrás de los internos empleados e n el taller situado el mismo edificio donde se encuentra la biblioteca, me acerqué a Alfonso: —Nos has helado la sangre. —Igual les ocurrió a quienes en el Penal de Quito escucharon a Camargo contar en vivo y en directo lo que yo os he narrado. Y vuelvo a insistir, los pormenores con que él lo describió no tiene nada que ver con lo escuchado de mí. —Me obsequió con una sonrisa de hiena al decirme—: El tío era una especie de Marqués de Sade cuando se ponía a dar detalles, entre los libros que había en su ce lda y estaba leyendo cuando Masache lo acuchilló, figuraban «Crimen y Castigo» de Dostoievski y obras de Nietzsche y Freud. —¿Había algún otro personaje de cuidado en el Penal? —Más de uno. Durante los primeros días de su estancia Camargo compartió celda con Pedro Alonso López, llamado E l Monstruo de los Andes, otro angelito que se dice cometió más de trescientos asesinatos, también violador de niñas. —¡Joder!, aquel penal era como el séptimo círculo del infierno de Dante. —¿Me comprendes ahora cuando digo que esto de aquí, La Modelo, no tiene nada que ver con aquello?

«El tío era una especie de Marqués de Sade cuando se ponía a dar detalles, entre los libros que había en su celda y estaba leyendo cuando Masache lo acuchilló, figuraban “Crimen y Castigo”» de Dostoievski y obras de Nietzsche y Freud.»

—Te creo. —Camargo se merece una biografía. Aunque ese periodista, Febrer, ya escribió un ensayo sobre su persona. Por cierto que le pagó un pastón a cambio de las entrevistas que tuvo con él en la cárcel. Al final no sé adónde iría a parar ese dinero. —¿Y no crees que tal vez Camargo exageró un poco? Alfonso clavó sus ojos en mí y movió la cabeza, negando: —Si lo hubieras conocido en persona sabrías que mi relato se ha quedado corto. Aquel tipo no tenía entrañas. Algo debía haber escuchado Conchita del relato de Alfonso cuando, ya en el patio de salida de La Modelo, con una sonrisa maliciosa me ha dicho: —No te quejarás escritor, hoy el nuevo te ha dado argumento para más de una novela. —Sí, la vida siempre supera a la literatura. Por mucha maldad que los novelistas queramos sacarnos del caletre siempre hay, o un dejà vu, o un órdago que va más allá. Sentado en el autobús de la línea 27, en dirección a la calle Balmes, me apliqué a anotar los detalles del relato de Alfonso. Cuando pongo punto final a este texto aún hay un resto de café en la taza después de las tres horas que, concluido el almuerzo, me he dedicado a poner lo escuchado en negro sobre blanco, conven cido de que si no lo hacía de forma inmediata sería incapaz de llevarlo a cabo. © José Vaccaro Ruiz

José Vaccaro Ruiz. Arquitecto y abogado. Es autor de las novelas Ángeles negros (Atlantis, 2009), La vía láctea (Neverland, 2010), La granja (Ediciones Atlantis, 2011), Catalonia Paradis (Neverland, 2011), Tablas (Neverland, 2012) y El Invitado de Nunca Jamás (Neverland, 2014).

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AN TE S DE VE R LA LUZ DEL DÍ A por Ramón Araiza Quiroz Caminamos varias horas antes de ver la luz del día. Mi hermano y yo llegamos con sed a una c asa que parecía abandonada. Tocamos aquella puerta de madera podrida y para nuestra sorpresa una mujer joven nos abrió. Pasen, dijo. Los estábamos esperando. Nos volteamos a ver con sorpresa pero no nos resistimos a entrar. Seguimos a la mujer de una esbelta figura y ambos clavamos la mirada en su cintura, diminuta, atractiva: una dama dueña de un andar seguro. Con voz tremendamente musical nos dijo que esperáramos ahí. Nos detuvimos en un corredor. Volteamos a ver los árboles del jardín. La casa conservaba un olor nuevo, muy distante de su aspecto de abandono. Creímos que la dama no volvería. Nos sentamos en una banca y nos quedamos mirando la fuente sin agua: seca como el olvido. Nuestra sed no había sido saciada aún. Le pregunté a mi hermano qué hacíamos ahí. No me respondió. Insistí ahora mirándolo de frente. Noté que sus labios palidecían. No se encontraba ahí, sólo veía a través de sus ojos el reflejo de una fuente sin el líquido vital. Lo moví, se encontraba en un trance del que quizá nunca saldría. Miré nuevamente sus ojos y observé que en ellos se movía algo. Fijé la mirada y pude darme cuenta de que se trataba de la dama que nos había recibido. Su cintura era pequeñísima, ahí estaba junto a la fuente. Una fuente de la que ahora brotaba abundante agua. Miré nuevamente la fuente, alejándome de los ojos de mi hermano, para darme cuenta de que la fuente seguía seca y no había nadie allí. Volví a fijar mi mirada en los ojos de mi hermano y la escena era la misma, bueno casi la misma, ahora podía ver un armadillo junto a ella. ¿Por qué me estás viendo tanto? preguntó mi hermano. Creí que no se había dado por enterado. Eres de lo más incómodo. Te tengo encima de mí viendo mis ojos como si «Te tengo encima fueran la ventana de tu recá mara. Es absurdo lo que haces. Además no de mí viendo mis es la primera vez que te descubro. Desde chico te he tenido viéndome a ojos como si fueran los ojos. Qué tanto me ves, me pregunto. Parece que no tienes otra cosa la ventana de tu que hacer. Deberías meditar sobre algo, aprovechando el silencio que hay. Espero que ya dejes de mirarme y que ésta haya sido la última ocarecámara. Es sión que lo haces. O búscate alguien más para llevar a cabo tu dichosa absurdo lo que práctica de ver ojos. Pon un anuncio en el periódico en donde solicitas haces. Además no personas que se dejen ver los ojos. ¡Ya basta! Le grité parando de golpe es la primera vez su letanía. La mujer regresó en ese preciso instante. ¿Pasa algo? No, que te descubro.» nada, respondimos al unísono. El rostro de la mujer lucía radiante y su espectacular figura nos hizo olvidar la riña que habíamos iniciado. Pasen por aquí, ella señaló una puerta. Nos levantamos de la banca. Yo no pude evitar voltear a ver la fuente: seca, como la amargura. Entramos a una habitación grande pero con apenas dos muebles. Un sillón y un librero que se extendía por toda la pared del fondo. Escojan el libro, dijo señalando el librero. Me repetí en mi mente, escojan el libro , no cualquier libro, terminé pensando. Así, como bajo los efectos de una hipnosis, nos dejamos llevar por sus palabras y ambos caminamos hacia el librero. Pasamos nuestras manos por los libros, los tocamos con cariño, quizá hasta con nostalgia. Leímos títulos y más títulos. El tiempo parecía haberse detenido. Mi hermano me lo confesó años más tarde: sentí que el tiempo era inexistente, con esas palabras me lo dijo. Ambos coincidimos en tomar el mismo libro. Había miles de títulos, pero los dos fuimos al mismo libro como si lo hubiéramos tenido planeado desde hace mucho tiempo. No brotaría agua de ahí, lo sabíamos. El libro no sacaría agua por ningún lado. Nuestra sed aún continuaba, no olvidemos que la fuente seguía seca allá afuera de la enorme habitación: seca como la decepción de un amor. La mujer sonrió al vernos extraer el mismo libro, noté sus labios, unidos, ampliándose, lo hice de reojo. Los dos teníamos las manos encima del libro. No está bamos luchando por tenerlo. La miramos y dijimos al mismo tiempo: éste es el que quiero. Está bien, dijo ella conforme con nuestra respuesta, con nuestra elección. Ábranlo y empiecen a leerlo. El sillón estaba frente a nosotros. Mi hermano es mayor que yo. Pensé que él pondría su clásica regla de que por ser el mayor le correspondía el sillón y yo iría al suelo. No fue así. Me dio el lugar y él se

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sentó a escucharme. Abrí el libro y empecé a leerlo en voz alta. La dama permanecía en el mismo lugar. Paré de leer minutos después y me incorporé para ir hacia ella. Llegué y vi sus enormes ojos. No parpadeaba. A través de ellos vi la fuente con agua. Brotaba mucha agua mientras yo entriste cido y sediento la veía sin poder hacer absolutamente nada. De pronto en sus ojos apareció mi hermano. Volví la mirada hacía él. Mi hermano permanecía sentado en el suelo, viéndome con la espe ranza de que le dijera que al fin había cambiado sus ojos para encontrar en otros lo que fuera, lo que según él buscaba tanto en los suyos. En realidad no buscaba nada. Regresé mi mirada a los ojos de la dama. Vi que en uno de ellos mi hermano tomaba agua de la fuente y en el otro caminaba con la hermosa mujer. Sentí algo, no sé exactamente qué, pero algo pasó por mi mente. No me importó que la estuviera acompañando en su andar, quizá lo que más me molestó, sí eso fue, sentí molestia, me enojé de hecho, al ver que él tomaba agua de la fuente. Mi sed se incrementó. La mujer parpadeó y la escena cambió. Ahora mi hermano tenía en sus brazos al armadillo mientras y o tomaba agua de la fuente y en el otro ojo me veía yo caminando con la hermosa dama de cintura breve. En la habita ción se escuchó la voz de mi hermano: ¿ya terminaste tu exploración de ojos? Ven, sigue leyéndome el libro. Regresé al sillón. La mujer mantenía su sonrisa. Sus ojos grandes, redondos como esferas, nos miraban con atención. Me senté y seguí leyendo el libro en voz alta: «Yo ofrezco un centavo —la risa se confundió con la de todos los demás. »—Yo doy tres centavos —dijo una señora espigada con elegantes guantes blancos. Por todos lados se escuchaban las risas y los comentarios. El anciano seguía en pie al lado del hombre que conti nuaba preguntando: »—¿Quién da más? ¿Quién da más? Se reía de las ofertas que hacían y, de vez en cuando, volteaba a ver al anciano que mantenía su rostro sereno. «Yo soy Rebeca, la protagonista de la novela que están leyendo, dijo la mujer sin dejar de sonreír.»

Mi hermano me pidió que dejara de leer. Lo hice, entonces subí la mirada, la tendí hacia la mujer, ahora a su lado estaba un anciano como el que se describía en la novela. Nos dio la bienvenida di ciendo: Hola, soy Olaf. Soy amigo de esta mujer de extraordinaria belleza. Yo soy Rebeca, la protagonista de la novela que están leyendo, dijo la mujer sin dejar de sonreír.

Continúen leyendo el libro y cuando hayan terminado los esperamos afuera de esta habitació n. P odrán tomar agua de la fuente y después los invitaremos a salir de esta casa para ir a una heladería que está cruzando la calle, dijo el anciano. Miré a mi hermano y le hice el comentario de que yo no había visto ninguna heladería frente a la casa. Nos preguntamos qué hacíamos allí. Algo nos hacía continuar leyendo la novela. Cuando llegamos al final, cerré el libro y lo puse nuevamente en el enorme librero. Salimos de la habitación y saciamos nuestra sed en la fuente. No había armadillo, ni en la novela ni cerca de la fuente. Salimos con la mujer y Olaf. Efectivamente había una heladería. Un hombre llamado Frederick nos acompañó. Hicimos buenas migas con ellos. Hoy, después de haber leído esa novela, apenas empiezo a entender por qué nos encontrábam os en ese lugar. Quizá jamás logre comprender en su totalidad la historia y los misterios que encierra la novela, pero de lo que sí estoy seguro es que fue una experiencia que jamás olvidaré. Mi hermano me ha dicho lo mismo. Ahora él se encuentra de viaje por Israel. Yo estoy mirando los ojos de una niña a la que al parecer no le causo temor. A través de uno de sus ojos veo a Olaf, el anciano de la novela, y a Rebeca, ambos van en una bicicleta de dos plazas, es la misma que los acompañó durante todo su v iaje en la novela que leímos, por cierto con un título raro: «38 de junio». En el otro ojo puedo ver a Frederick abrazando a Rebeca. La niña me sigue sonriendo mientras yo miro sus ojos con beneplácito. Finalmente la tomo de la mano y la llevo a su mamá , a quien le dice: Mamá, ¿qué crees? A través de los ojos del señor puedo ver en uno a un anciano en una bicicleta con una chica sentada atrás, es una bicicleta larga, larga,

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con dos asientos. Y en el otro ojo del señor se ve un hombre con un hermoso bebé en sus brazos y la chica de la bicicleta está junto a él. Están abrazados. Camino despacio. Me alejo de ahí. Descubro que no soy el único que puede ver cosas a través de los ojos de las personas. Llego a casa, me siento en uno de los sillones de la sala y abro la novela «38 de junio» que mi hermano me regaló en la primera oportunidad que tuvo. Empiezo a leerla una vez más. La he leído más de cinco veces. En cada ocasión aumenta más mi interés por comprender un poco su misterioso contenido. Sigo leyendo por largo tiempo. Ahora he cerrado los ojos, me quedo en la oscuridad de mi mente. Al poco tiempo, aún con los ojos cerrados, veo algo. Hay dos personas caminando en mi mente. Ahora los distingo, somos nosotros dos, y tengo una extraña sensación de que ha pasado mucho tiempo. Me percato que mi hermano y yo caminamos varias horas antes de ver la luz del día . © Ramón Araiza Quiroz

Ramón Araiza Quiroz. Escritor mexicano. Autor de la novela 38 de junio, Rebeca no sabe lo que sucederá en esta extraña fecha, Editorial Selector. Es también autor de varios relatos publicados en esta revista Narrativas. Ganador de premios literarios cuyas obras presentadas forman parte de antologías en Argentina, Venezuela y España. Su blog es www.ramonaraiza.com

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Relato

MALEN TEN DI DOS P REVI OS por Miguel Rodríguez Otero Hay tantas cosas, amor, que aún no nos hemos atrevido a decirnos, no vayan a conjurar su contrario y arrojarnos términos que nunca habríamos deseado para nuestro principio, ciertamente tambaleante; tantas ante las que por si acaso hemos permanecido callados y atentos, tratando de anticipar gestos e intuiciones de lo que no sabíamos contarnos el uno al otro. ¿Cuántas manos tenemos, cuántas nos nacen o de dónde surgen cuando estamos juntos? Como si el alfabeto del amor se resolviera en primera instancia de manera muda, monstruosa o prehumana. Ajenas al miedo que escondemos, se encuentran y van poco a poco transcribiendo misterios y de seos en las manos del otro. Se recorren no como si se tantearan, sino como si se reconocieran, como si descansaran la una en la otra, como si el intercambio de relieves y temperaturas creara un código que hiciera posible nuestro acceso a otro tipo de comunicación. Nos vemos, pues, por fin frente a frente, después de tanta espera y tanta desconfianza propia, dis puestos a hacernos saber las cosas que hemos estado guardando con tanto cuidado y a contarnos las palabras que a partir de ahora van a ser solo nuestras, las que van a crear este diccionario particular. El comienzo es raro: esbozamos cuatro generalidades que tienen poco que ver con nosotros, y más con precauciones innecesarias y sin relieves. No entendemos por qué. Angustiado, inspiro profundamente y al momento siento tu aliento en mis pulmones, te respiro, y me doy cuenta entonces de que no puedo hablar como si nada ni de cualquier cosa, pero no sé cómo hacer, y mientras tanto sigo hablando y hablando, notando cómo tu respiración entra en mí y sale rozando mis interiorida des, y cómo las frases que voy eligiendo se entrequedan en mi traquea, en la garganta, en mi boca, de forma que lo que al final sale es un mensaje sin sentido alguno e incomprensible para ambos que en nada refleja lo que sienten mis tripas. Al instante tu respuesta me resulta igualmente incomprensible, y después de un primer momento de desilusión —¿hay quizás desinterés o lejanía entre ambos? — me doy cuenta de que lo mismo te ha pasado a ti con mi aliento y que posiblemente haya tantas cosas que hubieras querido decirme y que —al igual que a mí— se te han quedado dentro, atrapadas y en algún sitio de tu tráquea o tu garganta. Ahora lo comprendo. Decidido a descifrar tu mensaje de amor, comienzo una inspección preliminar en tus labios, donde me asaltan un par de palabras que me desarman ya por completo y me dan acceso y permiso para seguir explorando en ti. Así pues, avanzo hacia el interior de tu boca, donde leo mi nombre y algunos secretos que nunca habría sospechado siquiera y que buscan su par en mi len gua. Igual que un niño en sus primeros días de escuela, voy decodificando tus grafías, tus sonidos, tus líneas, tratando de captar el sentido de tus palabras, las que me tienes reservadas. © Miguel Rodríguez Otero

Miguel Rodríguez Otero. Tengo 46 años, me gusta el sol, todas las mañanas bajo a la playa con Tina, mi perro, y muchas veces solo comprendo las cosas cuando las escribo. El resto del tiempo lo ocupo como profesor, preparando andainas, y tratando de comprender que este extremo de la tierra en el que vivo (Galicia) no es el fin del mundo.

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Relato

FLOR por Topogenario me hacen sufrir las alas que me puse Alfredo Zitarrosa

saber morir mientras los otros ríen Samuel Beckett

Noche densa. Escucho algunos gatos en el fondo, otras arpías, crepitar, en la nigritud. Allí afuera, en el pueblo. Ha llovido con holgura y en el borde de la noche caminan otras fieras que apenas oigo. El agua se lanza pura al vacío y al alcanzar la tierra llega sola como sonido. El aire, negro y sucio como un dóberman, toca el cedazo en el ventanal, lo penetra, y permanece en mí, luz de penumbra, que sólo dice noche y más noche y paciencia para mí y desamparo para mi paciencia. La humedad registra la médula de los relojes rotos en las gavetas y los repara. Cada tanto brota un sonido, semi selvático, de tren o automóvil o garrotazo que un hombro, con empuñadura, brazo, codo crispado, odio, da en las luminosas entrañas urbanas, lejos del pueblo. Yo acá estoy. Acá estoy, cerca. Yo espero. No paseo sola frente a mi espejo para e vitar encontrarme colgajo incompleto de mi propia visión. Yo paseo. Mis senos fríos se balancean alrededor de mí, como si caminasen sobre un astro. El pueblo. Las casas sin iluminar, la villa apenas habitada, las noches apenas vivas, los días apenas muertos. Las mujeres sólo hablan entre silbatinas y ecos. Los varones únicamente se ignoran y se mortifican con las miradas. Los días se temen entre sí. La selva, con la que soñé varios años, no está en este pueblo. No he definido la selva para que sea sólo un sueño. La he definido como un acto violento y destructivo contra una situación secreta y abortiva, como la ciudad. Y no ha ocurrido. No ha ocurrido más que en mí. Sólo en mí. La soledad, en la cama, en el espejo, en el amor por las cosas, en la hojarasca del patio, en las frutas reventadas, apenas asaetada por ocasionales candiles de aceite, se empoza en la espalda y lame el color de piel y cabellos hasta desteñirlos. El habla se atora, mis pensamientos se pierden en «Las siluetas de los la vaca, en la grama, en el tendedero, en la tierra invisible, en otros gatos se maúllan y cuerpos. Frente al hallazgo de que morderé a quien me toque, y sisean protegidas, en tragaré a quien me desee, no tengo defensas. Montañas de palabras el alar, del agua que mías, más altas que el estiércol apilado en la alambrada, se inundan ronronea por ellas en sin moverse. Mis ojos, vírgenes como dos grutas, cambian de plael tejado.» nes. Allí afuera, emocionada por la promesa de miles de luciérnagas, la lluvia arrecia. Las siluetas de los gatos se maúllan y sisean protegidas, en el alar, del agua que ronronea por ellas en el tejado. La vecina, des velada en el almacén por la tormenta, ¿estará escribiendo lo mismo que yo? ¿Soy yo la vecina? ¿Es ella la que recita entre dientes escarbados La soledad lavó cada hombre / llenó cada boca amamantada / clavó cada par de pies con su clavo / bañó cada pueblo con su perfume de flores estériles? No ha ocurrido en mí. Para cada palabra hay una homilía, y un hombre estéril que la preña. Dudo. Estéril, como las flores que me bañaron. Debo darle a mis dudas el dere cho a que me interroguen. ¿Cómo puedo detenerme? ¿Qué me obligará? Desde que fui abandonada en la villa no he sentido los hornos encenderse. ¿Es que la ciudad no está preparándose para reci birme? Los hornos ensordecedores no han sido avivados, las turbinas no han echado a andar. ¿Todavía no es mi tiempo? Los gallos, cobardes, desplumados frente a las sombras del fuego en cada hogar, no. Las rejas de hierro en la finca, amoratándose por lamparones de óxido, eso debe serme concedido. Esto debe serme concedido. Hace lustros que esta noche se repite, tanto ha sido el tiempo que me han obligado a estar acá, va-

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ciándose en mi pecho la misma noche, el mismo día incendiado, en mis pulmones, que parecen re cuerdos extraños, neutrales. Las respiraciones, largos paseos atmosféricos, los alvéolos, sacos alveolares, destruidos, las pleuras despegadas, crepitantes, el enfisema, el ahogo, el crepitar de un tórax casi muerto, las bocas azules, cianóticas, la máscara de la vida, mal maquillada, es imposible. No. No puedo ser imposible. La villa descarga su indiferencia sobre mí, es imposible. Siento mis pechos, este pecho, como columnas de mármol con pensamiento propio. La luna se empequeñeció hasta brotar en el río. La luz, lodo intralunar, revuelto por la tormenta, se destiñó, caducó. ¿Para cada palabra existe una homilía? Los años apagándose en una casilla de correo postal, vacía, sola. La casilla de correos no recibió ni siquiera una esquela. Mis otoños, ¿ésa es mi edad?, se vierten uno en el otro, uno tras otro, aumentando mi incertidumbre. Perpleja en mí. Parva. Holga zana. Tengo mis dudas. ¿De lo que soy ahora, seré? Sí. No. Sé que el río ya se ha desbordado de su cauce, blo queando la carretera. La jauría de gatos no ha podido pasarse a la otra ribera. La oscuridad ha que dado aquí, varada, alargada por los cuerpos que ella misma remeda en la falda de los muros del pueblo. No me pregunto si aquí no hay cuerpos siquiera. Temo que ni yo estoy. Pero estoy. Las palabras retroceden. Los años reaparecen con dobleces. Cosida a mí, pero estoy. Líquido permeable, el aire entre la tormenta. Han quedado en venir a las tres con la muchacha nueva. ¿De dónde la habrán recogido esta vez? No lo sé. Nunca puedo llegar a saberlo. Quizá la lluvia los ha retenido, no la oscuridad, ni las nubes desorientadas, ni el miedo. ¿Es posible que se tomasen todas las precauciones? El río alimentado por la lluvia los tendrá inmóviles en la carretera. Las lenguas del agua habrán devorado otra vez el asfalto con el poder de la corriente. Uno de ellos habrá muerto tratando de cruzar el vado a lomo de un hero«Líquido permeable, el aire ísmo imbécil. Habrá muerto, se habrá ahogado, como hacen entre la tormenta. Han los dioses. Uno de ellos siempre muere o deserta. Que no sea quedado en venir a las tres ella. Que no sea ella, quien sea que ella sea. Se deben de haber con la muchacha nueva. refugiado, defendiéndose bajo el filón que asoma la barranca ¿De dónde la habrán de piedra, donde el río y la lluvia jamás pueden llegar. Siemrecogido esta vez?» pre lo utilizan. Acá estamos solas, la soledad y yo, esperándolos. Y aunque en el pueblo nadie sabe de nosotras, todos nos sospechan. Trecenas de pares de ojos, naturales espías, vigilan en la negru ra espesa, apenas sucia con el color del agua de lluvia. Sí. Las miradas se multiplican por cada noche que esperé, por cada metro vigilado, paralizando el pueblo. Quizá esa sospecha los mantiene despiertos y con los candiles secos y apagados, resguardados de cualquier ojo mordedor, orando contra nosotras, contra nuestra casa sin alambres, contra nuestras puertas de vidrio, contra nuestra piel, que se ha desenva sado de mí. Los mastines más viejos campanean en la oscuridad con los hocicos atentos, lo percib o como si yo fuese ya otra perra más. Sé que cada alma se ha desteñido, sin mí. La luna lloró sin jú bilo. Quizá los grillos cooperan, a pesar de la humedad, de la inundación. La que espía, desvelada por la tormenta entre cajas de cartón desordenadas y apiladas, ¿estará escribiendo lo mismo que yo? ¿Soy yo la espía? ¿El deseo es más fuerte / que sus fuentes / más intenso / que sus consecuencias? ¿Qué deseo descargado me ha encerrado aquí, entre tantas posibles noches? ¿Soy evitable en la vida? ¿A qué rotundo milagro me debo? La tela en las ropas me enfría. La lluvia nos relega, nos condena, a escribir. En el ático ya está todo listo. No he querido retirar las correas por miedo a que el encastre logre rodar el torno y el motor arranque. Una luz encendida a deshoras, desbordante de ojos mordedores, debería acusarnos de todo. No, mejor es esperar a que ellos lleguen con la muchacha nueva. Luego veremos. Siento pena por el macetero del fondo. Sé que la copiosidad de la lluvia lo inundará y el agua quemará sus raíces, matando, matándome por dentro, raíz por raíz. Yo he servido cuántas ve ces mis maceteros. Y ya es tarde para ingeniar remedios. Mañana plantaré nuevas plantas a las que servir y de las que preocuparme cuando, otra vez, llueva rabiosamente y ellos esté n por llegar de la ciudad, con la muchacha nueva, a tirar su carga. Eres hermosa, sí, servicio, raíces con raíces, nudos con nudos, oligoelementos libres, en el agua, se despiertan las larvas, la verdinegrura del macetero me describe, me describía. Luces a hogadas. A lo que sirvo me remito. Luces ahogándose. A trabajar. Amé el servicio. El servicio me amó. Una planta murió sin despedirse de mí. Mañana. Verde. Más verde y menos mañana. Hace muchos años que lo venimos haciendo y en cada ocasión, militarmente, llueve como llanto, el agua con el pelo liso, los nubarrones cónicos, casi estáticos, sin

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truenos y sin rayos, la silbatina de la ventisca apenas sensible en los bulbos de las orejas. La luna descornada por el diluvio. Pero hoy presiento distintas las circunstancias. ¿Qué ha cambiado? ¿Quién ha cambiado? ¿O sigo siendo inevitable? ¿Cómo permanezco? Nunca se habían tardado tanto. Nunca el cielo se había abierto así, con tanto arrojo. Nunca había muerto ella de seguro. Nunca la muchacha nueva los habrá retrasado tal vez. Mi macetero ha reventado de agua. Allí afuera, entre mordiscos y arañazos, los gatos ya deben de estar copulando. El pueblo se mantiene quieto y negro, cada vez más negro. Son las cinco. ¿Escucho la bocina? Los estoy oyendo. ¿Escucho la bocina? No. Es el claxon del tren de las cinco y treinta y cinco que la lluvia ha retorcido. Me preocupa. Reviento, entre pasos cortos, por la casa. La noche parte, trope zándose, a conquistar nuevas distancias, nuevas esclavas. Sin aceptar mis ordenanzas. Yo la contemplo. Mi relación con la noche no es una meramente de amistad o tolerancia. Y mi relación con la tierra no es una de protagonismo. Sino de abandono. De larva abandonada. De animal que, al moverse, es acosada por mandíbulas mordedoras en cada una de las patas. Sí. Y luego es dejada libre, por mejores presas. Sí. El servicio. Esto es así. Yo devuelvo la tela que me hizo, regreso las palabras que me encendieron, presento mis causas como efectos, de otras causas, más viejas o más potentes, sólo falta que mi tejido brote, muchacha nueva, cuerpo, cadáver, animal, colgajo devorado, brote, cobertura, para florecer de nuevo. De nuevo. Sí. Esto es así. Esto ha sido así. Todos los objetos obe decen las órdenes marciales de la noche. Los puños encuentran las caras. Los pezones abandonan los agujeros bucales que los mamaban. Los alambres clavan los postes y someten los campos antes de oxidarlos. Las guerras nos dentaron con las ganas de repetirlas. Todo conflicto bélico se remite a un escrito poco o mal entendido. Esquelas vacías. La paz surgirá de una escritura circular. Lodo, ahogo, testamento. La noche es larga, ocupa todos los pueblos, invade todos los tiempos verbales. Y ahora... Y ahora. Estoy preocupada. No vienen. Estoy reventada. Ellos aún no han «¿Cómo puedo descansar aparecido. ¿Están obedeciendo otras órdenes? Si ellos acatan esperando que la lluvia otras órdenes, ¿a quién obedecen mis senos fríos? ¿Cómo me amaine y ellos, obliga mi escritura? Ni la noche ni la lluvia han venido a anunuevamente, puedan larme. Yo no paseo sola por mis habitaciones con espejo. Yo no volver? ¿Ya soy otra ceso. Si llegase el amanecer sin ellos, otro día vendría ya permujer que se está diéndose. Tendría que subir al ático y cerrar los tarros, quitar las preparando desde ahora manivelas y devolver los cajones a su sitio. Causaría un gran para dormir?» relajo arrastrando el motor, el estruendo multiplicaría las sospechas. Posiblemente alguien convocaría a los gendarmes de la ciudad. No vendrían, por el río desbordado, pero tarde o temprano aparecerán. No tengo con qué sobornarlos. O sí. Ofuscada, dormiré todo el día con la soledad, el dolor, y sus molestias, hirviendo en mi cue rpo, marcándome, rebanada por rebanada. ¿Cómo puedo descansar esperando que la lluvia amaine y ellos, nuevamente, puedan volver? ¿Ya soy otra mujer que se está preparando desde ahora para dormir? Me abrazo. Y me des cubro las costillas incompletas con las manos. El frío, propagación de mis costillas. Me abrazo, me recibo. Es la única opción que me presenta mi espera, humana y eterna como una pérdida. Mi sole dad acorta mi estatura, sí. Sí, si estas palabras se regresan quedaré más corta. Muy chica. En silencio repaso los hijos perdidos y mis tatuajes, bajo mis camisones. Los tatuajes se ven muy viejos, y sus figuras se deformaron, pero duelen como si nunca cicatrizasen. Mis senos rajan la madera al apoyarse sobre mi mesa. El pezón mancha de tierra las hojas de papel, antes que mis manos y mis deseos lo hagan. Los binóculos del pueblo me buscan, me persiguen, como si yo fuese la órbita prometida. Escribo en la oscuridad. Los callejones de la comarca se ensanchan para contenerme y encadenarme, las paredes se tuercen como caderas, si lo que persigo en esta noche son caderas. Yo soy el nervio que los nutre, que los atrofia, si falto. La noche divide la tierra en dos ejidos, y en uno de ellos la noche está escribiendo en mí. Gravitar. Una escritura más concreta . Gravitar para resistir. El exilio que me pusieron. El éxodo me pesa hasta averiarme. Me arde la piel de hombros y pies. Si llegase el amanecer, con su tromba de vecinos falsamente confiados, y sus pájaros graciosos en el cielo como asteriscos sobre papel nuboso, no pasaría nada. Nada podría pasar. Las mujeres recitarán en sus charlas lo que repudian del día de ayer mientras lo remiendan antes de sepultarlo, y olvidarlo por completo. No sé recordarlos, como cláusula general. Los varones me destazarían entre las mandíbulas de sus preguntas y sus comentarios. Mi pelo se habrá tostado por la humedad. Nada. Podría

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mamar mis propios senos, para calentarlos, así de fría estoy. El vientre, que lo siento lleno a veces. Engañoso. Nada. Quizá estoy pensando la escritura en la oscuridad, como pensando una capucha, una guanteleta, una bolsa plástica. Me he puesto el gabán, en el caso de que deba salir a abrirles el portón de rejas. Aunque ya no veo nada, sé que la lluvia ha cesado. La noche arrasa, resistiéndose. El silencio le produce más oscuridad al ojo. Seis y pico casi. No me siento más en la silla por temor a que las reglas me hagan doler los nervios. No vienen. El silencio es unánime. Así declina la noche al amanecer. La lluvia ha acobardado todos los gallos, ni modo. Ni modo. Ellos faltarán. Y ella. Las sombras de los gatos en los techos se repasarán sobre las de ellos toda la mañana, hasta borrarlas. Donde tendría que haber una mujer, se enroscará un animal. El ladrido de los mastines hacia mí, hacia mi olor de perra desconocida, retorcerá los deseos que sentí. ¿Cómo puedo sentir deseos si ellos aún no han venido? ¿Palabras? ¿A través de las palabras? Palabras. Temporadas de caza, en ellas. ¿Escucho la bocina? No. Debo durar hasta la próxima noche, hasta la próxima muchacha nueva. No, esto no me será concedido. También me ha preservado, mi escritura, entre tantos codos, rodillas, cabezas. Ojos y hombros. Glándulas. Prótesis. Señales nerviosas inconfundibles. No puedo publicarle a mi cuerpo lo que mis glándulas me demandan. Gravitar para resistir. Por algo me exiliaron. Mi escritura me desnacionalizó. ¿Por qué me exiliaron? Por algo me escondí en este pueblo. ¿Por qué me escondieron? Capaz que no han identificado a nadie y han decidido no retornar con el valijero vacío, a enfrentar mi enojo, mi ira desproporcionada, mi palabra soez. Nunca no encuentran a nadie. Debo desear. Yo, los senos tibios. Los senos fríos. ¿A qué milagro abusivo me entrego? ¿Con qué ojo tentador debo mirarme aceptar las cosas? No. No. No. Inf inítuples, enescientos, no. Me entretendré con pensamientos soeces, nítidos como luciérnagas, divertidos como grillos, secretos como un grupo de ciga rras en mi campo. No quiero encontrarme en el espejo. Más franca, más bella, más sola. Me arden los huesos de hombros y pies. Los pares de clavos. ¿Qué va a pasarme cuando mi tristeza ya no me embellezca? ¿Qué va a pasarme? Las nubes, inmóviles en el cielo, se tiñen de acero. Al horizonte lo baña la luz, también acerada, de la tormenta que nos visitará por la mañana. Estas palabras, estos movimientos verbales, ¿son los verdaderos acereros? Las venas al pueblo. Por favor, las venas al más ruin de los pueblos. Con que se abran las puertitas del almacén y el pueblo erupciona. Sólo para volver a apagarse entre d os tazas de agua vieja y algunas galletas de campaña secas y calientes. La humedad ambiente se empoza en vasos plásticos abandonados, las planchas metálicas de los techos se abrillantan sin secarse. Las vacas, más recientes que las montañas de estiércol, ya no producen estiércol. De las voces secas, como de los rostros ahumados, se ha cercenado toda expresión, toda vibratilidad. En el pueblo podrían dragarse diez ríos, y levantarse cien muelles, que ningún barco zarparía o atracaría en ellos. Por allí cerca, tapado, el sol amenaza. Hoy no lo veré. Luz. No lo lograron. La luz, con sus granadas. ¿Ya se pudrieron? ¿Las palabras, los sonidos, las flores, los oligoelementos, ya se pudrieron? ¿Huí a los rincones de la habitación? ¿Sobre qué mujer están escribie ndo los hombres que escriben? ¿Qué mascota, más afable, y menos violenta, será pregonada? «Las nubes, inmóviles en el cielo, se tiñen de acero. Al horizonte lo baña la luz, también acerada, de la tormenta que nos visitará por la mañana.»

La ciudad que estaba tan cerca. Solamente pido que no los agarren. Que no los agarren. No le temo a la muerte. Le temo a la vida que la niega o que espera por ella. Debo recordarlo o dudarlo todo. ¿Qué debo elegir? Yo. ¿Cómo debo elegirte? Ojos, ahogo, lubricación, flotabilidad. Esto que está aquí, ¿a quién se lo entregué? Mis poderes, infinítuples, enescientos, me han sido renegados. Yo. ¿A quién? ¿A cuántos estoy olvidando? ¿Cómo los hombres del pueblo me han ahogado, la lluvia inundado, las máquinas encajado en sus celdas de engranaje, las palabras destazado, para olvidarme? El espejo en la habitación no me sirve de prótesis, quedo colgajo de mi visión. Luz reflejada. Luz poluta. La luz no puede gobernarme. La noche no supo cómo aspirarme hacia la muerte. La soledad matinal abulta las hojarascas, soplándolas, y me llama, me aúlla, me exige que salga a pregonarla como soledad, fuerza territorial, a denunciarla como régimen, a volcarla sobre una taza de agua vieja, a untarla en una galleta de campaña seca y caliente. Yo no debo salir. Yo no digiero el agua. Yo no sé masticar. Yo no camino tibia sobre un astro. Si todavía existen posibilidades de olvidar, es

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que la vida aún no termina. La nueva noche será mi adoratriz o no será. Quizá al mediodía me due lan los senos. Cerraré los tarros, quitaré las manivelas y devolveré los cajones a su combinación original. La ciudad que estaba tan cerca. Y no lo lograron. Sé que llegará el policía. Pero nunca dura tanto como con la muchacha nueva. Los grillos hacen eclosión y la grama del fondo se ha llenado de ranitas negras. Los orificios de las lombrices salpican la tierra. Las lombrices me pretenden, me reclaman, en el árbol de paraíso. El desvelo, y su sueño profundo, durmiendo en cabezas paralelas, rebullen en mi cabeza, hasta modificarla. Vendrán. Mis ojos, pensando pensamientos paralelos. Vendrán. Alteración. Esta nueva noche vendrán, no lo sé. Saldré a buscarlos, tampoco. Me abrigo más, coloco mi frazada sobre mi gabán. La tela en las ropas se enfría. Las nubes de acero no pueden moverse. Esta nueva lluvia me romperá en cien mil escrituras distintas. Los gatos negros y turbios ya se han dispersado. Dormiré perfecta. Mejor que los grillos. Mi pelo se estará tostando. En cuerpo paralelo. Cada minuto. Abandonada. © Topogenario

Topogenario. Escritor nicaragüense (Managua, 1980). Ha publicado la novela Fat boy (Montevideo: Gráficos del sur, 2010) y el libro de relatos Volumen con la editorial Leteo Ediciones (2013). Está incluido en las antologías ¡De Acá! Algo de narrativa joven uruguaya de ahora (Uruguay: Rebeca Linke editoras, 2008) y Flores de la Trinchera, narrativa nicaragüense (Fondo Editorial SOMA. 2012). Blog: http://topogenario.blogspot.com.es.

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Narradores Ramiro Sanchiz

Montevideo (Uruguay), 1978 http://aparatosdevuelorasante.blogspot.com.es/

*** Estudió literatura y filosofía en Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación (Universidad de la República Oriental del Uruguay). Jamás se recibió. Periodista cultural y escritor, también fue librero, telemarketer, técnico en reparación de PC y redactor de contenidos para dos ONG. Ha publicado los libros de relatos Algunos de los otros (2010), Del otro lado (2010), Los otros libros (2012) y Algunos de los otros redux (2012, descarga gratuita), además de las novelas y nouvelles Perséfone (2009), Nadie recuerda a Mlejnas (2011), La vista desde el puente (2011), Los viajes (2012), Trashpunk (2012, descarga gratuita), La historia de la ciencia ficción uruguaya (2013), El orden del mundo (2014) y Ficción para un imperio (2014). Relatos suyos aparecieron en revistas como Lento, Próxima, Letralia, Axxón, Diaspar, Ad Astra, Cosmocápsula, Grupo Erizo, If, Galaxies, The Buenos Aires Review y Narrativas, entre otras, además de en antologías de Uruguay, Argentina, España y Alemania. Ha sido traducido al francés, al italiano, al lituano y al inglés. Como periodista trabaja en crítica y reseñas de libros para el periódico montevideano La Diaria y para varios medios online. Vive en Montevideo con su esposa Fiorella y su hija Amapola. Hace muc hos años tocaba la guitarra, cantaba y componía en una banda de metal alternativo.

*** Entrevista NARRATIVAS: ¿Cómo resumirías tus comienzos literarios y el camino recorrido hasta ahora? RAMIRO SANCHIZ: Es difícil, porque hay cosas que pasan muy atrás en el tiempo y la memoria se pone difusa; hay cosas que te podría contar que no son realmente recuerdos míos sino más bien cosas que contó mi abuela muchas veces y que terminé asimilándolas a lo que sería la na rrativa de mi vida; por ejemplo que a los cuatro años dibujé una historieta de piratas, cosa que no recuerdo de hecho haber visto jamás. A la vez, por mucho tiempo sobrevivió en casa de mis padres un montón de hojas grapadas que tenían como título «El soldado» y que eran un cuento mío, con ilustraciones, aunque nadie sabe en la familia cuándo fue escrito y dibujado. Sí re cuerdo, entre los seis y los siete años, transcribir en un cuaderno (de tapas azules) las cosas que leía en una serie de fascículos de (y sobre) Jacques Cousteau, que era algo así como mi héroe entonces. Eso quiere decir que el primer acto de escritura que recuerdo de verdad es una apropiación. Quizá no era lo que pensaba entonces, claro, pero ahora me resulta fácil nombrarlo de esa manera, cosa que, evidentemente, su significado tiene más que ver con cómo me imagino ahora que con una verdadera precisión del comienzo de mi afición por escribir. Después, a los 12, más o menos, empecé a entender la cosa de otra manera, muy inf luido por Isaac Asimov, a quién había descubierto hacía poco, y empecé a esbozar relatos y notas de divulgación científica. Armé una revista con un compañero de secundaria, allá por 1992; sus padres tenían una Apple IIE, algo todavía bastante raro y fabuloso en el Uruguay de principios de los noventas (yo tenía una ZX Spectrum y lo máximo a lo que aspiraba todavía era a una Commodore 64) y él se las arregló para diagramar e imprimir varias copias de lo que, por darnos un poco de importancia, podríamos considerar como uno de los primeros fanzines de ciencia ficción uruguayos (exagero, claro, pero lo cierto es que no había muchos fanzines del género entonces). Después conocí a la gente del Movimiento Uruguayo de Ciencia Ficción y Fantasy, que empezaban a moverse para relanzar Diaspar, una revista que había visto su primer número en 1989; salió finalmente en 1995, con un cuento y una reseña mía (de un fanzine argentino; ahora me resulta curioso que mi primera publicación profesional haya sido doble, ficción y crítica), y sólo fue publicado un número más, a los pocos meses. Por ese entonces yo quería ser bioquímico, pero llegado el momento, no recuerdo bien por qué, me anoté en la facultad de humanidades, en las licenciaturas de filosofía

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y letras. Por esas épocas publiqué cuentos en revistas de Argentina y España, y también en los libros anuales que sacaba un concurso de narrativa escrita por jóvenes muy popular en el Montevideo de aquellos años. Después, entre 2002 y 2006 me dediqué mayoritariamente a la música. No dejé de escribir, pero sí tenía la atención puesta en un 80% en componer y tocar. En algún momento entre 2006 y 2008, sin embargo, entendí que no era un músico de verdad y que ya no había mucho que hacer: mi banda se había disuelto y no tenía ni la fuerza ni la voluntad para formar una nueva y tomármela en serio. Así que me dediqué a la escritura a tiempo completo, digamos... o el tiempo que me dejaban libre los trabajos que tenía entonces, casi todos como vendedor de libros, pero también con temporadas de telemarketer y técnico en reparador de PCs. Mi primer libro publicado en Uruguay fue una nouvelle, Perséfone, que salió en septiembre de 2009; por esas fechas también empecé a colaborar regularmente con La Diaria, un periódico de Montevideo, reseñando libros y a veces alguna que otra película. N.: Uno de los géneros que más a menudo abordas en tus obras es el fantástico, y más en concreto la ciencia ficción. ¿Qué ofrece de específico este género en comparación con otros géneros narrativos? RS.: Para empezar no creo que sea un género, en el sentido en que lo es el policial, por ejemplo, o la novela histórica. Incluso si lo expandimos a lo que sería la «narrativa fantástica», englobando lo fantástico propiamente dicho (yo soy bastante tradicional en este sentido: para mí lo fantástico es la irrupción de algo incomprensible o irreductible a la lógica y la razón en la realidad cotidiana, como vemos en, por ejemplo, los cuentos de Cortázar), la fantasía ( El señor de los anillos, etc) y la ciencia ficción, de todas formas no veo mayores argumentos para distinguir «eso» de la «literatura a secas». Me parece un error entender a la «alta literatura» (que, por otra parte, remite a un concepto ya perimido) como estrictamente realista o incluso de un realismo más o menos ampliado; la ciencia ficción, para mí, entonces (y no soy original en esto: lo dice también, por ejemplo, Jonathan Lethem), es literatura y punto. O, si querés, los géneros de la CF pasan por variantes muy específicas: la CF dura, la CF ciberpunk, la CF steampunk, las ucronías, etc. Esto al menos desde la década de los 50s, cuando los viejos moldes de la ciencia ficción publicada en revistas en Estados Unidos (la llamada «edad de oro») ya no convencían a nadie. De hecho, por aquel entonces muchos escritores (Harlan Ellison, por ejemplo) preferían hablar de «ficción especulativa»; eso querría decir, quizá, que la cf, género o no, procedimiento, lenguaje, como quieras entenderla, nos permite especular sin las ataduras imaginables en la narrativa realista. No estoy seguro de que esto funcione del todo, pero puede se r un punto de partida. En cuanto a lo que yo escribo, creo que no tengo ningún texto 100% realista ni tampoco ningún texto que los lectores más puristas de la ciencia ficción puedan entender 100% parte del género… aunque eso nos llevaría al comienzo de est a respuesta, ya que nadie sabe si existe algo así como un texto «100% ciencia ficción». N.: Federico Stahl es el personaje protagonista de buena parte de tus obras. ¿Qué representa este personaje en el conjunto de tu narrativa? ¿Podría considerarse tu alt er ego? RS.: Es el protagonista de todo lo que he escrito desde 2006, en realidad; si no aparece como narrador lo hace como personaje o como recuerdo o como alusión o, incluso, como autor ficticio de ciertos textos. ¿Qué representa? No me lo he planteado nunca en esos términos. Supongo que es una manera de articular una única novela o macronovela, de la que todo lo que publico termina siendo nada más que capítulos. También es un no-personaje, en el sentido de que muchos de los textos lo incorporan en variantes de su vida y su historia (algunos de esos textos incluso abordan ucronías, en tanto variantes o alternativas a la historia del mundo tal como la conocemos) y por lo tanto nunca es «realmente» el mismo y sí, digamos, un campo de posibilidades. En algunos casos sí podría parecerse a un alter ego del autor «real» Ramiro Sanchiz, pero las premisas del proyecto hacen que en otros textos eso no pueda o no deba ser así. En Perséfone o Vampiros porteños sombras solitarias (incidentalmente lo más «realista» que he escrito) Stahl sí se parece bastante, a nivel historia de vida y opiniones, a mí (con algunos cambios, claro); en El orden del mundo o La vista desde el puente, la distancia es mucho mayor. N.: Algunos de los otros - Redux o Estrategias son obras que has reelaborado, ampliado o rescrito con posterioridad a su primera publicación. ¿En qué momento consideras que puede darse por finalizada definitivamente una novela o un relato? RS.: Nunca, o, mejor dicho, cuando me muera. A mi entender, al menos, de ac uerdo a cómo yo siento las cosas; respeto a los escritores que jamás vuelven a lo que publicaron, es sólo que de alguna manera la naturaleza de mi proyecto hace que piense más o menos lo contrario. Es decir, no considero terminado a ninguno de mis textos, lo cual no quiere decir que todos estén siempre siendo revisados, revisitados, reescritos. Pero todo el tiempo surgen las ganas de volver a algún texto en particular, y a veces es por motivos editoriales (un cuento que me piden para algún

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lado, un libro que se reedita, etc), otras por asuntos relacionados con el proyecto en sí (es decir, algo que incluyo en un texto escrito ahora puede influir, modificar, mutar lo que está escrito en textos anteriores, y entonces estos son revisados), pero hay textos a los que, hasta ahora, no se me ocurrió regresar. No quiere decir que estén «terminados». Creo, más bien, que los textos tienen una vida. Por ejemplo: Hace un par de años escribí «Árboles en la noche», un cuento sobre unos niños que encuentran, o creen encontrar, un extraterrestre en la orilla de una laguna; uno de ellos es contagiado de una enfermedad no especificada, y quizá muere, y el final, de esos que podemos calificar, digamos, de «abiertos», puede que le dé un matiz de «terror» al relato, en el que, sin quererlo y por inercia y por entusiasmo, metí algunas construcciones relativamente lovecraftianas. Cuando la gente de The Buenos Aires Review (Pola Oloixarac, Martín Felipe Castagnet y las traductoras al inglés que trabajaron con el texto) lo eligieron para su publicación, me comentaron que en inglés la cosa lovecraftiana quedaba medio exacerbada y me propusieron una edición. La acepté, por supuesto, y el cuento sin duda fue mejorado, tanto por ese trabajo de poda como por la traducción en sí. Entonces ahí ya hay un cambio, una evolución del texto. Y eso no termina ahí, porque pronto será incluido a un libro de relatos, en una versión que será trabajada por mí a partir de la edición de The Buenos Aires Review. El resultado serán tres cuentos ligeramente distintos (el original, el editado para TBAR, el del libro) o tres momentos en la vida del texto. Que no tendrá por qué detenerse ahí, por supuesto, siempre y cuando yo sienta el deseo de volver a trabajarlo. N.: En tus obras hay continuas referencias a la cultura pop, a la música moderna y al cine más actual, así como a ciertas formas de creación que encajarían en lo que los americanos denominan cultura pulp. ¿Todo ello formaría parte de un mismo concepto de cultura, o hay diferencias entre lo que sería una cultura más distinguida o elevada, y la cultura popular? RS.: Creo que no puede haber un único concepto de cultura. En las redes sociales quedan visibilizadas diversas comunidades de lectores (o espectadores u oyentes, no importa) que manejan sus propios criterios de valoración y validación; cada comunidad tiene su noción de «cultura» (descartando el sentido amplio o antropológico, por supuesto, en el que cualquier producción simbólica remite a la cultura), y yo (cualquier persona en realidad) podría pensarme como viviendo en la intersección de varias comunidades de lectura, de modo que puedo manejar varias nociones de cultura o armar una, la personal, nutriéndome de lo que saco de acá y allá. Por otra parte creo que hay un proceso también en eso que ha sido llamado la literatura «pop»; el libro de Eloy Fernández Porta, Afterpop, retrata un momento muy interesante de ese proceso, y ahora podríamos pensar en manejar el mismo tipo de procedimientos que antes eran empleados para hablar de, digamos, Joyce o Flaubert, para hablar de Parallax o Thanos, o con las novelas de Philip K. Dick y la música de David Bowie. Evidentemente estoy armando un recorte, y seguramente también ensamblando una jerarquía, pero eso es posible porque el input, digamos, ya no está jerarquizado. O, mejor dicho, puede ser jerarquizado de diversas maneras. Esto, por supuesto, sigue generando el rechazo del tipo de gente que cree haber gastado muchos años de su vida en familiarizarse con un saber, y que, por lo tanto, asumen la posibilidad de hablar desde ese saber y ordenar el campo desde ese saber. Pero en realidad esa gente no es más que otra comunidad de lectura. Justo ayer pensaba en eso al ver la excelente Birdman, de Alejandro González Iñárritu; hay una escena en que el personaje de Michael Keaton, que había interpretado a un superhéroe en el cine, se enfrenta a una crítica teatral que lo ataca en base a una distinción entre «arte» de verdad y la cosa «masiva» que representan las películas de superhéroes. La película, al final, complejiza de un modo muy interesante esa separación. N.: Aparte de la escritura como tal, ejerces también la crítica literaria. ¿Qué aspectos te parecen esenciales en una obra a la hora de reseñarla o enjuiciarla? RS.: Primero, que la crítica la ejerzo o la construyo desde mi lugar personal, desde mi proyecto, desde mi perfil público (que no tiene por qué coincidir con el «Ramiro Sanchiz real», sea quien sea, alguien que, en rigor, tampoco está en estas palabras), así que no pretendo hacer afirma ciones con pretensión de «verdad», ni mucho menos. Por el contrario, entiendo a la crítica como una ficción, al mismo nivel que el texto que la motivó. Pero eso no implica no generar valoraciones, positivas o negativas, aunque evidentemente la crítica ante todo (me parece) debe presentar una lectura de la obra en cuestión, una puesta en relación con lo producido anteriormente por el autor, con sus colegas contemporáneos y con la(s) tradición(es). Pero si pienso en alguna forma de criterio, digamos que si una novela se presenta claramente a sí misma como un policial clásico pero falla a la hora de presentar a los sospechosos o tiene un desenlace tonto o traído por los pelos, ahí falla la cosa. Creo que si una obra no cumple con la manera que tiene de presentarse a sí misma, hay algo así como una contradicción. Eso puede ser el plan, por otra parte, pero si no lo es, si no hay señales de que lo sea, podemos pensar ahí en una manera de señalarla como deficiente.

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N.: ¿Qué hay en la cabeza de Ramiro Sanchiz antes de ponerse frente a una hoja en blanco? ¿Cómo concibes tus historias? RS.: Quisiera responderte que está el mundo que me interesa construir en los libros, pero es una respuesta pretenciosa, una respuesta de mierda. Te diría que hay cierto juego combinatorio, que surge de la naturaleza misma del proyecto, pero mentiría si dijera que todo lo que se me ocurre pasa por ese lado. En realidad está el misterio de la inspiración, algo en lo que ya nadie dice creer porque parece pasado de moda o ingenuo. Pero en rigor no s abemos gran cosa del proceso por el que surgen las ideas. Creo, por supuesto, en el trabajo, en la escritura, la corrección, la reflexión, etcétera, pero hay un momento, misterioso si se quiere, en el que esa masa amorfa de cosas leídas y escuchadas y vividas se retuerce y escupe algo que, de repente, se siente como viable para un cuento o una novela. El resto es buscarle la vuelta, desarrollarlo como llegamos a creer que merece o demanda. Por eso muchas cosas se me han ocurrido leyendo: voy recorriendo una novela o cuento, por ejemplo, y me imagino para dónde seguirá, pero después resulta que el autor eligió otro camino. Entonces voy un poco hacia atrás y convierto a mi predic ción fallida en un relato en sí mismo, mezclado con esto y aquello. Y después hay ideas, programas, procedimientos. Todo eso sirve. No tengo ni quisiera tener un «método» único. La idea en sí me resulta muy poco interesante. N.: Como lector, ¿cuáles serían tus preferencias en el terreno de la narrativa en castellano y tus autores favoritos? RS.: Borges. Y después, a cierta distancia, Bolaño, Fresán, Fogwill, algo de Aira, de Laiseca… y podríamos seguir nombrando… Marechal, algún Bioy, algún Cortázar, Macedonio, Felisberto Hernández, Mario Levrero, Osvaldo Lamborghini, Juan Carlos Onetti, Lezama Lima, no sé. Es gente que me interesa; influencias «reales» no te podría decir fácilmente quienes son, más allá de Borges, claro, que, si se lo lee, se vuelve inevitable y necesario. O, en todo caso, sí tengo claro que, en general, los escritores que más intervinieron en mi cabeza no fueron hispanoparlantes sino más bien de las literaturas de lengua inglesa: Pynchon, Philip K. Dick, J.G. Ballard. Después me interesan mucho algunos de mis contemporáneos; hace no tanto un escritor amigo me dijo que no había que nombrar a los colegas porque es fácil olvidarse de alguno y después empiezan los líos; pero a la vez creo que hay que aprovechar cada espacio de visibilidad para traer a colación los nombres o proyectos que resultan de interés: Patricio Pron, Juan Cárdenas, Pola Oloixarac, Juan Terranova, Juan Manuel Candal, Daniel Mella, Fernanda Trías, Agustín Fernández Mallo, Mauricio Murillo, Agustín Acevedo Kanopa, Pedro Peña, Rodolfo Santullo… N.: Por último, ¿en qué proyectos literarios está ahora trabajando Ramiro Sanchiz? RS.: Estoy terminando una novela. Qué haré después aún no lo he decidido. Hace más de tres años que vengo tomando notas para lo que debería ser una novela larga, pero larga en serio. Quizá la empiece este año.

*** Relato

LOS SUEÑOS DE LA CARNE por Ramiro Sanchiz para Pedro Peña Lo que sentí cuando la vi en la playa, imagino ahora, fue más o menos lo mismo que habría sentido de haber pasado días distraído, ausente de mis rutinas y quehaceres, buscando en mi memoria un recuerdo sin saber por qué ni haciéndolo de manera consciente o del todo consciente. Y al final, cuando el recuerdo aparecía, podía pensar que todo había cambiado, que mi vida debía ser otra, que yo, ante esa revelación, debía ser otro. Pero pasaban las horas y los días y todo volvía a disolverse. Si había experimentado un cambio, ese cambio se perdía. Si había entendido algo a partir de mi recuerdo, ese algo se confundía con todo lo que daba por sentado sobre el mundo y sobre mí. Se lo

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llevaba el viento, como la luz de la mañana disipa a los sueños. Lo cierto es que la encontró un pescador, muy temprano. Después se sentó ante su cuerpo el loquito del pueblo, como le decían mis abuelos, que en realidad se llamaba Emilio y, se dijo después, había presentido días atrás que la ballena iba a encallar. A mí me gustaban sus historias, pero todos los adultos decían que había que evitarlo y yo terminaba por hacerles caso. Creo que ese día dejó la playa cuando empezó a bajar todo el mundo. Yo me enteré por Marcos, mi vecino, qu ien a su vez lo supo porque su padre había bajado temprano a la playa. Para media mañana ya estábamos allí todos los niños de Punta de P iedra, alrededor de aquel cuerpo gigantesco y muerto. Todavía no había empezado a oler, excepto por el olor a mar espe so, a la salitre concentrada, y le correteaban por el lomo toda clase de cangrejos y otros bichos de mar que no supimos identificar. Y no fue de inmediato que nos dimos cuenta de que era una ballena. P odía haber sido cualquier cosa, un dragón, un monstruo, hasta que alguien dijo esa palabra, nunca supimos quién fue, y pronto quedó claro qué era, a qué criatura pertenecía el cuerpo varado. Esa noche busqué entre los libros de mi abuelo la enciclopedia de tapas verdes en la que, suponía yo, se hablaba de todos los animales que existían y habían existido. Y en el tomo dos, bajo la entrada «Cetáceos», la encontré. Yo no sabía nada de ballenas, pero le yendo aquel largo artículo (no leí otra cosa durante esa semana) me enteré de que las había con dientes (los cachalotes, las orcas) y que las había con barbas, y que «Todavía no había entre las diversas formas que tomaban esas ballenas con barbas empezado a oler, excepto la que había aparecido en la playa tomaba la de la Ballena Azul por el olor a mar espeso, o quizá la del Rorcual. Pronto empe zaría a descomponerse, a a la salitre concentrada, desmoronarse, así que lo que pudo verse en aquellos primeros y le correteaban por el días era todo lo que íbamos a saber de su forma. Creo que un lomo toda clase de grupo de gente del pueblo intentó tomar me didas. No sé qué cangrejos y otros bichos resultado tuvieron sus esfuerzos; creo que ninguno, porque de mar que no supimos cuando vinieron a llevarse los hue sos nos pregunta ron por el identificar.» cuerpo y sus formas y nadie supo responderles, o nadie quiso hacerlo. Mi abuelo estaba preocupado por lo que llamaba mi «obsesión». Una noche llegó a decirme que aquella enciclopedia estaba hecha de mentiras y que el tipo de ballena que había encallado en la playa no aparecía en sus páginas porque era «otra cosa». Después, a la mañana siguiente, se arrepintió y me dijo que estaba bien que leyera e investigara, pero que no me hiciera ilusiones con res pecto a lo que pudiera sacar en limpio porque el cuerpo estaba muy deformado y porque la enciclo pedia era vieja. Pero la noche anterior, según mi abuela, había estado borracho. Para mí no tenía importancia; en última instancia, pensé, la enciclopedia era suya. Creo que fue poco después de esa primera semana, a medida que los huesos empezaron a sobresalir y lo que debía ser la piel de la ballena a desmoronarse y ceder, como una gran masa de plástico que empezaba a derretirse lentamente y a traslucir una armazón metálica sub yacente, cuando empezaron a escucharse los relatos de balleneros y de todas las ballenas que habían encallado en Punta de P ie dra. Alguien dijo —y yo no pude verificarlo, ni tampoco mis amigos— que los avistamientos de ballenas eran tan antiguos como el pueblo, o incluso anteriores, ya que en los más viejos relatos de exploradores que pasaban por la zona en tiempos antiquísimos suele haber alusiones a las colas, los surtidores y los saltos de estos animales, a veces confundidos con dragones o serpientes marinas. Un día acompañé a mi abuelo al bar de las afueras del pueblo; era un miércoles por la tarde, creo, y cuando llegamos descubrí que el paseo tenía como propósito que yo escuchara las historias que contaba un hombre bastante mayor, probablemente más que mi abuelo, al que yo nunca había visto antes en el pueblo. Después de pasar casi dos horas escuchándolo me pareció que de alguna manera lograba acaparar para sí todas las historias que se escuchaban por allí, como una suerte de enciclo pedista o memoria lista de las tradiciones del pueblo. Porque habló de los huesos de ballena que habían sido usados en la construcción del ya para los años de mi infancia abandonado Gran Hotel, de las costillas de ballena disimuladas en la nave de la Catedral, de la gran pintura «Escena de la

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caza de ballenas» expuesta en el cabildo, de las ruinas del astillero al noreste, de los arpones que todavía podían verse en el Club de Pescadores y de muchas cosas más, que pronto olvidé. Sí me importó dar con la pintura aludida y con los arpones. Los últimos no fueron un problema: convencí a mi amigo Marcos de que me acompañara y fuimos en bicicleta al Club de Pescadores, al sur del pueblo. Yo sabía por relatos de mi familia e incluso por fotografías que el lugar había visto mejores momentos, pero por aquellos tiempos estaba prácticamente abandonado y sólo servía para la fiesta de bendición de los barcos, el dos de febrero, cuando las mujeres de los pescadores pasaban todo ese día limpiando el lugar y acondicionándolo para el festejo. Los arpones, entonces, estaban apoyados contra una pared, en uno de los rincones del salón más grande. Me parecieron, en realidad, nada más que pedazos de metal con cierta forma puntiaguda. La pintura, en cambio, sí me impresionó, pese a que se encontraba en mal estado. Marcos creyó reconocer el paisaje de Punta de P iedra como fondo, pero yo no logré verlo. Había un mar embrave cido, un cielo completamente irreal, dominado por vórtices o por un gran remolino de nubes o de espacio, capaz de tragarse a la luna y las estrellas; había también un barco un poco a lo lejos y varias barcazas entre las olas, una de ellas, me pareció, suspendida en el aire; y había, por último, un monstruo gigantesco, algo que parecía más bien la pesadilla de un ballenero demente y no una ballena real. No podía serlo. Porque esa criatura no podía pertenecer a un orden natural, a un mundo en el que las ballenas hubiesen evolucionado de otras criaturas emparentadas con los antepasados —como decía la enciclopedia — de los hipopótamos o los ciervos. «También recuerdo otro Porque era única. No había género o especie posibles, sólo la idea día, bastante posterior a esencial de monstruo, de abominación, de peligro supremo. Para la aparición del cuerpo, empezar era muy difícil distinguirle la forma completa. Había una en que Marcos me avisó gran cabeza, sí, pero no era fácil decir cómo se continuaba el que un grupo de cuerpo o exactamente cuántas partes tenía la mandíbula, cortada científicos había venido por las olas. Además, unas aletas que se veían cerca de uno de los barcos y la gran cola que asomaba desde atrás de las olas no parede la capital y estaba cían estrictamente biológicas, propias de una criatura viva, sino examinando a la que resplandecían con tonos metálicos y lucían perfiles demasiado ballena.» duros y complejos, casi como si dejasen entrever un armazón de poleas y piezas articuladas. Lo mismo pasaba con los ojos, que centelleaban como una fragua, y con el vapor que brotaba del respiradero, en el que parecían adivinarse —sin que llegase a apreciarse del todo de qué se trataba — formas de grandes ruedas dentadas. Cuando le conté a mi abuela lo que habíamos encontrado en el club y en el cabildo me contestó que nadie en el pueblo conocía a aquel hombre del bar, que así como había aparecido se había ido y que nunca se supo de dónde venía ni cómo se ganaba la vida. La pintura, además, bien podía ser una falsificación, del mismo modo que los arpones haber sido usados para cualquier tipo de pesca, no necesariamente de ballenas. No entendí bien qué quería decirme con eso, pero en su momento aque llas afirmaciones me entristecieron, como si establecieran que de la ballena yo iba a poder saber poco y nada. También recuerdo otro día, bastante posterior a la aparición del cuerpo, en que Marcos me avisó que un grupo de científicos había venido de la capital y estaba examinando a la ballena. Entonces la carne había casi desaparecido por completo, reducida a una mínima espuma solidificada en la que se adivinaba algo así como los extraños perfiles de los que habían sido los órganos del animal, casi todos eventualmente devorados por las aves marinas y los gatos callejeros que bajaban a la playa. Algunos niños pasamos esa tarde escuchando a una mujer que había venido con los científicos, seguramente una científica ella misma, muy elocuente e interesante en su manera de explicarnos la importancia del hallazgo y la historia natural de las ballenas. Algunas de las cosas que dijo eran parecidas a las que yo leía y releía en la enciclopedia, pero otras diferían notablemente. Dijo, por ejemplo, que las ballenas hacia siglos que existían en números pequeñísimos y que por esa razón encontrar una muerta en la playa era un acontecimiento singular. Después mi abuela —y otras personas del pueblo, al enterarse de lo que nos había dicho esa mujer — la desmintió por completo: la que había aparecido encallada no era ni por asomo la única ballena en morir en nuestra playa. Era,

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incluso, un hecho relativamente frecuente, que sucedía como mínimo cada ocho años. Durante mi vida, sin embargo, eso no había sucedido nunca, o al menos yo no podía recordarlo. Pero después de escuchar esas palabras de mi abuela empecé a entrever, a veces en el fondo de los sueños, en esas certezas que asoman en los sueños, a veces incluso al leer la enciclopedia o al escuchar historias de la ballena contadas por otras personas del pueblo, una suerte de fondo de memoria, de recuerdos apelotonados y apretujados en una masa difusa e informe. Parcialmente, jamás con claridad, entonces, creí recordar que yo había caminado con mis padres por la playa y señalado la forma gigantesca de una ballena varada. En algunos de los recuerdos parciales o fragmentarios esa escena sucedía por la mañana, con la luz celeste, casi verdosa de las mañanas de P unta de P iedra, pero a veces se me aparecía —como algo de lo que era apenas consciente, plantado cerca del punto ciego de mis ojos— bañada en la luz color sangre del atardecer. En otras ocasiones, incluso, era con mis abuelos que paseaba por la playa, y a veces también me veía cerca del cuerpo, cerca de la boca de la ballena, en la que creía encontrar dientes, como si se tratase —según aprendí en la enciclopedia— de un cachalote. Y yo siempre era un niño pequeño; me costaba caminar y reclamaba todo el tiempo la mano de quien me acompañara. (Entre los despojos de la ballena jamás encontramos barbas o dientes; la mujer que vino con los científicos nos dijo que el cuerpo estaba demasiado deformado por la descomposición como para determinar a qué familia de ballenas pertenecía.) También estaba la cuestión de las historias que se contaban por «Entre las muchas ahí. Con Marcos recorríamos la costanera y escuchábamos las ilustraciones del libro conversaciones en los miradores, en el farallón y en los restauranhabía una que tes, y después tratábamos de sacar ideas en limpio. Había, des permanece en mi cubrimos, muchas historias como las que sugería mi abuela, rela memoria. En un paisaje tos de momentos del pasado en que otra ballena terminó por morir montañoso, una ballena en nuestra playa. También —entre lo que escuchábamos por ahí y alada ataca a un lo que nos contaron en el Cabildo y leímos en un par de libros de hombre montado a historia de Punta de P iedra— empezamos a entender la escala de caballo.» tiempo im plicada, en la que los últimos barcos balleneros partieron del puerto cientos de años antes de nuestros nacimientos, cientos de años, incluso, antes de la llegada de nuestras familias a Punta de P iedra. Mi abuelo confirmó esos descubrimientos y me contó que sus antepasados (los «vascos», dijo) habían encontrado al pueblo en decadencia y forzaron el pasaje de la antigua economía balle nera a la más reciente apoyada en la pesca y el turismo. En cualquier caso, estaba claro que los bar cos balleneros habían partido de nuestro puerto durante más de mil años. Algunos señalaban, incluso, que en los comienzos la ballena era vista como un dios que se sacrificaba para el bienestar de nosotros, los humanos, y que los balleneros, por tanto, eran hombres santos que hacían cumplir la voluntad de la divinidad. Un día encontramos al loquito Emilio en la plaza, sentado en un banco con un libro en las rodillas. Lo saludamos y le preguntamos qué leía. Era un libro sobre las ballenas, dijo, y en sus páginas, se gún nos contó, se decía que el mundo era el cadáver de una ballena gigantesca, arponeada por Dios para que, de su cuerpo, surgieran todas las cosas, las montañas, los ríos, los mares, los animales y las plantas. Los primeros humanos, leímos, habían sido tallados de sus dientes. Después encontramos un libro, en la biblioteca del liceo, que sostenía que el mundo había sido de las ballenas. Antiguamente, leímos, las ballenas podían volar, caminar y nadar, y construían hermosas ciudades de cristal que terminaron cubiertas por los mares. Los primeros humanos, decía el libro, se habían revelado contra ellas y, tras miles de años de lucha, las habían exterminado y empujado a los mares, su último refugio. Allí se habían convertido en lo que eran en el presente, una es pecie mermada, la ruina lastimera de unas criaturas otrora terribles. Entre las muchas ilustraciones del libro había una que permanece en mi memoria. En un paisaje montañoso, una ballena alada ataca a un hombre montado a caballo. Ambos, ballena y hombre, están cubiertos por metal, por piezas articuladas de metal que de inmediato interpreté como armaduras; el hombre sostiene un arpón o una lanza, y la ballena está arrojándole fuego por la boca. Las historias que oíamos en el pueblo eran más prosaicas e insistían, más allá de los datos anecdótiNARRATIVAS

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cos, en la recurrencia de las apariciones de las ballenas en nuestra costa, especialmente para morir. Nos pareció muy extraño, entonces, que tratándose de un lugar de alguna manera «privilegiado» Punta de P iedra no fuese más conocida a nivel nacional o incluso regional, al menos a la hora de estudiar a las ballenas. Después algunos vecinos nos contaron que tampoco era la primera vez que venían científicos de la capital, que casi siempre que una ballena encallaba hacían aparición, hablaban, confundían a la gente con sus conocimientos equivocados y después desaparecían s in que se volviera a saber de ellos. Pero esta vez no fue así. Al mes de la partida de ese pequeño equipo preliminar dos ómnibus carga dos de científicos y maquinaria aparecieron en la ruta y levantaron un campamento en las afueras del pueblo. Al día siguiente acordonaron el cuerpo de la ballena, ya casi reducido por completo a una trabazón de costillas, y se pusieron a trabajar. Por las noches daban cuenta de sus hallazgos. Miren, decían, gran parte del esqueleto está por de bajo de la arena —y nos mostra ban los huesos ocultos o algo que parecía un hueso largo y curvado—, o señalaban lo que pensaban que eran los restos o incluso la huella del cráneo, o cualquier otra parte de la anatomía de la ballena (a veces ellos mismos se contradecían y uno decía cráneo y otros cadera, por ejemplo), y nos preguntaban por la forma que había tenido apenas encallado el cadáver, cuando todavía estaba cubierto de carne y piel. «Era una noche de luna llena y la ballena centelleaba bajo la luz metálica, como si su piel todavía no desaparecida estuviera poblada de joyas hermosísimas.»

También nos pidieron que les entregásemos las «reliquias» que pudiéramos haber recogido en los pr imeros días de la ballena en la playa. Todos nos negamos, y ellos dijeron ser conscientes de que no podían obligarnos a nada, aunque apelaban a nuestra solidaridad. Es muy probable que hayan ofrecido sumas de dinero, esa noche, en los bares de la costanera, y fue así que aparecieron trozos de piel, de aleta e, incluso, buena parte de un ojo, una especie de gelatina solidificada como ámbar que entusiasmó sobremanera a los científicos y que probablemente era una falsificación de alguno de los avivados, como decía mi abuela, de la zona portuaria.

Pero yo trataba de escuchar a los científicos lo más posible, y así aprendí, por ejemplo, que no muy lejos de Punta de Piedra había sido hallada una ballena fósil que tenía millones de años de antigüe dad y en la que podían adivinarse marcas de la actividad de los balleneros. Supe también que en muchas partes del mundo las ballenas eran un mito, como quien habla de dragones o sirenas o unicornios. Mis padres, pensé, que se habían ido del pueblo hacía ya cinco años, acaso estarían viviendo en un lugar donde la gente ignoraba que las ballenas todavía vivían y recorrían los mares y, a veces, morían en las playas de Punta de P iedra. En una ocasión uno de los científicos nos pidió a Marcos y a mí si podíamos responderle unas preguntas. Le dijimos que sí. Las primeras fueron sencillas: qué habíamos hecho cuando supimos de la ballena, cómo habíamos pasado aquellos primeros días, si podíamos contarle de la forma del cuerpo antes de que la descomposición lo desmoronara, etcétera. Esa noche sentí que al responder algo se había sacudido en mi memoria, como quien abre cajas polvorientas y olvidadas para que un montón de polillas se abra camino por el aire. En esos recuerdos que emergían, entonces, yo me veía en los primeros días de la ballena jugando sobre su lomo, una noche, rodeado de la gente del pueblo, de fogatas en la playa y de música que venía de la costanera. Era una noche de luna llena y la ballena centelleaba bajo la luz metálica, como si su piel todavía no desaparecida estuviera poblada de joyas hermosísimas. No me atreví a comentarle ese recuerdo a Marcos, ni mucho menos a mis abuelos, porque proba blemente, concluí, no era sino el recuerdo de un sueño. En los días que siguieron, sin embargo, me pareció recordar otras noches como esa, y de alguna manera era fácil ordenarlas, siguiendo la pauta de la descomposición del cuerpo. Curiosamente, en las imágenes más viejas era muy visible la ca beza del animal, cosa que no aparecía en los recuerdos más sólidos, ni en los míos ni en los de nadie. A la vez, si profundizaba en esas capas de memoria, obtenía por momentos la sensación de que yo era más pequeño, que las distancias se dilataban y que todo era más terrible y más nuevo, del NARRATIVAS

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mismo modo que las habría visto, es decir, de haber sido casi un bebé, un niño de dos o tres años. Pero no todos los recuerdos funcionaban de esa manera: había algunos, por ejemplo, en los que yo podía ver a Marcos y lo encontraba igual que en la vigilia, con sus once años, uno menos que yo. Mis padres aparecían a veces; pero esos mismos recuerdos, al día siguiente, no los incluían. Y ellos regresaban en otros, en los que me sentía casi un bebé, en los que ya había creído entrever anterior mente, los de la playa al atardecer o por la mañana. Entonces dejé de leer la enciclopedia. Marcos ya había concluido que nada más podríamos averiguar sobre la ballena, que, en rigor, nadie sabía más que nosotros, que todos los adultos a los que les hacíamos preguntan terminaban inventando las respuestas o aceptando mitos o leyendas sin fundamento alguno. Lo único que dimos por cierto, entonces, fue la historia de los balleneros, con su as censo y caída. —Tenemos que escribir un libro sobre las ballenas —dijo Marcos, y le dije que tenía razón, pero que al hacerlo teníamos que escribir también la historia del mundo, de modo que la tarea nos lleva ría toda la vida. Se encogió de hombros. —Tenés razón —le dije.

Los científicos terminaron por llevarse los huesos de la ballena y la playa pareció volver a su estado de siempre, reordenada, limpia. Durante esos días todo en Punta de P iedra nos pareció nuevo y reluciente, como si al llevarse el esqueleto de la ballena aquellos científicos de la capital nos hubiesen liberado (a nosotros y a las casas del pueblo, a las calles, a los árboles, a las plazas) del peso terrible que, sin saberlo o apenas sospechándolo, veníamos cargando desde hacía casi tres meses.

«Lo recuerdo como una época feliz, quizá como la más feliz, y no recuerdo el invierno ni la primavera y apenas el verano siguiente, como si todo ese tiempo permaneciese invisible gracias al resplandor del verano que lo precedió.»

Y fue el mejor otoño de nuestras vidas. Lo recuerdo como una época feliz, quizá como la más feliz, y no recuerdo el invierno ni la primavera y apenas el verano siguiente, como si todo ese tiempo permaneciese invisible gracias al res plandor del verano que lo precedió. Y después las cosas cambiaron para peor. Mi abuelo enfermó, mis padres dejaron de escribirme, Marcos y su familia se fueron del pueblo. Y estos recuerdos, cuando los evoco, se parecen a hojas quebradizas que el viento se lleva lejos y rompe y reduce y casi hace desaparecer. Por ejemplo: un día mi abuelo me dijo —con las pocas fuerzas que le quedaban— que apenas se recuperara iríamos a la capital, para ver a la ballena, al esqueleto de la ballena, que había sido re construido, según dijo saber, en el Museo de Historia Natural. Mi abuela guardó silencio. Yo traté de parecer entusiasmado, aunque sabía que aquello jamás sería posible, incluso si en efecto estaba la ballena donde mi abuelo decía que estaba. Y el abuelo murió pocos meses después. Yo permanecí en P unta de P iedra. Empecé a pescar, trabajé en todos los restaurantes de la costanera, fui artesano, vendedor ambulante, cuidador de los predios del liceo. Me casé con Agustina y tuve una hija, Margarita, y un hijo, Rodrigo. Un día viajamos los cuatro a la capital. Nos había invitado un primo de Agustina, que pasó una semana entera paseándonos por las avenidas monumentales, por los barrios señoriales del noreste, por la Rambla, por la vieja fortaleza, por el Jardín Botánico y, también, por los museos.

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El último fue el Museo de Historia Natural. Ese día le conté a mis hijos que, más de veinte años atrás, una ballena había encallado en la playa de Punta de P iedra. Después de tres meses, les dije, sus huesos fueron traídos a la Capital. Y ya en el museo, casi terminado el recorrido, uno de los guías nos llevó a la sala siete, la sala de la ballena. Allí, suspendido del techo altísimo, estaba el esqueleto de lo que parecía una serpiente. No era tan extenso como lo había esperado o como creía recordarlo, y las aletas estaban colocadas por encima de las vértebras, como si fuesen alas. Había también un cráneo, e l cráneo de un reptil, de un dragón, con larguísimas hileras de dientes, un cráneo que, yo sabía, no podía ser real. Una de las paredes de la sala lucía una imagen de lo que habría sido la ballena en el mar. «Reconstrucción tentativa », confesaba. Y era sobre todo una máquina, me pareció, un barco gigantesco, de vientre reluciente y nacarado, con una cabeza llena de engranajes y poleas y ojos que dejaban ver un corazón en llamas. Recordé de inmediato la ballena-dragón de aquel libro de fantasía. —No puede ser, la armaron mal —dije a mis hijos—; la armaron mal, en realidad la ballena… Y me callé. P orque entendí que me preguntarían cómo era en realidad la ballena, cómo era su forma real, y yo sólo podría responderles que no sabía. Que nunca lo había sabido. Q ue sólo había visto sus huesos y un montón de sueños de su carne. © Ramiro Sanchiz

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Miradas

TRAMP AS E DI TORI ALE S por Miguel Baquero Todos, creo yo, sabemos de qué va esto. Tengo al lector, o lectora, que se acerca a esta revista, y de casualidad a este artículo, por alguien inteligente, al menos no ingenuo, o ingenua —ruego que, en adelante, se me exima de esta obligación de desdoblar el género—, un tipo, en fin, interesado por la literatura y que muy probablemente alguna vez haya probado suerte en un concurso literario, o incluso en uno de esos premios millonarios que convocan las editoriales grandes. En todo caso, pongamos que es una persona puesta en el mundo y que discierne lo que hay a su alrededor. Pues bien, para esta persona no será ninguna novedad que yo diga que los premios literarios —y tanto más cuanto más grandes — están pactados, decididos de antemano. En ocasiones, con tanto descaro que ha llegado a ser vox populi. El decorado es: una gran editorial convoca un certamen literario; un joven desc onocido hace cinco, o seis fotocopias de su novela inédita, las encuaderna —con el gasto que todo ello supone —, las envía por correo a una editorial —más gasto—, poniendo en la portada «Para el XXVI Concurso…» y luego espera con los dedos cruzados a que los jueces la lean y puedan considerarla merecedora del premio. El decorado se completa con una gran gala en que los jueces abren con mucha solemnidad un sobre cerrado, que se supone acompañaba al envío desde origen y donde el autor puso su nombre, leen de golpe quién es el autor y, ante las bocas abiertas de los más próximos en señal de asombro, resulta que es un escritor de primera línea, allí presente, un periodista conocido o quizás una estrella de la televisión. Alguien de prestigio, en resumen, o al menos resultón, que sube a recoger el premio emocionado y diciendo, modestamente, que no se esperaba, ni mucho menos, ganar el concurso cuando envió su obra… Es poco probable que cualquiera, a estas alturas, se crea ya este paripé, y no porque los intervin ientes sean malos actores, que en ocasiones ciertamente son muy buenos, o lo tienen todo muy bien ensayado. Pero es que a veces se ha dado el caso de que uno, azuzada su curiosidad, ha comprado y leído la obra triunfadora y llegado a la conclusión de que aquello ha de ser un amaño. Por fuerza. Porque sólo con que hubiera habido otra novela, una nada más, compitiendo con la finalmente ga nadora, esa otra se hubiera llevado el premio, tan malo es lo que acaba de leer. Esto, sea como sea, todos lo sabemos, y uno lo siente por ese pobre escritor principiante que se gasta una pasta en fotocopias y encuadernaciones, y que no deja de ser —junto con los lectores incautos que se creen de veras que un gran premio garantiza gran calidad— la víctima inocente en todo esto… aunque bueno, también se comenta por ahí que sus fotocopias puede que, en algunos casos —muy raros casos—, no vayan directamente a la trituradora, que hay editores, si la obra es excepcional, que toman nota de su matrícula para ponerse en contacto con él una vez pasados los fastos. Se comenta que esto ocurre a veces, ya digo: muy raras veces, pero no sé si esto puede incluirse en el terreno de las leyendas urbanas. P ongamos que sí, que sea una leyenda. En todo caso, la costumbre entre la escriturria es escandalizarse con estas tretas. Sin embargo… Aquí apelo a tu inteligencia de nuevo, amigo lector, y a tu espíritu práctico. Olvida esa rémora de la justicia, los méritos literarios, la imparcialidad… Con esas tonterías no se come, y una editorial, no lo olvidemos, es un negocio que busca vender, aunque solo sea para el noble fin de sostenerse. Acla rado esto, si yo fuese editor haría, qué coño, lo mismo que se estila en los grandes premios arriba dichos. Lo convocaría, con el mayor bombo posible que me permita mi presupuesto en publicidad, recibiría todos los manuscritos que me quisiesen enviar, pero a la hora de la verdad… Míralo así: tienes, pongamos, seis mil euros que dar a un autor en concepto de premio —casos conozco en que anunciada estaba una cantidad pero al final no se le entregó al autor; pese a todo, pongámonos en la situación tipo—: 6.000 euros en esta mano, que tu sudor te ha costado reunirlos. ¿Se los vas a dar a alguien que, aunque escriba muy bien, no tiene prestigio alguno ni, por lo que sea,

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posibilidad de tenerlo? ¿Vas a tirar el dinero en un desconocido autor, nuevo Cervantes, sí, pero que en el acto de la entrega no te va a convocar ni a un periodista?; ¿o, por el contrario, se los darás a un escritor algo menos bueno, vale, pero que te va a asegurar una repercusión? La respuesta creo que es obvia; todo lo más, se le puede poner esta apostilla: «Mientras que lo que gane sea algo digno… » Pero aquí —reconocido lo anterior sin jugar a ponernos estupendos, y habiendo pasado, pues, del plano ideal al plano real— se nos abre otra cuestión. De un tiempo a esta parte, y precisamente para asegurarse de que su premio va a ocupar unos minutos en el telediario o en el magazine televisivo, editoriales ha habido que directamente han proclamado ganado r al comentarista de tal programa televisivo o al conductor de cual magazine. Con lo cual, han vendido mucho ejemplares, aunque cierto es que el lector ocasional, aquel a quien por Reyes le han echado la novela —que algún familiar compró atraído por el re nombre del premio y del presentador —, el lector ocasional, decía, si acaso tiene la ocurrencia de tragarse la obra, la encontrara insulsa, mostrenca, atropellada o lo que sea…, pero quién demonios, se dirá el lector ocasional, soy yo para juzgar. Así es co mo se debe de escribir bien; la prueba está en que le han dado tan cuantioso premio y además el autor sale en la tele… Buena parte del mundo editorial funciona así: a costa de los ingenuos, o de quienes quieren pare cerlo, porque, de nuevo, creo que casi todos estamos al cabo de la calle. De hecho, no resulta extraño que aquel escritor de enjundia, verdadero artista a quien alguna vez se recurre para intentar sostener el prestigio del certamen y que no se derrumbe ya del todo, acaba resultando vencedor con su obra más floja, en eso coinciden todos quienes siguen su obra, con su novela más deslavazada, escrita quizás deprisa y corriendo, cuando no fileteada de alguna parte. Una novela que, si por él fuese, seguro, una vez cobrado el cheque, borraría de su bibliografía, como obra, en resumen, alimenticia que hizo para arrimar unas perras —no discuto que bien merecidas— y, sabiendo que en realidad no iba dirigida a los buenos lectores, los que a él le interesan, sino que era pasto para los compravolúmenes de c umpleaños, Navidad y Reyes, incluso para los degustadores de los libros de Belén Esteban, Maxim Huertas o Jorge Javier el del Sálvame… ¡Aghhh!, es tu grito reflejo, ya me parece oírlo, al oír estos nombres malditos. Pero de nuevo creo que haríamos mal en indignarnos, o en sentir ofendida nuestra sensibilidad al ver los libros que, cada semana, se disponen en palés para su venta escritos, o lo que sea, por presentadores de concursos, famosillos del petardeo, la hija de la cantante, el cronista de sociedad, el friqui televisivo… Seamos realistas de nuevo, lector. Seamos prácticos. Estamos entre amigos, como quien dice hablando en confianza; no creo que ningún lector de estos ocasionales, consumidores del último gran premio de novela otorgado a un famoso, se vaya a asomar por las páginas de este Narrativas. Así que entre nosotros, en confianza, le digo: casi mejor así, casi mejor que estos «ocasionales» se dejen la pasta en libros. Que se vacíen los bolsillos comprando tochos, mucho mejor si más grandes y más caros. Porque ten por seguro que los veinte euros que se puedan gastar en el libro de Belén Esteban o en el último que va a salir de Chabelita Pantoja no se lo están quitando a otro autor literario. Ninguno de estos entró, con esos veinte euros, en una librería dispuesto a comprarse el último, qué diría yo, de Murakami, pero al ver el de Terelu cambió de opinión. No. Seguramente, si no se los hubieran gas tado en el libro, esos veinte euros los hubieran destinado a una pashmina, a una sesión de capoeira o a una ración de gambas, depende… En todo caso, no son competencia, no es dinero que se sustrae al circuito de la literatura, por lo que bien está que se atraiga hacia el papelerío… igual de ese ingreso extraordinario alguna migaja cae hacia las editoriales pequeñas y los autores minúsculos, gorrioncillos que se arrojarán desde las ramas de los árboles, casi ferozmente, a disputarse ese cachitín de pan. Cierta vez firmaba yo en la Feria del Libro de Madrid, y paseando por ella junto con quien entonces me editaba —pobre—, vimos un gran tumulto ante una caseta donde firmaba un jugador de fútbol, que había sacado un libro. Una cola tan populosa que había de ser vigilada por guardias jurados. Justo enfrente, estaba en una caseta Medardo Fraile, quien de vez en cuando, muy de vez en cuando, recibía la visita de algún lector fiel. Recuerdo que empecé a expresarle al editor mi enfado por esto cuando, de pronto, me paró y me dijo:

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—Mira, chaval, no te confundas. La verdad es que gracias a ese jugador de fútbol y a gente así puede montarse este tinglado, y estar Medardo en esa caseta. Y ya no te digo tú, piltrafilla. Así que mejor deja de ofenderte, majete. Eso me dijo. Y bien, se podría discutir, quizás, que con estos títulos se busque copar todas las libre rías, que se vaya arrasando en cuestión de distribuidoras, se hayan participado de tal forma y con tanto afán de lucro editoriales antes cuidadosas y artesanales que ahora incluso abochornan sus productos, o se quiera colocar (o colar) a autores de estos de teletienda como académicos y nuevos azorines. Todo esto se podría discutir, en efecto, pero además de que daría para un artículo mucho más extenso, yo, personalmente, no me siento la persona adecuada para abordarlo. No se me va de la cabeza lo que me dijo mi editor de antaño. Aquello de piltrafilla… Me vengo a un territorio más humilde, pues. A los premios pequeños, o muy pequeños, con escaso montante, que convoca alguna editorial muy modesta o una librería de cierta fama. Aquí, es verdad, no puedo manejar informac ión de primera mano, pero ya varios autores me han hecho ver cómo, ¡curiosidad!, los últimos ganadores de los premios que se convocan por estos barrios bajos son, invariablemente, alumnos del taller literario X, de la escuela de narradores Y, o de la de a cademia de escritura Z. P ongamos que es lo que yo malicio, quiero decir: pongamos que dirijo un taller, y que cobro doscientos euros a mis alumnos por matricularse. Mis alumnos, es lógico, tarde o temprano me acabarán exigiendo un resultado a su inversión, y no, no les bastará con que hayan conseguido rellenar cien o doscientos folios. Querrán algo más tangible. Un premio, por ejemplo. ¿No te conchabarías tú, lector, de estar en mi caso, con alguna pequeña editorial o una librería mediana para: yo te doy una parte de lo cobrado en la matrícula y tú a cambio me das hoy un primero, mañana un accésit y pasado un segundo? El relato ya lo pondría yo, que soy amigo del editor o el librero y conozco sus gustos; ellos no tendrían por qué preocuparse… Esto es lo que me malicio, porque soy muy malicioso, la literatura me ha hecho así. Y sin embargo, yo también lo haría, qué hostias… De todos modos, quiero hacer notar cómo, en el caso de los grandes premios y en este otro de los premios mínimos, estamos hablando de entidades privadas, de dinero propio de cada uno que se lo gasta como quiere y en lo cual, bien mirado, a nadie se hace mal —salvo a aquel pardillo que sigue haciendo fotocopias y encuadernando por cuadruplicado—. Son estrategias empresariales. P unto. Cuestión distinta es cuando estas trampillas se hacen con dinero público, con el premio que convoca la Diputación Provincial, el Excelentísimo Ayuntamiento o la Muy Noble Concejalía. Estas instituciones sí que tienen la obligación de premiar aquella obra que, a su fiel entender, les parezca estar mejor escrita, con independencia de si el autor es joven, fotogénico o se desenvuelve bien en pú blico, se mete el dedo en la nariz o le supuran los granos. En estos certámenes sí que hay un deber inexcusable de atender sólo a la calidad literaria, no a que quien gane o no gane el premio vaya a dar prestigio, elegancia y rumbo a la ciudad o a la provincia. Pero esto, lector, entiéndeme, lo digo por decir, quizás por si acaso. Ya sé que a nadie se le ocurriría hacerlo, pero yo es que soy muy malicioso; la literatura, ya sabes… © Miguel Baquero

Miguel Baquero es autor de novelas y cuentos. Como novelista, ha publicado las obras Vida de Martín Pijo (año 1999; 2ª edición en 2007), Matilde Borge, aviador (año 2003), Vidas elevadas (año 2010), La rebelión de los insectos (año 2011) y Objetos perdidos (año 2013). Como autor de cuentos, ha publicado el volumen de relatos Diez cuentos mal contados (año 2008), dentro del género de «ficción futura», que ha tenido su continuación en las novelas, publicadas con el seudónimo de Juan Janer, La conquista de la Tierra (año 2013) y Los últimos presenciales, recientemente aparecida. En 2011 se publicó también el volumen de cuentos Figuras de alambre. Sus relatos han sido premiados en numerosos certámenes literarios, como el Gabriel Aresti, el Miguel Cabrera o el Jara Carrillo, y ha sido finalista recientemente en el certamen convocado por la prestigiosa librería madrileña Tres rosas amarillas. Reseñista y colaborador habitual en numerosas publicaciones digitales, es autor asimismo de las miscelánea A esto llevan los excesos (publicada en el año 2009) y El mundo es oblongo, publicada también hace unos meses.

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Aniversarios

EL JARAMA, UN A RE ALI DAD 60 AÑ OS DESP UÉS por Pedro M. Domene Dos direcciones convergen en la novela de posguerra, una existencial con Camilo José Cela, Car men Laforet y Miguel Delibes como representantes más valorados, y una social, es decir, un tipo de novela que, según Gonzalo Sobejano 1 «tiende a hacer artísticamente inteligible el vivir de la colectividad en estados y conflictos a través de los cuales se revela presencia de una crisis y la ur gencia de su solución»; aunque, Pablo Gil Casado 2, es quien matiza y afirma, «diremos que una novela es social únicamente cuando señala la injusticia, la desigualdad o el anquilosamiento que existen en la sociedad, y, con propósito de crítica, muestra cómo se manifiestan en la realidad, en un sector o en la totalidad de la vida nacional. En todo caso, la novela social versa sobre problemas fundamentales que afectan a las relaciones humanas, su contenido siempre tiene carácter colectivo, su intención es contribuir a que se produzcan ciertos cambios en la sociedad que nos rodea ». La novela social predomina entre aquellos narradores que durante la guerra eran niños y que se dieron a conocer en los años 50, circunstancia por la cual suele agrupárseles en la denominada «generación del Medio Siglo», y surgen dentro del mismo clima de posguerra aunque su actitud les lleva al compromiso y a una revaloración de la memoria del conflicto bélico ya algo lejano. José María Castellet 3 señala que los novelistas sociales enfocaron el problema de España «desde la perspectiva lógica de una generación que no hizo la guerra, debido a su temprana edad, y que ha manifestado reiteradamente su voluntad de superar muchas de las actitudes de los bandos contendientes » y, además, «disconformes con al situación dentro del país y no del todo conformes con el grupo de exilia dos, estudia los errores cometidos (…) buscan una voz propia con ahincado esfuerzo, una voz personal que surge preñada de preocupación social y deseo de paz y libertad ». Lo que distinguirá más hondamente a los novelistas sociales, es su invencible propósito de veracidad testimonial, el empeño de no incurrir en falseamiento alguno acerca del estado de su pueblo, y hoy consideramos de ana cronismo en la actitud de estos autores, el desfase de los procedimientos esgrimidos, o la grisura o vulgaridad del lenguaje, no son tales puesto que no es anacrónica su actitud, sino pura realidad española del momento, que se propusieron arreglar una realidad de urgente necesidad, y los recursos empleados fueron muchos y variados, objetivismo, nuevos usos de personas gramaticales, discontinuidad y simultaneidad de tiempos y lugares, y que esa modestia o vulgaridad expresiva no proceden de la mayoría de narradores, que poco representan en la época. Si hubiéramos de seguir un orden cronológico estricto al arranque mismo de la «novela social» habría que empezar por el año 1951 cuando Ignacio Aldecoa publica sus primeros relatos sociales 4, y Rafael Sánchez Ferlosio entrega una novela, nada social, Industrias y andanzas de Alfanhuí 5, hasta llegar a 1954, año mucho más proclive a la etiqueta porque durante este año se publicaron, El fulgor y la sangre 6, de Ignacio Aldecoa, Los bravos 7, de Jesús Fernández Santos y Juegos de manos 8, de Juan Goytisolo, aunque la estricta funcionalidad nos llevaría a considerar que la conciencia social de la narrativa española no consideró a ninguna de las tres novelas apuntadas como el arranque mismo 1

Novela española de nuestro tiempo (En busca del pueblo perdido); Madrid, MareNostrum, 2005; págs. 203 y ss . La novela social española; Barcelona, Seix-Barral, 1975; pág., 19. 3 “La novela española, quince años después”, en Cuadernos del Congreso por la libertad de la cultura, núm. 33; págs., 51-52. 4 “El aprendiz de cobrador”, “Los vecinos del callejón de Andín” o “Arqueología”, publicados respectivamente en Correo Literario (1951), Haz (1951) y Guía (1951). 5 Madrid, Austral, 1951; 203 págs. 6 Barcelona, Planeta, 1954. 7 Barcelona, Castalia, 1954. 8 Barcelona, Destino, 1954. 2

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del fenómeno, sino que más bien, y pese a una crítica establecida, hasta 1955 y con la aparición de El Jarama 9, no quedará establecido el concepto y su ejemplificación en obras posteriores. En la noche de Reyes de 1955 el Premio Nadal distinguía a un joven escritor, Rafael Sánchez Ferlo sio por su libro, El Jarama, sin duda, una novela de lo más opuesto a su primera obra, Industrias y andanzas de Alfanhuí, porque en esta ocasión el texto reproduce un realismo de lo más fotográfico y llega a extremos nunca igualados por los escritores del momento. La novela describe la excursión de un grupo de muchachos y muchachas que pasan un domingo veraniego a las orillas del río madrileño. Diálogos intrascendentes, pasatiempos, juegos y gestos de un grupo de jóvenes cuya vida se compone de actos elementales y para nada de sucesos relevantes sobre los que se pueda opinar; Juan Luis Alborg 10 afirma que «El Jarama es una epopeya de la vulgaridad. Como piedra de toque para dar la medida de un escritor no podría encontrarse otro tema que mejor sirviera. Manejar un asunto dotado por sí mismo de interés, parece empresa más fácil, pero Ferlosio se ha encerrado a brazo partido con un grupo de seres prácticamente innovelables, no solo porque el autor ha suprimido toda aventura, sino porque los mismos personajes se caracterizan por su esencial elementalidad, por su carencia radical de cualesquiera complejidades psicológicas a las que se les pueda sacar partido (…)». Ferlosio intenta captar el día presente, la fijación de lo instantáneo que resume el pasado y abre el porvenir, el reflejo de un día y las horas de esa jornada transcurren junto al río, el Jarama, y allí hay una venta, adonde acudirán los once amigos un domingo de agosto, once jóvenes madrileños de clase modesta: empleados en garajes, fábricas, tiendas, cafeterías que dejarán sus cosas en la venta de Mauricio, bajan a la orilla, se bañan, charlan y se esfuerzan por divertirse en el tedio de sus vidas, luego recogen sus almuerzos, comen, beben, pasean por los alrededores, y mientras unos suben hasta la venta, otros se quedan en la orilla y una de las muchachas, la más insignificante y tímida, vuelve a bañarse, sufre un desmayo y aparece ahogada. Sobrecogidos por la desgracia que ha ensombrecido el bonito día, los compañeros regresan a Madrid, después de levantar el acta judicial y depositado el cuerpo de la joven en una sala del cementerio. Sánchez Ferlosio muestra un trozo de vida, con una limitada extensión que necesariamente habrá de permitirle al autor sincronizar el curso de la acción novelesca en un compás lento y sosegado como pasan las horas de un día de diversión, y desde la temprana jornada, el bochorno del mediodía y el sopor de la siesta, hasta el fresco atardecer, al tiempo que el desarrollo de la novela discurre en un doble escenario, el merendero del señor Mauricio, que despacha vino y gaseosas detrás del mostra dor mientras atiende y charla con su bulliciosa clientela o los habituales del lugar, y la orilla del río, de suelo polvoriento y algunos árboles donde se instalan el grupo de domingueros, dispuestos a ba ñarse y pasárselo bien a orillas del Jarama. Antonio Vilanova 11 sostiene que «el contrapunto narrativo, que lleva alternativamente la acc ión novelesca a uno y otro escenario, no solo establece el deliberado contraste entre el tono grave y sentencioso de la tertulia pueblerina y la frívola vaciedad de los excursionistas madrileños, sino que pone, en boca de los contertulios de la venta, la filosofía y la lección moral de la novela». En realidad, la estructura del relato se ajusta al criterio esgrimido de representación objetiva de la realidad que desecha, por completo, una técnica analística e introspec tiva, para adoptar exclusivamente una forma dialogada y, por consiguiente, el papel del narrador se circunscribe a transcribir hechos, acciones y cuanto dicen sus personajes que hablan y actúan por sí mismos sin que nadie intente explicar razones o argumentos que los mueven a desvelar sus pens amientos o sus actos. Así el camino que ya abriera Cela con su novela La colmena (1951) servirá de ejemplo a Sánchez Ferlosio que sigue la estela del gallego cuando afirma que su texto «no aspira a ser más que un trozo de vida narrado paso a paso, sin ret icencias, sin extrañas tragedias, sin caridad, como la vida discurre », pero se aleja de la imitación y entresaca, eso sí, la lección técnica del modelo precedente y lo aplica a un ambiente diferente, y a unos personajes distintos, hasta el extremo de modificar a su antojo aquello que considera mejor para su novela, y así leemos una fragmentaria y discontinua colección de imágenes que captan desde fuera las mínimas incidencias de un día cualquiera, a través de algunas conversaciones y diálogos que una serie de personajes llevan a cabo y 9

Premio Nadal, 1955; Barcelona, Destino. Hora actual de la novela española; Madrid, Taurus, 1958; pág, 312 y ss. 11 En “Rafael Sánchez Ferlosio: la novela realista y objetiva de protagonista colectivo”, Novela y sociedad en la España de posguerra; Barcelona, Lumen, 1995; págs., 349-354. 10

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cuya existencia transcurre durante unas horas, ante nuestra mirada con la morosidad misma que proporciona un domingo cualquiera de la vida misma. Y así transcurre la jornada en un clima de risas y cierto humor ante la angustiosa sensación de tedio, de perezoso abandono e incluso de hastío que viven, incluso, estos jóvenes y solo cuando ya han caído las sombras del crepúsculo, cuando una de las protagonistas Lucita parece que ha vencido su vergüenza y ha conseguido el amor de Tito, en ese preciso y último instante, mareada e inconsciente de sus actos, pretende tomar un último baño junto a una amiga y su novio y se ahoga en las negras aguas sin que apenas nadie perciba su desapa rición, y cuando más tarde sus compañeros logran rescatarla del río y comunican la desgracia al resto que sigue bailando alegres en el merendero, solo entonces el soplo helado de la muerte pone fin a una insulsa jornada veraniega. Sánchez Ferlosio cierra su novela con un dramático final esa representació n de una auténtica pequeña comedia humana que representa la vida vulgar de estos jóvenes y algunos parroquianos del lugar, cuya existencia hasta ese momento se ha visto alterada por la estridencia de la muerte, y en esa tragedia absurda, la que precisamente trunca la vida de una ilusionada juventud, encierra toda la ternura, la emoción, e incluso el patetismo de su historia más vulgar, tan verídica como la vida misma que, en una paradoja, como las aguas turbias y traicioneras del Jarama, arrastra a la jove n a la muerte, y ofrece esa imagen débil y triste de toda una humanidad. El triunfo del texto de Sánchez Ferlosio fue revalidado después, según apunta, Ignacio Soldevilla Durante 12, en 1957 con el Premio de la Crítica y señala que se aleja del concepto conductista que la crítica más influyente del país atribuía a la novela, aunque se sabe que esta técnica tiende a reproducir fielmente «el lenguaje de una clase social determinada, o de un grupo, e implica a la vez el re chazo de toda posible exploración en el interior del sujeto, del que solo se puede presentar lo que de su conducta es sensible al contemplador a través de sus sentidos ». Sin embargo, Antonio Risco 13 señalaba la confusión de dos formas literarias imperantes en la época, el behaviorismo norteamericano y el objetivismo que llegó a confundirse con la école du regard francesa que postulaba acerca de esa «lente objetiva, lente que en todas sus variedades tiene por objeto facilitar la precisión máxima en la observación de cuanto es visible (…) y que impone, por tanto, una visión científica de las cosas». La confusión entre la objetividad, noción ética más que estética, y el objetivismo tecnológico del nouveau roman es tan explicable como imperdonable, por las consecuencias que tendría en la narrativa de las décadas posteriores. Esta filiación francesa era una garantía suficiente porque la izquierda española, y sus abanderados, veían en Francia esa imagen mítica de una revolución que resistía a los más feroces embates de la realidad. La crítica se divide con respecto a la interpretación del incidente final que, de alguna manera, constituye el momento cenital del relato y que así pone un término trágico a las anodinas horas de la jornada dominguera y a las mismas expectativas de la gente a orilla de un, también, anodino río: el Jarama. La crítica sostiene que algo así rompe con la verosimilitud, y si Sánchez Ferlosio pretendía ofrecer esa inanidad de la vida de una sociedad alienada como la de la época, la novela debería haber terminado como empezó, sin que nada rompiese esa monotonía. Y aun se añade, y si esa era la intención del autor, posiblemente este principio rompe con ese principio de conductismo esbozado. Si la muerte de un bañista es trágica, nada más que asomarse a las páginas de un diario cualq uiera para leer noticias semejantes, crónica de sucesos nada excepcionales. Risco señalaría en su trabajo citado, como esta novela aparentemente plana y unidimensional propicia interpretaciones metonímicas y desde el comienzo podemos observar que ofrece a lgo más que una visión de lo cotidiano, e incluso, si interpretáramos la novela como un alegato sociopolítico esa sería una auténtica visión mitificadota. La muerte se presenta como un final exclusivamente para la víctima, mientras que para el resto del grupo, para los amigos, es un motivo para la meditación, un aviso sobre la fugacidad de la vida de tan larga tradición literaria y una advertencia sobre lo imprevisible de algo tan común como la muerte. Y aun más, sus mejores amigos se alejan muy pronto del lugar, los excursionistas regresarán a Madrid, mientras dejan que el cadáver siga con los deshumanizados trámites que supone una muerte violenta que, salvo interrumpirles su descanso dominical, nada añade a sus vidas, 12 13

La novela desde 1936; Madrid, Alambra, 1982; págs., 228 y ss. “Una relectura de El Jarama” Cuadernos Hispanoamericanos, núm., 288, junio, 1974, pp. 700-711.

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un episodio que pronto caerá en el olvido y que solo la familia de la muerta se verá obligada a rememorar en un futuro cercano. © Pedro M. Domene

Pedro M. Domene. Nació en Huércal Overa (Almería) en 1954. Profesor de Lengua y Literatura. Colabora asiduamente en publicaciones literarias especializadas de España, México y Estados Unidos. Crítico literario en el suplemento Cuadernos del Sur del diario Córdoba y en las revistas Mercurio, Turia y Literal, Latin American Voices (Houston). Autor de varias antologías y publicaciones sobre narrativa contemporánea, Narradores españoles de hoy (1997), Lo que cuentan los cuentos (2001), Microrrelato en Andalucía (2008) y Disidencias (en la literatura española del siglo XX) (2010). Ha reunido sus ensayos en el volumen Imposturas (2000) y publicado obras de ficción para jóvenes como Después de Praga nada fue igual, II Premio de Narrativas Juvenil Los Pedroches, Conexión Helsinki (2009) y Las ratas del Titanic (2014).

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Reseñas LA MUERTE FELIZ DE WILLIAM CARLOS WILIAMS, de Marta Aponte Alsina Editorial Sopa de letras Fecha de publicación: 2014

*** ESCRIBIR A LA MADRE La red social Facebook, exhibiendo una modalidad en alza entre los usuarios escritores, aportó la tecnología ad hoc: sirvió de plataforma laboratorio donde probar la acogida de algunos fragmentos de La muerte feliz de William Carlos Williams, durante el proceso de su escritura. En palabras de su autora, Marta Aponte Alsina (Cayey, Puerto Rico, 1945), „Ha sido una experiencia nueva ir publicando allí pasajes del libro. Muy estimulante, porque de algún modo abre respiraderos, agujeritos lectores en la soledad de la escritura‟. Doy fe: quienes tuvimos acceso a esas publicaciones siempre le pedimos más, atraídos por una trama absolutamente inédita en la literatura de ficción. Dicha trama (retrospectiva, constante flashback de la memoria), recrea la «relación de hermano y amante, más que de hijo», del poeta norteamericano William Carlos Williams con su madre, Raquel Hoheb, nacida en la ciudad portuaria de Mayagüez (Puerto Rico), de madre martiniquesa y padre con ancestro holandés, raíces que definen la filiación del poeta con el mundo caribeño, latinoamericano e incluso español, a partir de los recuerdos de su madre, que él se encargó de registrar a l mínimo detalle. Estructurada en veinticinco capítulos intercalados con precisas imágenes fotográficas en blanco y negro, La muerte feliz de… es la séptima novela publicada de Marta Aponte, a las que se suman dos libros de cuentos, además de su labor crítica y ensayística, conjunto que da cuenta de la solidez de un oficio maduro, sedimentado. En el tiempo narrativo, los personajes centrales (Raquel y su hijo poeta) son literalmente viejos; el hijo ya lo es cuando su madre anciana necesita de cuidados diarios e intensivos. Todo el pasado que se evoca cabe en la larga noche en que William Carlos y su esposa Florence aguardan la llegada de quienes se encargarán de trasladar a Raquel a un geriátrico. Separación conflictiva evidenciada desde el primer capítulo: a cada grito o quejido, el hijo poeta se ve obligado a bajar del ático donde instaló su lugar de trabajo, y asistirla. La sucesión de secuencias aluden a su malestar ante lo que siente es una traición: «Por qué escogimos esa maldita hora para entregar a mamá, somos unos monstruos» (pág.209-210); noche crucial que claramente asociamos a la violencia de otra escena inolvidable de la literatura: aquella en la que Stella y Stanley Kowalski ( Un tranvía llamado deseo), entregan a la inestable e inconsulta Blanche Du Bois, a los «carceleros» que la depositarán en el manicomio. Probablemente haya sido la lectura de Yes, Mrs Williams —libro tardío en su producción literaria, donde William Carlos escribió la memoria de su madre: «… tardó décadas en entrar y salir del manuscrito. Lo publicó con señales de obra inconclusa en las postrimerías de su vida… » (pág165)—, la que le disparó a la escritora la idea de recrear la vida de Raquel. Perdida entre la vigilia y el sueño, la mujer le transmitió a su hijo —«my child»—, los retazos de la que fue su vida activa. En las ficciones de Marta Aponte, los personajes están ligados, de un modo u otro, a Puerto Rico o a cualquier otro punto del Caribe, aunque hayan pasado la mayor parte de su vida fuera de esa geo grafía cuyo destino parece ser el de lugar de paso, sin «amantes permanentes». Destacamos también la omnipresencia de su mirada crítica a la condición subalterna de la mujer según la coordenada histórica que le corresponda, y a los imperios conocidos (USA, Inglaterra, Francia), «…que inventaron un Caribe de sirenas y ron.» (pág. 25). Raquel Hoheb, madre de W. C. Williams (el poeta canónico es sólo una excusa para dar entrada a la casi desconocida figura de su madre), mayagüezana, tempranamente enviada a París y de allí a

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Puerto Plata (Santo Domingo) para finalmente radicarse en Rutherford (EEUU) donde vivió la mayor parte de su vida en la misma casa de la que tampoco se ausentó, salvo en escasas ocasiones, Wi lliam Carlos—; esa Raquel leída en las páginas que el hijo publicó diez años después de su muerte, fueron el puntapié inicial para que Marta Aponte se decidiera a escribir su novela: „…descubrí la existencia de Yes Mrs. Williams, lo leí en inglés y me fascinó. Luego pensé que merecía una respuesta o un diálogo que tuviera la libertad de las ficciones y que se prestaba para una novela. Lo interesante para mí es cómo esos recuerdos de la madre terminan publicados en un libro del poeta y cómo esos recuerdos son, entre otras cosas, una memoria del Mayagüez de mediados del siglo XIX. La memoria que se desplaza, desaparece y de pronto resurge en un lugar inesperado‟: sus palabras en respuesta a mis preguntas me dieron la clave por la que se deslizó la preparación de la novela Así, el lector de La muerte feliz de… podrá recorrer el Mayagüez del siglo XIX, el «del oído que ninguna historia escrita recoge. […] Lo copió sin borrar pistas, para que alguien, acercándose a las letras con el oído luminoso para las texturas, diera algún día con ellas». (pág. 166). Y no fue otra que Marta Aponte Alsina, dueña de ese oído luminoso para las texturas, quien dio con el texto y pergeñó su versión ficcional. Seguirá a Raquel, el lector, en su viaje a París (1877), la verá entrar al taller de Carolus Duran donde educará sus talentos para la pintura; presenciará con ella la Exposición Universal de 1878 (otra vez la tecnología y sus apoyos totalizadores para la escritura de las novelas contemporáneas: la narradora aclara que W.Carlos no tuvo oportunidad de consultar los manuales técnicos de dic ha Feria pretendidamente universal: «yo sí los he visto sin tocarlos, en una pantalla»); un par de años después la verá llegar a Puerto Plata, Santo Domingo, donde conocerá a quien fue su marido, el inglés santomeño William George Williams. Llegará con ella en 1882, el lector, a Nueva York (ciudad imán de identidades diversas donde prospera el espiritismo —que Raquel y familia practican— tanto como el auge del capitalismo). La espera William George, cruzarán a Brooklyn en ferry —el puente homónimo se encuentra aún en plena construcción—, para instalarse finalmente en Rutherford, un pueblo rodeado de ciénagas y bosques donde más tarde nacerá William Carlos Williams. En ocasiones, la narradora (en algún párrafo se identifica con el nombre de la autora) ape lando a un ágil y rítmico estilo indirecto libre, inserta, en el cuerpo de los párrafos narrados en tercera, diálogos cruzados en primera persona (omitiendo rayas y guiones): Raquel alude y dialoga, por ejemplo, al mismo tiempo con su hijo, «my child», y con su esposo William George, sin perder un sesgo de monólogo interior, en un alarde técnico digno de Flaubert. Suele exponer sus dudas y estrategias narra tivas: «Dos entradas a 1878: Puerto Rico y París. Si entro por Puerto Rico el siglo está llegando a su último tercio. […] Imposible igualar el 1878 de Flaubert con la candidez lineal y el olor a tinta en un zaguán sanjuanero, cuando entro a 1878 por Puerto Rico» (pág. 97). Este ingreso progresivo de la narradora en el texto le otorga rango de personaje: Marta, la nombra su madre en el capítulo 16, donde se advierte que reescribir a la madre del poeta ha inducido a la autora a pensar la relación con su propia madre, durante el proceso de escritura. Mi madre «Llenó libretas de recuerdos amparados en la distancia de las ficciones. Las destruyó, pero yo no destruiré su recuerdo, ni los trapitos que me legó de la vida de su madre, su entrada al mundo» (pág. 176). En un giro sorpresivo, el capítulo 22 irá aún más lejos: el sujeto de la narración ya no será Raquel, sino Fermina, abuela materna de la autora que se ha propuesto rescatar esos «trapitos» que su madre le entregara en las conversaciones: «Se me ocurre que esta novela ajena es el lugar donde descansarán lo que me toca de los restos de Fer mina» (pág. 216). Novela camposanto, lugar donde reposan los restos de los que ya no están, lugar de rescate, memorial. Una puede preguntarse, avanzada la lectura, cuál fue la más honda pulsión que originó la escritura de La muerte feliz de William Carlos Williams. Si la intención de reflejar en la escritura la relación estrecha entre la madre que pintaba y el hijo poeta despertó en la autora el deseo de escribir sobre sus ancestros maternos femeninos, o si el deseo de escribir sobre la propia madre y abuela lograron su materialidad en el cruce fortuito, a través de Yes Mrs Williams, con la historia de Raquel Hoheb. Cruces de historias de mujeres puertorriqueñas levantadas del olvido: la narradora reúne los recuerdos inconexos, sin orden lineal que su madre, evocando a su propia madre, ha deslizado en su oído: «No quiero salir de este mundo, quiero vivirlo en esta parte de la novela de la madre del poeta. » (pág. 224). Por la contemporaneidad de ambas, la similitud de origen y modo de transmisión de datos, las dos historias son afines. Una curiosidad en diminutivos despectivos: a Fermina «…la despreciaban por ser niña jibarita de habla bárbara.» (pág 219), y Raquel fue «la zurrapita», menospreciada por su misma familia. Otra vuelta de tuerca que plantea La muerte feliz…, es el deseo expreso de que tanto Fermina, como Raquel (vidas sufridas, difíciles), hayan siquiera rozado la felicidad: «Fermina tiene que haber sido

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feliz alguna vez. Sigo detrás de ese momento que el silencio protege del desgaste. » (pág. 210). Raquel a su vez, «A veces era feliz. La felicidad y el olor de la trementina y los óleos coinciden en la memoria de Carlos.» (pág. 196). La mismísima muerte la sorprenderá sonriente ante el estupor y la incomprensión de W. Carlos Williams; la intuición, tal vez de que la muerte de su madre es también su propia muerte: «¿Por qué te ves tan feliz? ¿Por qué me impones esa alegría que no entiendo? » (pág.263) ¿Escribir o no escribir a la madre? Esa parece haber sido la cuestión, para cuya respuesta, Marta Aponte nos da una llave: «Escribir a la madre es traición amorosa. Vivir con ella, y escribirla, como lo hizo William Carlos hasta que él mismo se hizo viejo, es un don.» (pág 176). Si bien hablamos de ficción, el Big Bang que dio origen a la novela lo aportó la vida expre sada en el azar, lo fortuito, lo que aparece, atrapa y desata; la novela misma se fortalece en tanto se va escri biendo y nos entrega su versión, que no es menos vida, por ser novela. Marta Aponte Alsina ha en tregado a sus lectores otra de sus raras avis, construcciones o edificios literarios enriquecidos por una sintaxis con sello propio, nunca convencional ni complaciente. Un espacio donde lo «real imaginado» cabe en páginas de escritura limpia y muy trabajada, a veces a golpes de pura poesía —«El mar es manzanas silvestres y olas que rompen a lo lejos rizando de blanco las honduras ».— (p. 200); sitio donde se suman hallazgos lingüísticos que recuperan, por ejemplo, los nombres caseros de flores y especies de hierbas autóctonas, nombres que si no se los escribe, se pierden; cuentos del Caribe, y particularmente de la isla de Puerto Rico, lugar de tránsito que ha albergado tramas como aves de paso que se posaron allí. Lugar donde es preciso el rescate de una memoria que fije, en la suma de retazos recuperados, una identidad, una tradición. Una bellísima expresión de esta idea es el pen samiento que cierra la historia recapturada de Fermina, capítulo entrañable: «Fermina no ha muerto. La luz de las estrellas tarda en llegar. Esta de hoy viene de un tiempo en que Fermina todavía no ha nacido. Cuando la luz del tiempo de mi abuela nazca yo habré muerto. Tan muerta estaré que ella me soñará entre el humo de la leña y el tabaco de sus placeres.». © Marta Ortiz http://www.marta-ortiz.blogspot.com.ar/

NO ME CUENTES MI VIDA, de Antonio Tejedor Editorial: La Fragua del Trovador Fecha de publicación: 2014 148 páginas ISBN 978-84-15044-47-5

*** Cuando un lector se acerca al libro No me cuentes mi vida, de Antonio Tejedor, descubre personajes que viven su peripecia vital co mo seres individuales, pero que sobreviven en nosotros como símbolos de reflexión, nostalgia, crítica, ironía, dolor, sensualidad, ma nía o soledad. He leído con fruición los relatos contenidos en No me cuentes mi vida. Y ya desde el título existe un guiño al lector, al transformar una frase hecha, de carácter peyorativo (A mí no me cuentes tu vida), cuya finalidad es invitar al receptor a abandonar lo que está narrando, en una frase que incluye el posesivo de primera persona y, por tanto, el «yo». No me cuentes mi vida implica una catarsis, al más puro estilo clásico, una purificación a través de unos personajes que sufren, se divierten o sueñan, y nosotros, como es pectadores lectores, nos unimos a sus vivencias y aprendemos de ellos, de sus errores y de sus aciertos. En el texto, Antonio nos da muchas posibilidades de catarsis, tantas como relatos. Tal como he señalado más arriba, en su lectura he encontrado dolor, frustra ción, crisis, amor, sensualidad, recuerdos (nostalgias), venganzas, manías, soledades… y lirismo. De hecho, el libro se abre con un título evocador, «Zaragoza», sin duda un lugar de referencia fundamental para Antonio y quizá, en muchos aspectos, su Macondo particular. He saboreado con gusto este primer relato (más bien, microrrelato) cuyo resumen expongo: una chica se describe por los gestos que realiza y por los juegos sensuales de todo su cuerpo, sin dejar de lado el movimiento de su cabello, provo -

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cado todo ello por alguien o por algo que finalmente se revela como el viento. Si miramos más allá, podemos intuir una interpretación: la chica podría ser perfectamente un símbolo de la Literatura, de la Poesía, de la belleza de la palabra, y el viento, que mu eve y esparce sus cabellos y trata de besarla y acariciarla, podría ser perfectamente el símbolo del autor y del hálito e impulso que lo convierte en creador, cuyo fin es atrapar los gestos «de quien se sabe dueña de su belleza» (p. 11) a través de las palabras precisas y llegar así a «cubrir su cuerpo de efigie griega» (p. 11), es decir, adornar con figuras retóricas que acomoden la forma al contenido y viceversa. Pero ya sabemos todos los que escribimos que a veces las palabras no son fáciles de hallar en el prado del que hablaba Homero y, en ocasiones, la Literatura y la Poesía se levantan contra su creador: «Me escupe su disgusto en pleno rostro: —¡Maldito viento!» (p. 12). Aunque parezca contradictorio, la ausencia de definición de lugares y nombres nos introduce en el mundo de los pronombres, tan interesante como el de los nombres (ya Antonio en su novela Los lagartos de la quebrada habla de la intrahistoria, de esa pequeña historia llevada a cabo por mu chos y por nadie, por pronombres que esconden un nombre con rostro, el rostro de la miseria y de la desesperación). Recordemos a este respecto la voz de Pedro Salinas: «Para vivir no quiero/islas, palacios, torres. /¡Qué alegría más alta:/vivir en los pronombres!/Quítate ya los trajes, /las señas, los retratos; /yo no te quiero así, /disfrazada de otra, /hija siempre de algo. /Te quiero pura, libre, /irreductible: tú.» (La voz a ti debida). Por consiguiente, dejar en el aire nombres, lugares, personajes es sin duda un truco literario, pero muy efectivo para una indagación ulterior por parte de los receptores-lectores (y porque los seres humanos siempre se han sentido seguros nombrando todo lo desconocido, pues una vez que se le otorga el nombre, es como atraparlo en su esencia. Y si no es así, uno se s iente inquieto y se pregunta por qué tal o cual objeto o ser no tienen nombre). En este sentido, son ya muchos los ríos de tinta que se han vertido en torno al supuesto lugar de la Mancha de cuyo nombre no se acordaba Cervantes. Sugerir es fundamental en la literatura, pero también en la vida. En No me cuentes mi vida hay, al menos, dos cuentos que beben de estos puntos de vista, uno es el titulado «El filósofo», cuyo comienzo resulta enigmático: «Nadie conoce su nombre» (p. 31), y el otro es «La pensión del abuelo», cuya pregunta es: ¿dónde está el abuelo? Y mientras se responde, la familia disfruta de su pensión. Me resulta muy curioso que muchas de las historias se resuelven de forma directa o indirecta en un bar. Sin duda, esto delata a su autor como asiduo de estos clubes sociales, propios de nuestra cultura mediterránea y centros, por tanto, de tertulias que dan origen a proyectos, entre ellos los literarios. Si ya lo cantaba Gabinete Caligari: «Bares, qué lugares, tan gratos para conversar». Así, tenemos: «Las tres despedidas de Juanito Vela», «La elección», «Café» y «Odio». En cuanto al estilo de los relatos, destaco sus diálogos ágiles, precisos, con su contenido impres cindible. Pero sobre todo están las metáforas y los símiles, dos recursos que p ortan en sí mismos el germen de la poesía y por tanto de la función estética, pero sin olvidar (y en este punto Antonio bien se cuida de ello) de ponerlos al servicio de la función narrativa. De esta forma en «Las tres despedidas de Juanito Vela», descubrimos esa «bolsa de gusanitos cuyo contenido vuela por el aire como una bandada de mariposas amarillas» (p. 25); en «Hojas secas», escuchamos frases que no admiten réplicas. «—Los recuerdos son hojas secas, Mario. Están en el suelo, no tienen vida.» (p. 34); en «La fraternidad de los restos», aparece ese «Jamás, una palabra que la cautela debería encerrar tras las rejas de unos labios fuertes» (p. 67) y en «Teruel existe», las metáforas y los símiles existen y de qué manera: «Nos acercamos a la catedral, un edificio de apariencia anodina, semejante a esos tipos callados a los que les gusta pasar desapercibidos» (p. 101) o «soy consciente de esa unión de los nativos ante el exterior como guardianes de la esencia de lo que creemos nuestro y casi siempre único, el caniche que ladra ante el dóberman en demanda de visibilidad» (p. 102) o «Los pocos que se atreven a pasearla caminan envueltos en pieles y lanas como momias renovadas» (p. 103). Y concluyo esta reseña con un final, el del relato titulado «Álbum de fotos» que Antonio divide en pasado, presente y futuro de un joven que no ha sabido elegir su camino, porque otros han elegido por él. El relato cuenta el pasado del joven y su presente; sin embargo, se cierra la narración con una única palabra reveladora: «futuro», ni más ni menos que la metáfora de lo que está por escribir y por leer. © José Antonio Martín Viñas

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CUPIDO EN EL MATARRAÑA, de Francisco Javier Aguirre Onix Editor Colección: Thot narrativa 156 páginas Fecha de publicación: 2014 ISBN 978-84-941279-5-3

*** Cupido en el Matarraña es una antología de relatos que recogen diversas experiencias sexuales, su vínculo es la comarca del Mata rraña, zona en la que transcurren los encuentros amorosos. Francisco Javier Aguirre explica en el prólogo de su obra que ha recopilado confidencias de amigos y que cuenta con su aprobación para divulgarlas. Además, estos amigos, al saber que se harían pú blicas sus vivencias, aportaron nuevos argumentos al libro, enriqueciéndolo con nuevos matices. Salvo una, todas las voces narrativas que leemos en Cupido en el Matarraña son de mujer, así que la perspectiva femenina en la seducción y el sexo está magníficamente representada por un tipo de mujer liberada de tabúes, que conoce su cuerpo, atiende a sus gustos y di sfruta del acto amatorio buscando el placer propio y el de su pareja. La literatura erótica corre el riesgo de resultar ofensiva al lector si no se aborda con delicadeza y sensibilidad y Francisco Javier Aguirre logra este difícil reto al describir fantasí as, hechos y goces usando las palabras adecuadas para provocar y sin caer en lo soez. Aunque el sexo es el protagonista de los relatos, no faltan los sentimientos, las emociones y las reflexiones en torno al acto carnal, para mostrarlo como algo natural en el que todo vale si es libremente consentido por las partes. Porque Cupido en el Matarraña aboga por la libertad sexual, ejercida con respeto, sin tapujos ni hipocresía. © María Dubón http://dubones.blogspot.com.es/

LA TERCERA VERSIÓN, de Antonio Manzanera Editorial Umbriel Colección: Umbriel thriller 320 páginas Fecha de publicación: 2014 ISBN 978-84-92915-51-4

*** No es el género de espías muy habitual en nuestra literatura, al con trario del género negro, que tiene muchos más cultivadores. No estamos a la altura de Estados Unidos y el Reino Unido, quizá porque nuestro CNI tenga menos glamour que la CIA, que cuentan con pe sos pesados de la talla de Tom Clancy, aunque éste sea una factoría de escritores, Frederic Forsyth, Robert Ludlum o Ken Follet, sin olvidarnos de Ian Fleming y su paródico James Bond, aunque yo pre fiera tipos más serios como Graham Greene, Eric Ambler o John Le Carré. El género, en España, revive, aunque nunca estuvo muerto, gracias a escritores como Fernando Martínez Laínez, cuya literatura basculó entre el género negro y el de espías, y algunos de sus

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colegas a los que incluyó en su antología Máximo secreto, como José Luis Caballero, Miguel Agustí, León Arsenal, Raúl Guerra Garrido y Antonio Manzanera, entre otros. Umbriel publica la tercera novela de Antonio Manzanera (Murcia, 1974), La tercera versión, tras El informe Müller y La suave superficie de la culata. El libro se centra en los oscuros tejemanejes del coronel del KGB Vitaly Yurchenko, que se presenta en la embajada de Estados Unidos en Roma para pasarse al enemigo y que, cuando ya está en Washington, enmienda la plana y se refugia en la legación soviética. Siguiendo la ortodoxia del género, con un acopio de document ación considerable, sobre todo en la utilización del polígrafo y las trampas para superar las pruebas, que demuestra el trabajo concien zudo de Antonio Manzanera a la hora de escribir su libro que ofrece una visión poliédrica del caso, las tres versiones a las que alude el título de la novela, la trama avanza sin excesivos sobresaltos en ese mundo gris y confuso que fue el espionaje durante la guerra fría en donde nadie es el que parece ser. La caída del muro y del imperio soviético abre nuevos horizontes a la literatura de espías que tiene que reconvertirse y adentrarse en territorios más enfangados, e infinitamente más peligrosos, como, por ejemplo, las tramas del yihadismo global, la última pesadilla que nos toca soportar . © José Luis Muñoz http://lasoledaddelcorredordefondo.blogspot.com

¿QUIÉN MATÓ A LA CANTANTE DE JAZZ?, de Tatiana Goransky Editorial Cazador de Ratas Colección: Christie Fecha de publicación: 2015 136 páginas ISBN 978-84-943350-1-3

*** La banda sonora de una buena novela negra es el jazz. Piensen en Miles Davis, su mala vida, al lado de su gigantesco genio musical, y como nos lo transmite de forma desgarrada en cada nota de Mistery, por ejemplo. El jazz es negro, y no porque muchos de sus cultivadoras pertenezcan a esa raza que parece llevarlo impreso en su ADN. Y el cine se hace eco. Recuerden Bird, de Clint Eastwood, sobre otro gigante del jazz, Charlie Parker, película sin crímenes pero que era esencialmente negra. El jazz infectó uno de los mejores relatos de Julio Cortázar, El perseguidor, también inspirado en Charlie Parker. Por lo tanto no es nada extraño que la segunda novela de una cantante de jazz, la argentina Tatiana Goransky (Buenos Aires, 1977), sea una novela negra y se llame ¿Quién mató a la cantante de jazz? Tatiana Goransky toma los arquetipos y la estructura de la novela negra, en los que se siente muy cómoda, para elaborar un juego literario en el que, en muy pocas páginas, consigue ganarse la complicidad del lector. La Cantante de jazz está muerta. Su cuerpo desparramado afuera del Salón Champagne en plena Avenida de los Incas. El vestido negro rasgado a la altura del vientre, la bombacha de tul al descubierto, y una marca fina alrededor del cuello. Mur ió asfixiada. Sus compañeros de banda la miran con ojos llorosos y empiezan a tocar espontáneamente. Eso es lo que se hace cuando muere una cantante de jazz. Con este inicio tan arrebatador, tan lleno de pequeños detalles, la cantante de jazz escritora seduce al lector y lo lleva a través de una prosa de fraseo breve, bella y efectiva, a su terreno, al mundo del jazz que tan bien conoce, adoptando, según se tercie, el punto de vista de la víctima que parece hablar desde la ultratumba como el cadáver de William Holden flotando en la piscina de El crepúsculo

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de los dioses de Billy Wilder (La mañana de mi muerte amanecí con unos dolores de panza espantosos. Vomité tres veces antes de poder tomar el desayuno y las paredes no dejaban de girar ) como el de alguno de los componentes de la banda (Los primeros dos meses estuve enfermo todo el tiempo. Las náuseas hacían mi labor insostenible y mi estómago producía ruidos que no se pueden imitar con la trompeta) sin que deje de pivotar sobre todo el conjunto un sentido del humor elegante. Toda la novela, desde principio a fin, sabe a jazz. Hasta Martínez, el policía, entra en el cuerpo por ese motivo. No estoy muy seguro de por qué decidí convertirme en policía, o tal vez sí, tal vez haya sido por la impotencia que sentí aquella noche tirado en la orilla, observando el cadáver del mejor músico que existió. Como juego cortazariano, la brevísima novela de Tatiana Goransky se lee como se bebe un buen whisky, paladeándolo; va de atrás a adelante y, libérrima, pasa de la prime ra persona a la tercera, sin perder en ningún momento su ritmo, como una buena pieza de jazz, anárquica pero con un melodía interna, y para quien entienda de música el libro adjunta las partituras musicales que deben acompañar su lectura. El libro llega a España editado por una nueva editorial gaditana, Cazador de ratas, y con prólogo de Fernando Marías. © José Luis Muñoz http://lasoledaddelcorredordefondo.blogspot.com

GLÓBULOS VERSOS, de Raúl Ariza Editorial Talentura Colección: Relatos 194 páginas Fecha de publicación: 2014 ISBN 978-84-941766-7-8

*** Glóbulos versos es una antología de relatos escrita por Raúl Ariza. Glóbulos versos es un poemario compuesto por Raúl Ariza. Cada relato se ha hecho poema o viceversa, pero tampoco estamos aquí para dirimir qué fue primero, la prosa o el verso. Raúl Ariza cuenta historias con la maestría que ha adquirido quien es buen observador, quien conoce la vida y las personas, por eso puede describirlas desde dentro y no desde fuera, como hace la mayoría. Los relatos son breves condensaciones de realidades cotidianas, de aconteceres comunes. Hablan de amor, de sexo, de rutina, de soledad, de dolor… Golpean con contundencia cuando se traducen en poemas, en destilada esencia vital que conmueve. Raúl Ariza describe mundos pequeños, intimidades de vidas que no nos resultan ajenas porque son como la nuestra, como la de cualquiera. Quizá por eso logra un efecto tan poderoso en el lector, porque no inventa nada, porque todo está en nosotros, cada deseo, cada sueño, cada sensación, cada miedo. Glóbulos versos es un espejo donde se refleja la persona que somos. Está escrito con las vísceras y con una inteligencia clara, con palabras precisas y bellas. Raúl Ariza usa pocas frases para contar mucho, sintetiza al máximo y emociona con su prosa y con sus versos. © María Dubón http://dubones.blogspot.com.es/

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EL ARTISTA, de Joaquín Carbonell Editorial Voces del Mercado Fecha de publicación: 2015 395 páginas ISBN 978-84-15332-80-0

*** Joaquín Carbonell es un escritor muy personal. Y también es un can tante muy original, tanto por sus composiciones como por su trayectoria artística. Ha huido siempre del conformismo, del sometimiento a los usos convenidos, de la aceptación del sistema como modo de supervivencia, y de otras condiciones habituales en quienes tienen un espíritu creativo y desean triunfar a cualquier precio. Acaba de publicar en Voces del Mercado una novela, titulada „El artista‟, que se escapa de los parámetros habituales impuestos a la mayoría de los presuntos best sellers: acción trepidante, asesinos en serie perseguidos por agudos detectives, recreación de un perso naje histórico de muchas campanillas, el mundo de lo paranormal y de los universos paralelos, las aventuras de los superhéroes y todas esas historias que tienen un porcentaje —normalmente preestablecido por los editores— de violencia, fraude, pasión, corrupción, fantasía y suspense. Carbonell escribe sobre lo que le interesa y conoce a fondo: la transformación de la sociedad espa ñola en la década de los 60 del siglo pasado, de la cual fuimos testigos las gentes de su genera ción. Para ello elige un argumento de gran calado, como fue el regreso del cineasta Luis Buñuel a España para rodar su polémica „Viridiana‟. El autor ha utilizado documentos varios, de los que da testimonio en la bibliografía final, informacio nes periodísticas del momento o memorias de algunos de los protagonistas de la ope ración, entre ellos el propio Buñuel. Pero también ha puesto mucha imaginación creando algunos personajes ficticios, pero emblemáticos, como don Lázaro, don Gerardino o Dominique, la becaria francesa que realizaba un seguimiento del proyecto cinematográfico como ejercicio académico para presentar en su Universidad, porque existió pero se llamaba realmente de otra manera. El lector de la novela se encuentra con un retablo cuya figura principal es un personaje también ficticio, Antonio Zaera, de nombre artístico Antuan, un camarero instalado en la costa mediterránea que decide tentar la suerte artística tras haber realizado algunos cursillos de interpretación teatral durante la temporada turística baja. Antonio es el eje de la narración, el testigo principal, quien va desmenuzando los episodios que rodean a la película, en la que ha conseguido introducirse con un pequeño papel, aunque sus aspiraciones sean mucho mayores. Acomodado en el círculo artístico como ayudante de uno de los productores, nos muestra las interioridades de un proceso generalmente desconocido para los profanos, al mismo tiempo que personifica el tránsito del mundo rural al medio urbano que se produce a partir de esa década en la historia española. Él mismo, nacido en la villa turolense de Andorra, es uno de los emigrantes en busca de mejores condiciones de vida. Y también él es el símbolo de una juventud que comienza a inquietarse pidiendo un cambio en lo político, en lo económico y en lo social. La novela tiene una estructura peculiar, porque haciendo gala de su oficio periodístico, Carbonell sitúa a una colega de ficción, Ana Palacios, realizando una larga entrevista a Antonio Zaera, ya retirado en la localidad turolense de Alloza (tierra natal del propio Carbonell), y anotando ansiosa mente todos los datos y detalles que el hombre le va aportando sobre su trayectoria como artista. Desfilan por el relato infinidad de personajes auténticos, comenzando por Luis Buñuel, que retratan perfectamente una época de cambio en una España necesitada d e abrirse al mundo. Llama la atención el trato afable, casi cariñoso, que Carbonell dispensa a casi todos ellos, incluso a sujetos de oscura catadura política, como el falangista Girón de Velasco, o el general Camilo Alonso Vega. A lo largo de la amena narración, el autor va dejando caer reflexiones y sentencias que no tienen desperdicio. Algunos ejemplos: „El cine tiene que abrir puertas a la mente‟ (p. 171). „En este país los que leen son siempre sospechosos de algo‟ (p. 323). „El éxito supone un ver dadero obstáculo para llegar hasta las orillas de la felicidad‟ (p. 134). „La sonrisa es la expresión que

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nos nace cuando logramos dejar el pensamiento en punto muerto‟ (p. 78). „Lo que aqueja a los españoles no es tanto la envidia sino el menosprecio, el deseo de aniquilar cualquier intento de sobresalir‟ (p. 263). Del mismo modo hace retratos certeros de algunas figuras míticas, comenzando por el propio Luis Buñuel, de quien recuerda algunos consejos: «No hagas nunca nada en el mundo pensando en los demás. Haz solo lo que te importe a ti». De Federico García Lorca dice, por ejemplo, que „era un tipo deslumbrante, un ser humano agitador de alegrías‟. Feliz descripción. Y por la novela desfilan desde Ava Gadner y Fernando Fernán Gómez hasta Luis Miguel Doming uín y Lucía Bosé, pasando por un sinfín de personajes y personajillos famosos en la época, Todos estos elementos contribuyen a hacer del libro un relato apasionante, que tiene un final ines perado cuando Ana Palacios, la periodista que ha entrevistado a An tuan, descubre algo de gran importancia en la vida del artista, que redondea la historia de forma genial . © Francisco Javier Aguirre

EL ENCIERRO DE OJEDA, de Martín Murphy Adriana Hidalgo Editora Colección: La lengua Fecha de publicación: 2007 123 páginas ISBN 978-987-1156-59-7

*** Martín Murphy es uno de los escritores argentinos contemporáneos que esquiva la categoría de novel, prejuicio muchas veces adjudicado a los autores que publican por primera vez. El protagonista de su debut literario es la figura clásica del oficinista gris y mediocre, pero en esta novela El encierro de Ojeda, ganadora del premio de Novela Breve Juan Rulfo 2004, lo fundamental no es la tensión del burgués sometido a una monotonía que no puede impedir, lo im portante, en cambio, está relacionado con la escritura como actividad evasiva de una realidad más amplia. Ojeda es un empleado eficiente que se desempeña como contador en una empresa. Trabaja a la manera de una máquina silenciosa llenando múltiples planillas con número s y realizando un sinfín de cálculos matemáticos. Es un hombre parco, poco comunicativo con sus compañeros pero ca sado y feliz en su ostracismo, hasta que cambios estructurales en la empresa lo obligan a interac tuar con el personal en calidad de jefe. El cambio es dramático, desemboca en dolores y estos en un furioso ataque de pánico. En consecuencia, se ve forzado a entrevistarse con un psiquiatra. Como lectores, al llegar a esta parte, imaginamos que la recomendación del psiquiatra estará rela cionada con manejar las emociones para mejorar la manera de vincularse a los otros. Nos anima mos, también, a imaginar el resto de la novela como una búsqueda de adaptación con dos posibles resultados: éxito o fracaso. La novedad del autor está en lograr que nuest ra predicción del método falle, aunque no lo haga el resultado. El consejo es otro, es una incitación a escribir para olvidarse de sí mismo y del mundo; una actividad totalmente vaciada de introspección. Se inicia un camino de ida: Ojeda comienza escribiendo cuentas y números, gradualmente se aísla de su mujer y entorno. Cuando el método numérico falla y el dolor reaparece; entonces otro descu brimiento, la palabra. Ahora escribir es, más precisamente, describir objetos. El protagonista usa la palabra como un escalpelo, desmiembra las cosas hasta sus últimos detalles y las describe. Cada vez más lejos de la vuelta: Ojeda así como se encierra en su casa —persianas cerradas, muebles acumulando polvo, mínimo contacto exterior ahora que su mujer lo ha abandonad o—, también se repliega sobre sí hasta anular toda percepción del espacio/tiempo, hasta detener todo fluir del mundo y rozar la eternidad. Son muy pocas las veces que Ojeda habla a partir de una raya de diá -

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logo, como si ya desde el inicio el autor quisiera insinuar el valor empobrecido que tiene el lenguaje como vehículo de expresión. Martín Murphy encierra una historia mediante una prosa concisa y justa, sin dilatarse en sucesos o descripciones que interrumpan el ritmo de lectura. Podemos pensar una pues ta en abismo: encierra una historia en un libro (tangible, real), la historia es sobre el encierro de un personaje, a nosotros, como lectores, nos atrapa y obliga a continuar la lectura hasta llegar al fin. Nos sentimos encerra dos también, pero hay una diferencia, Ojeda se queda, en cambio nosotros, al terminar de leer, salimos, volvemos a la realidad, sea esto un goce o frustración. Sobre esto último, Martín Murphy no dice nada, que sea uno u otro, eso, finalmente, es parte de la experiencia individual de lectura. © Hernán Matos

EL BAILE DE LOS PENITENTES, de Francisco Bescós Editorial Almuzara Colección: Tapa negra Fecha de publicación: 2014 416 páginas ISBN 978-84-16100-52-1

*** Salto cualitativo el que da Francisco Bescós (Oviedo, 1979), licenciado en Comunicación Audiovisual y Publicidad por la Universidad de Nava rra y editor y colaborador de la revista Suburbano de Miami, desde el concurso de Relatos Policíacos de la Semana negra de Gijón, que ganó con Hombres de negocios en 2014, al premio de novela negra Ciudad de Carmona con El baile de los penitentes el mismo año, porque la novela galardonada con ese premio ya consolidado que lle va ocho ediciones y han ganado autores como Antonio Lozano, Guillermo Orsi o Amir Valle, entre otros, en nada parece una primera novela, que lo es, por su impecable arquitectura narrativa, compleja y aparentemente dispersa, en la que finalmente todas sus piezas encajan con precisión. La acción transcurre en 72 horas, en Semana Santa y entre penitentes, quizá influen ciada por las novelas de Juan Ramón Biedma, y en Calahorra, un lugar tan teóricamente alejado de la novela ne gra como sentimentalmente próximo al autor. La Banda de Cornetas y Tambores de la cofradía de la Santa Vera Cruz de Calahorra es una bola de demolición. A su paso por las estrechas callejuelas del casco viejo, va destruyendo sin piedad edificios antiguos. Cada redoble, cada golpe de los seis bombos, hace vibrar primero los cristales de las ventanas, luego los trozos de yeso desprendidos de las paredes, luego los tabiques de carga y finalmente los cimientos del barrio. Y en Calahorra nos introduce el autor en un extraño juego de apuestas local: los Borregos. Hay un crimen que desencadena la trama policial de El baile de los penitentes: el asesinato de la niña gitana Nuria Isabel. Veamos, piensa. Hasta el momento tiene lo siguiente: una niña muerta de catorce años; una familia muy enfadada que ha reunido pistolas caseras; un clan entero, rival de la familia enfadada, desaparecido; un pequeño jefe mafioso que tiene que saber más de lo que cuenta, pero al que no se le puede molestar porque no hay nada que lo incrimine; un arma antigua que no está, cuyo dueño se desconoce. Novela rural, además de negra, por lo que el autor no descuida el paisaje en el qu e transcurre la acción. Entre esos cerros intrusos y la carretera recta se distribuyen plantaciones de tomate, vid, melo cotoneros, olivo, huertas de verdura. Parece mentira que puedan crecer sobra una tierra tan parecida al riego sanguíneo, bajo un cielo remoto pintado de oxígeno puro. El baile de los penitentes es una novela coral que tiene algunos personajes que son todo un acierto literario como esa Lucía, La Grande, por sus dimensiones corporales, jefa del puesto de la Guardia Civil. No tiene por costumbre ser discreta, Lucía, cuando entra en casa. Empuja el corpachón a través de la puerta de la entrada. Zapatea impúdicamente con las suelas de su calzado masculino. Sin cohi birse, se arranca los zapatos con los cordones atados y los lanza a una esquina . Caen estrepitosos. Y

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su marido Bernard, su opuesto, un inglés que habla español con acento de Chelsea. Una pareja extraña esta, ella guardia civil, él limpia, cocina y plancha. Y un sinfín de personajes más secundarios que el escritor asturiano perfila con el difícil recurso del diálogo al que muchos autores, por incapacidad, hacen ascos. Resuelve con eficacia Francisco Bescós las secuencias de acción, con ritmo muy cinematográfico, como la detención en la casa de la familia gitana Chamorro, un clan en frentado a los Pajaritos, y la violencia viene nos llega empaquetada con un envoltorio muy literario. Y le da una última patada. Un mero puntapié que a su juicio se le queda más que blando. Antoñito nota de repente que el suelo arcilloso sin pavimentar de la cochera huele mucho a aceite de automóvil. Luego le viene un vómito. Inunda su cavidad bucal como si hubiera explotado una presa. Pero es extraño, no sabe ácido sino dulce y tibio. Lo expulsa. Regusto rojo oscuro. Pero su boca no se vacía. Algo se ha ro to ahí abajo. Una violencia en la que resulta evidente la influencia de la imaginería cinematográfica que maneja el autor, a veces claramente tarantiniana. Resultó que la guardia personal no era tal, pura fachada; dos drogadictos que se desintegraron cuando vieron que la cabeza de su jefe se convertía en espray: soltó un fluido atomizado carmesí por el orificio de salida. Gente impresionable. Apunta el escritor asturiano algunas historias colaterales, que tienen enorme fuerza en sí mismas, como la de Roberto, el nazareno que tiene un misterioso pasado en África. Llegaban apoyándose unos en otros, con los ojos inundados en lágrimas y gestos de dolor demasiado adultos como para observarlos en el rostro de un niño. A todos ellos les habían cortado el pie izqui erdo por encima del tobillo. Es habitual en la novela negra un estilo funcional, y por ello llama poderosamente la atención la cali dad de la escritura de Francisco Bescós, su dominio de una prosa enlatada en frase corta que remite a imagen poderosa. La sábana, blanca como la ceguera, cobra fuerza ante la tensión de los ojos del médico. Por un momento pierde su blancura. Un relieve verde esmeralda comienza a arremolinarse en los pliegues, en sus luces y sombras. O: El bikini estaba teñido de humedad pegajosa. Los tirantes se escurrían por los hombros, los brazos colgaban como peces recién pescados. Una buena novela negra y, por consiguiente, una buena obra literaria con ecos de Jim Thompson y de Quentin Tarantino, como con acierto se dice en la contraportada del libro editado por Almuzara en su colección Tapa Negra, pero digeridos de forma harto original en el estómago de Francisco Bescós, un autor del que esperamos nuevas historias. Bienvenido al club. © José Luis Muñoz http://lasoledaddelcorredordefondo.blogspot.com

MUJERES QUE LLENAN MIS NOCHES, de José Antonio Prades Editorial Certeza Colección: Cantela Fecha de publicación: 2014 83 páginas ISBN 978-84-15468-95-0

*** Mujeres que llenan mis noches es un recorrido por la vida sexual de un hombre que se inicia en la adolescencia, con sus primeros con tactos con las chicas, y finaliza en la juventud, cuando el protagonista encuentra a la mujer con la que desea compartir su vida. José Antonio Prades compone una historia sirviéndose de 7 cuentos que se centran en las distintas etapas sexuales del protagonista, también es un itinerario por los años de la Transición española, por la historia de un país que ve agonizar la dictadura franquista y se prepara para un cambio social inminente. Zaragoza es la ciudad en la que transcurren los hechos, la ciudad de José Antonio Prades, que, con pleno conocimiento de causa, nos la describe en unos años convulsos, iluminada por las luces

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giratorias de las tanquetas de los grises, dividida para los jóvenes en zona macarra y zona pija, con sus respectivas discotecas, bares y lugares de encuentro. Mujeres que llenan mis noches es mucho más que un trayecto sexual, es el retrato de una sociedad vista desde la ingenuidad de un chaval, que se dispone a iniciar su vida como adulto sin haber reci bido ninguna preparación previa, pues los padres de la época no hablaban con sus hijos de sexo, ni de religión, ni de política. Por eso aprende como puede, aprovecha las circunst ancias y asume una realidad que le sobrepasa y que no entiende. Asimismo disfruta de su juventud, al tiempo que ma dura a toda prisa entre atentados de ETA, reivindicaciones autonómicas, exiliados políticos que regresan para construir una nueva España, un golpe de Estado… Entonces aparece Cristina, la chica de Montemolín, y aunque el comienzo de la relación con ella no augura nada bueno, pues tiene novio formal, el destino se encargará de suprimir inconvenientes y descubrirle a nuestro pro tagonista el verdadero amor. © María Dubón http://dubones.blogspot.com.es/

LAS RUINAS, de Rafael Reyes-Ruiz Ediciones Alfar Colección: Narrativa Fecha de publicación: 2015 ISBN 978-84-7898-614-9

*** De los temas actuales, la búsqueda de la identidad a través de los recuerdos de las vivencias más fuertes del pasado es una de las maneras que tenemos de encontrarnos a nosotros mismos a medida que cambia mos y vamos envejeciendo. Esta novela, de carácter intimista, nos id entifica de inmediato con el personaje principal. Tomás, colombiano de edad media, profesor de Historia de Japón en una universidad católica en Tokio, de vacaciones en otro país asiático, ve pasar una mujer joven. Ella le recuerda al amor de otras épocas, su alma gemela de la juventud, de la pasión. ¿Cómo es posible que esa mujer sea tan parecida a aquella otra…? No podía ser. Mónica tendría ahora más de cuarenta y siete años, y la mujer que acababa de ver no podía tener más de treinta. Cerró los ojos; quiso traer la imagen de Mónica, pero lo único que logró conjurar fue el tatuaje que acababa de ver. Él estaba con Mónica el día que se hizo ese ta tuaje en Kuta. Habían escogido el diseño juntos, y juntos le habían insistido al artista de tatuajes para que le pusiera alas rojas a la mariposa azul. El encuentro le provoca vivencias de recuerdos reprimidos. Decide hablar con ella, seguirla, alcan zarla… La búsqueda de las raíces, la búsqueda de un hogar alternativo al que perdimos en la juventud, en la patria de origen, es el elemento principal de esta literatura de calidad. Como las mejores obras de estos últimos años del siglo XXI, las peripecias desprecian el cóctel a veces tan socorrido de otras narrativas, de sexo, sangre, violencia o adicciones. Es una apuesta mucho más compleja, infinitamente más delicada y sugerente, a la manera de los trazos del antiquísimo arte de los cali gramas japoneses. La psiquis del protagonista masculino, desde su honestidad, plantea usa búsqueda de raíces -pertenencias, de pasión-deseo, de olvidos-desamor. Y de arraigos y desarraigos. La patria perdida, la Ítaca a la necesitamos regresar todos, esa que es mucho más que un territorio, o una geografía, o unos afectos, mucho más que simplemente los recuerdos o la memoria: hacia uno mismo, la completitud, la aceptación. Abordar esos vestigios, alcanzar a tocarlos otra vez, siquiera con la punta de los dedos, revivirlos por un instante más, volver a sentir la alegría de ser sin cuestionamientos… Pero no solo el recuerdo de una conexión emocional y sentimental, y la búsqueda de la identidad esencial son los temas de Las ruinas. Otros muchos subyacen y se entrelazan a esta búsqueda

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principal: la cultura de otras tierras, la investigación y el conocimiento del pasado histórico de los lugares en los que se vive y se ama, el descubrimiento de la realidad enmascarada detrás de histo ria. Y también contiene el aderezo de la intriga. El círculo académico, donde profesores especializados dictan cursos a los que deben aferrarse con uñas y dientes para no perderlos —realidad de todas las universidades del mundo actual— está presente en la novela. La investigación del pasado histó rico y la permanencia en los cursos universitarios se entrelazan una vez más. La narración, sin embargo, no agobia con detalles específicos y propios de ese medio universitario. Por lo contrario, estos datos son apenas características culturales que le dan vida a la historia de amor y búsqueda del protagonista. La traducción de un manuscrito portugués del siglo XVI que emprende Tomás encaja sorprendentemente con la búsqueda de su antigua amante y lo lleva a desenmarañar otros hilos narrativos. Esa traducción podría acercarlo al encuentro de los rastros de aquel amor juvenil. Sin embargo, nada es lo que parece. Las ruinas es una novela digna de los mejores catálogos, buena literatura, de la que se instala en nuestra memoria por largo tiempo, de la que nos hace bien y nos deja inmersos en una atmósfera intransferible y evanescente. La versión en inglés, también obra del autor salió publicada por Latin American Literary Review Press en abril del 2014. © Pilar Chargoñia www.letrafirme.com www.edicionesuy.com

LA TENTACIÓN DE SAN VALENTÍN, de Francesc Rovira Llacuna Ediciones Carena Colección: Narrativa Fecha de publicación: 2014 286 páginas ISBN 978-84-16054-73-2

*** Con la arquitectura de la novela negra se puede incursionar maravillosamente bien en el género de humor, y la hibridación, cuando hay talento, suele ser descacharrante. El vasco Juan Bas, director del festival La Risa de Bilbao, puede ser considerado como uno de los máximos epígonos de esta variante literaria en España. La tentación de San Valentín tiene los ingredientes precisos para que una novela de este tipo, más humorística que negra, funcione y enganche. La investigación de Marc de Prim, un abogado atípico con coleta, que tiene un canario en su pisito de soltero que atiende al nombre de Pavarotti y dedica los fines de semana a cabalgar a lomos de una Harley Davidson con sus amigotes Pascual, Alaric e Isabelo, con los que forma el grupo Moteros de la Justicia (todos son abogados, fiscales o jueces) se centra en unos chanchullos urbanísticos en los que la clase política local está bien implicada, es decir, actualidad total, sólo que Francesc Rovira Llacuna —La respuesta está en Orsay y Héroe en la casa de los vientos— no pone nombre a la formación política y deja que lo haga el lector en función de sus fobias. Tiene la desgracia nuestro héroe de enamorarse de una señora estupenda, Claudina —sencillamente descacharrante la secuencia de la seducción tipo mantis de la mujer imponente al abogado con coleta—, futurible alcaldesa de Cabrera de Mar y novia de Conrado Sautie r, un arquitecto director general de urbanismo que suena para ministro. No faltan muertes, como la de la prosti tuta María Perejil, paródica; párrafos subidos de tono —En lugar de mostrar contrariedad, me clavó de nuevo su mirada verdiazul y me acercó la boca muy despacio. Mis labios se encontraron con los suyos, al mismo tiempo que mi mano fue progresando muslo arriba hasta llegar a palparle sus finas bragas de tacto sedoso—, ni situaciones rocambolescas que hacen que la novela avance entre las manos del lector a una excelente velocidad de crucero.

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Cuida mucho el abogado y profesor de narrativa sabadellense Francesc Rovira Llacuna el lenguaje, construye imágenes tan efectivas como descriptivas —Mis dedos se lanzaron a marcar el móvil de Claudina con la fatalidad del exalcohólico que toma furtivamente la botella a sabiendas de que, con ese gesto, contraviene su voto de abstinencia—, tiene un excelente oído para los diálogos, con los que moldea perfectamente los personajes de su novela coral, hace que la iro nía planee siempre por la novela —Con el pequeño tsunami, se me había soltado la goma con la que me sujetaba la coleta y debía parecer el león de la Metro, una vez acabado de asear con la manguera a presión por los cui dadores del zoo— y sabe dotar de un buen ritmo a una narración que, por su tipología, es un poco deudora de las películas de Luis García Berlanga plagadas de conseguidores, trepadores y políticos que buscan el enriquecimiento personal. Una novela para disfrutar sin complejos, tremendamente divertida y excelentemente bien escrita. © José Luis Muñoz http://lasoledaddelcorredordefondo.blogspot.com

LA VIDA ESTÁ EN OTRA PARTE, de Milan Kundera Editorial Tusquets Colección: Andanzas Fecha de publicación: 2014 304 páginas ISBN 978-84-8383-895-2 Traducción: Fernando de Valenzuela

*** Quizá La vida está en otra parte, título que llama a reflexión, se podría haber titulado La insoportable maestría de Milan Kundera, porque el escritor checo, que publica periódicamente toda clase de libros, desde novelas a ensayos, aunque el pensamiento forme siempre parte in trínseca de la narración, consigue colarnos otra pirueta literaria en un artefacto aparentemente, sólo aparentemente, liviano pero lleno de profundidad. La excusa argumental es la vida del mediocre poeta Jaromil, el héroe y villano de esta farsa, del que Milan Kundera nos desvela sus cuitas desde el minuto cero, el de la mismísima concepción. Cuando estaban haciendo el amor alguien abrió la puerta en la casa de al lado, la madre se asustó, dejaron de hacer el amor y terminaron de hacerlo más tarde con un nerviosismo compartido al que el padre achacaba la concepción del poeta. La historia comienza en la Segunda Guerra Mundial y se extiende a lo largo de la etapa comunista de Checoslovaquia, ahora Chequia. La madre del poeta en ciernes es una mujer posesiva, que despre cia a su padre biológico, se enamora de un pintor y reprocha a su hijo hasta el embarazo. Si hasta hoy misma se siente angustiada ante su propia desnudez es a causa de Jaromil, que le deformó el vientre. ¡Y hasta el amor de su marido lo perdió por su causa, por insistir a toda costa en que naciera! Abundan en la novela situaciones deliberadamente estrambóticas, de vodevil teatral, como cuando Jaromil, convertido en el alter ego Xavier, salta desde el puente Carlos de Praga a una ventana abierta, encuentra a una mujer en la habitación y deba esconderse bajo la cama cuando entre el ma rido en la estancia. Y el techo que estaba encima de Xavier comenzó a moverse rítmicamente y las briznas clavadas en el rostro de la mujer como tres flechas tocaban rítmicamente la nariz de Xavier y le hacían cosquillas, hasta que Xavier, de pronto, estornudó. Siguiendo en ese tono cómico y siempre distendido, pero nunca frívolo, Milan Kundera se permite toda clase de gamberradas y chistes por cuenta de la incultura. Al cuñado que creía que Voltaire había sido el inventor de los voltios lo acusaron de fraudes inexistentes. La vida sexual de Jaromil ocupa una parte fundamental del libro. La timidez de Jaromil es un tormento por lo que dificulta sus relaciones con el sexo opuesto. La palabra chicas era tan triste como la pala-

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bra añoranza y la palabra fracaso. El autor se sirve de hipérboles para subrayar los aspectos, casi siempre desastrosos, de la vida sexual de su poeta protagonista, de su torpe iniciación sexual con una chica hermosa con la que se siente siempre espantosamente cohibido, incapaz hasta de contro lar sus reacciones físicas. Hasta entonces sus toqueteos con las chicas se parecían a un largo viaje, en el que iba conquistando las diversas cotas: pasaba mucho tiempo hasta que la chica se dejaba besar, mucho tiempo hasta que se dejaba tocar los pechos y cuando le podía tocar el culo, en tonces es que ya había llegado muy lejos. Al hilo de la sexualidad del joven e inexperto poeta, Milan Kundera reflexiona sobre la actividad amo rosa. Pero, además, había otras cosas que lo inquietaban: ¿en qué consiste exactamente el acto amoroso? ¿Qué es lo que siente uno? ¿Qué es lo que atraviesa su cuerpo? ¿No es un placer tan grande que se pone uno a gritar y pierde el control de sí mismo? ¿Y no queda uno en ridículo gri tando así? ¿Y cuánto tiempo dura aquello? Dios mío, ¿cómo se puede hacer una cosa así sin estar preparado? Se lamenta el protagonista cuando su miembro viril no está a la altura requerida y le con cede una autonomía propia, regañándolo. Y aquel que estaba entre sus piernas le pareció un bufón, un payaso, un enemigo que se reía de él. Iba con una cabeza triste y ajena apoyada en el hombro y con un payaso sonriente entre las piernas. Habla el autor de La insoportable levedad del ser de la belleza, al hilo de la poesía, y de la belleza, al de la sexualidad, de los cuerpos femeninos, fundamentalmente, que nublan al protagonista que los mitifica, lo que no le impide, en otra de sus arriesgada piruetas literarias, cuando Jaromil se convierte en Xavier, admitir la belleza de la senectud. Bailaban juntos en medio del salón los dos solos; y Xavier vio que la mujer tenía el cuello maravillosamente marchito, la piel alrededor de los ojos maravi llosamente ajada y que alrededor de su boca había dos maravillosas y profundas arrugas, y se sintió feliz de tener entre sus brazos tantos años de vida, de tener él, un estudiante, entre sus brazos, una vida casi completa. Se puede leer el libro como una sucesión de sentencias inteligentes y profundas, ante las que habría de detenerse el lector. La ternura nace en el momento en que el hombre es escupido hacia el umbral de la madurez y se da cuenta, angustiado, de las ventajas que, como niño, no comprendía. O, esta otra: La libertad no comienza cuando los padres son rechazados o enterrados, sino cuando no hay padres. Cuando el hombre nace sin saber de quién es hijo. Cuando el hombre nace de un huevo tirado en un bosque. O esta otra, en referencia a Lermontov, un poeta. Cambió la pluma, que es la llave de la propia alma, por la pistola, que es la llave de las puertas del mundo. Toda la novela es un extraordinario juego literario en la que el Milan Kundera narrador pasa, sin inte rrupción, a cómplice del lector, en un tú a tú con éste. A la luminosa explosión de aquellas palabras siguió un largo silencio; los dos sabían el resultado de su encuentro en un piso vac ío (recordemos una vez más que la chica de las gafas no tenía intención de ponerle ni ninguna clase de remilgos a Jaromil). Constantemente hay apostillas sobre lo que dice, reflexiones, considerandos en un cons tante juego literario al que invita a participar al lector. ¡Fijaos en él cómo camina, con qué atención de cada uno de sus pasos! Va como si soportara sobre sus espaldas todo su destino; va por la escalera como si no subiese exclusivamente al piso alto del edificio, sino también al piso alto de su pr opia vida, desde el cual va a ver lo que aún no había visto. También podría titularse la novela La vida está en otra parte como La tragedia de un hombre ridículo si éste no fuera el título de una de las películas más poco valoradas, y con razón, de Bernard o Bertolucci, porque carga con saña Milan Kundera contra ese falso poeta del realismo socialista, cuyos ver sos son de una ramplonería y mediocridad absolutas, y con él contra otros poetas, haciendo gala de una provocación iconoclasta, especialmente los románticos Arthur Rimbaud, Lord Byron y Percy B. Shelley, que escribieron sus vidas como si fueran sus propios poemas y acabaron estas de forma trágica, fieles a sus principios estéticos y vitales. Transita en su novela libertaria, en la que el escritor checo se salta todas las normas narrativas sin soltar un momento las solapas del lector, y ahí radica su maestría, ese hacer lo que le dé la gana sin perder el hilo, de la primavera de Praga al Mayo del 68 francés, del que, a pesar de su siempre mi rada irónica, parece hacerse eco. Porque la vida real está en otra parte. Los estudiantes arrancan el empedrado, vuelcan los coches, levantan barricadas; su entrada en el mundo es bella y ruidosa, está alumbrada por las llamas y la festejan las explosiones de las b ombas lacrimógenas. ¡Cuánto más difícil lo tuvo Rimbaud, que soñaba con las barricadas de la Comuna de París y no pudo salir de Charleville para verlas! En cambio, en 1968 miles de Rimbauds tienen sus barricadas propias; para petados detrás de ellas rechazan cualquier compromiso con los actuales dueños del mundo. La emancipación del hombre será total o no será.

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Termina Milan Kundera, tras haber conducido al lector por sus trescientas páginas divididas en siete partes (El poeta nace, Xavier, El poeta se masturba, El poeta huye, El poeta tiene celos, El cuarentón y El poeta agoniza), divididas a su vez en capítulos muy breves, casi siempre, que facilitan la ágil lectura del libro, en un último tú a tú, autor/lector, en una asunción de que toda obra de arte es tablece siempre un diálogo entre las dos partes. Quedémonos mirando aún un par de segundos esa lámpara silenciosa, esa luz benefactora, antes de que el pabellón que es este capítulo desaparezca de nues tra vista. Dice Milan Kundera a propósito de la arquitectura de La vida está en otra parte: Cada capítulo tiene la intención de ser narrado en un modo diferente: primera parte: narración «continua» (es decir, con vínculo causal entre los capítulos); segunda parte: narración onírica; tercera parte: narración discontinua (es decir, sin vínculo causal entre los capítulos); cuarta parte: narración polifónica; quinta parte: na rración continua; sexta parte: narración continua; séptima parte: narración polifónica. Vivir o escribir. ¿Está la vida en otra parte? Vivir y escribir. © José Luis Muñoz http://lasoledaddelcorredordefondo.blogspot.com

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Novedades editoriales Hojas de papel volando Elena Poniatowska Ediciones Era, 2014 Los cuentos de Elena Poniatowska se reúnen en estas Hojas de papel volando y al leerlos y releerlos compiten la risa con la calentura, la tristeza que causan los abandonos, las traiciones, las ilusiones perdidas, con los gozos del enamoramiento, con la ilusión de la esperanza, con el placer de lo que se aprende. Este libro es fiesta de las voces, de todas las voces: las populares que iluminan sabrosísimas la calle y los cuartos de azotea, pero también las cultas y las que se pretenden cultas en las cenas elegantes con presidentes y embajadores. Fiesta del género también o la prueba de que en el cuento se echa la casa por la ventana de unas pocas páginas. Las exactas, las necesarias, las perfectas.

Sacrificio Román Piña Editorial Salto de Página, 2015 Pablo Noguera recibe el encargo del señor y la señora Topp de investigar la desaparición de su hijo Horacio, celebridad mediática y gurú de la motivación y la autoayuda. La hipótesis de un secuestro se debilita a medida que pasa el tiempo y no llegan noticias de Horacio ni de ningún secuestrador. ¿Y si el joven se ha escapado, huyendo de su esclava rutina cotidiana? ¿Y si ha ocurrido algo peor? Ni en España ni en Gran Bretaña —el chico es un inglés afincado en Mallorca— logran explicarse que Horacio haya podido huir en sus condiciones; pero tampoco que nadie haya sido capaz de hacerle daño. La vieja relación de Noguera con un pequeño editor le dará las claves para seguir el rastro de Horacio Topp desde las miserias del mundo del libro a las del mundo en general. A lo largo del relato se desvelará una novela distinta a la que arrancaba bajo un falso planteamiento de novela negra, y al final del viaje el lector descubrirá el diabólico diseño de la destrucción de un santo.

No aceptes caramelos de extraños Andrea Jeftanovic Editorial Sexto Piso, 2014 Once relatos que exploran historias de padres e hijos, hermanos y parejas en situaciones extremas. Andrea Jeftanovic retrata con una prosa poética e íntima la violencia ambigua y sensual que tensa estas relaciones. En palabras de Ana Rodr íguez Fischer (El Mundo), ‹‹me ha sorprendido por su poderoso lenguaje y su capacidad de ahondar en las zonas turbias de la mente››. Historias que parten del deseo, pero no de uno morboso, sino de aquel cargado de soledad y angustia que lo trastoca todo. Unas veces es la inminencia del peligro y en otras el abismo de la normalidad, pero el cuerpo aparece siempre como escenario ineludible. ‹‹Andrea Jeftanovic se destaca como una brillante narradora de la dimensión sensual y sexual de nuestra existencia››, según Pedro Gandolfo (El Mercurio). La moralidad es para la autora un laboratorio de la experiencia humana, con un lenguaje depu rado en imágenes y frases que saltan como esquirlas, creando una revelación psíquica y emocional .

Chicas muertas Selva Almada Literatura Ramdom House, 2014 Tres asesinatos entre los cientos que no alcanzan para titulares de tapa ni convocan a las cámaras de los canales de Buenos Aires. Tres casos que llegan desordenados: los anuncia la radio, los conmemora un diario de pueblo, alguien los recuerda en una conversación. Tres crímenes ocurridos en el interior del país, mientras la Argentina festejaba el regreso de la democracia. Tres muertes sin culpables. Convertidos en obsesión con el paso de los años, estos casos dan lugar a una investigación atípica e infructuosa. La prosa nítida de Selva Almada plasma en negro lo invisible, y las formas cotidianas de la violencia contra nenas y mujeres pasan a integrar una misma trama intensa y vívida. Con este libro, la autora abre nuevos rumbos a la no ficción latinoamericana.

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Como la sombra que se va Antonio Muñoz Molina Editorial Seix Barral, 2014 El 4 de abril de 1968 Martin Luther King fue asesinado. Durante el tiempo en que permaneció en fuga, su asesino, James Earl Ray, pasó diez días en Lisboa tratando de conseguir un visado para Angola. Obsesionado por este hombre fascinante y gracias a la apertura reciente de los archivos del FBI sobre el caso, Antonio Muñoz Molina reconstruye su crimen, su huida y su captura, pero sobre todo sus pasos por la ciudad. Lisboa es paisaje y protagonista esencial en esta novela, pues acoge tres viajes que se alternan en la mirada del escritor: el del prófugo Earl Ray en 1968; el de un joven Antonio que en 1987 parte en búsqueda de inspiración para escribir la novela que lo consagró como escritor, El invierno en Lisboa, y el del hombre que escribe esta historia hoy desde la necesidad de descubrir algo esencial sobre estos dos completos desconocidos. Original, apasionante y honesta, Como la sombra que se va aborda desde la madurez temas relevantes en la obra de Antonio Muñoz Molina: la dificultad de recrear fielmente el pasado, la fragilidad del instante, la construcción de la identidad, lo for tuito como motor de la realidad o la vulnerabilidad de los derechos humanos, pero cobran aquí forma a través de una primera persona completamente libre que indaga de forma esencial en el proceso mismo de la escritura.

Avenida de la luz María Zaragoza Editorial Minotauro, 2015 En 1955, Hermenegildo Pla desapareció sin dejar rastro mientras trabajaba en la Ciudad de la Luz, un proyecto arquitectónico en el subsuelo de Barcelona que debía ampliar la antigua Avenida de la Luz y que nunca llegó a inaugurarse. Diez años después, Herme reapareció como si no hubiera pasado nada y con la misma ropa con la que se había ido a trabajar aquella lejana mañana de 1955. Cuando explicó dónde había es tado, nadie le creyó. Cuando el abuelo Herme vuelve a desaparecer, las historias del excéntrico octogenario cobran un nuevo sentido para Pere, su nieto. El joven no dudará en contactar por Internet con Will, un estudiante inglés que busca compañeros de exploración urbana, con la intención de colarse en la zona.

La vida es una palabra muy corta Beatriz Alonso Aranzábal Editorial Nazarí, 2014 Ni el pico de un tucán, ni un árbol de treinta metros, ni la persistente lluvia de la tar de descuellan en una selva donde todo es colorido y humedad y exuberancia; donde, por contra, un claro o un silencio de monos deslumbran. Es aquí, precisamente, donde hallamos la escritura de Beatriz Alonso Aranzábal, en estas respiraciones contenidas, en estos descansos, en esta síntesis de tonalidades. Aseguraría in cluso, que los microrrelatos de Beatriz Alonso Aranzábal son mudos, musicales y en blanco y negro, cargados de gestualidad y de intención, prestos a ser leídos de inti midad a intimidad.

No es amor, es solo París Patricia Engel Editorial Grijalbo, 2014 Lita ha viajado a París con la excusa de aprender francés, aunque lo que de verdad desea es vivir una apasionada historia de amor. Pero, mientras pasea por las calles de la ciudad, no sospecha que este sentimiento puede ser tan intenso y tan poderoso, como el que la invadirá cuando conozca a Cato, un joven aparentemente inalcanzable, desarraigado y con una infancia triste detrás. Lita y Cato son como el día y la noche, dos opuestos que parecen tener todo en contra. Todo menos los encantos de una ciudad mágica, capaz incluso de hacer realidad los amores más imposibles. «Con un talento glorioso y una inteligencia alarmante, Patricia Engel escribe con la intensidad de los grandes narradores de fábulas.» (Junot Díaz).

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La ciudad de la memoria Santiago Álvarez Editorial Almuzara, 2014 Berta Valero, una universitaria ingenua y con apuros económicos, comienza a trabajar casi por azar en la agencia de investigación que regenta un extravagante personaje. Mejías es un detective privado, inconformista y audaz, que se conduce como Humphrey Bogart en un mundo que cambia demasiado deprisa. Juntos indagarán un extraño caso que involucra al muy poderoso clan familiar de los Dugo-Escrich, propietario del mayor grupo constructor valenciano, y cuyas raíces se hunden en un pasado lleno de secretos que todos parecen —o aparentan— desconocer. Mejías desoye las voces que tratan de apartarle del asunto y encadenará situaciones geniales, des cabelladas y peligrosas hasta que, finalmente, la caja del tiempo se remueva con el estruendo de una losa mortuoria .

Cosas que decidir mientras se hace la cena Maite Núñez Editorial Base, 2015 Una joven prepara una cena íntima. Un padre le explica a su hijo adolescente que se va a vivir a Londres. Una ejecutiva busca niñera para su hijo. Una pareja espía a sus vecinos a través de la ventana. La escritura de Maite Núñez, a veces contenida, a veces irónica, esboza un repertorio de figuras humanas, seres paralizados a los que les cuesta tomar consciencia de su propia realidad. El apocamiento, la incertidumbre, la indolencia, el conformismo y la duda constituyen la sustancia de estos hombres y mujeres incapaces de tomar decisiones. Los personajes de Cosas que decidir mientras se hace la cena libran sus batallas en dormitorios y cocinas, esas junglas domésticas en las que no puede aspirarse a otra cosa que seguir respirando. En boca del narrador del relato que cierra el libro, «la cobardía, a veces es un estado de ánimo necesario». El presente volumen de cuentos reúne relatos que han sido premiados en certámenes con una larga tradición en las letras españolas como el Cer tamen de Relato corto Hucha de Oro o el Certamen de Relatos Luis del Val.

Viejas historias que susurra el cierzo Alejandro Martínez Frago La Fragua del Trovador, 2015 El tiempo, con su inexorable tránsito, junto a nuestras nuevas costumbres y forma de vida, paula tinamente va diluyendo de nuestra memoria colectiva el recuerdo de las viejas tradiciones. Especialmente si su manera de transmisión esencial es la forma no escrita, como es el caso de los mitos y las leyendas. Estos tesoros de la sabiduría antigua que corren el riesgo de caer en el olvido, son un valioso legado de la tradición oral, forman parte de nuestro folclore y aún pueden servir como punto de reflexión en la educación de valores, el autoconocimiento o el mero entretenimiento. En Viejas historias que susurra el cierzo, aquellas voces que antaño supieron transmitir, enseñar y emocionar con estas narraciones, encontrarán un nuevo fogaril, en torno al cual volver a reunir a aquellos que quieran prenderse de la magia de sus palabras.

El rincón de los muertos Alfredo Pita Textual Editorial, 2014 El rincón de los muertos, de Alfredo Pita, es «la» novela de la violencia peruana de los años 80 y 90. Es una suerte de «J’accuse», sin ninguna complacencia ni concesión a la versión preconfeccionada del relato oficial y del «mainstream» casi hegemónico en el Perú. El autor, no sólo nos cuenta una historia que sacude la imaginación y la conciencia, sino que lleva a cabo un proceso a los excesos de la Historia y a sus responsables, denuncia la impunidad, revela lo escamoteado y restituye la voz a aquellos a los que no se permite expresarse. Este libro tampoco cierra un ciclo, como pretendían con gran soberbia y miopía los novelistas obedientes ante el pensamiento único; todo lo contrario, abre nuevas vías para seguir explorando con la palabra y la imaginación la violencia secular y estructural de la sociedad peruana. La novela de Alfredo Pita aspira a hermanarse con las grandes novelas latinoa mericanas que han trabajado armoniosamente y con arte los materiales históricos y sociales. (Luis Dapelo, Traductor y profesor universitario).

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La máquina del porvenir Juan Trejo Editorial Tusquets, 2014 Óscar parte hacia Berlín para identificar el cadáver de su madre y hacerse cargo de sus pertenencias. Hace años que no sabía de ella, porque en realidad su madre vivía con otra mujer y se había desinteresado de su hijo. Tampoco puede avisar a su pa dre, para él un desconocido al que ha visto en contadas ocasiones, autor de libros exitosos sobre la búsqueda de la felicidad. Consternado y sin raíces, Óscar querrá reconstruir la historia de sus antecedentes familiares en Nueva Yor k y México, en Buenos Aires y Cadaqués, para descubrir que tal vez pertenece a la estirpe de los insatisfechos y visionarios, de los obstinados buscadores de una verdad trascendente, de una plenitud última que esté por encima del tiempo y el espacio. X Premio Tusquets Editores de Novela 2014.

Diario de un escritor cobarde Julio César Álvarez Ediciones Lupercalia, 2014 La literatura es ese arrebato tonto que pide escribir sobre lo que uno siente, lo dolido que está o lo jodidamente preciosa que es esa chica. Luego, la técnica o la propia experiencia compensan la falta de pasión, la pérdida de impulso, y todo eso que se ha ido diluyendo y transformando en un sanguinolento reguero que acaba en el desagüe. Lo daría todo por tener dentro ese fuego ardiendo. Muy dentro. La literatura no son premios, cenas con corbata y solomillo al punto. No son fotos en los periódicos o titulares con tus palabras ligeramente modificadas. No, no es eso. La literatura es intimidad, ausencia y algo de esa pequeña eternidad que respiran los dioses. Y que nos visita y abandona, como la propia vida.

La ley de la ferocidad Pablo Ramos Malpaso Editorial, 2015 Pablo Ramos vuelve a la carga con su alter ego, Gabriel. El chico arrabalero de El origen de la tristeza (Malpaso, 2014) es ahora un hombre, aparentemente triunfador pero en realidad desgraciado, marcado por una infancia dura. Regresa al territorio de su pasado tras recibir la noticia de la muerte de su padre. Lo espera un velorio de dos días con sus noches, el reencuentro con su familia, con sus exmujeres, y también una serie de terribles cuentas pendientes con un padre inaccesible. El retorno también es una recaída en el alcohol, la cocaína y el sexo ciego; en todo aquello que había provocado su marcha. La redención llegará a través de la escritura, que acaba rá por purificarlo a golpes, con ferocidad. Pablo Ramos se aventura en un tema que recorre la literatura desde Hamlet hasta La invención de la soledad de Paul Auster o Patrimonio de Philip Roth, la densa y decisiva sombra del padre en la existencia del hijo. El suyo es un acercamiento a pecho descubierto, sin reser vas, exponiéndose a todos los riesgos.

El oscuro relieve del tiempo Iván Teruel Edicions Cal·lígraf, 2015 Mediante la recreación de atmósferas tensas, opresivas, y la utilización de un lenguaje tan descarnado como lírico, el conjunto de relatos El oscuro relieve del tiempo aborda, entre otros temas, la incomunicación de las parejas, el sexo como sucedáneo de la felicidad, la matemática del universo, la violencia como lenguaje, la guerra de ayer y de mañana, o la cobardía y el miedo como rémoras. Y siempre, al fondo, como testigo oscuro, incesante y circular, el tiempo, el verdadero protagonista del con junto. Iván Teruel es Licenciado en Filología Hispánica y profesor de enseñanza secundaria. Sus relatos aparecen en antologías como Tiempo de relatos (Booket, 2009), Mar de pirañas (Menoscuarto, 2012), De antología (Talentura, 2013) o La carne despierta (Gens Ediciones, 2013).

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Un ojo siempre parpadea Miguel Carcasona Tropo Editores, 2015 Los diez relatos que dibujan Un ojo siempre parpadea son fragmentos de vida. Injusta, breve, cruel y desesperada vida. Pero siempre latiendo, siempre imparable, arrollado. Con los ojos abiertos puedo contemplar (o inventar) el mundo y sus intérpretes. También, mi mundo y sus intérpretes. A veces, ambos se entremezclan. Otras, no. El parpadeo limpia la retina y permite el enfoque de las distintas secuencias. Es inevitable, como la existencia de esos mundos. Y de sus intérpretes. Miguel Carcasona (Sangarrén, Huesca, 1965), es autor del poemario En el arcén de la costumbre (I.F.C. Zaragoza, 1998) y de los libros de relatos Esquirlas del espejo (Col. Baltasar Gracián, DPZ, Zaragoza, 2006) y Todos los perros aúllan (IEA Huesca, 2012).

El surco es el alma del vinilo Rafael Orihuel Ediciones Oblicuas, 2015

El surco es el alma del vinilo es una recopilación de relatos cuyo nexo de unión es el

mundo de la música en su más amplia expresión. Un sentido homenaje tanto a los grupos y solistas como a los fans, a los dueños de tiendas de discos y al objeto en sí de reproducción, el vinilo. Pero, además de eso, estos relatos son un excelente ejercicio narrativo que convierte la memoria de unos personajes arrebatadores en pe queñas joyas literarias. Con un estilo que nos recuerda a Roberto Bolaño por su habilidad a la hora de integrar diferentes biografías en narraciones apasionantes, Rafael Orihuel nos seduce desde la primera página, tanto como lo hace nuestro disco favorito una vez posamos la intangible aguja de diamante sobre el surco adecuado.

El juego sigue sin mí Martín Casariego Editorial Siruela, 2015 Ismael recuerda la época en la que, cuando tenía trece años, sus padres contrataron a Rai, un chico cinco años mayor que él, para que le diera clases particulares. Tras una primera sesión poco productiva, establecieron un pacto: el alumno estudiaría por su cuenta y el profesor le hablaría de libros, de películas, de música, de la vida... También de Samuel, un joven que se citó por carta con su exnovia, con la amenaza de que si no se presentaba se suicidaría. Con este punto de partida, Martín Casariego ha escrito una novela de iniciación, una novela sobre el paso de la adolescencia a la madurez; sobre la familia y las nuevas formas de relación entre los jóvenes; sobre la intensidad de una etapa tan decisiva en la vida; sobre el peso de la existencia y cómo aliviarlo. Una his toria marcada por las sombras, las dudas y los secretos, en la que la ballena blanca de la que el narrador ha es tado huyendo acabará por presentarse inesperadamente años después, cambiándolo todo e impulsándole a replantearse lo que ocurrió.

También esto pasará Milena Busquets Anagrama, 2015 Cuando era niña, para ayudarla a superar la muerte de su padre, a Blanca su madre le contó un cuento chino. Un cuento sobre un poderoso emperador que convocó a los sabios y les pidió una frase que sir viese para todas las situaciones posibles. Tras meses de deliberaciones, los sabios se presentaron ante el emperador con una pro puesta: «También esto pasará.» Y la madre añadió: «El dolor y la pena pasarán, como pasan la euforia y la felicidad.» Ahora es la madre de Blanca quien ha muerto y esta novela, que arranca y se cierra en un cementerio, habla del dolor de la pérdida, del desgarro de la ausencia. Pero frente a este dolor queda el recuerdo de lo vivido y lo mucho aprendido, y cobra fuerza la reafirmación de la vida a través del sexo, las amigas, los hijos y los hombres que han sido y son importantes para Blanca, quien afirma: «La ligereza es una forma de elegancia. Vivir con ligereza y alegría es dificilísimo.».

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Cavernas Luis Jorge Boone Ediciones Era, 2014 Hay libros que nos invitan a pasar a la casa primordial, al mismo tiempo sagrada y obscena: la casa del mito, del inicio y del final, la casa que ha estado siempre, incluso antes de sus primeros habitantes, la caverna. Al mismo tiempo, la caverna es el archivo mágico de todos los ritos, de todos los sueños, de todas las narraciones, la caverna es el origen de la literatura y, al volver a ella, volvemos a su manera más resistente y a todas sus ramas. Aquí se reúnen no sólo los cuentos de Luis Jorge Boone, sino los de todos, los de la tribu. En este libro encontramos personajes asediados por fantasmas, pero también a otros que, al alcanzar la orilla opuesta de sus vidas, terminan convertidos ellos mismos en espectros. Jóvenes que viajan por el desierto en compañía de desconocidos, un músico enamorado de la muerte, un niño que espera la llegada de una tétrica procesión, científicos eminentes que buscan traspasar los límites de la especie humana, un solitario que observa la destruc ción del mundo desde el espacio.

La resta Alia Trabucco Zerán Editorial Demipage, 2015 Una erupción volcánica cubre de cenizas Santiago de Chile. El cadáver de Ingrid Aguirre, exiliada de la dictadura, queda atrapado en un pequeño aeropuerto de Los Andes. Repatriar ese cuerpo será la excusa para que tres amigos emprendan un viaje por la cordillera andina en un coche fúnebre. Felipe, Iquela y Paloma, hijos de exmilitantes de la Resistencia chilena, viven atrapados en un pasado común: el de sus padres. De ahí que la urgencia del viaje sea en realidad una fuga hacia la reconciliación con la memoria.... Alia Trabucco Zerán reside en Londres, donde estudia un doctorado de literatura en la University College London. La resta, su primera novela, ha recibido el Premio Nacional de Chile a la mejor Novela Inédita.

La mujer ajena Ramón Bueno Tizón Editorial Candaya, 2014 Una niña intenta salvar el espíritu de la Navidad ante los ojos de su hermano peque ño, mientras su familia y el país se derrumban. Unos adolescentes marginales comparten un grotesco y triste viaje iniciático. Un jinete fracasado y agobiado por las deudas se aferra a una esperanza tan débil como inútil. Un torero veterano se ena mora de una bailarina exótica, que cree ser una princesa de la China imperial. Un inmigrante peruano en los Estados Unidos encuentra refugio en el insólito culto a una actriz porno japonesa… Historias de seres huérfanos, perdidos en ciudades inhóspitas, que tienen siempre como hilo conductor a la mujer, un ser preciado y a la vez distante, pero sobre todo ajeno, extraño y huidizo. Teniendo a Lima como marco, pero con saltos espaciotemporales que van desde el antiguo Reino de Lidia hasta el desierto de Texas, pasando por el París de E. M. Cioran, La mujer ajena de Ramón Bueno Tizón es una metáfora inquietante de un mundo que se rige por la ley del más fuerte y donde apenas hay lugar para los débiles. Un libro sin concesiones, que pone el dedo en la llaga de algunos de los grandes males de nuestro tiempo: la miseria de la condición humana, la inco municación, el desamor, el egoísmo o la desesperanza.

Llamada perdida Gabriela Wiener Editorial Malpaso, 2015 Gabriela Wiener escribe sobre quién es y sobre lo que vive, y lo hace con un lenguaje y una sinceridad sorprendentes. En estos relatos autobiográficos cargados de ironía y humor nos invita a sumergirnos en el mundo y la mirada de una mujer que lucha contra sus demonios cotidianos. Aborda temas como la emigración, la maternidad, el miedo a la muerte, la soledad de los cuartos de hotel, la fealdad, los tríos, el misterioso número once, el alejamiento de los amigos... El día a día aparece como un todo complejo y rico dispuesto a revelarse de inmediato.

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Cuentos para sentir las horas José Verón Gormaz Mira Editores, 2014 La brevedad y la variedad del cuento como género exigen la complicidad del lector con el autor y con el texto. En Cuentos para sentir las horas , esto se percibe con cla ridad. Se trata de un libro dividido en cuatro partes, que comienza con los cuentos bre vísimos de «Microcosmos», dotados de la expresividad de lo mínimo y el impacto de lo sorprendente. La segunda parte, «Rumores de Lilandia», se halla sembrada de peque ños enigmas y peculiaridades territoriales reales o imaginarias, para crear un ambiente de humildes descubrimientos dignos de movernos a la reflexión. El tercer apartado, «El laberinto de la dicha», discurre por caminos literarios en los que asoma el misterio de lo cotidiano y no pocos reflejos críticos, dentro de pequeñas historias contadas de forma dire cta y ágil. El apartado final, titulado «Cuaderno de notas», vuelve a la extrema brevedad para contar míni mos relatos que con frecuencia toman la forma de los ensayos esquemáticos, con abundantes guiños cultu rales.

Historias con mucho cuento Eugenio Mateo Erial Ediciones, 2015 Un hermoso libro de relatos que, además, cuenta con 28 Ilustraciones de artistas reconocidos: Sergio Abraín, Eva Armisén, M. A. Arrudi, Samuel Aznar, Bruna, José Luis P. Cáceres, A. Castillo Meler, Catasse, Isidro Ferrer, Kumiko Fujimura, Manuel García Molina, Leticia Hidalgo, Ángel Laín, George Massanes, Eugenio Mateo, Ma riustz Otta, Álvaro Peña, Paco Rallo, Óscar Sanmartín, Miguel Sanz, Alicia Sienes, Esther Sunyer, David Vela, y Philip West. El prólogo es de Fernando Morlanes y el epílogo de Juan Domínguez Lasierra. La portada, el diseño y la maquetación corresponden, como de costumbre, al buen hacer de Óscar Baiges. Estos relatos, algunos escritos cuando todavía creía que todo tiene arreglo, otros son el resultado de la ácida realidad en la que casi nada tiene sentido; unos y otros describen situaciones que rayan en lo inverosímil porque lo grotesco o desmesurado forma parte intrínseca del ser humano, cada vez más insincero y menos predecible, pero hombre al fin que puede volar sin alas cuando se lo propone.

Crimen on the Rocks Alfonso Vázquez Rey Lear Editores, 2014 San Roque on-the-Rocks es una colonia española en territorio británico, situada en el Canal de Bristol. Nada más acabar la II Guerra Mundial, el rechazo de la ONU a la Es paña de Franco lleva al dictador a realizar un viaje relámpago a San Roque, para dar se un garbeo internacional. La visita coincide con una serie de misteriosos asesinatos que rompen la paz de la colonia y ponen a prueba la capacidad del comisario Antonio Mompou, un policía represaliado por la dictadura de Primo de Rivera que cuenta como único apoyo solidario en la colonia con la amistad del periodista Julio Camba, inquilino de un hotel de la localidad desde el comienzo de la Guerra Civil española. Mientras avanza la investigación se da a conocer la historia de San Roque on-the-Rocks, un Gibraltar español conquistado a los ingleses por la Armada Invencible, donde las brumas británicas se confun den con la afición a las partidas de dominó, el flamenco y las corridas de toros. XVII Premio Francisco Gar cía Pavón de Narrativa Policiaca fallado en 2014.

Los sempiternos Ginés S. Cutillas Editorial Base, 2015 Cambiar el destino de una persona es tan sencillo como colocarte delante de ella para desviar su trayectoria. Y sin embargo, no empleará más de un segundo en esquivarte sin reparar en ti: nunca habrás existido. Pero esa ínfima rectificación del camino previsto le obligará a fijarse en algo que de otra manera le hubiera pasado inadvertido. Le hará acordarse de ese recado que lleva días postergando, provocará la entrada en un estanco, en una zapatería quizás. Esos hechos, insignificantes en apariencia, desencadenarán una serie de sucesos que nunca hubieran ocurrido de otra forma.

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Enero Ángeles Sánchez Portero Editorial Talentura, 2015 ¿A qué distancia queda la muerte? ¿Qué sucede en el armario de un difunto? ¿Pueden las notas en una nevera ser un medio para hablar con quienes ya no están? Ernesto ha de enfrentarse a la pérdida de su mujer. Para ello cuenta con un libro prestado, el plano de una ciudad incompleta, una pareja que vive en una casa en ruinas y una libreta. Tras un periodo de apatía, comenzará una investigación que le llevará a poner en duda sus creencias acerca de la realidad más cotidiana. Enero es la primera novela de Ángeles Sánchez Portero, una novela cor ta, honda, con un lenguaje tan poético como sencillo que hace que la historia fluya de una manera magistral.

Bienvenidos a Incaland® David Roas Editorial Páginas de Espuma, 2014

podría contratar».

Tránsito terrorífico de vehículos. Robo con nocturnidad y alevosía de la máquina de escribir de Mario Vargas Llosa. Invasión de turistas-zombis. Puertas en ruinas que te transportan al más allá. Trenes que sufren mal de altura. ¿Ficción? ¿Libro de viajes? Uno de los máximos representantes de la literatura fantástica de los últimos tiempos, David Roas, nos da la bienvenida a Incaland®, y nos invita a acompañarle en una aventura fiel a los hechos y desbordante de imaginación. En la mejor tradición hilarante y divertida, esta travesía peruana corrobora las palabras de Fernando Iwasaki: su autor es un «escritor desopilante, el profesor más majara que un director de serie B

Pequeño tratado de escritores Félix Terrones Aurora Boreal, 2014 Todo comenzó con un paseo. Hace algunos meses, mi amigo Paul Baudry me llevó al cementerio de Montparnasse a visitar la tumba del poeta peruano César Vallejo. Re cuerdo que hacía frío, apenas había gente en el cementerio, nos demoramos en encontrar a nuestro compatriota y su lápida algo descuidada. Todo esto que ahora es recuerdo se me antoja el inicio de algo, un libro que en aquel momento no existía pero que ya comenzaba a tomar forma, sin que yo me diera cuenta. Al regresar a casa, escribí de un solo tirón «1922: annus mirabilis», microrrelato que, en cierta manera, encierra lo que he formulado en los que vendrían después. Desde luego, ahora me resulta claro, pero en su momento fue una búsqueda incierta (no tanto como buscar una lápida pero casi). Lo que en un inicio fue un homenaje a escritores y libros que me han marcado como lector, ter minó enriqueciéndose de tal modo que se hizo también un cuestionamiento de lo que es la escritura, sus alcances y paradojas. De ahí que todos mis microrrelatos, pese a abordar desde diversos puntos de vista y aspectos, guarden entre sí una coherencia, la que le da mi mirada, claro está, pero sobre todo la que le entrega la literatura a la que están dedicados.

Anoche anduve sobre las aguas Irene Gracia Editorial Pre-Textos, 2014

Anoche anduve sobre las aguas es una narración en dos dimensiones, donde se cru-

zan mitos, abismos, espejos, cielos e infiernos. En el territorio en el que se mueven los personajes de esta novela, la mística del vicio es casi la misma que la de la vir tud, y las dos persiguen la misma elevación. La virginal Elisa, que, sin embargo, llegará atener relaciones íntimas con el Diablo, no persigue fines más altos que su enamorado Bruno, pero sus caminos no acaban de converger, o sólo convergen en el abismo. Anoche anduve sobre las aguas es una novela envolvente y sensual en la que el Dia blo tiene mucho que decir, toda ella atravesada por el rumor de Eros y el anhelo de proyectarnos en horizontes tan amplios como el mismo deseo. Premio de Novela Breve «Juan March Cencillo».

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Cicatriz Sara Mesa Anagrama, 2015 Sonia conoce a Knut en un foro literario de internet y, a pesar de los setecientos kilómetros que los separan, establece con él una particular relación marcada por la obse sión y la extrañeza. Entre la atracción y la repulsión, no puede evitar sentirse fascinada por este personaje insólito y perfeccionista, que vive fuera de toda norma social y que la corteja a través de suntuosos regalos robados. «Le gustaba ir siempre bien vestido, incluso para ir a robar una simple lata de conservas. Tan joven y hablando de escritores del XIX. Filosofando. Cuestionándolo todo. Teorizando sobre el individuo y el grupo, y la hipocresía social, y los chivos expiatorios, y Dios y el destino, la virginidad y el sexo. Solía decir que no hay placer comparable a pensar. Y no, no era petulante ni vanidoso. Era simple mente... exhaustivo.» Su necesidad de poner distancia cuando Knut se vuelve demasiado absorbente, pero también su irrefrenable curiosidad y el ansia de vi vir experiencias más allá de una existencia excesivamente reglada, llevarán a Sonia a una doble vida secreta en la que quedará atrapada durante años sin posibilidad de exculparse. En esta inusitada historia, Sara Mesa recupera temas que ya aparecieron en sus primeras obras narrativas, dándoles forma a través de un estilo conciso y eléctrico en un mundo —frío, escasamente comunicativo— cuyas reglas establecen únicamente los propios personajes que lo habitan.

No encuentro mi cara en el espejo Fulgencio Argüelles Editorial Acantilado, 2014 María Casta y su hijo adolescente Edipio se defienden del azote de una tormenta inclemente que se produce el mismo día en que muere el anciano cura Lubencio. Varios acontecimientos, como la llegada del nuevo cura, la aparición del primer armario con luna o el anuncio del comienzo de la Guerra Civil, determinan la vida del pequeño pueblo minero de Peñafonte, aislado del mundo y ahogado por la humedad de una lluvia incesante. Una extraordinaria novela en la que se entreveran la amistad, la desesperanza, el tedio, las preguntas que nos inquietan y los espejos que nos mienten.

Racimo Diego Zúñiga Literatura Random House, 2015 Las desapariciones de varias niñas en Alto Hospicio, en el nor te de Chile, desconciertan al protagonista de esta novela, el fotógrafo Torres Leiva, tanto como la turbia indiferencia de las autoridades. Rodeado, por motivos laborales, de policías inoperantes, de políticos oportunistas, de colegas de dudosa confiabilidad y de familiares desesperados y a veces heroicos, Torres Leiva se ve inmerso en un cuadro desolador, rudo como el desierto en que los hechos suceden, al tiempo que su propia vida da la impresión de estar cayéndose a pedazos. Escrita con fineza y precisión, Racimo, segunda novela de Diego Zúñiga, es una intriga llena de resonancias y escenas inolvidables que confirman a su autor como una de las voces jóvenes más sólidas y cautivantes de Chile.

Desvío Juan Francisco Moretti Editorial Milena Caserola, 2014 Esta novela puede leerse como una pesadilla: la de un joven de clase media de los años 2000, posmoderno, culto, progre, divertido, apegado su Twitter, su Facebook, su Google, su GPS y su smartphone, que de pronto se encuentra perdido en la jungla de la violencia. Como en la fórmula marxista, alrededor de Nicolás todo lo sólido se desvanece en el aire. Un desconocido lo muele a golpes, su tortuga Data es destripada por un gato, su amigo el Mono sufre otra golpiza, la madre de otro amigo es arrollada por un tren. Esta ola de violencia homicida, surgida nadie sabe de dónde, envuelve a Nicolás. Surge entonces la decisión: evitar el sufrimiento de los inocentes en un mundo sin piedad. Nicolás resuelve convertirse en el héroe de la eutanasia. ¿Podrá?

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La bella cubana José María Conget Editorial Pre-Textos, 2014 Nueva York, últimos años del siglo XX. Una pareja de jóvenes españoles descubre la gran ciudad, el contraste entre el deslumbramiento cinematográfico y la dureza cotidiana, la fragilidad de una identidad personal todavía en construcción y la más dolorosa del amor que se creía invencible. Sobre ellos se ciernen las miradas amargas y cínicas de la experiencia: una mujer con un pasado político traumático y la voz de un antiguo escritor, cargada de culpa, confusión y nostalgia de un paraíso nunca habitado pero entrevisto gracias a las notas de una vieja melodía caribeña: La bella cubana. José María Conget recibió el Premio de las Letras Aragonesas de 2007 por el conjunto de su obra.

Ficción para un imperio Ramiro Sanchiz Editorial Milena Caserola, 2014 «Ya basta de buscar otros mundos: todos están contenidos en esta maravillosa y delirante novela. Ramiro Sanchiz retoma varias de sus obsesiones en Ficción para un imperio: los universos paralelos, las historias alternativas, los estados de la conciencia. Federico Stahl descubre que la muerte es apenas el inicio de una saga en la que hay sexo con hermosas desconocidas, monstruos, crónicas marcianas, tsunamis, imperios sangrientos y varias versiones de la muerte. Hay ecos de Borges y Philip K Dick, pero la voz es fresca y original. La nueva narrativa latinoamericana tiene en Sanchiz a uno de sus representantes más arriesgados.» Liliana Colanzi.

Borrando fronteras VV.AA. Macedonia Ediciones, 2014 El 8 y 9 de octubre se realizó la Jornada Trinacional de Microficción «Borrando Fronteras» 2014, organizada por el colectivo ERGO SUM. La Jornada convocó a escritores, académicos y editores de Argentina, Perú y Chile y contó con el patrocinio de la Univer sidad de Santiago y la Internacional Microcuentista, además de la colaboración de la Embajada de Argentina y de la Fundación Cultural de Providencia. Las actividades se desarrollaron en la Universidad de Santiago de Chile. A raíz de esta jornada es que nace la «Antología Trinacional de Microficción Borrando Fronteras». Este trabajo fue posible gracias a Macedonia Ediciones, Editorial Micrópolis, Ediciones Sherezade e Internacional Microcuentista.

Coronel Lágrimas Carlos Fonseca Anagrama, 2015 A la altura de los Pirineos un anciano ermitaño se ha dado a la tarea de escribir la historia universal en clave íntima. ¿Qué esconde? Guiada por la obsesiva pero juguetona mirada de su narrador, Coronel Lágrimas traza el esclarecimiento de este secreto vital. Comparte, de cierto modo, la caprichosa ambición de su protagonista: reducir el mundo a unas cuantas citas, a unas cuantas imágenes, a unos cuantos instantes. Cifrar la historia. Y así, la narración de una jornada arbitraria dentro de la vida de su enigmático protagonista da paso a una cartografía vital que acaba por elucidar, en clave tragicómica, la historia política del siglo pasado: de la Rusia de la Revolución de Octubre hasta el México de los veinte, de la España de la Guerra Civil hasta las lejanas islas caribeñas, esta novela-catálogo esboza, casi en instantáneas, la vida de un hombre que no estuvo a la altura de su tiempo. Su épica es aquella del hombre privado, su historia la de una sociedad condenada al capricho informático. Fina, sutil, elegante, extravagante, rara, Coronel Lágrimas supone el brillantísimo debut narrativo del joven escritor costarricense-puertorriqueño Carlos Fonseca, considerado por Ricardo Piglia como su alumno más brillante de la Universidad de Princeton. Una novela sobre las formas en las que ciframos nuestras pasione s, sobre las maneras en que transformamos nuestros temores en escritura.

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El hombre nacido en Danzi Guillermo Fadanelli Editorial Almadía, 2014 Riquelme, el detective, es un tipo gris pero eficiente que no está convencido de reve lar los resultados de sus investigaciones. Su cliente, protagonista de esta novela, es un hombre doliente y confundido porque su mujer, Elisa Miller, lo ha abandonado. Elena, Mónica, Sonia, son las sombras que atormentan con sus apariciones al desubicado personaje. Séneca, Schopenhauer y Weininger, pero también el jugador de basquetbol Magic Jonhson, son las voces que agitan la conciencia del hombre cada vez que éste sostiene diálogos con sus héroes morales y deportivos. En esta novela, ubicada en una fantasmal Ciudad de México, Guillermo Fadanelli echa mano de los elementos más característicos de la novela negra: la figura del detective y una constante zozobra. Si sumamos a esto su capacidad para narrar la desesperanza y las grietas de la personalidad, tenemos como resultado El hombre nacido en Danzig: un viaje por los laberintos mentales de un desesperado, un hombre al borde de la extinción.

Relojes Muertos Eva María Medina Editorial Playa de Ákaba, 2014 Después del ingreso en un psiquiátrico, Gonzalo vuelve a casa. Al principio todo le parece luminoso, amplio. Mira sus libros, su sillón de terciopelo verde, y se acuerda de sus compañeros, a los que echa de menos. Luego, ve al vecino que habla con su reloj de pared. Se tumba en la cama y surgen las palabras de la portera. ¡Ella y su jefe en casa haciendo la maleta que le llevaron al hospital! Intenta dormir, eludiendo imágenes grotescas. Al despertar, ha oscurecido. Entra en la habitación de sus padres, mira sus fotografías, y siente que le piden que les saque de allí. Sufre la «náusea». La novela alcanza un punto de inflexión cuando Gonzalo vuelve al trabajo y Ángela, una mujer que conoció en el psiquiátrico, se va a vivir con él.

La vida muerta Martín Sotelo Ediciones Alfabia, 2014 Cuanto más empeño pone la realidad en matar los sueños, tanto más pugnan por sobrevivir y cumplirse. Este impulso es el que parece dirigir los destinos cruzados de los personajes de La vida muerta. Como el de la extraña viajera que aparece una noche en el embarcadero de Gundi con el deseo de cruzar el río y adentrarse en el bosque. ¿Es real o es una visión más del barquero, provocada por el letargo de los días igua les, la excesiva imaginación y la falta de clientela? O como el de Leo Rufo, joven visitador médico, que encuentra a la musa de sus fantasías adolescentes, una antigua actriz del destape, donde nunca pensó hallarla. Dos historias paralelas unidas por la inquietante figura del doctor Dangel, un médico toxicómano que también quiere ver cumplido su particular y funesto sueño final, hilvanadas con un estilo poderoso y sugerente que nos descubre las oscu ras regiones de la condición humana.

El amor es un revolver cargado por el diablo José G. Cordonié Ediciones Lupercalia, 2014 «Imagina que entras en tu casa y te encuentras a tu mujer follando con un payaso. Aunque pienses que se trata de un hecho imprevisto, de algo que no esperas que pueda llegar a ocurrir nunca, en el fondo sabes que existe la probabilidad de que pueda llegar a pasar, como cualquier otra cosa en la vida. Así que imagínate por un momento esa escena, aunque nunca antes se te haya pasado por la cabeza. Digamos que se trata de una probabilidad entre millones de sucesos aleatorios que pueden sobrevenir, pero que de repente sucede, porque el azar, en ocasiones, se presenta de esta manera; de la forma más imprevista que uno ni siquiera es capaz de sospechar.» (El amor es un revolver cargado por el diablo , José G. Cordonié).

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Cuentos Fantásticos Horacio Quiroga Hermida Editores, 2015 Esta edición recoge los mejores cuentos fantásticos del escritor uruguayo de nacimiento y argentino de adopción Horacio Quiroga, en los que imperan la locura, lo fantástico-terrorífico, transidos de elementos dementes y de puro y horroroso asombro. Es el mejor heredero de Edgar Allan Poe en español y el primer gran cuentista contemporáneo de América Latina. Su escritura está impregnada de sus experiencias personales. Su vida estuvo marcada por la muerte, el suicidio de familiares y amigos y una relación conyugal tormentosa. Su estancia en la selva como colono en tierras casi vírgenes, y otras circunstancias vitales, le empujaron a escribir cuentos, convirtiéndose pronto en uno de los autores más prolíficos y originales, en continua experimentación y de una com pleta libertad creativa.

Las flores no sangran Alexis Ravelo Editorial Alrevés, 2015 Si alguien decidiera crear una lista de crímenes idiotas, un secuestro exprés en una isla solo figuraría después de un atraco a una comisaría o a un banco de semen, de ahí que constituya sin duda la fechoría más absurda del mundo. Y eso es precisamente lo que deciden llevar a cabo Lola, el Marqués, el Flipao y el Salvaje en un plan infalible que además es muy sencillo de ejecutar, al menos sobre el papel. Pero Gran Canaria es una isla rodeada de agua por todas partes menos por una, que se llama Isidro Padrón, un hampón disfrazado de empresario que a su vez despacha con un ruso que no tiene nombre, y si lo tiene nadie lo dice, por lo que pueda pasar. Desbaratar el plan de cuatro malhechores de pacotilla entra dentro de lo factible. Para él es cosa fácil, aunque también en teoría. Lo que todos ignoran es que en apenas veinticuatro horas ninguno de ellos será como es ahora porque habrán abierto la puer ta del infierno.

Escrito en el agua. Antología de relatos húmedos VV.AA. Editorial Reino de Cordelia, 2014 La obra se conforma con la participación de veintisiete escritores españoles e hispanoamericanos, que ofrecen una antología de relatos húmedos, en los que el único de nominador común es el agua. Entre los relatos hay un homenaje a un autor a través de Las barcas, un cuento excepcional del maestro ya desaparecido Jesús Fernán dez Santos, enorme escritor de la Generación de los 50, que entre sus numerosos premios logró el Nacional de Cuentos. Junto a él, el académico José María Merino y el escritor y bibliófilo José Esteban se fijan en las sirenas, Merino durante un día de pesca y Esteban se remonta a los tiempos de Felipe II. El Premio Nacional de Litera tura Raúl Guerra Garrido da pistas para pescar en Cuaresma. Escritores panameños y de todos los puntos de la península se mojan en cauces, lagos, mares y charcos para demostrar que el agua puede ser tan ne cesaria como la tinta y regalan al lector un panorama diverso de estilos y puntos de vista, siempre con el afán de la buena literatura, la que más enseña y divierte.

Tan lejos de Dios Roxana Popelka Editorial Baile del Sol, 2014

Tan lejos de Dios aborda, desde la claridad expositiva, el complejo mundo de las rela-

tos y fotografías.

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ciones humanas y los sentimientos: cómo nos afecta el otro e incide en nuestra vida. Dieciséis relatos donde la brillantez de la narración contrasta con la dura realidad de los comportamientos humanos. Roxana Popelka, en su segundo libro de relatos, cree en las palabras y en el tipo de verdad que representan. Roxana Popelka ha publicado la colección de relatos Tortugas acuáticas (2006) y la novela Todo es mentira en las películas (2009) así como varios libros de poesía. Colabora y co-dirige la revista literaria Lúnula, del Ateneo Obrero de Gijón, donde ha publicado numerosos poemas, rela-

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La muerte juega a los dados Clara Obligado Editorial Páginas de Espuma, 2015

La muerte juega a los dados es un libro capaz de situarse en la frontera de los géneros

y de la ficción misma. En una casa de la clase alta de Buenos Aires aparece un hombre con un disparo en la sien. Estamos en 1936. A partir de este relato, se teje una compleja red de historias que, en general, ha sido exclusiva de la novela. Clara Obligado desarrolla, al mismo tiempo, una narración policíaca y una saga familiar que llega hasta nuestros días, una colección de cuentos de brillante arquitectura cuyos afluentes arrastran al género hacia caminos nuevos. Elaborada y precisa, experimental en muchas ocasiones, la escritura de Clara Obligado —que obtuvo el Premio Setenil al mejor libro de cuentos del año con El libro de los viajes equivocados — es capaz de emocionar y atrapar al lector. Pero, sobre todo, es capaz de sorprenderlo.

La vorágine José Eustasio Rivera Editorial Drácena, 2014

La vorágine es una novela grande en todos los sentidos. Pocos relatos del siglo XX

se le pueden acercar y menos aún siguen ocasionando tantas disputas sobre sus inabarcables significados. Así, La vorágine puede ser leída como la escarnecedora denuncia de la explotación inhumana de los caucheros en las selvas de la cuenca orinoco-amazónica, pero también como la novela iniciática del inmediato indigenismo o incluso, como opina Gutiérrez Girardot, como la tragedia del hombre moderno abocado al nihilismo ante la impiedad de cuanto le rodea y el rotundo fracaso de sus anhelos. Sea como fuere, La vorágine es un relato descomunal y desbocado, que si arranca con un regusto entre el Romaticismo y el Naturalismo, concluye con un lenguaje propio que consigue estremecer al lector cuando lo enfrenta sin redención con la vacuidad del existir. No en balde fue, hasta la aparición de Cien años de soledad, la gran novela de Colombia, y sigue siendo una de las piezas maestras de la narrativa hispánica del siglo XX.

Los elegidos Eduardo Iglesias Libros del Lince, 2014

Los Elegidos va contracorriente: no habla de escritores, es de prosa sencilla, y, sobre todo, trata de la vida, del ahora mismo. Es la historia de un par de colgados, un viejo rockero retirado y un jovencísimo surfero deprimido. Se juntan en la carretera, y caminan y caminan j untos. Su caminar les lleva a conocer a una camionera bisexual, un furtivo, una mujer más, y acaban formando una banda de atracadores. El viejo dice que ellos son «los elegidos», una forma de invertir la situación de colgados que es su situación real. Deciden resolver la crisis por las buenas, robando bancos y cajas de ahorro. La novela es puro oxígeno en la literatura en España, en medio de una coyuntura socioeconómica nefasta, donde las pequeñas venganzas pueden venir de mano de la literatura. Un libro muy necesario hoy en día.

Las ruinas Rafael Reyes-Ruiz Ediciones Alfar, 2015 En la búsqueda de una mejor vida, Tomás Rodrigues ha reescrito su pasado con consecuencias desconcertantes para su presente. Se encuentra en un punto de inflexión vital, temeroso de perder los hilos de su historia personal. Sus erráticos periplos alrededor de Tokio reflejan sus poco fiables raciocinios cuando empieza a rastrear obsesivamente al doppelgänger de su primer amor verdadero, un romance que terminó cuando su alma gemela decidió buscar sus raíces ancestrales en vez de forjar con él un futuro en pareja. Encargado por el médico que lo trató después de un accidente menor, Rodrigues emprende la traducción de un manuscrito portugués del siglo XVI solo para encontrar que encaja con la búsqueda de su anterior amante.

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Fuerzas especiales Diamela Eltit Editorial Periférica, 2015 En Fuerzas especiales , última novela de su autora, la protagonista es una joven de un barrio marginal que se prostituye en un cibercafé, en medio de una vida llena de des gracias familiares. «Voy al cíber a buscar en las pantallas mi comida. Todos se comen. Me comen a mí también.» El telón de fondo es un grupo de bloques sitiado por las fuerzas especiales de la policía. Pero, en un juego de palabras triste y a la vez desa fiante, las «fuerzas especiales» del título son también las que se necesitan para resis tir, para sobrevivir cuando se vive en los márgenes de la sociedad bajo tantas formas de represión y control. La violencia y las marcas que deja en el cuerpo (también en el «cuerpo social») son habituales en las novelas de Eltit, quien construye este desasosegante texto sobre todo tipo de materiales de derribo: la brutalidad, los frustrados deseos familiares, las enfermedades, los asedios de la policía (cuya presencia es constante y hace vivir amedrentados a todos los habitantes). Tam bién es habitual en sus novelas una forma de lo obsceno que va más allá de su acepción sexual y se encarna, nunca mejor dicho, en lo horrible, en lo temible, en lo que se debe evitar o esconder.

La edad ganada Mar Gómez Glez Editorial Caballo de Troya, 2015 En nuestra familia no ocupamos el lugar que queremos, sino el que nos dejan o el que somos capaces de conquistar. Luego, cuando salimos al mundo, nos topamos con situaciones sospechosamente similares a las vividas con nuestros padres y hermanos. Y es que los roles nos persiguen. En La edad ganada , narración híbrida donde asistimos a la evolución de un personaje femenino desde los dos hasta los treinta años, nos encontramos con todas las modalidades de una relación tóxica. Madre, colegio de monjas, amistades ambiguas, anoréxicas, parejas que se torturan, abusos sexuales y acosos laborales que también son sexuales (¿puede ser de otro modo cuando el acosador es un hombre, la víctima una mujer y siendo la violación la base del patriarcado, como bien sostiene Virginie Despentes?). La protagonista quiere entender cuáles son los hilos que mueven su mundo, pero para ello necesita primero escapar.

Sabor a proteína humana Carlos Meneses Editorial Sloper, 2015 Un thriller psicológico. Una historia de antropofagia. En una ciudad desconocida comienza a desaparecer gente en extrañas circunstancias, sin dejar ningún tipo de rastro. La policía no puede explicar lo que pasa. Sabino, el protagonista de la novela, está confuso: ha perdido completamente la noción de la realidad y empieza a sospechar que él es el responsable de esas desapariciones. Su vida conyugal se desmorona y se adentra en la vida nocturna donde conoce a Liz, una chica de aspecto gótico y radical. Se convierte en su compañera de diversiones al límite, traspasando las barreras de la moralidad. Sabor a proteína humana es un retrato de la frustración provocada por la rutina y la escasez de emociones en la vida de pareja. Sorprende la valentía con que Carlos Meneses expone las pulsiones más salvajes, en este descenso casi terrorífico al fondo del deseo. U na lectura sólo recomendable para lectores con piel de rinoceronte.

Nadie se come a nadie VV.AA. Libros al albur, 2015 ¿Qué ocurriría si, en un futuro más o menos cercano, se prohibiese la ingestión de carne? ¿A qué tipo de sociedad nos veríamos abocados? ¿Y si, además, se impulsase un cambio cultural por el cual se tuviesen que revisar incluso los cuentos infantiles, para que nadie se comiese a nadie? Sobre esta delirante hipótesis, cinco autores nos presentan sus jocosos microrrelatos plenos de humor y audacia narrativa. Son Esther Roperti, Roberto Villar, José Luis Trullo, Patricia Nasello y María Valdés.

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Breviario negro Ángel Olgoso Editorial Menoscuarto, 2015 Este nuevo libro de Ángel Olgoso afirma su dominio de lo extraño, trasciende el género del relato y consigue con plenitud la resonancia sombría, según destaca José María Merino en el prólogo. Breviario negro renueva la innegable riqueza imaginativa del autor en historias de particular fuerza y belleza expresiva, fruto de su constante búsqueda de tramas originales, escenarios sorprendentes y perspectivas insólitas. Los sueños, lo ominoso, el tiempo, el horror, lo telúrico y lo legendario se nos revelan en unas piezas inquietantes. Esta joya de la narrativa breve, alentada por lo poemático y lo filosófico, plantea interrogantes al lector, pero también ilumina, aunque sea con luz oscura, la permanente condición humana.

El peso del corazón Rosa Montero Editorial Seix Barral, 2015 Contratada para resolver un caso a primera vista sencillo, la detective Bruna Husky se enfrenta a una trama de corrupción internacional que amenaza con desestabilizar el frágil equilibrio entre una Tierra convulsa y la dictadura religiosa de Reino de Labari. En un futuro en el que la guerra está supuestamente erradicada, Bruna lucha contrarreloj por la libertad y en defensa de la vida, mientras asimila los sentimientos contradictorios que le produce hacerse cargo de una niña pequeña. Bruna Husky es una heroína extrema y fascinante; una superviviente capaz de todo que se debate entre la fragilidad y la dureza, entre la autosuficiencia y la desesperada necesidad de cariño. Es una fiera atrapada en la cárcel de su corta vida, un tigre que va y viene ante los barrotes de su jaula «para que no se le escape el único y brevísimo instante de la salvación», como el felino de la bella frase de Elias Canetti.

Los sultanes del Yemen Enrique Mercado Editorial Baile del Sol, 2014 En octubre de 1998, el autor de esta obra y su mejor amigo emprenden un apasionante viaje a Yemen siguiendo las huellas del poeta Rimbaud. Todos los caminos conducen a Aden, pero no será fácil llegar hasta allí: amenazas, tentativas de secues tro y peligros de toda especie jalonarán su periplo por uno de los países más interesantes y menos conocidos del mundo árabe. Un fino retrato de dos viajeros con personalidades antagónicas, pero impulsados por la misma idea de mezclar vida y litera tura, a la manera de los beatniks. El poeta de la acción y el de la contemplación pa san voluntariamente una temporada en los infiernos, pero no de otra manera se alcanza la iluminación, y si no que se lo pregunten a los Blake, Huxley y al propio Rimbaud. Pero por encima de todo Los sultanes del Yemen es un canto a la amistad y el ansia de conocimiento, más allá de todas las fronteras.

Palito de naranjo Angélica Gorodischer Editorial Emecé, 2014 «Nunca pensé que todo estaba escrito y que mi pelea diaria era inútil, no. Y no porque yo fuera lúcida ni par ticularmente astuta, sino simplemente porque no miraba más allá del detalle momentáneo: el hábito negro, la celda de castigo, comer hoy y mañana veremos, el palito de naranjo.» Una mujer mayor le cuenta su vida a una escritora. Encuentro tras encuentro, plácidamente, sin respetar cronologías ni fechas, narra un periplo que comienza en una villa miseria y está lejos de ser plácido. Féry —–o Fermina, o Stéphanie— conoció la pobreza y el abandono. Vivió en la calle, pasó hambre, la prostituyeron. Sufrió el horror de la cárcel y estuvo en un convento de monjas. Pero Féry no sabía lo que la esperaba «del otro lado de los días». Porque lo que parecía un destino sin escapatoria, peor aun que el presidio, mutó, y Féry pudo conocer el amor, los placeres munda nos, la dicha. Mucho participaron Egidia Molina, lo más parecido a una madre que tuvo nunca; María Cruz, la monja que le enseñó a leer; Leonor, una señora elegante, quien la recogió del umbral y la protegió...

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La última llamada Empar Fernández Ediciones Versátil, 2014 Noemí Monteagudo salió una noche para celebrar el fin de curso, pero nunca regresó a casa. Antes de desaparecer realizó una última llamada que su padre no atendió. Tres años después su familia ha perdido toda esperanza: su madre sobrevive a base de ansiolíticos, su padre aplaca la culpabilidad con la ayuda cómplice del alcohol y solo su hermana, Yolanda, es capaz de rescatar algo de cordura para seguir adelante. Todo cambia cuando Julio, el padre de Noemí, descubre en un show de televisión a una vidente que asegura entrar en contacto con el más allá. Mientras Julio se deja arrastrar por las palabras de la enigmática mujer; Yolanda se propone desenmascarar a la pode rosa médium. Pero los secretos mejor guardados acaban por aflorar y casi nada es lo que parece.

El tiempo imaginario Francisco López Serrano Editorial Adeshoras, 2014 EMC, poeta neurótico con una vida sentimental desastrosa, escucha impasible a través del tabique cómo su vecino agoniza. Este hecho desencadenará una serie de aconte cimientos y revelaciones que le conducirán, en un azaroso viaje iniciático , en busca de la palabra capaz de demoler el universo; trasunto de un viaje introspectivo hacia los límites de la conciencia. El tiempo imaginario es una novela sobre la soledad, la ansiedad y la masturbación, que puede leerse como una delirante parodia del género de espionaje. Una historia narrada por un loco, llena de ruido y furia y un sentido del humor apocalíptico. Una fábula metaficcional sobre los límites de la realidad y una metáfora de nuestro tiempo y de la búsqueda desesperada de un elemento estable capaz de apuntalar una realidad, la nuestra, que se desmorona a cada instante y por cuya brecha asoman los rostros del horror y el absurdo.

Facsímil Alejandro Zambra Editorial Sexto Piso, 2015 A partir de la estructura de la Prueba de Aptitud Verbal, aplicada en Chile desde 1967 hasta 2002 a los postulantes a las universidades, el autor crea una obra donde los re latos conviven con fragmentos líricos y ejercicios de lenguaje que más bien consti tuyen problemas éticos: la necesidad de mentir para validarse ante los demás; la voluntad de establecer vínculos a pesar de la desconfianza en el amor y en la familia; la dificultad de desplazarse por un campo minado de secretos; la desoladora convic ción de que, más que aprender a pensar, fuimos entrenados para obedecer y repetir. Facsímil se pasea por temas que nos interpelan como sociedad —la desigualdad, la memoria, la educación— y muestra a un autor que sigue arriesgando y proyectando una obra que se distingue por su precisión, contundencia y, sobre todo, por esa tonalidad única en la que se conjugan la rabia, el humor y la delicadeza.

Contra la juventud Pablo d'Ors Galaxia Gutemberg, 2015 Convencido de que para alguien con sus aspiraciones literarias podía convenir vivir en el país de Franz Kafka y de Milan Kundera, el joven Eugen Salmann acepta la propuesta que le hacen de irse al este europeo. Ni de lejos sospecha este aprendiz de escritor que en Praga no conseguirá ni abrir una nueva filial para su empresa ni escribir una sola línea. Más aún: como si fuera un personaje de Kafka, más que escribir una novela… ¡se encuentra viviendo dentro de una! Las ficciones se hacen realidad y se tornan peligrosas. En medio de su atormentado y ridículo sufrimiento, Eugen se deja seducir por mujeres maduras mientras persigue infructuosamente a las jovencitas, esta vez como si fuera uno de los más cómicos personajes de Kundera. Vagabundo en una ciudad que no es la suya, conoce a una extraña comunidad presidida por un maestro genial y a una bibliotecaria de aspecto angélico que, discreta y mágicamente, le ayuda a comprender y a convivir con las grandes preguntas de la existencia .

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La vida equivocada Luisgé Martín Anagrama, 2015

La vida equivocada es la sorprendente historia de dos hombres —un padre y un hijo—

que sueñan con la gloria y sólo alcanzan el desastre. Max, un escritor mediocre a quien Luisgé Martín conoció en su juventud, recuerda las misteriosas ambiciones de Elías, su padre, que murió en un accidente aéreo cuando él era todavía un niño y dejó tras de sí centenares de cuadernos y de álbumes fotográficos en los que estaban encerradas las claves de sus secretos. Esos secretos son el nudo central de La vida equivocada, que, como en anteriores libros de Luisgé Martín, se acerca a temas oscuros y sugestivos que acaban atrapando al lector: la sexualidad socialmente desviada, la identidad imprecisa, la muerte o la turbiedad política. Una novela que investiga con implacable lucidez sobre el exceso y sobre el fracaso. Sobre las vidas que son vividas al borde del abismo sin que se llegue a saber nunca si eso constituye una equivocación.

El caso de la mano perdida Fernado Roye Sinerrata Editores, 2014 Allá por los años cincuenta del siglo pasado en el sur de España, en plena Sierra Morena, una mano seccionada es encontrada por una pareja de la Guardia Civil en el monte, cerca de la pequeña localidad de Santa Honorata. Se hará cargo de la investigación el peculiar jefe de puesto, el sargento Carmelo Domínguez, cuyos singulares métodos y extraordinaria suspicacia despiertan admiración, miedo y rechazo a partes iguales; Carmelo aborrece los problemas, y estos no han hecho más que empezar. Mientras todo el pueblo, incluyendo sus subordinados y los mandatarios locales, está centrado en la próxima visita del caudillo de España a este rincón de Sierra Morena, el sargento hechizado, como es conocido Carmelo en los alrededores, intentará solucionar un caso con raíces más antiguas y oscuras de lo que nadie, excepto quizás él, pudo prever .

Respira José Luis Gordillo Editorial Cuadernos del Laberinto, 2014

Respira gira en torno a cuatro personajes vinculados por la búsqueda de la esencia

vital y el amor, por las dificultades que conlleva el deseo de justicia social y el desarrollo científico fuera de los estamentos establecidos. Así nos encontramos con Mar, que abandona a su familia y se marcha a Estados Unidos para investigar el secreto de la inmortalidad; a Mario, que pretende crear una sociedad utópica sin salir de España a costa incluso de caer en la amoralidad; a Elena, romántica e intelectual que descubre que el amor no es un buen antídoto para su angustia y a Carlos, un niño que vincula a todos los anteriores con la inmortalidad y con el drama o la suerte de amar y existir, de respirar... A tumba abierta.

Nos dio por llorar mientras llovía Vicente Araguas Editorial Lastura, 2014

Nos dio por llorar mientras llovía contiene un conjunto de relatos sobre diferentes

maneras de querer, del amor juvenil hasta el más maduro, con el sello común de la derrota. «No hay amor feliz », dice la cita de Louis Aragon que abre el libro. Y por ello los personajes de Araguas incurren una y otra vez en el naufragio, a sabiendas de que saldrán a flote a la espera de una nueva embestida del oleaje. Con estilo rico en el concepto y elegante en la manera, el lector encontrará en este libro todo menos un manual de instrucciones. Que cada quien se equivoque como quiera, como dijo el otro, pero que no pierda las ganas de seguir intentándolo. Lirismo, humor, gotas surrealistas, línea clara o esperpéntica, todo esto contiene un libro que nos habla de un autor en la cresta de una ola donde surfean sentimientos y personajes. Mientras, sobre el mar, en el exterior del Auto Grill, llueve y llueve.

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Distintas formas de mirar el agua Julio Llamazares Alfaguara, 2015 ¿Puedes regresar a un lugar del que nunca te marchaste? «La gente no sabe muchas veces lo que debajo del agua se oculta ni la historia que se borró para siempre con la demolición del último de los pueblos que aquí existieron. De ahí que algunos exclamen mientras lo contemplan:"¡Qué bonito!"...Y qué triste, añado yo.» En medio de un paisaje hermoso y desolador, la muerte del abuelo reúne a todos los miembros de una familia. Junto al pantano que anegó su hogar hace casi medio siglo y donde reposarán para siempre las cenizas de Domingo, cada uno reflexiona en silencio sobre su relación con él y con los demás, y sobre cómo el destierro marcó la existencia de todos ellos. Desde la abuela a la nieta más pequeña, desde el recuerdo de la aldea que los mayores se vieron obligados a abandonar a las historias y pensamientos de los más jóvenes, esta novela es el relato coral de unas vidas sin vuelta atrás, un caleidoscopio narrativo y teatral al que la superficie del pantano sirve de espejo .

El artista Joaquin Carbonell Voces del Mercado, 2015 El 18 de mayo de 1961, la película Viridiana, de Luis Buñuel, conquistó en Cannes la Palma de Oro. El rodaje celebrado en Madrid supuso un cúmulo de asombrosas incidencias, que algunos tacharon de surrealistas. Como que el gerente de la productora (UNINCI), Domingo Dominguín, conocido comunista, fuera capaz de reunir en su casa, a la misma hora (pero en habitaciones distintas) a Jorge Semprún, líder del PCE en el exilio y a José Antonio Girón, exministro de Franco. En medio de ese tumultuoso rodaje cayó Antonio Zaera, Antuan, un muchacho de Andorra (Teruel), nieto e hijo de mine ros, que estaba ejerciendo de camarero en Sitges, y al leer en La Vanguardia que Luis Buñuel iba a rodar en Madrid, se dijo que esa era su oportunidad de convertirse en artista de cine. Al fin y al cabo, Buñuel era de Calanda, un pueblo vecino del suyo. No podía fallar.

Algo que ocultar Ana Zarauza Septem Ediciones, 2015 Cuando Raquel y Alex deciden trasladarse a vivir a Llanes con sus tres hijos y reformar en hotel la Casona de Indianos que recibieron en herencia, no se podían imaginar que se verían envueltos en asesinatos, traiciones, pasiones, engaños y desenga ños que devastarán por completo su futuro. Miguel, el contratista que lleva a cabo la reforma, es descubierto por Raquel moribundo en una de las habitaciones del hotel. Tras un fuerte golpe en la cabeza, la amnesia impedirá que Raquel recuerde lo ocurrido. El pasado pesa más de lo que parece. Algo ha sucedido en el hotel q ue revive los peores sentimientos humanos. El sargento Javier De La Fuente de la Policía Judicial de Gijón, y la cabo Julia Posada, del cuartel de Llanes, serán los encargados de llevar a cabo la investi gación. Su complicada relación desde el inicio envuelve a Posada en una tormentosa situación. Todos tienen algo que ocultar y su secreto les hace culpables. Nada es lo que parece…

Relatos cautivos Iñaki Marín Ediciones Oblicuas, 2015

Relatos cautivos es una compilación de tres cuentos escritos con la precisión de un

pluma ágil y certera. En ellos se relatan las historias de unos personajes que el na rrador consigue que sintamos muy cercanos, y en las cuales existe una o varias verdades ocultas que se convertirán en las claves de las tramas que se desar rollan. Las vicisitudes de un periodista cuyo jefe le encarga una enigmática entrevista a un antiguo y popular escritor de serie B; el viaje terminal a Lisboa en busca de su hijo (y de algo más) de una mujer enferma de cáncer; y la peregrina relación de una europea cooperadora de una ONG con un tanzano en el corazón del África son los puntos de partida de los que surgen estos tres excelentes relatos.

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Sara Sergio Ramírez Alfaguara, 2015 Sara y Abraham viven nomadas por reinos hostiles, tierras inhospitas o tan lejanas como Egipto, siguiendo las indicaciones que el Mago transmite regularmente a Abraham. A la edad de ochenta y nueve años, anuncian que ella dará a luz a un hijo que convertira a Abraham en tronco de innumerables generaciones, lo que despierta la burla y la incredulidad de la mujer. Tras la senda de esta mitica historia, el autor nicaraguense construye un divertimento genial desde el lucido e irreverente punto de vista de la mujer, una figura procedente de la Biblia aunque vestida con el ropaje de la sensibilidad femenina actual. Esta novela tiene el ritmo de las historias antiguas contadas al calor del fuego. Narrada con sentido del humor y mucha inventiva, dramatiza y dibuja nuevas aristas sobre la ba se de una historia sagrada muy conocida.

Relatos de una luna muerta Antonio Espinosa Úbeda Editorial Nazarí, 2015 Cuando oscurece, la realidad ya no es la misma. Hechos extraordinarios ocurren sin ningún preaviso, mientras se difumina nuestra capacidad de entender e interpretar lo que nos rodea. Los sentidos se agudizan, la razón vacila, florecen visiones y sueños, y toda la extrañeza del mundo toma vida, cuerpo y sangre. La luna muerta lo cambia todo. A lo largo de los 25 cuentos que componen Relatos de una luna muerta , Antonio Espinosa Úbeda nos lleva hacia otra dimensión, donde confl uyen la racionalidad de la vigilia y el nocturno misterio de la noche, donde el enfrentamiento con nuestras obsesiones y nuestros medios nos sacuden por completo.

Solo amanece si estás despierto José Luis Rodríguez del Corral Editorial Siruela, 2015

Solo amanece si estás despierto es una novela emocionante, inspiradora, que se pre-

gunta con un estilo ameno e incisivo si es posible cambiar de vida y comenzar de nuevo, qué sentido tiene una libertad que no se ejerce o cuáles son los fundamentos de la felicidad. Dos náufragos se encuentran en la isla de una azotea. Felipe, un hombre arruinado que ha vuelto con su madre a los cincuenta; Amparo, una mujer de treinta y tantos, profesora de francés, que trató de suicidarse la pasada Nochebuena. Sevilla vive otro tórrido verano. Él trata de acostumbrarse a vivir en la cárcel de un presente sin futuro. Ella arranca las páginas de sus libros tras leerlas por úl tima vez. Sin pretenderlo, como planetas errantes que cruzan sus órbitas, empiezan a girar uno en torno al otro. Al menos mientras dure la pausa del verano y puedan dormir juntos al raso, en su isla por encima de las calles de un barrio envejecido y una ciudad soñolienta y febril. Ambos deben decidir si vivir án el día siguiente como si fuera el último o como si fuera el primero.

Musgo caliente Francisco Javier Aguirre Ónix Editor, 2015 Una playa luminosa, lo mismo que las profundidades del ferrocarril suburbano o las aulas universitarias son lugares susceptibles de albergar episodios eróticos. Musgo caliente —Criaturas de Venus — recoge 26 de ellos, invitando al disfrute que se deriva de la lectura. Al lector corresponden las sucesivas fases imaginativas u operativas que puedan sugerir los relatos recogidos en el libro. Existe una cier ta conexión temática y estilística con una obra anterior del mismo autor, presentada también por Ònix Editor hace un año: Cupido en el Matarraña —Seducciones de mujer —. Vuelven a aparecer algunos personajes ya conocidos, ahora con nuevas confidencias, pero en conjunto se trata de una obra distinta, con un enfoque original y estimulante, siempre con la cuidada prosa caracterís tica del escritor. Así como en esa colección de relatos eróticos las protagonistas son las mujeres, en e ste nuevo libro se reparten los papeles, llegando incluso a recogerse dos versiones del mismo episodio, cada una de ellas en boca de sus protagonistas masculino y femenino .

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