narrativas r e v is t a de na r ra t iv a c o n t e m p o rá ne a e n c a s t e l l a n o
Número 33 Abril-J unio 2014
ISSN 1886-2519 Depósito Legal: Z-729-2006
● Ensayo
Indagación metadiegética en „Secreta Penélope‟ de Giménez Bartlett, por Francisco Javier Higuero Literatura bajo control: la reflexividad crítica, por Jorge Fernández Gonzalo „La rinconada‟, una aproximación a la construcción romántica de una nueva subjetividad femenina en la narrativa de Pedro Echagüe, por Natalia López ● Relato
¿Saben los peces que se mojan?, por Gemma Pellicer Su lugar en el mundo, por Alberto Jodra Curso instantáneo de crítica en clave, por Miguel Baquero Mirón, por Fernando García Maroto Retorno a Molokai, por Luis Miguel Rubio Domingo Palabra de puta, por Carlos Aymí Dos entradas, por Antonio Tejedor García Un galimatías llamado Lorenzo Coloma, por Luis Amézaga Danzón de olas nereidas, por Elvia Estefanía López Vera
Víspera, por Patricia Nasello La abuela, por Ramón Araiza Quiroz Dieta, por Topogenario La intransigencia de los cobardes, por David Lorenzo Cardiel Doria Papire, por Mateo Alonso Ferrera Imputado, por José Vaccaro Ruiz Un examen, por Leandro Llamas Lo que trajo la noche, por Salvador Alario Bataller Amazonas, por Daniel Espejo Caballero A fuego lento, por Érica María Garay López
● Novela
Los últimos presenciales (fragmento), por Juan Janer ● Narradores
Pablo Gonz ● Estudios
Rebuscar entre las nubes. (Anécdotas, tormentos y manías de los grandes escritores) – Entrega 2, por Jesús Greus ● Aniversarios
El fulgor y la sangre (60 años de ética en la escritura), por Pedro M. Domene ● Reseñas
“El buen amor” de Olga Bernad, por María Dubón “El asunto melkano” de Alberto Llamas, por José Luis Muñoz “Los gatos pardos” de Ginés Sánchez, por José Luis Muñoz “Liquidación” de Iván Reguera, por María Dubón “La memoria del gintonic” de Antonio Báez, por Carlos Manzano “Historias de locos” de Miguel Sawa, por María Dubón “La llama danzante” de José Luis de Juan, por José Luis Muñoz
“La casa de los arquillos” de Pilar Aguarón Ezpeleta, por José Antonio Prades “La mujer que no bajó del avión” de Empar Fernández, por José Luis Muñoz “44 mundos a deshoras”, VV.AA., por María Dubón “Cautivas” de Miguel Pajares, por José Vaccaro “La infancia de Jesús” de J.M. Coetzee, por José Luis Muñoz “A escondidas” de Sonallah Ibrahim, por José Cruz Cabrerizo “Informe del interior” de Paul Auster, por José Luis Muñoz “Canadá” de Richard Ford, por José Luis Muñoz
● Novedades editoriales
N a r r a t i v a s . Revista de narrativa contemporánea en castellano Depósito Legal Z-729-2006 — ISSN 1886-2519 — Año VIII Coordinador: Carlos Manzano Consejo Editorial: María Dubón - Emilio Gil - Nerea Marco Reus - Luisa Miñana
www.r e v istan ar r ativ as.co m — n ar r ativa s@h ot mai l.c o m arrativas es una revista electrónica que nace como un proyecto abierto y participa tivo, con vocación heterodoxa y una única pretensión: dejar constancia de la diversi dad y la fecundidad de la narrativa contemporánea en castellano. Surge al amparo de las nuevas tecnologías digitales que, sin querer suplantar en ningún momento los formatos tradicionales y la numerosa obra editada en papel, abren innumerables posibilidades a la publicación de nuevas revistas y libros al abaratar considera blemente los costes y facilitar la distribución de los ejem plares. Inicialmente editada en formato PDF, dada la similitud de este formato con las tradicionales revistas hechas en papel, hemos decidido también publicarla en formato ePub, de modo que sea perfectamente legible en el conjunto de dispositivos electrónicos de lectura cada vez más presentes en nuestra vida cotidiana. ***
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SUMARIO - núm. 33 Indagación metadiegética en „Secreta Penélope‟ de Giménez Bartlett por Francisco Javier Higuero .............................. 3 Literatura bajo control: la reflexividad crítica, por Jorge Fernández Gonzalo ............................................................11 „La rinconada‟, una aproximación a la construcción romántica de una nueva subjetividad femenina en la narrativa de Pedro Echagüe, por Natalia López ........................15 ¿Saben los peces que se mojan?, por Gemma Pellicer ......19 Su lugar en el mundo, por Alberto Jodra ..........................21 Curso instantáneo de crítica en clave, por Miguel Baquero .......................................................................................23 Mirón, por Fernando García Maroto .............................25 Retorno a Molokai, por Luis Miguel Rubio Domingo ..............................................................................................31 Palabra de puta, por Carlos Aymí .....................................38 Dos entradas, por Antonio Tejedor García ...................41 Un galimatías llamado Lorenzo Coloma, por Luis Amézaga .................................................................................44 Danzón de olas nereidas, por Elvia Estefanía López Vera ..........................................................................................49 Víspera, por Patricia Nasello ............................................50 La abuela, por Ramón Araiza Quiroz ............................51 Dieta, por Topogenario ......................................................52 La intransigencia de los cobardes, por David Lorenzo Cardiel .....................................................................................56 Doria Papire, por Mateo Alonso Ferrera .......................57 Imputado, por José Vaccaro Ruiz .....................................60 Un examen, por Leandro Llamas .....................................68 Lo que trajo la noche, por Salvador Alario Bataller ......70 Amazonas, por Daniel Espejo Caballero ......................74 A fuego lento, por Érica María Garay López .................78
Los últimos presenciales (fragmento), por Juan Janer ........ 79 Narradores: Pablo Gonz ..................................................... 82 Rebuscar entre las nubes. (Anécdotas, tormentos y manías de los grandes escritores) - Entrega 2, por Jesús Greus .... 99 El fulgor y la sangre (60 años de ética en la escritura), por Pedro M. Domene ............................................................112 “El buen amor” de Olga Bernad, por María Dubón ....116 “El asunto melkano” de Alberto Llamas, por José Luis Muñoz ..................................................................................116 “Los gatos pardos” de Ginés Sánchez, por José Luis Muñoz ..................................................................................117 “Liquidación” de Iván Reguera, por María Dubón .......118 “La memoria del gintonic” de Antonio Báez, por Carlos Manzano ..............................................................................119 “Historias de locos” de Miguel Sawa, por M. Dubón ....120 “La llama danzante” de José Luis de Juan, por José Luis Muñoz .........................................................................120 “La casa de los arquillos” de Pilar Aguarón Ezpeleta, por José Antonio Prades ................................................121 “La mujer que no bajó del avión” de Empar Fernández, por José Luis Muñoz .......................................................122 “44 mundos a deshoras”, VV.AA., por M. Dubón ....123 “Cautivas” de Miguel Pajares, por J. Vaccaro Ruiz ......124 “La infancia de Jesús” de J.M. Coetzee, por José Luis Muñoz ..................................................................................125 “A escondidas” de Sonallah Ibrahim, por José Cruz Cabrerizo .............................................................................126 “Informe del interior” de Paul Auster, por José Luis Muñoz ..................................................................................127 “Canadá” de Richard Ford, por José Luis Muñoz........128 Novedades editoriales .....................................................130
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Ensayo
INDAGACI ÓN ME TADIEGÉTI CA EN SECRE TA PENÉLOPE DE GIMÉNEZ BARTLETT por Francisco Javier Higuero
Aunque la producción narrativa de Alicia Giménez Bartlett es conocida, sobre todo, por diversas novelas policíacas en las que se alude a las pesquisas llevadas a cabo tanto por la inspectora Petra Delicado como por el subinspector Fermín Garzón, dicha escritora tiene también en su haber re latos tales como Una habitación ajena (1997) y Donde nadie te encuentre (2011), cuya acción se realiza en ámbitos sociales diferentes de aquellos en que se desenvuelven esos representantes de las fuerzas de orden público. A este segundo grupo taxonómico que caracteriza a parte de lo es crito por Giménez Bartlett pertenece lo narrado en su novela Secreta Penélope (2003). No obstante, dicho relato posee un cierto aire de familia compartido por la mencionada serie de indaga ciones policíacas y que consiste en el hecho de que gran parte de la historia escrita por la narra dora homodiegética de la novela en cuestión va dirigida a esclarecer, de algún modo, las circuns tancias, motivos y efectos provenientes de la muerte de un determinado personaje. En el caso de lo relatado en Secreta Penélope , tal personaje es identificado con el nombre de Sara y su fallecimiento se había producido como consecuencia de un suicidio, cuyas causas parecen ponerse mani fiesto a lo largo de la historia que escribe la narradora. A todo esto, conviene añadir que también en Un barco cargado de arroz (2004), una novela posterior de Giménez Bartlett, se relata con explicitez la ejecución de un suicidio, del que es testigo la propia Petra Delicado, cuya impotencia para haber evitado tal desenlace es a todas luces manifiesta. 1 En tales circunstancias, la narradora homodiegética de Secreta Penélope , cuyo nombre se desconoce, comparte el impacto sufrido como efecto de muertes, a todas luces imprevistas. Sin embargo, desde planteamientos discursivos, se precisa tener en cuenta que si al suicidio relatado en Un barco cargado de arroz, se alude ya hacia el final de la trayectoria diegética de la novela, la muerte desconcertante de Secreta Pe nélope se constituye, desde el comienzo de las reflexiones un tanto ensimismadas de la narradora, en un motivo actante que impulsará las indagaciones llevadas a cabo por tal personaje, preocupado como efecto de lo acaecido. Es dicha narradora la que, haciendo uso de todos los medios de que dispone a su alcance, se interesa por averiguar las razones y motivaciones últimas que con dujeron al suic idio de Sara. Lo relatado en dicha novela se dirige a encontrar alguna estrategia posible que pudiera ayudar a introducirse dentro de la propia existencia de tal personaje, con el fin de descubrir alguna explicación hermenéutica aceptable. Las páginas que siguen se proponen prestar atención no sólo a lo relatado por la pertinente narradora de la novela, sino también al discurso metadiégetico utilizado. No debería perderse de vista, a este respecto que ese personaje, unido por lazos de amistad a la malograda Sara, esgrimía la profesión de escritora y, por consiguiente, su forma de expresarse no deja de aludir una y otra vez tanto al lenguaje utilizado, como también a la estructuración de lo comunicado con mayor o menor precisión y rigor, dependiendo del desarrollo imprevisible de los acontecimientos narrados. La naturaleza escrita del mencionado discurso metadiegético que ha decidido escoger la narradora de Secreta Penélope se acopla, con precisión deconstructora, a la historia focalizada en el suicidio de Sara, personaje ya inexistente, pero al que se recuerda una y otra vez a lo largo de lo que in tenta comunicar, desde planteamientos pragmáticos, dicha narradora. El motivo de tal correspon dencia entre historia y discurso se debe, en gran parte, a la natura leza escrita de éste. Para expre sarlo de modo algo más explícito, si la experiencia mortífera del suicidio implica la ausencia de la 1
La inspectora de policía fue testigo del suicidio cometido al final de la trayectoria narrativa de Un barco cargado de arroz, aunque no pudo, sin embargo, evitar la ejecución de tal desenlace fatídico. Esta constatación no debería conducir a sacar la conclusión de que Petra fuera totalmente pasiva o quedase limitada a desempeñar el papel narratológico de simple comparsa.
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víctima afectada, el ejercicio de la escritura es, de por sí manifestación de ausencias deconstructo ras, en conformidad c on lo advertido desde planteamientos teóricos por Jacques Derrida en De la gramatología (1971), en donde se afirma con explicitez manifiesta que el lenguaje es, ante todo, escritura, de la cual se precisa partir para desmantelar subversivamente el papel he rmenéutico ejercido por la voz como otorgadora de sentido. Ahora bien, al conceder a la escritura la función deconstructora que propiamente le corresponde, Derrida la relaciona con la tachadura producida por ella, ocasionando una huella de lo que se ha intentado borrar. De cualquier forma, la huella vendría a consistir en un simulacro de algo que se disloca, se desploma y remite a otra huella, a otro simulacro de presencia, el cual, a su vez, se disloca, continuándose así un proceso indefini damente, conforme evidencia, de hecho, lo escrito por la narradora homodiegética de Secreta Pe nélope, quien tiene a bien referirse a diversos episodios de la vida de la malograda Sara, de los cuales no quedan sino huellas deconstructoras de la dicotomía binaria formada por la confronta ción de ausencias y presencias, las cuales no han desaparecido por completo, pues permanecen en la memoria tanto de la narradora, como de otros personajes con los que intenta establecer transac ciones relacionales de carácter pragmático, que le puedan ayudar a esclarecer el desenlace en el que acabó una existencia resistente a integrarse dentro de lo que, en Los cuatro conceptos fundamentales del psicoanálisis (1977), Jacques Lacan ha denominado el ámbito de lo simbólico. 2 Según se desprende de lo relatado en Secreta Penélope , la culminación mortífera de las peripecias existenciales de Sara es debida a la inhabilidad mostrada por tal personaje para llevar una vida de acuerdo con las pautas establecidas por el ámbito de lo simbólico. Ahora b ien, la narradora homodiegética en cuestión, que había mantenido intermitentes y estrechos lazos de amistad con Sara, desde los años en que ambos personajes, todavía estudiantes, se había conocido en la universidad, adopta un planteamiento muy distante y crítico con el ejercicio de la terapia promovida por el psicoanálisis. En conformidad con dicha apreciación de lo acaecido, aquel personaje parece culpar al tratamiento terapéutico impuesto sobre Sara, del suicidio por ella cometido. P iensa la narradora que si se hubiera respetado el ámbito de lo imaginario, en el que se encontraba cómoda ese perso naje, presuntamente desarraigado, tal vez no se hubieran precipitado los acontecimientos del modo que lo hicieron. Repárese que, de acuerdo con las argumentaciones psicoanalíticas tanto de Freud como del propio Lacan, es en dicho ámbito de lo imaginario, en donde llega a predominar el placer, que trasciende el deseo, el cual pudiera muy bien conducir a la muerte. Sin embargo, si se prestase atención a las motivaciones tal vez últimas y acuciantes que mueven el comporta miento existencial de Sara, en conformidad con lo relatado por la narradora homodiegética de Secreta Penélope , se podría deducir, sin grandes dificultades, que es en el ámbito de lo simbólico, propenso a alimentar la opresión impuesta para que el deseo no se convierta en placer destructor, donde parece surgir el impulso emocional que condujo al suicidio del personaje afectado. La re presión terapéutica del placer, manteniendo en todo caso la posibilid ad del deseo, asociado al goce, vendría a ocasionar la muerte de Sara. 3 De hecho, no hay evidencia que sea la consumación del placer la que empuje a la muerte provocada. La narradora de la historia relatada se inclina a insinuar, con cierta explicitez, que son las estrategias represivas en las que se sustenta el orden de lo simbólico, las que favorecieron el suicidio perpetrado. La estructuración del discurso narrativo de Secreta Penélope conduce a pensar que si a Sara no se le hubiera obstaculizado que trascendiera el deseo por ella sentido para convertirlo en placer, muy posiblemente el desenlace mortífero lamentado por la mayoría de los personajes que asistieron al 2
El concepto de lo simbólico, tal y como lo explica Lacan, viene a coincidir con las connotaciones semánticas que a dicha noción le otorga Julia Kristeva en Revolution in Poetic Language (1984) y Desire in Language (1980). Ahora bien, tal apreciación crítica debe complementarse con lo advertido por Vincent B. Leitch en Cultural Criticism. Literary Theory. Poststructuralism (1992), Anne Marie Smith en Julia Kristeva. Speaking the Unspeakable (1998), Kelly Oliver en Reading Kristeva (1993) y Diana Paris en Julia Kristeva y la gramática de la subjetividad (2003), al reconocer que Kristeva llega hasta negarse a usar el lexema imaginario, prefiriendo sustituirlo por el de semiótico. Las implicaciones lingüísticas de lo connotado por dicho ámbito, anterior al simbólico, exceden la línea crítica de dicho artículo. 3 Para una distinción entre los conceptos respectivos de goce y placer en el pens amiento de Lacan, convendría consultar las valiosas aportaciones proporcionadas por Gilbert D. Chaitin en Rhetoric and Culture in Lacan (1996).
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funeral de la víctima no se habría producido. Parece que la insuficiencia del deseo sentida por Sara tal vez contradiga lo esgrimido en términos teóricos por Eugene Goodheart en Desire and Its Discontents (1991), al inclinarse meramente por advertir que el deseo propiamente dicho es una manifestación de la vida y lo abarca todo. 4 No debería olvidarse, a este respecto, que en el ámbito semántico de lo connotado por el deseo se incluye aquello que se resiste a ser introducido dentro de los límites conceptuales aprisionantes, impuestos por modelos racionalistas, como consecuen cia de los cuales la coherencia presuntamente única y total se convierte en la manifestación pre cisa de una represión necesitada de ser liberada de tales condicionamientos. En Desire in Language, Julia Kristeva se refiere a los códigos éticos que se tambalean cuando se accede al libre juego de la negatividad implícita en la consumación del placer que trasciende tanto el deseo como el goce concomitante con él. Semejante experiencia emocional le acecha a la propia Sara, cuando a lo largo de la trayectoria narrativa de Secreta Penélope, se sumerge en el ámbito de lo imagina rio. Al desembocar el goce en el placer, éste se manifiesta en una energía inestable y agresiva que desintegra las estructuras de la razón, del yo personal y de las convenciones morales interesadas en poner frenos y contener la riqueza de una realidad, a la cual se pretende fijar y aprisionar, in troduciéndola en el mencionado ámbito de lo simbólico. En tal orden se incluyen al conocimiento y a la actividad posesiva, productora de las metas del deseo, que no ne cesariamente se identifica con la culminación del placer. Ha sido Roland Barthes, quien en A Lover’s Discourse (1978) alude al rasgo de la persistente insatisfacción que caracteriza, con toda propiedad, al deseo, re pleto de momentos tanto de sufrimiento y goce como también de ansiedad y alegría. P or consiguiente, el deseo potencialmente tal vez llegue a manifestarse en un inestable estado emocional no carente de connotaciones conflictivas, en las que la imaginación juega un relevante papel no des deñable en modo alguno. De aquí procede la aportación crítica adelantada por Barthes, al conside rar el deseo como una genuina fuente de narratividad, en la que se pueden apreciar intentos por conseguir, con más o menos éxito, la satisfacción de lo buscado, al mis mo tiempo que dicho obje tivo tal vez se posponga, desvíe y hasta llegue a frustrarse una y otra vez a través de estrategias represivas siempre amenazadoras, conforme lo ponen de manifiesto los comportamientos de per sonajes, tales como Berta y Ramona, que , a lo largo de la trayectoria narrativa de Secreta Pené lope, mostraban su disconformidad con la vida desordenada que llevaba Sara cuando se hallaba dentro del ámbito de lo imaginario. Es Ramona la que, de hecho, le había aconsejado, con cierto éxito represor, que se sometiese a una terapia psicoanalítica, criticada implacablemente por la narradora homodiegética de dicha novela. Del modo siguiente le reprocha dicho personaje a Ra mona las consecuencias nefastas que el psicoanálisis tuvo en la vida de Sara: «No siento un odio claro hacia ti. Colaboraste en la empresa de que Sara perdiera su per sonalidad y eres, pues, responsable parcial de que se pasara el resto de sus días vagando como un fantasma. P iensas que, de no haber sido reeducada, su fin hubiera sido igualmente trágico: el asilo para mujeres descarriadas (…) Pero quiero que estés bien segura de que ahí te equivocas. Nadie sabe cómo hubiera acabado nuestra querida amiga de haberla dejado a su aire natural. » 5 De acuerdo con lo expresado por la narradora homodiegética de Secreta Penélope , la terapia psicoanalítica a la que fue sometida Sara iba encaminada a que este personaje abandonara la libertad existencial proporcionada por el ámbito de lo imaginario, para quedar aprisionada en el de lo sim bólico, presuntamente repleto de racionalidad predecible. No sólo tal objetivo no se consiguió llevar a cabo, sino que los efectos del psicoanálisis eliminaron la espontaneidad que había poseído la vida de Sara, conduciéndola, finalmente a una muerte perpetrada por ella misma, que se sentía ya incapacitada para contribuir a que el goce del deseo se materializara en la culminación del pla cer. Dicho deseo, tratado desde muchas perspectivas focalizadoras a lo largo de la trayectoria die gética de Secreta Penélope , se presta a ejemplificar lo adelantado por Leo Bersani en A Future for 4
La tradición filosófica que remontándose a Platón culmina en el pensamiento de Immanuel Kant ha opuesto la razón al deseo, dando a aquélla una clara preeminencia valorativa sobre éste. No obstante, existen abundantes muestras en la filosofía contemporánea propensas a defender la prioridad del deseo engendrador de una vida a la cual también puede llegarse a consumir y aniquilar, conforme lo evidencia la trayectoria diegética de Secreta Penélope. 5 Alicia Giménez Bartlett: Secreta Penélope. Pág. 265.
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Astyanac (1977) cuando advierte que es inherente a la operatividad expresiva del deseo la utiliza ción explícita de un discurso inundado de evidentes repeticiones, repletas, a su vez, de múltiples aspiraciones, reconocidas, por fin, como tales. De aquí procede la conexión intrínseca que puede establecerse entre el deseo como condicionamiento existencial, con el que se precisa contar, y la narratividad del mismo. Ahora bien, en el relato implicado en la culminación del pla cer, al que ha precedido el goce del deseo, se manifiestan con frecuencia tendencias percibidas como destructivas, tal y como las ha estudiado George Bataille en Erotism: Death and Sensuality (1986). 6 Para evitar tal resultado incompatible con los planteamientos teóricos de Gilles Deleuze y Félix Guattari, expuestos en El Anti-Edipo (1985), estos pensadores pretenden apostar por la utopía del deseo, en donde el ámbito de lo imaginario desempeña un papel crucial. 7 Es precisamente en dicho nivel, en donde se había encontrado sumergida la existencia de Sara, a lo largo de lo relatado por la narradora homodiegética de Secreta Penélope , hasta que sucumbió víctima de una terapia psicoanalítica que parece le condujo, en última instancia, a tomar la determinación de suicidarse. Tal vez, sea a la utopía inorgánica, materializada en lo que pudiera hallarse más allá de la muerte, a donde se lanzó el personaje al que alude el título de dicha novela. Ahora bien, lo que simplemente parece ser deseo en las argumentaciones de Deleuze y Guattari, parece dejarle insa tisfecha a un personaje como Sara, que había experimentado el placer durante gran parte de su vida y no logró acomodarse las demandas impuestas por el ámbito de lo simbólico. En conformidad con lo ya advertido, lo que se sabe acerca del comportamiento y de las motiva ciones que condujeron al suicidio de Sara se halla mediatizado por la información, tal vez un tanto tendenciosa, proporcionada por la narradora homodiegética de Secreta Penélope. Cabría preguntarse acerca de la procedencia de los conocimientos que poseía tal personaje, propenso a transmi tirlos pragmáticamente, arropándolos con diversos comentarios emocionales y digresiones des concertantes. De una lectura atenta de lo escrito por la narradora en cuestión se deriva que tales informaciones proceden de lo que ese personaje tenía acumulado en su memoria y de la informa ción que iba recibiendo por parte de amistades y allegados próximos a Sara. Incluso hasta en los recuerdos, más o menos precisos, de la narradora, también se hallan referencias explícitas a lo que ella había indagado, con cierta meticulosidad, desde que empezó a tratar a Sara durante los años de sus estudios universitarios. P or consiguiente, se está ya en condiciones de poder afirmar que, con anterioridad a la determinación tomada por la narradora, respecto a poner por escrito las inda gaciones en torno al suicidio cometido, tal personaje había desempeñado, en múltiples ocasiones y circunstancias, la función diegética de narratario. A la hora de delimitar con cierta claridad y nitidez lo connotado semánticamente por dicho concepto discursivo de narratario, convendría no per der de vista su condición de receptor de lo transmitido o comunicado por un narrado r determinado. Ahora bien, de la misma forma que tal narrador si resulta ser un personaje concreto, tal y como acaece a lo largo de lo relatado en Secreta Penélope , se halla caracterizado como homodie gético, también el narratario con el que aquél entra e n comunicación, se encuentra localizado tanto a nivel del discurso como de la historia del relato. En modo alguno, se está implicando aquí que el narratario tenga que asentir y mostrarse de acuerdo por completo con todo lo que le transmite el narrador. De hecho, en el caso concreto de la historia que estructura la narradora homodiegética de Secreta Penélope se evidencia una actitud muy crítica de ese personaje respecto a la informa ción, opiniones y consejos a los que se aludía en los relatos previos, cuand o ella era, de hecho, narrataria. Tal posicionamiento se halla repleto de connotaciones metadiegéticas, de las que se servía la propia narradora para referirse a los hechos por ella investigados. Por otro lado, tampoco debería perderse de vista que en dichos comentarios de la narradora es muy fácil apreciar una crítica manifiesta al ámbito de lo simbólico, promovido por personajes tales como Berta y Ra mona, al intentar reconducir el comportamiento de Sara, que a ellas les resultaba inaceptable. De la siguiente forma se expresa la narradora homodiegética, no dudando en mostrar su desacuerdo respecto a los consejos que recibía Sara: 6
Según Bataille, lo que más se desea conduce no sólo a manifestaciones emocionales extravagantes, sin tam bién hasta la propia ruina. 7 Para un adecuado esclarecimiento de los raciocinios conceptuales de Deleuze y Guattari, las precisas aportaciones de Charles Stivale en The Two-Fold Thought of Deleuze and Guattari (1998) y José Luis Pardo en El cuerpo sin órganos (2011), se han convertido ya en referencias críticas, a todas luces, imprescindibles.
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«Yo notaba en las lamentaciones de Berta, en sus preocupaciones de buena amiga, esa in flexión sutil que penaliza el sexo sobre todo lo demás. También me daba cuenta de que al contarme a mí esas cosas, estaba haciéndome un reproche solapado. ¿Cuál? Yo no censu raba a los amantes de Sara. Consecuentemente no le advertía de sus peligros, ni le hacía reconvenciones ni procuraba influir en ella para que, como Berta decía, al menos tuviera cuidado y no se dejara engañar. No podía hacerlo de ninguna manera porque a mí la colec ción de pollas de Sara me parecía bien. Nada me inducía a pensar que ninguno de aquellos amantes temporales fuera a engañarla.» 8 El desacuerdo de la narradora homodiegética respecto a los consejos que otros personajes le daban a Sara se pone de relieve, al reflexionar aquella sobre lo que le había comunicado Berta. En un primer momento esa narradora había sido la nar rataria de los relatos trasmitidos por Berta. En segundo lugar, no dudó en pensar sobre la actitud que adoptaba esa amiga mutua de Sara tanto cuando censuraba el comportamiento de dicho personaje como al hacerle cómplice del mismo hasta a la propia narradora. Finalmente, cuando pone por escrito sus reflexiones, dicho personaje adopta un planteamiento metadiégetico respecto a lo que tal narradora relataba de un modo un tanto discontinuo y fragmentario. Abundan estudios tales como The Cambridge Introduction to Narrative (2008) de H. P orter Abbott, «Texte littéraire et métalanguage» (1977) de Philippe Hamon, Narcissistic Narrative (1984) de Linda Hutcheon y Narratology: The Form and Functio ning of Narrative (1982) de Gerald Prince, que han sentado las bases teóricas en función de las que pueden abordarse diversas modalidades del discurso metadiegético. En términos generales, se podría afirmar que lo proyectado semánticamente por el concepto de metadiégesis no viene a ser sino una narración abocada a tratar del propio acto de narrar y de todos aquellos componentes a través de los cuales dicho acto de habla es constituido en cuanto tal, contribuyendo así a estable cer transacciones pragmáticas de comunicación. La metanarrativa consiste en relatar algo, siendo consciente de que se está llevando a cabo tal tarea, al tiempo que se presta atención a diversos elementos y factores integrantes en dicha forma expresiva. Por consiguiente, el narrador involu crado directamente en un relato metadiegético posee una conciencia refleja tanto de lo por él rea lizado, como de las estrategias discursivas utilizadas y del narratario al que se dirige y con el cual está intentando comunicarse. También dicho narrador puede ser consciente, con frecuencia, de los efectos pragmatistas derivados al relatar lo que se propone. De hecho, una de las consecuencias más relevantes de tal forma de expresar lo comunicado verbalmente consiste en un incremento manifiesto del autoconocimiento del propio narrador, pues, tal y como ha señalado Charles S. Peirce en Collected Papers (1931-1958), cualquier reflexión sobre lo que sea se origina siempre en la experiencia. 9 A partir de tal constatación fáctica, se podrán ir construyendo hipótesis y suposiciones repletas de un alto grado de creatividad, en las que la imaginación desempeña un relevante papel abductivo, conforme se desprende del comportamiento de la narradora homodie gética a lo largo de la historia relatada en Secreta Penélope , cuando se complace en entrelazar una gran variedad de anécdotas encaminadas a incrementar hermenéuticamente la significación, bien de lo acontecido de hecho, o de aquello que quizás se hubiera llevado a cabo al cambiar un deter minado cúmulo de circunstancias, siempre acechantes de un modo u otro. De acuerdo con lo reiterado por Peirce, la abducción supone otorgar un papel primordial a la ex periencia, no dejando de adoptar una cierta apertura frente a ella. Tal juicio apreciativo de la expe riencia pone de manifiesto que no bastan los raciocinios lógico-deductivos para lograr un avance integral del conocimiento. De hecho, la abducción se resiste a caer aprisionada bajo el control fijado por esos raciocinios, pudiendo muy bien asimilarse al juego mediante el que se forman aso ciaciones imaginarias entre objetos, acciones o ideas que no estarían relacionadas entre sí en un pensamiento menos libre. Si se consiguiera superar las leyes lógicas, trascendiéndolas pertinente mente, cualquier asociación abductiva sería posible. En Gombrich: una teoría del arte (1991), Joaquín Lorda advierte que al no dejarse llevar por un pensamiento estrictamente lógico, hasta en 8
Secreta Penélope. Págs. 32-33. En La Razón Creativa (2007), Sara Barrena, siguiendo los razonamientos pragmatistas de Peirce, subraya que es precisamente la experiencia la única maestra digna de ser valorada empíricamente para llegar alguien a conocerse a sí mismo de forma cada vez más satisfactoria. 9
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el juego fácilmente se puede crear. En última instancia, la postura adoptada por la narradora homodiegética de Secreta Penélope para averiguar, dentro de lo posible, las motivaciones últimas que provocaron el suicidio de Sara, vendría a ser, en gran medida, abduc tiva, pues no sólo presta atención primordialmente a la diversidad de experiencias atestiguadas en los relatos que le transmiten los personajes con los que establece algún tipo de contacto pragmá tico, sino que también, basándose en ellos, llega a establecer una hipótesis, propensa a ser falsa cionada de un modo u otro. Tal falsacionabilidad de la hipótesis defendida por la narradora homo diegética implica una manifiesta actitud deconstructora por parte de ese personaje, capaz de poner en tela de juicio la hipotética conclusión más o menos verosímil a que había llegado, después de llevar a cabo con relativo éxito un sin fin de precisas indagaciones. Para expresarlo de m odo algo diferente, la ausencia de un juicio definitivo sobre lo acaecido conlleva una apertura desmantela dora de presencias fijas y contundentes, que se manifiesta, sobre todo al final de lo relatado en Secreta Penélope , cuando la narradora no duda en formular preguntas metadiegéticas, sin ofrecer contestación plausible a las mismas. A todo esto se precisa agregar que después de haber reflexio nado por escrito sobre el entorno circunstancial que acompañó a la malograda existencia de Sara, dicha narradora llega a aceptar su posible culpabilidad respecto al desenlace fatídico de lo acae cido, al tiempo que se siente inclinada a interrogarse a sí misma sobre el valor que se pudiera otorgar a lo por ella relatado. Del modo siguiente, se expresa tal posicionamiento metadiegético, cuando finalizan ya las indagaciones recogidas en Secreta Penélope : «… Aunque lo mejor sería no tener sueños ni proyectos, vivir en el presente apurando la existencia con la intensidad de un animal. Como Sara, fiera y hermosa en su esta do original, una mujer de verdad y no la secreta Penélope llena de culpa en la que los demás la convertimos. Como es lógico nunca les confesaré a mis amigos los pensamientos de odio que he tenido hacia ellos. ¿Para qué? Hubiera provocado una serie de reacciones airadas, innecesarias. Seguramente me hubieran hecho una evidente pregunta retórica: ¿quién eres tú para adju dicarte el papel de juez? No es fácil contestar a eso porque, en efecto, ¿Quién soy yo? » 10 Al conceder prioridad a la inmediatez presente frente a hipotéticas realizaciones futuras, tal vez inalcanzables, la narradora homodiegética adopta una actitud existencial que muy bien pudiera ser calificada de posmoderna. De acuerdo con lo esgrimido por Antonio Campillo en Adiós al progreso (1985) y Contra la economía (2001), si por algo se caracteriza la condición posmoderna es precisamente por romper no sólo con el pasado, tal y como propugnada la modernidad, sino tam bién con el futuro 11. Ahora bien, hasta dicho asentamiento existencial en el presente inmediato se halla fatídicamente cuestionado desde el comienzo hasta el final de la trayectoria narrativa de Secreta Penélope , pues el motivo actancial que desencadena dicho relato es un suicidio, a través del cual no sólo se rompe con un pasado más o me nos agobiante e insufrible y con un futuro, a todas luces, utópico, sino también hasta con la misma cotidianidad, contigua e inaplazable, cuyo valor existencial había sido apreciado por la condición posmoderna. 12 Aunque, semejante desenlace se presta a ser considerado como nihilista, en alto grado, el hecho de que la narradora homo diegética llegue a cuestionar todo lo por ella relatado e incluso hasta su propia identidad personal, pone de manifiesto que ni siquiera el asentamiento en el nihilismo, impuesto como efecto de circunstancias sobre las que ella no poseía control absoluto, le resulta satisfactorio a dicho personaje que no duda en adoptar una actitud existencialmente deconstructora, predominante sobre todo en las últimas expresiones recogidas por dicha narradora de Secreta Penélope. 10
Secreta Penélope. Págs. 283-284. Gran parte de la producción ensayística de Campillo se dirige a deconstruir subversivamente la ideología predominante a lo largo de una modernidad repleta de síntomas cada vez más alarmantes de agotamiento. 12 Existe un interés manifiesto puesto en consideraciones fenomenológicas dirigidas a valorar la cotidianidad a lo largo de lo producido por la ensayística española contemporánea, conforme lo evidencian las reflexiones argumentativas de Javier Sádaba expuestas en Saber vivir (1984) y Carlos Díaz en Intensamente, cotidianamente (1983), sin olvidar las aportaciones filosóficas de alto nivel, elaboradas, con acierto manifiesto, rigor y precisión, por Marcelino Agís Villaverde en “Hermenéutica de la vida cotidiana” (2001) y Carlos Baliñas Fernández en “La vida cotidiana, plataforma y despegue de la filosofía” (2001). 11
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A la hora de sintetizar brevemente lo que precede, convendría preguntarse por la presunta identidad del narratario con quien se está comunicando la narradora homodiegética de Secreta Pené lope. Una posible respuesta a dicho interrogante se halla implícita en la última intervención de tal personaje, quien no posee reparo alguno en afirmar que no se dispone a comunicar a ninguna de las partes involucradas en el suicidio de Sara, lo indagado acerca de tal acontecimiento fatídico. Inmediatamente después de constatar ese deseo, la narradora se formula a sí misma una pregunta a la que no halla respuesta. P or consiguiente, no está fuera de lugar el deducir que lo escrito por la perspicaz narradora de Secreta Penélope parece ejemplificar la exteriorización de un monólogo interior, en el que, de hecho, narradora y narrataria coinciden. La utilización de tal estrategia dis cursiva le pudiera muy bien servir como arma protectora a la narradora frente a las posibles reac ciones adversas hacia ella que tal vez tendrían otros personajes al cobrar conciencia de los juicios críticos emitidos a lo largo del itinerario diegético del relato en cuestión. Por otro lado, no resulta superfluo advertir que la coincidencia fáctica e identitaria de la narradora con la narrataria vendría a otorgar una libertad sin límites a aquel personaje, propenso ya a expresarse sin tener que manifestar posibles inhibiciones impuestas del modo que fuere. El resultado de todo esto serviría de apoyo a la caracterización del discurso de lo relatado en Secreta Penélope como poseedor de una honrada transparencia, fiel siempre a los hechos referidos por dicha narradora, interesada en hallar alguna explicación hermenéutica a las motivaciones que pudiera haber alimentado Sara, cuando toma la decisión de suicidarse. 13 Finalmente, convendría no olvidar que, a pesar de que el discurso de la narradora homodiegética de tal novela responde a la modalidad de monólogo interior, este personaje no posee acuciantes rasgos de introspecc ión que le aislarían de las circunstancias en que se halla inserto. Antes por el contrario, la narradora, al haber ejercido con anterioridad la función discursiva de narrataria, demostró, de hecho, una apertura pragmática y existencial a lo comuni cado por todos aquellos personajes con los que precisó relacionarse con el fin de esclarecer lo ocurrido. En última instancia, dicha apertura contribuye a enriquecer la caracterización de la na rradora homodiegética de Secreta Penélope , novela que constituye uno de los logros más sobresa lientes de la producción literaria de Giménez Bartlett. © Francisco Javier Higuero
*** BIBLIOGRAFÍA Abbott, H. Porter (2008), The Cambridge Introduction to Narrative, Cambridge, Cambridge University Press. Agís Villaverde, Marcelino (2001), "Hermenéutica de la vida cotidiana," Pensar la vida cotidiana. Actas III Encuentros Internacionales de Filosofía en el Camino de Santiago. 1997, Marcelino Agís Villaverde y Carlos Baliñas Fernández, Eds., Santiago de Compostela, Universidad de Santiago de Compostela, pp.11-24. Baliñas Fernández, Carlos (2001), "La vida cotidiana, plataforma de despegue de la filoso fía", Pensar la vida cotidiana. Actas III Encuentros Internacionales de Filosofía en el Camino de Santiago. 1997, Marcelino Agís Villaverde y Carlos Baliñas Fernández, Eds., Santiago de Compostela, Universidad de Santiago de Compostela, pp. 91 -108. Barrena, Sara (2007), La Razón Creativa. Crecimiento y finalidad del ser humano según C. S. Peirce, Madrid, Ediciones Rialp. Barthes, Roland (1978), A Lover’s Discourse, New York, Hill and Wang. Bataille, Georges (1986), Erotism: Death and Sensuality, San Francisco, City Lights. Beltrán Almería, Luis (1992), Palabras transparentes. La configuración del discurso del personaje en la novela, Madrid, Cátedra. 13
En Palabras transparentes (1992), Luis Beltrán Almería considera que el monólogo interior de un personaje se halla propenso a proyectar connotaciones semánticas repletas de una indesdeñable sinceridad y hasta nitidez, ausentes tal vez en otras modalidades de comunicación pragmática.
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Bersani, Leo (1997), A Future for Astyanax: Character and Desire in Literature , Berkeley: University of California Press. Campillo, Antonio (1985), Adiós al progreso, Barcelona, Anagrama. ––––– Contra la economía. Ensayos sobre Bataille (2001), Granada, Editorial Comares. Chaitin, Gilbert D. (1996), Rhetoric and Culture in Lacan, New York, Cambridge University Press. Deleuze, Gilles y Félix Guattari (1985), El Anti-Edipo, Barcelona, Paidós. Derrida, Jacques. De la gramatología. Buenos Aires: Siglo Veintiuno, 1971. Díaz, Carlos (1983), Intensamente, cotidianamente, Madrid, Ediciones Encuentro. Giménez Bartlett, Alicia (1997), Una habitación ajena, Barcelona, Lumen. ––––– (2203), Secreta Penélope, Barcelona, Seix Barral. ––––– (2004), Un barco cargado de arroz, Barcelona, Planeta. ––––– (2011), Donde nadie te encuentre, Barcelona, Destino. Goodheart, Eugene (1991), Desire and Its Discontents, New York, Columbia University Press. Hamon, Philippe (1977), ―Texte littéraire et métalanguage,‖ Poétique, n. 31, Pp 261-284. Hutcheon, Linda (1984), Narcissistic Narrative: The Metafictional Paradox, London, Methien. Kristeva, Julia (1980), Desire in Language: A Semiotic Approach to Literature and Art, New York, Columbia University Press. ––––– (1984), Revolution in Poetic Language, New York, Columbia University Press. Lacan, Jacques (1977), Los cuatro conceptos fundamentales del psicoanálisis, Barcelona, Barral Editores. Leintch, Vincent B. (1983), Deconstructive Criticism. An Advanced Introduction, New York, Columbia University Press. Lorda, Joaquín (1991), Gombridge: una teoría del arte, Barcelona, Eunsa. Pardo, José Luis (2011), El cuerpo sin órganos. Presentación de Gilles Deleuze, Valencia, PreTextos. Oliver, Kelly (1993), Reading Kristeva: Unraveling the Double-bind, Bloomington, Indiana University Press. París, Diana (2003), Julia Kristeva y la gramática de la subje tividad , Madrid, Campo de Ideas. Peirce, Charles S. (1931-1958), Collected Papers, Cambridge: Harvard Univesity Press. Prince, Gerald (1982), Narratology: The Form and Functioning of Narrative. Berlin: Mouton. Sádaba, Javier (1984), Saber vivir, Madrid: Ediciones Libertarias. Smith, Anne-Marie (1998), Julia Kristeva. Spe aking the Unspeakable, London, Pluto Press. Stivale, Charles (1998), The Two-Fold Thought of Deleuze and Guattari, New York, The Guilford Press
Francisco Javier Higuero. Oriundo de Logroño, ejerce la docencia universitaria en Wayne State University (Detroit). Su campo de investigación se halla focalizado prioritariamente en el pensamiento contemporáneo y en la filología hispánica de los siglos XIX, XX y XXI. Ha publicado libros tales como La imaginación agónica de Jiménez Lozano (1991), La memoria del narrador (1993), Estrategias deconstructoras en la narrativa de Jiménez Lozano (2000), Intempestividad narrativa (2008), Narrativa del siglo posmoderno (2009), Racionalidad ensayística (2010), Argumentaciones perspectivistas (2011), Discursividad insumisa (2012), Recordación intrahistórica en la narrativa de Jiménez Lozano (2013) lo mismo que numerosos artículos en revistas especializadas, de reconocido prestigio internacional.
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LITE RATU RA BAJO CONTROL: LA REF LE XIVI DAD CRÍTI CA por Jorge Fernández Gonzalo Hay una ley no escrita en la literatura y en la crítica literaria q ue aún no hemos conseguido romper. Cuando parece que puede decirse todo, que la censura ya no ejerce ningún poder sobre las obras, re sulta que, en ese espacio que ha dejado la vigilancia institucionalizada, se ha alzado otra forma de vigilancia más perversa por su multiplicidad de rostros, y también por las innumerables desfiguraciones de su anonimato, como es el público: el público en tanto que consumidor, en tanto que dispositivo dentro de una maniobra económica, como efecto de una estrategia de mercado. En la relación atemperada entre un escritor y los lectores (que ya no son sus lectores, porque el libro es leído, criticado, amado, odiado y corrompido por cientos de desfiguradores profesionales a expensas de su creador), el lector exhibe ahora un dominio mayor que el poder que ostentasen las palabras. Si antes los textos servían para convencer, explicar, someter o reclutar adeptos, ahora parece que hubiera un desplaza miento en las estrategias discursivas que ofreciese, en esa repetición infinita de los comentarios y en sus múltiples recepciones y manipulaciones, el verdadero eje sobre el cual se extiende el aparato de gestión de las manifestaciones literarias. La mirada del otro resulta ser mucho más influyente que la mirada del poder en tanto que ins titución, mucho más persuasiva, aunque actúe a posteriori, y mucho más coercitiva que las formas tradicionales de censura. El mercado dice que las obras en sí no tienen poder alguno, que ya no representan la voz de un sujeto privilegiado, sino un objeto que permite cualquier apropiación ocasional por parte de la audiencia. El desgaste, las fricciones, las macabras perversidades que se ejercen contra la literatura la han convertido en uno de los espacios de control predilectos de la masa lectora. Leer es ya, de manera muy posmoderna, criticar, dañar, entorpecer, usurpar, neutralizar. Ahora, es en la lectura en donde está el poder, y no en la escritura. Este fenómeno impondrá esa ley en la literatura de la que hablábamos en las primeras líneas. Parece, en cierto modo, que la literatura maneja unos dispositivos para hablar de sí misma, un espacio textual determinado, una serie de actores que van a ocupar su puesto en la medida escenografía del teatro de lo literario. Una de esas leyes que mueven toda esta tramoya artística consiste en que el autor no puede hablar de su propia obra. Concretemos: podrá dar entrevistas, nos contará todo lo que quiera en sus recitales, pero nunca habrá de comentar su propia poesía en obras escritas y con carácter media namente científico o académico. Ya Vicente Gaos (1955: 8) hablaba de la prohibición del poeta de hablar de manera crítica de los demás; cualquiera puede ser crítico, menos el poeta, que sólo puede ser eso: poeta. Hoy, sin embargo, bajo ciertas formas de permisividad sig ue ocultándose el mismo lastre, la misma prohibición que anula ciertas disposiciones de los autores, determinados reparos que marcan el camino por donde ha de transitar obligatoriamente su palabra. Al poeta que es, asimismo, investiga dor o crítico, no le está permitido investigar su propia obra; extraña contradicción que, sin embargo, mueve todo el teatro crítico de la palabra occidental. Y es que este contrato que une, pero que a la vez separa al escritor de sus creaciones, no ha existido nunca, pero ha sido suscrito por todos. La primera consecuencia de ello es que el escritor acallado sobre la obra que ha erigido con sus propias manos tenga que ver sus palabras en todo lo demás, que aproveche cada prólogo y cada reseña para contarnos qué constituye para él la poesía, qué le gusta de tal poeta y qué no, y, en definitiva, en qué medida se reconoce en el otro. La literatura se pliega entonces hacia una mismidad, la mismidad del yo que tiende a pulular en cada escrito que salga de la pluma del poeta silenciad o. No deja de haber, no obstante, una riqueza en este uso tan extendido, ya que cualquier escritor, al hablar de tal otro, estará construyendo por arte de la palabra un puente entre ambas literaturas. Pero un puente, insistimos, en el que la diferencia es siempre secretamente atraída al discurso mediante su rechazo. La otra consecuencia es mucho más sutil, y ya no habrá de perjudicar directamente a los autores, sino que acabará por instituirse subrepticiamente como una propiedad fundamental de la literatura, cuando
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sólo cabe denunciar su construcción impostada, las relaciones entre saber y poder que la edifican de manera sospechosa. Y es la idea tantas veces puesta de manifiesto de que la literatura no puede ser explicada. Si un autor descubriera el secreto (la poesía es y sigue siendo, para muchos, una adivinanza que se escondiera bajo un código enrevesado), entonces el lector vería chafada su implicación en el juego de la lectura. Y sin embargo hay aquí, en este enunciado sobre las explicaciones de la obra , una verdad y una falsedad que deben ser puestas en relación para entender enteramente qué ocurre. La literatura sí puede ser explicada, porque se la explica, porque escribimos sobre ella, porque los discur sos no dejan de sucederse. Y, por otro lado, nunca puede ser explicada absolutamente, porque el lenguaje no es capaz de enfrentar dos mallas de signos, dos tramas de escritura, y pretender que todos los hilos encajen uno a uno. De hecho, hay algo en la ruptura de esos hilos, en esa telaraña sobre el va cío que es la literatura, que la define, por lo menos, desde hace un par de siglos. No es casualidad que la crítica haya nacido justo cuando la literatura ha decidido romper con el mundo, o mejor dicho, romper con la fiabilidad de los discursos que creían poder decir el mundo. El punto de escisión estaría probablemente en Hölderlin; quizá habría que posponerlo hasta Mallarmé, y sobre todo habría que hacer un paréntesis para rescatar el Quijote (esa obra que P ierre Menard escribió en el siglo XX pero que antes fue plagiada por Cervantes en el XVII) y pensar que todo lo que no se mueve más allá de estos campos magnéticos no es, ni tiene derecho a ser considerado, como literatura. Cuando la obra no puede explicar el mundo, ¿cómo explicar la obra? Sobre este espejo deformante surge la crítica: decir lo que ya no dice, lo que ha quebrado su decir, para recomponerlo. Porque en la palabra de la literatura moderna y posmoderna habita el hueco, la escisión, la falta de unidad fragmentada. A Foucault me remito cuando pretendo afirmar que la literatura es un efecto de poder, y un efecto muy moderno, que se constituye justamente por esa pregunta sobre sí misma, por ese vacío que la compone: «no estoy seguro de que la propia literatura sea tan antigua como habitualmente se dice. Sin duda hace milenios que existe eso que retrospectivamente tenemos el hábito de llamar «literatura». Creo que es precisamente esto lo que habría que preguntar. No es tan seguro que Dante o Cervantes o Eurípides sean literatura » (Foucault, 1996: 63). A pesar de ciertas diferencias en nuestra nómina (Cervantes no sólo escribió la primera novela con el Quijote; hasta cierto punto, retrospectivas aparte, escribió la última), es evidente que la falta que nos ha permitido comprender la literatura como un cuerpo incompleto vino bastante después de Homero, a no ser, claro, como llega a decir Blanchot, que los viajes de Ulises no fueran más que aquello que el héroe imaginó mientras oía, atado al mástil de su nave, los seductores cantos de las sirenas. E ntonces, la literatura, toda la literatura, no sería sino ese hueco que, en la misma Odisea, sobre su piel de letras, no ha dejado de escribirse, y se escribirá siempre, mientras dure ese encantamiento infinito que sigue oyéndose y que probablemente sea nuestra realidad.
«El autor escribe la obra y, no satisfecho por lo que acaba de escribir, la comenta, la analiza, la expone». Ésta sería una de las versiones que definirían por qué un escritor decide escribir sobre uno de sus poemas. La otra diría: «el autor escribe la obra y, satisfecho por lo que acaba de escribir, la comenta, la analiza, la expone». Ambas exposiciones, a pesar de dominar entre las dos todo el paradigma que proponen, se equivocan por no haber comprendido enteramente la relación entre el autor y su obra. ¿Qué estrategias de poder ligan a ambos? ¿Es acaso la autoría, ese hilo que no ha tejido nadie, lo que permite satisfacerse con la propia palabra? Entonces, ¿hay propiedad en las palabras? Tomo del poeta Claudio Rodríguez un concepto: extrañamiento (Rodríguez, 1983: 13). El autor se une a sus obras mediante el extrañamiento, la otredad. Foucault o Blanchot aún han llegado más lejos: la obra me escribe como autor; antes del poema no hay poeta, no soy poeta, luego es cada una de las producciones literarias la que levanta acta del autor, la que extiende para sí un hueco en donde tiene cabida la dimensión autorial, el dispositivo que representa un autor. Pero volvamos a la intuición sencilla del poeta: ¿quién ha escrito estos versos que escribí? ¿Por qué mi obra ha de caerme en propiedad, ha de pertenecerme? ¿No hay, en la temporalidad de la obra, un resorte que lo hace escapar de la temporalidad del escritor quien, inevitablemente, cambia, envejece, muere? Escribir me lanza a la extrañeza con lo escrito. Y es que la obra no pierde el dispositivo del autor cuando el autor ya no la acompaña: va consigo. Las obras ya tienen autor, y el escritor que realmente las escribió está, a todos los efectos, muerto como
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representante de la obra, del mis mo modo que en el hijo el padre ya está muerto, desaparecido, como herencia, como legado, como culpa, como resorte, en cuando la personalidad se constituye. Todos llevamos la ausencia del otro en nosotros, la falta de otro cuerpo, y la obra no podría ser menos. En ella está ya escrita la falta del autor, viva éste o no. Es decir, como si ya estuviera muerto. Da igual. La conocida tesis sobre la muerte del autor (Barthes, Foucault, Blanchot, Derrida…), que no es ni fue nunca para tanto, ha tenido defensores y detractores que no hablaron nunca de lo mismo. El autor no muere, claro está, aunque la maniobra publicitaria, el lema transgresor, ya se haya puesto sobre la mesa. Los autores van a vivir siempre (aunque en la Edad Media no hubiera propiamente «autores»), y éstos habrán de vivir como individuos y como institución, pero justamente en tanto que institución están ya muertos, porque pasan a ser un código, y ese código pertenece a un sistema regulador, a una ley de propiedad, a una convención maquinada por el poder. Los autores no llegarán nunca a poseer exactamente la obra, sino que su discurso, en la medida en que ya está escrito y no es dicho por nadie (¿quién habla en la escritura?), no tiene origen en la voz del poeta, no le debe ya nada, y sólo absorbe la autoría como módulo o estrategia. Como máscara. Desde este punto, la relación del autor y la obra propone un intervalo, un décalage, que hace del autor un posible lector, un lector más. Así de simple: leo mi poema y abandono mi posición de autor para entrar en él como lector. Si cambio alguna palabra, habrá que comenzar otra vez la reconversión, tendré que releer la obra, tendré que ser su lector nuevamente. La obra separa de sí al autor real para que darse con el dispositivo de la autoría. Entonces, en la medida en que ya no soy el autor de mi texto, en que ya no tengo la autoridad suficiente sobre él, ¿no puedo interpretarlo? Lo que se me escapa del poema no ha de ser muy distinto a lo que se le pueda escapar a otro de sus lectores. Sin privilegios: escribir es ya divorciarse de la escritura, asumir la extrañeza que aleja lo escrito de nosotros, y consentir, por esa distancia, en una escritura siempre recomenzada. Porque la obra nos separa de ella podemos escribir en el espacio de la separación. Porque el autor ya no tiene poder sobre el texto, puede hacer todo lo posible por ejercer un poder sobre él (pero, en ningún caso, por restablecerlo). Esto quiere decir: nunca, al escribir sobre lo escrito, se redobla la escritura. Se recomienza. Siempre el autor se apropia de la obra como cualquier otro, siempre que vaya a decirla va a vulnerarla, y, sin embargo, esa vulneración, que es una forma de hacer surgir la obra de la nada (sin violencia no hay realidad; sin lectura no hay obra) no va a tener ningún privilegio con respecto a las demás formas de apropiación, al resto de lecturas. Leer es, como decíamos, vulnerar la obra, algo tan ilegítimo como necesario. Entonces el autor ha de recobrar su poder sobre la obra, pero su poder como lector, esto es, un poder que no puede privilegiarse sobre el poder de cualquier otro. En esta época de los simulacros será la lectura el simulacro que, en su sucesividad ininterrumpida, rompa con el poder que suponía la escritura, que la supeditaba al autor, que enmarcaba nuestra experiencia de lo literario en el texto y en la lectura unívoca, clausurada por unos dispositivos de poder determinados. Y por encima de todo será esa disposición del autor a hablar de su obra, a hablar infinitamente, lo que remueva los cimientos de la obra y las relaciones de poder que se han establecido en la literatura. El autor podrá hablar de su producción por la distancia que ha ilegitimizado su palabra, desde esa lejanía de la ley.
El lector moderno, o si se prefiere, el público (es decir, aquellos que no necesariamente leen, pero compran, comentan, preguntan), debe tener por seguro que el autor que habla de su propia obra no pretende en ningún momento publicitarse, o al menos no necesariamente, sino que contempla envueltas en un halo de extrañeza sus propias palabras y cree que aún puede seguir hablándose de lo escrito. Al menos desde Barthes, el comentario ya no responde a una posición de desprestigio en su relación con la obra, sino que es ya una obra en sí misma, un resorte verbal que no reproduce o copia, sino que presenta las mismas facultades creativas que los discursos del arte y que del mismo modo pretende, o puede pretender, tensar esa materia prima que es la escritura. A ambos, tanto al texto poético como al comentario, les corresponde como a pocos discursos ese protagonismo en una lucha encarnizada contra la palabra. El comentario, entonces, ya no será una copia, sino un simulacro, visto desde la terminología de Klossowski o Deleuze: no se privilegia el poema, sino la escritura misma, o mejor dicho, la imposibilidad de la escritura, sus resistencias naturales, con lo que la copia de la copia de la copia no supondrá una desvirtuación de la palabra, sino una tensión que, de manera positiva, nos muestra los
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resortes de la escritura poética desde sus dispositivos internos. De hecho, es difícil defender que en los últimos años la poesía haya ofrecido directamente un mayor interés que el ensayo. Basta mirar la nó mina de escritores franceses para darse cuenta de cómo, en las últimas décadas del siglo XX, la «copia» del comentario resultaba más interesante que el «original» de los poemas, hasta el punto de que, hasta cierto punto, ya no sabríamos decir si la poesía se escribe para que la recreación del comentario (sea del autor, sea de cualquier otro) refuerce su necesidad. La posmodernidad exige no sólo que surjan los comentarios, que Occidente dialogue consigo mismo en un diálogo infinito (Rorty, 1989), sino que el propio autor, que ha perdido su posición axial, prosiga con ese diálogo entre las obras para romper así con las alianzas y las leyes tradicionales en la relación entre literatura y crítica. Hablar de la obra propia constituiría un esfuerzo de reflexividad en donde todo poder se borra: la obra ya no me pertenece, es de todos y de nadie, es mía y ya la he perdido. Sólo queda la escritura, su movimiento infinito, su espiral sin finalidad ni origen, un movimiento de recrea ción y reproducción que borra los privilegios del original. © Jorge Fernández Gonzalo
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Jorge Fernández Gonzalo nace en Madrid, en 1982. Es Doctor en Filología Hispánica por la Universidad Complutense de Madrid. Ha publicado cinco poemarios: Amantes invisibles (Madrid, Editorial Complutense, 2003), Mudo asombro (Talavera de la Reina, Ayuntamiento, col. Melibea, 2004), Una hoja de almendro (Madrid, Ediciones Hiperión, 2004); El libro blanco (Barcelona, Huacanamo Poesía, 2009) y Arquitecturas del instante (Madrid, Rialp, 2010); los tres primeros distinguidos con los premios Blas de Otero 2002, Joaquín Benito de Lucas 2003 e Hiperión 2004, respectivamente. Como investigador cuenta con una veintena de publicaciones en revistas especializadas sobre literatura y filosofía, y con los libros Filosofía zombi, en la Editorial Anagrama, y La muerte de Acteón, en la editorial Eutelequia.
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Ensayo
LA RINCON ADA , UN A AP ROXI MACI ÓN A LA
CONSTRU CCI ÓN ROMÁN TICA DE UN A N UEV A SUBJE TIV IDAD FE MENIN A EN LA N ARRATIV A DE PEDRO ECHAGÜE por Natalia López A comienzos del siglo XIX, la producción literaria argentina representó los intereses y las ideas de grupos políticos en constante pugna por el poder. Durante el período rosista, se configura una litera tura nacional marcada por la división política, las luchas internas y el exilio. En ese contexto histórico, dentro de ese marco político, se inserta la obra del escritor Pedro Echagüe (1821 -1889). Por lo tanto, consideramos necesario observar y analizar los mecanismos narrativos utilizados por el autor en sus textos literarios para introducir las circunstancias políticas, sociales y culturales de su época. En esta integración literatura/política, la mujer ocupa un lugar relevante en ambos planos y, ante esa observa ción, el punto de interés de este trabajo es dar cuenta de la construcción de ese espacio. Es decir, nuestro propósito será establecer cómo las circunstancias políticas y sociales configuran el rol de los personajes femeninos en las novelas de Pedro Echagüe, centrando el análisis de este artículo en La Rinconada. Como explica Félix Weinberg (1980), Buenos Aires se convirtió en el centro promotor de la expansión literaria, nucleando numerosos escritores y siendo sede principal de diversas actividades intelectuales; sin embargo, el autor destaca también la labor de muchos jóvenes escrit ores del interior. En 1838, un grupo de escritores liderados por Sarmiento, Quiroga Rosas y Antonio Aberastain, localizados en San Juan, organizaron una Sociedad Literaria, cuya sede era la Asociación de Mayo en Buenos Aires. Los intercambios intelectuales realizados en esa fundación dieron lugar a la creación del periódico El Zonda (1839). Dentro de ese grupo de jóvenes escritores, se encontraba Pedro Echagüe. Nacido en Buenos Aires en el año 1821, el escritor —adoptado sanjuanino— tuvo que emigrar del país por su defensa de la ideología unitaria: primero, a Montevideo y, luego, a Chile. Formó parte del ejército de Lavalle durante su permanencia en Uruguay y en el país trasandino estableció sus primeros vínculos con Sarmiento, quien lo llevó como colaborador a San Juan donde permaneció hasta el día de su muerte. La figura de Juan Manuel de Rosas es central a partir de 1829, cuando asume la gobernación de Buenos Aires, y la proscripción se convierte en la situación de muchos intelectuales opositores al caudillo y adeptos al bando unitario, y las medidas tomadas por el gobierno estuvieron destinadas a censurar esas voces. Hacia 1831, la divisa federal se impuso en el interior y, a partir de ese momento, la intolerancia oficial cultivó el terror en toda la «Federación» hasta el año 1852, cuando Rosas es derrotado. Sin embargo, los años que siguieron se caracterizaron por una guerra económica entre ambos sectores, que luchaban por sus propios intereses hasta que se garantizó la unidad nacional. (Romero: 1965) La Rinconada plantea el enfrentamiento dicotómico entre la ideología unitaria y la ideología federal, encarnadas en los personajes que construye Echagüe, planteando desde ya una mirada romántica en esa oposición. En primer lugar, el narrador ofrece un marco temporal-espacial preciso, permitiendo que el lector pueda ubicar los acontecimientos dentro de un determinado período y en un lugar concreto: «Era la noche del 5 de Enero del año que dejamos indicado (…) Existe todavía en un barrio de esta benemérita c iudad de San Juan» (Palcos: 1930, 5). Es decir, desde un comienzo, se enmarcan los hechos ficticios en un trasfondo histórico y en un espacio geográfico del territorio argentino, dentro del cual se sitúa el propio narrador. A partir del personaje de Gustavo, se introducen las particularidades de la época, las luchas internas y la figura de Rosas: En los días en que el tirano Rosas hacía sentir su brutal despotismo en todo el país. Gustavo había despertado a la razón entre llantos y maldiciones al tirano ( …) se había mezclado en las luchas con que el pueblo sanjuanino reivindicó sus derechos (…) le acarrearon persecuciones y peligros que lo
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decidieron a emigrar a Chile (…) de Chile volvía pues, ahora, más entusiasta que nunca por las ideas que había adoptado (…) de odio a los caudillos (6-7). Tiranía, brutalidad, despotismo, luchas y persecuciones son las palabras claves que definen el período de Rosas, desde la mirada del narrador. Gustavo se presenta como un joven unitario que debe exiliarse en Chile ante los riesgos que representan sus ideas partidarias, al igual que Echagüe. Una vez concluido el gobierno del tirano y disminuidos los peligros, este personaje regresa a su país después de dos años para reencontrarse con su prometida. Al mismo tiempo, La Rinconada expone la ideología federal no sólo en la figura de Rosas y en sus caudillos sino también en el personaje de Don Félix Veloz o, mejor dicho, Marcos Terraza, miembro de la Sociedad Restauradora de Buenos Aires, mazorquero y degollador profesional. La s cartas encontradas por Elvira entre los papeles de Veloz afirman la pertenencia de este personaje al bando fede ral: «Eran órdenes de ejecución a lanza, sin forma de proceso, o de asalto a mano armada contra hombres de filiación unitaria (…) había anotado hasta la hora de sus bárbaras hazañas (…) crímenes cometidos por el degollador profesional, fruto terrible de aquellos tiempos de sangre y terror » (26-27). La oposición ideológica establecida entre unitarios y federales concluye en una lucha donde las acciones de los caudillos federales se basan en la violencia y no, en un sistema razonable. La barbarie, la sangre y el terror describen un período donde predominan las brutalidades de un grupo y, a la vez, marcan la posición ideológica del autor. Hemos hecho referencia a la construcción de los personajes a partir de las ideologías políticas que dividen el país en el siglo XIX. La filiación federal de Terraza coincide con la descripción de su aspecto: «(…) era una especie de gigante de fisonomía adusta, a la que le prestaban expresión siniestra dos espesas patillas divididas bajo la barba y unos ojos encapota dos y pequeños que escrutaban a su rededor con aire desconfiado y duro » (9). Los rasgos físicos del personaje revelan su maldad y afirman, al mismo t iempo, sus ideas políticas: la forma de sus patillas le otorgan a su fisonomía una expresión siniestra y también, son una marca distintiva del partid o político al cual pertenece. La Rinconada toma como trasfondo histórico la invasión de San Juan por el Coronel Sáa, durante la presidencia de Derqui, en el año1861. Gustavo, a su regreso, integra las milicias locales comandadas por el gobernador Aberastain para la defensa de los derechos de su provincia. Las fuerzas sanjuaninas son derrotadas en un lugar conoc ido como La Rinconada. En el ejército de Sáa, se encuentra Veloz y, en el enfrentamiento, decide vengarse del joven unitario que se presenta como una amenaza a sus intereses: casarse con Elvira. Si bien está es la historia central, los infortunios y las desgracias sufridas por los enamorados son una consecuencia directa del pasado, pasado que se remonta a la época del tirano Rosas. Marcos Terraza, mazorquero profesional, es el asesino del coronel Lamar, esposo de Claudia y padre de Elvira. «Veloz», obsesionado con Claudia, a pesar de que no puede casarse con ella, logra doblegar su voluntad con amenazas. Cuando vuelve a San Juan y conoce a Elvira, la muchacha le recuerda la belleza de su madre en aquellos tiempos y, teniendo en su poder una carta que atenta contra el honor de Claudia, se ubica como inquilino en la misma casa y busca los modos de hacer efectivo su nuevo propósito: su matrimonio con Elvira. Luego del primer enfrentamiento entre Gustavo y Veloz, la joven encuentra, entre los papeles de Terraza, una serie de cartas que le permiten conocer la filiación federal del sujeto y sus verdaderas intenciones, y este hallazgo permite la confe sión de Claudia y la revelación de ese pasado que la atormenta. De esta manera, el narrador introduce esta historia que repercute en los sucesos que estaba relatando, enmarcada en otro contexto histórico, donde la pugna entre unitarios y federales sigue dividiendo el país. Ahora bien, nuestro objetivo principal es dar cuenta de la configuración de la mujer y su espacio en una historia que involucra determinadas circunstancias políticas, sociales y culturales. Las reflexiones anteriores nos proporcionan una estructura que deja en evidencia la lucha de ideologías y la tensión entre dos sistemas que se entrecruzan en las f iguras de mujer que propone el autor y determinan ciertas características en la construcción de sus roles. Aquí se debe hacer una observación que propone un análisis para ampliar la lectura crítica del texto de Echagüe: los sistemas ideológicos planteados a partir del enfrentamiento entre unitarios y federales están materializados solamente en los personajes masculinos; en Terraza, Lamar y Gustavo. Esto se debe evidentemente a la permanencia de un modelo de sociedad patriarcal que limita las acciones de las mujeres; los hombres son los sujetos que llevan a cabo funciones que manifiestan abiertamente sus elecciones políticas. Sin embargo, las mujeres (en
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este caso, Elvira y Claudia) exhiben indirectamente sus preferencias políticas, ya sea en sus relaciones amorosas o en el refugio que ofrecen a los unitarios caídos, y comienzan así, a desempeñar una función activa en la construcción nacional. Por un lado, La Rinconada presenta un personaje femenino con ciertas características que brindan un perfil sumiso y aterrado y, por otro lado, plantea una mujer en constante evolución emocional que se muestra valiente y heroica ante una serie de acontecimientos terribles. Claudia y Elvira muestran dos concepciones diferentes de la mujer de la época. En primer lugar, la belleza es un rasgo común en ambos personajes y es esa cualidad la que atrae al mismo ser siniestro. Ante la presencia de Marcos Terraza, se puede observar la sumisión de ambos personajes: «Dominada Elvira por el efecto de tan feroz mirada, que cayó sobre su rostro como una ráfaga de fuego, trató de recuperar su natural dulzura, dándose cuenta de la crítica situación en que ella y su madre se hallaban colocadas» (13). Si bien Elvira guarda en su corazón una fuerza increíble, no puede hacer frente a «Veloz» hasta que conoce la verdad y el peligro que corren sus seres queridos en manos de este personaje: «La ira se había sobrepuesto al temor en el alma de Elvira, mientras escuchaba las cínicas y brutales imposiciones del implacable dominador de su afligida madre (…) Pensó (…) que tal vez podría encontrar protección (…) » (18-19). La dominación de Terraza y el temor que pretende sembrar se hacen efectivos sólo en Claudia, la «afligida madre». El desmayo y el cansancio constante son marcas de una debilidad presente únicamente en Claudia. Por este mismo motivo, la madre de Elvira es incapaz de llevar a cabo cualquier ataque contra su agresor; el uso de algunas drogas para soportar su encuentro íntimo con Terraza y el suicidio son las únicas maneras que encuentra el personaje para enfrentar esta terrible situación. Sin embargo, a pesar de esos comportamientos que dejan en evidencia cierta debilidad, Claudia, en un acto de valentía, entrega su cuerpo y su salud psicológica con el objetivo de proteger a su familia. El terror es reemplazado por la ira en el personaje de Elvira, y la esperanza comienza a alimentar su valentía. El narrador describe constantemente la «varonil serenidad» de la protagonista, que sorprende a su madre con sus actitudes: «Elvira escuchó estas noticias con una calma que impresionó a doña Claudia». Es, en este momento, donde se produce un quiebre entre los personajes femeninos, marcando sus diferentes reacciones ante la presencia del degollador. Esa actitud varonil, que se describe en Elvira, se revela en la serenidad y en el coraje que demuestra su accionar, y aumenta su belleza y dulzura, sin provocar efectos contrarios: «(…) aquella apariencia frágil ocultaba un alma enérgica (…) Era sensible, apasionada y generosa, pero, sin dejar de ser profundamente femenino, su temperamento tenía el temple del acero (…) se producía en ella una reacción de defensa y de combate contra la adversidad » (25). Estas cualidades convierten a la hermosa y gentil muchacha en una heroína, en busca de venganza por la muerte de su padre y Gustavo, y los sufrimientos de su madre, quien representa la imagen de mujer frágil y sometida. La venganza y el amor es el móvil que provoca en Elvira esa actitud varonil que la convierte en la heroína sanjuanina de La Rinconada: «Con la resolución inquebrantable y serena que debe ser privilegio de los héroes y los mártires (…) Y se había vestido de blanco, era porque un propósito de visionaria la guiaba: desposarse espiritualmente con Gustavo en el campo espectral» (59). La búsqueda de Elvira se introduce en un escenario que alude a un «campo espectral», a lo «sobrenatural», a una noche de «trágico silencio», donde la muerte abarca ese espacio. El ambiente descripto acompaña la sensibilidad romántica de la heroína; el estado de ensueño y delirio, resultado de su amor y de su deseo de venganza, se potencian en ese escenario espectral. La Rinconada como lugar donde se lleva a cabo un enfrentamiento político queda marcada por la muerte y la tragedia, y se confunde con lo sobrenatural y lo misterioso de una trágica noche que atrae la presencia de lo espectral. Ese espacio se encuentra en completa armonía con el estado de delirio y las intenciones de Elvira: «desposarse espiritualmente con Gustavo»; es decir, la subjetividad se desdobla en la naturaleza, respondiendo a la sensibilidad romántica. Aquí hay que hacer una observación: el nombre de la protagonista alude a una obra de Esteban Echeverría, Elvira o la novia del Plata (1932), y la escena de la joven recorriendo el «campo espectra l» tiene una relación sólida con una de sus obras más importantes, La Cautiva. En esta referencia, se puede pensar en una influencia tardía del romanticismo y, principalmente, de Echeverría, en la narrativa de Echagüe y en la construcción del personaje de La Rinconada.
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Por último, es necesario destacar la carga simbólica de la muerte de Marcos Terraza en manos de nuestra heroína. Esta resolución de la historia es el punto de culminación en la construcción de la figura de mujer que plantea Echagüe a partir del personaje de Elvira en La Rinconada. La daga federal es el arma utilizada por la novia, vestida de blanco, para asesinar al culpable de tantos crímenes y del sufrimiento de sus seres queridos. Elvira se convierte en la vengadora no sólo de sus padres y de Gustavo, sino también en la vengadora del pueblo sanjuanino, ya que en la imagen de «Don Félix Veloz» o Marcos Terraza se representa el mal de los caudillos que han causado terror en la provincia. En conclusión, Pedro Echagüe propone a lo largo de su obra una lectura de su época, ubicado desde su propia ideología, y retoma historias pertenecientes a la tradición del pueblo sanjuanino. En La Rinconada, el escritor reconstruye un período histórico correspondiente a las luchas entre unitarios y fede rales, donde las protagonistas son mujeres que observan los acontecimientos políticos y plantean, desde su mirada, imágenes de la mujer predominantes en la época. Elvira, personaje principal de la historia, presenta una figura de mujer antimodélica y, a la vez, heroica que se construye en un espacio donde las circunstancias políticas y sociales influyen en la configuración de su sensibilidad . © Natalia López
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BIBLIOGRAFÍA JITRIK, Noé (1980). "El Romanticismo: Esteban Echeverría", en Historia de la literatura argentina, Buenos Aires: Centro Editor de América Latina (Tomo I). PALCOS, Alberto (dir.)(1931). Dos novelas regionales: La Rinconada. La Chapanay. Colección Grandes escritores argentinos. Buenos Aires: El Ateneo. Volumen XXXIX. ROMERO, José Luis (1982). ―Las ideologías de la cultura nacional‖ y ―Cambio social, corrientes de opinión y formas de mentalidad, 1825- 1930‖, en Las ideologías de la cultura nacional y otros ensayos. Buenos Aires: CEAL. ROMERO, José Luis (1965). Breve historia de la Argentina. Buenos Aires: Fondo de cultura económica (Tierra Firme), 2012. WEINBERG, Félix. (1980). ―La época de Rosas y el romanticismo‖ en Historia de la literatura argentina, Buenos Aires: Centro Editor de América Latina (Tomo I).
Natalia Soledad López. Estudiante avanzada en la carrera Profesorado y licenciatura en Letras en la Universidad Nacional de Mar del Plata. Integrante del grupo de investigación Estudios de teoría literaria y alumna adscripta en la cátedra Teoría y crítica literaria II (UNMDP). Becaria CIN (Becas de estímulo a las Vocaciones científicas).
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Relato
¿SABEN LOS PE CE S QUE SE MOJAN ? por Gemma Pellicer Por fin me había vuelto a asomar a la balsa de agua, seguramente una de mis costumbres más arraigadas por aquel entonces cada vez que volvíamos al pueblo con el inicio de las vacaciones, y una vez más me fue imposible distinguir nada a través de ella. Esa manía que había adquirido de asomarme a lo putrefacto significaba el anuncio prometedor de un verano diáfano, de modo que s olía recibir la visión de esas aguas estancadas con un gesto ambiguo y cargado de dudas, a medio camino entre el asco y la seducción. Muy pronto iban a entregarse mis padres a la tarea de vaciar la balsa para limpiarla a fondo, concienzudamente, y mis hermanas y yo volveríamos a llenarla con el agua helada del pozo, un agua pura, cristalina y fresquísima, y no esa especie de sopa espesa y oscura, tan viscosa, que volvía opaca tu imagen reflejada. Me parecía increíble que toda esa agua turbia pudiera convertirse en el manantial en que me bañaba satisfecha, mientras sumergía los años de mi niñez con la confianza ciega de un pez dando vueltas en círculo por sus paredes internas. Allí metida aprendí a bucear y, sobre todo, a distinguir la quietud líquida del exterior tumultuoso, lleno de gritos, píos y las voces destempladas que daban siempre los adultos, sin que pareciera que fueran a cansarse nunca. El proceso de limpiado de la balsa era laborioso y no exento de «La reforma de la balsa dificultad: una vez vacía, había que meterse de ntro, y luego frotar había consistido, con un rastrillo de púas afiladas una por una las distintas baldosas entonces, en rebajar su de color azul celeste que mi padre había colocado siendo nosotras altura y rematar el corte muy pequeñas. La reforma de la balsa había consistido, entonces, con una hilera de en rebajar su altura y rematar el c orte con una hilera de baldosas baldosas de color azul de color azul marino que nos permitiera entrar y salir sin dañarmarino que nos nos. En su interior había levantado una escalera de tres peldaños permitiera entrar y salir hecha a la medida de los mayores, sin duda desproporcionada con sin dañarnos.» respecto a las dimensiones reducidas de la balsa, y ya no digamos las nuestras. Entrar por primera vez en esas aguas blancas al inicio del verano y descender con mucho cuidado por su escalera gigantesca era una operación que podía llevarnos su buen cuarto de hora, y de hecho no era posible hacerlo sin gritar de alegría y nervios y de pura histeria contenida, ni tampoco dejar de atropellarnos entre nosotras, empujándonos todo el rato. Ninguna quería sumergirse la primera en tan gélidas aguas. Luego, según fuimos creciendo, decidimos que la balsa tuviera peces, así que una tarde de verano fuimos a un estanque cercano que había a las afueras del pueblo acompañadas por nuestros vecinos, y nos trajimos varios pescados del embalse, bastante feos a decir verdad, aunque nadie podía negar que se trataba de auténticos peces, con sus escamas resbaladizas y su color parduzco, y esas branquias incomprensibles que no paraban de abrirse y cerrarse como un fuelle feroz. Esos peces repes cados pasaron a ser, a partir de entonces, una prueba indiscutible de lo que tomábamos como vida salvaje. Llevarlos de pronto a nuestra charca de tres al cuarto, aunque los mayores nos insistieran en que su lugar de procedencia era, en realidad, otro depósito de agua más, me llenó por un tiempo de vagos remordimientos. Por mucho que dijeran, aquel estanque destinado al riego de la zona era para mí un verdadero océano con su inmensidad a cuestas y, claro, con sus mismas tinieblas y oscurida des, y légamos y monstruos marinos. Y tormentas impredecibles, como las que había visto fuera de la casa, azotando el jardín, pero también adentro; voraces cambios súbitos e incontenibles que no merecía la pena esforzarse por entender. Al final volcamos en nuestra balsa la cantidad de ocho o diez peces que habíamos conseguido sacar no sé cómo de sus aguas cenagosas. Su procedencia oscura me recordaría a ratos que el destino de esos pescados no era tan distinto del mío; tampoco ellos alcanzaban a comprender cómo iban a so-
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brevivir en su nuevo hábitat de agua cambiante: fresca del pozo en verano, llena de mosquitos y podredumbre a partir de otoño. Debía contar yo entonces con 9 años. Acabábamos de llegar al pueblo tras el largo invierno, según veníamos haciendo cuando apenas si había dos estaciones, sobre todo para nosotras, niñas de ciu dad, y de nuevo me acerqué a la balsa con el empeño de asomarme. Necesitaba saber si podía dis tinguir alguno de nuestros inquilinos agazapado en el fondo, oculto en las profundidades, así que dejé confiada que medio cuerpo se balanceara sobre el filo de las baldosas que ceñían la balsa, pero como no lograba ver nada, terminé incluso por acceder a que una lengua de agua me lamiera el ros tro. El último verano había sido diferente. La experiencia de convivir con aquellos vertebrados no había resultado tan gozosa como pensamos, y aunque nos habíamos resignado a compartir con ellos nues tros juegos acuáticos, era evidente que habían dejado de gustarnos. P or no hablar de la complicada operación que suponía tener que limpiar la balsa con los peces dentro, tras re nunciar a pescarlos con el agua sucia, tarea que se nos reveló imposible. Uno de nuestros juegos favoritos había consistido, de hecho, en intentar atraparlos buceando. Al principio fracasamos, aunque no tardamos en descubrir que la mejor forma de hacerlo era mareándolos un buen rato. A pesar de la crueldad de nuestras exploraciones, yo me había preguntado si de algún modo serían conscientes de hallarse permanentemente mojados. Supongo que me convencí entonces de que no, y de ahí que empezara a cebarme en ellos cada vez que iniciábamos un juego. Creo que mi maltrato se alargó sólo una temporada, apenas hasta ese día exacto de principios de verano en que perdí pie y salí chorreando agua sucia de la balsa, con las mejillas ardiéndome ya para siempre, y un sol codicioso insolentándome en mitad de la tarde con sus destellos. © Gemma Pellicer
Gemma Pellicer (Barcelona, 1972) es licenciada en Filología Hispánica y Periodismo por la Universidad Autónoma de Barcelona. En la actualidad vive entre Barcelona y Berlín. Ha cultivado la crítica literaria en el diario Avui y en las revistas Turia, Quimera y Olivar (de la Plata, Argentina). Sus microrrelatos han aparecido en las publicaciones Narrativas, Paralelo 50 y en el diario El liberal, de Santiago del Estero (Argentina), así como en las revistas electrónicas Delirio, Kafka y Letras de Chile, y en las bitácoras Afinidades narrativas, Ficción mínima, Antón Castro, Máquina de coser palabras, Internacional Microcuentista y La nave de los locos. Recientemente ha visto recogidas algunas de sus piezas en Velas al viento. Los microrrelatos de La nave de los locos (Cuadernos del Vigía, Granada, 2010), en Mar de pirañas. Nuevas voces del microrrelato español (Menoscuarto, 2012) y en La música de las sirenas (Fondo Editorial Estado de México, 2014). Ha publicado, en colaboración con Fernando Valls, la antología Siglo XXI. Los nuevos nombres del cuento español actual (Menoscuarto, 2010). La Danza de las horas (Eclipsados, 2012) es su primer libro de microrrelatos.
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Relato
SU LUGAR EN E L MUN DO por Alberto Jodra Miguel Obando encuentra semejanzas entre el rumor del mar y el estrépito de voces que asciende desde las calles que rodean la pensión donde esta noche encuentra cobijo. Estamos en la antigua judería de la ciudad, al costado de la iglesia de Santa Magdalena, y aquí los edificios se amontonan unos sobre otros, disputándose el espacio desde hace siglos. Entre vivienda y vivienda, las callejas empedradas se retuercen como un curso de agua dividido en pequeños cauc es por distintos desniveles. La vida transcurre encajonada y en penumbra sobre un tapiz de musgo que no conoce la luz del sol, y los sonidos rebotan en las fachadas de ladrillo con un eco pertinaz e interminable. A pesar de los esfuerzos del Directorio Militar, estas calles estrechas y escurridizas acogen a muchos de los que no saben cambiar de vida. En este barrio, los desvelos del gobierno no quitan el sueño a nadie y los cabarets, prostíbulos y salones de juego conservan un público nutrido y perseve rante que no se esconde. Muchas de las voces que Miguel distingue contienen una elevada tasa de alcohol en sangre, y los juramentos y maldiciones que se dedican los transeúntes en este laberinto de sombras le llegan nítidos y cercanos, como si en realidad f uesen vociferados a los pies de su cama. Sin embargo, a pesar del ruido y del frío que se cuela por las «Sin embargo, a pesar del heridas del muro, llagas de la resistencia heroica cien años ruido y del frío que se cuela antes, Miguel ha conseguido dormir unas horas, no sabe por las heridas del muro, cuantas pero se ha despertado lúcido y empalmado. El papel llagas de la resistencia pintado en las paredes, superpuesto en varias capas sobre las heroica cien años antes, cicatrices de guerra, se abomba por la presión del aire gélido Miguel ha conseguido que pugna por entrar del exterior y produce un zumbido dormir unas horas, no sabe discontinuo que no distrae a Miguel de tocarse el miembro cuantas pero se ha duro mientras se recrea en recuperar las imágenes de placer despertado lúcido y que poblaban su sueño antes de despertar sobresaltado y empalmado.» húmedo. P ilar soltándose el cabello, la blusa desabotonada a medias, los labios entreabiertos acercándose a él, los ojos negros clava dos en los suyos y las manos des pojándole del abrigo, de la camisa y, después, resolviendo con habilidad el acertijo del cinturón enroscado a su cintura de hombre recobrado, el bulto creciendo en el nido de su pantalón y bombeando sangre y deseos hasta que ya no puede contenerse más y el semen cálido y pegajoso fluye a borbotones para dejar un rastro estéril en su vientre y en las sábanas amarillentas de esta pensión de pobres.
Como bien sabemos, lo que sigue a una masturbación urgente y desesperada es u na sensación de miseria y suciedad que crece y crece al tiempo que recuperamos el resuello y la consciencia. Miguel se olvida casi de inmediato del placer efímero y los ruidos de la calle, el frío que se filtra entre los sillares centenarios, las manchas de humedad que pueblan el techo y sobre todo los dedos pringosos de su mano izquierda cobran presencia y le recuerdan que está solo y a oscuras en una ciudad que desconoce. Las imágenes de P ilar, antes eróticas y atrevidas, cobran forma de nuevo con la seve ridad y la distancia habituales, empeoradas por la última crisis de pareja que concluyó entre gritos y maletas en la puerta. Cómo sucede después de cada pelea, Miguel olvidó pronto los gestos de furor y cansancio y se rindió en la distancia al recuerdo de su aroma entre las sábanas. De ahí a soñar con ella sólo faltaba dormirse, y de ahí a complacerse con sexo imaginado sólo necesitaba un minuto en soledad, así de simple es la biología del hombre. Se levanta de la cama cubriéndose del frío con una colcha a polillada y se lava las manos en la palangana de agua helada que la patrona dejó en el suelo junto a la ventana, «El cuarto de aseo del pasillo está obstruido», recitó la mujer con desgana, «si necesita hacer algo más que la varse, salga al
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corral de atrás», instrucciones que no todos los pensionados siguen al pie de la letra, ahora mismo se oye con nitidez el caudal de orines que alguien deja correr al otro lado del tabique que separa los cuartos, pronto la estancia se llenará de una peste ácida que ya impregna las tablas del suelo como una segunda piel. Hasta aquí me ha traído mi mala estrella, se compadece Miguel, arrepentido cada día más de sembrar en Pilar mentiras y falsas expectativas. Al otro lado de la ventana, empañado el cristal por el vaho de su respiración, Miguel contempla la arquitectura de la iglesia mientras limpia uno por uno sus dedos sucios de sexo en solitario, Qué raro encontrar un rastro de lujuria en estas circunstancias, se dice, olvidando que el deseo es y será siempre una vía fugaz de escape al alcance de la mano, valga la figura retórica especialmente en este caso, donde la intimidad alcanzada entre las manos y el miembro erecto bajo las sábanas ha permitido a Miguel olvidar por algunos instantes el peso de sus desdichas. Cuando se quita los calzoncillos y se baldea el brote mustio de la entrepierna con salpicaduras de agua helada, la luna insolente asoma por detrás del campanario y enmarca la escena con una imper tinencia que no sobresalta a Miguel, resignado al parecer al cariz ind igno que toma su vida. Desnudo y raquítico, el sexo marchito por el esfuerzo inútil, la piel surcada de cicatrices antiguas y la mirada hundida, Miguel lava sus calzoncillos frente a la ventana iluminada que representa hoy mismo su lugar en el mundo. © Alberto Jodra
Alberto Jodra. Nació en Zaragoza en 1971. Licenciado en Filosofía y Letras, trabaja desde hace varios años en proyectos de ayuda humanitaria y cooperación internacional como responsable de operaciones y logística. Ha publicado un libro de relatos titulado Doce sombras (2011). Con El aroma distintivo de la pólvora (Castalia, 2013) obtuvo el premio Tiflos de novela.
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Relato
CU RSO I NSTAN TÁNE O DE CRÍ TI CA EN CLAVE
por Miguel Baquero (…) Todo el mundo sabe ya que esto de la literatura funciona por «cuadras», o por «escuderías», si queremos ser más finos. La mayoría de las editoriales pertenecen a un grupo de comunicación, que a su vez tiene periódicos, emisoras de radio e incluso cadenas televisivas. Debido a estas «sinergias», la norma es que el libro que lanza una editorial salga reseñado, en lugar preferente, en el periódico de «la Casa», donde evidentemente se le calificará de prodigioso, insuperable, obra maestra y, lo que es más importante, de obligada compra si no quieres quedarte out. ¡Y ay del reseñista que se salga de la norma! Famoso fue el caso, hace no mucho, de un famoso crítico al que desalojaron de un suplemento por no haber ensalzado como correspondía un libro de una editorial hermana. Ante esta norma, los críticos —al fin y al cabo, seres humanos — no han tenido más remedio que plegarse. P oner las estrellas, o las sonrisas, o los 9 sobre 10 donde mandan los de arriba «por el bien del negocio y la estabilidad de la empresa». Repito que todo esto es humano, pero después de un largo y detallado examen de la crítica literaria en los suplementos culturales, creo haber llegado a la conclusión de que, sin embargo, y de un modo sutil —quizás inconsciente—, los críticos acaban revelando si un libro les ha gustado o no. Para ello —y a lo mejor sin querer— emplean una serie de claves que yo he creído haber descifrado y que aquí ofrezco en exclusiva. En una lectura rápida de la crítica del libro, resultaría que, por supuesto, éste es una joya. Imprescindible es el adjetivo más utilizado, pero si el crítico dice, por ejemplo, que «el autor refleja como nadie la complejidad de los tiempos que corren» quiere decir que a nadie ha leído antes que desba rrara tanto sobre insulseces modernas. Si escribe «friso de la sociedad contemporánea» alude a que hay allí montado un lío inextricable de personajes. Cuando opina que «esta obra abre múltiples interrogantes» la realidad es que el crítico no se ha ente rado de nada. De parecida forma, «contribuye al diálogo» significa que ni aunque estuvieran días discutiendo él y sus vecinos llegarían a desentrañar la novela.
«La frase “nos encontramos ante un autor de peso” habla por sí sola. A algún crítico he leído, a propósito de un autor, la afirmación de que “es, sin duda, un peso pesado de las Letras”.»
La frase «nos encontramos ante un autor de peso» habla por sí sola. A algún crítico he leído, a propósito de un autor, la afirmación de que «es, sin duda, un peso pesado de las Letras». Si el crítico alaba de un autor «la consistencia de su prosa», aquí consistencia debe entenderse por espesor, pesadez, fárrago. Y si encima le inscribe «en la línea de la tradición centroeuropea» está abiertamente declarando que es un señor tostón, que escribe sin puntos y apartes y encima con afán de trascendencia. Destacar de una novela «su transgresión de las normas» equivale a decir que está llena de errores sintácticos. Cuando un crítico ensalza de un libro «su cuidadoso ajuste entre fondo y forma» significa que, gracias a Dios, no tiene muchas páginas. De igual forma, si exclama que «uno está deseando llegar al final» no se tome por que está intrigado y expectante por ver lo que ocurre, sino que, en este caso, quiere decir precisamente eso: que cuándo acabará el dichoso librito.
Este texto pertenece al libro A esto llevan los excesos, publicado por ACVF Editorial en 2014 en formato digital: http://www.acvf.es/?p=1348#more-1348.
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«Mucho tiempo hacía que no sabíamos nada de este autor» es igual que si el crítico dijera: «No me fastidies que ha sacado otro libro y que me toca reseñarlo a mí». Otro día traeré más claves extraídas de la lectura de los suplementos culturales. Baste esto, de momento, como muestra y también como ejemplo de que, a pesar de todo, también los críticos literarios tienen sentimientos humanos y, si les pinchas, sangran. © Miguel Baquero
Miguel Baquero (Madrid, 1966) es autor de novelas y cuentos y está considerado un maestro de la narrativa de humor. Entre sus obras, los lectores y la crítica han destacado los Diez cuentos mal contados y Vida de Martín Pijo. Fino articulista de actualidad y crítico literario, es asimismo autor de numerosos ensayos breves. Ha sido redactor jefe de la revista digital Literaturas.com y sus textos se han publicado en numerosos medios. Desde 2008 hasta 2011 mantuvo dos de los blogs literarios más frescos del panorama literario español, A esto llevan los excesos y El mundo es oblongo, integrados en los dos volúmenes de Amigo bloguero, con el que ha vuelto a romper moldes.
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Relato
MI RÓN por Fernando García Maroto Desde luego que nadie tenía por qué decirle nada , comentarle los cambios, participarle las modificaciones, pedirle opinión sobre las obras, ayuda en las eternas mudanzas o las agridulces marchas, ni siquiera avisarle de las francas idas y venidas de embriagados e intempestivos personajes más que numerosos cada fin de semana, siempre a altas horas de la noche, que abandonaban tras una de las múltiples y variadas fiestas del propietario de turno el lujoso y exclusivo edificio de apartamentos que él, Ramón, en calidad de portero, llevaba adecentando y controlando, atento a los desperfectos y los fallos, por mínimos o molestos que fueran, desde que era poco más que un mero aprendiz, hacía ya de eso, tirando por lo alto, cerca de treinta años. Desde luego que nadie tenía por qué decirle nada: se había acostu mbrado al trato exquisito pero distante, condescendiente, que los antiguos inquilinos de aquel aristocrático lugar le solían dispensar; familias que con el tiempo fueron perdiendo la dignidad, la influencia, la posición, la suerte y el dinero, aunque no s iempre en este estricto orden, hasta que sólo unos pocos miembros ilustres por su capacidad de adaptación y supervivencia quedaron en el majestuoso edificio, resistiendo los embates del tiempo y su propia decadencia. Y el señor Márquez, descendiente afortunado y terminal de «Hombre ya cuarentón, pero uno de aquellos clanes que manejaron empresas y destinos todavía menor que el propio con la indiferencia y el descaro que proporcionan la impuRamón, el señor Márquez nidad y los contactos, era uno de ellos. Hombre ya cuarencontinuaba soltero y tón, pero todavía menor que el propio Ramón, el señor Márdespreocupado, malgastando quez continuaba soltero y despreocupado, malgastando lo lo que le quedara de herencia que le quedara de herencia y vida, que todo el mundo prey vida, que todo el mundo sumía en cantidad amplia, al menos la primera, en lujos y presumía en cantidad festejos. El señor Márquez vivía en un amplio piso, que amplia, al menos la primera, ocupaba toda la tercera planta, y jamás había tenido una en lujos y festejos.» mala palabra o un mal gesto para con el portero; aunque tampoco ningún detalle. Sin embargo, ojalá todos los futuros huéspedes del edificio fuesen como él. Y hasta alguno de los presentes, añadiría siempre Ramón, exagerando aún más las diferencias de estilo y clase que separaban a dicho señor del resto de propietarios. Por eso, sin quererlo pero tampoco pudiendo evitarlo, Ramón se sintió un poco dolido cuando al comienzo del verano, y como por otra parte venía siendo habitual, el señor Márquez partió de viaje, dejándolos a ambos un poco huérfanos, a él y al edificio; y en su lugar, sin previo aviso, y esto sí que fue lo peor, el ninguneo nacido del desinterés, una pareja amiga del dueño legítimo del piso apareció con las llaves de l apartamento, blandiéndolas como salvoconducto y justificación ante la sorprendida jeta del portero, quien sólo pudo excusar tímidamente sus preguntas indiscretas y su recelo profesional con la débil disculpa del desconocimiento del préstamo y los extraño s beneficiarios del mismo. —El señor Márquez no me dijo nada —informó Ramón algo resentido, con un último punto de descaro, tratando de dejar más o menos claro que ellos dos no eran como el señor del tercero, y que si bien el piso les había sido concedido amablemente y quizá sin condiciones durante aquellos casi tres meses, él no iba a dejar pasar nada, ni el más leve abuso o insubordinación a las normas no escritas de buena conducta ni cualquier quebrantamiento de las normas sí escritas del reglamento de la comunidad de vecinos. Él llevaría cuenta y cargo de todo lo sucedido, e informaría con pelos y señales al dueño del piso nada más regresar, a comienzos del otoño.
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—Sea bueno y ayúdenos a subir todo esto —pidió la mujer de la pareja, que parecía no haber oído nada de lo que Ramón dijera; aunque sí es probable que viera los ojos enfurecidos del portero, al igual que el hombre, que permaneció en silencio dejando hacer a su compañera, que añadió, para aplacar al portero y porque sabía que dotar de poder, f uerza y capacidad de decisión al que en realidad no las tiene es la manera más fácil, el camino más corto para contar con su aprobación espontá nea y su favor incondicional—. Seguro que usted conoce mejor que nadie el piso de nuestro amigo, no digamos el edificio y sus alrededores, y nos será de mucha ayuda, casi imprescindible, los días que pasaremos aquí. ¿No le parece? Desarmado por el subterfugio eficaz y la hipocresía sutil, congraciado de repente con aquellos dos perfectos extraños, que por el mero hecho de llamarse abiertamente amigos del señor Márquez tenían que tener algo bueno, algo que el señor vería y él no había sido capaz de ver en un primer momento de ceguera y cerrazón, Ramón agarró un par de maletas, las que le parecieron las más pesadas y aparatosas, no se equivocó su ojo experto, y encabezó la marcha hasta el ascensor, señalándoles con la cabeza la puerta de su propio domicilio, en el entresuelo, por si necesitaban cualquier cosa, agregó inocente y servil aquel portero de toda la vida. Poco se dijeron en aquel eterno trayecto de subida, lo suficiente y necesario para cambiar cada cual, el portero y la pareja, la opinión inicial y recíproca que se habían formado de las personalidades del otro. Ramón les informó de todo el tiempo que llevaba trabajando allí, en aquel sacrosanto edificio, de las gentes que había conocido y de sus vidas ejemplares; y ellos le contaron del día que conocie ron al señor Márquez y de las circunstancias en que lo hicieron. «Por las mañanas, como siempre había hecho durante un tiempo ya incalculable, el portero salía al jardín interior que ahora sólo era un recuerdo amargo de lo que había sido en el pasado.»
Y para terminar el breve relato y darle un final que hiciera comprensible su misteriosa aparición y explicara a priori todo el porvenir, el hombre concluyó tajante y vanidoso, dejando caer una afirmación que no era ni mucho menos gratuita ni le habían pedido: —Es que nosotros dos somos artistas, ¿sabe usted? Por si alguna vez le preguntan los vecinos.
Ramón les dejó instalarse a su gusto en el piso, se negó a entrar, rechazando la invitación que la pareja le hizo, condescendientes pero ya bien seguros, como si se hubieran apropiado en menos de un minuto de aquel espacio que el portero había visitado fugazmente en calidad de fontanero o car pintero, y que en su interior veneraba. Una pareja de artistas. Era un hombre cabal, el señor del ter cero: lo suficiente para tener su piso repleto del trabajo de todos aquellos que como la pareja se decían artistas, pero sin haber caído jamás en las garras de aquella vanidad pretenciosa y artera que animaba cualquiera de sus acciones y sus gestos, que terminaban invariablemente convertidos en poses huecas y muecas desconfiadas. Por las mañanas, como siempre había hecho durante un tiempo ya incalculable, el portero salía al jardín interior que ahora sólo era un recuerdo amargo de lo que había sido en el pasado; y demoraba un buen rato igualando el césped, recortando setos y limpiando de hojas secas aquel reducido espacio que nadie del edificio visitaba, pero que todos celebraban públicamente y se empeñaban en mantener a toda costa, siempre a expensas del buen hacer y la buena voluntad de Ramón. Entonces, una de esas mañanas de verano, le vio. Quizá ya había estado allí, apostado en el balcón con la puntualidad y el silencio de un vigía, días atrás, desde que llegaron al piso; pero el portero no había reparado hasta ese día en él. O había sido incapaz de notar aquella presencia quieta y expectante de estatua. El caso es que el hombre de la pareja se encontraba en el balcón del tercer piso, bebiendo una taza de café y fumando presumiblemente el primer cigarrillo de la mañana, o puede que el último de la noche. Lo que sí podía asegurar Ramón es que el hombre no había abandonado el piso desde el día de su llegada. La mujer, en cambio, se levantaba tarde, casi a la hora de la comida, podía oír su voz ronca desde la planta baja, y dejaba el piso a media tarde, desp idiéndose del portero de refilón, con desgana, para no aparecer hasta altas horas de la madrugada, cuando regresaba de algún lugar incierto, sospechoso, donde el tabaco y la bebida habían abundado, a juzgar por el tufo persistente y acre que dejaba en el vestíbulo y en el ascensor, al que Ramón entraba inmediatamente
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después de haberlo desocupado ella para inspeccionar rincones, husmear vómitos y descubrir cualquier resto vergonzoso que les incriminara de algún modo inútil y perverso, infantil. Pero jamás halló nada. Movido por un resorte insondable, por un instinto desconocido o el extraño malestar que se apodera de repente de aquel que comete malas acciones sin darse cuenta, el portero, temeroso de que el otro hombre pudiera haberle visto y echarle en cara cualquier desliz inoportuno, manchando su reputación, que Ramón tenía por inmaculada, corrió a agazaparse en un rincón del jardín que él sabía muerto, un lugar desde donde podría ver sin ser visto. Conocía aquel lugar por la destreza del hábito y la costumbre bien asimilada. El artista no estaba haciendo nada extraño, tan sólo bebía café y fumaba; aunque Ramón pudo percibir que el otro hombre, consciente o inconscientemente, también había tomado sus precauciones, esquinándose ligeramente para ocultar a medias su cuerpo indolente y consumido, tísico, de las miradas indiscretas o de aquellos que pudieran sancionar su espionaje estéril. Estaba claro, por la posición del hombre y la arquitectura del lugar, que el artista miraba la finca de al lado, más allá del seto común que separaba las dos propiedades. Eso Ramón no podía reprochárselo, ya que aquella mansión era el lugar donde él siempre había querido trabajar, había esperado en vano durante años una llamada que no llega, y pertenecía a una familia noble de verdad, de las de toda la vida y a las que el portero públicamente admiraba, respetaba y temía, con apellido longuísimo precedido de títulos y de la leyenda que acompaña y sostiene el privilegio de los mis mos. Aquélla sí que era una casa donde servir: varias veces lo había comentado con el portero de la mansión, y ambos estaban de acuerdo en las ventajas de trabajar para aquella gente portentosa y superior. En esos momentos, la envidia de Ramón crecía y se multiplicaba, derramándose en oleadas de sudor y rabia. Así que el portero decidió, porque no podía ser de otra manera, porque además era lo normal, que el artista miraba el enorme jardín con piscina y todo de la casa de al lado. Y a su dueña, la esposa del duque, del marqués, del conde, del barón o de lo que fuera; porque hasta el más pintado terminaba por confundir el linaje entre tanta hidalguía y alcurnia. La esposa era una mujer espectacular, el vecindario al completo y el mundo entero lo sa bía; y el verano, quizá harta de viajar el resto del año, lo pasaba en la ciudad, acudiendo y organizando fiestas y reuniones de amigos que eran luego la comidilla necesaria de la plebe, su alimento y su desquite.
«Así que el portero decidió, porque no podía ser de otra manera, porque además era lo normal, que el artista miraba el enorme jardín con piscina y todo de la casa de al lado.»
Ramón nunca participó de aquellos tristes comentarios. Sin embargo, lo que sí había hecho en más de una ocasión, arrepintiéndose luego en el acto pero volviendo a caer a sabiendas en la tentación como remedio más acertado para no sucumbir a ella, fue mirar a través de ese seto que él cuidaba y que servía de frontera tácita entre su jardín y el jardín de al lado, y ver cómo la esposa del duque, del marqués, del conde, del barón o de lo que demonios fuera, se bañaba en la piscina y tomaba el sol luciendo un cuerpo de infarto que paulatinamente iba adquiriendo refulgentes tonalidades tosta das hasta alca nzar el punto que su dueña consideraba más adecuado para la piel y los elogios since ros pero malintencionados de las supuestas amigas consortes. El portero envidió la altura del artista, porque desde el balcón del tercer piso aquello se vería mucho mejor. P or un momento llegó a dudar de la integridad de su estimado señor Márquez; y pensó si no se habría asomado en alguna ocasión, teniendo la oportunidad y gozando de la impunidad de su nombre, para observar a la mujer codiciada por muchos, y que sólo dos afortunados compartían, uno de ellos sin saberlo, según cuchicheaba todo el mundo. Cada día, fuese mañana, tarde o noche, que Ramón salía de vez en cuando al jardín pretextando para sí y su tranquilidad de conciencia un trabajo mínimo de poda o limpieza, m iraba hacia arriba e invariablemente allí encontraba, apostado y en silencio, la figura siniestra del artista, bebiendo café, cerveza, whisky o brandy, dependiendo de la hora elegida, y fumando indiscriminadamente un ciga rrillo tras otro. Siempre mirando; tal cual también miraba él. Y era evidente lo que miraba, a quién miraba. Tuvieron que ser muchas las horas que aquel hombre profundamente desconocido pasó mirando una y otra vez hacia la casa de enfrente, quizá sufriendo sin sentido, tal vez buscando inspira-
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ción, o puede que desbordando su fantasía, imaginando goloso épicas escenas imposibles, temiéndolas y deseándolas a un mismo tiempo, pergeñando desde la distancia cómo provocarlas de la ma nera más natural que tendría que ser obligatoriamente la más descabellada dadas las circunstancias y también el desinterés, para después salir victorioso, o tan sólo indemne, triunfar siempre en ellas y gozarlas. Y por lo tanto, por transitividad, también tuvieron que ser muchas las horas que el portero invirtió en la contemplación cuidadosa del otro. Si la mujer de enfrente salía a desayunar al jardín, estaba tomando el sol en busca del barniz ideal, se bañaba plácidamente ignorante de la vigilancia por partida doble, leía dejando pasar las horas en uno de los bancos de madera, o, ya por la noche, disponía con mimo las bandejas con todo tipo de bebidas y aperitivos para que los invitados del momento disfrutaran del evento organizado al milí metro, ahí arriba, en la penumbra o en la oscuridad, podía distinguirse, ha ciendo un esfuerzo de contención, de concentración y de visión, al artista de aquel verano. No dejaba pasar ninguna opor tunidad; Ramón tampoco. Fue entonces, ya pasado un mes completo, quizá más tiempo, que pudo oírse desde el mediodía la voz ronca de la pareja del artista. Rompió de repente su costumbre de levantarse a la hora de la comida, adelantando el despertador varias horas; o tal vez fueron el instinto y un insomnio repentino, esclarecedor los que no la dejaban dormir bien. De un modo u otro, el portero empezó a oír su voz, ronca, cínica, cargada de insultos y mala fe. La actitud tan extraña del hombre no había pasado desa percibida. Si Ramón fue testigo de ella, no pudo por menos que notarlo la mujer; aunque los hora rios de la pareja estuviesen totalmente descompensados y la sincronización de los instantes compartidos fuese tarea difícil, cuando no improbable. —Me río yo de tu obra de arte, de la gran obra, la definitiva —escupía la mujer con sarcasmo y ganas de pelea. Los comienzos de las disc usiones no eran muy variados; casi siempre empezaban así. Y luego seguía—: Nunca harás nada, y tú lo sabes. El gran artista y su gran obra. —Cállate, malnacida —arremetía el hombre, entrando al trapo, cegado por la ira, la parte de verdad y la impotencia c onsiguiente. Y contraatacaba al instante—: ¿Por qué no hablamos de lo que tú haces? ¿De eso que llamas arte, te atreves a llamar arte, y no es más que pornografía barata, diver sión lamentable para mirones e impotentes? Así podían transcurrir unas cuantas horas de la mañana: los adversarios y amantes lanzándose reproches mutuos madurados de años y de noches en vela, esgrimiendo argumentos supuestamente definitivos que herían a ambos, sin distinción, escarbando en heridas antiguas que mejorasen la represalia merecida, perfeccionando embustes e insultos a cada cual más mezquino y odiándose un poco más a cada palabra pronunciada; en definitiva, agrandando el abismo que les iba separando cada día más pero que ninguno se atrevía a salvar, abandonando al otro, dejándole huérfano de pareja, por un miedo que se cifraba en su incapacidad, la de los dos personajes, para empezar de nuevo y desde cero. Así que todo aquello, por más que el ruido de las peleas fuese ensordecedor y ciertas piezas del mobiliario del amigo hubiesen corrido peligro, terminaba en nada: ninguno de los dos se atrevía a dar el paso decisivo, el que les separaría para siempre, haciendo aún más insoportable el más que evidente fracaso de la existencia de cada cual. «¿Por qué no hablamos de lo que tú haces? ¿De eso que llamas arte, te atreves a llamar arte, y no es más que pornografía barata, diversión lamentable para mirones e impotentes?»
El portero asistía a aquellas riñas desde su nada improvisado escondite ya habitual, y veía al hombre entrar en el piso desde el balcón, abandonar por un momento su puesto placentero para enfangarse a muerte con la mujer en discusiones de borrachos y derrotados, pues no podía ser de otra manera: una muerte para el alma. Al principio de las escaramuzas, Ramón notaba cómo el hombre bajaba un poco el tono de voz, temeroso a pesar del acaloramiento de que la mujer del jardín pudiera oírle y asociarle después, si es que cabía la posibilidad de que le hubiese visto en algún momento, con aquellos comportamientos mediocres y chulescos, de arrabal; pero luego el temor cedía, empujado como no podía dejar de ser de otra forma por el orgullo y el resentimiento, que terminaban ganando sin prisioneros porque eran más y estaban mejor preparados para el combate cuerpo a cuerpo con
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aquella contrincante tan temible por todo lo que sabía de él, y por todo lo que era y había sido capaz de adivinar con sólo mirarle. Además de eso, Ramón también pensaba en el ensañamiento cruel a base de aquellas recíprocas palabras vertidas como ácido sobre cada miembro de la pareja: el arte abyecto y depravado de la mujer, y la creciente e irreversible incapacidad del hombre. Pensó, descartando rápidamente, y más rápidamente acertando, en qué podría consistir aquella diversión agridulce a la que se refería continuamente el hombre con la intención de menoscabar y tirar por tierra los esfuerzos continuados de la mujer; y entonces comprendió los horarios, las altas horas de la madrugada, el hastío en la cara y el cinismo canalla en la voz. Comprendió, y hasta aplaudió, dejando aparcadas las buenas costumbres de su edificio y la hipocresía universal. Y también pensó en el arte castrado del hombre; en por qué jamás había logra do adivinar su verdadera disciplina, ya fuese la pintura, la escritura, la escultura, la fotografía o cualquier otra; en la ausencia de pistas concluyentes, ya que al hombre no se le veía manchado, ni se le oía teclear nada, tampoco golpear piedra, y el p ortero jamás oyó el típico sonido que acompaña la apertura del diafragma de la cámara. Jamás pudo determinar qué hacía el hombre porque jamás vio al hombre hacer nada más que mirar hacia la finca de enfrente, en direc ción a aquella otra mujer que había desencadenado en la distancia idénticos conflictos a los que se decía generaba en su propia casa y las de sus sospechosas y suspicaces amistades. Y del mismo modo que había comprendido a la mujer del artista, o al «Sin embargo, en menos eso él quería creer, para darse nota y hacerse el importante, el ningún momento hombre de mundo ante sí mismo, Ramón compadeció al hombre, su durante aquellos debilidad y su fracaso: aquel hombre estaba acabado, se sentía incapaz meses de verano le de crear nada, y lo único que podía hacer era observar, mirar sin ser dio a Ramón por visto, ser un mero espectador, cebándose los ojos con manjares que ya pensar en sí mismo habían quedado fuera de su alcance porque los había desperdiciado o y lo que hacía.» porque nunca habían sido para él, eso ya poco importaba; tal cual hacían aquellos otros hombres invisibles de rostros ávidos y manos temblorosas a los que su mujer daba un cobijo ficticio y un placer artificial. Sin embargo, en ningún momento durante aquellos meses de verano le dio a Ramón por pensar en sí mismo y lo que hacía. También él se había conformado con mirar, absteniéndose de la par ticipación y de la posibilidad de triunfo, también de derrota, evitando de este modo el sufrimiento y la pena, en lo que consistía el único consuelo para un individuo libremente acorralado como él; y a pesar de esto, de rechazar obstinadamente el pensamiento, la certeza y la melancolía, el portero no pudo por menos que sentir, como una punzada indigesta, a lo largo de todo el verano, que aquellos dos seres imperfectos, manchados por la inmundicia de la madurez y de la existencia comprometida y corrupta, con sus riñas, discusiones, enfrentamientos, asperezas y cada vez más duras reconciliaciones, le condenaban irremisiblemente de algún modo indescifrable, le relegaban todavía más a un olvido mendicante del que ya era tarde para escapar o rebelarse. El artista miraba, y suplicaba en silencio y de lejos por algo, quizá una renovada y duradera inspiración. Pero para el portero ese tiempo de súplica y creación estaba perdido, malgastado. Los dos hombres eran mirones incurables, pero para uno de ellos el reenganche era una posibilidad, un retorno a lo acostumbrado; sin embargo para Ra món no quedaban esperanzas. Y aquellas dos mujeres, cada una a su modo, se dejaban mirar, también admirar, aparentemente sin reparar en la propia exposición pero eliminando el azar e n los detalles, disfrutando de esa actitud de musa severa que aparta a todos aquellos que no saben apreciar la oportunidad inusitada y el privilegio exclusivo. Los dos hombres estaban perdidos, pero al menos uno de ellos conservaría intacto tanto el recuerdo, si eso es posible, como su significado ambivalente: eso era lo que aquel latigazo recurrente, la punzada en el estómago, quizá más dentro aún, le decía a gritos, castigándole por su mezquindad. Debido a esta punzada, al latigazo inmisericorde de colono que sus entrañas sufrían cada noche, Ramón ayudó con energías insospechadas, todo amabilidad y buenos deseos, en el transporte de los bártulos de la pareja de artistas al final del verano. El regreso de su amigo, el señor Márquez, era inminente; y ellos debían abandonar el lujo y el confort de todos estos últimos días, y también las dudas y las incertidumbres.
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El portero llamó un taxi, le indicó al chófer las instrucciones de la pareja, la dirección al aeropuerto, y se despidió de ellos dos con un recio apretón de manos y un beso casto en la mejilla, que le ruborizó un poco, lo justo para saberse culpable de algo que jamás confesaría. Cuando el vehículo desa pareció de su vista, Ramón se sorprendió sin querer del alivio que como una corriente de aire fr esco recorrió todo su cuerpo. Días más tarde, sin avisar una vez más, regresó el legítimo dueño del piso. Ramón celebró en su interior aquella vuelta, por lo significaba, por lo que tenía de apuntalamiento y refuerzo de su propia existencia, o al menos en lo referente a la justificación de la misma que él generoso se obsequiaba. El coche donde venía el señor Márquez se detuvo delante de la puerta del edificio, y el portero fue corriendo solícito a abrirle la puerta, para después entregarle la devoción de u na reverencia de casi noventa grados y ayudar denodadamente con el equipaje del propietario. —Buenos días, Ramón —saludó indiferente el señor Márquez, pero con una alegría individual en el rostro por volver al hogar—. ¿Todo en orden por aquí? —Buenos días, señor —contestó el interpelado. Y añadió —: Todo en perfecto orden. Y da gusto volver a la normalidad. El otro hombre no prestó demasiada atención a las palabras del portero, que escondían profunda mente la confesión de toda su miseria y su indefensión ante el mundo extraño e incomprensible que acechaba fuera de aquella tranquilidad impuesta por el aislamiento y la ignorancia. Antes de cerrar la puerta de su casa, el señor Márquez entregó sin darle mucha importancia un billete al portero: la propina por sus servicios era exagerada, pero así eran las cosas entre los de arriba y los de abajo. No era necesario preguntar ni pedir explicaciones que seguramente no conducirían a nada. Ciertamente daba gusto volver a la normalidad. © Fernando García Maroto
Fernando García Maroto (Madrid, 1978) es licenciado en Ciencias Matemáticas por la Universidad Complutense de Madrid, y actualmente trabaja como profesor de enseñanza secundaria, actividad que lleva desempeñando desde el año 2004 y que compagina con la escritura. Ha publicado las novelas La geografía de los días (2010), La distancia entre dos puntos (2011; LcLibros, 2014), Los apartados (Editorial Eutelequia, 2012), esta última galardonada con el Premio Eutelequia de Novela, convocado en el año 2011 por dicha editorial, y Las tablas del naufragio (Editorial Foc, 2014). Bajo el título de La vida calcada (Editorial Paroxismo, 2013) aparece su primer libro recopilatorio de relatos, compuesto por siete cuentos, y cuya primera edición ve la luz en México y EE.UU. Otros de sus relatos han aparecido en diferentes revistas digitales de creación literaria, como Narrativas o Palabras Diversas, y en varios libros colectivos. Asimismo, forma parte de la plataforma literaria digital Escritores Complutenses 2.0 y colabora asiduamente con sus artículos para la revista cinematográfica Miradas de Cine.
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RE TORN O A MOLOKAI por Luis Miguel Rubio Domingo Jenny no percibió los cambios en el sonido de la casa porque no hacía mucho tiempo que vivía con la pareja. Sí notó, sin embargo, la súbita tristeza de Bernardo. Lo había estado observando: sus movimientos se habían ralentizado; los músculos de la cara apuntaban hacia el suelo y los hombros se ar queaban hacia el fregadero. Pasaba mucho tiempo en la cocina. «Estás triste», dijo un día a bocajarro. Bernardo no lo negó, pero no quiso hablar de ello. Nunca volvieron sobre el tema. Lo más estremecedor era para Bernardo el repentino silencio. Un silencio que no admitía preguntas. Los primeros días se aferraban a la esperanza del contraanálisis. Era más una forma de mantener la racionalidad que una verdadera esperanza. La segunda prueba confirmó el diagnóstico inicial. El cuerpo de José parecía tatuado con pequeñas marcas con forma de ameba (después se supo que era sífilis); a lgunas de ellas se convirtieron en llagas de color oscuro. De vez en cuando sufría un episodio de estornudos que los antihistamínicos no podían atajar y aunque no estuvieran asociados en modo alguno a la infección, su frecuente aparición era indicio de que algo iba mal. El silencio se había impuesto a los clips musicales y a los programas de radio. La quietud oprimía como un yugo la ira de José. Dejó de dormir de un tirón; pasaba la noche revolviéndose en la cama. Bernardo estaba pendiente de cada gesto de José, aunque era incapaz de ofrecer una alternativa mejor que el consuelo de sus brazos. «No quiero vivir», había dicho José en una ocasión mientras apoyaba los codos en su escritorio y dejaba escapar de sus ojos las lágrimas más grandes que Bernardo había visto nunca. Eran como la cera derretida de los gruesos cirios de un altar cayendo silenciosamente desde el pabilo y amontonándose con aspecto de alabastro en el soporte de la candela. Eran como las piedras que se desprenden de un acantilado arenoso y dejan su huella húmeda sobre la playa. Eran aguas demasiado profundas. El eco de «no quiero vivir» sonaba más fuerte que el de «no es una sentencia de muerte», una de las metáforas más socorridas en estos casos. El deseo de morir se convirtió en una sombra amenazante mucho después de que otras lágrimas brotaran delante del médico especia lista. «Veo que tienes apoyo», «El cuerpo de José parecía tatuado con pequeñas había dicho el médico en alusión a Bernardo. «Se lo tendremos que contar a Jenny», musitó José; pero Bernardo le convenció marcas con forma de para que ese asunto quedara en la intimidad de la pareja. Lo comameba (después se supo partirían solo con profesionales. «No quiero vivir» era la frase que que era sífilis); algunas Bernardo no esperaba escuchar nunca. La evitación máxima. de ellas se convirtieron en Cuando se ausentaba de la vivienda para ir a trabajar, anticipaba llagas de color oscuro.» toda clase de escenarios posibles y el más común era el suicidio.
Jenny pasó junto al padre Ignacio y le hizo una reverencia. Aunque tenía la cabeza embotada con el asunto de César, su más reciente amante, hacía todo lo posible para que sus problemas no perjudicaran el evento. En el hotel de La Cala era la responsable de que los salones estuvieran a punto para el ciclo de conferencias 50 años de Molokai, una conmemoración del rodaje del biopic franquista sobre la figura del padre Josef de Veuster, o padre Damián, como era más conocido entre sus devotos. La película se rodó sobre el palmeral en el que muy pocos años después un general de las OAS, Monsieur Compaire, edificó el establecimiento hotelero en el que trabajaba Jenny y por el que habían pasado los personajes más populares de esa época. Monsieur Compaire había atraído hacia los palmerales de La Cala a una peculiar clientela francesa de clase media, compatible con todo tipo de cómicos y falsos aristócratas de los que abundaban en las revistas femeninas de finales de los sesenta. En el despacho de don Pedro, el director del hotel, había una fotografía de Catherine Deneuve firmando el libro de visitas junto a un señor muy parecido a Buñuel. Cuando el fundador envejeció, se instaló definitiva mente en el hotel y se volvió déspota; don Pedro se dedicó a quitar los envoltorios de las chocolatinas
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que tomaba Monsieur Compaire a diario. Lo hizo casi hasta la víspera de su inesperada muerte. No retiraba el envoltorio del todo. Dejaba un trocito de papel de aluminio en la base del dulce para que el fundador no se ensuciara. A menudo, el anciano contemplaba la operación con un hilillo de baba ca yéndole desde la comisura de sus labios, con la boca abierta y desdentada. Si no terminaba de chupar toda la chocolatina, el director guardaba el sobrante para el día siguiente. Don Pedro tenía la satisfacción de haber erigido todavía en vida de su jefe, a modo de homenaje, un busto de bronce que, sin embargo, había durado en su pedestal menos de una semana. La imagen apareció decapitada en el jardín sin que las cámaras de seguridad, debido a una supuesta avería, hubieran captado el momento del acto vandálico. La cabeza había desaparecido. Fue encontrada por la Policía Local meses después en los acantilados de Sierra Helada, los mismos que habían servido de decorados en las escenas en que una goleta llega a Molokai. Monsieur Compaire se consideraba un pensador relevante. Coleccionaba recortes de la revista ¡Hola!; los pegaba en un álbum de fotografías en láminas sueltas y los recogía con unas anillas. Había fotografías de toreros, de actrices de teatro y de niñas prodigio recitando versos de Gabriel y Galán en aquellas veladas veraniegas en las que el mismísimo Pemán se acercaba al establecimiento para hacer las veces de jurado. «Esta es María José Goyanes», decía con orgullo ante la fotografía de una niña de corta edad, delante de un micrófono, con los brazos abiertos. Con aquellos recortes y algunos artículos de firma ajena, Monsieur Compaire había editado un libro de tapas brillantes que regalaba a sus mejores clientes: Miscelánea benidormense. Sus hijos habían estudiado en la Alianza Francesa de Alicante y dos de ellos se habían repatriado a la Costa Azul, donde ocupaban cargos de relevancia política en el gobierno regional, en un part ido de centro-derecha. El hijo mayor se había dedicado con más ambición que éxito a la promoción urba nística. Al igual que su padre, sentía predilección por los personajes habituales de cierta prensa, de los «La remembranza de la que se servía para promocionar sus urbanizaciones (vedettes y parroquia de San extenistas), pero a diferencia de aquel, había pasado una larga Nazario, evocada desde temporada en la cárcel acusado de estafa. Monsieur Compaire, sin los edificios laterales, embargo, amaba el país que le había librado de cumplir cadena ofrecía el momento en perpetua en su propia metrópoli, porque, aunque le había despojado que se estaba de sus útiles de guerra, le había permitido crear una familia y produciendo el cambio mantenerla unida. Su último deseo, ser enterrado en Cannes, fue un de orientación en los quebradero de cabeza para don Pedro. El director se encargó de flujos de personas del todos los preparativos para organizar la comitiva fúnebre hasta la barrio.» ciudad francesa ¡El general de Argelia volvía al Hexágono! Por su parte, el padre Ignacio, uno de los principales ponentes del ciclo de conferencias, recordaba con cariño el rodaje, tan importante para el descubrimiento de su propia fe. Ya con los treinta cumplidos, decidió seguir los pasos del padre Damián de Molokai y dejar de ser un «soltero de oro», eufemismo con el que se nombraba a los célibes de los que no se tenía certeza de sus preferencias sexuales. Igna cio seguía los pasos de Josef de Veuster primero en la ficción, con un pequeño papel, y más tarde, en una ficción retrospectivamente todavía mayor, en el lazareto medieval de la calle Sagunto, en Valencia. La remembranza de la parroquia de San Nazario, evocada desde los ed ificios laterales, ofrecía el momento en que se estaba produciendo el cambio de orientación en los flujos de personas del barrio. La dirección dominante de los transeúntes es siempre más importante que la fisonomía de los edificios de una calle. Junto al solar en que se había convertido la envasadora del Doctor Trigo, donde una vez hubo un chalet y un observatorio astronómico, aparecía la fábrica alargada e irregular de una iglesia de planta única. En su fachada había un pequeño arco de medio punto en el q ue una frágil pintura al caliente se iba oscureciendo merced al humo de los coches, haciendo irreconocible la imagen del santo. El tejadillo conservaba una diminuta espadaña de la que había desaparecido la campana. Durante siglos, la gente había circulado por la Vía Augusta en dirección Norte-Sur, o viceversa. La columna romana donde fue atado San Vicente, en el siglo III, lo atestiguaba; estaba incrustada en uno de los laterales de la iglesia de Santa Mónica, cerca del Turia. Había sido trasladada apenas diecisiete metros de su ubicación original. San Vicente había sido conducido en carro desde Zaragoza para ser juzgado en Valencia. No solo los reos, también los enfermos habían transitado desde Santa Mónica en dirección a la leprosería de San
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Nazario, en dirección Sur-Norte, siglos más tarde. Del antiguo lazareto había quedado en pie un gran ventanal cerrado con barrotes de hierro por el que, de acuerdo con el padre Ignacio, a la sazón párroco del templo, pasaba la comida que se arrojaba a los enfermos de lepra desde el año 1254. Lo explicaba a los niños, con cierta rudeza, durante las catequesis que precedían a los actos de la confirmación bautismal. Los niños de entonces tenían su propia versión de las deformidades humanas. En el barrio había niños que habían nacido sin las extremidades superiores por efecto de la talidomida; otros habían padecido poliomielitis, aunque era una enfermedad cada vez más rara. También había niños con discapacidades psíquicas. Entonces se les llamaba subnormales, pero solo los casos de síndrome de Down menos notorios eran visibles, porque aunque no iban al colegio, se les permitía que jugaran con otros niños si era en presencia de sus hermanos mayores. En los años en los que la circulación Este-Oeste era todavía muy escasa y la gente iba a Marchalenes solo para comprar aceite en el molino, algunas dependencias de la antigua y ruinosa ermita se destinaban a actividades sociales. Un ejemplo eran las reuniones de los Scouts. Entonces, las familias eran muy grandes y a pesar del horror que la diversidad producía, los jóvenes tenían inquietudes y se rebelaban. Entre los monitores scouts se formaban parejas que disfrutaban de los campamentos mientras inculcaban a los niños el amor a la naturaleza y el afán de superación, la resiste ncia de Baden-Powell en la guerra contra los Boers. Los jóvenes adultos practicaban una casta sexualidad, llena de culpa, mientras los padres de los niños scouts trataban de integrar en sus vidas las nuevas libertades. Las mujeres empezaban a trabajar, la s adolescentes se que daban embarazadas, pero abortaban en Londres, y los maridos que perdían los empleos se marchaban de casa o se volvían alcohólicos. Algunos se entregaban a la heroína. Luego, se popularizó la pornografía, que decoraba como un collage carnal los kioscos de prensa. Los niños leían las revistas de sus padres, llenas de imágenes para adultos. Desde San Nazario corrían rumores de pederastia, pero esas habladurías no fueron las causantes de la disolución de las actividades del centro scout. La gente empezó a creer en otras cosas y no había tiempo para pensar en abusos. El Padre Ignacio volvió pronto a su pueblo, en pleno desarrollo, y Bernardo, que había sido un joven lobato en aquella agrupación scout, no se encontró con él hasta 1990, mientras oficiaba misa en Benidorm.
La pederastia no era un tema del que se pudiera hablar abiertamente «Los jóvenes adultos con un adulto, aunque los estudiantes del cercano colegio salesiano practicaban una casta señalaban en sus bromas a algunos religiosos. Bernardo tuvo su sexualidad, llena de primera experiencia homosexual con un seglar que estudiaba Psiculpa, mientras los cología a distancia, don Perfecto, que lo había visto convertirse en padres de los niños un adolescente conspicuo a través de la ventana de su dormitorio, scouts trataban de desde el primer piso del edificio donde tenía su residencia privada. integrar en sus vidas Bernardo caminaba los días de colegio en dirección Sur-Norte, las nuevas libertades.» como todos los niños, escorado por el peso de la cartera, y en dirección Norte-Sur para regresar a casa. No fue más que un beso en los labios y un tocamiento a través de la franela del pantalón, excitado por las revistas de antropología que el religioso tenía en su casa y en la que aparecían desnudos los nativos de tribus africanas. La desnudez de los nativos era el único modo de erotismo explícito anterior a los tiempos del destape. Don Perfecto decidió marcharse a unas misiones argentinas después de recibir una llamada amenazante de Bernardo. Buscó el número de teléfono del religioso en la guía. Decía estar dispuesto a señalarlo públicamente. A contárselo a sus padres. Un par de años después, Bernardo comenzó a acostarse con hombres y no volvió a pensar en ese episodio. En su breve amistad con el religioso, Bernardo había realizado un viaje a Alicante, junto al propio Perfecto, un taxista y un supuesto sobrino de este. Los cuatro pasaron junto a Cap 30 00, la discoteca en forma de platillo volante que aparecía como un decorado de Las Vegas junto a la carre tera nacional 332. Muy cerca de allí encontró Bernardo al Padre Ignacio, veinte años después, celebrando misa en una iglesia de aspecto futurista, con una torre de cemento y apartamentos para monjas con vistas al mar. No esperaba encontrar en el recinto a nadie conocido. Hasta entonces, todo había ido mal. Reza ba para que las cosas empezaran a cambiar. Para encontrar trabajo. Suele sucederles a los agnósticos que han recibido educación religiosa. Entran en una iglesia y rezan. Las oraciones no se olvidan nunca. El padre Ignacio le saludó desde el altar. Quizás saludara a todos los rostros conocidos. Rutinariamente. No era garantía de reconocimiento, pero Bernardo lo tomó por un buen presagio y al día siguiente encontró un puesto de camarero en un bar de copas que no cerraba en temporada baja.
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Ni siquiera en el cincuenta aniversario del rodaje de Molokai, la isla maldita , Bernardo intercambió una sola palabra con el padre Ignacio. No era el momento. Había acudido por invitación de Jenny. Se servía un «una copa de vino español» después de cada conferencia. Razón suficiente para asistir. En el palmeral donde se habían rodado muchas de las escenas para dar verosimilitud al entorno natural de la isla de los leprosos, se producía ahora el milagro de un reencuentro sin palabras. El ayuntamiento, en colaboración con otras instituciones y la congregación de los Sagrados Corazones, había organizado el ciclo de conferencias y proyecciones para conmemorar la efeméride a bombo y platillo. Estaba lleno de jubilados. Bernardo supo, entonces, que el padre Ignacio había sido uno de los actores secundarios más importantes de aquel film, aunque su nombre no figuraba en los créditos iniciales junto al de Javier Escrivá. Tampoco lo estaba el de una jovencísima Lola Gaos. A Bernardo le pareció que el aspecto del padre Ignacio había cambiado muchísimo. Le costó reconocerlo en la película de Luis Lucía. Era uno de los nativos. Un joven apuesto, con rasgos orientales y la tez muy morena, que pasaba de vez en cuando por entre las palmeras con el torso desnudo. Bernardo comentó con Jenny, entre risas, que Quique Camoiras, en el papel de joven retrasado, era el paradigma de actor encasillado de por vida. Jenny no estaba para bromas y no se quedó mucho rato. Salió por la puerta principal del hotel y pasó junto a un andamio. Vio un elemento suelto: un tubo de unos treinta centímetros de largo y bastante grueso, de hierro pintado de azul. Una junta, probablemente, de las que se emplean para ensamblar estructuras. Se agachó, la recogió y la metió en el bolso. La víspera había tratado de convencer a un antiguo novio de que le diera una paliza a César, pero el improbable sicario lo había rechazado con la excusa de que estaba en libertad condicional y no podía jugársela. Había que encontrar otro modo de darle una lección a ese cerdo.
«La víspera había tratado de convencer a un antiguo novio de que le diera una paliza a César, pero el improbable sicario lo había rechazado con la excusa de que estaba en libertad condicional y no podía jugársela.»
A esa hora en que los estorninos vuelven a los árboles, agrupados en enormes bolsas negras, pensó que algunas imágenes se recuerdan siempre a cámara lenta, como si las hubiéramos hecho pasar muchas veces. Sucede en esos momentos en que clavamos los ojos en la pared y las dejamos escapar como un proyectil. No es que estemos abstraídos, más bien al contrario, estamos concentrados buscando deta lles, planteando hipótesis, buscando las piezas del puzle para que todo encaje, para conseguir que todo encaje.
Luego le pareció que las imágenes podrían llegar a detenerse y se miró en el cristal de la ventana de su habitación, en el piso que compartía con Bernardo y el marido de este. A Bernardo lo había conocido en el noventa y tantos, mucho antes de que se enamorara de José y llevara a cabo aquella farsa de ma trimonio-adopción o de adopción matrimonial, dada la diferencia de edad entre los cónyuges. Jenny repasaba, con la mirada perdida, ese momento en que se había encontrado sola en casa de César, buscando en los armarios algún indicio de infidelidad, ya no porque César le importara, sino más bien porque sospechaba que ella no le importaba nada a él. Era un sentimiento hiriente: una llamarada que devoraba su vanidad. Quizás un sentimiento exclusivamente femenino, presentía. Una especie de posesividad que no pretendía en absoluto conquistar un trofeo, ni defender una bandera. Era como una negación continua del cortejo y una necesidad perentoria de oponerse a él, de extinguirlo, de reducirlo, de superarlo. César, un pequeño traficante que conducía ambulancias en el hospital comarcal, no se estaba comportando como un amante interesado en la compañía de Jenny, ni como un oportunista sexual que merodeara buscando las debilidades de su presa. Sencillamente la ignoraba y aceptaba sin rebelarse las incongruencias de una chica presumida con la que solo compartía momentos eróticos. No pretendía más. Jenny, por su parte, no se permitía ninguna muestra de afecto delante de los miembros de su pequeña sociedad, en la que no se admitían rivalidades entre las mujeres. Le hablaba en público como si fuera
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uno más, sin privilegios, sin familiaridades, con brusquedad. Lo suyo era lo que era. Se iban juntos y follaban. Ese era el trato. Se entregaban a juegos eróticos sin ninguna reserva, sin barreras, sin impor tarle que pudiera menospreciarla por sus osadías. En el cristal de su ventana veía, sin embargo, a una mujer abatida. Fulminada. Veía al culpable en las sombras de la pared de su habitación y recordaba el momento en que revolvía en sus cajones buscando pruebas que confirmaran que no la respetaba, que sentía mucho menos por ella de lo que ella sentía por él. Ese no era el trato. Encontró preservativos, pastillas para el control de la erección y un sobre del hospital que contenía un informe médico. Las frases de la jerga médica parecen escritas para no comprenderse nunca, para que pase n desapercibidas, como el insulto que un jefe profiere en el puesto de trabajo, cuando se pone nervioso y pierde las formas, o esa primera vez que le oímos a un amigo que suponíamos fiel un comentario denigrante sobre nuestra persona cuando creía que no podíamos oírle. Algunas siglas, de tan leídas o escuchadas pueden llegar a ser tan ininteligibles como una lengua de signos cuya iconicidad nos resulta familiar, pero opaca. En aquel informe médico estaba escrito que César presentaba buena adhesión al trata miento y que la carga viral era indetectable. Los preservativos que había junto a los medicamentos no eran para Jenny. Ellos no utilizaban. En ese momento, Jenny deseó haber sido cualquiera de las putas a las que iban destinados. El aire de la habitación se volvió pesado. Estaba muy sola. César «Jenny preparó la había consentido, en un gesto de confianza, que Jenny se quedara grabadora, una un rato más en su cama, mientras él partía con prisas, requerido por pequeña cámara las urgencias del hospital. Jenny salió del apartamento de César en compacta capaz de silencio, arrastrando los pies. Maldecía la mala costumbre de no reproducir con un buen tomar precauciones con tipejos así. Ahora tenía, al menos, la barra sonido. La puso encima del andamio en el bolso. Llamaría a César, como si nada hubiera de la mesita de noche, ocurrido, se quedaría a dormir con él, pondría cualquier excusa para pegada a la pared.» no hacer el amor y al día siguiente, si se quedaba a solas, la utilizaría para destrozarle el apartamento; le rompería los cristales, los muebles; escribiría en las paredes «sidoso de mierda » o cualquier otra ofensa. Esperó a llegar a casa para romper a llorar. Eran lágrimas de rabia. La necesidad de devolver el golpe era más fuerte que la congoja. Decidió hacerlo ella misma. Jenny preparó la grabadora, una pequeña cámara compacta capaz de reproducir con un buen sonido. La puso encima de la mesita de noche, pegada a la pared. Se quitó las zapatillas que usaba para estar por casa y se calzó unas botas camperas. Llevaba el pelo suelto, cepillado, con mechas californianas; le caía ordenadamente sobre un suéter verde que se ajustaba al talle. Se había puesto unos jeans raídos. Llamó al móvil de César y se citó con él. «Es urgente», le dijo. «Tengo que verte en mi casa ahora mismo». Jenny sabía que César no pondría excusas. Le pidió a Bernardo que abriera la puerta cuando oyera el timbre. José permanecía sentado, junto a su escritorio. «Siempre nos está metiendo en líos», dijo en voz baja. Llamaron al timbre. Bernardo se dispuso a presenciar una discusión y también se calzó botas. Se preparaba para mediar. O para dar pisotones. Puso cara de sorpresa al encontrarse con César en el umbral. Le pareció que una cara de pocos amigos era poco útil, dadas las circunstancias. Solo serviría para anticipar innecesariamente que había sido llamado para ser ejecutado públicamente. Le indicó con el brazo cómo llegar a la habitación de Jenny, al final del pasillo. Cuando tuvo los dientes de César delante, Jenny le miró a los ojos y dio dos pasos al frente. Tenía la palma de la mano abierta. La proyectó contra la mejilla de César. Dio sonoramente en el blanco. —Eres un hijo de puta —gritó. César hizo toda clase de conjeturas sobre la causa de aquella bofetada. Acostumbrado a saber a quién debía y quién estaba en deuda con él, quiso monetizar la agresión, cuantificar el daño que había podido infligir a esa mujer enfurecida que tenía frente a sí.
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—¿Qué te pasa? ¿Qué ha sucedido? —acertó a preguntar. —Eres una maricona y un cerdo —dijo descargando la mano contraria sobre la parte de la cara de César todavía fría—. Nadie me había tratado así —sentenció Jenny añadiendo otro insulto. —Pero ¿por qué? —protestó César—. ¿Qué te he hecho yo? —Tienes el sida, cabrón, y nunca me has pedido que me protegiera. César la miró con la ternura de una madre hacia el bebé que trata de usar la cuchara por primera vez y no acierta a llevarse la papilla a la boca. Se tomó su tiempo en contestar. Infirió que alguien le había informado maliciosamente y repasó en su memoria la lista de personas que sabían que era seropositivo. Podría ser uno de sus acreedores. Una venganza por una deuda de droga. Quizás una amante despechada o alguna prostituta que quisiera perjudicarle o a quien hubiera negado una última raya de coca después de un encuentro. También podía tratarse de algún amigo envidioso de su relación con Jenny, tratando de poner un punto y final a sus encuentr os. Puso voz de piel de melocotón: —Querida Jenny, no sé quién puede ir contando esas mentiras, pero te juro que está obrando solo para perjudicarme. No hagas caso a las habladurías. —Eres un embustero y una carroña. Nadie me ha contado nada. Tengo el informe del hospital. Lo he cogido de tu armario. ¿Cómo tienes el valor de negarlo? —dijo Jenny antes de abalanzarse de nuevo sobre César, que no estaba dispuesto a encajar ningún otro golpe y esquivaba todas las acometidas mientras se daba cuenta de que debía cambiar de estrategia. —Te lo puedo explicar. No corres ningún peligro. Tomo la medicación. «César la miró con la ternura de una madre hacia el bebé que trata de usar la cuchara por primera vez y no acierta a llevarse la papilla a la boca.»
Su voz era sincera e implorante, pero Jenny no estaba dispuesta a darle ninguna credibilidad. —Que sepas que te has librado de una paliza porque todos los tíos que conozco se han rajado, pero esto no va a quedar así. —Dame el informe —suplicó con un eco de dignidad. —El informe está en un lugar seguro, para que yo lo utilice como más me convenga. Márchate de aquí inmediatamente.
—No me iré sin lo que es mío. Jenny, por favor. Dame el documento. —Márchate y no vuelvas —Jenny, te lo suplico. —Pues si no te vas tú me iré yo —dijo Jenny saliendo al pasillo y encontrándose con Bernardo y José que estaban a punto de entrar en la habitación para impedir la pelea. —Bernardo, dile a César que salga de mi casa. No fue necesario. César se sintió intimidado, avergonzado y humillado. No fue capaz de seguir argumentando en su defensa. No era capaz de razonar por qué no era el único culpable de aquella situa ción. Salió por la puerta y Jenny la cerró con un violento golpe. Luego, se dio la vuelta y mirando a Bernardo levantó los brazos y cerró los puños. —¡Uf! Lo necesitaba. José se sintió mal. Bajó los ojos y volvió a su escritorio, taciturno. —Creo que sí que la tiene —dijo José, refiriéndose a la infección, cuando se quedó a solas con Bernardo. Sus manos se encontraron debajo de las sábanas. Quedaron entrelazadas unos minutos. Se arroparon. Dieron varias vueltas tratando de encontrar un punto en el que las piernas estuvieran lo más cerca posible. Después Bernardo se levantó. Buscó en un cajón un frasco y lo abrió. Tomó la pastilla con sus dedos —el cóctel antiviral— y se la puso a José en la palma de la mano, en un gesto ya ritualizado, siempre a la misma hora. Después fue a buscar un vaso de agua y José la bebió a pequeños sorbos. Hicieron el amor en silencio.
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La aceptación había sido un proceso largo. En una ocasión, Bernardo se sintió muy agobiado y tuvo que salir del despacho a dar un paseo. Sentía una opresión en el pecho. El corazón se aceleró. Le costaba respirar y un sudor frío le empapó las axilas. Desde ese episodio, alguna vez se había sentido muy pequeño, desvalido. Ocurría de improviso. Podía suceder mientras se encontraba sentado alrededor de una mesa, con amigos o en mitad de una acalorada discusión entre dos personas desconocidas. Bernardo tenía miedo. Respiraba el miedo. A veces, esa sensación remitía cuando rezaba las oraciones que aprendió en la infancia, en sucesivas catequesis. Quizás por ese motivo, una mañana que caminaba, por hacer algo de ejercicio, por el paseo marítimo, se encontró con el padre Ignacio y se detuvo, después de tantos años, a conversar con él como dos adultos. Sabía que el sacerdote era amigo de dete nerse a hablar con la gente porque lo había visto a menudo rodeado de fieles, en medio de la calle. El padre Ignacio le miraba como si le conociese de toda la vida. —Buenos días, padre. ¿Cómo está? —Bien, hijo. ¿Estás de vacaciones? —contestó con una sonrisa, mientras cerraba la mano ent orno al bíceps derecho de Bernardo. —No, padre, vivo aquí. De hecho usted y yo nos conocemos desde hace mucho tiempo. ¿No me recuerda? Usted me confirmó en la parroquia de San Nazario, hace ya muchos años. Al padre Ignacio le pasó por la cara la sombra de una gaviota y su tez se petrificó un instante. Las pupilas se agrandaron luego, y las órbitas oculares se ensancharon. Las aletas de la nariz temblaron, como si hubiera sufrido una descarga eléctrica. Movió la cabeza hasta ponerla de perfil, sin modificar la posición del cuerpo. Alzó las cejas y movió la boca, pero no articuló palabra. Una sensación de parálisis se apoderó de los pensamientos de Bernardo. «Usted me confirmó» y «usted era el párroco de San Nazario» semejaban las dos cintas que movían los rodamientos de un tanque que amenazaba con llevarse por delante la mañana. El padre Ignacio dejó caer la mano con la que asía el brazo de Ber nardo y levantando los hombros ligeramente, se dio la vuelta y cruzó el paseo marítimo. Luego puso los brazos sobre la barandilla y miró hacia el horizonte. La isla de Benidorm se le antojó en ese momento su propia Isla Maldita. Bernardo siguió su paseo, haciéndose muchas preguntas, pero la única vez que volvió la vista atrás se encontró con los ojos del padre Ignacio en la distancia, buscando en los suyos una mirada de perdón. © Luis Miguel Rubio Domingo
Luis Miguel Rubio Domingo. Valencia, 1961. Ha publicado el sextinario Constructos y constric ciones en ediciones Cardeñoso, (septiembre 2013). Es ganador del II concurso de relatos Plazuela de los Carros (2013). Coordina los talleres de escritura creativa del Liceo Poético de Benidorm, ciudad en la que reside desde 1990.
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Relato
PALABRA DE PU TA por Carlos Aymí ¡Háganme rico! 26/11/13 Ya sabéis que lo de callada como una puta no va conmigo, y no porque no lo sea, sino porque lo de callarme me lo salto. Este blog que escribo desde hace cinco años existe gracias a mis clientes, a los que pido permiso para escribir sobre sus historias sin revelar sus nombres. Y vosotros, mis fieles lectores y mis aún más fieles lectoras, tendréis en esta entrada la oportunidad de conocer a uno de los más interesantes de toda mi carrera. Me llamó y acordamos el encuentro en el apartamento. Su voz, por teléfono, sonaba más segura que la de la mayoría, pero por lo demás no me pareció nada especial. Fue correcto, al grano, es decir, al precio y a asegurarse de que yo era la de la foto, y me pidió amablemente que le recibiera desnuda pero con tacones de aguja. No hubo nada que objetarle. Al verle me llevé una alegría, vestía ropa elegante, era bastante atractivo y olía bien. Cierto que algo bajito, pero atlético sin llegar a la hipertrofía, estaba rasurado de arriba abajo como a mí me gusta, y los rasgos de su rostro eran duros, pero sus palabras y gestos suaves. Follamos sin excentricidades y hasta logró que me corriera. De inmediato, los dos nos pusimos a fumar sobre la cama y no pude contenerme más. Sentía con fuerza que el tipo tenía una historia que contar y que me cautivaría. Le pedí que me hablara de él, tras contarle lo de mi blog, lo del respeto por la identidad, y en definitiva el rollo de siempre que ya sabéis. Accedió rápido, y demostró que sabía perfectamente lo que quería contarme. Por supuesto, yo le dejé hacerlo sin interrumpirle más que una vez, casi al principio. —Soy uno de los creativos publicitarios más conocidos de este país —comenzó tras una larga ca lada—, y me importa un rábano si quieres meter ese detalle o cualquier otro que te diga, hasta puedes inventarte lo que te apetezca. Fue entonces cuando le corté brevemente para hacerme la ofendida. Tras mi pequeña actuación, desencadenada al poner él en duda mis principios, continuó.
«Me llamó y acordamos el encuentro en el apartamento. Su voz, por teléfono, sonaba más segura que la de la mayoría, pero por lo demás no me pareció nada especial.»
—Para septiembre del 2006 acabé la carrera de periodismo después de siete años. Desde el principio me decepcionó y solo una constante dejadez en la deriva me llevó hasta una orilla vacía, pero con título. Sé que soy una per sona brillante, pero para brillar necesito entusiasmo. En la universidad no lo encontré pero sin él también sé vivir, y ni siquiera considero que tirara a la basura esos siete años, pues al margen de otros logros, el hastío formativo también puede llegar a ser fuente de creación, y para mí lo fue. «Quiero recordarte, no sé cuánto tiempo llevas en este ofic io y si aquí también se nota la ruina, que en la época en la que terminé la universidad, entramos oficialmente en la crisis económica y social que vivimos. Pero del mismo modo es cierto, que mientras nos dábamos cuenta de hasta dónde nos llegaba el fango en el que aún hoy nos revolcamos, yo me forjé mi carrera de publicitario temerario, a contracorriente, polémico, creándome mi propia marca». «A primeros de 2007 trabajaba de becario en un periódico de los muchos que proliferaron en la época de bonanza, bajo la desilusión de empezar a cobrar más tarde que pronto una miseria, pero atado a la necesidad de tener que pagar el préstamo de estudios con el que me había puesto yo mismo una soga. En definitiva, se puede decir que era una calamidad licenciada, una cala midad licenciada tirando a pobre que no podía exprimir los recursos inexistentes de mi madre, viuda, y una
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calamidad licenciada tirando a pobre que bla bla bla, pero que tenía ideas. O al menos, una por la que apostar en ese momento». No le interrumpí y ni siquiera resoplé después de una construcción tan pedante. Se concedió una pausa, una larga mirada sobre mi cuerpo desnudo, y continuó. —Arriesgué a todo o nada y decidí abandonar mi presente gris de becario, y acudir a los bancos a por un nuevo préstamo. Por supuesto no les conté lo que me proponía, sino que mentí y les hablé sobre un negocio de lo más convencional. Me soltaron el dinero como mandaba la costumbre de la época. «Para fines de marzo encontré el local en pleno Malasaña, y para primeros de abril inauguré. Al fin y al cabo, no había mucho trabajo ni reformas por delante». «”¡Háganme rico!”, rezaba el gran letrero que mandé encargar y que colgaba afuera, visible y chillón. Dentro del local, minimalista a más no poder, todo quedaba pintado de bla nco excepto por una urna negra que se situaba en el centro y donde podía leerse en letras doradas: “Dónenme dinero por el único motivo del placer de hacerlo”. Al fondo quedaba una mesa y una silla donde yo esperaba paciente, por si existían dudas que resolver». «Los curiosos llegaron primero, luego los “clientes”, los periodistas al poco (el exbecario se convir tió en noticia de su experiódico y de otros muchos), y lo importante, cada día más y más donadores hacían su aparición. He aquí uno de los procesos típicos de los dos primeros meses: veían el letrero de afuera y la caradura del mismo les obligaba a entrar, veían la urna y bufaban, me veían a mí y necesitaban saciar su indignación o su curiosidad. Yo les recibía con mi retórica, con mi desvergüenza, y, finalmente, unos pocos me donaban algo y la mayoría me regalaba su desprecio. Pero todos hablaban de mí y me hacían la campaña de publicidad perfecta que atraía a más y a más curio sos. Pronto ya no se habló sobre “Háganme rico”, sino que se filosofaba; pronto, se pasó del despre cio al insulto, pero también de las monedas a los billetes. Había exaltado a la ciudad y al país, pero como dije machaconamente en las entrevistas: “no tengo ningún mérito y ningún miedo, somos un país de exaltados que no ha ce nada con su rabia más que masticarla una y otra vez”». «Yo les recibía con mi retórica, con mi desvergüenza, y, finalmente, unos pocos me donaban algo y la mayoría me regalaba su desprecio.»
Se concedió otra pausa que me sirvió para recordar que yo había leído y escuchado sobre su historia, pero también me sonaba que había sido breve. Me confirmó este punto tras encenderse otro cigarro. —Gané bastante dinero en poco tiempo. Lo suficiente como para pagar a los bancos mis préstamos de estudio y del negocio. Se puede decir que la urna rebosó pronto. Cuando a los ocho meses abrió otro local con las mismas pretensiones, yo cerré el mío. Recuerdo que visité al pobre caradura de segunda y le dije que no tendría éxito. Sé que cerró al poco cargado de deudas y con la urna vacía. A mí en cambio, me llegaron ofertas para trabajar en televisión y en publicidad. «Soy como tú —me soltó de repente— me gusta venderme pero solo expongo mi cara a quien paga, así que escogí la publicidad, y en ella sigo hasta hoy». «Mía fue la idea antiintuitiva de hablar bien de la competencia. Cuando propuse el anuncio hoy ya famoso del móvil sin marca que hablaba bien de todas las grandes compañías del país, me tacharon de loco. Insistí en que me habían contratado para romper esquemas, y aunque me costó, finalmente les convencí. También convencimos al mercado que era de lo que se trataba, y la gente hizo lo que hasta ese momento nunca había hecho un cliente: el esfuerzo por conocer en lugar de comprar pasivamente. Quiso saber quiénes eran los descerebrados que estaban detrás de aquella campaña publicitaria. Nosotros por supuesto nos dejamos rastrear y descubrieron que éramos una compañía pequeña, recién nacida, con precios competitivos y, con un espíritu original y joven que atrajo a una cuota de mercado bastante por encima de los cálculos iniciales». «Tampoco tardaron mucho en copiar la tendencia de, “hablar bien de”, y se puede decir que en publicidad nació un nuevo género. Poco me importaba y además para entonces, mediados del 2010, firmé para una gran marca de coches».
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«Contra pronóstico, el primer año fui un desastre y solo tuve pésimas ideas convencionales. Tal ve z fuera por la mierda que me metía y por follar con la primera que se me cruzaba, tirando para todo de un cuello de botella realmente ancho. O tal vez, mi mala etapa creativa se debió simplemente a que por primera vez en mi vida estaba acomodado, y las mensualidades me llenaban la nevera y me pagaban los vicios». «Por suerte, bajo el ultimátum que me dieron volvió la creatividad, aunque tras pensarlo mucho creo que se debió (no volveré a usar la palabra) al amor o, al menos, a las dos cosas unidas porque quien me lanzó la advertencia y de quien me…, fueron la misma persona. Ella, su dureza y sus eternos tacones, recolocaron las piezas donde debían y de inmediato ideé la campaña, “Rompe con tu pa sado”». «”Rompe con tu pasado” consistía en hacer que el cliente destrozara a mazazos y en nuestro concesionario su antiguo coche, para lograr un descuento por encima del P lan P ive de turno. Vaya si funcionó y además, hice la siguiente comprobación sociológica: nuestra campaña estaba abierta a todas las marcas por lo que el cliente podía ir con un modelo nuestro y liarse con él a mazazos para lle varse un coche nuevo, sin embargo nadie lo hizo, si me descontamos a mí, pero eso es otra historia». «El año pasado y tras haber exprimido a conciencia la veta de la maza , tuve mi última gran campaña, se llamó, “Recupera tu mente: más, es realmente más”. Y consistió en atacar la contraintuitiva idea que los publicitarios habíamos conseguido forjar en los últimos años: la de que menos es más. Tuve claro que lo revolucionario era volver al origen, aunque en cualquier caso y como siempre en publicidad, el éxito pasaba por hacer creer al consumidor que la conquista era suya. Y por el incre mento de ventas que tuvimos a pesar del precio y a pesar de la furibunda crisis, está claro que se consiguió». Dio entonces una calada más larga de lo que su ritmo había marcado hasta ese momento, y me miró un instante después de lo que hubiera sido natural. Bastó para que descubriera su juego: el hijo de puta me estaba usando, su relato era demasiado personal y yo demasiado conocida en la red como para mantenerse en el anonimato si decidía contar su relato. Lo que no supe es con qué cartas ju gaba, si para romper una relación, (supuse que la de los tacones), para recuperarla, o para forjarse su nueva campaña de publicidad. Tal vez yo era un comodín para una parte, o para todo ello. El tipo era listo y supongo que descubrió que descubrí su juego, y que tampoco me importaba dema siado. Mientras me usen bien y me paguen mejor, no empiezo una guerra. No hay mucho más que decir del publicitario, salvo que follamos otra vez aún mejor que la primera, quien sabe si porque al poner los dos las cartas sobre la mesa nos sobreexcitamos, y que se marchó con la misma seguridad con la que había llegado a mí, algo que no logran los hombres casi nunca, y que demuestra que esta historia merece la pena que la escriba para vosotr@s. © Carlos Aymí
Carlos Aymí (Guadalajara, España, 1981) se licenció en Filosofía en 2005, terminó un Máster de literatura en 2011, y desde 2012 ha publicado relatos con asiduidad en diversas revistas literarias como Narrativas, Margen Cero, o Entropía. A finales de 2013 sale publicada Hermanos y Reyes, su primera novela, y a principios de 2014 verá la luz una colección de relatos, Inventarium, donde colabora junto a otros escritores. La mayor parte de sus escritos y reflexiones se pueden seguir en su blog Pandemonium: carlosaymi.blogspot.com.
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Relato
DOS ENTRADAS por Antonio Tejedor García Las dos y diez, como todos los días. A esa hora Olga regresa de la universidad. Deja los libros en la mesa con el gesto de cansancio que dan tantas horas de clase y separa la carpeta de apuntes. Des pués de comer tiene que pasarlos a limpio. La música ocupa ahora el apartamento. La minicadena tiene un asiento permanente sobre un taburete, al lado de la mesa. Ha pulsado el ON y un ligero estremecimiento sacude su cuerpo al ritmo de la noventa punto siete, la emisora que escucha con una fidelidad de sombra. Una fidelidad que es un aplauso por la promoción que realiza de los grupos emergentes de la ciudad. Grupos jóvenes, con garra, a los que solo falta ese pequeño empujón mediático para situarse en el mapa de las ondas. Su hermano toca el bajo en uno de ellos. Mario, uno de los amigos, es el batería de otro. El recorrido habitual acerca a Olga hasta la ventana. La abre con parsimonia y saca la cara al vacío en busca de un soplo de aire fresco. Al otro lado aparecen los tejados de cada día y un cielo azul recién barrido por el cierzo. Una inspiración fuerte antes de dar media vuelta en dirección al arma rio, colgar la ropa y ponerse el uniforme de casa, un chándal gris y holgado, fundamentalmente có modo. En la puerta de al lado, en el frigorífico, encuentra unos restos de verdura y un táper con la carne estofada la noche anterior. Los huele con un aire casi de asco, como si estuvieran pasados. La realidad no hace nombre al olor: anda escasa de hambre. Cierra la nevera y se deja caer sobre la cama, un metro más allá. A veces le asalta la pereza y en ese dejarse ir —que nunca sabe si es culpa o desánimo—, las dudas aprovechan para invadir las entretelas y colgarse de las piernas y las ma nos. La dejan indefensa, a las puertas de la apatía. Solo reacciona cuando piensa en Mario. Estudian en la misma clase y de vez en cuando salen con amigos «El recorrido habitual comunes, una pandilla amplia en la que escasean las intimidaacerca a Olga hasta la des, como si aún no hubiera llegado el tiempo de las parejas. A ventana. La abre con pesar de ello, apenas hablan más allá de los saludos de costumparsimonia y saca la cara bre. Ni el azar logra acercarlos a menos de dos metros durante al vacío en busca de un cinco minutos seguidos. La timidez. ¡Oh, la timidez!, ese muro soplo de aire fresco. Al tras el que nunca sabe si lo que esconde se puede llamar pruotro lado aparecen los dencia o es simple cobardía. Una timidez que únicamente se tejados de cada día y un manifiesta ante él. ¿Al revés, también? No hay forma de adivicielo azul recién barrido narlo. Cuando en el pub se sientan en corro, todos a la vista de por el cierzo.» todos, Olga coloca su silla en un ángulo de 90 grados. Le resultaría difícil, más que mirarlo de frente, soportar su mirada. O que no la mirara. Luego se enfada consigo misma, maldice un pudor tan raído —por falso—, como anacrónico; porque las pocas veces que lo ha sorprendido, la mirada de aquel loco, limpia, directa a los ojos, ha sido todo un regalo. Además, nunca la baja hacia el escote. Si acaso, hasta los labios. ¿Una forma de pedirle un beso? Pensar en la boca le abre el apetito. Después de comer la fruta recoge la mesa y friega los platos. Se permite un rato de descanso, en la cama, antes de cerrar la carpeta de apuntes y ordenar los folios del trabajo de Meteorología a presentar el lunes. Sobre él deja las entradas para el concierto de Insolenzia. Aún quedan cuatro horas y continúa sin descifrar la margarita. Ana y Cristina, las amigas más cercanas, han ido con sus padres de fin de semana y las ganas de marcha parecen haber viajado con ellas. Otra disculpa más, como si fuera tan difícil encontrarlas. Ese asomo de abulia rebota, de pronto, en un golpe de rebelión. No, ni hablar, nada de quedarse en casa. El recuerdo tímido de Mario vale por un soplo de coraje, por el entusiasmo de una primera
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decisión. Aunque su grupo no toque esta noche. Ella, en la niebla de los sueños, pega sus labios en los de Mario y despierta casi asustada, temerosa de revelar su ser más íntimo. Ante él, ni siquiera se aventura con alguna de las mil frases que el lenguaje corporal inventa para una insinuación. Ahí se detiene. Se detenía, más bien. El sábado pasado se atrevió a la charla, a la broma, al roce de los cuerpos. Olga podía escucha r su respiración, a veces entrecortada. Y sentir el peso de sus ojos que jugaban al escondite, a no ser descubiertos. Ella los descubrió, sin embargo. Sonríe con el recuerdo. Sabe que los ojos no mienten, que es preferible creer a las miradas, primarlas ante el sonido de las palabras. Algo la retrae, sin embargo, y el freno de las reservas se impone. En el alféizar de la única ventana del apartamento descansa una hilera de cactus cuyo riego vigila cada viernes. Le gusta, sobre todo, un opuntia albata que se descuelga hasta casi tocar el suelo. Siempre fue el preferido, como si su serpenteo atrajera la buena suerte con más fuerza que sus pa rientes. Deja caer unas pocas gotas de agua sobre el mantillo de cada una de las macetas de colores, todas distintas. Le encanta esa variedad de tonos que, en conjunto, le dan un cierto parecido al arco iris. Acerca su mano en una simulación de caricia, muy cerca de las espinas. Cerca del peligro. Así ve a veces a Mario: como un peligro. ¿De qué? No sabe, no contesta. O no quiere contestar porque eso implica una dosis de osadía de la que, de momento, carece. Se niega, sin embargo, a ese conservadurismo que impediría cruzar la mar, a esa última coartada que retarde el salto al vacío. Porque saltará. Más tarde o más temprano, el vuelo resultará inevitable. Lo sabe. Y sabe que ha de prepararse, dispersar como niebla molesta la tensión que supone intentar agradarle, olvidar el recelo por lo que pueda pensar, dejar en casa la duda de qué cara poner que no resulte afectada. «Cierra la ventana con un gesto de energía. Resuelta, como si ese movimiento ahuyentase todos los temores. Con la suficiente audacia para ir con la cara por delante, sin estrategias ni celadas. De frente.»
Con otros chicos ha sido diferente. Un ligue, sin más. Un revolcón en medio de cualquier noche, dejarse llevar sin mirar más allá de la mañana ni de quien despierta a su lado. Solo sexo. ¿Mario? ¡Ah...! De Mario emana un olor distinto que atrae por lo desconocido. P or eso le cuesta tanto la normalidad. Hasta ahora.
Cierra la ventana con un gesto de energía. Resuelta, como si ese movimiento ahuyentase todos los temores. Con la suficiente audacia para ir con la cara por delante, sin estrategias ni celadas. De frente. Las entradas para el concierto de Insolenzia como único argumento. La música se ocupará del resto. Después de muchos días, el hervidero de las bur bujas del estómago habla de felicidad. Quizás mañana esté derrumbada si… Rechaza el mal pensamiento con una firmeza no exenta de seguridad. De momento se encuentra feliz, radiante y eso es lo que importa. La decisión lo merece. Bajo la ducha, el agua templa un cuerpo en efervescencia. El jabón recorre la piel para calmar las caricias esperadas. Se ha cargado de ilusión y ahora le cuesta dominar la euforia. Entonces gira la llave y una ráfaga de agua fría la despierta a la realidad. Se acerca al espejo envuelta en una toalla para suavizar la tiritera y el cristal le devuelve una figura en la que nadie encontraría demasiados fallos. Hoy, ni siquiera ella. Cualquiera diría que el efecto satinado y luminoso de los fluidos hidratantes en el rostro o la sombra plateada de los ojos o quizás la sonrisa rojo-sensual que viste en los labios es la causa de un cambio tan radical. Ella sabe que no, que son simples aditivos, mera escenografía. Como esa blusa blanca que iluminará la pista. La metamorfosis brota de las profundidades: ha tomado una decisión. Recoge el pintalabios, las llaves, el dinero y cuelga el bolso del hombro al tiempo de girar sobre sí misma en un gesto de abrazo imposible. Los tacones resuenan hacia la salida. Abre la puerta con una energía descontrolada hasta casi chocar con la figura que estaba a punto de tocar el timbre. Es
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Mario, que retira la mano de la pared y sonríe. Busca algo en el bolsillo del pantalón y lo extiende hacia Olga. —Tengo dos entradas para el concierto de Insolenzia. ¿Vienes conmigo? © Antonio Tejedor García
Antonio Tejedor García. Fuentespreadas (Zamora). 1951. He dedicado mi vida laboral a la enseñanza, tanto en Primaria como en Secundaria. Como huellas del trabajo con los niños más pequeños quedan dos cuentos publicados por La Fragua del Trovador, de Zaragoza (El Mercancías y Sentados en el borde de una nube). Con anterioridad había publicado dos novelas, también en papel. La primera en 2008 (Hijos de Descartes), a cargo de la editorial Biblioteca CyH que dirigía Víctor Pozanco y la segunda en 2010 (Los lagartos de la quebrada) en Mira Editores, Zaragoza. Desde entonces mantengo un blog (www.lagartosquebrada.blogspot.com) en el que cuelgo relatos, retuerzo palabras y volteo refranes, además de dar rienda suelta a cuanto pide el cuerpo en materia de actualidad social y política. Algunos de estos relatos han sido publicados en diferentes revistas literarias.
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Relato
UN GALIMATÍ AS LLAMADO LORENZ O COLOMA por Luis Amézaga Nunca le he tenido miedo a la muerte, a la muerte de los demás, se entiende . Coloma apenas sonreía cuando soltaba frases cargadas de un cinismo que no iba a juego con la mansedumbre que proyecta ban sus pupilas, ni con el blanco inmaculado de su esclerótica. Nos conocemos del barrio, desde aquella infancia que se vivía en la calle, a diferencia de la de ahora donde los chavales están siempre vigilados y cercados por vallas reales o tácitas. Aquel suburbio fue asolado por la llegada de la droga. De ella nos salvamos unos cuantos que éramos demasiado cobar des para lanzarnos a esa nueva peripecia que venía importada de las grandes ciudades. Lorenzo Coloma y yo mismo, fuimos dos de los no elegidos por la jeringuilla. Eso nos unió por descarte, y desde entonces nos hemos ido vigilando, protegiéndonos del despiadado exterior que muestra sus fronteras sinuosas como golosinas apetecibles. De entrada, he de señalar que mi amigo es un puto genio. Un desastre, pero genial. Pintoresco si se quiere. Extravagante cuando le sube la fiebre. Pero nunca dice nada que no haga pensar y repensar hasta poner tus principios bocabajo. Lo que ocurre es que Lorenzo Coloma en esta ocasión parece que se ha pasado de rosca en sus planteamientos. El es un brillante corredor de Bolsa que trabaja para prestigiosas agencias internacionales y pujantes fondos de inversión. Como respiradero anímico a ese oficio donde las cifras se comportan con tanta volatilidad, decidió en su momento, bien cumplidos los treinta, estudiar filosofía en la universidad a distancia. Se apuntó a la rama del saber más inútil, solo como antídoto ante el voraz pragmatismo de los índices de la economía empresarial. También empezó a escribir literatura y publicó varios libros con aceptable repercusión en los suplementos culturales. Somos ya cuarentones, de la segunda parte de la decena, y esta noc he «Somos ya he tenido que escuchar el tono de hartazgo en la voz de mi mujer. Lo cuarentones, de la renzo me ha llamado por teléfono a las dos de la madrugada, sin tener segunda parte de la en cuenta que la gente tiene un horario normal, una vida normal. Mi decena, y esta primera reacción ha sido mandarle a hacer puñe tas. Me he vuelto a noche he tenido que tumbar al lado del cuerpo caliente de Leire, mi mujer, y he querido, lo escuchar el tono de juro, olvidarlo. Pero nuestra biografía está hecha de personas, y parece hartazgo en la voz que si re nuncias a ellas, renuncias a ti mismo. Reconozco que se le de mi mujer.» notaba por el auricular más exaltado de lo habitual, lo cual es mucho decir. Leire me ha dado una patada cariñosa a modo de pregunta. ¿Era él? Sí, era él. ¿Y? Quiere que vaya. ¿Y por qué razón esta vez? Dice que ha tomado una decisión al estilo de Onetti. ¿Y vas a ir? Qué remedio. Ten cuidado, y por favor, acaba con estos enredos de chantaje emocional. Para entrar en su casa usé, sin miramientos, la llave que tiempo atrás me había dejado para que atendiera posibles imprevistos que durante sus numerosos viajes pudiesen surgir. V ivía solo en aquellos 150 metros cuadrados de la primera planta de un edificio de tres alturas, señorial por fuera y minimalista por dentro. Vivía solo, aunque no siempre había sido así. La soledad ganó la batalla tantas veces en su biografía como intentos hizo de traicionarla. —Qué coño te pasa esta vez —le solté a bocajarro. Estaba reclinado en la cama, vestido con un pijama de algodón a cuadros, los zapatos puestos, un libro de Onetti junto a la almohada, y papeles por el suelo. En ese rápido vistazo pa ra hacerme una composición de lugar, me pareció ver escrito en uno de ellos, algo sobre la Gran Depresión. —Coge una copa de la cocina y acompáñame. El ya había dado cuenta de tres cuartos de una botella de vino italiano. Me serví generosamente y me acomodé en una silla de mimbre al lado de su cama.
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—¡Escupe! —Querido Joel, el sistema va a colapsar. —¿Por ese descubrimiento estás refrescándote con el crack del 29? —Y señalé los papeles que de forma desordenada flotaban por el parquet. —La Historia no se repite, pero toma impulso en hechos anteriores para dar un paso más. Esta vez el sistema muere de agotamiento, porque las armas que tenemos para salir de la encrucijada son las mismas que nos llevaron a ella. En el 29 solo fue un empacho. Ahora será muerte por inanición, puesto que el alimento «crédito-consumo» ya no nutre las necesidades del sistema. ¿Has leído las memorias de Groucho Marx? —Sabes que no. —Groucho cuenta que el panadero, el fontanero, el hombre del hielo, todos anhelaban hacerse ricos, todos tenían información privilegiada sobre tal o cual valor, sobre cualquier empresa que tuviera un nombre ostentoso. Nadie se equivocaba en la inversión porque todo subía hasta el infinito. No se vendía una sola acción, pues al día siguiente valdría el dob le. Muchos, llevados por la ambición, metieron los ahorros de toda su vida. El propio Groucho no escapó a esa excitación de ganancia fácil que precedió al derrumbe. Comparaba el éxtasis inversor de esos años con la fiebre del oro de 1849. Quedarse fuera era de idiotas. Hasta que un día, alguien se puso nervioso, la cosa se torció, y los agentes de Bolsa se pusieron a vender cualquier cosa a cualquier precio. Rápidamente llegó el pánico, el caos, y el país entero acabó llorando. Groucho también perdió mucho dinero, pero no todo gracias al aviso de un antiguo asesor financiero llamado Max Gordon que le dijo casi a tiempo: «La broma ha terminado». «Ocurre que en los últimos tiempos la gente no tiene nada que contar, y si lo tienen, es tal su confusión que no saben verbalizar con una mínima claridad lo que les sucede.»
Me considero un buen oyente, alguien que escucha lo que otros quieren comunicar con una deferencia que sobrepasa la mera educación. Escucho con interés, atento a la forma en que se expresa la otra persona, recreando escenarios y variantes emocionales que me aportan en la charla. Ocurre que en los últimos tiempos la gente no tiene nada que contar, y si lo tienen, es tal su confusión que no saben verbalizar con una mínima claridad lo que les sucede. Con Lorenzo Coloma eso no era un problema. El sabía poner pasión en el más nimio detalle de su relato.
—¿Entiendes lo que te quiero decir, Joel?, ¿entiendes? Groucho, c omo muchos otros se vio impelido por una tentación muy fuerte: ganar mucho dinero sin trabajar, embolsarse cien veces más de lo que ganaba en el teatro solo con mirar los índices en el periódico a la mañana siguiente. Y no nece sitaban estudiar las reglas que rigen ese mundo, que es mi mundo. No necesitaban saber nada. Cuenta con mucha gracia, maldita la gracia, que la primera vez que le animaron a comprar acciones de Goldman Sachs, preguntó: «¿Qué es Goldman Sachs? ¿Una marca de harina? ». —Dónde quieres ir a parar. Esto tendrá un remate. Por favor, Lorenzo, dime que tiene un remate. Lorenzo echó un trago y escupió como si fuera un enólogo en una cata sobre la colcha. —Que tanto entonces como ahora se cumple algo que ya Machado dejó escrito: «Todo necio confunde valor y precio». No llevo la contabilidad de necios, pero seguro que es abultada. ¿Ves ese Tàpies que cuelga en la pared? P ues su precio es obsceno respecto a su verdadero valor. Y es que hemos perdido la medida de las cosas. —Y eso tiene que ver c ontigo o conmigo porque... —Es que te hablo de un mundo que conozco, y que nos condiciona en las decisiones que podamos tomar, en la dirección que puede tomar la Historia. Muchos de mis colegas de entonces se tiraron por las ventanas. No soy un buen saltador, Joel, tú lo sabes. Prefiero extinguirme poco a poco, esperar el final del sistema encerrado entre estas cuatro paredes, metido en la cama durante horas como Onetti, desengañado y lúcido. Y como él, escribiendo para mí, para mi placer, para mi vicio, p ara mi propia condenación. Qué coño descubrió Onetti que no dejó escrito. Lorenzo lanzó una patada al aire contra un enemigo fantasma.
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—Se te pasará. Ahora sufres un ataque de nervios fatalista. —Hablo del final, de una forma de entender la realidad que se acaba. No hay fatalismo en el final. Lo absurdo es pensar que las cosas y los sistemas no llegan a su fin. Mi postura está basada en la observación objetiva de los datos, no en una actitud espiritual apocalíptica. No me tomes por idiota. Tú tienes futuro lejos de esta realidad, tienes familia, y eso es tradición y valores. Iros al campo, llevaros simientes, conservas, mientras se hace la transición a un nuevo sistema, aprended a vivir de nuevo con reglas renovadas. Pero yo prefiero esperar el final aquí. Mientras dure este sistema de mierda, duraré. No necesito salir a la calle para nada. Las compras las puedo tramitar por Internet, que será el último bastión en caer. Desde mis perfiles en las redes sociales veré llegar el fin. En ellas nunca ocurre nada, pero es donde primero rebota todo cuanto ocurre. Los tuiteros son los primeros en llegar y los últimos en marcharse, aunque no sepan por qué. Son como perros de presa, cuando cobran pieza no la sueltan. Me apostaré en una esquina de ese escenario virtual e intentaré servir de aviso a los hombres de buena voluntad. Alguno me hará caso, alguno hará lo que digo y no lo que hago. Sin razón, adiós a la fe. Y sin fe, perderemos la razón. —Quieres liarme con las palabras y solo consigues embriagarte con tu propia voz. —¿Sabes que el mayor enemigo de las redes sociales es el Sol? —Si«Es importante guió hablando como si no hubiese oído mi reproche, o precisa mente desactivar el poder porque lo había oído—. Ahora llegan las sombras e Inter net se muemágico que acarrean ve bien en ese terreno de fieles demacrados. En las redes sociales las palabras cuando descubres con facilidad la soledad de los otros, la rondas, y la alguien las pronuncia diagnosticas con cierta condescendencia. Lo importante es que te olcon ardorosa vidas de tu propia soledad. De forma algo ilusa crees que pasa inadofuscación.» vertida para los demás. Las redes sociales devuelven tu voz amplificada, y eso te hace sentir bien durante un período de tiempo más o menos largo, depende de cada uno. Las redes sociales ensalzan a los mediocres que saben colocarse, que saben repetir lo que otros dicen, que saben sobreactuar. El mediocre puede ser ingenioso, pero no sabe conmover. Las frases ingeniosas se disuelven con rapidez, por eso deben lanzarlas en oleadas, ga nando público por acumulación. Ese será mi puesto de observación hasta que llegue el final del que te hablo. Es importante desactivar el poder mágico que acarrean las palabras cuando alguien las pronuncia con ardorosa ofuscación. No sabía cómo disuadirle, ni si su oculta intención al llamarme era para que lo intentara. No entendía de qué me hablaba, ni siquiera estaba convencido de que la economía de laboratorio pudiera destruirle la vida a la gente. De momento le rellené la copa de vino, mientras él apartaba el libro que tenía reposando sobre la almohada y lo dejaba en el suelo junto al resto de libros y papeles que le rodeaban como flores en un panteón. —Simplemente te gusta comportarte como un intrigante, o peor, un zangolotino que quiere llamar la atención. Hablas de fe y de Internet. ¿De Internet, en serio? Si miras a un pescado a los ojos puedes saber con facilidad si es fresco o ya tutea al pescadero. Pero en Internet no tienes esa posibilidad. Todo es apariencia. Algunas veces leo cosas que dudo si detrás habrá escribiendo un esclarecido o un perturbado. Me suelo decantar hacia lo segundo por simple cálculo estadístico. Y tú, Lorenzo, qué eres. Dime. Te lo diré yo. Eres un tipo con mucho talento. No nos lo arrebates con majaderías ni con finales de sistema. No hay sistemas. Solo personas conviviendo mal que bien. Nada se acaba. Olvídate de eso, ojalá se acabara eso que denominas sistema. Pero no. Reconozco que el intento de engordar su vanidad apelando a su talento no fue buena idea. Eso solo sirve para quienes carecen de autoestima. No era el caso. Lorenzo retomó el discurso como si mis palabras fueran las obligadas en un amigo. —Como ese personaje de Onetti, Díaz Grey, he descubierto que el miedo es el único motor que mueve a los hombres a la acción. Créeme, Joel, cuando te digo que ya no tengo miedo. P or eso este gesto de renuncia, de inmovilismo. —No te engañes, todos tenemos miedo, por acción o por omisión. Y se conserva ese miedo hasta en los casos más excepcionales. —Explícate.
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—¿Conoces el caso de aquella nonagenaria de Leganés a la que atribuyeron varios asesinatos? — Lorenzo meneó la cabeza de lado a lado, y sus ojos saltones amenazaron con hacer un doble mortal en el aire —. Pues bien, sospecharon de ella a la tercera asistente social muerta en circunstancias poco claras. Una mujer de noventa años, enjuta, con grandes dificultades de movilidad, no er a candidata a exhibir una maldad ejecutiva de tal calibre. Pero ahí estaban los hechos. Las chicas acudían a su casa enviadas por los servicios sociales, y al cabo de tres meses como mucho, ya estaban oficiando un entierro. Interrogaron a la anciana sobre qué ocurría, qué le echaba al café, y ella divagaba sobre los bailes de su juventud. Se escudaba en una supuesta demencia senil. Después de presionarla, acabó confesando que tenía una visión: la parca venía a visitarla periódicamente, y se veía obligada a negociar con ella un indulto. Para ello la convencía con artimañas de que se llevase a una chica más joven y más apetecible para sus establos. Esa fue la razón que dio para justificar su peculiar historial homicida. La dejaron por imposible. Por eso te dig o, Lorenzo, que hasta el último segundo tenemos miedo a extinguirnos, a dejar de ser lo que somos, aunque la situación sea dramática o tengamos más años que la Parra. Lorenzo estaba sin afeitar, sin peinar, sin atender a las mínimas reglas de la cortesía visual, y siguió a lo suyo, como un iluminado sin medicar. —Muchos acabarán hurgando entre las basuras. Habrá diferentes clases sociales entre quienes mue van desechos. Eso, querido Joel, eso sí que da miedo. Pero ése ya no es mi mundo ni mi espanto. Y tú debes huir de él; a tu manera, no a la mía. Pero corre y no mires atrás. Sálvate, salva a los tuyos, aún estáis a tiempo. Nos hemos cargado el invento y quienes poseen la capacidad de manipular los tiempos, están alargando su agonía para haceros creer que hay solución, mientras buscan para sí una salida razonable. Lo sé porque los conozco. Las reglas del juego han sido amañadas. «Lorenzo estaba sin afeitar, sin peinar, sin atender a las mínimas reglas de la cortesía visual, y siguió a lo suyo, como un iluminado sin medicar.»
Crucé las piernas con calculada lentitud. Pensé rápido sobre cómo lanzar un ataque discursivo que sirviera para hacerle desistir de semejante postura de aislamiento y dejación. Tenía que intentarlo. Mi papel en esa absurda charla a las tantas de la madrugada, se resumía en eso, en doblegar una actitud disparatada. Yo era el sensato.
—Los que no saben hablar con matices y entonac ión solo dan datos —dije para reclamar su atención—. Tú te mueves entre gente que se alimenta de datos, y por eso piensas que el invento estropeado carece de solución. Pero existen los matices, no lo olvides; las formas que cambian el fondo. Te has permitido el lujo de abandonar la línea de fuego para que otros perezcan en la lucha. Hostia puta, yo también he pasado por momentos difíciles, pero no me comporto como un maldito neurótico. Cuando las cosas se tuercen, se aprietan los dientes, y sales a la cal le a que te partan la cara, como hombres de mierda que somos. Pongo tanta pasión en la arenga que acabo por levantarme de la silla. Doy unos pasos por la habita ción, descorro las cortinas y miro a la calle. Me regalo tiempo antes de seguir con mi papel. —En serio, por qué haces esto. —Enfilé la teatralidad de mis movimientos hasta los pies de la cama. Me senté en ella. Se formó un cráter en el colchón que obligó a Lorenzo a cambiar de postura —. No quieres salir ahí fuera a perder, porque amigo mío, todos perdemos y perdemos cada día sin excepción. ¿P or qué crees que se me encanecen hasta los pelos de la nariz? Porque salgo a pegarme, a luchar, a gritar que un mundo mejor es posible aunque no lo vayamos a ver ni yo ni mis tataranietos. Pero lo intentamos. Salimos y lo intentamos. No metemos la cabeza bajo la almohada, ni llamamos al amigo a su casa a las tantas de la noche. No eres un Buda del siglo XXI, ni un Onetti visionario, y desde aquí no conseguirás iluminar con discursos apodícticos a ningún inter nauta de tarifa plana. Bajó la cabeza y calló con tristeza. Ya estaba harto de Lorenzo. Los amigos son los peores para hacerles entrar en razón. La cama del solitario se convierte toda ella en bordes, como senderos escarpados de alta montaña que amenazan c on tirarte hacia la pelusilla que se revuelca bajo el somier. Supe que era el momento de un final, del nuestro, de la relación. El pasado puede contaminar demasiado el futuro. Su cabezo-
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nería delirante no dejaba margen para más. Me aproximé a la mesilla de su derecha. Dejé en ella la llave de la casa. —No voy a volver. —Lo sé. Estuve a punto de agacharme a abrazarlo. Me contuve. No quería ensuciar esa despedida con sentimentalismo de saldo. Con dirigí hacia la puerta. —Joel, espera. Llévate esta lista. Sé que ahora no le harás caso, pero cuando veas acercarse el final con tus propios ojos, sé que os servirá de ayuda a ti y a los tuyos. Me volví sobre mis pasos. En un rápido gesto cogí el manoseado papel que me tendía. Era una lista de artículos necesarios para una situación de emergencia, una especie de kit de supervivencia. Lo doblé y me lo guardé sin decir nada. Ya no quería intercambiar más golpes. Tras una conversación que había amenazado con ser eviterna y dos botellas de vino después, salí a la calle recién amanecida. El día era frío y abierto de piernas. No había dormido, mi cabeza no es taba preparada para otra jornada de trabajo, pero eso es lo que se espera de nosotros. Detrás de Joel, hasta nunca, quedó su amigo Lorenzo Coloma tendido, como si f uera un dios autista, un dios que no se relaciona bien con las criaturas, pero que las conoce como si las hubiera parido. Lorenzo suspiró y se quedó dormido en su sarcófago de sábanas blancas. Soñó que se tiraba en caída libre desde 20.000 pies de altura con unas gafas de buceo. Caía suavemente en un campo de cereal recién cosechado mientras tarareaba una canción de la banda sonora de Bond, James Bond. Andando desnudo por la finca distinguió la figura de su amigo Joel que se alejaba. Iba declarando en voz alta: « En ocasiones, la amistad para sobrevivir exige el distanciamiento de los amigos ». © Luis Amézaga
Luis Amézaga. Nacido en el año 1965 en la ciudad de Vitoria (España) donde vive actualmente. Entre lecturas y escritos concibe la medida del tiempo. Mantiene habitualmente el blog El búnker travestido: http://bunkertravestido.blogspot.com y su página En Busca de la Palabra: http://asicran.galeon.com. Ha escrito numerosos artículos y colaborado en diferentes revistas literarias: Bolsa de Pipas, Letralia, Ariadna, Almiar-Margen Cero, Groenlancia, Agitadoras… Ha participado en antologías de relatos y poesías. Es autor de varios libros de poema s: El Caos de la Impresión, publicado por la editorial madrileña Sinmar del grupo Vitruvio. A Pesar de Todo... Adelante, publicado por la editorial canaria Baile del Sol. Los Alrededores del Idiota, publicado por la editorial Remolinos. Con su libro Dualidad: onda/partícula fue finalista del premio literario Café Mon 2008. Con el poemario Bolsa de Canicas obtuvo el premio en el certamen convocado por la revista literaria Katharsis y se publicó revisado en segunda edición en Lulu Publishing, año 2012. También ofrece a los lectores el libro de máximas y aforismos “El Gotero”, publicado por la Revista Groenlandia. Con la misma revista el poemario Poemas Fundidos junto a Marchena. Otro de sus títulos en colaboración con Adolfo Marchena es el libro La Mitad de los Cristales. También compartió proyecto en su libro dietario El Reloj de Arena junto al escritor hondureño David Morán. Su última publicación ha sido un libro de sentencias, crítica y pensamiento, que ha recogido bajo el título Una semana de arresto domiciliario, publicado en la editorial Bubok.
NARRATIVAS
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Relato
DANZ ÓN DE OLAS NE RE IDAS por Elvia Estefanía López Vera
A Miguel Ángel Duque Hernández —Calipso, hija del Sol, eres la ternura en danzón de olas nereidas. Tu música de bondad compone el jardín del arrecife coral. Eres aguaviva en el naufragio. Eres espuma que oscila entre la vida y la muerte, entre la fortaleza y el miedo, entre la idealización del imposible amor y nuestro encuentro. —Náufrago, eres el viento que motiva mi espíritu. Blanca duda, transforma este vaivén en una armonía de once tiempos: coordinemos nuestros pasos en este baile de los sueños, con la certeza del movimiento conjugado. Juntos, conciliemos el desahogo de lo incierto para evitar hundirnos en la mentaciones. Te ofrezco la inmor talidad en un beso. —Acepto este compromiso. Paso a paso dibujaremos el ritmo de nuestras voluntades, acompasados en la aceptación recíproca de lo que somos. Somos la mar y el coral, la mar que inunda el coral en un abrazo de paciente entrega. —Caracol que evoca el descubrimiento. Nuestro amor ha madurado. Tú encarnas la verdad en el amar. En ti he conciliado el remanso de la certidumbre. Ven, abanico de esperanza. © Elvia Estefanía López Vera
Elvia Estefanía López Vera. Tiene estudios de Maestría en Literatura Hispanoamericana en el Programa de Estudios Literarios de El Colegio de San Luis. En el último año, ha publicado los siguientes artículos académicos: «El Cadillac en la configuración del protagonista. La sombra del Caudillo de Martín Luis Guzmán» (Amerika, núm. 8, Rennes: Laboratoire Interdisciplinaire de Recherche sur les Amériques (LIRA)/Université Rennes), 2013; en coautoría con Miguel Ángel Duque Hernández, «"Misa negra" de José Juan Tablada: pieza fundamental de la reflexión decadentista en el poemario Hostias negras», Tonos digital. Revista de estudios filológicos, núm. 25 (julio de 2013), Murcia: Facultad de Letras de Murcia; en coautoría con Miguel Ángel Duque Hernández, «Los profesores de español (caballeros en lengua y literatura) vs. el gigante Caraculiambro. Aproximaciones sobre el enfoque didáctico comunicativo en la enseñanza del español en secundaria», Desafíos en la formación de profesores en el siglo XXI. Reflexiones en torno a la educación normalista, Francisco Hernández Ortiz, Miguel Ángel Duque Hernández y Eduardo Noyola Guevara (coordinadores), México: Benemérita y Centenaria Escuela Normal del Estado / Porrúa, 2013; reseña «Pascual Gay, Juan. Ignacio Barajas Lozano (1898-1952). El quicio del sueño. México: El Colegio de San Luis, 2011», Semiosis, 8.16 (julio-diciembre de 2012).
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Relato
VÍSPE RA por Patricia Nasello —Cambio pianos viejos por nuevos —anuncia el mercader. En la clara luz de este sol que aún no abriga el día, la descomunal bolsa de gasa que dobla al merc ader en dos bajo su peso es un espectáculo extraño y hermoso. De acuerdo al ángulo de visión, bajo esa gasa o tenue tul que los contiene, algunos pianos se distinguen claramente, otros se adivinan. —Elija, niña —dice dirigiéndose a la joven a cuya humilde puerta ha llamado—. Por su sonoridad de bombo legüero, el vertical de la izquierda es el más indicado para interpretar mazurcas. Si, pese al invierno, le agrada la vida al aire libre, le sugiero el blanco más pequeño, suena como un cuerno de caza. El negro de media cola en cambio… Unos maullidos insistentes interrumpen la exposición que se proponía detallada. —¿Qué ocurre, Aladina? —pregunta la joven con preocupado afecto, confía en el instinto del animal y es evidente que a su gata le desagrada el extraño. Comprende entonces que, aunque por algunos minutos se atreviera a soñar algo distinto, deberá atenerse al plan previsto: iniciar los estudios en ese piano desvencijado, de incierto origen, que pertenece a su familia desde siempre y en el cual, si se atiene a lo que conoce o recuerda, nunca tocó nadie. © Patricia Nasello
Patricia Nasello nace en Córdoba (Argentina) en 1959. En la Universidad Nacional de Córdoba obtiene el título de Contadora Pública, profesión que no ejerce. Lectora empedernida, en 1999 comienza a narrar por escrito sus propias historias. Obtiene diferentes galardones, Segunda Mención en Cuento Certamen Franja de Honor S.A.D.E. 2000 (Sociedad Argentina de Escritores), Primera Mención Género Narrativa Concurso Manuel de Falla 2004, Primer Premio Género Ensayo Concurso Manuel de Falla 2004, Mención Concurso La Mañana de Córdoba 2005, entre otros. A partir del año 2010 edita un blog, Esta que ves, donde publica textos propios. Su trabajo en la red le ha reportado publicaciones en otras bitácoras, revistas culturales y periódicos. A partir del año 2005 colabora con la revista Otra Mirada S.A.D.O.P. (Sindicato Argentino de Docentes Particulares) a través de su columna Para leer y disfrutar. Coordina talleres de creación literaria.
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Relato
LA ABUE LA por Ramón Araiza Quiroz
Ese día se le ocurrió a mi abuela jugar fútbol. A sus sesenta años nos anunció que iría a un club a solicitar que le hicieran una prueba física y ade más mostraría su habilidad con el balón. Todos aguantamos la risa. Al término del desayuno, se levantó, preparó una maleta y partió lanzándonos una mirada retadora. Nos vimos en silencio unos a otros. Hicimos caso omiso y continuamos nues tro día. Nadie pe nsó que en realidad haría tal cosa. La tarde cayó de golpe y la abuela no llegaba. Nuestra preocupación empezó a crecer cuando la noche arribó sin tocar puerta. Simplemente la os curidad penetró por la ventana y manchó de negro los pocos sitios claros que quedaban. Pasaron los días y la abuela no aparecía. Mi hermano, con el control remoto del televisor, buscó canales de de portes. Todos estábamos frente a la tele. En uno de los canales estaban dando la noticia de que una mujer debutaría en el próximo partido del fin de semana. Que era algo único en la historia del deporte. Vimos la fotografía de la abuela vistiendo la camiseta del equipo. El domingo llegó, el estadio estaba repleto y las cámaras tenían puesta la atención en mi abuela. El encuentro se disputó como si gladiadores del balompié se jugaran la vida. Mi abuela entró de cambio en el segundo tiempo ante los alaridos de la gente. A los pocos minutos recibió un pase filtrado y ella sin dudarlo hizo un ma gistral recorte a un jugador, se enfiló hacia e l área grande, burló a un defensa y sacó un disparo potentísimo al ángulo derecho que terminó en un golazo. Los jugadores la abrazaron. Al finalizar el encuentro su equipo venció al rival con un gol más de ella misma. Intercambiamos un vergonzoso silencio, entre los miembros de la familia, evocando la mirada retadora que había salido aquel día de los ojos de mi abuela y desde entonces no creemos en los límites, lo intentamos todo. Ha picado tanto la abuela el orgullo de todos nosotros que el abuelo ya trota todos los días y ponto empezará a correr cronometrando su tiempo. Está decidido a romper el record de los cien metros planos en las próximas olimpiadas. Mis hermanos y yo todavía seguimos paralizados pensando cuál será nuestro reto, porque la abuela ha s ubido la apuesta y el peso de su mirada nos ha dejado inmóviles. Acaba de ser convocada para ir al mundial y llevará en la espalda nada más y nada menos que el número 10. © Ramón Araiza Quiroz
Ramón Araiza Quiroz. Escritor mexicano al que le agrada jugar con la realidad en sus relatos. Su más reciente novela narra la historia de Rebeca: una chica arrogante que vivirá días inexistentes en el calendario de los humanos. Está editada por Selector y se titula 38 de junio. www.ramonaraiza.com
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Relato
DIE TA por Topogenario Vigilia. Me obligaron, a despertarme, yo no quería, como primera opción, me obligaron, veamos qué buena excusa se me puede proveer, ajá. Luces vacías, siluetas sin estroma, sonidos huecos, cas i penumbra, olor mohoso, mínima intensidad, moho sulfhídrico, lepra de guerrilla, en ambas tibias, breve inventario, estaba repasando, como se me ordenó. Me siento enterrado, en la vida. Mandatado a quererla, devorarla, respetarla, mis ojos casi heraldos, de ese mandato, claro, cuando aún tenía globos oculares, ey, cualquier cosa extraviada, del cauce de ese régimen, es impensada, o tenida por nula, multicausalmente nula, antisocial. Pero mis ojos, cuando los tenía, donde estén, no son heral dos, son detonaciones. Brrr. Ahora ya deben de estar, esos bellos ojos castaños, engordando, a un gusano de la carne, que se sirve, con su aparato bucal simplificado, del humor vítreo, brrr, de mis manjares, muerte solitaria, atrévete a tocarme, muerte solitaria. Estos resultados, ¿me ayudan para algo? ¿Alguien, que aporte? ¿O debo desecharlos, si se da el caso de que ingresan, al celdario, y me requisan, ey, y me los encuentran?... Quizá no es un celdario... Maldita horda, de dudas... Si me anulan, o si me tienen por antisocial, suma de multicausas... Hay que ocultarlos, censurarlos, estos resultados, ajá, o peinarlos, pues, para que no se alboroten, ni sobresalgan bajo el casco, desflecar los, hasta volverlos inofensivos, cosméticos, pfff, para los que se desmayan, con c ualquier amenaza, de censura, qué más, por si las dudas, me mantengo, a raya, cumpliendo. Como se me ordenó. Escuché, a la distancia, yo siempre escucho, me encargo de eso, las voces de una feria, barrial, no, cajones, verduras, verduleros, verdulientos, regateos, bolsas, chiclines de monedas, dedos y espículas de uñas saboreando billetes, bolsas plásticas, cajones, con libros, entre«Mi niñez, pequeño y chocándose, no, estos sonidos me los puso en mi plato mi niñez, exitoso patriastra, que aislada, bien. No la tocarán. Mi niñez, pequeño y exitoso patriastra, me sirvió de alimento, que me sirvió de alimento, para este hombre hiperinformado que me para este hombre anunciaron, me obligaron, que soy. Fui advertido, varias veces, por hiperinformado que esa voz con cara que me alimentó, me engordó hasta vol verme un me anunciaron, me hiperser, fui advertido, en vigilia, de que creería, y me abrazaría, a obligaron, que soy.» la primera ensalada que pusiesen en mi plato, bueno, linda mascota, sé que hubo un vocablo así, Linda mascota, con que se me designó, en alguna de las rondas, habi tuales, sé ser un buen recipiente, recibo y guardo, no tiro, nada se desperdicia, en mí, ni una brizna de vida, luego se terminó de amenazarme con esto, Sé bueno. Vigilia, pasos, tacones, tabula rasa, me enciendo al menor estímulo, tabula rasa, redoblados por sonidos casi callejeros, luces poco diur nas, dificultadas por persianas, quizá soy uno de esos plantíos, clandestinos, mantenido en prima vera, ficticia, a base de lámparas de neón, y humidificador, temperatura controlada, ey, contrólenmela, crece, Crece, maldita planta engañada, y me creo de que estas luces, filtradas por persianas, ey, ¿y no es que me habían arrancado los ojos?, puedo dedu cir el sol, ajá, aquel mundo palpitante, vivo, colea, lleno de barreras, vaya, así que mi única condición, rasa, es crecer, y crecer, una vez más, Crece. ¿Ésa fue la orden? ¿Ésa fue la violenta orden? ¿Despertarse, a toda costa? ¿Todavía queda algo de maquillaje? ¿Dijeron que me traerían un pequeño tomógrafo, portátil, para evaluar mis fracturas, órganos hipercrecidos? Pantalla, pantallas, más pantallitas, bzzz. ¿O dijeron que la evaluación era simple, morir, directo, al necrocomio? Estas máquinas unidimensionales, bidimensionales, lo ven todo, necrocomio, en tres dimensiones, ¿me las traerían?, qué ingenuo. ¿Ya podré regresar, a un estado anterior, que el de la expectativa, o empeoraré? ¿Ésa fue la orden? ¿Ésa fue la violenta orden? No. Sólo vigilia, condiciones más o menos caquécticas, para los que se desmayan, con la ca quexia, sonidos retorcidos, con cuerpo inmóvil, ey, palabras. Todo inmóvil. ¿O qué se esperaba, que me moviese, aeróbicamente, y danzase, alumbra, lumbre de alumbre, luzbel de piedralumbre, por todo el salón de la vida, contracción, eyección, bomba musculoestriada, como una afortunada ve jiga? Todo inmóvil, disentería pútrida, hasta las vejigas. Recalco que esto y, bajo protesta. Cuerpo
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estabilizado. Lepra, de guerrilla, en ambas fíbulas, yo soy la parte nutricia, de hoy. Palabras, gatillos de otras palabras. Yo no quería. Porque me obligaron. Si no me hubiesen obligado... Quizá hubiese crecido y engordado, de muy buena gana, y a mayor ritmo, bestia tridimensional, inclusive si, con sinceridad, se me admitiese que ese sol, sonidos, verduras, delantales, cajones, precios, caras cuar teadas con ojeras, orejas con lápices, prototipo, auge de calor, son sólo falsos lat idos. Me siento intensamente inmóvil, no registro ni una oscilación, arco, glándula pendular, nada, aunque tendría sobradas razones, excusas, bueno, excusas, para creer, qué ingenuo, que sí, me movilizo, como una alegre vesícula, llena, sin inflamar, o golpear, con la culata. Tengo estas ideas, recurrentes, esquemas, acerca de la alegría, y la felicidad, bzzz, vísceras, que me invitan a pensar, tajantemente, que la felicidad es recurrente. Bzzz. Me muestro, casi inerte, ey, ¡Ey! Vigilia, reiteradas caricia s, de una esperanza, cuerpo inmóvil, ¿qué esperanza?, no, no, mejor no engusanemos todo este crecimiento, sostenido. No embarremos de materia, que no hay con qué limpiar, mi sangrado, hemorroidal. Escuché, a la distancia, entre persianas de gruesas paletas, las voces, no, libros, hojas, cuerpos sentándose, ey, esa escena estaba lejos, de mi pensamiento, como para escucharla, tan de pronto, no quería recordar esto, quería continuar quejándome, denunciar, a los que me obligaron, me despertaron, me obligan, yo no quería, me torturaron, buena excusa, rasa, ¿podría añadir, quizá, alguna medida, re presiva, antisindical, para aquilatar, e impresionar? ¿O me afeitaron, de la vida, por mejores razones? La verdad no aquilata. Revuelvo, hurgo, entre la mierda, part ículas de verdadera mierda, buscando, atisbando, partículas, de verdadera vida... joyas, ignorantes, esperando ser raptadas, por mis manoplas, a punto de estar vivas... manoplas, ya casi botas, militares... joyas ignorantes, legisladas como inútiles, como carne con hueso, como estopa... ¿Me afeitaron, entonces? ¿Puedo descansar, el hiperpeso, de ser?, bzzz, mierda, con esto no llego a torpedear la intensísima sensación, ¿es eso lo que me inmoviliza, y me sujeta, como un potente magneto?, de culpa, que tengo, todavía es sólo una sensación, detengámosla, antes de que se concrete, cuerpo, braza inmóvil. Escuché una voz, ¿ya serían quienes me obligaron?, ¿o quizá serían los cómplices, de otras obligaciones?, que leía, con un grave vozarrón, un texto largo, fuertemente comillado, se lo leía, mostrando un franco desgano, a un testigo, sentado en una silla, arrastrada allí con anterioridad, de otro recuerdo, o de otra vez en que se me despertó. Leía mal, esta voz, tan tim brada, leía muy mal, creo que cancaneaba, pero la potencia y la cautivación, seductora, que producía, su vozarrón, camuflaban ese pequeño detalle defectuoso, no, ey, no, no era en este orden que se me obligó. Se me ordenó que orientase mi atención, hacia las rendijas, de las persianas, sonidos, luces, lo habitualmente encontrable, en resumen, yo no quería, no se me permitió. Las órdenes, hermana culata, no fueron ejecutadas de inmediato, ¿o sí?, todavía están tratando de categorizarme, bueno, no fue de inmediato, todo esto, se me despertó, hermano punzón, eso sí. Me despertaron con un taladro, hermana culata abandonada, la pistola para taladrar muy cerca de una oreja, cuando la tenía, claro, casi tocando, con la punta del tirabuzón, de acero, mecha de doce, el borde de mi ló bulo, antitrago, luego accionaron el gatillo del taladro, me despertó, estuvo taladrando el aire, hasta recalentarse, un largo rato, mientras con el punzón me puyaban, las llagas, de las lepras. Lo que parecía aire se percibía denso, e irrespirable, por lo menos para cierto tipo, de respiraciones. Y ahora, que habrá silencio, ey, este silencio, mandatado, ¿es mi yacimiento, mineral, tan buscado? Y ahora... «Tengo estas ideas, recurrentes, esquemas, acerca de la alegría, y la felicidad, bzzz, vísceras, que me invitan a pensar, tajantemente, que la felicidad es recurrente.»
Al despertar, casi instantáneamente, se me apareció un niño, ¿qué niño?, que no era el taladrador. Lo percibía algo distanciado, observándome, silueta huesosa, destripable, no estaba al alcance de mi brazo, si lo hubiese tenido móvil, y bueno, así que no podía, pfff, echarle una llave al cuello, y ahor carlo, desnucarlo, o tomarlo de rehén, y negociar. Entonces, ¿quién es? ¿De qué sirve, si no es el taladrador? ¿Para qué me lo trajeron? ¿P odré bajarle los pantaloncillos cortos, e investigar su pito? ¿Cómo le pongo? ¿Con qué lo alimento? ¿Puedo taladrarlo, llegada la oportunidad, de que quiera heredar, mi sitio? Ey, ¿por qué no?, me han pedido cosas peores. ¿Aguantará, así, o hay que vacunarlo, contra la parvovirosis? ¿Ya puedo abusar de él? ¿Tengo que quedármelo, o puedo traficarlo? Lo siento, no sé ser padre, si es que pensaban encajármelo, como hijo, ey, no sé ahijar, a secas, brrr. Pequeño y exitoso patriastra, serás mi primer, y mejor, gobernado. Luego desapareció. Todo en
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vano. O por lo menos me lo apartaron, de donde podía percibirlo, ey, ¿y no es que me habían cerce nado las orejas? El pequeño y exitoso patriastra que fui, claro, no era un hijo, mal encajado, lo que vi, sino una partícula, verdadera, entre mierda, también verdadera, ahora, sólo para amedrentarme, me lo presentan, lo están consiguiendo, para engatusarme, me avisan que está sepultado, verduliento, engusanado, perdido, inaccesible, que ya no es mío, ¿y cuándo lo fue, hermano punzón?, que ya no tengo hijos, que tuve, que lo traficaron, vaya hallazgo, quizá como a mí, puede ser que a un mejor precio, o a un mejor postor, ey, ese hallazgo es viejo, ese vacío, multidimensional. Quizá, debido a las circunstancias, hermana culata, continúa siendo un niño, ajá. ¿Qué niño?, maldito niño inaccesible, con ambos globos oculares, en eso me aventaja, y ambas orejas, en eso aumenta su ventaja sobre mí, pfff. Otro, có mplice, de estos, que me obligan, otro me averiguará qué niño es, a lo mejor no soy yo, sino la versión terrestre de un hombre de mar, si es que me comunico con otro continente, o la versión rural de un hombre urbano, si es que me comunico sin salir del pa ís, ¿o no me comunico, del todo?, no me estoy comunicando, ¿no me estoy comunicando?, entonces la aver sión del hombre, si no me comunico. No, pequeño cadáver receptor. No con este set de órdenes. Otro averiguará, y luego el resultado, de esa pesquisa, me la comerciará, a cambio, ¿a cambio de qué?, bien, trueque barato, bagatelas, a cambio de mis conquistas. Vaya, esta voracidad, y sus prodigios, brrr. Aunque no te hago diana con mis palabras, hermano, eres el más bello de los cadáveres. Quizá en mi niñez, bueno, se puede conjeturar, sé conjeturar, todavía no cobran por eso, estoy sonriéndole, a algo, a alguien, más engusanado que yo, es correcto, todavía tengo, si sonrío, el orbicular de labios, y la mandíbula indemne, los nervios, más o menos, hasta donde se puede, vírgenes. Según parece, la alienación no me ha investigado a fondo. Pero, a pesar de las repetidas denuncias, con carteles, la liberación no me investigó nunca. Claro, los carteles, ¿cuáles?, estaban mal escritos. Pero ahora, que se me engorda, hasta volverme un hiperser, no logro atisbar, con claridad, a todos los que me sonríen, es correcto, ey, ¡Ey! Quizá debería rotar, con un giro de frente, cuando consiga tenerla, soldada, toda junta, al resto del cráneo, modificar, mi foco de atención, y o bservar las sonrisas verticalmente, para distinguirlas, vaya, así que ya me estoy orientando. Bzzz. ¿Esto es un avance? ¿O sigo dominado? P or completo. Alto. ¡Alto! Esa voz con cara, allí, otra vez, ese vozarrón con cara, otra vez, aquí, taladrando, la tabula rasa, ¡esa voz con cara! ¡Esa voz con caras!... Cuerpo inmóvil, templo de las palabras, gatillos de otros cuerpos, «Otro averiguará, y grillos de otras palabras, libera ción. Liberación densísima, no tengo luego el resultado, miedo, a no moverme nunca más, a no arder nunca más, no le temo. de esa pesquisa, me Me obligan, no llego a torpedear, antes de que se concrete. Voces, la comerciará, a aflautadas, anunciando precios, ofertones, cupones para mejorar, cambio, ¿a cambio efectos, de otros cupones, voces, aflautándose, para res ponder. ¿Ya de qué?, bien, ocurrió? Ya ocurrió. Ey, ¿ya ocurrí? Ya. Cuerpo seco, basto, sin un trueque barato, solo bucle de vita lidad. Cuerpo rígido, difícilmente junto, lo que era mi núcleo, ya está artillado, brrr, consumación, muñón, estorbo. bagatelas, a cambio Pronto deberían de aparecer, con sendos carteles publicitarios, porde mis conquistas.» que por algo las pagué, y careras, las credenciales de que estuve vivo. ¿O aún están tratando de categorizarme?, no. No. Palabras masa. Cuerpo pírrico, ya me obliga rán a dormir, claro, no me soportan, ¿ya me obliga rán a dormir?, ajá, concretemos, maldito alimento inaccesible, ya me forzarán, me inyectarán esa sustancia, para noquear caballos, tomarán mi ante brazo, sin disecar aún, que está a diez millas, náuticas, de mi hombro, bueno, ¿y para qué me desmembraron?, escogerán una, entre mi ejército de vénulas, y me noquearán. Pero... aunque me obliguen... quizá mi objetivo... quizá mi misión es ser obligado... sin definir aún a qué... sólo el ejerci cio, la gimnasia, de ser, obligado... vaya paladín, que se consiguieron, ¿quiénes?, ¿esos hambrientos?, ¿esos ojos, esas orejas, fugazmente satisfechas?... esos hambrientos, esas marcas con orejas... Si introdujesen el tirabuzón, en mi trago, hasta llenar, conducto auditivo, externo, izquierdo, ya que soy zurdo, derecho, si resulta que soy ambidextro, y accionasen el gatillo de la pistola, para barrenarme, ¿reaccionaría, culpable, de alguna forma, yo, cuerpo inmóvil de la verdad?, ¿o, tabula rasa, defectuosa, bzzz, me dejaría agujerear?... Ey, conozco algunos, zurdos, que se dejan agujerear, la cloaca, por menos, monedas... cualquier decisión c onlleva la pérdida, pfff, de media verdad... ¿alguien me las canulará, para inyectarme?... necesito ayuda, según tengo entendido, estas venas no se
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canulan solas, hermana escara, hermana gangrena, necesito ayuda... no... no permitiré laguna... en esto... Bueno, al fin. Al fin un temblor. Veamos qué se me puede proveer. Me hallo sepultado en la vida. ¿Me informan que soy un grumo? ¿Ése es el soporte? ¿Ése es el gran cartel, que pagué, carísimo, a precio de trecenas, de carteles? ¿Vocecilla, aflautada, con indicaciones? Me informan que soy un grumo. Atisbaré con gran nitidez, deleitosísima, a quienes me sonríen. Ey, alto, allí, apareció un niño, en mi campo de observación, allí, ey, ¡Ey! ¿Tengo a mano mis conclusiones, anteriores, así me ahorro, el gasto?, no. No. Este niño, ¿de dónde salió? ¿Quién me lo trajo? ¿Ya lo vacunaron, contra el moquillo, el parvovirus? Aún no me lo han ofrendado, en sacrificio, así que, técnicamente, toda vía no puedo tomármelo, para mis deberes. Estos hambrientos. ¿Existe alguna a dvertencia, antes de pasar a consumar mi negocio? Bueno, ey, rápido, carezco de paciencia. Que no queden lagunas, por lo menos, en esta mitad de la vida. Ya me lo apartaron, al niño, ya no lo percibo, me lo retiraron, de mi campo. Resulta más costoso, hermano carero, mantener este cuerpo, con grillos, que conseguirme otro, con retoques, bueno, varillas de botox, cejas, labios, espiritrompa, caripela, intensa mente pixelada. Por favor, que mi caripela esté intensamente pixelada. Si no, ni te molestes. Así que... Alto. ¡Alto! ¿Ya me están obligando? Recuerdos, marcas, agentes, líderes, en agitación, apa rato, propaganda, misiles, antimensajes, mensajes, antimisiles, mensajero, sólo soy, el mensajero, sólo soy el mensajero, ¡sólo soy el mensajero! ¿Ya me estás obligando? ¡Ya me estás obligando!... Cuerpo mínimo. Vaso comunicado a luces, sonidos, aromas, de cualquier potencia. Siluetas huesosas, asomadas al túnel de la vida. Panoramas. Luz, al final, casi destripable. La ciudad convertirá mi ausencia, exagerada , en un problema ideológico. Yo haré de la ciudad un vaso, una vena, a mis órganos. ¿Qué? Me recategorizo. ¿Qué? Como una caverna, hidatídica, crezco, vacío, ideológico, ¿alguien? ¿Solución de engorde, alguien? No describí mi entorno, celdario, si ésa era la opción. No coloreé costumbres, no enseñé, sólo hordas, qué más. No definí mi habitación, ni las condiciones termales, en que me encuentran, quienes me alimentan. No describí las horas que invertí, en empoderarme, ajá. Bien, cuántas fracturas. Y eso que no tengo un tomógrafo, incorporado, en el ojo, bzzz. Quizá... no me tomó horas. Multicausas, congregadas en un solo punto, efecto, lepra, palada de órdenes y estímulos, nocicepción, bueno. ¿Ya estoy al final? Ya estoy al final, de ese cuello, de embudo. Un niño, lesionado en secreto, qué lástima. Ya está sacrificado, comunicado a un vaso de la ciudad. Un niño, en serio. De ese gusano, de la carne, se desgajará el hombre, hiperinformado, y en el surco de su gusanera, se alojarán, naciones, hiperseres, sin necesidad de tanto suero, ni medidas, dietéticas. No describí nada. Su poder de destrucción será brutal, hermoso, embrutecedor, y no tendrá descripciones, ni colores. Tengo que confesarte algo: no tendré descripciones. Soy un niño que los pueblos investigaban en secreto. El secreto se develó. Los pueblos desaparecieron, se borra ron como se borran las pequeñeces en la masa. Yo desaparecí. Ahora nada. Sin descripciones. Sin molestias, por promesa. Bien, allí, ¿se ve?, allí describí algo, algo es algo, si s e invierte, el binóculo, todo se ve más lejos, menos destructor. Maldita muerte inaccesible. Ey, oriento, mi aparato bucal. Qué empréstito. Barrenando. Cuerpo mínimo. Aparte. Brrr. © Topogenario
Topogenario. Escritor nicaragüense (Managua, 1980). Ha publicado la novela Fat boy (Montevideo: Gráficos del sur, 2010) y el libro de relatos Volumen con la editorial Leteo Ediciones (2013). Está incluido en las antologías ¡De Acá! Algo de narrativa joven uruguaya de ahora (Uruguay: Rebeca Linke editoras, 2008) y Flores de la Trinchera, narrativa nicaragüense (Fondo Editorial SOMA. 2012). Blog: http://topogenario.blogspot.com.es.
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Relato
LA INTRAN SI GEN CI A DE LOS COBARDE S por David Lorenzo Cardiel
Uno lucha por lo que quiere. Se precipita a vacíos insondables sin saber dónde estará el fondo y lo que le espera ahí abajo, si es que existe un ahí abajo y una tierra prometida. El infierno es un buen lugar cuando ya se está abajo y se está cansado de la travesía. Pero Uno lucha por lo que quiere a pesar de la indeterminación. Y Uno consigue llegar a lo que imagina, a lo que es, a lo que debería ser, haber sido o fue, o no es. Uno se acomoda ahí abajo y pasa un buen tiempo pensando cómo ha llegado hasta ahí abajo. Siempre se está mejor ahí abajo que en la travesía. Haber llegado hasta ahí ya es un mérito, incluso aunque sea por equivocación. Ahí abajo siempre es un lugar acogedor porque es imposible retornar hasta ahí arriba o hasta ahí en medio, y ni siquiera se s abe si existe un ahí abajo mucho más abajo que ahí abajo. Sin embargo, Uno no se aclimata del todo a estar ahí abajo y necesita explorar otras preposiciones. La luz que brilla entre las rocas es una efímera luciérnaga de adjetivos imposible de seguir. Se ha precipitado por un foso de subordinadas y Uno se lanza hacia ahí abajo sin saber si existe un ahí abajo. Entonces, al llegar, se percata que ahí abajo es ahí arriba, arriba del todo, donde Uno lucha por lo que quiere. Todo es cuestión de acentuar bien los sueños. © David Lorenzo Cardiel
David Lorenzo Cardiel (Zaragoza, 1993) es filósofo y ensayista, aunque también en ocasiones poeta y narrador. Interesado y vinculado tanto al cine como a la música, es colaborador de revistas como Andalán e Hypérbole Magazine, donde destacan tanto sus relatos como sus artículos filosóficos. Pueden encontrarlo, además, en su blog (http://cardielstories.wordpress.com). Actualmente está desarrollando varios proyectos de diversa índole. Estudia física en la Universidad de Zaragoza.
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Relato
DORI A P API RE por Mateo Alonso Ferrera Cuando Arbizu me comentó que tal vez en el aeropuerto hubiera algún sitio para mí yo estaba recién titulado en una carrera, Derecho Internacional, que cursé con el único propósito de darle el placer a mi padre de ver un hijo siguiendo sus pasos y que no se atisbaba en ninguno de los horizontes que dibujaba en mi vida. El compañero Arbizu —tantos años juntos en la primaria y en la secundaria — era hijo y sobrino de dos de los camareros de la terminal y como tal se pudo poner de aprendiz sin necesidad de sortear los problemas de la juventud o la inexperiencia. Arbizu sabía, porque así se lo comenté una noche en el Offenbach, que la posibilidad de un trabajo inminente cortaría de raíz la opción de ingresar de pasante en el despacho de mi padre (idea que me aterraba por partida doble, la profesional y la familiar) y enseguida me dio las señas de un enlace conocido que visité de inmediato y que me contrató como asistente administrativo y que me puso a trabajar de algo que no se le parecía en nada al título pero que en todo caso me iba bien. El laburo era bien sencillo: se trataba de presentarse en la zona de llegadas internacionales del aeropuerto portando una carpeta a modo de estandarte. Un fástener adherido a la carpeta servía de soporte para una cuartilla impresa con el nombre del cliente a recibir. Una vez establecido el contacto, todo consistía en acompañar al recién llegado hasta la zona del aparcamiento donde esperaban las limusinas o los minibuses de los hoteles, en un servicio de cortesía que pretendía ahorrar esa sensación de balsa en el mar que es aterrizar —y nunca mejor dicho— en todo un país extraño reducido al tamaño de una terminal aeroportuaria. Me llevó un tiempo hacerme al papel de hombre anuncio venido a «El laburo era bien menos: aprendí saludos y el «sígame/síganme» en una decena de sencillo: se trataba idiomas, trabé amistad con varios de los chóferes en grado tal que, de presentarse en la cuando no se llenaba el pasaje, me dejaban ir y venir —y tomar algo zona de llegadas en el interín— a los hoteles con ellos e incluso ideé con otros llegadointernacionales del res como yo un ingenio que podía camuflarse bajo la camisa y que nos aeropuerto portando permitía sostener las carpetas en alto sin que por ello se nos cansaran una carpeta a modo los brazos. Tras esto, la actividad en la terminal se tornó monótona, de estandarte.» así que decidí recuperar el chiste, aquello que puede añadirse a lo establecido sin que pierda su esencia pero que ofrece una vía de escape al ahogo de la rutina, de lo ya visto o vivido. Así que en las horas muertas, cuando no recibíamos vuelos de las compañías con las que trabajábamos, me apostaba junto a las protecciones de las llegadas con algún nombre inventado en la carpeta. Utilizaba nombres genéricos o de amplio rango, como «Familia Báez» o « Mr. Fuji», que daban muy buen resultado: los Báez o Nobuku Fuji —o Aiko Fuji o cualquier otro Fuji— veían su nombre en mi anuncio, venían a mí, se presentaban amablemente y me seguían hasta el transporte. Cada día conseguía así dos o tres clientes extra, que se veían sorprendidos primero por el detalle del trato recibido y después por verse frente a un hotel que no habían contratado. La mayoría de ellos lo mismo se quedaban, por tal de no deshacer el camino y por no asumir un entuerto que al fin y al cabo e l único perjuicio que les había reportado era un hotel por lo común mejor de lo que habían pensado para sus vacaciones o viaje de negocios. Con el tiempo el divertimento del engaño derivó en una suculenta comisión que me daban algunos hoteles por cada nuevo cliente que por este medio les consiguiera. Y a buena fe que les resultaba rentable. Tanto que al siguiente mes los ingre sos por comisiones ya superaban el sueldo que me había puesto la empresa: a los treinta clientes diarios que me facilitaban por ofic io podía añadir otra decena larga por beneficio, lo que me reportaba una comodidad de vida que sobrepasaba en mucho lo que antes del verano había calculado como imprescindible. Pronto tomé mi propio apartamento, pude comprar a buen precio una pequeña escúter para los desplazamientos cortos y un par de trajes panameros —a precio ordinario, o no tanto— de Livio Belconte, uno gris marengo y otro cielo balear. Me permitía incluso pequeños lu jos, como el desayunar todas las mañanas en el bistró del Grand Hotel LeBroux, por el simple y
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único placer de empezar el día en los baños de algodón, pequeño reinado, del servicio ajeno: «¿Desea el señor probar la napolitana de grosella?», «¿ desea el señor un poco de azúcar en su zumo?», «¿sacarosa, tal vez?», deseos pululando a mi alrededor, fugaces entre vidrios, cerámicas y cucharillas de postre. Fue una de aquellas mañanas en el LeBroux, mocha y múfin dutaste mediante, cuando advertí en uno de sus diarios públicos, arrinconado en una esquina de las páginas de espectác ulos —que por algún designio editorial quedaban acorraladas entre los anuncios de contactos y los índices bursátiles—, el anuncio de la inminente llegada a la ciudad de la insigne actriz Doria Papire para ponerse a las órdenes de un joven director local que buscaba el gran reclamo de su presencia para el decoro y apaño de su primer largometraje. El vuelo de la diva, aseguraba el diario, estaba previsto para las 17:40 horas del mismo día de la publicación, y a su llegada se aventuraba una «turba amable de fieles seguidores de quien fuera Alex Halle, Sabrine Belduc o Mirna Müllerberg, iconos del celuloide de la primera década del siglo». Iconos, releí. El mundo del cine se me hacía lejano y muy pequeño, y por supuesto era la primera vez que oía el nombre de Doria Papire —o el de aquellos personajes—, pero me gustó su sonoridad apátrida y casi sin mesurar el porqué ya estaba incorporándolo a la lista de capturas propias. El diario no acompañaba imagen alguna de la vedet, así que cuando me aposté junto a las barreras de llegadas, con su nombre bien alto, no sabía a quién esperaba. Las estrellas se dejan «Casi diez minutos notar, pensé. Casi diez minutos después de que la megafonía después de que la notificara la llegada del vuelo, una chica morena, en la treintena megafonía notificara la larga, con pelo cuidado, lacio y lar go y sonrisa hipnótica se me llegada del vuelo, una acercó con un muy correcto castellano: «Hola, soy Doria Papire», chica morena, en la dijo. «Un placer, señora Papire, ¿me acompaña?», dije. Tomé su treintena larga, con pelo valija y emprendí el camino habitual hasta la zona de vehículos. cuidado, lacio y largo y Antes de salir de la terminal caí en la cuenta de la circundante sonrisa hipnótica se me soledad. «¿Viaja usted sola?», inquirí. «Sí. El equipo llega acercó con un muy mañana. Siempre me gusta llegar con un día de adelanto para irme correcto castellano.» haciendo con la ciudad y que el trabajo me llegue como anécdota», contestó. «Bueno». Cosas de artistas, supongo. Uno de los chóferes que rolaba conmigo en aquello del extra me vio llegar a lo lejos, apagó el cigarrillo que fumaba en el zócalo de piedra del edificio en el que se recostaba y vino hacia nosotros: «Señora», saludó. «Hay sitio», me dijo a mí en un aparte. Me hice copiloto y los tres marchamos hacia el Gramm Suites. Al llegar hice el favor de acompañar el escaso equipaje de la actriz hasta la entrada del hotel, donde lo recogería el botones asignado. El bedel me miró a través de las cristaleras e hizo ademán de comprensión cuando le hice la convenida seña del cliente «especial». Cuando quise despedirme, Doria dejó caer que iba a necesitar a alguien que le ayudara con la ciudad, un cicerone a medida que además pudiera encargarse de algún asunto comercial con administradores y representantes que debían tratarse telefónicamente, y que si podría interesarme. «Por supuesto, servidor de usted», dije. «Muy amable. ¿Sube conmigo y le explico?», dijo. Subir. Eso implicaba entrar al hotel con ella, entrar a la habitación con ella, entrar a su mundo con ella. «Adelante», resolví. En el registro se anunció —y así firmaría— como Carmen Ruz Maroca. «Por los curiosos, ya sabe», me confirmó sonriendo. La 11-A era la mejor de las suites del Gramm: disponía de un amplio dormitorio con vestidor, cuarto para invitados —con aseo propio—, salón de recepción, una pequeña pero práctica cucinette, un cuarto de baño de un tamaño aproximado al de mi apartamento, calculé, pero sobre todo una inmensa terraza ajardinada en tres niveles con unas espectaculares vistas sobre la ciudad y la bahía. Recorrida la suite, esperé en el salón de recepción a que Doria acabara de desempacar sus cosas. Apareció al rato portando dos copas de un líquido del mismo color que el vaso. «¿Apetece un rosso?», me ofreció, tomando el sí como única respuesta posible. Hizo inclinar la cabeza y así supe que debía seguirle a la terraza. «Una ciudad preciosa», dije, a modo de introducción. Comencé a explicarle la trama urbanística de la ciudad, cómo había crecido desde el recinto amurallado que no podía verse pero que quedaba insinuado por la trama irregular de las calles del centro, cómo los ingenieros de principios del siglo pasado establecieron que por motivos de salubridad debían abrirse varios ejes en la urbe, y que por eso hoy tenemos las avenidas de Suárez Constable, Libertores o Adelio XV, y algún que otro dato demográfico que había aprendido de Clariela, un guía de la que
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me hice amigo durante las esperas en la terminal. Cuando estaba llegando a la parte del curioso origen de la plaza de la Catedral, antaño cementerio que tuvo que ser desplazado extramuros, me sentí invadido por un enorme sumidero sobre el que se volcaron sin remedio todas mis fuerzas. Un repentino y consciente sueño tomó mi cuerpo, c omo si algún doctor me invitara a contar hacia atrás desde cien y me hubiera dado noventa números de ventaja. Me despertó el teléfono de la habitación, en el otro cuarto: me había quedado dormido (¿me había quedado dormido?) en el cuarto de invitados, con toda mi ropa y un leve dolor de cabeza encima. «¿Diga?», descolgué. «Buenos días, señor. Son las doce de mediodía, señor», respondieron. «Ajá. ¿Las doce...?», me sorprendí en voz alta. «Así es, señor. Desde Gramm Suites queremos recordarle que en el día de hoy debe dar por finalizada su estancia en nuestras instalaciones y abonar los servicios adicionales de prensa, mueble bar y confitería, señor», dijo la misma voz de antes. Pasé la mano que tenía libre por cejas y frente y entonces reparé que debajo del teléfono había un ejemplar del diario del día: dedicaba el bajo portada a la visita a la ciudad de Doria Papire, con un pequeño texto acompañado de una fotografía en la que una afable anciana con unos de esos ojos que son todo abrazos sonreía a cámara. «¿Dónde...? ¿Dónde está ella?», pregunté. «La señora Ruz Maroca marchó esta mañana, señor. Dejó dicho que debía adelantar su vuelo de regreso y que usted correría con los gastos, señor», repuso la voz. Alguna de aquellas palabras —gastos, Ruz Maroca, vuelo— quedaron arremolinadas en el aire hasta que se hicieron proyectil en mi espalda. «Bien, ahora bajo», acerté a decir, con la misma voz de mis letreros ficticios. © Mateo Alonso Ferrera
Mateo Alonso Ferrera (1979) es un escritor español afincado en Barcelona, hijo de emigrantes leoneses. Finaliza los estudios de Arquitectura Superior en 2005, y los de Documentación Sanitaria en 2011; aunque desde bien joven mantiene siempre un ojo en la labor literaria. Es autor del libro de relatos Entre los tilos (Ed. Bubok, 2009). Sus textos han participado en sinfín de certámenes, siendo Segundo Premio del Concurso de Relatos Lletraferits de Sant Boi, finalista en el I Certamen Nacional de Microrrelatos Ciudad de la Coruña y en el I Premio de Microrre latos Manuel J. Peláez (Zafra), todos ellos en 2013. Varios de sus textos han aparecido en prensa escrita (La Vanguardia, 28/XII/2013) y en antologías de relatos y libros solidarios como Bocados sabrosos III o Relatos para Amanat, de la Fundación ACEN. Desde 2006 mantiene la bitácora “Caminos de Modestia” (http://teillu.blogspot.com), seleccionada en 2007 como uno de los tres mejores blogs de ficción de Latinoamérica por el diario 20Minutos.
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IMPU TADO por José Vaccaro Ruiz —¡Estás imputado! —¿Imputado?, ¿pero qué coño dices, tío? —Me lo acaba de soplar el secretario del juzgado que lleva la Operación Ciclón. Pepe Castejón se quitó el móvil de la oreja para comprobar quien era el que en efecto le llamaba. Sí, era Manuel Soteras, uno de los asesores de la Consellería de Governació. Pero, ¿qué cojones le es taba diciendo?, ¿imputado? Dudó si decirle que ya estaba bien de cachondeo, con lo que estaba ca yendo podía ser una broma pesada. Pero algo en e l tono de voz escuchado le hizo preguntar: —Explícame de qué cojones estás hablando. —Lo van a llamar Operación Saturno. ¡Joder, vaya imaginación le está echando la policía y los jue ces!, ¡Operación Saturno!, ¿qué tendrá que ver Saturno con...? —Déjate de planetas y ves al grano. ¿No me estarás levantando la camisa, eh? —Ojalá fuera eso. ¿Te suena lo de la Operación Ciclón, no? —La pregunta era obligada, con tanta corrupción a derecha, izquierda y centro, pronto se agotarían las palabras del diccionario de la RAE para designarlos. Hubiera sido mejor que en vez de apellidarlas les hubieran puesto número. Ante el silencio de Castejón se vio obligado a explicar: —Sí hombre, sí. La recalificación de unos terrenos en el Baix Llobregat, al lado del aeropuerto. Aquella en que está metida la familia Cabrera, el alcalde y el que fuera director de urbanismo de la Generalitat. —Me suena, pero yo de eso, ni flowers. —De eso tal vez no, pero resulta que hace un año el juez que lo lleva autorizó pinchar los teléfonos del alcalde. Y ahí apareces tú. —¡Para, para! —Castejón decidió que aquello que tuviera que decirle sería mejor vis a vis—: ¿Dónde estás tú ahora?
«Él no había metido el moco en lo del aeropuerto. Lo intentó, pero desde el partido le dijeron que tranqui tronco, ya había suficiente gente chupando de aquella mamella [teta] como para que se enganchara otro más.»
—En Barcelona, en las oficinas del partido. —Yo en la Mancomunidad, en la Zona Franca. ¿Te va bien que pase por ahí en media hora? —Vale, en Secretaría. Sí, es mejor que lo hablemos en persona. Castejón estaba convencido que debía tratarse de un error. Él no había metido el moco en lo del aeropuerto. Lo intentó, pero desde el partido le dijeron que tranqui tronco, ya había suficiente gente chupando de aquella mamella [teta] como para que se enganchara otro más. Y él quieto parao, siempre cumplía lo que le decían. La verdad es que lo sintió porque, según se enteró más tarde, la mordida para el pozo de los reptiles fue de cuatro millones a repartir, y no era de extrañar ya que en aquellas veinte hectáreas, donde antes de aprobarse el nuevo plan solo se podían cultivar alcachofas y coles, de repente se levantarían centros comerciales y torres de veinte pisos de altura. Salió de su despacho y se encaminó a uno de los tres ascensores. El edificio de la Mancomunidad de Municipios del Área Metropolitana de Barcelona, donde el secretario de organización del partido lo metió cuando perdió las últimas elecciones municipales , se distinguía por el lujo asiático de su decoración y mobiliario. Era, junto con la Diputación, el Puerto o la Zona Franca, el pesebre viviente en donde cantidad de políticos en el dique seco como él picoteaban y cobraban a final de mes sin dar
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un palo al agua. Porque, aunque quisieran hacer algo —si de provecho o no, eso vamos a dejarlo—, no es que tuviera la tal Mancomunidad de Municipios excesivas competencias, prácticamente solo la del transporte. La Manco, como se la llamaba acertadamente por lo inútil y lo poco que pintaba, era el resabio que quedaba de la antigua Área Metropolitana, en su momento bajo la bota sociata. Su final quedó sentenciado cuando el muy honorable señor Jordi P ujol decidió que le podía hacer sombra y la dejó vacía de competenc ias de un plumazo legislativo del Parlament que él dominaba por mayoría absoluta. Hueca de contenido sí que lo estaba, pero llena a reventar de políticos y funciona rios que seguían haciendo acto de presencia, los primeros menos que los segundos, criando a llí trienios y quinquenios mano sobre mano. Aunque, como ya se ha dicho, no era la Manco una rara avis, bien al contrario, existían cantidad de agujeros negros en forma de empresas públicas, consorcios o consejos comarcales por donde cada año desaparecían miles de millones de euros en nóminas. La estructura piramidal de los partidos políticos se asienta en una base henchida de gentes que tienen la política como su forma de vida desde que hacen la primera comunión, y a nadie se le ocurre echarlos a las tinieblas exteriores porque podía ser que la pirámide, falta de ese área de sustentación, se desmoronara y el que está arriba, en el vértice, diera con su culo en el duro suelo. Los múltiples compadreos y relaciones cruzadas de unos con otros, una especie de Santa Hermandad o de logia masónica dependiendo del gusto de cada cual, hacen esa pirámide tan duradera como las de Keops o Kefrén, siempre naturalmente que los costaleros de abajo no se meneen. De manera que a no mover ni una ceja porque, como dijo en su día el ilustre Alfonso Guerra, el que lo hace no sale en la foto. Las dos cuestiones claves en los mentideros de la partitocracia son, cuando el partido de uno ha ganado las elecciones preguntar: ¿qué hay de lo mío?; y si las ha perdido: ¿Ahora adónde voy? Castejón, mientras se acomodaba en el asiento trasero del coche oficial y le indicaba a su chófer el partido como punto de destino, le daba vueltas a lo que le había dicho Soteras: ¿Imputado?, ¿y relacionado con el Baix Llobregat? No podía ser. Si se tratara del Vallés o del Maresme, donde él había sido alcalde, lo entendería. Allí conservaba muy buenos amigos y ejercía de conseguidor, pero en el Baix, ¡ni hablar! Ya le gustaría, ya, pero era un espacio cerrado por parte de un par de exalcaldes y exministros, y al que se le ocurría meter la mano sin su nihil obstat se quedaba sin dedos. En el partido lo que uno debía aprender, si es que quería subsistir, era respetar los cotos priva dos de caza de los demás. «Allí se encontraban, tras la puerta blindada que cerraba el recinto, los dosieres que el número dos del partido, él, quería tener a mano y bajo su estricta y personal vigilancia.»
Saludó a los seguratas de la planta baja oc upados en formatear a una pareja de tipos que pretendían entrar en la Casa del P ueblo, depositados sus relojes, el móvil y las monedas en una bandeja y aún así el escáner seguía pitando. Castejón cogió el ascensor y alcanzó el segundo piso. Recorrió la nave mientras iba saludando a los pocos funcionarios que estaban en sus mesas, hasta llegar frente a Inma: —¿Está Soteras con el secre? —Le preguntó. La mujer pulsó el botón del comunicador anunciando al visitante, y del otro lado la voz de vicetiple del secretario de organización, Pere Tarragona, le dijo que podía pasar. Las cuatro paredes del despacho de Tarragona, en lugar de empapeladas o pintadas estaban repletas de estanterías sobrecargadas de carpetas. Allí se encontraban, tras la puerta blindada que ce rraba el recinto, los dosieres que el número dos del partido, él, quería tener a mano y bajo su estricta y per sonal vigilancia. Muchos pagarían una fortuna por poder hocicar en ellos, saber los puntos flacos de alcaldes, consellers o ministros, quien le daba al polvo (al nasal o al vaginal), tenía un amigo entrañable como guardaespaldas o un serrallo de amantes en Madrid y Barcelona. P or no decir estar al tanto del importe de los pringues de las concesiones administrativas, las recalificaciones urbanísticas o los contratos de adjudicación de obras. Tarragona, detrás de su buró a modo de trinchera y Soteras frente a él, le dieron la impresión a Cas tejón de que su llegada había interrumpido lo que fuera que estuvieran hablando y no deseaban que él supiera. Con su barbilla el secre le indicó la silla vacía junto a la que ocupaba Soteras. NARRATIVAS
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—Ya te habrá puesto en antecedentes , Manolo. —No, solo que estoy imputado por el juez que lleva lo del aeropuerto. Tarragona cogió un legajo y lo puso delante de Castejón. —Este es el auto. Pero no tiene que ver con la recalificación del Baix. —¿Entonces...? —¿Recuerdas a María Peña? A Castejón no le sonaba el nombre. La cara que mostraba hizo que Tarragona se lo recordara: —Si hombre sí, es la sobrina de Romá Torrent, el exconseller de Sanitat. —La vista de Tarragona se dirigió a uno de los rincones de las estanterías, allí debía estar el historial de la Peña, el Torrent, y la madre que los parió—. Hace un año, cuando perdimos el Govern de la Generalitat ella, María Peña, estaba como jefa de su gabinete de prensa, allí la había colocado su tío. ¿Vas recordando? —y ante la aquiescencia de Castejón—: Y al ser un cargo de confianza se quedó en la calle. Le habíamos preparado una oposición restringida para que entrara de funcionar ia, pero la convocatoria de elecciones anticipadas impidió que se llevara a cabo. Castejón iba en efecto recuperando los datos. Aunque se trataba de un tema menor. El otro seguía: —Yo te llamé para que te pusieras en contacto con Xavier Ventura, el alca lde que está imputado por el tema del aeropuerto. Se trataba de que él la contratara como jefa de negociado del Área de Participación Ciudadana. Xavier le montó un concurso de méritos que ella ganó y punto pelota. —Sí. ¿Y dónde está el problema?
«La vista de Tarragona se dirigió a uno de los rincones de las estanterías, allí debía estar el historial de la Peña, el Torrent, y la madre que los parió.»
—El problema surgió porque la llamada que tú le hiciste a Xavier para que fuera ella la que ocupara la plaza que salía a concurso la grabó ese cabrón del juez dentro de la Operación Ciclón. Esa lla mada y dos más en las que Xavier te explicaba que había tenido que presionar a los miembros del tribunal para que fuera la sobrina de Torrent quien ganara el la oposición. Se presentaron ciento y pico aspirantes a los exámenes y ella no era ni de largo la más apta. Por decirlo suavemente fue una de las peores. —¿Y...? —Seguía sin ver de dónde caían los chuzos de punta. El descrito era un sistema empleado cientos de veces para meter a gente en la administración, un concurso amañado, una comilona con foie, Cinco Jotas y Vega Sicilia a los miembros del tribunal examinador, incluido el regalo de una tableta de última generación como agradecimiento por elevar a los altares del paraíso funcionarial a quien el Ilustre designara, firmar el acta, y ahí se acababa la historia. —Pues que a la vista de esas llamadas su señoría considera que ha habido tráfico de influencias y te ha empapelado como coautor, junto a Xavier, naturalmente. —¿Puede hacerlo? —No es que pueda, es que lo ha hecho. —¿Y ahora? —Te llamará a declarar acompañado de tu abogado. Ante la cara de circunstancias de Castejón: —Aunque es un tema penal, el partido corre con todos los gastos, no te preocupes. Se hizo un denso silencio. Aparte de la imputación, lo que ahora le preocupaba a Castejón era las consecuencias inmediatas de ello. Era verdad que ante la cantidad de imputados pendientes de juicio, el partido se había envuelto en la bandera de la presunción de inocencia y tomado la decisión de no hacer dimitir a nadie, incluso un avispado ex ministro había dicho que él solo se retiraría temporalmente de su poltrona de diputado cuando se abriera la vista oral, es decir y probablemente cuando
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ya estuviera en el cementerio. Y lo mismo hacían los políticos de los otros partidos, allí no dimitía ni San Pedro. Aunque él era más nindungui y podía ser que lo quisieran utilizar como un ejemplo de transparencia. Pero el secre lo tranquilizó. No porque no fuera un don nadie, que lo era, sino porque no se quería crear un precedente en lo de dimitir, de manera que pasaría a formar parte del rebaño de imputados que continuaba cobrando del erario público mientras los leguleyos del partido se dedicaban al decathlon de alargar la instrucción todo lo que podían. Así se lo dijo el secre a Castejón—: Bienvenido al club, chaval. —lo que le permitió respirar. —¿Y cuándo me llamará el juez a declarar? —No creo que tarde mucho. Calculo que en el plazo de un mes. —¿Y qué opinas tú? El secre se encogió de hombros, una forma de decirle que no quería coger ningún compromiso con él. —Silvestre Cuyás, el mismo abogado que está llevando lo del aeropue rto se pondrá en contacto contigo. —Tras decir aquello Tarragona dirigió una mirada a la espalda de Castejón, hacia la puerta de su despacho. Era la forma de decirle que ya estaba todo dicho y que la reunión se había acabado. Él hubiera querido permanecer más tiempo, sacarle un compromiso más explícito de que no lo deja ría tirado, pero comprendió que el otro lo que más deseaba era sacárselo de delante. —Bueno, pues me voy. —Y se giró hacia Soteras por ver si salía con él. —No, él se queda conmigo —Tarragona—, tenemos temas pendientes de qué hablar. *** «En total eran cuatro las pruebas previstas, tres escritas, que ocupaban las cinco carpetas apiladas a la derecha del secretario, y una entrevista final, de esta última no existía grabación, solamente las actas de valoración de los miembros del tribunal.»
La sala de vistas del juzgado fue el lugar en donde se realizó el careo entre Castejón y el alcalde Xavier Ventura. Aparte de ellos, del juez, su secretario y una administrativa a cargo de la intendencia, estaban presentes Cuyás y la fiscal, Antonia Romeu. Los argumentos de la defensa consistían en que la sobrina del exconseller había realizado un exa men impecable, y de ahí que ganara la oposición, con lo cual las llamadas cruzadas entre los dos imputados comparecientes carecían de significado. La fiscal, por el contrario, disponía de unos informes periciales valorando los exámenes que María Peña había realizado dejándola de chupa de dómine.
Al concurso oposición se habían inscrito ciento treinta y dos aspirantes a la plaza, de los cuales se presentaron a examen noventa y cinco. En total eran cuatro las pruebas previstas, tres escritas, que ocupaban las cinco carpetas apiladas a la derecha del secretario, y una entrevista final, de esta última no existía grabación, solamente las actas de valoración de los miembros del tribunal. P ues bien, resultaba que la sobrinísima —así llamó la fiscal en un momento dado a María Peña, algo que fue protestado por el defensor, debiendo la acusadora rectificar—, había aprobado rozando el larguero cada una de las tres pruebas escritas, en una quedó la última y en dos la antepenúltima, llegando a la entrevista con clara desventaja respecto a los cuarenta y dos aspirantes finalistas. Pero resultó que la tipa debía ser un émulo de Emilio Castelar, porque el tribunal la calificó con un 9,85 sobre 10 en el oral, teniendo el que la seguía un 5,95. Este hecho, junto a que por sugerencia del alcalde aceptada por todos, esa última prueba se valorara el doble de las otras, la colocó en cabeza ganando la oposición por doce centésimas. A la fiscal su jefe le había dado barra libre en aquel asunto. Una llamada recibida de uno de los adláteres del actual conseller de Sanitat que se la tenía jurada a su antecesor, quien no era otro que el tío de María Peña, le transmitió la orden de que, contrariamente a lo que ocurría cuando los acusa dos eran miembros del partido en el poder que lo había designado a él, en esta ocasión fuera a
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saco—: ¡Pero a saco!—. Le insistió. Y Antonia Romeu estaba disfrutando de lo lindo. Ahora iba a por el alcalde: —¿Sabe usted que en el interrogatorio que dentro de la instrucción se le practicó a doña María Peña, repitiéndole las mismas preguntas de la entrevista que se le hizo en la oposición —tales preguntas eran el único rastro escrito que figuraba en las actas de la prueba oral—, la señora Peña se equivocó en varias de las respuestas? —Ha pasado ya casi un año —Ventura—, y como puede usted imaginar, en el ejercicio de mi cargo de alcalde cada día trato infinida d de asuntos. No recuerdo con precisión los términos de la entrevista con María Peña, lo único que sé es la calificación que obtuvo por parte del tribunal, que como usted sabe es un órgano colegial. —Dilo así tío: Fuenteovejuna, todos a una—, le había advertido su abogado, y era la tercera vez que mencionaba lo del órgano colegial en un intento de extender la mierda lo más posible. Acto seguido la fiscal, pasando su mirada de uno a otro imputado, volvió a preguntar al alcalde, que era de ambos la pieza mayor a batir: —¿Recuerda usted cuántos aspirantes presentaron la instancia para concurrir a la oposición? —No lo recuerdo. —Iba a insistir en lo ocupado que estaba velando por los intereses del municipio, pero prefirió silenciarlo. —Fueron ciento treinta y dos, tengo aquí la lista con sus nombres y domicilio. Sesenta y uno residían en el municipio que usted preside. ¿Sabe lo que eso significa? El abogado le había dicho que procurara siempre responder con un sí o con un no, o permaneciera callado. Y eso hizo.
«Acto seguido la fiscal, pasando su mirada de uno a otro imputado, volvió a preguntar al alcalde, que era de ambos la pieza mayor a batir.»
—¿No lo sabe?, pues yo se lo diré: Que ciento treinta y dos personas creyeron de buena fe que te nían una oportunidad para lograr la plaza. Que ciento treinta y dos personas se prepararon los cincuenta temas de la oposición, fueron a una academia, hincaron los codos y se quema ron las pestañas estudiando, puestas sus ilusiones en llegar a ser los mejores, creyendo que se trataba de una compe tición limpia y justa, confiando en la honradez del tribunal, y en particular en la de usted que lo pre sidía. —Señoría, por favor... —El abogado defensor. —Letrada, le ruego que formule preguntas concisas. —Señoría, es lo que hago. Es evidente que hubo un trato de favor que perjudicó a esos cien ciuda danos que creyeron que serían valorados con equidad, convencidos de que se juzgarían solo sus méritos y sus conocimientos, no por su parentesco con determinados políticos o partidos políticos. Y dirigiéndose de nuevo al alcalde: —Porque para cubrir esa plaza interinamente usted, señor Ventura, podía haberle hecho un c ontrato indefinido a la señora María Peña. No necesitaba para nada montar una oposición. Pero claro, usted quería ir de puro, no deseaba que lo acusaran de nepotismo, de abuso de autoridad, de hacerlo a dedo. Y por eso orquestó semejante tinglado para cubr irse políticamente las espaldas, para ocultar su falta de arrestos, para eludir su responsabilidad y... ¡su hombría! —¡Señoría...! —De nuevo Cuyás. —Letrada, tengo de nuevo que pedirle plantee cuestiones precisas. Ya se valorarán los hechos en su día cuando se juzgue el caso. Ni a Castejón ni a Ventura les gustó oír aquello, que les sonó como una sentencia condenatoria. —No tengo más preguntas, señoría —La fiscal—. Creo que los hechos hablan por sí solos. Se amañaron los exámenes y su valoración para que la señora Peña fuera la ganadora del concurso. Hubo tráfico de influencias a través de los dos imputados y prevaricación por parte del alcalde al dictar una resolución a sabiendas de que era injusta. Utilizó su influencia y el dinero del municipio para
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presionar a los miembros del tribunal hasta conseguir su propósito. —Levantó la fotocopia conteniendo la nota de gastos que al ayuntamiento le supuso el tribunal de la oposición: quinientos se tenta euros la comida y mil setecientos las cuatro plumas Mont Blanc modelo Mozart obsequio de la casa a cada uno de sus miembros. El juez dirigió una mirada a la grabadora, que seguía acumulando dígitos en su diminuta pantalla y cinco minutos más tarde dio por terminado el interrogatorio. *** A los tres días Castejó n y Ventura se encontraba sentados frente a Tarragona en la sede del partido. Sobre la mesa la prensa de ese día y de los anteriores. —Supongo que habréis leído lo que dicen de vosotros referido a la Operación Saturno. Menos gua pos os tratan de todo, a vosotros y de rebote también al partido. —Era de esperar. El Mundo, La Razón y La Gaceta tienen sus artículos dictados y preparados pase lo que pase. Ya escampará. —Puede que escampe, pero el partido tiene que hacer algún gesto, demostrar que actúa. —¿Dar de comer a las fieras el solomillo de este y el mío? —Ventura, que intuía por dónde iba el secre. —Imagen, querido, es una cuestión de imagen. —¿Y que has imaginado tú? —Con sorna. «A los tres días Castejón y Ventura se encontraba sentados frente a Tarragona en la sede del partido. Sobre la mesa la prensa de ese día y de los anteriores.»
Castejón permanecía callado, al lado del alcalde él era un pelanas. Estaban los dos en el mismo barco, pero el único que podía llevar la nave a puerto de aguas tranquilas era el otro, a él no tendrían ningún problema en arrojarlo al pie de los caballos sin mover una ceja. Tarragona creyó que era el momento de ir al grano: —Tú, Pepe, dimitirás de tu cargo en la Mancomunidad de Municipios, ya arreglaremos una indemnización. Y tú, Xavier, dejarás la alcaldía pero seguirás de concejal. Tienes mayoría absoluta y si como espero y deseo el asunto queda en nada, podrás volver a ser alcalde.
Castejón se sabía sentenciado y no abrió la boca para protestar. Creyó que si bajaba la testuz y decía amén seguiría teniendo caché para mantener su papel de conseguidor, algo que si se oponía a lo que el secre planteaba perdería y sería considerado un apestado por los hasta hoy compañeros de partido. El alcalde planteó más resistencia pero finalmente claudicó, faltaban tres años para las próximas elecciones y el daño temporal de su renuncia a la alcaldía no tenía porqué ser irreversible. *** Cuatro meses y medio más tarde Cuyás y Tarragona estaban compartiendo mesa en un reservado de La Dama. Tras unos pulpitos y un arroz a banda habían llegado a los postres a caballo de una plá cida conversación hablando de Messi, del sí o el no del rescate de España por parte de la UE y del tiempo que hacía esa primavera. Con un Macallan delante del abogado y Tarragona con un café al que estaba dando vueltas con la cucharilla —el secre era abstemio, solo bebía agua de Solares —. Fue en ese momento cuando hablaron de lo que les había llevado a encontrarse allí. La Operación Saturno. —Bien está lo que bien acaba, ¿eso dice el refrán, no? —Sí —Tarragona—, has hecho un buen trabajo. —Ya te lo dije desde un principio, las grabaciones conseguidas de las conversacio nes entre Castejón y Ventura se obtuvieron en el marco de la Operación Ciclón, la recalificación de aeropuerto. P or eso
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estaban viciadas ab initio y acabarían siendo declaradas nulas como prueba. Hay antecedentes, el caso Naseiro, el secretario del Partido Popular al que lo grabaron sin autorización judicial, o el mismo Garzón, con las escuchas en el caso Gürtel, que además de ser excluidas del sumario, acaba ron con su carrera judicial. —Sí, ha costado, pero al final el juez lo ha reconocido. —Aunque tampoco fue fácil, recordaba Tarragona. Hubo que amenazar a su señoría con que si no atendía a razones acabaría como Garzón, engrosando las estadísticas del paro. Solo así se le bajaron sus ínfulas de Justicia Mayor del Reino. —¿Y respecto de Castejón y Ventura?, ¿volverán a dónde estaban? —Puede, es un tema que no corre prisa. Conviene hacer un escarmiento para que mi gente —así se refería el secre a los que tenía bajo su batuta — se acostumbre a apechar con las consecuencias si no hacen las cosas bien. Veremos. Tras una pausa, ocupada en una libación al whisky por parte de Cuyás y de dos sorbos de café por Tarragona, el primero preguntó: —Ahora que ya es historia pasada, y volviendo a lo de antes, me gustaría que me respondieras a una cosa: Al principio de todo, en el preciso momento de salir a la luz lo de la oposición de la sobrina del exconseller, yo te informé de que las grabaciones que habían dado pie al tema eran ilegales. Pero tú me dijiste que no lo alegara, que esperara. ¿Por qué?, entiendo que si hubié ramos atajado el asunto de buen principio hubiera sido mejor para todos. Abortada de inicio la tan cacareada Opera ción Saturno, los dos se quitarían la imputación de encima, no hubiéramos llegado a juicio y el par tido se habría librado de un problema. Tarragona volvió a tomar un sorbo, había dejado de mirar a Cuyás y sus ojos estaban fijos en el mantel. El abogado comprendió que estaba valorando si podía sincerarse con él o no, y le dio tiempo para que lo decidiera. Sabía que cualquier insistencia no solamente sería inútil, sino negativa. —En estos más de cuatro meses la cosa ha estado movida, ¿estarás de acuerdo conmigo, no? —Tarragona.
«Al principio de todo, en el preciso momento de salir a la luz lo de la oposición de la sobrina del exconseller, yo te informé de que las grabaciones que habían dado pie al tema eran ilegales.»
—Sí, han aparecido varios —iba a decir escándalos, pero se contuvo—: temas que han afectado al partido. Dos nuevos casos de presunta corrupción que han dejado tocados a los dos consellers que se creyeron lo de la amnistía fiscal y afloraron los millones de euros que tenían en Suiza. Y sobre todo la Operación Solaris, con el mismísimo president imputado. De esto último hace dos semanas. —Sabrás las presiones de la prensa para que el president deje el cargo. Los adversarios políticos han puesto toda la carne en el asador para conseguirlo. Nunca antes había estado imputado ningún molt honorable [muy honorable], ni siquiera Jordi Pujol con Banca Catalana, y los medios compinchados con los demás partidos no han parado de dar por el culo: « President dimissió» [Presidente dimisión], «Fem nateja» [Hagamos limpieza], «La dona del César» [La mujer del César]... Una campaña en contra que ahora, en estos tres últimos días, ha desaparecido. O al menos ha perdido viru lencia. ¿Y cuál es la razón? Se acabó el café. —¿Lo sabes, no? Es el hecho de que se haya levantado la imputación sobre Ventura y sobre Caste jón. Gracias a eso he podido contraatacar y conseguir aflojar la presión para que el president dimitiera. Es como la teoría del caos: el aleteo de una mariposa puede provocar un tsunami al otro extremo del mundo. Creo que es el mecanismo que mejor define el comportamiento interco municado del universo, algo que en política es fundamental. He podido —la primera persona empleada era un reflejo del poder que lo imbuía— defender la presunción de inocencia de un imputado como es el president, y su mantenimiento en el cargo a pesar de su imputación, por el daño injusto e irreparable que ahora se demuestra han recibido tus dos defendidos sin haberlo merecido, al ser declarada la nulidad de las actuaciones contra ellos, víctimas ambos de una lapidación mediática injusta por
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cuanto al final ha quedado en nada la acusación que pesaba sobre sus cabezas. Digamos que Caste jón y Ventura son el aleteo de la mariposa y nuestro querido president es el tsunami. Cuyás removió los cubitos de hielo que sobrenadaban en el Macallan. Lo entendía, además de quedarle clara una evidencia que por otra parte ya suponía: La justicia para Tarragona, como para todos los políticos, era una ficha más del tablero de ajedrez donde se desarrollaba su maquiavélico juego junto a los mass media, el dinero, la Casa Real o los parlamentos. El caso Saturno y él mismo habían sido el peón —el aleteo de la mariposa — que, llegado a la octava fila del damero, alejó el peligro de jaque mate sobre el rey, en este caso el president de la Generalitat de Cataluña. Diez minutos más tarde, tras firmar Tarragona con la Visa Oro del partido el coste de los doscientos noventa euros de la comida, ambos se separaban en la Diagonal. Cuyás al aparcamiento en busca de su Mercedes y Tarragona instalado en el interior del Audi que su chofer tenía c olocado en doble fila en la bocacalle de Enrique Granados. —Vamos a casa, a la sede del partido. —Le soltó Tarragona mientras pasaba su pulgar por el Ipod y empezaba a leer y contestar correos. © José Vaccaro Ruiz
José Vaccaro Ruiz. Arquitecto y abogado. Es autor de las novelas Ángeles negros (Atlantis, 2009), La vía láctea (Neverland, 2010), La granja (Ediciones Atlantis, 2011), Catalonia Paradis (Neverland, 2011) y Tablas (Neverland, 2012).
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Relato
UN EXAMEN por Leandro Llamas
Pensaba en todas esas hojas amarillas y marrones que revoloteaban por el patio. Y por la acera. Y por la calzada. Y se preguntaba hacia dónde irían. Y si hubiese estado un poco más atento habría visto que no iban a ninguna parte, que caían un poco más allá, y se volvían a levantar, y entonces caían un poco más acá, y se volvían a levantar, y regresaban al punto de partida. O muy cerca. Y se habría dado cuenta de que todas esas hojas se quedarían revoloteando por allí, por el patio, y por la acera, y por la calzada, hasta que una cuadrilla de trabajadores uniformados de verde las retirase para dejar sitio a las hojas que caerían después. Lo que pasa es no estaba atento. Porque, en realidad, le importaba bien poco hacia dónde iban las hojas. Su cabeza sólo se había parado en ellas por casualidad. Lo que de verdad le importaba era hacia dónde iba él. Pensaba en el espléndido día que miraba desde la ventana. En el sol, en el frío, en la calle casi de sierta y en la suave brisa que la mecía. Lo sintió como si fuera suy o, como si lo hubiese comprado para su exclusivo disfrute. Casi se enorgulleció de una adquisición tan acertada. Y pensaba en la banda sonora, en la música que podría irle bien a un momento como aquél. Y recordó varias cancio nes que podrían servir, pero todas eran melancólicas, tristes. Pensaba en volver a casa a mediodía. En besar a su mujer en la comisura de los labios. En acari ciarle la mejilla. En saborear su extraño cocido experimental. En recostarse a su lado en el sofá. En decirle lo bien que se encontraba con ella, en su casa. Pero no tenía casa a la que volver. En el re parto, Mónica había salido ganando. Así que tomaría el menú del día en el bar de siempre, brindaría a la salud de su abogado, y luego daría una vuelta por ahí, esperando que llegase la hora de dormir. O esperando que llegase el fin de semana. Pensaba en Tortosa, que vagabundeaba por el patio. Por el patio. O «Pensaba en Tortosa, sea, que no estaba en clase, haciendo el examen. Ni se dio la vuelta que vagabundeaba para comprobarlo. Y qué, pensaba. Y qué, si Tortosa no estaba por el patio. Por el haciendo el examen. Qué importaba. Y si Tortosa hubiese sido un patio. O sea, que no alumno aplicado y hubiera sacado un nueve en el examen, como el estaba en clase, que va a sacar Izquierdo, qué. Qué importaba. Total, para conseguir haciendo el examen. una beca, terminar una brillante carrera de exactas y acabar de inNi se dio la vuelta terino dando clase de lo que sea en un instituto de pueblo. Sí, de para comprobarlo.» pueblo. Grande, pero pueblo, digan lo que digan. Para pasar una semana detrás de otra esperando que llegue el viernes. Para salir corriendo en cuanto se presenta la más mínima ocasión. Qué coño, hace bien en quedarse en el patio, al sol, fallando una canasta detrás de otra y quemando un cigarro furtivo. Pero pensaba también en las pecas revoloteando por la espalda desnuda de la sustituta de francés, como las hojas secas por el patio. Y sonrió. Pensaba en Tortosa. Otra vez en Tortosa. En que le iba a aprobar. Es más, en que le iba a poner notable. O sobresaliente. Sin hacer el examen, a ver qué pasa. Y que se joda Izquierdo. Pensaba en una compleja combinación de asuntos propios , permisos, enfermedades, festivos y puentes que no terminaba de cuadrarle. Y tenía que cuadrarle. Como fuese. Tenía que encajarlos de cualquier forma para poder huir de ese agujero aunque sólo fuera una semana. Sólo una semana, por favor. Pensaba en el examen. No era fácil. ¿Cuántos iban a aprobar? Izquierdo, Tortosa por la cara, por supuesto, y muy pocos más. Casi se arrepintió. Pensó entonces en aprobarlos a todos, y de paso, en ahorrarse los numeritos de los padres indignados. Pensaba también en lo que pasaría si le dejasen examinar a algunos de esos padres indignados. A los padres indignados de esos niñatos maleduca -
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dos y sobreprotegidos que se atrancaban con operaciones elementales y no sabían cómo despejar una ecuación de primer grado. Y encima se que jaban. Los niñatos se quejaban, sus padres se quejaban. Y a veces iban más allá de la queja. Mucho más allá. Pensaba que no había derecho, que alguien debería hacer algo. Pensaba en la Consejería, en el Ministerio, en el Gobierno, en la sociedad. Y durante unos minutos, pocos, no pensó en sí mismo. Y después ya sólo pensaba en pedirse una baja indefinida. Por depresión. O por cojones. Hasta que un trabajador uniformado de verde lo retirase para hacer sitio al siguiente. Pensaba en todas esas cosas en que se puede pensar en un aula, durante un examen, mirando por una ventana. O en casi todas. © Leandro Llamas
Leandro Llamas Pérez, nacido en 1966 en Murcia, donde sigo residiendo a estas alturas. Licenciado en Derecho en 1989. Abogado en ejercicio desde 1993, después de tres años y medio de frustrante preparación de oposiciones, y en la actualidad abogado y asesor jurídico de la Cámara de Comercio de Murcia. Ha publicado relatos en las obras colectivas 26 Historias que no vienen a cuento (VV.AA., Ed. Tres Fronteras, mayo 2010) y Érase una vez... Un microcuento (VV.AA., Ed. Diversidad Literaria, mayo 2013), así como en las revistas Acantilados de Papel (septiembre 2013) y En Sentido Figurado (noviembre 2013).
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Relato
LO QUE TRAJO LA NOCHE
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por Salvador Alario Bataller Para nosotros, la mujer se llamará simplemente María. Tal vez no tenga el menor interés que fuere hermosa o inteligente, que no son, en modo alguno, dones magros; pero lo que sí incumbe para la presente historia son sus miedos, sus desvelos y sus noches. Algo más se ha de decir, no obstante, aparte de lo anterior. No eran pocos los que se preguntaban porqué una mujer de sus características andaba siempre sola y se apartaba contumazmente de aque llo que los jóvenes de su edad apetecían. La razón inconfesa de su solitud y ostracismo voluntarios estribaba en que María descreía de toda aquella gris silva de vidas humanas de inefable factura. Del hombre y sus obras solamente le interesaba la palabra. No tuvo biblioteca paterna donde huir del mundo, solo cuatro libros que ella compró con esfuerzo y más de una privación, y amigos pocos. Una vez conoció a un hombre, quien le acabó atropellando hasta el diálogo, después de lo cual, amén de ser insegura y timorata ab ovo, decidió que la acompañase solo su sombra. Por todo lo dicho, acabó refugiándose entre las paredes de su pequeño aparta mento, en compañía de aquellos cuatro libros y una plétora de recuerdos familiares, esos amigos veros y a veces dolientes que, según dijo Stoker, nunca traicionan. Había, sin embargo, ciertas partes terribles de su vida que únicamente ella sabía y que, a duras pe nas, arrostraba. Cuando atardecía y la noche se insinuaba vagamente en su biblioteca (o lo que ella llamaba con este nombre), una actitud alerta y expectante se apoderaba de ella porque comenzaba a anticipar que su sueño estaría plagado de pesadillas, cuyo contenido no llegaba todavía a precisar. Ciertamente soñaba y los sueños eran tormentosos, pero despertaba siempre sin saber el contenido de lo soñado, aunque el miedo la abatía.
«Cuando atardecía y la noche se insinuaba vagamente en su biblioteca (o lo que ella llamaba con este nombre), una actitud alerta y expectante se apoderaba de ella porque comenzaba a anticipar que su sueño estaría plagado de pesadillas, cuyo contenido no llegaba todavía a precisar.»
El proceso, los hechos concatenados en un orden quizás significativo que ella no comprendía, era siempre idéntico: apenas se dormía, una vaga sombra la atenazaba y se despertaba sobresaltada; entonces permanecía en la cama yerta, sin atreverse a mover un párpado, con anticipación y terror casi físicos, hasta que el nuevo día clareaba tras los cristales. Ese ciclo se venía repitiendo día tras día, semana tras semana, mes tras mes, a lo largo de casi cinco años ya, por lo cual ella temía que aquella angustia no fuera a terminar nunca. Tales sentimientos y temores indefinibles nunca la abandonaban y, como se dijo, en ese estado de mórbida aprensión venía viviendo desde hacía prácticamente cinco inviernos. El miedo, según creía, probablemente comenzó por allá los setenta, cuando perdió de manera dramática a su mejor amiga. Fue en tiempos de la dictadura; desapareció en una manifestación y ya no se supo de ella. Posible mente los ominosos muros de una comisaría cualquiera supieran a ciencia cierta cual fue su aciago destino, aunque nada se reflejó a los ojos del mundo; desapareció simple y llanamente, nada más, como otros muchos casos que quedaron en el olvido y sin resolver. Muchas veces pensaba que tal vez ahí estuviera el origen de su conturbación, aunque casi siempre, paralelamente, se negaba a aceptar una explicación tan directa de todo aquello, confusa y desorientada, embargada como vivía, día y noche, por aquel pavor que la consumía. Cuando aquella tarde María bajo a comprar el periódico, miró como siempre la calle y la gente con indiferencia, sabiendo que una y otras, como las cosas todas, seguían su curso invariablemente, in *
Relato perteneciente al libro Cuentos menguantes, relatos de fantasía y misterio, lulu.com, Rockville. USA.
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dependientemente de que ella existiese, que no era otra cosa que un meñique producto del azar en un tal vez más vasto y conspicuo decurso de acontecimientos. En el fondo esto tampoco le importaba, porque todo ello, según creía, estaba más allá de su pequeño y zozobrante universo. Compró el periódico de todos los miércoles y fumó un cigarrillo tranquilamente mientras comentaba maquinalmente cuatro cosas, cuatro palabras banales e insulsas, con el hombre del quiosco; no re paró en aquella revista sensacionalista, cuya portada anunciaba los desmanes de una fiera humana, que ocupaban las páginas de sucesos de todos los periódicos del país y constituía el hecho de mayor preocupación social en los últimos meses, como tampoco le interesaron las noticias de sociedad, las fluctuaciones de la bolsa o los deportes. Casi por inercia, con la desgana que la caracterizaba, comió un poco de pasta en el restaurante italiano de la esquina. —Hoy no viene ni Dios —dijo un habitual al entrar, viendo el local casi vacío. «Claro, es que Dios nunca está», pensó María y como aquello le sonó a greguería, rio para sí. Fue la única nota de color, un tenue matiz de apagado color posiblemente, en aquel día monocorde y tedioso, como casi todos sus días. Después, arrastrando su figura feble y alicaída, subió a su aparta mento. Miró el reloj, una vez cerró la puerta. Eran las cuatro de aquel día especialmente fatigoso, abúlico y gris. «Trató de arrumbar esos pensamientos perturbadores de su cabeza, intentando escribir una página de aquella que sería su hipotética primera novela y, al final, lo consiguió.»
Cuando entró en su pequeño despacho, el espejo duplicó su imagen y se asustó. Azorada vio su ros tro en el cristal y comprobó que estaba triste y ajada, esa metamorfosis gradua l e irreparable del flujo de su tiempo, que a ella, a decir verdad, bien poco hubiera preocupado si no hubiesen existido las noches. De niña la asustaba algo turbio dentro del espejo o la más densa tiniebla en el interior de un armario que alguien se había olvidado de cerrar, una forma inconclusa e innombrable pero aviesa en su esencia, algo que, según el dogma judeocristiano en que la habían educado, prefiguraba al infierno y a la bestia. Ahora ya no creía en todo eso, pero el miedo persistía.
Trató de arrumbar esos pensamientos perturbadores de su cabeza, intentando escribir una página de aquella que sería su hipotética primera novela y, al final, lo consiguió. Al principio se angustiaba bastante pensando que todo aquel desvelo acabaría pudriéndose en el c ajón de su escritorio y que ella nunca dejaría de ser un ser anónimo y sin importancia. Pero eso ya no le preocupaba, al menos la escritura hacía que se relajase, aunque fuera en poco grado. Cada día se acostaba y, sin que lo pudiese remediar, se dormía a plomo; después la alcanzaba la pesadilla y se despertaba. Pasaba unos minutos con la luz encendida, tratando de tranquilizarse, pero el sueño la rendía otra vez y nuevamente se repetía aquel calvario. Hasta ahora había logrado huir de la amenaza que le tra ía el sueño ; pero sabía que alguna noche no lo conseguiría y al imaginar ese desenlace incierto y potencialmente terrorífico, sentía una angustia medular, profunda, irrevocable, tanto que deseaba morir en esos momentos. Al amanecer, cuando despertaba definitivamente, trataba de convencerse a sí misma de que las pesadillas no tomaban forma en la realidad, que aquella zozobra nacía de su soledad y de su inestabilidad emocional, de su psiquismo desmadejado y débil. Reforzaba su claudicante convicción aduciendo además, ingenuamente, que una mujer como ella, que nunca había causado daño o desdoro a nadie, no podía merecer una suerte semejante. Pese a todo ello nada podía apaciguar la rabia que surgía de sufrir aquel tormento gratuitamente cada noche, año tras año, sin poder verle el término. Por fin y para mal, la noche upira trajo la forma y ésta la alcanzó. Se despertó más sobresaltada que nunca, casi de un salto, porque había fijado nítidamente sus rasgos; era una cara humana y lupina, que escondía los rasgos del horror y de la muerte, unas facciones heteróclitas e insanas, adunando lo animal y lo humano en extraño y ancestral maridaje. Tenían, en suma, la veste del horror antiguo, el marchamo del mal absoluto, el del ogro de las pesadillas. El, el destructor, vástago de un Hipnos
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sangriento, el tenebroso, tenía los ojos de un rojo iridiscente, a veces casi dorado, el color de aquello que nunca podría alcanzar a ver, el sol. Después de aquella noche el temor fue más concreto, sintió su mano turbadora más vív idamente que en ninguna ocasión anterior, su frío aguijón en la carne y un vehemente deseo de huir o desaparecer que llegaba al paroxismo. Empero, de forma paradójica y casi burlona, el duende del infortunio hacía que el sueño la abatiese más raudamente que antes, ahora en cualquier lugar, en el sofá, en la mesa del comedor, pero, sobre todo, apenas atravesaba el vano del dormitorio. De modo que durmió fuera, en la biblioteca, pero fue durante unos días, pues se convenció que toda lucha era imposible, que nada podía hacer para oponerse a la mano mórfica que la empujaba al centro mismo del sueño, donde habitaba la pesadilla. Hubiese pagado cualquier cosa —incluso su alma, aunque fuera un alma enferma — por un dormir inhabitado, por ese olvidado y casi unánime descanso que la noche propiciaba, pero ya ni eso tenía en el perro mundo. Dios, quien nunca estaba, hacía tiempo que se había olvidado de subvenir a sus ruegos y plegarias. En sus ansiosas vigilias recordaba constantemente, obsesivamente, cómo comenzó y c ómo fue cambiando: al principio las ensoñaciones eran caóticas y poco después se fueron definiendo paulatina mente; ella, aguardando la mordaza inevitable del dormir, escuchaba con ansiedad, miraba con ansiedad, aguardaba transida por el espanto con todos sus sentidos a flor de piel, hipertrofiados por la crónica y densa espera, a que él viniese e impusiese el amargo tributo que su llegada exigía. Aunque se lo negaba porfiadamente, aunque trataba de razonar cachazudamente, de imponer la lógica con obstinación, nada lograba disuadirla de que su destino en el sueño se interpolaría en el mundo real. Vino diluido en las sombras de la noche furtiva, desde su universo pagano e insólito, como si for mase parte de ella o fuese uno de sus más antiguos moradores. A ella, con el horror de las noches, se le fatigó la calma y también la esperanza. La intolerable nitidez de la certeza la sobrecogía, abatiéndola «Hubiese pagado cualquier al comprender, con vértigo, que el sueño modelaría con su cosa —incluso su alma, materia ilusoria su devenir en el mundo empírico; y cada noaunque fuera un alma che crecía la evidencia. Lo soñó sin rostro al principio, pero enferma— por un dormir las noches lo fueron modelando con angustiosa per fección. inhabitado, por ese Desde entonces tuvo plena certidumbre de que el fin se acerolvidado y casi unánime caba y que tendría lugar de manera ineluctable. Hiciese lo que descanso que la noche hiciese, era algo que estaba escrito y que tendría que ser. Fue propiciaba, pero ya ni eso entonces cuando reparó en su libro y vio que estaba escrito tenía en el perro mundo.» con la materia de sus sueños, que había plasmado allí sus noches horrorosas y, con ello, lejos de pensar que estaba perdiendo el juic io, aquello le demostró que el sueño se acercaba a los hechos e iba dejando su primera impronta en algo consistente y comprobable, como el papel. Sí, algo indudable en sus adentros le afirmó que era el tiempo propicio para el holocausto y que el daño iba a ser irreparable. Mientras ella sufría temiendo el final, él se demoró. Al menos esta fue la interpretación que ella fue sacando de aquel abismo de dudas y angustias postreras: en su soñar colapsado sabía lo que era obvio, lo que se le mostraba, que él era malo y violento, que disponía de ella a placer en su dominio onírico e inmisericorde, preparando una orgía de sufrimiento inenarrable y gratuito, esos infaustos placeres que atormentan a los hombres y complacen a los demonios y a su rey. P or esta razón, como siempre, cada noche, a la misma hora, ella soñaba y cada vez las imágenes soñadas eran más nítidas y atroces. Después, cuando despertaba, la remembranza de los horrores impregnados en el sueño recurrente, era tan pervasiva y real que hasta la vigilia fue cincelándose de los tintes de la pesadilla. En ese momento fue cuando se le quebró el aguante y pensó en el frasco de tranquilizantes, que uniría de golpe el presente con el futuro, haciéndolo la misma cosa, alejando para siempre la presencia de su fantasma, otorgándole la nada piadosa. Con ello, sin temor ninguno, bendijo a la ingrata, que la absolvería de mayores tormentos. Jadeante y con mano vacilante, abrió el cajón de la mesita de noche y palpó nerviosamente en su interior, buscando el frasco sa lvador. Una tenue claridad comenzaba a dispersar las sombras que la
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noche había prodigado en la alcoba. Cuando sus manos tocaron el frío cristal supo, si bien por otro motivo, que el tiempo se había terminado y de él solo vio la figura, cuando el espejo se la devolvió. © Salvador Alario Bataller
Salvador Alario Bataller. El autor, de los diez finalistas del Premio Planeta de Novela de 1997 con La conciencia de la bestia, ha publicado más de una veintena de obras (novelas y cuentos) en Promolibro, Grafein Ediciones, Ediciones Lord Byron y lulu.com. Doctor en psicología por la Universidad de Valencia (España), de dedica a la clínica privada y, de vez en cuando, más por entretenimiento que por otra cosa, esc ribe. Blog: http://salvadoralariobataller.blogspot.com.
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Relato
AMAZ ON AS por Daniel Espejo Caballero Despertamos aquella mañana sin nombre. Llevábamos tanto tiempo perdidos en aquella jungla inmensa que el tiempo carecía de significado, los días se sucedían interminables, y nosotros teníamos que estar constantemente en movimiento. Las junglas del Amazonas son muy jodidas. Siempre intentamos imaginar cómo debe ser una jungla de Brasil (de la parte de las Amazonas) y cuando estas allí descubres que es muchísimo peor. Arturo hacía guardia aquella noche; salí y me lo encontré con los ojos bien abiertos, mirándome fija mente. —Buenos días. —Hola. Estaba sentado junto a un fuego hecho con cuatro troncos pequeños. Sobre él, unas tiras de carne de manatí se freían en su propia grasa. Se me hizo la boca agua nada más olerlas, comíamos poco, mal y siempre mientras andábamos. Desayuné con Arturo y fui despertando a los demás. Entre todos recogimos rápido el c ampamento, cogimos nuestras mochilas y las armas, apagamos el fuego y nos encaminamos hacia la dirección que llevábamos siguiendo desde que empezó todo. El cálculo más consensuado estaba en unos 5 meses. Avanzábamos poco, nos movíamos siempre entre espesa vegetación, nos cansábamos rápido. A veces nos topábamos con una ciénaga enorme, de colores malsanos y sonidos inciertos, siniestra. En esos momentos tocaba rodearla y seguir nuestro camino. Era difícil orientarse en la jungla, difícil ver las estrellas, seguir algún rastro. Todo el escenario parecía cambiar cada mañana al despertar, y hoy no era una excepción.
Nos movíamos en fila india, despacio, avanzando cautelosos, atentos a cualquier sonido, por pequeño que fuera. El bosque estaba plagado de criaturas infernales, desde mosquitos desagradables y cabrones hasta elefantes desalmados.
«Estaba sentado junto a un fuego hecho con cuatro troncos pequeños. Sobre él, unas tiras de carne de manatí se freían en su propia grasa.»
La vegetación dio paso a una extensión llana completamente surcada de árboles estrechos, lo suficientemente separados entre sí como para poder ver toda su extensión, inabarcable, un infinito de árboles flacos y dispersos y suelo pantanoso. Una espesa niebla hacía imposible ver más allá de unos 50 metros desde el punto en el que estábamos. Caminábamos mientras la niebla se acercaba a nosotros, por la izquierda, lo suficientemente despacio como para hacernos creer que nos acompañaba en nues tra peregrinación.
Entre la espesa bruma, una sombra se movió despacio. La oímos rugir. Se dejó ver un tigre enorme, completamente blanco, su mirada nos decía que tenía hambre. Su mira da era peligrosa, aterradora. Nos miraba y se acercaba, nos acompañaba, igual que la niebla. La fila india se había ido descomponiendo poco a poco a medida que avanzábamos. Ahora nos movíamos en una especie de abanico deforme, y José era el que estaba más cerca de la niebla, quedándole a unos escasos cinco metros de distancia. El tigre apareció muy cerca de él, pero tal y como notó su mirada, sus miedos, sus fantasmas en la selva, se volvió a adentrar en la niebla, con pasos suaves, acompasados, medidos al milímetro, amenazadores.
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Lentamente, sin darle la espalda nunca del todo, nos desviamos hacia la derecha, a sabiendas de que así perderíamos el rumbo. Aunque aquello era mejor que un puto tigre de dos metros, qué duda cabe. Cuanto más andábamos, más distancia poníamos entre la niebla y el tigre y dios sabe qué más, y nosotros.
Eramos siete: José, Halek, Arturo, Doctor Hockenberry, Saúl, Martina y yo. No nos conocíamos mucho entre nosotros. Únicamente todo lo que podíamos saber en 5 meses de convivencia salvaje. Todos estábamos en un maravilloso hotel resort de lujo, el no va más en hosteleria. Un resort situado en el corazón del Amazonas, en Brasil, a 40 km de la ciudad más próxima (en este caso, Manaus). Un complejo hotelero apartado de toda civilización, con todos los lujos inimaginables, y sólo reservado para unos pocos privilegiados. Un sueño que se convirtió en pesadilla después de un huracán inespe rado que lo destrozó todo a su paso, comunicaciones con el exterior incluidas. Cuando aquella ventisca infernal terminó de arrancar los inesperadamente baratos cimientos de todo el complejo, todos tuvimos que salir de allí en plan sálvese quien pueda. Después de tres días de huracán, monzón, tormenta y la madre que los parió, éramos quince pobres diablos que nos encontramos por casualidad en algún u otro momento determinado. Estábamos tan terriblemente cansados y medio muertos que nos desorientamos por completo (si es que en algún momento llegamos a orientarnos...). Decidimos seguir una dirección (el norte en este caso) y ver qué pasaba. Ahora sólo quedábamos siete, y nos conocíamos más entre nosotros que a nuestras propias familias.
«Cuando aquella ventisca infernal terminó de arrancar los inesperadamente baratos cimientos de todo el complejo, todos tuvimos que salir de allí en plan sálvese quien pueda.»
El mar de árboles flacos dio paso a una zona selvática. Era curioso ver cómo ambos paisajes se dife renciaban completamente mediante un estrecho pero profundo riachuelo, que los separaba irremisiblemente. Era bonito de contemplar; lástima que ninguno estuviera en condiciones de hacerlo.
Fuimos acompañando el curso del río hacia la izquierda, con la intención de recuperar un poco el rumbo que íbamos siguiendo antes del incidente con el tigre. Pasadas unas horas, hicimos un alto en una pequeña zona con rocas grandes en las que pudimos sentarnos y descansar un poco. El Doctor Hockenberry sugirió que ya habíamos avanzado lo suficiente en esa dirección, y que ya podíamos adentrarnos en el bosque y seguir nuestro camino. Además, justo en ese punto, un árbol caído, enorme, cruzaba sobradamente el río, de forma que no tendríamos que comprobar qué seres vivían dentro de esas aguas.
Bebí un poco de agua de la cantimplora que me pasó Halek, y cuando terminé se la pasé a Saúl. Fui hacia el riachuelo dando tumbos y me empapé la cabeza y el cuello del agua fría del río. Hacía un ca lor espantoso, y la humedad pegaba nuestras ropas a nuestros cuerpos como si se tratara de pegamento, con una sensación de envase al vacío muy desagradable. Alcé la mirada y me fijé por primera vez en la zona boscosa en la que estábamos a punto de adentrar nos. Era la puta selva. Todo lo que podíamos ver era una moqueta de mil tonalidades de verde y rojo y marrón y naranja y amarillo, una sensación de espesor tal que parecía que no podíamos ver nada más allá de, digamos, unos 10 metros en la dirección que seguíamos. Un conjunto enorme de árboles distintos, de dist intos tamaños, formas y tonalidades. Lianas que unían unos árboles con otros, los grandes, de unos 25 metros de altura a ojo cansado. Miles de arbustos de colores vistosos y con frutos de todas las formas, frutos que parecían jugosos y apetecibles, dulces, a
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nuestros ojos hambrientos. Unas telarañas gigantes prohibían el paso en ciertas zonas, pero parecía que no íbamos a tener que cruzarlas. Aun así, eran aterradoras. Tenía la sensación de que todo lo que tenía delante era irreconocible para mí. Todas esas variedades de flora (y muy probablemente de fauna también, cuando nos adentráramos más, aunque una gran cantidad de aves ya nos habían cantado sus bienvenidas mientras seguíamos el curso del río) me saturaban los sentidos, me daban pánico. Sólo la idea de entrar en ese infierno era suficiente para aterrarme, para aplastarme con la idea constante de que allí dentro nos perderíamos en cuestión de horas. Todos lo sabíamos, pero no quedaba otra, había que seguir adelante. —Venga, sigamos. No debe quedar mucho para que anochezca. —El doctor Hockenberry se puso en pie y se dispuso a cruzar el tronco con la intención de adentrarnos a todos en la selva. Poco a poco, todos se fueron incorporando, lastimosamente. Veía cómo Martina, al igual que yo, seguía sentada, aprovechando los últimos momentos de descanso. Ella estaba sentada a unos 3 metros de mí, al otro lado del tronco caído. Tenía que ponerme en pie y continuar. Tenía que hacerlo, la otra opción era parar y morir y perder. Antes de levantarme, alcé la cabeza para mirar una vez más el infierno en el que nos adentrábamos. Por el tronco pasaban en ese momento cuatro personas, en fila, despacio para no resbalar.
Un ligerísimo movimiento captó mi atención por delante nuestro, en la orilla de la jungla, tan leve que volví a mirar sabiendo que no había sido nada. Pero una parte más oscura, entre dos árboles, entre los arbustos de metro y medio de altos, hizo que me quedará congelado, tenso. Entre esos dos árboles había alguien que nos observaba. A medida que fui observando más atentamente vi una cara oscura, con marcas tribales, salvajes. Unas plumas verdes y enormes sobresalían de su cabeza, camuflándose perfectamente entre la flora reinante. Los ojos. Una línea de color rojo atravesaba su cara por la parte de los ojos. Era demoníaco.
«Fui mirando a mi alrededor, y fui captando otras sombras, no tan emperifolladas como la primera, pero sí con la misma mirada ausente de miedo, de depredador.»
Martina comenzaba a levantarse, y de la forma más sutil posible le hice señas para que se mantuviera quieta donde estaba. Debió ver el miedo en mi cara, porque ella también se tensó y empezó a observar. El resto del grupo era ajeno a todo esto, y cada vez se acercaban más hacia esa amenaza. Fui mirando a mi alrededor, y fui captando otras sombras, no tan emperifolladas como la primera, pero sí con la misma mirada ausente de miedo, de depredador. Parecíamos estar rodeados de sombras s ilenciosas.
El doctor Hockenberry cruzó el puente improvisado, saltó a la orilla opuesta y se dio la vuelta. «Muy bien, ¡adelante! ¡Vamos, arriba! Sigamos caminando». Eso último nos lo decía a Martina y a mí. Pero de pronto, el doctor Hockenberry dio una sacudida, y su cara se transformó en una mueca de incredulidad y pasmo. Una flecha larga atravesaba el vientre del doctor, quedando él delante de nosotros, mirándonos con una súplica muda, mientras del agujero manaba sangre, y la parte de flecha que veíamos desde nuestra posición estaba teñida de rojo. Otra flecha le acertó en la sien. Se desplomó. Alguien empezó a gritar y aquello volvió a ser un sálvese quien pueda. Me arrastré hasta Martina y la obligué a tumbarse en el fango. Con un poco de suerte no llegarían a vernos. Mientras tanto, el caos reinaba encima del tronco caído. Unos habían caído al agua y eran acribillados todos al mismo tiempo, lo cual hacia pensar que estábamos más que rodeados. El agua se
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volvió roja, y ahora todos gritaban. Halek consiguió ver a uno, cruzó el puente machete en mano y se abala nzó sobre él. Lo rajó de arriba abajo, apuñalando sin cesar con una rabia producto del terror que sentía. Gritaba a cada puñalada, sacaba la adrenalina a chorros entre un torrente de sangre. P ronto vino un refuerzo del enemigo y lo ensartó con una lanza por la espalda. Saúl y Arturo habían retrocedido, habían cogido las armas y comenzaban a disparar a diestro y sinies tro. Pero el no ver dónde estaba exactamente el enemigo les hacía disparar a ciegas, emitiendo jadeos y gritos débiles y desesperados por no encontrar blancos. En una de esas ráfagas, Arturo disparó sin apuntar siquiera, y acertó de lleno en el pecho de José, que se encontraba en la orilla opuesta, parape tado tras los árboles. Arturo empezó a gritar, soltó el arma y se llevó las manos a la cabeza, mientras una flecha con plumas larguísimas le salía de la garganta, desplomándose a nuestro lado. Martina empezó a gritar, y yo le tapé la boca con fuerza. Saúl no pudo más, se desmoro nó, se dio la vuelta y empezó a correr como un loco, presa de la desesperación. Pronto dejamos de verle, pero tardamos un buen rato en dejar de oírle. Todos estaban muertos, nosotros tumbados en el suelo de la orilla opuesta del río, intentando pasar desa percibidos ante esos cazadores implacables. «No tuvimos tanta suerte. Pronto No tuvimos tanta suerte. Pronto empezaron a rodearnos, lentamente, empezaron a atravesando el puente improvisado con facilidad, los arcos prestos. rodearnos, lentamente, Cuando nos dimos cuenta estábamos rodeados de un montón de pun atravesando el puente tas de lanza y flecha que nos apuntaban a todas partes. improvisado con No podíamos huir. No podíamos hacer nada. facilidad, los arcos prestos.» Levantamos los brazos, pero lo más probable es que ellos no entendieran qué significaba aquello. Quizás para ellos era un símbolo de amenaza, o de alegría, o de miedo...
Ahora veo como atan a Martina a un tronco delgado pero firme, y se la llevan jungla adentro. Pronto dejo de verla, pero tardo mucho en dejar de oírla. A mí me han puesto de rodillas. El jefe de la tribu, el primero de los que vi, me mira a la cara, a a penas dos centímetros de distancia, mientras grita cosas que no entiendo. Saca un cuchillo de su taparrabos. Me corta el cuello. Extraño, no puedo respirar, pero tampoco parece importarme, algo me empapa mi camiseta pegada al cuerpo por el sudor. Está caliente. Lo último que pienso es que el taparrabos del jefe de la tribu es ridículamente pequeño, y que todos sus maquillajes y sus tocados son absurdos, y me río, y una espuma rojiza sale de mi boca, que ya no es mi boca. Lo último que pienso es en Martina, en qué es lo que le pasará. Pero mientras caigo al suelo pienso en quién es Martina. No conozco a ninguna Martina.
Luego nada. © Daniel Espejo Caballero
Daniel Espejo Caballero. Nació en Sant Joan Despí, una pequeña ciudad de Barcelona, el 18 de abril de 1989. Su familia procede del sur de España, viniendo a Barcelona cuando sus padres aún eran jóvenes. Después de estudiar todo lo reglamentario, empezó con la ingeniería informática, cosa que todavía hace y que está finalizando.
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Relato
A FUE GO LENTO por Érica María Garay López ¿Qué alimenta este delirio? Si me dices que sueño cuando estoy contigo, seguro que no te escucharé. Quisiera descubrir el refugio-alacena al que te marchaste, sin avisarme. ¿Cómo puedo perseguir el aroma de tus pasos? ¡Estoy frita! Cada minuto quiero verte y no apareces por ningún lado, ¿acaso no te enteras? Me canso de esperar. Difícil es el tránsito, nomás no encuentro la receta. He probado de todo: cerezas al licor, milkshake de chocolate, ayunos apurados; nada funciona. Antes de tu fugitiva desaparición dijiste bien claro que me corresponderías, según las circunstancias; lo repetiste cuando tratabas de alcanzar la sombra de miel que escapaba escurriéndose tras las colinas, entre tinieblas que nunca alcanzan a tocar el sol. Y es hora que no cumples tus promesas. Ya no importa qué resulte, quizás por la rutina, la minuta de siempre, no puedo mañana, lo voy a intentar, ¿otra vez esta noche?, aún cuando quede ahíta. La última cita en que nos encontramos se convirtió en una omelette de jamón, antes de perderte en gesticulaciones, las mismas que aderezan tus palabras, mientras los dos trepamos al bote de papel para navegar a través del Sena. Marinaste alegría en aquel revoltijo amarillo y rosado. Recordarás ahora qué bien la pasamos cuando arreglaste la fuga de aceite de oliva extra virgen, aquella ocasión del cóctel de verduras. ¡Extraordinario! La tubería de cristal en el muro debía gotear en la ensalada, en las purgas de estómago, en el frasco de la abuela; pero cayó en el suelo de ladrillos moteados y todos lo pisaban con temor al golpazo. Tú, sabio, juraste que tal vez un tamiz de algodón y candelilla; yo, una estopa apelmazada y una enorme redoma. Al final, pese a todo, el charco en el suelo donde miré las olas sirvió para bañarme; quedé tan bonita…
«Recordarás ahora qué bien la pasamos cuando arreglaste la fuga de aceite de oliva extra virgen, aquella ocasión del cóctel de verduras. ¡Extraordinario!»
Tendrás presente cuando tejimos flores. Las campanillas del tapiz resultaron ser oh diosas de bel canto, nunca callan y prefieren gritonear durante la ópera, cuando el tenor vierte sus partituras; hasta obtuvieron un premio. El collar de azahares que colgaste en la cárcel propicia que de las bocas sólo broten poemas; ni qué decir del chaleco de rosas amarillas que me hiciste probar, y que no me quedó, y que tienes guardado en el baúl del fondo para mejores galas (recuerdo que la s crepas de flor de calabaza estaban algo tiesas). Y si te esfuerzas, recordarás la noche que trajiste a un ratón y a sus pequeños triates. Tremendo tren de vida del tranquilo roedor al que llamaste Triunfo y a sus trillizos Tragedia, Trampa y Tragaluz. No paré de reír. ¿Sería por la cena de tres tiempos? Sólo por hoy será mejor que olvide el brócoli. No quisiera correr de nuevo, huyendo del platón que filosofa sobre las recientes terapias de pareja. Tal vez intente con un emparedado de lechuga, y apa rezcas así, de pronto, en medio del suspiro y un poco aprisionado. Yo desespero esta desazón del alma. Procuraré dejar los ojos bien cerrados para evitar que escapes, no quiero que te vayas cuando aparezca el sol y susurres ¡despierta! Yo te espero esta noche. © Érica María Garay López
Érica María Garay López. Nací en San Miguel de Allende, Guanajuato. Soy Ingeniero Bioquímico y profesora de Español de Nivel Medio, a lo que me dedico desde hace 15 años. Participo en el Taller de Escritura Creativa del mtro. Miguel Ángel Duque de la UASLP.
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Novela
LOS Ú LTI MOS P RE SEN CI ALE S (fragm ento)
por Juan Janer
1. EL DESPERTAR —¡¡Mierda!! ¡¡¿Pero esto qué es?!! El grito se expande, con estruendo, por la calle principal de Nugget Hill, casi desierta a esa hora. Un perro vagabundo, que camina perezosamente al hilo de los edificios, y en aquel momento está pasando junto al portal de donde ha salido el bramido, salta, asustado, al centro de la calzada y se aleja a buen trote calle adelante; los vehículos aparcados justo enfrente, al impacto sonoro, activan de forma automática el sistema antirrobo y se cubren con la coraza de protección; en el comercio situado en los bajos, se abren, de resultas del berrido, las puertas automáticas, y hay quien asegura que, al fondo, en el almacén, han saltado los aspersores de agua instalados en el techo para prevenir incendios… —¡¡¡Batutone!!! El grito ha surgido en el segundo piso de la consulta que tiene el doctor así apellidado, Batutone, en la calle principal de Nugget Hill. Nugget Hill es uno de los mayores campamentos de «desembarco», o quizás sería mejor decir «de transbordo», que existen en la Tierra: tendido en las lindes del territorio por conquistar, Nugget Hill —aunque todavía, como figura en los mapas jupiterinos, tenga la categoría oficial de campamento— ha ido pasando sucesivamente de instalación temporal a poblado, de poblado a pueblo, y de pueblo a casi ciudad, al compás de las oleadas de inmigrantes buscadores de fortuna que desembarcan en el P laneta Azul. A Nugget Hill son trasladados en helicóptero, desde el cer cano astropuerto, los recién llegados; en la «casi ciudad» pasan unos días de adaptación —dedicados a trazar, sobre el plano de la Tierra que les proporcionan a su llegada, caminos, planes, sueños; a contratar guías y a regatear con los con«Los sesteadores, ductores de las caravanas que periódicamente parten hacia los fuertes todavía más avanzados, allá en la frontera con los territorios salvajes, donde parpadeantes, realmente, dicen, se encuentran las oportunidades—. En Nugget Hill, corren por la calle al fin, sestean los pioneros, como aquella plomiza tarde de julio, soprincipal, hacia el ñando con tener un día una finca de su propiedad, o un adosado en las lugar donde se ha montañas, o un piso, al menos, de protección estatal con vistas a la, originado el grito.» dicen que exuberante, naturaleza terrestre… Sueños de los que han sido arrancados, de pronto, por aquel grito exorbitado. —¡¡Yo lo mato!! Los sesteadores, todavía parpadeantes, corren por la calle principal, hacia el lugar donde se ha originado el grito. Allí, a la puerta de un edificio —la consulta del doctor Batutone: médico de cabecera, callista, pediatra, forense, y demás especialidades médicas (todas las especialidades médicas, de hecho)— un individuo se halla gritando, con unas vendas ensangrentadas en una mano y una pistola desintegradora en la otra. Un aerodeslizador de luces azules giratorias dobla la esquina de la calle principal de Nugget Hill. Un agente desciende del vehículo, con la mayor parsimonia posible para no alterar todavía más al hombre que grita. —Cálmate, P inky —le dice—; y baja esa pistola, no la vayas a liar —le conmina el agente del orden. De su aerodeslizador, que ha quedado detenido en medio de la calle, surgen los sonidos entrecortados
Los últimos presenciales es la continuación de La conquista de la Tierra (Por cortesía de LcLibros.com).
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de la emisora, que está avisando a todas las unidades disponibles: «Incidente en la Principal. Repito: Incidente en la Principal. Voces en medio de la siesta». Detrás de P inky, el que grita, se encuentran sus secuaces, armados asimismo con pistolas desintegradoras. Los cuatro —tal número conforma el grupo— miran nerviosos en todas direcciones, buscando, sobre las cabezas de los curiosos, la figura oronda del bueno del doctor. Pero allí hacia la puerta de salida de la ciudad, rodeada de empalizadas, sólo se divisa una nube de polvo terrestre que ha levantado el viento. He dicho «secuaces», ya lo sé. Y aquí viene la explicación: A Pinky Honey, uno de los primeros en desembarcar en la Tierra tras el fin de la glaciación —cuando Nugget Hill era en verdad un campamento de calles de tierra en el que no existían siquiera señales de tráfico en las intersecciones—, ya le llamaban «Perro Rabioso» allá en la luna de Júpiter, de donde salió entre los más tempraneros emigrantes se comenta que por crackear el código de acceso a un libro digital, de manera que pudiera leerlo aun estando ya oficialmente pasado de moda… pero algo en el comportamiento general del personaje me induce a sospechar que la causa pudo haber sido otra. Fuera por la razón que fuese, aquí en la Tierra se ganó pronto el otro apodo de «Gatillo Fácil», tampoco me pregunten por qué; solo puedo decir que acostumbra a andar por la arteria principal de Nugget Hill haciendo así como que choca con el hombro con los viandantes, sobre todo con los recién llegados, a quienes, si se vuelven para reprenderle, les mira con los ojos entornados, mordiéndose el labio infe rior, la palma de la mano abierta junto a su rostro y simulando contenerse para no ir a por ellos: «¿Qué pasa contigo?, ¿qué miras tú?, ¿algún problema?». También se dice —y yo lo he visto alguna vez— que les quita la merienda a los niños, que amaga con lanzarse a por las mujeres jóvenes con las que se cruza, y se dice incluso —pero esto ya es mucho decir; yo, a ser sinceros, no lo he visto, y tampoco quiero verter sobre nadie, alegremente, acusaciones de tal gravedad—, que fuma detrás de las tapias, contaminando con ello el planeta y haciéndose a sí mismo un daño irreparable. «Entre todos, con En fin, tal es el personaje. Y con «sus secuaces» me refiero a quiepalabras suaves, nes le acompañan de continuo, y que no dudo serán de la misma consiguen meter a Pinky pasta que él: Cleany «el Palanquetas», Jinky «el Funcionario» y y a sus chicos dentro de «Causabajas» Gutiérrez. Gente de incorrecto vivir. la casa, para que se expliquen y dejen de —Tranquilo, Pinky, tranquilo. Baja el arma. Y vosotros también — les apremia el agente del orden. armar tal alboroto.» —A ver, ¿qué ha pasado aquí? —enseguida se ha personado en el lugar, haciendo sonar la sirena de su aerodeslizador, un equipo de Urgencias Sociales. Entre todos, con palabras suaves, consiguen meter a Pinky y a sus chicos dentro de la casa, para que se expliquen y dejen de armar tal alboroto. La gente en la calle, sin embargo, sigue alterada, hablando en corrillos. Algunos, los más perspicaces, han advertido que a la puerta de la consulta del doctor ya no está aquel esqueleto que —con cierto mal gusto, la verdad— proclamaba la condición de clínica del edificio y parecía dar la bienvenida a los pacientes; otr os han caído en la cuenta de que ha desaparecido, asimismo, la placa que, a un lado de la entrada, desglosaba los precios de las consultas, los tratamientos, las ofertas 3x2 y los descuentos post-mortem. «Yo creo que se ha largado precipitadamente», es la opinión general. Pero lo que más ha llamado la atención de la concurrencia ha sido, sin duda, el rostro de Pinky Honey, que han podido ver mientras agitaba las vendas y la pistola nerviosamente hacia un lado y otro. El «nuevo» rostro de Pinky Honey, se podría decir: porque, aparte de lo morado y hasta tumefacto que se le aprecia —consecuencia, sin duda, de una reciente operación quirúrgica—, sus rasgos son, cómo decirlo… otros… distintos… algo así como… ¿ustedes han visto esos cuadros cubistas en las exposiciones de Arte Antiguo?, pues digamos que… o mejor, no digamos nada, para no ahondar en el dolor y en el ridículo de este pobre hombre súbitamente deconstruido en formas compactas.
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Tras un rato, los de Urgencias Sociales y el agente del orden salen de la consulta —o seguramente ex consulta— del doctor Batutone y, poniéndose de puntillas para ser vistos por la multitud que se agolpa enfrente, gritan al público: ——Señoras, caballeros, un poquito de silencio, por favor —y cuando ya está el gentío sosegado, y expectante, dicen—: Aquí ha ocurrido algo, al parecer, muy grave. Todo indica que uno de nuestros vecinos ha sido agredido estéticamente. Pues bien, nos complace anunciarles que: ¡el señor P inky Honey ha aceptado abrir un debate! Un rumor de satisfacción corre entre los circunstantes. El agente del orden hace gestos con la mano para que la gente no se desmande todavía y le preste unos segundos más de atención. —¡El debate se celebrará mañana jueves en el lugar de costumbre, a las tres en punto de la tarde! ¡Hasta entonces, por favor, disuélvanse! Ya parece que está todo solucionado, y la gente, obediente, se va disgregando. En grupos de dos, de tres, de cuatro, todos charlando sobre el momento vivido y el debate que se ha anunciado. Un grupo de jóvenes, los más fogosos del lugar, se retiran en cerrado grupo, coreando con esa pasión propia de la juventud el evento que se haanunciado y que, en su impaciencia, les parece va a tardar una eternidad en producirse: —¡Debate!, ¡debate!, ¡debate!... —se alejan cla mando por la calle principal. © Juan Janer
Juan Janer (Denía, 1968). Ingeniero y juntaletras autodidacta, Los últimos presenciales es su segunda novela, continuación de La conquista de la Tierra, libro con el que hizo su debut literario y que tuvo una gran acogida entre el público. Tanto en Los últimos… como en La conquista…, nos encontramos con historias de ficción futura, más que de ciencia ficción, en las que el humor mezclado con un tono gamberro juega un papel fundamental. Ambas novelas forman parte de una cuatrilogía que, aunque en principio solo conoce la edición digital, posiblemente en breve llegará a las librerías en edición impresa.
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Narradores Pablo Gonz
Sevilla (España), 1968 http://pablogonz.wordpress.com/
*** Escritor español nacido en Sevilla (1968) y radicado en Valdivia (Chile) desde el año 2001. Hasta los tres años, vivió en Sao Paulo (Brasil) y a esa edad su familia se trasladó a Barcelona, donde permaneció hasta 1976. El siguiente destino fue Madrid, donde pasó la mayor parte de su infancia y su juventud, con un lapso de casi un año (1991-1992) en Múnich (Alemania). En este mismo periodo se produjo su definitivo acercamiento a la literatura, siendo sus primeras referencias literarias Gabriel García Márquez, Eduardo Mendoza, León Tolstoy y Stefan Zweig. Tiene seis novelas publicadas: La pasión de Octubre (ed. Alba, Barcelona, 1996); Experto en silencios (ed. Bitzoc, Palma de Mallorca, España, 1997); Los hijos de León Armendiaguirre (ed. Planeta, Barcelona, 1998); Libertad (ed. Uqbar, Santiago de Chile, 2008); Mío (ed. Carisma, Badajoz, España, 2008); y Novela 35 lebensráumica (ed. 20:13, Valdivia, Chile, 2013). Y un libro de microcuentos: La saliva del tigre. Minificciones (ed. 20:13, Valdivia, Chile, 2010).
*** Entrevista NARRATIVAS: ¿Cómo resumirías tus comienzos literarios y el camino recorrido hasta ahora? PABLO GONZ: Yo diría que hasta ahora mi trayectoria literaria ha pasado por tres fases. En un primer momento, cuando yo era muy joven, escribía con una inconsciencia absoluta que recuerdo con mucho placer. Luego, una tarde de verano, mientras alguien leía uno de mis primeros textos a otros amigos, descubrí que existen los lectores: esas personas que son los destinatarios legítimos de nuestras obras. Ahí comenzó una segunda fase que me llevaría, con una mezcla de suerte y desgracia, hasta la publicación de mi novela Los hijos de León Armendiaguirre con Planeta. La tercera fase (en la que ahora me enc uentro) empezó el mismo día que terminó mi relación con esa editorial. Tras pasar por algunos años de decepción, me reencontré con la literatura de base, de músculo, de travesía, con la literatura que se hace porque sí. A partir de entonces, cada día, padezco lo que me toca padecer y disfruto de lo que me toca disfrutar. N.: Una primera característica que se puede apreciarse en tus libros es la mirada, es decir, cierto interés por el detalle, por lo aparentemente irrelevante, por los aspectos más cotidiano s de la vida. ¿Podría decirse que la escritura es de alguna manera un ejercicio de la mirada? PG.: Supongo que la literatura, como toda actividad representacional, es un ejercicio de los sentidos. En nuestra sociedad occidental, que está muy determinada por el aspecto inmediato de las cosas, la imagen y, por tanto, la vista juegan un papel esencial en cómo abordamos la tarea de conocer el mundo y representarlo (basta ver la importancia social que tienen el cine o la televisión, por ejemplo). Sin embargo, si la pregunta va más por el lado de la mirada, por cómo yo miro el mundo o habito en él, entonces debo decir que cada escritor posee en embrión (y debe desarrollar) una manera propia de relacionarse con lo que le rodea (esto será lo que los lectores busquen en él). Leemos libros para aprender a ver el mundo de un modo diferente, y lo que yo puedo aportar en ese sentido es tal vez la fascinación que me produce lo extraordinario abriéndose paso entre las cosas que componen el día a día.
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N.: Otro rasgo presente en tu narrativa es el extremo cuidado con que construyes tus textos, en un estilo literario tan elaborado como depurado, además de muy efectivo. ¿Te definirías ante todo como un escritor de estilo, o el estilo debe estar siempre supeditado al contenido? PG.: Según creo, la misión del escritor (más en general, del artista) es conjugar el fondo y la forma: el primero no debe imponerse a la segunda, ni viceversa. En mi caso, no voy a elegir un tema porque le venga bien al modo literario que quiero emplear (no puedo saber cuál será el modo si desconozco el tema); y, por otro lado, no voy a sacrificar un estilo por las exigencias del argumento (no podría llegar a desarrollar un argumento si no le diera al menos cierta forma). En respuesta a la pregunta del final, no me definiría como un escritor de estilo sino como un escritor cuidadoso: trato de usar el idioma con la mayor precisión posible y darle cierta variedad a mis textos. En este sentido, soy más de Delibes que de Bukowski pero sin llegar a lo de Lugones. N.: En tu novela Libertad imaginas una sociedad futura donde, gracias a la clonación, el ser humano ha conseguido burlar a la muerte. Además, todas las necesidades materiales están cubiertas. Sin embargo, el protagonista decide huir de ese mundo de seguridad para lanzarse a una aventura donde, además de privaciones y carencias, sabe que le espera la muerte. ¿Es la insatisfacción una constante insoslayable en el ser humano? PG.: No sé si del ser humano, pero sí de los artistas. Un artista es básicamente un hombre insatisfecho. Precisamente realiza su obra para (inútilmente) tratar de saciarse. En el caso de la literatura, los siguientes insatisfechos son los lectores. Leer bien, como escribir bien, es un arte. Y llegar a dominar cualquiera de estas dos actividades requiere muchos años de práctica. N.: Tus obras están impregnadas de un sentido del humor que se expresa tanto en el tono como en las vicisitudes del propio argumento. ¿El sentido del humor nos permite ante todo distanciarnos lo suficiente de las situaciones para no caer en un dramatismo exagerado? PG.: Aquí tienes un ejemplo de lo que decíamos antes. Para escribir algo humorístico, un autor debe desarrollar el tono apropiado (¿podríamos imaginar una tira cómica pintada por el Goya de la época negra?). Los argumentos plagados de vicisitudes, como sucede en Novela 31, son uno de los instrumentos estilísticos propios del folletín. En esta obra el instrumento se estira o deforma hasta alcanzar el tono paródico: una de las posibles claves del humor. El sentido del humor es necesario para muchas cosas en la vida: efectivamente, para no caer en un drama tismo exagerado, pero también para encontrar facetas interesantes en las personas, para sacudirnos la rutina del día a día, para reír y hacer reír. Me encanta reír y me encanta hacer reír. Siento que cuando hago reír a alguien, el mundo es un poco mejor. PD: No todas mis obras tienen una pretensión humorística. Traté pero no pude N.: En tu libro La saliva del tigre abordas uno de los géneros que más desarrollo ha tenido en la narrativa de los últimos años, el microrrelato. ¿Cómo describirías las diferentes experiencias de escritura a la hora de afrontar textos hiperbreves y novelas tradicionales más extensas? PG.: La longitud de una obra es una de sus características formales y, en tal sentido, condiciona y es condicionada por el tema tratado. Mi experiencia personal como escritor consiste principalmente en ir por el mundo atento a lo que sucede. De todo ello sólo percibo una parte. Y de esa parte, sólo una porción mínima me sugiere la idea de escribir algo. Según sea el talante de lo que se me ocurre, elijo un subgénero u otro (microrrelato, cuento, nouvelle o novela). Por ejemplo, si es una historia muy impactante o de desarrollo temporal muy brev e, suelo elegir el microrrelato. Si la historia se extiende más en el tiempo o si ofrece buenas posibilidades de complicación argumental, opto por la nouvelle o novela corta. En general, me muevo a gusto en cualquiera de estas dos distancias y visito menos el cuento o la novela larga. Puede que se deba a una cuestión orgánica, como les pasa a los atletas, así que lo respeto mucho: soy enemigo acérrimo de eso que llaman «meter paja» así como detesto los textos excesivamente desnudos. Por otro lado, hay ocasiones en que accedo a las obras precisamente por la distancia. Pienso «me está apeteciendo escribir algo largo» y me pongo a mirar el mundo con ese filtro. Bien, ahora me encuentro en condiciones de responder a la pregunta planteada: en su origen, la experiencia de escribir un microrrelato no se distingue de la de escribir una nouvelle. Más tarde, sí. Cuando llevo la obra al papel (esta es sólo la fase final de la escritura), se presentan algunas diferencias: los microrrelatos los realizo rápido, en cualquier soporte, generalmente en una forma muy pare-
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cida a la final. No tengo que organizarme para escribirlos. La novela corta (hablamos de un texto de entre cuarenta y cien páginas) exige cierta planificación: conviene tener una hoja de ruta (saber de dónde se parte, adónde se quiere ir, en qué estaciones hay que detenerse por necesidad) y disponer de algunos días libres para que la obra fragüe en caliente. Por otro lado, en este tipo de obras más largas se cometen muchos errores en la primera redacción (no todo puede ni debe estar bien definido) así que las correcciones serán varias y cada vez más exigentes . N.: ¿Qué hay en la cabeza de Pablo Gonz antes de ponerse frente a una hoja en blanco? ¿Cómo concibes tus historias? PG.: Debería haber leído esta pregunta antes de responder a la anterior. Pero aprovecharé para añadir que no padezco el famoso problema de la hoja en blanco porque nunca me siento delante del papel antes de saber lo que voy a escribir. Antes sí me preocupaba no saber qué escribir (si entendemos el problema en sentido figurado) pero ahora me considero menos como un autor y más como un médium: cuento las historias que me llegan; y si no me llegan, no las cuento. N.: Como lector, ¿cuáles serían tus preferencias en el terreno de la narrativa en castellano y tus autores favoritos? PG.: A lo largo de mi evolución como lector he disfrutado de muchas obras. Recuerdo, sin hacer ningún esfuerzo, los cómics de Tintín y de Astérix y Obélix, las aventuras de la serie de Los Cinco, el Orzowei de Alberto Manzi, Cien años de soledad, Sin noticias de Gurb, los rusos, muchos rusos (en especial Shólojov, más recientemente Vasili Grossman), Ivo Andric, Primo Levi, Faulkner, Sherwood Anderson, Onetti, Carpentier… Entre los citados hay algunos que escribieron originalmente en castellano y otros que llegaron a nuestra lengua por medio de traducciones. Incluyo a estos últimos porque prefiero pensar en la literatura como algo universal. N.: Por último, ¿en qué proyectos literarios está ahora trabajando Pablo Gonz? PG.: Estoy coordinando la edición de un audiolibro que recoge una antología de microrrelatos sobre la vejez. También estoy traduciendo al inglés una novela mía a la que le tengo mucho cariño: Experto en silencios; y acabo de terminar una nouvelle verdaderamente extraña. Le puse por subtítulo “novela sin futuro” pero había que escribirla y lo hice.
*** Relato
NOVELA 31 por Pablo Gonz PREÁMB ULO Lavrenti se despierta y descubre que le han robado su espejo de latón. «Maldita sea —dice—, ahora debo averiguar quién lo hizo para arrancarle la piel a tiras.» Y se levanta. Metido en sus pantalones de cuero y en su jersey de lana, Lavrenti llega a la P laza Roja y le pre gunta a un vendedor de alpiste: «¿Usted sabe quién me ha robado el espejo?» «No te conozco, a sí que no me preguntes nada.» «Bueno», y Lavrenti sigue investigando. Con barba de cinco horas, Lavrenti entra en una tasca inmunda que atiende un tipo como de cera: «¿Tú sabes quién me robó el espejo?» «Sí, fue tu primo Catulo.» «¡Qué horror! ¡Mi propio primo! Pero a la mierda con los sentimentalismos: voy a buscarlo enseguida. Adiós.» Lavrenti llega a casa de su primo, derriba la puerta con el hombro y descubre una nota que dice: Me he fugado con el espejo que te robé. No te digo adónde para que no sepas dónde estoy. Fdo.: Tu primo Catulo. «Maldito Catulo», dice Lavrenti y quema la casa.
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Con gran tristeza deambula Lavrenti junto a la muralla y ve a un soldado que llora. «¿Qué te ha pasado?», le pregunta. «Me herí.» «¿Con qué?» «Con unas zarzas. Trataba de entrar subrepticiamente en casa de mi novia y caí sobre un hirsuto jardín.» «¿Y por qué querías entrar en casa de tu novia?» «P orque ella me robó un espejo; y yo, en justa represalia, me propuse arrancarle la piel a tiras.» «Muy bien —dice Lavrenti—: a mí me pasó lo mismo hace varias horas y, por lo tanto, seremos amigos para siempre.» «Démonos la mano.» «Aquí está la mía.» Lavrenti y el soldado herido llaman a una puerta que abre una gorda criada. «¡Por fin, criaducha de porquería: apártate pues venimos a desollar a Sofía Piotrovska! (así se llama mi novia).» Pero la mujer lloriquea: «Sofía se marchó dejando sólo una nota». «A ver.» «Miradla.» «Dice: Me he fugado con el espejo que te robé. No te digo adónde para que no sepas dónde estoy. Fdo.: Tu novia Sofía.» «¡Uy! Es la misma nota que me dejó mi primo.» «¿De veras?» «Sólo cambia la firma.» Y entonces Lavrenti y el soldado herido tiran de la gorda hasta la calle y queman la casa. Bebiendo vodka en otra tasca inmunda, Lavrenti y el soldado herido musitan : «Seguramente Catulo y Sofía se han marchado juntos.» «Sí, así debe de haber sido.» «Habrá que buscarlos (quizás por todo el país o más allá) hasta que los encontremos y podamos darles su merecido.» «Esa será nues tra epopeya.» «Claro.» «Y la felicidad volverá a nuestros corazones para aletear en ellos hasta el hartazgo.» «Eso también.» Y los dos amigos continúan a murmullos sin darse cuenta de que tras ellos crece la sólida figura de un policía: «Eh, ¿sois vosotros los que andáis por ahí quemando ca sas?» «Sí, somos nosotros» y «los propietarios o usufructuarios de dichas viviendas sustrajeron nuestros espejos…» «Pero vosotros cometistei un delito grave. Así que os voy a meter entre rejas.» «¡Primero tendrás que cogernos!», exclama Lavrenti. Y ambos amig os atropellan al policía. «El sol, blanco como un «¡Menudo pastel! —se queja Lavrenti, oscurecido su rostro por la disco de platino, se alza sombra de un puente —. Hemos quemado dos casas y atropellado a con timidez entre la un policía. Ahora tenemos que vivir escondidos para que no nos gélida niebla rusa para entrullen.» «¡Oh, amigo mío! ¿Qué haremos?» «No lo sé.» Y encontornear el hotel. Es tonces pasa sobre el andén un coro de voces y botas: «¡Todo un edificio alto y claro, Moscú os busca! ¡Entregaos, entregaos!» «¡No pienso hacerlo! — con asedio de casitas susurra Lavrenti—. ¿Y tú?» «¿Yo? ¡Jamás!» «Entonces, lo priherrumbrosas y árboles mero es huir.» «Porque preferimos ser libres (o ampliamente libres partidos.» pues la libertad absoluta no existe).» «Muy bien dicho. Lo se gundo será vengar el robo de los espejos.»
PARTE PRIMERA Por un acre viento de Siberia chirría una farola de ojo claro que revienta una pedrada subitánea. Al pie del acto vandálico surgen Lavrenti y el soldado herido. «Esta luz ya no nos molestará en nuestra heroica huida», dice el segundo. «Pero sí las siguientes —aclara el primero— y tampoco es plan ir dejando un rastro de delitos.» «Tienes razón, sagaz Lavrenti. ¿Qué haremos?» «Cambiar de estrategia.» Y se miran con dulzura y sienten pena. Luego vuelven sus ojos hacia el suelo, oscuro, húmedo, tachonado de cristalitos, y meditan todo un instante. «¡Soldado herido!, fingiremos ser trasnochadores. Tú serás cojo, demente. Y soltarás insultos en polaco. ¿Sabes insultos en polaco?» «Sí, aprendí varios en unas maniobras.» «Bien. Yo fingiré una monumental borrachera pero antes me arrancaré la barba. No me importa que me duela porque prefiero la libertad extensa al dolor concentrado.» Y Lavrenti comienza a arrancarse la barba: «lo otro que haremos, ¡ay!, será separarnos, ¡uh! Nos reuniremos al alba, ¡uf!, en el primer hotel del camino de Varsovia.» «Lo comprendí. Adiós». «Adiós, ¡ay!» El sol, blanco como un disco de platino, se alza con timidez entre la gélida niebla rusa para contornear el hotel. Es un edificio alto y claro, con asedio de casitas herrumbrosas y árboles partidos. Junto a su puerta tirita Lavrenti, los ojos fijos sobre el cadáver de una rana, y a lo lejos se escucha ya la circular letanía que profiere el soldado herido. «Hola, Lavrenti. Me alegro de verte. Temía por tu seguridad debido a que fue bastante arriesgada nuestra maniobra nocturna.» «Yo también me alegro de verte, hombre —y se abrazan—. En cuanto abran aquí, desayunaremos; y enseguida partiNARRATIVAS
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remos hacia Smolensk, donde viven unos tíos míos. Ellos nos acogerán hasta que se olviden un poco nuestros delitos. Entonces podremos emprender tranquilamente nuestras venganzas.» «Me parece óptimo, Lavrenti, como todo lo que ideas, pero supongo que llegaremos con hambre a la vieja ciudad de Smolensk (o no llegaremos en absoluto) pues la antedicha se encuentra a más de trescientos kilometros de aquí. Deberíamos premunirnos, acoto, con cierta cantidad de dinero para comprar vituallas pues yo no deseo cometer más delitos.» «Muy bien pero cállate porque» una mujer de extraño rostro abre la puerta del hotel para subir las cejas y exclamar: «¡Otra vez!» «¿A qué te refieres con eso?», pregunta Lavrenti. Pero la mujer recoloca las cejas en su sitio y dice: «No necesito darte explicaciones sino pedirlas: ¿qué queréis?» «Poca cosa: tomar un té (ojalá con pan).» «Son cinco cópecs por barba. ¿Tenéis el dinero?» «No», responde el soldado herido. «Sí —corrige Lavrenti—. Yo tengo once cópecs, de modo que puedo pagar diez por el desayuno y aún me sobra uno para de jarte propina.» Y entonces la mujer sonríe como una larva. Lavrenti y el soldado herido desayunan té con pan negro sobre una enclenque mesa que baila en un rincón de la cafetería. «¡Uf!, tenía frío —dice el primero— porque me he pasado toda la noche dando vueltas por Moscú. Mi casa, como puedes suponer, estaba vigilada por la policía.» «¡Yo iba a decir lo mismo!», exclama el soldado herido. Y entonces entran en la cafetería dos pers onas: un hombrón, empaquetado en una chaqueta dorada, y una prostituta que sonríe fofamente. Se sientan ambos a una mesa grande, vestida con mantel y flores, y el primero da tres palmadas a las que acude la mujer de extraño rostro. Trae un lustroso samovar que pone en el centro de la mesa y dice con la barbilla baja: «¿Sirvo ya el té, señor ministro?» «De inmediato», profiere éste. Y la mujer se inclina y lo hace. «¡Fíjate qué vergüenza! —susurra Lavrenti—. Estamos a tres metros de un ministro que gasta el dinero público en putas (lo cual también es un delito) pero a él le hacen reverencias. Sin embargo, nosotros pagamos nuestro «Estamos a tres metros desayuno con dinero propio y casi lo tomaríamos con más calma si de un ministro que nos lo hubieran servido en el suelo.» «Es que él es poderoso y gasta el dinero público puede.» De modo que ambos amigos miran con odio mientras masen putas (lo cual tican y tragan, muerden, mastican y tragan… «Sin embargo —agretambién es un delito) ga Lavrenti—, podríamos ofrecernos a él para ganar algún dinero pero a él le hacen (sea público o privado) que buena falta nos hace.» «¡Yo no! —rereverencias.» húsa el soldado herido—. Ahora soy pobre porque mi casa está rodeada por la policía pero en cuanto me paguen mi salario…» «¡Idiota! Ya no te pagarán ni un rublo porque no podrás volver al ejército. Además de prófugo de la justicia eres un desertor.» «Es verdad pero no lo proclames», y el soldado se acurruca, piensa, se revuelve en el asiento. «¿Acaba rás?» «Estoy a punto de encajar la idea.» «¡Vamos!» «¡Hecho! Le pediremos trabajo al ministro.» «Pues termínate el té.» Y ambos apuran sus tazones, se levantan sin r uido y se arriman a la mesa con los gorros de piel en el pecho. «Señor ministro —dice Lavrenti—, disculpe la interrupción: ¿hay algún servicio que podamos prestarle?» «Sí —responde el jefazo desde lo alto de su cuello torcido—, anoche dejé mis botas en el pasillo pero nadie las lustró. Si vosotros lo hacéis, os daré una propina.» Y las sonrisas de ambos: «¿Dónde están esas botas, señor?» «Justo al lado de la puerta 31, si es que aún siguen ahí, ja, ja, ja...» Y a la risotada del ministro sigue el cacareo estentóreo de la puta. Lavrenti y el soldado herido pisan un penumbroso corredor mirando las puertas 29, 30 y 31. «¡Aquí están las enormes botas de ese petulante!», exclama el soldado herido. «No importa —dice Lavrenti—, las lustraremos igual. Con este pañ uelo que me regaló mi difunta madre, hermana de mi tía Marfa, la de Smolensk. ¿Tú tienes betún, compañero?» «En absoluto.» «¿Y algo que pueda sustituirlo?» «Nein.» «Entonces habrá que conseguir mantequilla u otra grasa.» «¡Buena idea!» Y ambos amigos se miran con determinación. Con pasos rápidos entra Lavrenti en la cocina del hotel y toca con un dedo el hombro de la hosta lera. «Bah, creía que os habíais ido sin pagar.» «Eh, que nosotros somos honrados.» «Muy bien, ¿qué necesitas?» «Mira, antes te dije que iba a dejarte un cópec de propina pero no voy a poder.» «No es la primera vez que me pasa. Continúa.» «Sucede que necesito un poco de mantequilla para lustrar unas botas. De modo que si tú me la vendes, con lo que el dueño de ellas me pague…» «Ahó rrate tus falsedades, vagabundo, y saldemos cuentas». De modo que Lavrenti saca de un bolsillo sus
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once cópecs y los riega en la mano de la mujer. Al instante, ésta los mira contándolos y mete su mano en un barreño de roble donde guarda la mantequilla. Bajo el voladizo del primer hotel del camino de Varsovia espera un bruñido automóvil gris y plata y negro y un poquito verde cuyo motor ruge como el entrepecho de un gato. Lo pilota el mismo ministro que, sentado a la izquierda de la puta, brama oprimiendo el claxon: «¡Vamos, haraganes, que no tengo todo el día!» Y enseguida aparecen Lavrenti y el soldado herido con las botas recién lus tradas. «Echadlas al maletero, rápido.» Y los dos amigos lo hacen. Pero antes de alcanzar su propina, el ministro acelera el coche y parte sonriendo hacia Moscú. El cacareo. «¡Se va sin pagar!» «¡Maldito!» Y la triste estampa de los pobres estafados: hombros sin fe, brazos verticales, manos pringosas, los terribles pantalones. Pero también la ira que apuñan: «¡Nos vengaremos de él! ¡Lo juro por lo más santo!» Y Lavrenti besa la cruz de sus dedos. «¿Por medio de desollarlo vivo?», pregunta como un lince el soldado. «¡No hace falta ni decirlo!» Moviéndose entre los abedules de un rodal fajado de sombras, Lavrenti y el soldado herido c omen corteza para paliar el hambre. Algunos pajaritos celebran la mayor temperatura pero los faisanes aún duermen. «Con esto —dice Lavrenti— llegaremos hasta el próximo hotel donde pediremos pan duro. Y así haremos el camino hasta llegar a casa de mis tíos.» «No soy yo —dice el soldado herido—, hombre de magníficas ideas; pero se me ocurre que el hambre o el veneno de estos tron cos te han embotado la chispa.» «Habla. Y de preferencia más corto.» «Digo yo (y es con pena) que antes llegaríamos a Smolensk si hiciéramos autostop a cualquiera de los coches, camionetas o trailers que…» «Te entendí.» Y ambos escupen la pulpa y vuelven al camino. «Allí, en lontananza, un automóvil de momento plateado, que se dirige a Smolensk, Minsk o Varsovia (quizás a Berlín, Pa rís, Burdeos o una aldehuela de Vizcaya).» «¡Mira —reclama Lavrenti—, es el coche del ministro!» «¿Cómo lo sabes?» «P orque es gris y plata y negro y un poquito verde; y porque lleva la misma matrícula.» «¡Es! Con lo cual, ¿qué propones?» «¡Tú te harás el muerto sobre el asfalto y cuando frene, yo saltaré sobre él como una garduña! Te juro por lo más santo que le desollaré la frente y le arrancaré los ojos y le comeré la mentirosa lengua porque…» «Uy, qué rabia sientes, ¿no?: lástima que mientras la expresa bas el coche «No muy lejos de un pasó de largo.» «¿En serio?» «Sí, pero no sabes lo pésimo: en él iba lechón embarrado, Sofia P iotrovska (mi novia).» «¿Tu novia? ¿Con el ministro?» «No, en el arcén de la con un tipejo pelirrojo, barbicaprino y encorvado.» «¡Ah, mi primo carretera de Catulo!» «Lo que confirma la teoría de la fuga común.» Y ambos Varsovia, yace el amigos miran a la vez un bache. «Me pregunto —dice Lavrenti— que ministro con la hacen mi primo y tu novia en ese coche.» «No sé. A lo mejor se lo han cabeza en el regazo robado al ministro.» «Y quizás fue cerca de aquí», añade con el bata de la puta.» llón sucio de los dientes, con fuego en los ojos. «¡Sí!», y ambos salen corriendo. No muy lejos de un lechón embarrado, en el arcén de la carretera de Varsovia, yace el ministro con la cabeza en el regazo de la puta. Llora o grita la fulana en dirección al cielo y así se oculta la ca rrera de los vengadores. «¡Bingo!», grita Lavrenti al proyectar su sombra sobre el bulto. «¿Quién es?», consigue articular el ministro. «Los vagabundos del hotel, honey.» «¡Vaya por Dios!» Y Lavrenti le hace una seña al soldado. Segundos más tarde, cuatro manos atan al ministro de cara a un árbol próximo (la prostituta observa desde la distancia, en la misma actitud de quien presencia un sueño) y Lavrenti grita: «¡Voy a aplicar la justicia del pueblo ruso! ¡Soldado, dame un cuchillo!» «La justicia moderna —arguye entonces el ministro, con cierto sofoco en la voz— se rige por castigos menos salvajes.» Pero: «¡mejor cállate y no nos des lecciones!» «Como queráis, pero antes de hacer una tontería, debéis saber que desollar vivo a alguien (con más razón a un m inistro y sobre todo si es de Justicia, como es el caso) se pena con muerte.» «No insista —tercia el soldado herido—, cuando mi compañero entra en rabia, no atiende a razones. Por otro lado, el derecho consuetudinario o de gentes es anterior a la justicia nacional de modo que, según nosotros, procede la aplicación del castigo. Tú robaste el fruto de nuestro trabajo y ahora te desollaremos.» Y saca de una de sus botas una afilada bayoneta que barre con luces el lomo convulso del ministro. «Toma, ver dugo, la mano férrea del pueblo ruso.» Y Lavrenti la toma; y con su áspera punta rasga la chaqueta recamada en oro y una camisa azul cobalto y una camiseta térmica. «Aquí está por fin el hombre»,
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ríe sardónico y hace una profunda incisión en la que mete las garras para tirar. «¡Ay!», grita el ministro con el primer vértigo de la inconsciencia. «¡Se hizo!», braman los autores del crimen. Y, lim piándose las manos (reales y metafóricas), se dirigen hacia la estatua que de súbito les cede el paso. «Tu gordito —dice el soldado al pasar junto a la puta— no morirá de ésta, así que desátalo y trata de que no se le infecte la herida.» «¡Qué hice!», tartamudea Lavrenti entre hipos y babas. «Ciego de rabia —apunta el soldado herido—, desollaste al ministro de Justicia. Y ahora (si no se dan una serie de circunstancias rarísimas) se nos perseguirá por criminales: a ti como ejecutor del acto y a mí como proveedor del arma. Por lo mismo, te recomiendo que forjes tu carácter de inmediato.» Y sostiene a su amigo por los hombros. Y lo mira detrás de las córneas. Y le borra las lágrimas a manotazos. «Tienes razón», concede Lavrenti. Y se mete por unos abetos. Y se sienta en el blando musgo. Y empieza a estirar la cara. De fondo el sol de bronce que declina, igual que la temperatura, y unos retazos de niebla gris. «Se forja mejor con calor», deja caer el soldado herido. Pero sólo recibe a cambio los murmullos de la máquina que piensa. «¡Listo! —exclama al fin Lavrenti—. Ahora soy un criminal convicto y ya no hay marcha atrás.» Así que los dos se toman de los brazos y mezclan sus horrendas carcajadas con el aire fresco de la tarde. Un ápice de fuego despunta sobre el levante tiñiendo de oro los lóbregos bosques rusos. Acá y allá se sorprenden los abetos, los charcos oscuros (con su c orona de verdín) y un tanque oxidado que nadie pudo mover tras la última guerra caliente. «¡Como un tronco! —exclama Lavrenti saliendo por la escotilla del vehículo— ¿Y tú?» «Como un lactante —responde tras él el soldado herido—. Incluso me echaría a llorar de hambre para parecerme más.» «Ja, ja, ja. No te preocupes, camarada: saldremos a cazar algo.» Y con la sorpresa de un dedo añade: «¡Mira, allí hay un oso!» «Es verdad y yo diría que está dormido (o muerto) ya que no se mueve.» «¡Vamos a ver! —le urge con las manos—. Si está dormido, lo mataremos.» «Y si está muerto, no.» Y los dos amigos saltan del tanque y se acercan al oso chapoteando. Con precaución lo observan hasta que rebulle un poco. «No está muerto», susurra el soldado herido. «Entonces trae acá la bayoneta». Y el primero se la da y la mano de Lavrenti la empuña con vigor y la sube. Pero «¡ah! —dice entonces el oso— Ya amaneció.» Y sus acechadores se envaran sobre un «¿esto qué es?» y «¿un oso que habla?» Pero los estómagos crujen «igual tiene carne» y «¡mátalo!», así que encogen de nuevo sus figuras. «¡No me matéis! —exclama entonces el oso—. Ya que no soy un oso sino un pobre muchacho envuelto en la piel de un oso. Pertenezco a la horda del temido Satílok y mi deber era vigilar por si venían intrusos durante la noche. ¿Vosotros, quiénes sois?» «Criminales», responde Lavrenti. «Neófitos», puntua liza el soldado herido. Y el muchacho: «¿Qué crímenes (o crimen) cometisteis?» «Yo desollé al ministro de Justicia», escupe Lavrenti aparte. «Yo le presté el arma», imita el soldado. «Es una auténtica proeza —dice el muchacho y saca un revólver —: a Satílok le encantará conocer los detalles, de modo que andando.» Y los tres salen cumpliendo la orden. «En un claro del bosque varios bandidos se arrojan, puñal en mano, sobre trozos de carne asada; también ríen con sus dientes de oro o sus encías partidas y beben vodka a gollete.»
En un claro del bosque varios bandidos se arrojan, puña l en mano, sobre trozos de carne asada; también ríen con sus dientes de oro o sus encías partidas y beben vodka a gollete. Muchos de ellos lle van pañuelos en la cabeza, casacas de astracán, pantalones bombachos. Pero sólo uno, gigantesco y muy fuerte, luce aros de oro y collares de oro y anillos de oro. Es Satílok, el jefe absoluto de la horda. «¡Hoy —proclama con su vozarrón de buey— asaltaremos un tren de mercancías! Y con lo que obtengamos por la venta del botín nos mudaremos a Yalta para pasar allí el invierno.» Y todos los bandidos jalean el plan saludando al cielo con sus botellas. «Pero antes mataremos a los dos frailes ya que nadie quiso pagar por ellos.» «¡Estupendo!» «¡Hurra!» «¡Lo soñado!» Pero… «¡Aquí! ¡Aquí! —grita desde lejos el muchacho bandido. Y todos estiran sus cuellos o los tuercen—: Capturé a dos criminales, Satílok.» «Muy bien, chicuelo, traelos acá.» Y enseguida llegan los tres. «A ver —pregunta el hombrón—, ¿qué crímenes habéis cometido?» «Ya no somos fanfarrones — responde Lavrenti— porque es de mal fario», y mira un segundo al chico. «Verás, nene —replica Satílok—: no tengo ganas de complicarme la mañana, de modo que si no lo dices, te mataré.» «Bien, en ese caso: desollamos al ministro de Justicia.» Y un silencio abisal. Y un murmu llo como
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de peces pequeños. Y el frufrú de los ojos buscando a Satílok. Deja caer éste su cuerno de plata y enluta la voz para decir que «esta noticia me irrita sobremanera puesto que el ministro de Justicia, señor Ostmúsov, es mi principal protector, de modo que —ya brama de nuevo— ¡destruidlos!» Pero otro muchacho grita a lo lejos: «¡Nos atacan! ¡Nos atacan!» Y la conversación se acaba al instante. Un capitán con uniforme verde, rubios bigotes y mirada glacial remata bultos ante la hoguera consumida: «…veintinueve, treinta, treintaiuno» y muda su voz a otra más enérgica: «Eh, vosotros —se refiere a unos soldados que vigilan el bosque —: tomad vuestras palas reglamentarias y abrid bajo esos árboles una fosa. En ella enterraremos a estos infelices para que n o quede rastro de su inmundicia ni de nuestra precisa maniobra sucobélica.» «¡A sus órdenes!», responden los aludidos y mar chan hacia el lugar señalado. «Y ahora… —vuelve el capitán a su voz privada— ¡a requisar se ha dicho!» Y saca un saquito de tela. Mientras tanto, en una cueva próxima, el soldado herido junta las cabezas de dos frailes sucísimos al tiempo que Lavrenti apoya en sus cuellos el releje de la bayoneta. Hay en cada par de ojos un terror blanco, y jadeos en las bocas entreabiertas, mientras llegan a ellos voces minúsculas, como traídas al arrastre: «Los bandidos ya han sido enterrados, mi capitán.» «Muy bien: vámonos.» «¿Le ayudo con ese saquito, señor?» «Está usted más guapo, Davidenko, cuando se limita a obedecer las órdenes. ¿Me ha compre ndido?» «Sí, mi capitán.» Y ya rugen los motores diesel. Y retumban las botas en las cajuelas. Y el bosque se traga todos los ruidos. Con sendos fardos de ropa vieja (muy sucia de tierra y de san gre) «En una buhardilla del avanzan por un camino arrabalero dos pobres frailes encapuchapopular barrio de dos. «Sublime la idea de profanar las tumbas de los bandidos», diPríkovo una joven ce uno de ellos con la voz ahilada del soldado herido. «Sí —reszíngara amamanta a un ponde Lavrenti, más cavernoso—, también la de cambiar nuestra bebé haciendo ropa por la de los frailes.» «Empero —insiste aquél—, lo de retorostentación de sus nar a Moscú aún me parece estúpido. Comprendo que la magnitud anchos y oscuros de nuestro crimen haya activado la mortífera maquinaria estatal, pezones.» como demuestra la acción sucobélica de esta mañana; también que el ministro de Interior, por urgencias de su par Ostmúsov, haya ordenado la estricta vigilancia de las principales vías de comunicación. Pero ¿no seremos en la capital más pronto reco nocidos, por ser habituales de allí, que en cualquiera de las cómodas aldeas que tachonan como plé yades la anchísima tierra rusa?» «¡P uf! —y la mirada abotargada de Lavrenti y el modo duro de estrujar sus labios—. Si me dejaras pensar, soldado herido.» «Adelante», concede éste y reduce un poco la marcha para mover desazonado la cabeza. Un segundo, dos, tres, cuatro. «¡Ya lo tengo!» «¡P or fin!» Y el soldado alcanza a su amigo entre saltitos: «¿Qué se te ocurrió?» «Le pediremos techo al estudiante Maskárov, que vive en esos bloques de color blancuzco. ¿Los ves?» «No.» «Pues te garantizo que existen. ¡Vamos!» En una buhardilla del popular barrio de Príkovo una joven zíngara amamanta a un bebé haciendo ostentación de sus anchos y oscuros pezones. Junto a ellos Lavrenti y el soldado herido cepillan un caftán y sueñan: el primero, con los rublos que obtendrá por la venta del trapo; el segundo, con hacerle el amor a la zíngara. De ahí su mirada firme, calenturienta, que a ratos nutre la mujer con una sutil sonrisa. «A ver si viene ya mi marido porque tengo hambre.» Y entonces se abre una por tilla por la que entra desdoblándose un tipo de tez clara, pelo rizado y ojos soñadores. «¡Pésimas noticias! —es el saludo de Maskárov, quien arroja hacia Lavrenti un seboso ejemplar de Pravda—: Han detenido a los desolladores del ministro Ostmúsov.» «¿En serio?» «Ahí aparecen sus fotogra fías.» Y ambos amigos las ven y reconocen enseguida a los frailes que conocieron en la cueva. «Esto demuestra —prosigue Maskárov— que la mortífera maquinaria estatal está perfectamente aceitada, lo cual es fatídico para nuestros planes.» «Estás hablando de más», le advierte la zíngara. «No lo creo», replica Lavrenti. «Vas a hablar de más», vaticina el soldado herido. Pero «¿qué se cretos caben ya entre nosotros?», se preguntan todas las miradas. «No me gusta fanfarronear», de clara por fin Lavrenti. «Pero va a hacerlo», completa el soldado. «Nosotros desollamos al ministro de Justicia.» Y ambos adoptan la pose de orgullo. «No lo puedo creer.» «¡¿En serio?!» «Sí. Yo le presté esta bayoneta y él la empleó con maestría.» Pero «tendréis que demostrarlo», exige Maská rov. «¡Puedo hacerlo! —ruge Lavrenti—. En el diario de mañana (o de pasado mañana) veréis que
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los detenidos son en realidad unos frailes.» «Ex-rehenes del bandido Satílok, tan hediondo como este caftán.» «Se verá —sentencia Maskárov—, se verá», y enciende su pipa de brezo. Como una pantera de las nieves o un sputnik nuevo, trepa el estudiante Maskárov a su buhardilla y se abalanza sobre Lavrenti que duerme solo en un rincón: «Escucha, escucha.» «¿Qué? ¿Quién?» «Es cierto lo que tú pronosticaste», y el estudiante estira un Pravda, no tan sobado como el de ayer: Los detenidos por el desollamiento del ministro de Justicia son en realidad unos frailes, ex -rehenes del bandido Satílok . «¿Y no dice lo de “tan hediondo como este caftán”?» «Déjame seguir: Sin embargo, su rescate ha permitido obtener señas precisas del aspecto de los dos principales sospecho sos (ver fotografía).» «A ver», y Lavrenti cae sobre el periódico: dos fieles retratos-robot, de él y del soldado herido, lo aterran desde su portada. «¡Tú eres mi héroe!», chilla entonces Maskárov. «Yo sólo soy —replica Lavrenti en voz baja — un buen hombre arrastrado por su destino.» «Sí, y también un amante de la libertad extensa.» «Es verdad.» «Y de los principios duros.» «También.» «Y de la justicia absoluta.» «Eso lo primero.» «Pues esta misma tarde —Maskárov menea la cabeza — tenemos reunión del PRAC (Partido Revolucionario Anti-Capitalista). Y me gustaría que…» Lavrenti, que aún hojea el diario, da un respingo y traga aire. «¿Qué sucede?» «Te lo leo, escucha: Ayer fueron capturados, en una granja próxima a Smolensk, los autores del robo del coche del mi nistro Ostmúsov. Se trata del fresador de tercera Catulo Nikulin y de la dependienta feúcha Sofía Piotrovska, cuyas casas ardieron hace unos días en la ciudad de Moscú.» «¡Qué pena! —exclama Maskárov—. Más mártires.» Pero Lavrenti murmura «¡qué alegría!» y sonríe como una hiena. En el estadio del Dínamo de Moscú, al amparo de las informes masas, se celebra la vigésimo se gunda reunión ordinaria del PRAC (sección única) a la que acuden los seis miembros del partido (incluyendo a Maskárov, Lavrenti y el soldado herido). Dice el primero, en calidad de presidente: «¡camaradas, es un honor para mí presentaros a los auténticos desolladores del ministro de Justicia!», y extiende su mano hacia dos frailes que se descubren lentamente. «Con la ayuda de su ejemplo —prosigue Maskárov—, nuestro partido crecerá hasta convertirse en una tangible fuerza política. ¡Y entonces tomaremos el poder!» «¡Bravo!» «¡Bien dicho!» «¡Sea!» «Sin embargo —el presidente sujeta estas expresiones con el busto tieso—, a nada llegaremos si no trazamos los planes oportunos.» «Yo propongo —dice un vejete jorobado— que llevemos a los héroes de fábrica en fábrica y de aldea en aldea, para enar decer las ansias narcotizadas de proletarios y campesinos.» «¡Bah! —responde otro anciano (éste es tuerto) —: eso está pasado de moda. Les haremos una pá gina en Facebook.» «También —añade un tercer viejo que reúne las cualidades de los anteriores —. Y filtrare mos la noticia a la prensa para que todo el mundo se entere de que los héroes desolladores son miembros del PRAC. P orque ya son miembros, ¿no?» «Sí —responde Maskárov—, ahora sólo nos queda esperar a que nos lluevan las cuotas.» Y todos se abrazan fraterna lmente. «Dos fieles retratosrobot, de él y del soldado herido, lo aterran desde su portada. “¡Tú eres mi héroe!”, chilla entonces Maskárov.»
PARTE S EGUNDA Un minutero oscuro y rígido corona de pronto la esfera del reloj para marcar con un «clic» las seis en punto de la tarde. Al timbrazo que lo sigue reaccionan los muchos empleados de la oficina del PRAC. Se levantan de sus mesas como insectos y se alistan para salir. Lo hacen. Lo hacen. Lo hacen. Pero aún queda alguien, en un despachito con mampara de cristal. Difumina el vidrio esme rilado la figura soberbia de un hombretón que fuma un puro, que lo aplasta contra un cenicero de metal y que se dirige con pasos chillones hacia la puerta. La abre. Maskárov, aquel tipo utópico, mucho más gordo ahora, que sale envuelto en un terno, y sujeta en una de sus manos una taleguilla de loneta. Más avance, más chillidos, la difícil torsión de cuello que le entera de su soledad; y la manipulación concienzuda de la rueda de una caja fuerte. Tras abrirla, sonríe con deslumbramiento y comienza a llenar el saquito. Por un salón forrado de raso, vestido con muebles art-déco, transita, hecha un manojo de nervios, la zíngara Acté. También ella viste mejor (hoy por hoy la típica tenida de viaje), abulta más (está embarazada de nuevo) y tuerce el cuello con rigidez (tal vez como un conjuro contra los llantos de su
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hijo, encerrado en una pieza lejana). «Vamos, vamos.» Y por fin suena el teléfono que la atrae con furia. «¡Sí!» «Soy yo —dice la voz del otro lado—. Todo está listo.» «¡Ya era hora!» «Te recojo en diez minutos.» Y la breve comunicación se extingue. «Leonidov», le dice a su móvil un alto capitán del e jército (uniforme verde, rubios bigotes, mirada glacial). «Krot», responde en clave la voz inconfundible de Maskárov. Silencio de catedral, de ne vada, de átomo. Y la mirada demoníaca del militar y el paso terrible de sus párpados con el placentero tremor de la noticia: «Capitán Leonidov, encuentra a los desolladores del ministro Ostmúsov en la calle Gorki, número 31, piso tercero, puerta primera.» Y la breve comunicación se extingue. En un diminuto apartamento de la calle Gorki, número 31, Lavrenti y el s oldado herido (mucho más gordos también), comen estofado de carne, beben whisky y leen periódicos nuevos. También se rascan los batines y eructan sonriendo. «¡Por Dios, Lavrenti, qué alborozo!» «¡Y esto no es nada! Ya verás cuando llegue el verano. Iremos a Sarátov y arrendaremos un barquito para navegar por el Volga. Además, pescaremos esturiones, jugaremos a las cartas y contemplaremos las puestas de sol. Completamente borrachos, por supuesto.» «Me parece un plan astronómico, amigo mío», pero re tumba la puerta con un golpazo, algo así como una coz del mundo. «Menuda forma de llamar, ¿no?» «Debe de ser Maskárov, puesto que sólo él conoce estas señas.» «Anda, ve a abrirle, soldado herido», cuando suena un segundo golpe, tan grueso como el anterior. «¡Ya va! ¡Ya va! Pero no derribes la puerta». Y enseguida (tras el tercer golpe): «¡Lavrenti, escúchame, vi aparecer en la puerta el filo de un hacha de zapadores! Las conozco bien porque serví en ese regimiento durante algunos meses.» «Muy interesante tu digresió n, camarada, pero ¡huyamos!» Y rápidamente anudan las cortinas, el mantel y seis servilletas con todo lo cual se descuelgan hacia la calle. «Apenas hemos llegado al segundo étage, si me permites el barbarismo, y nuestro ajuar se desgarra por el peso. ¡Ay, si hubiésemos sido más frugales!» «No es momento de lamentarse, idiota, sino de buscar una solución» que el soldado encuentra por anástrofe. «Es cierto —dice en consecuencia—: toma la bayoneta popular, que siempre me acompaña (o acompañó), y sálvate tú. Yo me dejo caer al vacío neblinoso.» Y lo hace braceando como una araña. «¡Soldado herido!, ¡soldado herido!», grita Lavrenti. Pero enseguida deja de hacerlo pues en su piso taconean ya las botas de los militares y se escuchan los acuciosos clics de las armas. «¡Por aquí!», comprende entonces y patea el muro del que cuelga. En un diminuto apartamento de la calle Gorki, número 31 «Amanece con prisa sobre (más en concreto en el piso segundo, puerta primera) (aún más la forma entera de Moscú, precisamente sobre un raído diván turco) se masturba a manos trazada por aullidos y llenas una joven de cabello rizado. Lo hace con una mezcla de silencios, enormes masas detenimiento y furia, hasta que una nube de cris tales con oscuras, tímidos puntos Lavrenti entra de golpe por la ventana. Terror en el rostro de la claros; y en la cúspide de muchacha. Pero ense guida la compasión por el caído al que se la Colina del Gorrión, la acerca reptando. Lo reanima con algunas bofetadas (las figura arrugada de últimas más fuertes) y Lavrenti, volviendo en sí, la contempla Lavrenti.» con los ojos del amor. «¡Ay!» pero las botas militares ya ruedan hacia ellos de modo que «me tengo que ir, vecinita, que si no…» Y el héroe se levanta y sigue huyendo (se entiende que por pasillos oscuros, cenas interrumpidas, tejados musgo sos, bajantes oblicuas y jardines insólitos). Amanece con prisa sobre la forma entera de Moscú, trazada por aullidos y silencios, enormes masas oscuras, tímidos puntos claros; y en la cúspide de la Colina del Gorrión, la figura arrugada de Lavrenti: «¡P obre de mí, pobre! Solo sobre la tierra y bajo el cielo; traicionado por la ambición humana y sin un compañero que me consuele. Preveo la terca persecución que caerá sobre mí en cuanto mi forma se destaque del fondo. Y digo: ¡Ay! ¿Es justa tanta tragedia? ¿Es preciso tanto terror? Pero, ¡bah!, me estoy poniendo demasiado isabelino. ¿Qué tengo? Estas manos, esta arma. ¿Qué hago? Luchar: ser un hombre.» Y Lavrenti se yergue y lanza el grito: «¡Bola de oro!» en que ve reflejado su carácter. Detrás de él, sobre una mata espinosa, gorjea un alegre pajarillo. Envuelto en los andrajos de un mendigo psicótico, Lavrenti espera frente al portal de su antigua casa de la calle Gorki. Sobre los amplios ventanales de la lavandería Kronstadt (aún cerrada) y el cua -
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drado de cortina que el vecino del primero nunca altera, ya trabajan dos hábiles carpinteros. Más arriba, la ventana batiente que desaloja aún el aire respirado por los traidores. «¿Qué le habrá pasado al soldado herido? —se pregunta Lavrenti—. En la acera no se ven sus rastros. ¿Lo habrán capturado los militares? ¿Vivirá todavía? Pero silencio, boca, porque es el corazón quien habla: esos rizos que vienen por el portal me recuer dan a la delicia que jalona mi catástrofe. ¡Es ella!», la muchacha del apartamento 21 que, metida en un riguroso traje de chaqueta, abandona el inmueble como un tren. Su taconeo recuerda, en efecto, a los saltos de las ruedas en los rieles; y su forma de m irar, al foco que de noche los ilumina. «¡Eh, muchacha!», grita Lavrenti. Pero ella sigue adelante con total determinación. «No puede ser. Me ignora soberanamente. Sí, soberanamente porque es una zarina.» Y alcanzando a la joven, Lavrenti la agarra del hombro y le da media vuelta, como quien abre un armario. «Mírame a los ojos (o a la boca, si prefieres) porque estoy diciéndote que te amo. Y no es por interés, aunque me sobran los motivos.» «Yo —responde la muchacha— te reconozco a la perfección, falso mendigo psicótico, y también hiervo de alegría al verte. Pero debo advertirte cuatro cosas: soy judía, sorda, inteligentísima y más lúbrica que una perra en celo. Si aceptas mis caracte rísticas, es probable que envejezcamos juntos. Si no, vete en paz y no te preocupes por la ventana.» «Acepto tu condición, muchacha de rizos suaves (luego me dirás tu nombre), pero antes de que nuestras esferas se fundan, debes saber con quién te mezclas. Yo…» «¡Silencio! —y ella le tapa la boca con las manos—. Para que lo nuestro funcione, son precisos también los secretos. Si tú me aceptas como soy, todo está bien», y lo mira con dulzura y pestañas. «Amada mía, tú lo transformas todo en una ¡bola de oro!» Y se besan con histérica pasión. Sobre el mismo diván en que María Deutscher solía satisfacer sus soledades, reposan ahora dos cuerpos, fundidos por el sudor del coito. Miran al techo, se rascan, fuman con la mano libre. Pero en los ojos de Lavrenti persisten aún ciertas sombras. «Estoy preocupado —dice adelantándose a su amada— por varios motivos que paso a enumerar: 1) mi situación en Moscú sigue siendo riesgosa, a pesar de tu abrazo y de estar tan cerca del único lugar donde nadie me buscaría (aquí aprovecho para decirte que yo desollé al ministro Ostmúsov); 2) quien hasta ahora fue mi compañero de fatigas, el soldado herido, cayó a la calle braceando como una araña, y desde entonces no tengo noticias suyas; 3) quisiera averiguar si la intervención militar de anoche fue desatada por la traición de Maskárov o si el delator f ue otro: en ese caso, cuál; 4) deseo vengarme de mi primo Catulo porque él me robó un espejo; y 5) quiero recuperar mi espejo. De modo que ya ves cómo están las cosas.» «Así es —responde María — pero te juro ayudarte en todo. Como te decía antes, soy una mujer listísima, lo cual te demostraré en términos prácticos: 1) te harás una cirugía estética para dejar de parecer tú (te propongo que adoptes el aire de un campesino uzbeko o kirguiz); 2) buscaremos y hallaremos al soldado herido por medio de una estrata gema infalible; 3) visitaré la sede del PRAC fingiendo el deseo de inscribirme y haré preguntas romas para discernir el nombre del traidor; 4) averiguaremos el paradero de tu primo…» «Está en la cárcel de Irkutsk.» «Bien, y esperaremos a que salga. En ese momento, tú fingirás haberlo perdonado y lo desollarás como hiciste con Ostmúsov. Después (aunque también podría ser antes, en cuyo caso no llevaría el número 5), le preguntarás por la localiza ción de tu espejo que yo supongo, ya a estas alturas, en algún extraño depósito o en el salón de un policía corrupto.» «Sobre el mismo diván en que María Deutscher solía satisfacer sus soledades, reposan ahora dos cuerpos, fundidos por el sudor del coito. Miran al techo, se rascan, fuman con la mano libre.»
Con sus característicos andares, llega la diligente María Deutscher a la sede del PRAC, en cuya puerta de prestigio halla un cartel que dice: «CERRADO POR TRAICIÓN.» Bajo lo impreso, con duras letras rojas, se puede leer: «¡Ya verás, Maskárov, cuando te pillemos!» Pero el rostro de la judía ni se inmuta. Da media vuelta, detiene un taxi, sube en él: «A Kutuzovsky Prospekt, 28.» Y el vehículo sale zumbando. Y entra zumbando para frenar ante un lujos o portal que tapa un hombrón de uniforme (azul marino, charreteras, botas de montar, gorra de plato). Un segundo, dos; y tras la ventanilla que baja, María Deutscher empolvándose la nariz. «¿Sabe usted si tardará mucho?», pregunta la mujer mirando al portero. «¿Perdón?», replica éste. «Me refiero a Acté Maskárova. Tiene cita con el presidente de Rusia.» Y el rostro del hombre que se arruga intentando comprender. «Me envían para recogerla.
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¿Sabe usted si tardará mucho?» «Pero —balbucea el portero— los Maskárov ya no viven aquí.» Y María ríe como un volcán: «¡Otra que se fugó al extranjero! ¿Adónde? ¿A Suiza o a Inglaterra? —y añade mirando al chófer—: Todas se fugan a uno de esos países. ¡Son tan vulgares!» Sin embargo, el portero no cae en la trampa (o cree no haber caído) y vuelve a su pose de eunuco bien pagado. En el espejo de un escusado verde, Lavrenti contempla con dolor sus ojos «caucásicos, sinceros, humedecidos por gordas lágrimas, a los que esta misma tarde la cirujana Bronstein dotará de sendas bridas mongólicas con las que empezaré una nueva vida, basada esta vez en la impostura. A las mismas sumaré un áspero deje centroasiático que no encuentro hermoso. Pero ya seguiré luego con estas interesantes lamentaciones pues oigo —se oyen— los inconfundibles pasos de María.» Se abre la puerta de entrada y se cierra. Tintineo. «¡Amado mío! ¡Ya estoy aquí!» «Yo no respondo. ¿Para qué?» Y los martillazos de la mujer por el pasillo, la llamada carpintera, el empuje, el beso. «Te añoré: ¡follemos!» Pero Lavrenti declina: «Prefiero saber si se confirma o no lo de Maskárov.» «Se confirma: huyó a Suiza con la zíngara Acté.» «¿Cómo lo averiguaste?» «Se lo pregunté al portero de su casa.» «¿Y él te lo dijo así, sin más?» «Me lo dijo con el cuerpo. Comprende que las judías sordas poseemos una intuición triple.» «Lo comprendo, María, pero a cambio te pido que valores que ahora debo desollar también a Maskárov, para lo cual se me impone viajar a Suiza.» Y entonces la mujer, diluyendo su habitual rostro, inventa el de una gorda madre mediterránea para confrontarlo directamente al de Lavrenti: «¡Amado mío! ¡Fuego de cada noche! ¡Luz de cada mañana! ¿Cuál es tu afán por impartir justicia a troche y moche?» «No lo sé —contesta Lavrenti—; supongo que me surge, como a otros robar cuotas o leer a Nekrásov.» «Bien —y de nuevo la cabeza fuerte de María, su rígida espina dorsal—. Añadiremos esa venganza a la lista de tareas.» Y extrae de su mochila un rollo que extiende. «¿Qué tal quedó el cartel?» «Wonderful.» Un pequeño mendigo psicótico cojea por la P laza Roja y se detiene «Antes de entrar, te ante un poste de cemento. En él: un cartel con la imagen de la bayocontaré que mi novia neta popular y las siguientes palabras impresas: «COMPRO ANTIes más lúbrica que GÜEDADES. INTERESADOS MIRAR HACIA LA DERECHA». Lo una perra en celo. hace el pequeño mendigo y descubre, entre campanarios cipulares y No me extrañaría catenarias de trolebús, a un grueso oriental que mira, con los brazos que tratara de cruzados, hacia un punto del horizonte. «¡Eh, Gengis! —exclama el acostarse contigo. primero acercándose—, ¿dónde conseguiste esa bayoneta?» Y el oriental vuelve entonces su lento cráneo y sobre afila los ojos. «Háblame un poco más», ordena. Pero «no te entiendo —replica el otro—. Te he hecho una pregunta y tú…» «¡Soldado herido!» «¡No! Yo no soy ése.» «Sí lo eres. Y yo soy Lavrenti.» «Bueno, es posible que yo haya c onocido a alguien llamado así pero desde luego era me nos chino que tú. Y no hablaba como un uzbeko.» «Es que la cirujana Bronstein dotó a mis ojos de sendas bridas mongólicas con las que empecé una nueva vida, basada esta vez en la impostura, y a las mismas hube de sumar un áspero deje centroasiático que no encuentro hermoso.» «Pero digo yo que podrás quitarte el deje por un rato, ya que no las bridas.» «Sí, por supuesto.» «A ver, háblame un poco más.» «¿Qué quieres que te diga?» «¡Suficiente, amigo mío!» Y se abrazan como mineros. Frente a la puerta del diminuto apartamento de María Deutscher, Lavrenti (con una llavín en la mano) y el soldado herido (rascándose la tripa), susurran entre sí estas palabras: «Antes de entrar, te contaré que mi novia es más lú brica que una perra en celo. No me extrañaría que tratara de acostarse contigo. Pero te lo advierto porque te conozco: si consientes en hacerlo, te mato.» «P or San Basilio te lo juro, amigo mío: puedes confiar en mí.» Y entran en la casa de «María (que está leyendo a Nekrásov), él es el soldado herido (de pie junto a la puerta). Soldado herido (acercándose), ella es María (con cara de circunstancias).» Y se dan la mano como jueces. Acto seguido, la mujer señala la mesa y los tres se sientan a cenar (un plat ito de borsch y una patata partida en tres). «Yo soy cajera del cine Pushkinsky —dice de repente María — y he empleado todos mis ahorros en la operación de Lavrenti. A ti, soldado herido, sólo puedo darte esta sopa y un tercio de patata; también un jersey apolillado y una bufanda vieja. Quiero decir con lo cual que por hoy no te preocupes pero ma ñana…» «Lo entiendo», dice el soldado herido. «Pero yo no», agrega Lavrenti. «¿Y cómo esperas que sobrevivamos, tarambana?» «Fácil: conseguí un trabajo de costalero.» «¡Genial, cosita mía! Tu amigo puede quedarse. Entre los dos ahorraremos para que le operen. Y entonces», el soldado
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herido se levanta sobre un «¡jamás!» que crispa a todos. Tintineos de los platos que se aquietan. Las cortinas rehaciéndose del susto. «¿Por qué?», pregunta Lavrenti. «P or un asunto de responsabilidad histórica que no quiero debatir —y el soldado herido vuelve a sentarse —. Cambiando de tema, ¿se sabe por fin quién nos traicionó?» «Sí, fue Maskárov: robó las cuotas del PRAC y se largó a la verde Suiza.» «¿A Suiza? ¿Con Acté?» «Obvio, y con su hijo Maliuta.» «¿Y también con…?», un fulgor trémulo en sus ojos. «No sé a quién te refieres.» «Al feto que se nutre en la zíngara: ¡es mi hijo!» Cabizbajo y de rodillas, ora el soldado herido ante un icono negruzco. «Bisbís, bisbís», es la onomatopeya de sus rezos que siega de golpe un portazo. Se santiagua el hombre a toda prisa, se le vanta, besa la imagen y la embute en una bolsa de astracán que se cuelga del cuello. Luego gira sobre sus talones para encarar a Lavrenti que cae sobre un silloncito y pronuncia con enojo: «¡Hay que ver las cosas que hace uno por la amistad!» Pero el soldado herido, muy rápidamente, le aproxima una cerveza destapada y entonces la alegría asoma a los mofletes del cargad or. «Distraete con esto hasta que llegue María», quien incurre de pronto en el salón: «Lavrenti, soldado herido, tengo dos noticias: una buena y una mala. ¿Cuál queréis saber primero?» «La mala», responden ambos a coro. Y María abre los brazos, mira al techo y asperge entre risas: «¡Mi padre ha muerto!» «¡Ajá!» «¿Y la buena?» «La buena es —María ya convulsiona un poco— que me ha dejado un fortunón.» «¡Cómo! —grita Lavrenti saltando del sillón como un resorte (de hecho, le sigue un resorte pero no se le puede atribuir el impulso que…)—: Entonces, ¿tú eres de buena familia?» «Creía yo que no, amado mío, pues por ser tan lúbrica, mi padre, un rico petrolero del Mar Caspio, me echó de su casa hace dos lustros. Ahora, sin embargo, me avisan de que me incluyó en s u testamento.» «¡Oh, qué alegría!», exclama el soldado herido. «Yo digo lo mismo. Y con vuestro permiso anuncio que mañana por la mañana me voy del mercado de Cherkizón.» «Eso, ¡que se rompan las espaldas otros!» Pero «lo siento, Lavrenti, cariño. Eso no podrá ser —y una curiosa sonrisa de la Deutscher — porque mañana, a las ocho en punto: ¡nos casamos!» «¡Hurra!» «¡Hurra!» «Y a la once y media, los tres, sali mos de viaje hacia Suiza. Ilegalmente, claro.» «¡Bravo!» «¡Sea!» «¡Mi sueño!» «¡P odremos impartir justicia!» «Y hacer algo de turismo. Al volver, compraremos «La luna emerge tras los una stanitsa cerca de Majachkala y allí esperaremos a que CaAlpes como un incendio tulo salga de la cárcel.» de sus coronas de nieve La luna emerge tras los Alpes como un incendio de sus coronas mientras las olas baten de nieve mientras las olas baten con rigor la orilla del lago Lécon rigor la orilla del lago man. Hacia ella se arrima una lancha oscura que porta a tres Léman. Hacia ella se sombras similares. Topan con un crujiente embarcadero, saltan a arrima una lancha oscura él y, tras alcanzar la tierra firme, se pierden entre tibias luces, que porta a tres sombras entre casas. similares.» Con los labios grasientos, descansa el expolítico Maskárov en una chaise-longue junto a su esposa, la zíngara Acté. Los rodean algunos muebles, hartos de repercutir sonidos, y las tenues respiraciones de sus vástagos, dormidos por fin en sus cunas. «¡Ah! — bosteza el hombre—, me voy a la cama.» Pero en ese momento retumba el chalet como en el clí max de un terremoto. «¡P or Dios!» «¡Jesús!» Y los llantos sincrónicos de los niños. Y la mirada exhausta de la madre. Y la carrera servil del ama. «¡Saldré a averiguar!», dice Maskárov. Pero ya grita una mujer junto a la puerta: «¡Ayuda! ¡Ayuda!» Y las prisas. Y el cerrojo. Y la cara descom puesta de la Deutscher: «¡Caballero! ¡Mi ma rido! ¡Hemos tenido un accidente!» Y el ruso que sale tras ella, regando pasos por el parterre y nubecillas al a ire fresco de la noche. Saco. «Pero, ¿qué pasa?, ¿esto qué es?» «El pago a tu traición, Maskárov.» Y entre cuatro manos duras, el expolítico es arrastrado por setos, pedregales y un arroyo que le moja las babuchas, hasta la silueta del árbol en que lo atan. «¡Compañero —dice Lavrenti—, préstame la bayoneta!» «¡Aquí la tienes!», responde el soldado herido. Y ya el atroz desgarrarse del batín, de la camisa, de la piel nunca preparada. «¡Ay!» con el desmayo del agudo dolor; y sonrisas que la noche nos ahorra. Pero allá, dos haces de luz que se acercan de tronco en tronco. «¡Nos persiguen!», susurra la Deutscher. «¿Quién será?», pregunta Lavrenti. «¡P olice!», aclaran en francés. Y un disparo que golpea en el hombro al soldado herido. «¡Me cago en Guillermo Tell!», bufa mientras cae al suelo. Y pronto Lavrenti y María: «Vamos, que es sólo un rasguño: levántate.» «No, ca maradas, huid, pues es preciso que salvéis este secreto:
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yo soy Pavel II, legítimo zar de Rusia.» «Sí, soldado herido, muy bien.» «La bala debió de darle en la cabeza.» «¡No estoy bromeando, lerdos! —y el soldado saca un bolsito de astracán que pone en manos de Lavrenti—: Aquí se encuentran, además de un icono muy antiguo, los perfiles que me acreditan como bisnieto de Nicolás II, por línea de la dulce Anastasia. Todo esto os lo cuento para que comprendáis la abismal importancia del hijo que tuve con Acté. Lo raptaréis y lo llevaréis a Rusia para entregárselo al almirante Mákelsson, de la Comandancia Naval de San Petersburgo. Él es fiel a la Causa Neozarista, de modo que os protegerá como un padre.» Pero ya resuena, mucho más cerca, otro disparo, de modo que «ahora, mar chad con Dios y cumplid con la Patria.» «A sus órdenes, majestad.» Y Lavrenti y María se marchan. Parecido en todo a un haba seca , el almirante Mákelsson, de la Comandancia Naval de San Petersburgo, limpia con una gamuza sus lentes y se los clava en la nariz para ver con precisión al oriental que se alza al otro lado de su escritorio. Luego mira al teniente Wronsky, sujeto del braz o de Lavrenti como una mujer, y pronuncia con voz bentónica: «Retírese.» Lo hace el subalterno con urgentes pasos a la vez que el viejo señala un sillón. «Dice usted —le cuenta entonces a la ventana (quizás a las nubes que gravitan sobre los muelles)— que posee un secreto relativo al bisnieto de la Patria. ¿Podría explicarse?» «¡Yo soy amigo del zar Pavel II!», proclama Lavrenti después de que Mákelsson retorne la cabeza con un crujido. «¡No diga usted sandeces!», y el viejo alza sus manos como reliquias. «¡No son sandeces! —replica Lavrenti—. Al soldado herido, ahora Pavel II, lo hirieron en Suiza, donde seguramente está. Pero yo traje a Rusia al hijo que él tuvo con la zín gara, así que la sangre Romanov…» «Ta ta ta ta —ríe Mákelsson con su inquieta dentadura—. Las palabras, amiguito, son hojas que se lleva el viento. Muestre sus pruebas o le mando a las Kuriles.» «¡Aquí están las pruebas!» y cae sobre el tablero del escritorio la bolsa de astracán sudado. «Él me las entregó», mientras las manos del viejo marino extraen el oscuro trozo de madera y unos papeles algo más claros. «¡P or san Telmo: el icono Romanov! ¡Y los Pergaminos Genealógicos! Entonces es cierto lo que dices.» «Nunca miento porque soy honrado», explica Lavrenti. «Muy bien, muy bien. La Causa recompensará tus servicios en cuanto entregues a La Criatura y se le practiquen Las Prue bas Genéticas —a lo que añade para sí—: ojalá que no sea demasiado oscuro. Dime, pues, oriental, ¿qué deseas?» «Ir a la cárcel.» «No entiendo ni jota.» «Sí, a la cárce l de Irkutsk. Debo ingresar en ella, desollar a mi primo y salir indemne para recuperar el magnífico espejo que él me robó.» Y los ojos del viejo marino que se arrugan un poco más. Gris vapor de agua sobre un fondo de baldosas verdes y la figura «Bueno, pues a esa de un hombre pelirrojo, barbica prino y encorvado, que recibe con mujer, que se llama incuria el hilo de agua caliente que cae del techo. «Hola, Catulo», Sofía Piotrovska, le pasó cruza a sus espaldas una voz. «Hola, Uzbeko», responde el perfil algo parecido: tenía en del primero, que ya se reconcentra en su paraíso. P or un momento, su casa un espejo de su los dos hombres desnudos, de espaldas; el pelirrojo negándole novio que otros extraños algo suavemente a la pared, el oriental concentrando la fuerza de hombres (o quizás los su ira. Luego de unos segundos, se aga cha, extrae del ano un cumismos) también le chillo; y garra en el pelo, filo en la yugular. «Tienes dos opc iones, robaron a la fuerza.» primito del alma: o te mato en este instante o me respondes a una pregunta y después te desuello.» «Opto, es claro, por la variante 2 pero antes de que hagas tu pre gunta, querido primo, sabrás que yo no robé tu espejo.» «¿Ah, no? ¿Y la nota que dejaste en tu casa?» «Te lo explico, si me permites.» «Muy bien pero hazlo rápido.» Y aquí empieza la explica ción de Catulo: «Aquella tarde de octubre, que nunca voy a añorar, entré yo en tu casa para salu darte y vi a unos extraños hombres que en ese preciso minuto envolvían tu espejo en un papel. “Eso no es vuestro”, les dije, pero dos de ellos sacaron sendas pistolas, me condujeron a mi casa y me dictaron la nota que tú leíste. En cuanto la firmé, sentí un golpe en la cabeza; y al recuperar el sentido, me encontraba, maniatado y confuso, en un lugar que olía a cerdo. Junto a mí, una mujer más o menos rubia me soplaba en la cara y me decía “des pierta, despierta”.» «Uno de esos dos imperativos te lo podrías haber ahorrado. Continúa.» «Bueno, pues a esa mujer, que se llama Sofía P iotrovska, le pasó algo parecido: tenía en su casa un espejo de su novio que otros extraños hombres (o quizás los mismos) también le robaron a la fuerza.» «Bien, ¿y qué pasó luego?» «Con mucho esfuerzo, logra mos soltar nuestras amarras y descubrir que está bamos en una pocilga próxima a la carretera de Varsovia. Un lechoncito al que quisimos coger salió a la misma y provocó el frenazo de un automó -
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vil gris y plata y negro y un poquito verde del que saltó un hombre —el ministro Ostmúsov—, también interesado en perseguir al cerdo.» «Ajá.» «Mientras tanto, la mujer que iba con él le reía los trotes desde la valla sin prestarnos atención alguna. Cuento corto: les robamos el coche y nos pusimos en ruta a Smolensk con ánimo de esconder nos en la granja de mi madre, tu tía Marfa. Allí fuimos apresados, como seguramente habrás leído en los periódicos. Y, bueno, aquí me tienes, empe zando a odiar las duchas.» «Voy a creerte, Catulo, porque eres mi primo, que si no…» Rosado palacete moscovita ante cuya reja de bronce transita una oronda mujer con echarpe. El resto de su indumentaria también es gris pero en tonos más oscuros. Botines altos. Un trozo de pierna porosa. Falda con lamparones. Llega al portón, toca el timbre y le muestra a su pas ado un perfil rojo y seco por el frío. «¿Qué desea?», pregunta la mirilla. «Vengo por lo del cartel.» Y ya la puerta se abre sobre un lujoso recibidor. «Espere aquí», le dice una secretaria de aspecto estalinista que desaparece a patadas por un pasillo. Al fondo: bisbiseos agudos, un par de ruidos, y la rígida figura de María Deutscher que se acerca preguntando: «¿Qué trae usted?» «Este espejo de latón», responde la gorda y saca uno, poco mayor que una agenda, medio turbio y orlado con fantásticas figuras. «Hm —lo toma la judía, lo sopesa, le pasa por el dorso un diamante —, ¿cuánto pide por él?» «31.000 rublos», desafía la mujer. «Muy bien, se los pagaré enseguida. Pero antes me dirá la procedencia exacta de este objeto.» Y sin que la pobre mujer alcance a inventar nada, recibe un sonoro bofetón: «¡Confiesa que es robado, mala pécora!» «Sí, es robado —y las lágrimas enormes y los hondos hipos—: es que llevo una racha fatal. Primero lo de la pobre Irina. Luego el incendio. Más tarde aquello, ¡aj!, y por fin e l viejecito que se apagó dulcemente entre mis brazos.» «A ver, ¡explíquese!», ordena María Deutscher. «Hace algún tiempo, entré a servir en casa de una mujer muy buena pero que me pagaba muy mal. Se llamaba Sofía P iotrovska. Bueno, el caso es que Irina, la hija menor de mi hermana, necesitaba una operación urgente. Y como yo no tenía más que unos pocos rublos, tomé de casa de mi señora este espejo que era de su novio (un soldado muy pero que muy petulante) y mandé hacer una copia a un artesano de la calle Lérmontov. La idea era vender el original y devolver la copia a su sitio pero mi sobrinita murió y yo quedé con el delito a mis espaldas.» «Ah, ahora lo comprendo.» «¿Cómo?» «No, nada. Continúe usted.» «Bueno, pues un día mi señora (no sé por qué) le robó el espejo a su novio y se fugó para evitar la venganza. Pero cuando él se enteró, vino a casa con un amigote suyo y la quemaron. Entonces me puse a buscar colocación de nuevo y por fin entré a servir al político Maskárov que me llevó con su fa milia a Suiza. Allí fuimos asaltados por unos criminales que después le robaron a un hijo. Imagínese el papelón, señora. Me despidieron ¡así! y tuve que volver a «Al fondo: bisbiseos Moscú, pero con estas referencias… San Petersburgo. ¡Menudo frío agudos, un par de pasé yo en San Petersburgo tratando de colocar el espejito! Pero por ruidos, y la rígida fin tuve suerte (o creí te nerla) pues me contrató el almirante Mákelsfigura de María son, un viejecito adorable que dos semanas después se apagó dulce Deutscher que se mente entre mis brazos.» María Deutscher mira fijamente a la criada: acerca preguntando: «¿Eso quiere decir que murió?» «Pues sí.» «¡Vaya, qué contra“«¿Qué trae usted?”.» tiempo!» «La muerte, hija mía, siempre llega a deshora.» Tumbado en un mugriento colchón de espuma, con sus manos por cojín y las pupilas clavadas en el techo, Lavrenti reflexiona de este modo: «¡Aj, Mákelsson, viejo repulsivo y traidor! Prometió sacarme de la cárcel a primeros de año, y aquí estoy todavía, a 18 de abril, cada vez más obsesionado con estos puntos: 1) ¿Es Pavel II tan traidor como Mákelsson?; 2) ¿por qué una banda de extraños hombres organiza tal operación de encubrimiento en torno al robo de dos simples espejos?; y 3) ¿me habrá sido fiel María en estos meses? Como no sepa rápido de estas cosas», una rata llega junto a su hombro y chilla. «¡Ah!», responde Lavrenti y salta del catre. «¡Iiiii!», responde el roedor, también parado en sus patitas. Enseguida mueve los bigotes, baja y se acerca al hombre mostrando una mochilita que lleva en el lomo. «Ah, tú eres una rata amaestrada.» «¡Iiiii!» «Y me traes algo.» «¡Iiiii!» «A ver, veamos qué es.» Y Lavrenti e xtrae de la mochila una lima, un bolígrafo, un trozo de pa pel en blanco y una carta que dice así: Querido esposo mío: Como te conozco y te comprendo, me permito aliviarte con las siguientes respuestas: 1) Tu ya larga estadía en la cárcel de Irkutsk se deb e a que Mákelsson ha muerto. Él y Pavel II
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formaban por sí solos la tan mentada Causa Neozarista, de manera que nada se pudo hacer por ti hasta ahora. 2) Hace unos días tuve la oportunidad de entrevistarme en la cárcel de mujeres con Sofía Piotrovska quien me puso al corriente de las extrañas circunstancias que rodearon al robo de los espejos. Ellos guardan (lo intuyo) mucho más de lo que reflejan. Y 3) sí, te he sido fiel, aunque reconozco que en diecisiete ocasiones estuve a punto de trai cionarte. En fin, tú ya sabes (yo lo voy descubriendo ahora) que en la pareja puede más el amor común que el propio. Pero dejemos la filosofía moral para más tarde y atiéndeme: junto con ésta, viaja una lima con la que deberás… Del extenso patio carcelario, un viento húme do que sopla del Baikal levanta una sábana de polvo que pule a trompadas los grises pabellones de los presos y las altas torres de vigía. Quiebra este arrastre la tímida paz del alba, lo mismo que el helicóptero de rotor doble, modelo Ka -27, que se posa en el patio, recoge a dos internos y vuelve al cielo entre rizos de tierra. Lavrenti y María Deutscher se besan a bocajarro sobre el asiento trasero de un Rolls mientras Catulo y un chófer, sentados en la parte delantera, vigilan con estupor la ruta. Corre bajo unos el físico vértigo del placer; bajo los otros, la púa lacerante de la envidia, mientras el coche se acerca por un conglomerado de viviendas, iglesias y comercios al famosísimo hotel Europa. Ya llega el negro automóvil y se detiene ante un botones de inmediata sonrisa al que arrolla el tifón de los amantes. Hall con alfombra azul, escaleras, pasillo, puerta 31. Y el satén, el satén, el satén que se traga los cuerpos y los digiere. «Y ahora mírame, Lavrenti, porque tenemos que hablar.» «Dime, «Lavrenti y María María.» «P or tu carta supe que habías perdonado a Catulo. Pero de tu Deutscher se besan desollamiento suizo llegó a saberse en la anchísima Rusia. Ergo, todo a bocajarro sobre el el PRAC (reconstruido por obra mía en torno a tu ejemplo) se halla a asiento trasero de tus órdenes aquí en Irkutsk. Son cinco mil miembros entrenados y un Rolls mientras decididos que llevan media semana haciéndose pasar por congresistas Catulo y un chófer, y que quieren únicamente acción.» «¡Bah! —responde Lavrenti—. A sentados en la parte mí no me interesa la política.» «¡Pero a mí sí!», replica la mujer. «Lo delantera, vigilan comprendo, lo comprendo. ¿Qué hago?» «Aceptarás las presidencia con estupor la ruta.» del PRAC, prenderás la llama de la revolución anticapitalista en Irkutsk; y acompañando a su extensión por toda Siberia (y más allá) llegaremos a Moscú al mando de cien mil fieles. Una vez allí, te proclamarán primer presidente uzbeko de Rusia.» «Vaya, no sabía que fueras tan ambiciosa.» «Ni yo tampoco.» «Pero, como te idolatro, digo “vale, amada mía” y me comprometo contigo en esta hermosa guerra que prenuncias.» «En tal caso, querido Lavrenti, voy a entregarte tu espejo. Toma.» «¡Oh, qué bien!»
EPÍLOGO Sentado frente a la yurta que comparte con Dojnaa, una mongola embarazada por él, Pavel II descubre en un periódico que Lavrenti ha sublevado con éxito a Irkutsk. Ordena a su mujer que desarme la tienda y parten rápidamente a caballo. Los acompaña un niño de marcado aspecto zíngaro. La revolución praccista triunfa también en la Siberia Occidental y Lavrenti recibe felicitaciones de todas las ONG’s del mundo. También le notifican que China amenaza con invadir Mongolia y que la OTAN ofrece su protección al gobierno legítimo de Moscú. «Nuestra situación es mala», reconoce sobre estos hechos María Deutscher. «Pero con mi ayuda mejorará», agrega Pavel II irrumpiendo con furia en el salón de mandos. Dos días más tarde, Lavrenti proclama a Pavel como zar de todas las Rusias y gana para la Causa (ahora sí con mayúsculas) a todos los sectores descontentos. En consecuencia, los praccistas logran la victoria en la guerra civil e instalan su capital en Smolensk. Elecciones generales que ratifican a Lavrenti como presidente de una monarquía constitucional. María Deutscher es nombrada ministra de Interior. A cambio de la cartera de Defensa, un tal Leonidov, capitán del ejército (uniforme verde, rubios bigotes, mirada glacial) ofrece a Lavrenti el se gundo espejo que en confrontación con el otro revelan NARRATIVAS
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(en forma de holograma azul) los planos técnicos de un ovni. Interpelado por este curioso fenómeno, Pavel II declara ignorarlo todo, y es encerrado en un gulag donde pierde la razón. Por otro lado, Lavrenti y María Deutscher (ya completamente corrompidos por el poder) ordenan el asesinato del capitán Leonidov y emprenden en secreto la fabricación de dos mil ovnis de guerra. Meses más tarde, el insulto de un casco azul sobre una vieja húngara de credo ort odoxo se convierte en la excusa necesaria para la declaración de la Tercera Guerra Mundial, que los rusos ganan fácilmente. Sobre las cenizas de Roma, una cálida tarde de septiembre, Lavrenti se autoproclama Rey del Mundo (con mayúsculas) y canoniza a su perro Tolstoi. © Pablo Gonz
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REBUSCAR ENTRE LAS NUBES
(Anécdotas, tormentos y manías de los grandes escritores) por Jesús Greus ENTREGA 2 V TODO ARTE ES INDISCRETO Cabe preguntarse: si lo que pretende el escritor es reflejar al género humano, des cuartizarlo por dentro, analizar sus mecanismos psicológicos, sacar a la luz sus entrañas a veces nauseabundas, mostrarnos el rostro oculto que cada cual llevamos dentro, ¿de dónde parte este audaz estudio humano? Es obvio que, a este fin, el elemento de a nálisis más a mano para todo escritor es él mismo. Su propia personalidad, y por supuesto la de quienes lo rodean, le sirve de laboratorio a fin de estudiar a la raza humana. Ya lo dijo Kierkegaard. « Más ahondamos en nuestro corazón, más ahondamos en el corazón de cualquier ser humano.» Por ello se ha repetido hasta la saciedad que todo autor está presente en su obra. Y casi todos ellos, además, lo han admitido así. El poeta Yeats llegó a afirmar: «Es a mí mismo a quien corrijo al retocar mis obras.» Emile Ciorán, el gran ensayista rumano afincado en París, añoraba, a este res pecto, «la suerte que tiene el novelista o el dramaturgo de expresarse disfrazándose, de liberarse de sus conflictos y, más aún, de todos esos personajes que se pelean dentro de él. » De Pío Baroja decía Corpus Barga que «lo mejor de su obra es autobiografía». También observó Corpus con acierto, acerca de las raíces autobiográficas del trabajo literario, que «el genio del romanticismo está en haber hecho vida de la literatura.» Por eso afirmó él mismo cierta vez, en una entrevista, que «las memorias y las novelas son lo mismo, tienen las mismas fuentes de informa ción. Un novelista y un memorialista sólo se diferencian en que el memorialista es el protagonista de su obra, mientras que el novelista es, a veces, uno de los personajes de la novela.» Valga el ejemplo del hipocondríaco Proust, quien, dedicado a observar minuciosamente la vida en torno suyo con objeto de enriquecer, hasta en el mínimo detalle, su desmesurada obra, llegó al ex tremo de utilizar sus propios síntomas de enfermedad mortal para describir la de uno de sus perso najes. Auscultando sus propios indicios de decadencia física, exclamó un día : « ¡Ah! Esto me servirá para la muerte de Bergotte». Patética es también, según quiere la leyenda, la muerte de Honoré de Balzac, quien invocó en el lecho la presencia del médico Horace Bianchon, uno de sus personajes literarios. El norteamericano Paul Bowles admitió, al hablar de sus escarceos literarios recién instalado en Marruecos c on su esposa Jane, el descarado origen autobiográfico de su literatura : «Nunca sabía lo que iba a escribir al día siguiente, porque aún no lo había vivido. » Autobiográfico fue también Byron, a pesar de haber escrito lo siguiente en una carta: «He iniciado una comedia y la he quemado, porque el asunto se aproximaba a la realidad; una novela, por la misma razón. En verso puedo mantenerme un poco más alejado de los hechos.» ¿O tal vez en verso camuflaba mejor los hechos, se disfrazaba mejor? Autobiográfica fue, cómo no, la sensual y escandalosa Colette. Su propia experiencia como baila rina de music-hall, y como mujer en busca de su independencia moral tras el divorcio de su primer marido, quedó retratada en su obra La vagabunda. Más adelante, cuando, ya cuare ntona, se lió con el hijo de su segundo marido, de diecisiete años, volvió a reflejar su propia vivencia en la novela El trigo verde.
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Otros autores son menos inclinados a hacer una descarada autobiografía. Ana María Matute, por ejemplo, ha declarado: «No he escrito nunca una novela autobiográfica, pero yo estoy en todos mis libros.» Y Chesterton afirmó con sagacidad a este respecto: «Una buena novela nos dice la verdad sobre su protagonista; pero una mala nos dice la verdad sobre su autor. » Esta presencia del autor en la propia obra la definió Rilke en tono poético: « Para imprimir un ritmo a la prosa es necesario calar en la propia intimidad y rehacer el ritmo anónimo y múltiple de la sangre.» Más explícito, en torno a este ingrato trabajo íntimo del escritor, fue el norteamericano Normal Mailer: «Escribo —declaró— sobre un espectro que va desde las claras impresiones maníacas de un borracho (...) hasta los límites más sobrios de la depresión, donde apenas puedo soportar mis propias palabras. Cuando termino una obra, generalmente he trabajado en ella a través de toda la gama de mi conciencia.» Muy similar a lo que vino a decir el precoz Rimbaud con estas palabras: «El poeta se hace vidente por un largo, inmenso y razonado desarreglo de todos sus sentidos. » Tal vez por eso dijera el gran Jorge Amado: «Escribir siempre fue para mí una experiencia mediúmnica.» El propio Ciorán, sin ser novelista, pero cuyos ensayos cabría elevar a la categoría de obras literarias por la precisión de su lenguaje demoledor, declaró : «Nunca he escrito una sola línea a mi temperatura normal.» Ya se ve. Se entiende, así, que el estilo literario sea privativo de cada autor, producto de su propia idiosincra sia, de su manera de sentir, de padecer, de amar, de anhelar, de entender la exis tencia. El estilo es, en opinión de Corpus Barga, «una caligrafía de la personalidad.» Y agregaba: « Cada estilo literario tiene su aliento —su espíritu —, como su letra. Su biología, como su grafología.» En otras palabras, la elección de un vocabulario y e l uso de la sintaxis parten, no sólo de la propia cultura, sino también del propio carácter. «La sintaxis —dijo Verlaine— es una facultad del alma.» Una aserción que se adelantaba a la lingüística moderna, según la cual la lengua estructura el pen samiento. No se escribe igual en español, en inglés, en árabe, porque una lengua supone una ma nera de pensar, de ordenar las ideas, de entender la vida. De ahí el aserto de Wittgenstein: «Los límites de mi lenguaje significan los límites de mi mundo.» O, dicho en otras palabras, y parafraseo a Ernesto Sábato: « El estilo es una forma de ver el mundo.» Acerca de esta estrecha relación entre el estilo literario y la psicología del autor ha dicho Norman Mailer: «En el momento en que adoptamos el estilo de pensamiento de otro escritor, hay que apuntalar los muros. Pero si lo que escribimos es un reflejo de nuestra propia conciencia, incluso el periodismo puede ser interesante.» P orque, en efecto, y por abundar en la idea en palabras del propio Mailer, «el estilo es carácter.» Albert Camus nos dejó también, en sus carnés, una reflexión interesante sobre el paralelismo entre vida y obra en literatura: «Hay cierta relación entre la experiencia global de un artista (...) y la obra que refleja esa experiencia. Esa relación es mala cuando la obra de arte presenta toda la experiencia adornada de literatura. Esa relación es buena cuando la obra de arte es una parte tallada en la experiencia, faceta de diamante cuyo brillo interior se resume sin limitarse. En el primer caso hay sobrecarga y literatura. En el segundo, obra fecunda a causa de toda la experien cia sobreentendida cuya riqueza se adivina.» En una ocasión, Dostoievski aconsejó a un estudiante: «Nunca trate de inventar nada. Use lo que la vida le ofrece. ¡La vida es infinitamente más rica que cualquiera de nuestras invenciones!» El comentario se basta por sí solo y recuerda a un consejo similar dado por André Gide en cierta oca sión a un discípulo que le preguntó qué debía hacer para escribir una gran novela: «Elija usted a un hombre y a una mujer —respondió el maestro— e imagine el resto. Ahí tiene el germen de una gran obra.» Sería de nuevo inagotable la serie de citas que podríamos traer a colación acerca de la presencia del autor en su propia obra, por lo que sólo incluiremos algunas más. Tennessee Williams, autor de tantísimas y tan conmovedoras obras dramáticas, algunas de ellas trasladadas al cine, declaró enfá -
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ticamente que «todo buen arte es indiscreto.» Esto ya dice bastante. Y añadió: «¿Acaso no es la egomanía casi indispensable en todo trabajo creativo?». También observó Terenci Moix: «Si un escritor no se desnuda en cada libro, yo creo que se equivoca." Casi lo mismo exclamaba Bioy Casares, aludiendo a la raíz autobiográfica de su propia obra: «Mis primeros fracasos los lavé con versos.» Incluso el autor de Bomarzo, Mujica Lainez, llegó a manifestar sin pudor: «Si alguien quiere conocerme, me encontrará en mis escritos.» Otro tanto admitió Georges Simenon al escribir: «He hablado a menudo de mí en mis libros, incluso a través de los personajes de mis novelas.» La frase acaso más famosa y concisa, acerca de esta desnudez o exhibicionismo del autor en su literatura, fue, por supuesto, la de Flaubert, quien resumió este asunto al proclamar : « Madame Bovary soy yo.» Pero me siento inclinado a hacer una última observación. A pesar de todo lo hasta aquí expuesto, puede ser engañosa la imagen que de sí mismo nos ofrece cualquier autor. Ciorán, siempre tan quisquilloso, observó con agudeza que «la verdad sobre un autor debe buscarse en su correspondencia y no en su obra. La obra es con frecuencia una máscara. » Es el caso del ya mencionado Byron. Sobre esto advirtió Juan Goytisolo que, «cuando la vida entra en la literatura se convierte ella misma en literatura.» Es decir, el autor utiliza su propia experiencia, o la de quienes lo rodean, para deformarla, para novelarla, para crear, a partir de ella, una ficción. Los elementos autobiográ ficos quedarán, así, supeditados siempre a los menesteres de la creación literaria. En este sentido, nadie miente mejor, o con mayor desfachatez, que el escritor. Por lo tanto, aunque toda literatura sea, pues, básicamente autobiográfica, debemos saber interpre tar esa autobiografía, no tanto relativa, salvo excepciones, a hechos concretos o a sucesos particula res, como al mundo de las ideas, las emociones y los sentimientos. Tal cual lo manifestó Tennessee Williams: «Mi obra es emocionalmente autobiográfica. No guarda relación con los verdaderos acontecimientos de mi vida, sino que refleja las corrientes emocionales de mi vida.» Es ahí donde debemos indagar la personalidad del autor, su envilecimiento o su grandeza de alma, que son también los nuestros.
VI ¿YO FELIZ? Parece lógico suponer, a pesar de que algunos autores hayan afirmado escr ibir por placer, que un proceso como éste de la creación literaria, enfrentado el autor a sus propios sueños, emociones, quimeras, abismos, no debe de ser siempre tan placentero. «Claro que en la obra del artista hay belleza —advierte Ernesto Sábato—, pero detrás de ella está el dolor.» Otro tanto expresó el des dichado Cesare Pavese : «En el fondo, versificar es una herida siempre abierta.» También el escritor mexicano Juan Rulfo, que nos dejó esa pequeña obra de arte titulada Pedro Páramo, ha dicho que «para escribir se sufre en serio.» Opinión en la que coincidió el novelista y poeta británico afincado en Mallorca, Robert Graves, quien declaró: «Cuando escribo poesía, sufro muy dolorosamente, como si estuviera operándome mi propio cráneo.» Son muchos los autores que vienen a decir lo mismo. « La ansiedad que implica —expuso Anthony Burgess refiriéndose a la escritura— es intolerable.» El propio García Márquez ha reconocido que «con el tiempo, el acto de escribir se ha vuelto un sufrimiento. » Fue, sin embargo, Rainer Maria Rilke quien nos dejó una explicación sorprendente acerca del fenómeno de la creación literaria : «La experiencia artística está tan increíblemente cerca de la sexual, en su dolor y gozo, que ambos fenómenos, en realidad, son sólo formas diversas de una idéntica ansia y dicha.» Resulta, así, sorprendente la cándida opinión del británico E. M. Forster: « Yo siempre he encontrado que escribir es agradable, y no entiendo lo que la gente quiere decir cuando habla de la agonía de la creación. Yo la he disfrutado y creo que en ciertos casos es buena.»
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Lawrence Durrell manifestó así mismo: « Encuentro el arte fácil. Encuentro difícil la vida.» Casi todos los autores han admitido, no obstante, que en el acto de escribir se amalgaman momen tos de intensa emoción placentera con otros de absoluto abatimiento. Tal vez por eso dijera André Breton que «la literatura es uno de los más tristes caminos que nos llevan a todas partes. » No en vano se ha dicho que los escritores son neuróticos en potencia. Lo dijo el mismo Ciorán: «El escritor es un desequilibrado que utiliza esas ficciones que son las palabras para curarse. » Y ha habido casos bien patentes que lo corroboran. Jack Kerouac, por ejemplo, fue eximido del ejército bajo el diagnóstico de personalidad esquizoide. Quizá sea el suyo un caso extremo, aunque no fue el único. Joseph Conrad era depresivo, en parte debido a sus sempiternas deudas. También lo fue ron, en mayor o menor grado, Faulkner, Saint-Exupéry, Hemingway y Scott Fitzgerald. Virginia Woolf estuvo aquejada de trastornos mentales, y Pío Baroja se describió a sí mismo como maniaco depresivo. Capote, neurótico e insomne, aludió, por eso, al efecto terapéutico de la escritura, al afirmar: «Las palabras me han salvado siempre de la tristeza.» Dostoievski, además de ser epiléptico, de lo cual no tenía la culpa, era, al igual que sus criaturas de ficción, un ser torturado, desgraciado, jugador empedernido y bastante despreciable. Según refiere en sus tristes carnés su propia mujer, veinte años menor que él, el escritor se gastaba en los casinos de Suiza lo poco que tenían para malvivir en pensiones. « Fedia me dijo —cuenta Ana Dostoievs kaia de su marido, un día que, ya harta, le entregó dinero para el juego—, que preferiría que su mujer lo regañara, en lugar de acogerlo con tanta dulzura, que lo insultara en lugar de conso larlo, y me dijo que se sentía mal cuando se le daba cariño.” Como se ve, sus años de convivencia con el gran escritor no fueron, precisamente, un camino de rosas. En cualquier caso, es cierto que el escritor se ve obligado a soportar una gran presión psicológica durante su trabajo. Pero es su oficio, al mismo tiempo, el bálsamo que alivia esa zozobra que toda persona medianamente sensible experimenta ante el hecho de existir. En palabra s del norteamericano Phillip Roth: «Un escritor necesita sus venenos. El antídoto de éstos es a menudo un libro. » Porque la escritura es, en cierto modo, un psicoanálisis íntimo. Sirve, entre otras cosas, para sa carse los demonios del cuerpo y neutralizarlos exhibiéndolos. Tal cual lo ha escrito Mercedes Salisachs: «Creo que los escritores normales escribimos acuciados por el impulso de un necesario autoanálisis, de un deseo de ordenar nuestra vida, con sus consabidos desquiciamientos, sus erro res, sus caídas, sus vergüenzas y sus falsedades.» Y así mismo lo afirmó Graham Greene: «Escribir es una terapia. Algunas veces me pregunto cómo todos aquéllos que no escriben, componen, tocan música o pintan pueden escapar de la locura, de la melancolía, del miedo, de la angustia inherentes a la situación del hombre.» Ese peculiar desequilibrio del escritor, o del artista en general, lo asemeja en cierto modo al mís tico: un carácter capaz de desmedidas exaltaciones y de sucesivos abatimientos. Y, por mezquinos que hayan podido ser algunos de los más grandes escritores en su talante social, siempre fueron altruistas en el desempeño de su solitario esfuerzo. ¿Se refería a eso acaso Nabokov al decir que «cada artista es en cierta forma un santo»? Vargas Llosa ha llegado al extremo de afirmar que « la felicidad es literariamente improductiva.» En ello coincidía Marguerite Yourcenar, quien exclamaba en una de sus notas al margen de un libro: «¡Qué insípido hubiera sido ser feliz!» Creo recordar que fue Beaudelaire quien expresó lo mismo, aunque con mayor ironía: «¿Yo feliz? No creo haber caído tan bajo.»
VII FANTASMAS LITERARIOS Es evidente que la personalidad del autor no es, casi nunca, la única reflejada en una obra literaria. ¿De dónde surgen, entonces, todos esos personajes que pululan por las novelas y cuyas vidas y azares seguimos, sobrecogidos, de página en página? Yo creo, y es una teoría personal, que todos
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los personajes literarios creíbles están basados en personas reales. Quizá los dos casos más noto rios, en este sentido, sean dos grandes monstruos franceses, me refiero a Balzac y a Proust. Es bien sabido que ambos se dedicaron a retratar, casi al pie de la letra, a la sociedad de su tiempo. En el caso de Proust, la apasionante biografía que le dedicó el estu dioso norteamericano George Painter revela que algunos de los enrevesados personajes proustianos tuvieron por modelo no a una, sino a dos o más personas reales. Más difícil resulta trazar el origen de los personajes de Balzac, quien, según el estudio realizado por Fernand Lotte, llegó a la escalofriante cifra de dos mil quinientos. Y hablamos sólo de los prin cipales, dotados de caracteres bien precisos, sin contar los varios centenares de personajes secunda rios, más desdibujados. La norteamericana Katherine Anne Porter reveló en una entrevista, hablando de sus personajes literarios: «Laura fue moldeada a partir de una amiga.» Pero añadió además que fue «una combinación de mucha gente, al igual que el personaje de Braggioni. » Hemingway fue acusado por amigos y conocidos, en más de una ocasión, de haberlos retratado, de un modo no precisamente halagador, en algunas de sus novelas. Tal fue el caso, por ejemplo, de su novela Fiesta, ambientada en Pamplona. Debido a esto, solía incluir al inicio de sus libros la siguiente nota: «Ningún personaje de este libro responde al retrato de ninguna persona real. » Todo el mundo, inevitablemente, sospechaba de inmediato lo contrario. En otra novela posterior, y a fin de curarse en salud frente a quienes se sintieran aludidos, llegó a ser más explícito, declarando: «En vista de una reciente tendencia a identificar a los personajes novelísticos con personas reales, parece apropiado afirmar que no hay personas reales en este volumen: tanto los personajes como sus nombres son ficticios. Si se ha utilizado el nombre de alguna persona viva, tal utilización ha sido puramente accidental.» No obstante la advertencia, es obvio que Hemingway continuó retra tando y despellejando a sus conocidos. Pero, a decir verdad, no todos los autores se sienten inclinados a hacer retratos tan flagrantes de sus amistades. Mercedes Salisachs ha declarado recientemente: «Todos mis personajes literarios son ficticios, pero contienen rasgos de personas reales.» En palabras de Graham Greene: «Los protagonistas de una novela deben tener, necesariamente, alguna relación con el autor, surgen de su cuerpo como un niño sale del seno materno, después se corta el cordón umbilical y crecen hasta volverse independientes. Cuanto más sepa el autor de su propio carác ter, más podrá distanciarse de sus personajes inventados, y mayor espacio tendrán éstos para crecer. » Gore Vidal hizo una confesión bastante pasmosa, aunque muy suya, acerca de la creación de sus personajes: «Soy incapaz de escribir la menor historia si no introduzco al menos un personaje por el que no sienta un deseo físico.» Como en otros casos, cada autor sigue su propio sistema a la hora de elaborar a sus personajes lite rarios. William Burroughs, por ejemplo, decía: « Muchos de mis personajes me vienen a la cabeza con la fuerza de una voz. Es por eso que empleo un magnetófono. » Un método clásico es el que empleaba Aldous Huxley. «Intento imaginar —decía— cómo actuarían ciertas personas que conozco en determinadas circunstancias. » Nuestro Baroja, en cambio, tan preciso y costumbrista, construía sus personajes a partir de datos etnográficos, geográficos, psicológicos, fisonómicos, genealógicos, etc. Datos recogidos por él mismo durante sus viajes por España. «Recuerdo como una edad mágica —ha escrito su sobrino Julio Caro Baroja — aquélla en que mi tío buscaba a sus personajes; donde nosotros no veíamos más que a un hombre o una mujer bastante vulgar, él nos hacía percibir mil matices de carácter, y persistía en su tarea de observar. » Tal era el secreto del arte de aquel «poeta aldeano, poeta humilde» según se definió a sí mismo. Galdós, el gran retratista del Madrid del XIX, confiesa en el prólogo a una edición de su novela Misericordia , en la que se propuso «descender a las capas más ínfimas de la sociedad matritense»: «Hube de emplear largos meses en observaciones y estudios directos del natural, visitando las guaridas de gente mísera o maleante que se alberga en los populosos barrios del Sur de Madrid (...) No me bastaba con esto para observar los espectáculos más tristes de la degradación humana,
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y solicitando la amistad de algunos administradores de las casas que aquí llamamos de corredor, donde hacinadas viven las familias del proletariado ínfimo, pude ver de cerca la pobreza honrada y los mas desolados episodios del dolor y la abnegación de las capitales populosas. » Algo parecido hizo el norteamericano Stepehn Crane a fin de escribir su novela Experiment in misery. Vivió una temporada como un vagabundo, tirado en la calle, con objeto de experimentar la vida del mendigo. Y qué no decir de Émile Zola, adalid del naturalismo literario en Francia, quien se documentaba prolijamente, lápiz en mano, sobre el medio en que debía desarrollarse su siguiente novela. Antes de sentarse a escribir, elaboraba un meticuloso esquema de la obra, de sus pasajes y sus personajes. El plan preparatorio para su novela El dinero incluye un croquis detallado, trazado a mano por él mismo, del barrio de la Bolsa en París. Decía el gran Valle-Inclán, tan irónico él, que había que « mirar a los protagonistas novelescos (...) como si fuera el personaje un desdoblamiento de nuestro yo, con nuestras mismas virtudes y nues tros mismos defectos.» Vuelve a surgir, pues, el propio autor disfrazado en sus personajes. El ar gentino Sábato admitió lo mismo: «Salvo alguna excepción (una persona, por ejemplo, fue la inspiradora total de un personaje), todos los demás salieron de mi corazón. Todos son emanaciones de mi propia inconciencia, que jamás engaña.» Algo similar vino a decir Dickens: «Importaría tal vez bien poco al lector saber que, cuando a un escritor le deja para siempre una multitud de criaturas de su mente, cree abandonar en el reino de las sombras una parte de sí mismo.» François Mauriac, el gran moralista francés, desveló uno de los secretos de su cruda y sobrecoge dora producción literaria: «A menudo, el rostro de mis personajes permanece indistinto, y no veo de ellos más que la silueta. Pero siento el olor enmohecido del corredor que atraviesan, y conozco perfectamente los ruidos que escuchan de día y de noche, cuando salen del vestíbulo y avanzan hacia la escalinata.» Una descripción muy reveladora de su hacer literario, cuyas raíces se hunden en los vívidos recuerdos de su infancia allá en las Landas de Burdeos, entre el aroma a re sina de pino, la humedad de los arroyos y la penumbra de las viejas casonas hidalgas de provincias. Muchos personajes y relatos se basan, pues, en personas y hechos reales. Joseph Conrad, el gran autor polaco afincado en Inglaterra, admitió por ejemplo, en una nota de autor, el origen verídico y autobiográfico de sus fascinantes relatos de ultramar: «En cuanto a la historia en sí, es bastante veraz en lo esencial. La invención sostenida de una auténtica mentira requiere un talento del que carezco.» En cualquier caso, y no obstante su origen ficticio o verídico, no tiene por qué amar el autor a sus criaturas. A menudo, éstas son deleznables. En palabras, otra vez, de Ernesto Sábato: «Un gran escritor no tiene por qué crear buenas personas. Ni Raslkolnikov ni Julián Sorel, por citar algunos, pueden juzgarse como buenas personas. Casi nadie en la gran literatura. » He aquí otro tema sugestivo de estudio literario, el de la condición moral de los más célebres personajes de ficción. Este asunto de la creación de personajes literarios es mucho más complejo de lo que podría supo nerse a primera vista, porque en él interviene, una vez más, el inconsciente del autor. A fin de en trar en materia, recurramos de nuevo a la voz de Norman Mailer, quien señaló que «el libro cobra vida propia al ser escrito.» Y, abundando en el asunto, declaró : «Lo más excitante es el acto, más creativo, de dejar que los personajes crezcan después de separarse de su modelo, ya que, en ese momento, no son ya verdaderos personajes, son seres.» Este argumento ha dado lugar a la conocida leyenda de que los personajes literarios llegan a sepa rarse de su creador y a revelarse en cierto modo contra él, como si fueran criaturas vivas. Hay, a la vez, parte de verdad y de exageración en esto. El autor c oncibe unos personajes, así como una trama novelística en la cual deberán desenvolverse aquéllos hacia un desenlace final. Pero sucede de manera inevitable que, durante el proceso creativo, el autor concibe nuevas ideas, cada día, de un modo involuntario, no meditado. Es, por lo tanto, el propio inconsciente el que, en determinados momentos, contribuye a modificar el plan trazado de antemano para un personaje literario, su con ducta, su manera de ser, de hablar, de moverse, de mirar o de pensar.
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«Cuántas veces —ha declarado Mercedes Salisachs — me he encontrado con la paradoja de que un personaje, creado para llegar hasta el fin del relato, se me ha quedado en el camino. Y cuántos creados para quedarse en el camino se han convertido en las figuras claves de la novela. Y es que aunque yo no lo había previsto la lógica lo había decretado así desde el principio. » Estoy convencido, y se trata de nuevo de una teoría personal, de que el nombre elegido para un personaje literario juega un papel trascendental, de manera inconsciente por parte del autor, en su ulterior evolución. Porque el nombre de los seres novelísticos, como quizá suceda con el de las personas reales, encierra la clave de su personalidad. Con frecuencia sucede que un personaje prin cipal, concebido para representar un papel importante dentro de una novela o una pieza teatral, no adquiere fuerza propia, o carácter, por mucho que se obstine el autor. Y, en cambio, otro personaje secundario, inventado incluso a mitad de la redacción como interlocutor de segundo orden, empieza de pronto a crecer por sí mismo, a cobrar protagonismo, a «comerse» a otros personajes. Y esto es debido a veces tan sólo a que un nombre bien elegido inspira algo en el autor que reclama prestar mayor atención a dicho personaje. Por la misma razón, también sucede que el carácter ideado para un determinado personaje se transforme durante la creación literaria: que un buen hombre, manso e ingenuo, se transfigure, por sí solo, en una persona mezquina, aviesa, cruel, tonta o detestable. El creador no siempre ama a sus criaturas. Con frecuencia puede incluso llegar a de testarlas tanto como el lector. Por este motivo nos advirtió Truman Capote que «no se puede acusar a un escritor de lo que dicen sus personajes.» En cualquier caso, este proceso de transforma ción o de crecimiento del personaje literario no siempre es premeditado por parte del autor, sino que sucede a pesar de sí mismo o de sus propias intenciones. He ahí la complejidad, y lo fascinante, del proceso creativo. Este es el trasfondo, a mi entender, de esa vieja leyenda acerca de la rebelión de las criaturas litera rias, a la que han contribuido declaraciones, sin duda sinceras, como la de García Márquez, al decir que «a veces, los personajes se van de las manos.» Ernesto Sábato dijo que se sentía ante sus per sonajes como ante seres de carne y hueso, «tan desconocidos que conseguían aterrarme.» Yourcenar, sensible e intuitiva como pocos escritores, reveló lo siguiente: «Cuando se pasan horas y horas con una criatura imaginar ia, o que haya vivido en otro tiempo, ya no es sólo la conciencia la que la concibe, entran en juego la emoción y el afecto.» Decía ella que sus personajes nunca la abandonaban, y que constituían una presencia a su alrededor casi material: «Los veo, los oigo, con una nitidez que llamaría alucinante.» Llegó al extremo de confesar que, mientras escribía Memo rias de Adriano , «a veces me daba cuenta de que el Emperador mentía, y le dejaba mentir. » El comentario es sobrecogedor. Jorge Amado, el grandísimo escritor brasileño, retratista de los ambientes y barrios populares de Salvador de Bahía, reveló: «Es curioso, pero siempre sentí que no era yo el que escribía mis li bros; realmente quienes los escribían eran los personajes, al punto que a veces se comportaban de una manera casi despótica, como si tuvieran vida propia, ajena por completo a mi voluntad. » García Márquez recuerda aún aquel día que decidió hacer morir, sobre el papel, al coronel Aure liano Buendía: «Cuando terminé el capítulo, subí temblando al segundo piso de la casa, donde estaba Mercedes (su mujer). Supo lo que había ocurrido cuando me vio la cara. `Ya se murió el coronel´, dijo. Me acosté en la cama y duré llorando dos horas. » Tal es el arrebatador trabajo cotidiano del escritor, encerrado a solas, día tras día, entre cuatro pa redes y rodeado de seres ficticios que, para él, llegan a ser casi reales: conversan, se cobran amistad o se enemistan, se aman o se despedazan entre sí ante los atónitos ojos de su imaginación. Y es su propio instinto el que, con independencia de su voluntad, los anima, los tergiversa, les infunde re acciones propias, los dota de gestos concretos, de manías y hasta de un tono peculiar de voz. Hechos de palabras, en lugar de carne y hueso, los personajes literarios se desen vuelven merced a curiosos mecanismos inconscientes de su creador, quien asiste atónito al espectáculo.
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VIII ¿HOTELES O BURDELES ? ¿Hay algún lugar más idóneo que otro para llevar a cabo esta tarea apasionante, solitaria y metó dica? La descripción más original, a este respecto, es la que nos dejó William Faulkner, juerguista y dipsómano, al declarar que «el lugar perfecto para un escritor es un burdel, porque por la ma ñana hay calma y por las noches, juerga.» La verdad es que el gran escritor del Deep South de Estados Unidos, donde se crió y donde ambientó sus novelas, debía de ser un hombre con una ex cepcional capacidad de concentración, pues daba la impresión de ser capaz de trabajar en cualquier circunstancia. Cuenta su propia leyenda, y es ésta una anécdota bien conocida, aunque no sepamos si del todo cierta, que escribió su concisa e impresionante novela Mientras agonizo en tan sólo seis semanas, cuando trabajaba de fogonero en una mina, supuestamente por las noches, a la luz de un farol y sobre una ca rretilla volcada. El único dato que parece comprobado de esta anécdota es el tiempo que tardó en escribirla, lo cual ya revela bastante, por sí sólo, acerca de la capacidad litera ria de Faulkner. Años después, rico y famoso, adquirió una granja en Mississ ippi con las pingües ganancias recibidas por los derechos cinematográficos de varias de sus novelas. Tal vez por eso dijera de sí mismo: «No soy literato, sino un granjero que cuenta historias.» Su discípulo estilístico, por así decir, quien tanto embebió de su arte, García Márquez, vivió de joven, haciendo honor a la teoría de Faulkner, en un burdel allá en Bogotá, cuando se ganaba la vida como periodista. Trabajaba, como las chicas, de madrugada, se levantaba con ellas a mediodía y desayunaban juntos. Cua ndo no podía pagar la habitación, confiaba al portero del burdel el original de su novela. Según refiere él mismo, los tabiques de la casa eran de pandereta y moco, y po dían oírse a la perfección las conversaciones sostenidas en los cuartos vecinos. Con frecuencia reconocía las voces de altos funcionarios del gobierno, y lo más curioso era comprobar que no acu dían allí tanto para mantener trato carnal con las chicas, «como para hablar de sí mismos con sus compañeras de ocasión.» No creo, en fin, que muchos escritores hayan residido en prostíbulos. Pero sí es bien cierto que la mayoría de ellos busca lugares aislados que les permitan dedicarse a su trabajo durante algunas horas sin interrupciones. Joseph Conrad, por ejemplo, se escondía a menudo para traba jar en rincones de su jardín, en la casa que tenía en el condado de Kent. En una ocasión, el señor Conrad, ab sorto en la redacción de una de sus cautivadoras novelas de aventuras, se apropió, durante una se mana entera, del cuarto de baño de la residencia, por hallar allí dentro el sosiego y el silencio que le eran menester. Téngase en cuenta, a fin de entender el trastorno que este abuso debió de repre sentar para el resto de la familia, que, en la época victoriana a que nos referimos, las familias bur guesas empezaron a disponer en las casas, como gran modernidad, una instalación de aseo con agua corriente. Es decir, que es probable que el cuarto de baño ocupado por el escritor fuera el único de que disponía toda la familia. El norteamericano Henry David Thoreau, ávido de naturaleza y de soledad, se construyó una cabaña en el campo en Massachusetts, junto a un lago, donde residió durante más de dos años sobre viviendo y alimentándose de lo que hallaba a mano. La experiencia le inspiró su obra Walden o la vida en los bosques. Según propia confesión: «Fui a los bosques porque quise vivir deliberadamente, afrontar solo los hechos esenciales de la vida.» Al contrario, el borrachín y perdulario Charles Bukowski era animal de ciudad. Amaba Los Ánge les por enc ima de todo, y de ella dijo: « Me fascina el desmadre de esta ciudad, la mugre, la con taminación, la peligrosidad de sus calles. En el campo me volvería loco. A mí denme el estruendo de las bocinas de los coches y las aceras sucias.» Los británicos suelen huir del cielo plomizo, el frío del alma y la sempiterna llovizna de su patria. Por citar algunos ejemplos, Somerset Maughan, y más tarde Laurence Durrell, caldearon sus hue sos y su pluma al sol de la Riviére francesa. Gerald Brenan huyó poco menos que a los confines del mundo instalándose en La Alpujarra, aventura que inmortalizó en su obra Al sur de Granada. Otro británico, el poeta Robert Graves, eligió para vivir Deiá, en Mallorca, un pueblito encantador de
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callejas empinadas y casas de piedra, encaramado en un alcor desde el que se domina el Mediterrá neo. Con independencia de su lugar de residencia, muchos autores han escrito en cafés. Tal fue el caso de Hemingway en París, siendo un joven periodista que hacía sus pinitos escribiendo cuentos, y según nos relató él mismo en su entretenido libro de memorias París era una fiesta. Por supuesto, nuestra generación del 98 fue asidua de los cafés madrileños, que tantos sucesos y tertulias litera rias protagonizaron. Parece ser que Blasco Ibáñez, siendo ya aut or de fama internacional y residente en París, se asombró, durante un viaje a España, de que los escritores siguieran haciendo aún vida de café, e incluso propuso, si volvía a residir en Madrid, comprar un hotel para organizar reu niones literarias y sacar a los autores de los cafés. Valle-Inclán, por su parte, una vez tenía una obra lo bastante meditada y aprendida de memoria, buscaba un lugar propicio para aislarse de los amigos y tertulianos del Rincón de Levante. Las Sonatas, por ejemplo, las escribió enclaustrado en el Hotel Pastor de Aranjuez. Aunque parezca en principio difícil hallar concentración en medio del bullicio de un café, también al poeta José Hierro le gustaba escribir en ellos. En los cafés de su idolatrada Alejandría escribió el desvent urado Konstantino Kavafis, atildado y miope, acosado por las oscuras ruinas de su alma y por sus amadas voces ideales. Y asiduo, cómo no, a los cafés de Palermo fue el retraído y solitario Giuseppe di Lampedusa , quien solía instalarse en la Pasticceria del Massimo a devorar tanto pasteles como libros. Lector voraz a la vez que go loso, se cuenta de él que, en cierta ocasión, ocupó una mesa de la pastelería durante cuatro horas seguidas, tiempo en el que se leyó, de una sentada, una novela de Balzac. Más tar de trabajó a diario en su única novela, El gatopardo, en otro café, el Mazzara , donde también se celebraron aquellas charlas informales sobre literatura que el noble siciliano impartía, por las mañanas, a un grupito de discípulos elegidos. Lampedusa comparó la literatura con un bosque en el que se debía investigar tanto los grandes árboles aislados como también la maleza y las flores silvestres. Nada desdeñaba, pues, y su vasta cultura literaria le permitió el placer de impartir, tres tardes a la semana en su casa, clases de literatura al mismo grupo de discípulos incondicionales. También Jean Genet fue parroquiano del romántico Café de los Udayas , en la alcazaba de Rabat, con vistas sobre el río Bou Regreg y la ciudad vecina de Salé. En Casablanca, en cambio, frecuentaba la librería Al-Karama , donde mantuvo una tertulia sobre política, entre 1980 y 1984, con amigos marroquíes y exiliados palestinos. Con objeto de escribir su última obra, a la que más arriba se hizo alusión, en esa época pasaba la mayor parte de la jornada encerrado en su habitación del hotel d’Orsay de Rabat. En un café popular de Tánger escribía el marroquí Mohammed Chukri, amigo de Jean Genet y de Tennessee Williams, y autor del escalofriante libro autobiográfico El pan desnudo (o El pan a secas). Este golfillo analfabeto de las calles tangerinas, convertido luego en autor desgarrado y alco hólico, tenía la curiosa costumbre de escribir a menudo en cementerios. Según propia confesión: «No sé de dónde me vienen estas ganas persistentes de pasearme por cementerios. ¿Me atrae acaso la paz que reina en ellos? ¿O la nostalgia de la época en que dormía en ellos de noche? ¿O por amor a la muerte?» Y añadió a esto en una nota a pie de página: « Nunca he renunciado a esta costumbre. He escrito ciertos capítulos de mis libros, incluido El pan desnudo y este otro, en los cementerios judíos, cristianos y musulmanes del siglo XIX. En ellos me siento más inspirado que en otros lugares. Y, además, amo la muerte anticuada.» Han sido numerosos los autores que residieron, o residen, en hoteles. Quizás el hotel más carismá tico, como sede de escritores y artistas de todo pelaje y condición, sea el Chelsea de Nueva York. De él dijo William Burroughs que «parecía haberse especializado en muertes de escritores célebres.» En él murieron de sobredosis, en efecto, algunos de ellos, entre otros Dylan Thomas y Bren dan Behan. Otros dijeron de él que era un hotel psiquiátrico, o un santuario de la creación. P or él pasaron Mark Twain, Tennesse Williams, la beat generation al completo —Burroughs, Ginsberg, Kerouac, Corso, Gary Snyder—, dedicados a su particular autodestrucción por medio de las drogas, y también Vladimir Nabokov, Arthur Miller y muchos otros. « La vida de hotel facilita mucho las
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cosas», declaró Nabokov con sentido práctico. A Gingsberg, en concreto, le estimulaban, al pare cer, los lugares públicos, y era capaz de escribir poesía incluso en trenes o aviones. Proust fue, asimismo, asiduo de diversos hoteles. Aunque trabajaba regularmente en su piso del Boulevard Haussman, utilizó, sobre todo en la última etapa de su vida, el Ritz como segundo do micilio. Cuántos escritores, en cambio, no habrán hecho de su vida un viaje perpetuo, una huida constante. Todo menos prestarse al sedentarismo, a una vida monótona y burguesa. En palabras de Byron: «Todo antes que conjugar, de la mañana a la noche, el maldito verbo aburrirse. » Ya Cervantes quiso huir a las Indias. Robert Louis Stevenson viajó por los mares del Sur por razones de salud: padecía una enfermedad pulmonar que le obligó a buscar otros climas. Tuvo un final digno de sus relatos de aventuras: murió en Samoa a los cuarenta y cuatro años de edad. Byron, harto de la «vida de molusco» que llevaba en Inglaterra, huyó a Suiza y a Venecia, y expiró al fin en Missolon ghi, Grecia, dispuesto a luchar por una causa ajena y romántica. Valle-Inclán viajó de joven por casi toda Hispanoamérica, y se fue a México a alistarse en el ejército, donde alcanzó el grado de mayor luchando para sofocar una rebelión de indios. ¡Y qué le importarían a él los indios aquellos! Todo por afán de aventura. André Gide residió en Italia, entre otros lugares en Taormina, esa bella aldea siciliana que domina el mar desde una altura de vértigo. Envuelto en una capa negra, con sombrero de fieltro co lor verde y pantalones de terciopelo, acudía a sentarse cada día a una plazuela junto a los ancianos del lugar. Truman Capote, que residió un tiempo en las cercanías, lo describió así: «A lo largo de aquella primavera y a principios de verano le vi allí con frecuencia, sentado en el murete, sin que nadie se fijara en él, como otro anciano más, o dando vueltas cerca de la fuente, la capa extendida de una manera shakesperiana, como si observara su reflejo en la fuente. » El propio Capote exclamaba en un autorretrato publicado en forma de entrevista figurada: « ¡Qué idea tan deprimente! Verte atado a un solo lugar. Después de todo, durante treinta años he vivido en todas partes y he tenido casas en todo el mundo.» Hablando de autores viajeros, resulta inevitable volver a referirse a Joseph Conrad quien, como es bien sabido, fue marino de joven. En sus primeros tiempos de navegante participó, por cierto, en un contrabando de armas destinadas a los carlistas españoles. Con el tiempo llegó a ser capitán de la marina mercante británica y, a diferencia de otros oficiales, se distinguió siempre por el trato res petuoso y digno que dio a sus tripulaciones, sin duda como reacción a las penosas condiciones la borales y a las vejaciones que hubo de padecer él mismo en sus tiempos de joven grumete y que aflorarían, años después, en su literatura. Recorrió el Índico, Borneo, Malasia, Sudamérica y el Sur del Pacífico. Tras años de dar tumbos por los cuatro mares, terminó casado en Inglaterra, su país de adopción, donde se dedicó a rememorar por escrito sus experiencias en la mar. Un caso similar fue el del norteamericano Melville, quien no pasó de marinero raso, aunque navegó durante años los mares del Sur. En cierta ocasión, enrolado en un ballenero australiano, fue acu sado de motín junto a parte de la tripulación, y fueron todos ellos desembarcados en Tahití. Con la edad, sin embargo, una vez casado en Estados Unidos, pasó a llevar una vida sedentaria, e intentó sin éxito la profesión de granjero. Durante cuatro largos años de penurias arrastró el infeliz Dostoievski a su joven y sufrida mujer, dando tumbos por pensiones de mala muerte en Dresde, Baden -Baden, Ginebra y Florencia, y des pilfarrando en el juego lo poco que tenían para vivir. Cuenta ella misma en sus carnés: « Turgueniev vio ayer a Fedia (en un casino suizo), pero no le habló porque sabía que a los jugadores no les gusta que se les acerquen en esos momentos.» Es representativo el caso de Peter Handke, quien pasó tres años de su vida sin residencia fija, es cribiendo en hoteles de España, P ortugal, Grecia, Japón, Egipto, Yugoslavia . Habitaciones ajenas que fueron testigos de su íntima y desesperada lucha por escribir. Vagabundo anónimo en ciudades desconocidas, entre idiomas ajenos, soportaba con estoicismo la extrañ eza de las calles, el frío, el bullicio, las miradas curiosas de los paseantes. P or las noches deambulaba de bar en bar, solo, exi-
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liado voluntario. De día no hacía otra cosa sino escribir, encerrado en su habitación de hotel. Cuando le hastiaba un lugar, reemprendía el camino del nómada. Hace falta un corazón aventurero para soportar esa suerte de vida desplazada. En opinión de Cesare Pavese, de alma más sedentaria, «viajar es una brutalidad. Te obliga a confiar en extraños y a perder de vista toda esa comodidad familiar del hogar y los amigos.» Sedentario fue asimismo, aunque cueste creerlo, Julio Verne, quien apenas viajó, a pesar de escribir todas aquellas fabulosas novelas de aventuras imposibles que el tiempo hizo posibles. Su vida de aventurero se vio frustrada ya a los once años de edad, cuando se fugó de su casa y se embarcó rumbo a la India. Para su in fortunio, su padre logró darle caza y llevarlo de vuelta a Francia. No volvió a viajar. «Yo no puedo ver un navío, buque de guerra, barco de carga o simple chalupa de pesca —declaró—, sin que todo mi ser se embarque a bordo. Yo creo que estaba hecho para ser marinero, y lamento cada día que esta carrera no haya sido la mía desde la infancia.» Rilke, en cambio, sí fue viajero. Por dar una idea de sus va gabundeos, y según sabemos por su correspondencia, entre 1910 y 1914 visitó cincuenta lugares diferentes. También relató Paul Bowles, en sus Memorias de un nómada, que, durante sus primeros años en Marruecos, él y su esposa Jane llevaban una vida trashuma nte, no deteniéndose más de una semana en el mismo sitio, entre Tán ger, Fez, Rabat y Marrakech. Aventurero fue así mismo, como no podía ser menos, Mark Twain. Además de emigrar al Oeste en tiempo de la Fiebre del Oro, que atrajo a tantos pioneros y colono s hacia California, Twain trabajó como tipógrafo, minero y navegante a lo largo del río Mississippi. Sus experiencias como marinero fluvial nutrieron, así como las leyendas que le relataban de niño los sirvientes negros en la casa paterna, su posterior obra literaria. Y ya que hablamos de autores vagabundos, cómo no mencionar al desventurado P oe. Se ha conser vado su último refugio de Nueva York, hoy inmerso en el Bronx y convertido en museo. El autor errante vivió tres años, en compañía de su mujer y su suegra, en esta pequeña y austera casa de estilo holandés. En ella escribió durante tres heladores inviernos, en medio de la miseria e inmerso en el alcohol y el opio, algunas de sus mejores páginas, y en ella hubo de sufrir la muerte de su jovencísima prima y esposa, Virginia, víctima de la tuberculosis. Es una casa sencilla, algo des nuda, tal vez un poco impersonal. Pero no es tétrica, como cabría suponer, sino más bien triste. Hay pocos muebles, el escritorio arrimado a un muro es simple, y, junto a la ca ma, una silla hace las veces de mesa de noche. Acerca de aquellos días nefastos que siguieron a la muerte de su mu jer, casada con él a los trece años, escribió P oe después: « Me volví loco, con largos intervalos de tremenda lucidez.» Ahogó su pena en alcohol hasta que, por fin, el poeta torturado abandonó aque lla casa lúgubre para retornar a su vida vagabunda. Habitaría otras casas, otras ciudades, siempre huyendo de sus fantasmas dolorosos. No es infrecuente que algunos autores de éxito demuestren una inc linación a rodearse de los mis mos ambientes descritos en sus novelas. Tal es el caso del decadente Gabrielle D'Annunzio, cuyo despacho en la mansión que se hizo construir a orillas del lago de Guarda, llamada Vittoriale, tiene una puerta baja que obliga a inclinarse para franquearla. Sobre ella, una frase del Infierno de Dante: «Los que aquí entréis, abandonad toda esperanza.» En el opresivo interior, abigarrado como el resto de la casa, hay tres escritorios con objetos, fotografías y papeles. Sobre uno de ellos destaca una mascarilla de Eleonora Duse, su adorada actriz y musa. Entre la fronda y los altos cipreses de los jardines se conservan tres reliquias de sus famosas hazañas: el aeroplano con el que bombardeó Viena, el coche en que viajó cuando la ocupación de Fiume y su adherencia al fas cismo, y la proa del acorazado Puglia, con el que el poeta aventurero patrulló el Adriático. P or si todo esto fuera poco, la mansión incluye un anfiteatro, llamado Parlaggio, y el exorbitante mausoleo del poeta, digno de un emperador. Semejante en su grandiosidad, aunque de muy diferente arquitectura, es el castillo escocés de Sir Walter Scott, Abbotsford. En este caso, y como corresponde a un célebre autor de novelas históricas, la casa está repleta de antigüedades y reliquias relativas a la historia de Escocia y de sus múltiples rebeliones contra Inglaterra. En el despacho biblioteca, donde se apilan nueve mil volúmenes,
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una vitrina encierra diversos recuerdos: la sortija de su admirado Byron, un mechón de pelo de Nelson, una carpeta de Napoleón robada de la berlina del Emperador la misma tarde de Waterloo. En ese mismo despacho, según refirió el propio Scott, se le apareció Byron la noche de su muerte en la remota Missolonghi. La visión fue tan vívida, que Sir Walter Scott, que estaba sentado ante su mesa de trabajo, se incorporó con la mano extendida para ir a saludar al visitante, desvanecido al momento. Era el 19 de abril de 1824. Al día siguiente publicaron los periódicos la noticia de la muerte del gran poeta romántico. Otro espacio pintoresco que refleja el alma y la literatura de su dueño es la casa del estrafalario Pierre Loti en Rochefort-sur-Mer. Viajero inveterado y marino de profesión, Loti se retiraba a esta casa familiar para escribir y rememorar sus pintorescas andanzas por medio mundo. Sus estancias, de estilos diversos, denotan una nostalgia del pasado y un cierto afán carnavalesco. El autor de Aziyadé, que tantas páginas dedicó a su amada Turquía, no podía dejar de representar el escenario de su quizá más famosa novela: un salón turco y una pequeña mezquita comprada de derribo en Damasco. El primero, donde se retiraba Loti en solitario para pensar, por supuesto disfrazado a la turca, está presidido por un retrato de la «pequeña circasiana » que protagonizó su amor de juventud, entre arabescos, almocárabes, columnas de mármol labrado, almohadones, tapices de seda, narguiles, ataifores y artesonado de cedro. La sala de oración contigua está recubierta de azulejos policromos, aunque su mihrab, lamentablemente para Loti, tan escrupuloso en los detalles, no está orientado hacia La Meca. En este antro con sabor a harén orientalista revivía Loti los esplendores del imperio de la Sublime P uerta, que él conoció y describió en su decadencia . Mucho más modesta y s in grandes pretensiones, en cambio, es la casa de campo de François Mau riac cerca de Burdeos: Malagar, que visité un soleado día de marzo. Rodeada de lomas cubiertas de viñedos, conserva cierto ambiente de casa burguesa que nos devuelve a los escenarios de las mejores novelas del autor: la antigua cocina destartalada y con olor a humedad, adonde acudía él de tanto en tanto para destapar los pucheros y oler el potaje; los dormitorios desangelados, con gran des armarios de caoba y crujidos de maderas resecas; el comedor, con un trampantojo de boisserie y aroma de cera, alrededor de cuya mesa central se sentaban, a la hora del almuerzo, el matrimonio y sus cuatro hijos, ocupando escrupulosamente los mismos puestos; la sencilla mesa, en el salón, donde el autor escribió su espeluznante novela Nudo de víboras. Era el propio Mauriac, que adoraba esta casa heredada en vida de su madre, quien elegía los muebles y disponía los objetos sobre las mesas, las fotos familiares, los bibelots. También él mismo sembró los cipreses y árboles que rodean la finca, incluido un bosquecillo que plantó por hacer honor a un paisaje descrito en una de sus novelas, y por el que le preguntaban con frecuencia los visitantes. En verano, escuálido y to cado de un viejo panamá, paseaba por los viñedos, palpaba los racimos tiernos y escudriñaba el cielo con la incertidumbre del agricultor. Casa como yo fue el curioso nombre dado por Curzio Malaparte, quien dijo aquello de que «la única patria es nuestra piel», a la vivienda que tenía en Capri, colgada sobre un acantilado, y a la que se retiraba a meditar y a escribir. También Flaubert adoraba su pequeña casa de Croisset, donde se sentía «como un pequeño burgués, en mis sillones, rodeado de mis libros, en mi gabinete, viendo mi jardín.» En cambio, el perdulario Malcom Lowry nunca tuvo donde caerse muerto. El mismo confesó: «No tengo casa, sólo una sombra.» Por ofrecer un último ejemplo de ambiente literario, sencilla y acogedora es la pequeña casa de campo de Virginia Woolf en la campiña de Sussex: Monk's House. La escritora adoraba esta casa, que llamaba su «navío», y adonde acudía para huir de la vida mundana de Londres. Su vida allí giraba en torno al jardín, la estufa —era muy friolera— y los libros, apilados por toda la casa, en estanterías y sobre los muebles. Y, cómo no, el té: la autora de Orlando fue una verdadera adicta al té, que ofrecía a sus huéspedes con un ceremonial digno de un maestro japonés, mientras las polillas revoloteaban en torno a las luces prendidas y sobre las mesas repletas de libros. En Monk's House vivió Virginia Woolf sus últimos días. A pesar de haber instalado radiadores, no cesó de pasar frío en el cuerpo y en el alma. El 28 de marzo de 1941 dejó una nota de despedida a su marido, el editor Thomas Woolf, sobre la repisa de la chimenea, en el pequeño salón. Empezaba
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diciendo: «Tengo la certidumbre de estarme volviendo loca.» Y concluía: «No creo que dos seres puedan ser más felices de lo que hemos sido nosotros.» Después se dirigió al río con los bolsillos cargados de piedras, y, como Ofelia, se sumergió en él para nunca más retornar a su pequeño jardín adorado. © Jesús Greus
Jesús Greus. Nacido en Madrid, es licenciado en lengua inglesa por el Institute of Linguists de Londres. Fue colaborador de ABC, El Día del Mundo, Diario 16 de Baleares, Libération du Maroc y, actualmente, de revistas digitales españolas y de la inglesa LSD Magazine. Ha trabajado, además, como traductor para diversas editoriales de Madrid. Como conferenciante, ha sido invitado po r el Institut du Monde Arabe en París; la Universidad de la Sorbona; la fundación Le Monde autour du Livre, en Burdeos; el Centro de Estudios Luso-Árabes de Silves, Portugal; la Fundación Arte y Cultura de Madrid, etc. Es también músico y formó parte, en el pasado, de diversas formaciones de fusión e investigación musical, así como de música medieval y renacentista. Ha sido gestor cultural del Instituto Cervantes de Marrakech. Es miembro de fundaciones culturales en dicha ciudad, donde reside, así como de una asociación dedicada a la salvaguardia de un palmeral y su arquitectura en el Sáhara. Es, así mismo, autor de los guiones cinematográficos “Snapshots from Marrakech” y “The City of Flowers”. Como escritor, ha publicado hasta la fecha: Ziryab, Editorial Swan 1988. Novela ambientada en Córdoba en el s. IX. Éditions Phébus, Francia 1993. Reeditada en Editorial Entrelibros, 2006; Junto al mar amargo, Hakeldama Editor, 1992. Novela; Así vivían en alAndalus, Ediciones Anaya, 1988. 13 reimpresiones. Nueva edición revisada bajo el título Así vivieron en Al-Andalus, Anaya 2009; Claro de luna. Obra poética; De soledades y desiertos, Ediciones La Avispa, 2001. Teatro; Laberinto de aljarafes. Editorial Sirpus, 2008. Relatos.
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Aniversarios
EL FULGOR Y LA SAN GRE
(60 años de ética en la escritur a) por Pedro M. Domene Ignacio Aldecoa aparece en el panorama literario de los 50 como el más preclaro exponente y seguidor del naturalismo poético vigente de la novela norteamericana de la época, entonces poco conocida y tímidamente traducida por su generación, aunque el narrador español iniciará con su prosa una renovación de la vieja tradición realista. Aldecoa no se propone imitar estilo o fórmulas litera rias ajenas sino que, gran conocedor de la técnica, se mueve siem pre en el campo narrativo, se revela con una acusada personalidad que le lleva a una originalidad que se aleja de los temas y personajes precedentes; léase en este sentido, el influjo evidente de un Faulkner que ordena y estructura el relato bajo la trágica visión del mundo que describe en sus obras. Sin duda, por el espacio en que concreta sus novelas y lo reducido de sus personajes que, estilísticamente, ofrecen ese efecto doble de veracidad y distancia, y además porque el autor vasco siempre entendió s u literatura como el cumplimiento de una ética más vocacional que otra cosa y, a impulsos de un auténtico deber, había forjado todo un programa para desarrollar su literatura, tanto breve como extensa. Aquello que él mismo denominaría «la épica de los grandes oficios» ofreciendo así el conocimiento concreto de ese vivir del obrero español de la época, un hecho que, además, provocaría ese convencimiento de que existía una realidad española, cruda y tierna, al mismo tiempo que poco o nada se desarrollaría y que, según Aldecoa, él llevaría a cabo en tres trilogías. La primera sobre el mundo de la guardia civil, los gitanos y los toreros; la segunda, los trabajadores del mar, la pesca de altura, pesca de ba jura, y el trabajo en los puertos; y la tercera, y definitiva, la trilogía referida al hierro, con los trabajos en la mina, los altos hornos, y el uso de las herramientas de gran envergadura. El proyecto nunca fue llevado a cabo en su totalidad, y más debemos hablar de Aldecoa cuentista que de novelista, aunque de la primera llegó a publicar dos entregas, El fulgor y la sangre (1954) y Con el viento solano (1956); un volumen sobre el mar, Gran Sol (1957) de la segunda y una cuarta novela, Parte de una historia (1967), ambientada en un escenario marino, y que nada tiene que ver con las pretensiones del novelista de agrupar su obra. Ignacio Aldecoa falleció el 15 de noviembre de 1969, mientras se disponía a visitar al maestro Dominguín para, quizá, ambientar su nueva novela sobre el mundo de los toros. La novela populista —escribe Gonzalo Sobejano— 1 se preocupa por la menesterosa colectividad trabajadora; la novela antiburguesa prueba la desarticulada existencia de las clases que consumen el ocio usurero (…) y tal vez podría decirse que subyace una sensibilida d existencial angustiada por la conciencia social responsable. Esa preocupación hacia la clase trabajadora tan característica durante los duros años del franquismo la llevarán a sus páginas, el propio Ignacio Aldecoa y Luis Goytisolo —añade Sobejano— y otro puñado de excelentes narradores como Francisco Candel, Lauro Olmo, Jesús López Pacheco, Ramón Solís, Antonio Ferres, Armando López Salinas, Ramón Nieto, Alfonso Grosso y José Manuel Caballero Bonald. El apogeo de estas muestras oscilaría entre 1956 y 196 0, cuando se publican la mayoría de las novelas de estos autores. Santos Sanz Villanueva habla de una tendencia neorrealista para describir la realidad contemporánea desde un punto de vista crítico, a cuyo servicio se instrumentó por aquellos años un objet ivismo narrativo que se consolidaría en no pocos autores de la época. Fue la segunda generación de postguerra la más beligerante aunque en sus libros esa problemática histórico-social se vea desde de un concepto más humanitario. El propio Aldecoa manifesta ba lo siguiente; «Yo he visto y veo continuamente cómo es la pobre gente de España. No adopto una actitud sentimental ni tendenciosa. Lo que me mueve, sobre todo, es el convencimiento de que hay una realidad española, cruda y tierna a la vez, que está ca si inédita en nues1
Sobejano, Gonzalo, Novela española de nuestro tiempo (En busca del pueblo perdido); Madrid, MareNostrum, 2005; págs. 261 y ss .
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tra novela». 2 Juan Ignacio Ferreras incluye a Aldecoa en el marco de un «realismo renovador», «un realismo tradicional pero actualizado, con problemática contemporánea” y lo define como «(…) un realista que, como característica personal, presenta una cierta tendencia al “esteticismo” en su prosa, quizá cierta hinchazón barroca ». 3 En términos muy parecidos se manifestaba García Pavón, «Esta conjunción de lo social con la emoción dramática o (…) del costumbrismo social con la emoción dramática, da a la obra de Aldecoa una originalidad muy en contraste con al sosería e impopularidad del objetivismo al uso» 4. El mismo autor vasco declaraba en Índice, en octubre de 1968, «ser un escritor social, porque tengo preocupaciones de carácter social, y aunque no las tuviera también lo sería, porque toda literatura es social». «El realismo social de Aldecoa —añade Gómez de la Serna— es, pues, un testimonio puro, sin contaminación alguna». Ignacio Aldecoa concibió El fulgor y la sangre 5 y su desarrollo como algo original que se alejaba de los modelos narrativos anteriores, y centraba su atención en ese clima de horror y angustia que ya había experimentado el autor de El ruido y la furia (1929), con una visión de la tierras devastadas y desérticas de la me seta castellana, aunque en este caso el escritor español se apropiaba de conceptos raciales autóctonos que servían a su propósito para contar la historia: un puesto de la Guardia Civil, ubicado en unas ruinosas murallas y las viejas almenas de un viejo castillo en la raya fronteriza con Castilla y en el que conviven un cabo y cinco números con sus familias. Aldecoa condensa la acción de un pequeño suceso desde el mediodía de un ardiente mes de julio hasta el crepúsculo y, el detonante, una llamada de teléfono que el guardia Ruipérez recibe notificando que una de las dos pare jas, que está de servicio en la feria de un pueblo cercano, ha sufrido una baja y no se sabe cuál de los guardias ha resultado herido o muerto, así que la pareja que ha quedado de retén en el puesto de mando ignora la identidad de la baja y tan solo puede esperar la vuelta de sus compañeros. Jesús María Lasagabaster 6 apunta que «es un tiempo rigurosamente medido a lo largo de la novela (…) Hay una insistencia clara en marcar la hora exacta y el paso del tiempo en la espera monótona del castillo. Además del relevo de los guardias, está el despertador de Felisa, que de pronto suena anunciando la hora…; y el reloj de repetición del Ayuntamiento del pueblo, cuyas largas campanadas sobrevuelan los campos, llevando hasta el castillo la noticia del tiempo». La tensión de la densa espera y la inquietud creciente que experimentan las familias y los compañeros se apodera de todos y se condensa con ese lento compás del paso del tiempo que se experim enta en un cálido día de la meseta hasta convertirse en una auténtica obsesión y una angustiosa situación que conlleva el relato de toda una vida en apenas unas horas. Ignacio Aldecoa logra expresar con estos detalles la tensión agobiante, una calculada y desazonada angustia, y una creciente desesperación que lleva a su personajes, sobre todo a los femeninos a verse como olvidados bajo el sol y el soñoliento ambiente de un aciago día estival que con el paso de las horas se irá traduciendo en un resignado fatalismo, así al menos lo expresa Antonio Vilanova 7. El autor —como afirma María Dolores de Asís Garrote 8— acumula mucha vida y cuida sus personajes: Sonsoles, es la isla a la que hay que llegar para obtener la paz; María Ruiz y sus manos obsesionante; Ernesta, Carmen, la rebelde y la desabrida; Felisa, a quien asustaba el caudal de odio de algunas y le enternecía el dolor de otras. Son personajes bien trazados, cada uno con su peripecia, unos resignados ante la dureza de la vida, otros duros y retraídos, se abren a la solidaridad cuando la desgracia les alcanza. Siempre hay un rincón en la existencia 2
Gómez de la Serna, Gaspar, “Un estudio sobre la literatura social de Ignacio Aldecoa”, en Ensayos sobre literatura social; Madrid, Guadarrama, 1971; pág., 113. 3 Ferreras, J.I; Tendencias de la novela española actual 1931-1969; París, Ediciones Hispanoamericanas, 1970; págs., 162 y 202. 4 García Pavón, F.; “Semblanzas españolas: Ignacio Aldecoa, novelista, cuentista”; Índice, 146, febrero, 1961; pág., 4. 5 La novela fue finalista del Premio Planeta en 1954, y desde entonces se conocen las siguiente ediciones, en la misma editorial, 1970, 1973,1988, 1994 y en Espasa-Calpe, 1996. 6 La novela de Ignacio Aldecoa. De la mimesis al símbolo; Madrid, SGEL, 1978; pág., 103 y ss.; además véase Aproximación crítica a Ignacio Aldecoa; Compilación e introducción de Drosoula Lytra; Madrid, Espasa-Calpe, 1984; sobre todo las págs. 93-117. 7 En “Ignacio Aldecoa: del casticismo trágico a la epopeya del esfuerzo humano”, Novela y sociedad en la España de postguerra; Barcelona, Lumen, 1995; págs., 341-343. 8 Última hora de la novela en España; Madrid, Pirámide, 1996; pág., 146.
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abierto a la ternura; Felisa lo encuentra en su matrimonio con Ruipérez, a quien siempre miró como un árbol gigante en el que ella se refugiaba; Sonsoles, en su bondad y sentimientos religiosos; María Ruiz, en el recuerdo de una profesión aun no del todo gastada; Carmen, en la ilusión aun no perdida de la vuelta a la ciudad. «La arquitectura novelesca, señala Alborg 9, de El fulgor y la sangre, se compone de varios relatos diferentes y paralelos, y aunque todos ellos responden a una concepción idéntica y retratan motivos similares de un retrato de la vida española —conservando así su fundamental unidad—, tan solo se agrupan en el común retablo por el hecho casua l de haberse reunido sus protagonistas en una misma morada». El recurso narrativo empleado por Aldecoa tiene algún notorio precedente en la literatura norteamericana que el autor vaso parecía conocer perfectamente, y recuerda sin duda a la novela El puente de San Luis Rey (1927), de Thornton Wilder, donde cinco personas perecen juntas al romperse este famoso puente peruano, y entremezcla las vidas de un hete rogéneo grupo de personajes en el Perú colonial, vidas que sólo tienen un punto en común, el accidente en el que mueren, y es cuando el autor bucea en la historia de cada uno de los fallecidos y la suerte del azar que pudo reunirlos en el momento del accidente; aunque Wilder intentara buscar cierto determinismo, incluso algunas conclusiones seudo-filosóficas, Aldecoa, realista y objetivo, según Alborg, centrará su empeño en la pintura de unos seres y sus circunstancias, sobre todo por que representan a hombres y mujeres que han sobrevivido durante años al deseo de prosperar y de un bienestar para su futura vida porque, el tiempo impasible, va dejando atrás las dificultades de una postguerra. Lo que importa en El fulgor y la sangre es que las historias convergentes de la espera femenina no solo acaparan el interés y la atención del lector, sino se convier ten en el verdadero motivo protagonista del relato, aunque las horas de espera se diluyen demasiado entre la intensidad con que son contadas las historias particulares y solo el enriquecimiento de situaciones, ambientes y tipos logran esa animada visión de la vida española en unos años determinados. Antonio Vilanova 10 habla de una técnica del contrapunto que gradúa ese clima de horror y angustia ascendente, algo que atenaza a unos seres pendientes de una muerte que ignoran, y al escritor le permiten describ ir con una calculada morosidad el proceso por el cual la obsesión de la muerte que atenaza siempre a los guardias les llega a las mujeres que han quedado en el puesto. «La espera —afirma el autor— está hecha de una vaga sensación de desamparo, vaga como una figura tras el cristal sucio de una ventana. De desasosiego, en el que los nervios recorren el cuerpo como una columna de insectos. De miedo en el que se descubren misteriosas zonas oscuras dentro de la órbita de los ojos. Desamparo, desasosiego y miedo, son en las mujeres del castillo, de donde la palabra, aun la iracunda, con su estela de calma se ha añejado, las tres ondas concéntricas en las que a veces se extiende, o a veces se resume hasta casi desaparecer, para volver a nacer, el silencio». Aldecoa llega a la novela cuando se ha ejercitado en la forja del cuento y, tal vez, esa madurez explica que muchos de los tipos, situaciones, la ambientación, y el tratamiento de la técnica muestre una mayor solidez en esta primera entrega suya, aunque su posterior dedicación al cuento acentúan esa precisión en los rasgos por la viveza de sus conversaciones o diálogos, la agilidad de juicios de muchos de sus personajes, la mordacidad, condensada en escuetos y precisos rasgos que ofrecen un estilo más desnudo y tajante en lo breve. Su compañero de generación y amigo, Medardo Fraile 11, llegó a escribir que «(…) Aldecoa tenía estilo, pero el estilo, a veces, le dominaba. Me atrevería a decir que un estimable número de sus cuentos se frustraron por eso: por dar prima cía a las palabras. Tenemos la sensación de que el escritor ponía sobre su mesa treinta o cuarenta vocablos y, a continuación, el título o primera línea de un cuento, y se empeñaba en colocarlos todos ». Sin embargo, Gómez de la Serna 12, habla como en cada escritor se barajan elementos de tan peculiar y variada manera que el conjunto de una obra de tan complejo y misterioso mecanismo pueda generalizarse cuando se hable o se relacione el modo de experiencia con el modo de expresión literaria con respecto a Ignacio Aldecoa, y más bien se puede verificar que existe una adecuación entre uno y otro, y por tanto hablar de una simple pureza en la manera del escritor vasco. Y en este sentido, Gómez de la Serna, habla de un solo modo de experiencia literaria, con res pecto a la obra cuentística y a las 9
Alborg, Juan Luis; Hora actual de la novela española; Madrid, Taurus, 1958; pág., 265 y ss. Ob., cit., págs. 342 y 343. 11 En “Panorama del cuento contemporáneo en España”, Caravelle, 17, 1971, pág., 182. 12 Ob. cit. 10
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novelas que le autor publicó en vida, es decir, que muestra un único mundo literario que se concreta en temas tan específicos como el trabajo, el desvalimiento y el camino repartidos en cualquiera de los tres géneros que narrativamente hablando manejó el autor, cuento, novela o libro de viaje, dirigido a dar testimonio de este mundo y de las criaturas que lo pueblan, o a suscitar en el lector los mismos sentimientos de disconformidad o de compasión que arrastraron al esc ritor para fraguar sus ficciones. Finalmente, Drosoula Lytra 13 afirmaba que la proliferación de estudios sobre el autor vasco, sobre todo en las décadas de los 70 y 80, revela la complejidad de una visión total de su obra, manejada sutilmente y con gran maestría, donde se tejen el credo ideológico y el artístico del escritor, expre sados en un estilo personal e inconfundible de impresionante naturalidad. © Pedro M. Domene
Pedro M. Domene. Nació en Huércal Overa (Almería) en 1954. Profesor de Lengua y Literatura. Colabora asiduamente en publicaciones literarias especializadas de España, México y Estados Unidos. Crítico literario en el suplemento Cuadernos del Sur del diario Córdoba y en las revistas Mercurio, Turia y Literal, Latin American Voices (Houston). Autor de varias antologías y publicaciones sobre narrativa contemporánea, Narradores españoles de hoy (1997), Lo que cuentan los cuentos (2001), Microrrelato en Andalucía (2008) y Disidencias (en la literatura española del siglo XX) (2010). Ha reunido sus ensayos en el volumen Imposturas (2000) y publicado obras de ficción para jóvenes como Después de Praga nada fue igual, II Premio de Narrativas Juvenil Los Pedroches, Conexión Helsinki (2009) y Las ratas del Titanic (2014). 13
Ob., cit., pág. 14.
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Reseñas EL BUEN AMOR, de Olga Bernad Ediciones Nuevos Rumbos Colección: Fuera de serie 132 páginas Fecha de publicación: 2013 ISBN 978-84-938505-5-5
*** El buen amor es un libro especial, una historia que no sé cómo calificar por la cantidad de caminos que incorpora, por la forma magistral en que está narrada, por su crudeza y su ternura, por su pesimismo y su alegría. El buen amor hechiza, seduce, obliga a leer de un tirón las cosas que ocurren en la cabeza de Víctor y en su corazón de viejo que quiere vivir antes de morir. Víctor establece un monólogo íntimo y sincero con el lector, le expone sus miedos, sus dudas. No oculta nada de sí porque necesita explicarse para poderse entender. Víctor nos conmueve, nos asusta, nos involucra en su existencia, y al final acabamos entendiendo sus razones, su melancolía, su frustración y esa pena por los días perdidos que no volverán, por el tiempo desperdiciado, por el amor no correspondido, por la necesidad de cariño que todos llevamos dentro y que con vierte a Víctor, pese a sus atroces actos, en una víctima, quién sabe si de sí misma. Olga Bernad nos presenta a su personaje y deja que se describa con sus propias palabras, las de un jubilado que hace repaso de su vida mediocre, casado con una mujer que nunca le ha aportado nada, descontento con todo, sin alicientes, sin rumbo. Solo la ilusión del amor pondrá un destello de luz en su rutina y a la vez dejará al descubierto un desolado paisaje de soledad y amargura. La locura será el remedio para una realidad que no gusta, qu e obliga a ser indiferente para poder soportarla. Olga Bernad consigue cautivar y conmover gracias a su talento narrativo y a una enorme sensibili dad para describirnos los entresijos del alma humana. © María Dubón http://dubones.blogspot.com.es
EL ASUNTO MELKANO, de Alberto Llamas Unomasuno Editores Fecha de publicación: 2013 417 páginas ISBN 9788493872236
*** Una intriga que se cuece alrededor de la recuperación de un manus crito perdido, el de El asunto Melkano; un detective como Mario Medina, atípico, puesto que vive con su madre, no fuma, no es un adicto al sexo con rubias ni tiene mal carácter cuando va pasado de copas, entre otras cosas porque es abstemio; un ayudante que es un antiguo guardia civil, otra que es una empleada del hogar; muertos por el camino; comunidades de extranjeros en la Costa del Sol; Málaga, ciudad que el autor conoce sobradamente, costumbrismo y situacio nes no estridentes conforman esta primera y notable novela de Alberto Llamas (Málaga, 1966), un
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periodista curtido en su oficio que decide pasarse al campo de la ficción, algo habitual y nada extraño ya que son vasos comunicantes y no pocos argumentos novelescos se extraen de las noticias diarias: la realidad da siempre un sinfín de argumentos. Alberto Llamas desembarca en el género negro español, en permanente renovación desde que se han incorporado a él voces tan dispares y solventes como las de Carlos Zanón o Carlos Salem, por ejemplo, con esta primera novela bien construida que gira en torno a una turbia gestión inmobiliaria que amenaza con destruir una parte del patrimonio histórico cultural de la ciudad de Málaga, la antigua Melkano a la que alude el título de la novela. Destaca la visión realista de la novela, su no excesiva violencia frente a otros autores que quizá abusan de ella y hacen derivar sus narraciones hacia el guiñol tarantiniano, y el dibujo de un personaje central, como el de Mario Medina, tan alejado de los clichés del género como cercano a la realidad del detective patrio, alguien muchas veces anodino, gris, de vida no excesivamente intere sante, como es la del caso que nos ocupa, más próximo a un comisario Maigret del gran Georges Simenon que a los hiperviolentos y psicóticos policías que pueblan las novelas de James Ellroy, por poner dos autores antagónicos. Esa construcción del protagonista, muy alejado de los estereotipos que se tienen de los detectives por la influencia del cine y la novela negra foráneos, especialmente norteamericanos, pero que seguramente se acerque mucho más a la realidad, es, a mi parecer, uno de los mayores logros de esta novela escrita con un lenguaje preciso . © José Luis Muñoz http://lasoledaddelcorredordefondo.blogspot.com
LOS GATOS PARDOS, de Ginés Sánchez Tusquets Editores Colección: Andanzas Fecha de publicación: 2013 342 páginas ISBN 978-84-8383-788-7
*** Difícil hablar sobre este libro que se puede caer de las manos si el lector es un poco sensible. Qué duda cabe que Ginés Sánchez, en esta segunda novela publicada —la primera fue Lobisón y obtuvo un fulgurante éxito— con la que consiguió el premio Tusquets de novela con un jurado de lujo en el que estaban Juan Marsé y Almudena Grandes, entre otros, sabe narrar con una prosa que saja como una navaja afilada, provoca con el universo amoral que construye, en donde no hay un ápice de bondad, y hiela el alma de quien la tenga. Pero falta historia, y faltan, sobre todo, personajes que no acaban de verse en sus 342 páginas. Y sin personajes, difícilmente puede haber novela. «Hay una bacteria de esas desconocida que crece en la profundidad de unas cuevas y que hace una fotosíntesis extraña que acaba devolviendo ácido sulfúrico; mis personajes también hace n cierta fotosíntesis, lo extraen todo de la condición humana, la retuercen y acaba surgiendo una flor extraña; son como huracanes que lanzan sulfuro puro » decía en una entrevista a El País el propio Ginés Sánchez, una vez fallado el premio Tusquets. Meter se en la novela podría ser parecido a tomar un baño de ácido sulfúrico. Sicarios mexicanos, psicópatas sanguinarios y quinceañeras se encuentran en las duras páginas de esta novela manchada de sangre que transcurre en Murcia. El detalle con que Ginés Sán chez nos acerca a la ceremonia de la muerte, celebrándola, puede recordar al lector, si es que se ha atrevido a verlas, a Kenatay, la insoportable película filipina de Brillante Mendoza, o a Henry, retrato de un asesino de John McNaughton más que a las humoradas sangrientas de Tarantino, y hablo de referentes cinematográficos porque son los más próximos a Los gatos pardos. Los personajes de esta novela negra se caracterizan por su forma despiadada de vivir, se definen por la saña que disparan a sus víctimas o les destrozan a cuchilladas los rostros —Si puedo evitarlo prefiero no tirar a la cara. Me gusta estar mirando los rostros mientras la muerte los va inva -
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diendo. Con un revólver, desde luego, lo mejor es tirar a la cabeza, es lo más rápido y lo más seguro; pero con un M29 y desde tan cerca se pueden considerar otras opciones —, con los que resulta imposible ningún tipo de empatía. Con un estilo telegráfico, que recuerda al mejor James Ellroy, de frase corta, seca y contundente como un gancho —Una noche quieta, seca y calurosa, con una luna grande y roja, con las estre llas clavadas a navajazos en la bóveda del cielo y el olor denso del cobre metiéndoseme muy por dentro de la piel. Tan intenso que no dejaba respirar, que hacía presentir una explosión diari a—, Los gatos pardos es un calculado descenso a los infiernos de la delincuencia y la violencia que difícilmente deja indiferente a quien se acerque a la novela. Si ese ha sido el deseo de Ginés Sánchez al escribirla, objetivo cumplido, aunque el texto esté deslavazado, impere el caos narrativo, los mejicanismos, por su impostura, no acaben de sonar bien al oído y no veamos a los protagonistas Jacinto, el sicario mexicano, Ginés el psicópata, o María, la adolescente cuyo bau tismo a la vida es una fiesta de drogas, sexo y violencia. Se inclina sobre el espejo. Aspira con fuerza. Un rayo frío. Un agujero de nieve. Uno que la atraviesa y por el que pasa la nieve a borbotones. Por encima de la nariz y después do blando por detrás del ojo. Congelándolo todo. T repando nervio ocular hacia adentro, hasta el cerebro. Helador y dulce al mismo tiempo. Hiriente en el cuello, entumecedor en los dientes, frío en la nariz, eléctrico en la punta de la lengua. Confieso que nadie podría describir mejor lo que es una esnifa da de coca. ¡Chapeau! Pues eso es Los gatos pardos, un enorme chute de adrenalina literaria que engancha aunque todos sus personajes sean primarios y lo que hacen, detestable. © José Luis Muñoz http://lasoledaddelcorredordefondo.blogspot.com
LIQUIDACIÓN, de Iván Reguera Editorial Sloper X Premio Cafè Món Páginas: 328 Fecha de publicación: 2013 ISBN 978-84-941437-5-5
*** Liquidación es una novela sobre cine, sobre la crisis económica en España, sobre la vida. Liquidación es un regalo que Iván Reguera le hace al lector para que disfrute de buena literatura, de una historia contundente, bien armada y mejor construida. Liquidación es un pedazo de la vida de Luis Dédalo, crítico de cine, cinéfilo, hombre con años de oficio que se queda sin empleo por esos avatares siniestros de la economía. Dédalo es un personaje cinematográfico, el mítico perdedor irre dento de las películas clásicas, un personaje que atrapa, que gana voluntades, que nos muestra su existencia a ritmo de fotogramas, de flashbacks que componen una vida con sus brillos y sus sombras oscuras, con su colorido y una banda sonora escuchándose de fondo: la realidad española. Liquidación es una novela magnífica, trepidante, hermosa. Iván Reguera deleita con su prosa ágil, directa y sin artificios retóricos. Un alarde descriptivo muy visual, hecho de imágenes cinematográfi cas, de guiños y diálogos intensos, como los del cine cuando fue cine y las películas tenían un argu mento sólido, un buen director y unos excelentes actores. Entonces no hacía falta recurrir a los efec tos especiales para enganchar al público. Ahora Iván Reguera nos demuestra que tampoco hay que acudir a aprendices de mago o a vampiros románticos para escribir una excelente novela. © María Dubón http://dubones.blogspot.com.es
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LA MEMORIA DEL GINTONIC, de Antonio Báez Editorial Talentura Colección: Cortoletrajes Páginas: 118 Fecha de publicación: 2011 ISBN 978-84-937659-7-2
*** Fernando Aínsa, en su excelente ensayo Los guardianes de la memoria (Sabara Editorial, 2013), reivindica el papel del escritor como notario de la memoria individual y, por ello mismo, de la memoria colectiva: «El pasado es necesario, por no decir inevitable, para todos; es parte constitutiva de la identidad». Igualmente, Carlos Franz, en su obra El desierto (Mondadori, 2005), afirma lo siguiente: «No hay olvido verdadero que no comience por el recuerdo». La memoria como ejercicio en continua reconstrucción; la memoria erigida en la verdadera esencia de nuestra identidad. La novela La memoria del gintonic, de Antonio Báez, trata, entre otros aspectos, de la memoria. La protagonista, Eulogia, septuagenaria que empieza a advertir los primeros signos de senilidad, pide a su hijo que como regalo de cumpleaños la apunte a un curso de escritura creativa, ya que ha decidido escribir una novela (la escritura como recuperación de la memoria). A partir de ahí, en su esfuerzo por recomponer las diversas vicisitudes de su pasado, Eulogia recurre a la memoria para que tome el mando rector de la historia y se convierta en su motor argumental, dando lugar a recuerdos de situa ciones que tal vez nunca tuvieron lugar pero que conforman su experiencia vital co n idéntica intensidad que los supuestamente ciertos (la experiencia de la vida como recuperación de la memoria de lo vivido). Eulogia, junto con el propio lector, irá edificando su pasado desde ese recuerdo actual , a veces segmentado, a veces real, a veces inventado, de manera que lo que pudo llegar a suceder pierde importancia a favor de lo que en este instante sucede en su cabeza. A mi juicio, hay tres ejes fundamentales sobre los que bascula esta magnífica novela: la identidad como memoria en continua construcción; la brecha tan exigua que existe entre lo real y lo ficticio, o entre lo cierto y lo falso; y especialmente lo que podríamos llamar el «cuasiensayo» encubierto que va incluido en el libro sobre el proceso de escritura, o sobre lo que implica construir una novela. Porque el proceso reconstructor de Eulogia se asemeja en gran medida al proceso creativo del escritor: las invenciones del escritor, cuando acomete su tarea (basada en buena medida en su propia experien cia o en experiencias de terceros incorporadas de manera indirecta), son como memorias individuales que se van hilvanando hasta tomar la forma de texto literario, de propuesta congruente y plena de sentido, dando lugar en el momento en que el lector la recibe a una nueva forma de memo ria: la memoria colectiva. No supone en cualquier caso ninguna sorpresa el descubrimiento de este libro. Los que hemos leído ya a Antonio Báez (muy recomendable también su libro Griego de perros) ya sabíamos de su extraordinario talento y del exquisito respeto con que trata al lector. El libro, en ese aspecto, está repleto de numerosos hallazgos literarios, como ponen de manifiesto en el prólogo las escritoras Cristina Ce rrada y Leonor Sánchez: «El ritmo de la narración es excelente. Los diálogos, breve s, agudos, están construidos con esa falsa naturalidad que los hace muy literarios. Pero, sobre todo, los personajes. Cada uno es una ventana entreabierta desde la que se puede atisbar un paisaje profundo, un paisaje para que la imaginación desgrane poco a poco». Sin embargo, no vivimos buenos tiempos para la edición ni para la actividad literaria en sí misma, y sería una pena que a consecuencia de todo esto escritores de contrastada lucidez —como es el caso presente— vieran dificultadas sus opciones de publicar (y de convertir, por tanto, la memoria individual en colectiva). Y en buena medida, gran parte de esa responsabilidad recae en los lectores y en las elecciones que estos hagan, porque, nos guste o no, la literatura también se articula como construcción colectiva en la que cada uno de nosotros puede jugar un papel fundamental. © Carlos Manzano http://www.carlosmanzano.net
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HISTORIAS DE LOCOS, de Miguel Sawa Editorial Renacimiento Colección: Biblioteca de Rescate Fecha de publicación: 2010 144 páginas ISBN 978-84-8472-568-8
*** El escritor Sergio Constán ha rescatado del olvido una colección de cuentos: Historias de locos, de Miguel Sawa (1866-1910) y nos presenta a su autor en la introducción Miguel Sawa, a la sombra de una sombra, una semblanza en la que Constán retrata la figura del escritor, del periodista y del hombre, admirador de Cervantes, amigo de Manuel Machado y comprometido con la causa republicana. Historias de locos es un libro póstumo, Miguel Sawa falleció tres meses antes de su publicación en 1910 y, como indica el título, son historias de locos, contadas por locos, pues en la mayoría es el propio perturbado el que se dirige en primera persona al lector para explicarle la causa de su enajenación. Enajenado es aquél que ha perdido su eje y todos podemos traspasar esa frontera invisible que separa la cordura de la chaladura. Miguel Sawa conocía la curiosidad que despierta el orate, el ido. ¿Qué convierte a una persona «normal» en carne de frenopático? Los celos, la venganza, el odio, una alucinación tomada por realidad, el amor, el dolor… Cada loco tiene sus razones y las cuenta sin pudor. «Todos los males del hombre tienen su origen en el cerebro», dice el protagonista del relato Un desnudo de Rubens. Los esbozos de la locura que plantea Sawa en sus cuentos se enmarcan den tro de la corriente de moda a finales del siglo XIX, cuando la psiquiatría, la frenología o la neurolo gía hacían furor y, como a Sawa, prendaron también a Maupassant o a Poe. Las narraciones carecen de atmósfera, son hechos desnudos y rápidos. No hace falta más para asomarse a la ventana de la cárcel de los locos. © María Dubón http://dubones.blogspot.com.es
LA LLAMA DANZANTE, de José Luis de Juan Editorial Minúscula Fecha de publicación: 2013 Páginas: 357 ISBN 9788495587992
*** Desde la antigua residencia del escritor Lion Feuchwanger, Juan, un fotógrafo y viajero mallorquín, y Lotte, una mujer alemana madre de dos hijas llamadas Hansel y Gretel, como las del cuento infantil, emprenden un viaje en un viejo Chevrolet por paisajes desérticos de Arizona y la alta y baja California. En la desnudez de ese escenario, mientras él la fotografía y visitan las misiones de California fundadas por el mallorquín Fray Junípero Serra, Los Angeles y San Francisco, pasan por sus cabezas los acontecimientos de su pasado, los momentos álgidos de su relación y también las crisis motivadas por las personas que se cruzaron en sus caminos . Esta es la octava novela del narrador, ensayista (Incitación a la vergüenza), viajero (Campos de Flandes) y poeta (la extraordinaria Versión del Este, que tuve el placer de leer hace ya unos años) José Luis de Juan (Mallorca, 1956), tras El apicultor de Bonaparte, Este latente mundo, Recor-
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dando a Lampe, Kaleidoscopio, La mano que formula el deseo, Sobre ascuas, y en ella maneja con maestría el autor mallorquín tramas, tiempos y texturas literarias, componiendo con todas ellas una sinfonía que seduce al lector y le acompaña en el viaje, porque La llama danzante es, entre otras cosas, periplo amen de novela. Aunque aparentemente tenga poco que ver, a mí la lectura de esta novela, que puede parecer de iniciación, me ha recordado la espléndida que fabularon a dos manos Julio Cortázar y su amante Carol Dunlop Los autonautas de la cosmopista por el entretejido narrativo viaje/amor que en ambas se dan. José Luis de Juan funde con maestría paisajes y pasiones en lo que puede considerarse un libro de viajes por la carretera de los sentimientos. Encuentra el lector en La llama danzante, novela premiada con el Camilo José Cela 2013 del ayuntamiento de Palma de Mallorca, imágenes de una efectividad extraordinaria que describen la piel de esos paisajes que la pareja pro tagonista recorren en donde se funden cuerpos y orografías —Pero solo consigue que se quite la blusa y pose de pie con los brazos apretándose los pechos y las manos rígidas cubriéndose las mejillas, mientras a su espalda el cañón fluye en múltiples pliegues carnosos, como una vulva geológica—; tensiona el relato, en un acercamiento a la novela negra, hasta inquietarnos con una persecución que parece salida de El diablo sobre ruedas de Steven Spielberg por esas carreteras infinitas del Oeste americano —Él se vuelve. El camión les sigue a toda máquina y es más rápido de lo que parecía por su envergadura, ahora que se ha librado de la carga. Emite destellos con sus luces largas. Su estentó rea bocina rebuzna como una melancólica mula del desierto—; describe con precisión tan física, como psíquicamente, a los sujetos de esa historia —Tenía la carne blanca, su cuerpo me pareció formado por un conjunto de esferas blandas, con un misterioso triángulo oscuro entre las piernas — y en su periplo por el presente y el pasado se cruzan personajes fascinantes que entran y salen de esta road movie por tierras de California con sus dramas a cuesta como Zeynel, el militante kurdo del PKK torturado por los turcos y que permanece varado en Los Angeles, o la sensual y promiscua poetisa Sylvia —Sylvia resucitó su pene con la boca y la lengua, hábiles, sí, como las de una puta, pero era mucho más sofisticada y complaciente que una puta . La llama danzante es un viaje a través de los sentimientos a caballo de una prosa magnífica, un nuevo acierto de este narrador pausado que es José Luis de Juan que destila obras desde la excelencia y no tiene prisa en ello. © José Luis Muñoz http://lasoledaddelcorredordefondo.blogspot.com
LA CASA DE LOS ARQUILLOS, de Pilar Aguarón Ezpeleta Editorial La Fragua del Trovador 126 páginas Fecha de publicación: 2014 ISBN 978-84-15044-39-0
*** Un proyecto fallido puede dar un producto inesperado. Y prueba de este quiebre es La casa de los arquillos, que venía para ser novela y se quedó en diez relatos, más o menos cortos, que nos llevan por una montaña rusa de espacio y tiempo. Los voy a llamar relatos relacionados, que es el nombre que les pongo a aquéllos que, si bien pueden leerse sin necesitar de los otros, podrían armar entre sí una historia entretejida, atisbada, intuida… que se quieren, se buscan y hasta se necesitan para ser más que historias sueltas. Por otro lado, como comprar un libro es una inversión que generalmente suele ma rcar precio por el número de páginas, puedo decir que adquiriendo La casa de los arquillos usted, además de hacer una gran inversión para su cultura, va a pagar menos por más. Es decir, al precio de 126 páginas, va a recibir el doble o el triple. Y ¿sabe por qué? Porque sin remedio va a leer este libro dos, o tres, o cuatro veces. Ya verá por qué. Cosas de la magia creadora de Pilar Aguarón. Esta autora nos había entregado varios libros de relatos y una novela, donde había dejado algunos señuelos para entender su mundo interior. En esta nueva obra, con las mismas constantes de su
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conocimiento histórico, su acertado diseño de los personajes y el manejo de los espacios geográficos, añade una maestría hasta ahora casi oculta en su obra: el juego con el tiempo. Estas páginas nos llevan por casi cien años de la historia de España, de la historia de los españoles, con el logrado vaivén que la autora nos provoca al ir, incluso en un solo relato, incluso en un solo párrafo, transi tando a velocidad impensada, pero nunca vertiginosa, por acontecimientos históricos que ilustran su narración, o por hechos cotidianos que nos marcan la biografía de algún personaje en pinceladas hermosas (como sus cuadros). Hay una casa, el título lo anticipa, una mansión de pueblo sobre la que giran los personajes que van y vuelven, que mueren y renacen, que son protagonistas o secundarios, padres o hijos, emigrantes o inmigrantes, en Argentina, en Alemania, en Francia, en el Ártico… Alfonso XII puesto en su sitio; Vic toria Eugenia, su esposa, presentada como una reina profesional entregada a su función; los an tecedentes de la Guerra Civil con las revueltas republicanas… el estraperlo, el hambre de la postgue rra, la prosperidad, los desfalcos económicos, referencias a pintores, a científ icos, a políticos, a deportistas… guiños continuos para situar la acción en cada momento, tal como le interesa a Pilar llevar al lector para hacerlo emocionar, quizá transportándolo al recuerdo personal o familiar, quizá dando una profunda lección de intrahistoria, la que no viene así contada en los manuales, con personajes de carne y hueso, tratados con dulzura, aunque maltratados por los hechos, los hechos de la historia, de la vida. La autora hace gala de un estilo directo, ágil, sin florituras, donde cada frase encuentra un acomodo y un significado dentro de la intención. Se mueve con soltura en pedregales argumentales y sale victoriosa en ese tejido complicado de personajes, aplicando técnicas narrativas que no se notan porque su sencillez las hace fluidas en una lectura suave. Hay paralelismos maravillosos, como esa expedición al Polo Norte y ese eclipse colocados en épocas diferentes para personajes diferentes en situa ciones similares; o las historias repetidas de padres e hijo en épocas diferente s que reflejan los ciclos de la historia; un globo terráqueo roto a la altura de Cachemira; un escapulario; unas llaves; un Mini Cooper; una cuartilla. Pilar no se arruga para hablarnos en porteño, casi lunfardo, para ubicarnos en fecha con una final femenina de Wimbledon o con la guerra de Las Malvinas o con el paro nacional de los maestros contra la actual presidenta argentina Cristina Fernández. He disfrutado con estos relatos porque viví en Buenos Aires la misma contrariedad y desazón de celebrar la Navidad en verano, tal como le ocurre a Saturnino, pero también porque mis padres y mis abuelas me han contado historias parecidas de las épocas reflejadas y porque he vivido (hemos vi vido, seguro) en primera persona los efectos de la crisis y los enfados ha cia sus causantes, usados como cauces narradores para que la trama se incruste por algún lugar de nuestra entraña. Léalos, se encontrará con el tiempo sin tiempo, con el espacio en mil lugares y viajará por la literatura como dentro de un estroboscopio. © José Antonio Prades http://joseantonioprades.blogia.com
LA MUJER QUE NO BAJÓ DEL AVIÓN, de Empar Fernández Editorial Versátil Colección: Off Versatil 272 páginas Fecha de publicación: 2014 ISBN 9788492929962
*** ¿Quién no se ha preguntado, en un aeropuerto, a quién debe pertenecer esa maleta que da vueltas una y otra vez en la cinta y nadie recoge? ¿Quién no ha estado tentado alguna vez de llevarse esa maleta olvidada? Pues eso hace el protagonista de esta novela, Álex Bernal, tras una desastrosa estancia en Roma, hacerse con esa maleta olvidada en el aeropuerto de Barcelona y vivir una existencia paralela guiado por el miste rioso diario que contiene ésta. Y de ese modo la atormentada Sara Suárez, la mujer que no bajó del avión, aquejada por el sentimiento de culpa, se confiesa ante un desco -
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nocido y le explica una serie de situaciones límites que atañen a su vida personal y a sus seres más queridos, y Álex, el personaje gris, que se aloja con su hermano, que encuentra un trabajo precario en una pizzería, vive como si fuera propia esa historia que ha robado y que está en la maleta miste riosa. Dos novelas al precio de una tras este título hitchcokniano, y una de ellas, la de Sara Suárez, que, lentamente, va seduciendo a Álex Bernal hasta el punto que la máxima ilusión de su vida medio cre es acabar de trabajar para seguir leyendo ese diario de una desconocida con la que no se cruzará jamás sino a través de esas confesiones íntimas. Podemos hablar de un proceso de vampirización de Álex Bernal, que a mí, en particular es lo que más me gusta de la novela, por parte de la misteriosa y enigmática mujer Sara Suárez que viajaba en el avión con él, que se sentaba en el asiento de detrás, y de la que el protagonista tiene un recuerdo vago. La novela de Empar Fernández, en primera persona, no sólo está muy bien escrita, muy bien cons truida, cosa, por otra parte, habitual en su ya considerable carrera literaria —Para que nunca amanezca, Hijos de la derrota, Mentiras capitales, El loco de las muñecas (finalista del premio de Novela Fernando Quiñones), La cicatriz (Premio de Novela Corta Rejadorada), más Cienfuegos, 17 de agosto y Hombre muerto corre escritas con Pablo Bonell—, sino que dibuja perfectamente todos y cada uno de los personajes que pululan por ella, como Álex Bernal, el protagonista, obsesionado, por influencia de su padre, en definir con precisión los colores que ve —Mi padre hubiera dicho de la maleta que es rojo Burdeos virando a rojo carruaje. Y no es que mi progenitor fuera pintor, marchante o un entendido en artes plásticas, nada más lejos, la realidad es otra. Trabajó desde su juventud hasta su tardía jubilación en una droguería que era también almacén de pinturas — el hermano de Álex, Raúl, su cuñada Rosa, Marina, la hija de Sara, el proffesore Aldo Trota, cuya relación con Sara Suárez constituye una de las claves de la novela —Yo, por mi parte, seguí adelante con mi embarazo a la vista de todos mientras, en proporción inversa al aumento de mi barriga, declinaba el prestigio de Aldo en la comunidad universitaria—, su esposa Lina Marsicano... No es La mujer que bajó del avión una novela negra al uso. No hay ambientes sórdidos, ni personajes retorcidos, salvo quizá, Eloy, el hermano de Sara con el que finalmente traba contacto Álex. Quién busque en sus páginas la resolución de un alambicado crimen, o una investigación policial, no la va a encontrar. Es propiamente un thriller de misterio que gira, sobre todo, alrededor de ese inmenso sen timiento de culpa que arrastra la protagonista de esa segunda novela, la del diario —Él temblaba bajo el efecto de mis manos que agitaban las suyas y yo temblaba de dolor, de cólera y, quizá, de arre pentimiento. Entendí, mientras sujetaba desesperadamente sus manos, que nada hay peor que la culpa— cuya lectura va cambiando a Alex. Ese diario que Álex Bernal encuentra en la maleta abandonada que da vuelta tras vuelta en la cinta transportadora es, para mí, la alegoría de la obra literaria, pues son las novelas co mo ese texto de Sara Suárez, que el destino pone en las manos de Álex y le cambian la vida, manuscritos metidos en una botella y echados a la mar por el autor a la busca del lector . © José Luis Muñoz http://lasoledaddelcorredordefondo.blogspot.com
44 MUNDOS A DESHORAS, de VV.AA. Editorial Adeshoras Fecha de publicación: 2013 206 páginas ISBN 978-84-940639-5-4
*** 44 mundos a deshoras es una antología que incluye relatos, poemas e ilustraciones. Cuarenta y cuatro autores han cedido sus derechos a la editorial Adeshoras, que les ha puesto la condición de tener como inspiración este nombre, y donará los beneficios a las organizaciones Payasos sin Fronteras y Médicos sin Fronteras. La antología es fresca, diferente, dinámica, ilusionante. El arte lite rario convive en armonía con el arte que ilustra las páginas del libro y le imprime un carácter representativo especial y atractivo.
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Los autores provienen de campos muy diversos: escultura, pintura, teatro, grabado, música, diseño, docencia… La amalgama que componen se lee con deleite y se disfruta en cada página, que re zuma cariño por lo que se hace y honestidad en el trabajo. Las 44 miradas nos llevan por universos lejanos, pero que compar ten una misma galaxia, la del arte, la de Adeshoras, una editorial joven que nace con la ilusión de llegar lejos, hasta el infinito . © María Dubón http://dubones.blogspot.com.es
CAUTIVAS, de Miguel Pajares Plataforma Editorial. Colección: Ficción 416 páginas Fecha de publicación: 2013 ISBN 978-84-15750-77-2
*** Cautivas es un amplio fresco sobre la corrupción, que incluye desde la trata de blancas —el delito que constituye el eje de la historia—, a la fuga de capitales, el soborno, el secuestro o el asesinato, con el tras fondo de la extorsión y la violencia más inclementes. El directo y amplio conocimiento que Miguel Pajares posee en el tema de la exclusión social tiene su reflejo en la novela a través de la enjundia de sus personajes —sus miedos, su indefensión, a veces su resignación—, en los métodos empleados por las mafias de la compraventa de carne humana, y en infinidad de detalles que hacen que el lector empatice con el texto sabiendo que aque llo que tiene ante sí no es ficción, sino una realidad y un universo documentado y tremendamente actual y amoral, al margen de la ley y basado en el más puro ejercicio del poder del hombre sobre el hombre. O sobre la mujer en este caso. Un poder sin límites de ambición y codicia basado en la explotación del débil y que se alimenta de la mentira, la necesidad y la miseria. La novela se organiza en dos tramas paralelas. En una conocemos los antecedentes de Nevena, la protagonista, quien desde su salida de Bulgaria, engañada, sufre en sus carnes la trata de blancas, vendida como ganado y utilizada como un puro objeto vacío de sentimientos, solo destinado al uso y consumo de su cuerpo en beneficio de unos amos que la compran y venden como un semoviente —una vaca, una oveja, un burro—, sin alma. La segunda trama, que podríamos llamar policíaca, se solapa en capítulos alternativos con la anterior a partir de un asesinato y un secuestro. Ambas se entrecruzan armónicamente desde el punto de vista literario, y se unirán en el desenlace. La prosa y el tono de la novela son clásicos porque el autor tiene algo importante que decir, y lo hace de forma directa, diáfana y entendible, lo que considero es un valor en sí mismo. Al margen de la propedéutica y el aporte informativo que puede contener el libro, el argumento y su manera de desa rrollarlo es ya de por sí tremendamente atractivo para el lector. Sé que voy a emplear un lugar común, pero en este caso es cierto: la lectura de Cautivas es adictiva y te atrapa. Si tuviéramos que buscar referentes podríamos citar, en esas reuniones que Samuel Montcada, el policía, tiene con sus subordinados, a Mankell y a su personaje Wallander, y también al Smiley de John Le Carré. Ese avanzar poco a poco y de manera perfectamente medida para mantener el misterio y el interés, levantando página a página un centímetro más del velo de la intriga, los rifirrafes per sonales entre los diversos componentes del grupo investigador, es otro de sus valores literarios. Los que nos dedicamos a escribir novela negra somos conscientes de que este género es lo más parecido a una crónica del mundo y la sociedad que nos ha tocado vivir. La corrupción alcanza todos los estamentos —policía, política, economía, etc—y aunque en el trasfondo de todo crimen siempre existe un motivo dinerario, hay delitos que son particularmente lacerantes y reprobables cuando afectan a la integridad y la libertad de las personas porque son esas personas el material y el sujeto pasivo y doliente de los malhechores.
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Pajares sitúa la acción en varios países: España, Bulgaria, Israel, Egipto, para hacernos llegar el mensaje de que la lacra —la plaga— del comercio carnal es hoy universal —global, por emplear un calificativo al uso—, como lo es el comercio de la droga, el asesinato exprés o el dinero negro. Porque el mal está en la naturaleza del hombre mismo, no en la geografía ni en la etnia. Los sentimientos de Nevena, Montcada o Teresa están descritos con una cualidad sicológica espe cialmente objetiva, delicada y precisa, algo difícil cuando se trata de un tema como el que trata la novela en donde cuesta poner distancia. Y Pajares lo consigue. Al igual que la crueldad, otro aspecto en el cual sería fácil cargar las tintas y que sin embargo en el texto está contenida. El autor hace una velada crítica a la legislación y la praxis que se aplica al delito de la trata de blan cas, necesitando, por ejemplo, para que la justicia actúe, la existencia de una previa denuncia por parte de la persona explotada. Lo cual, pensando cómo funcionan y el poder de las mafias es una pura utopía porque no tiene en cuenta la indefensión y la vulnerabilidad de las víctimas. Un elemento más de reflexión que aporta Cautivas. © José Vaccaro Ruiz jvaccaror@gmail.com
LA INFANCIA DE JESÚS, de J.M. Coetzee Editorial Mondadori Colección: Literatura Random House Fecha de publicación: 2013 271 páginas ISBN 9788439727279 Traducción: Miguel Temprano Garcia
*** Quiénes se hayan divertido con el humor ácido de Verano, con la que cerraba sus particulares memorias Escenas de una vida de provincia en las que se permitía hablar de un Coetzee muerto, o hayan sufrido con La edad del hierro o Desgracia, para mí unas de sus mejores novelas, van a experimentar un profundo desconcierto, y desengaño, con esta extraña novela llamada La infancia de Jesús. Simón, un adulto, y David, un niño de cinco años, llegan a la ciudad de Novilla, ubicado en un país de habla hispana. —¿Por qué tenemos que hablar siempre en español? / Algún id ioma tenemos que hablar para no ladrar y aullar como animales. Y, ya puestos, es mejor que todos hablemos el mismo. ¿No te parece razonable? / Pero ¿por qué en español? Odio el español. — En Novilla, desconcertante nombre de ciudad, además de aprender español, tendrán que adoptar una nueva identidad, olvidarán su pasado y buscarán a la madre del niño. Inés, una mujer que los acoge, adopta ese papel, hasta creérselo. Esos tres seres vivirán una vida apagada y sin alicientes en una sociedad extraña en donde no hay emociones, la vida parece estar solucionada y las necesidades básicas cubiertas. Pero la rebeldía en el aprendizaje escolar de David —según sus maestros simula saber leer, pero realmente memoriza los textos, y no ha asimilado los conceptos matemát icos porque para él 1 y 2 no son 3— obligan a las autoridades a llevarlo a un reformatorio para corregir su sistema cognitivo. En algún momento encontramos en La infancia de Jesús al Coetzee hiriente de sus mejores novelas, en alguno de sus párrafos aislados brilla ese escritor que ha hecho de la desazón su bandera literaria: Él empieza a acostumbrarse a su cuerpo, con sus caderas prominentes y sus pechos minúsculos. Está claro que apenas siente atracción sexual por él; pero le gusta pensar que hace el amo r con ella es un prolongado y paciente acto de resucitación, con el que volver a la vida un cuerpo femenino fallecido a todos los efectos prácticos. Muy Lucian Freud. No está claro el sentido de la fábula de Coetzee. Resulta esta novela alegórica para el l ector extraordinariamente árida por la frialdad anímica de unos personajes con los que no termina de empatizar, y confusa. Por un momento esta distopía literaria de padre, que no lo es, y niño podría recordarnos al Cormac McCarthy de La carretera, pero el mundo no se está terminando, ni se ha producido ninguna explosión nuclear, pero tampoco se sabe por qué los protagonistas, que arriban a un territorio que uno puede situar, aventurándose, geográficamente entre Argentina y Chile —una referencia a Punta Arenas nos puede dar un poco de luz al respecto—, han de aprender español y los niños a leer El
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Quijote. Es además una novela excesivamente dialogada, y no siempre los diálogos son brillantes ni enganchan, porque muchas veces son vacuos, pedantes o sin sentid o. Y no siempre con esos diálogos, constantes en el texto, consigue dibujar Coetzee a sus personajes. ¿Se trata de una retorcida humorada de Coetzee sobre el evangelio, y de ahí el esclarecedor título de la novela? Simón y David, nombres bíblicos también, vienen del desierto para iniciar una nueva vida. Pues de ser así le falló el humor al nobel sudafricano en esta novela desconcertante. Para mí La vida de Jesús es sencillamente un libro fallido, un bache en la carrera literaria de uno de los escritores vivos más extraordinarios que tenemos. © José Luis Muñoz http://lasoledaddelcorredordefondo.blogspot.com
A ESCONDIDAS, de Sonallah Ibrahim Ediciones del oriente y del mediterráneo Colección: Memorias del mediterráneo Fecha de publicación: 2013 231 páginas ISBN 978-84-96327-99-3 Traducción: Mª Luz Comendador Pérez
*** «Se seca el sudor. Una sonrisa se dibuja en sus labios. Esperamos hasta que disminuye el número de personas que se disponen a salir. Su mano fuerte abarca la mía por completo. Salimos a la calle. En la paste lería me compra un pastelito de babusa. Vamos paseando despacio. Nuestra calle está sumida en la oscuridad. También el portal de nuestra casa. Me agarro de su chaqueta. Él me rodea con sus brazos». Tras la lectura de un testamento viene el bálsamo del olvido, o el vacío de la pérdida. Comentar un libro tiene un poco de eso; de notarial, de testamentario… Y es que cuando cuenta lo leído, el lector algunas veces suelta lastre con alivio mal contenido, y antes del rigor mortis, al momento siguiente, cubre su recuerdo con el film plástico (neblinoso, como la catarata de un ojo) del olvido, y agarra con ansia una nueva ficción. Otras sin embargo, el narrar lo leído inaugura el duelo: con el balance se cierra el agujero de gusano, el grifo del líquido amniótico en el que el lector flotaba en estado de suspensión ilusoria. Tratar de contar A escondidas implica en mí una desazón parecida a la de despedir a alguien a quien no sé si voy a volver a ver. Como sujeto agente soy yo el que abandona a su suerte al narrador testigo de Sonallah Ibrahim, pero es a mí al que escuece el desamparo sin nombre (no recuerdo haberlo en contrado, su nombre, el de ese narrador testigo). Tampoco el niño yuntero de la poesía de Miguel Hernández tiene nombre, y aunque nada tengan que ver en crueldad ni en tamaño la soledad y el sufrimiento de cada uno de los dos niños, aunque nada tengan que ver poesía y novela, la hondura poética de esta novela sin liris mo léxico consigue un efecto similar: si Hernández pregunta lo de «quién salvará a este chiquillo menor que un grano de arena», Sonallah Ibrahim insufla en mí la pregunta «quién dará guía y cobijo a este chiquillo más inocente que malicioso, crecido bajo la sombra protectora de su padre casi anciano, cuando este le falte». El código civil de la narrativa establece que el escritor tiene que controlar sus ganas de contar, que debe saber callar y administrar la información. A escondidas no es una novela al uso, no hay un secreto que interese guardar en la chistera, porque carece de trama y nudo. Pero sin embargo no se explica el hecho nuclear que pone atmósfera a la novela y que modela la vida del niño y del padre (añoranza y culpabilidad respectivamente: la ausencia de la madre del niño narrador). Así que el lector, el chismoso que necesita saber si su madre murió o se dio el piro, sigue sin poder tomar partido emocional (compadecer más al padre o al hijo). Solo se va fabricando un molde, un negativo de los días pasados los tres juntos. Si se pregunta de qué forma ocurre, se lo explico: una determinada ac ción narrada induce a propósito de esta acción un recuerdo en el niño narrador testigo, que casi
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siempre incluye a la madre, y que se distingue en letra cursiva. Y entretanto, sin prisas, apenas vamos conociendo la vida anterior del padre, el señor Jalil, sus otros hijos, y cómo se fraguó esta nueva familia… También la forma en que se nos sirve la información es no menos pintoresca: una narración directa del devenir diario, sin pretensiones estéticas, pero que, por decirlo con pretensiones estéticas, pola riza totalmente la atención de las neuronas espejo del lector. Información transmitida en dos canales que solo alcanza al lector, porque a pesar de su fun ción de altavoz el niño naturalmente no entiende los conflictos que se esconden tras la modorra de diario: página 147, lo que oye sobre el padre del carnicero transformado en un viejo díscolo que quiere po ner el negocio a nombre de su nueva novia. Desconoce que ha descubierto a su padre masturbándose (pág. 186), o lo que es un «corruptor de menores» (pág. 195). Del mismo modo, a través de lo narrado por el niño en presente, casi miramos lo que los mayores leen por turnos en el periódico del Egipto de los cincuenta, un Egipto en el que incluso todavía hay lugar para lo mágico (cuán bien orquestado coro de cotillas, cuchichean sobre la genia con la que se ha casado el amigo Zaraksh. Ella incluso lo llevó a visitar el reino de los genios; veladas alusiones, tortuosos giros lingüísticos cuando hay niños delante los viejos, convencidos de lo que dicen, envidian las mieles y artes de la genia, y el narrador niño nos cuenta lo que no sabe). Información «escondida» mediante la que se traza los caminos divergentes de dos seres que viven uno en la parte ascendente del diente de sierra (un niño al que su padre tiene que acompañar al baño porque teme a las arañas, que tiene celos de Fátima, la criada a tiempo parcial y a la que se intenta adelantar atendiendo los recados del padre), y otro en la parte descendente del diente de sierra (el padre quisiera que el hijo no dependiera tanto de él, que se saliera a jugar con los chaveas para que darse a solas con Fátima sin sobresaltos, soltar esos últimos cartuchos de masculinidad que poco a poco van siendo pólvora mojada). Yo también llegué a pensar que el intrascendente día a día de un padre y un hijo viviendo en una casa de vecinos con derecho a cocina y baño compartido contado en presente con frases cortas y desnudas, no podía ser más que casquería con la que rellenar apenas dos o tres páginas. Un expe rimento corto, a quebrar pronto con otro discurso narrativo diferente y convencional. Pero A escondidas mantiene su naturaleza de historia sencilla, mínima y sin arrugas (e l adjetivo era la arruga del texto para Alejo Carpentier) hasta el fin, cuando su caudal tranquilo desemboca en un enternecedor «fundido a negro» que en realidad resetea la historia. © José Cruz Cabrerizo
INFORME DEL INTERIOR, de Paul Auster Editorial Anagrama Colección: Panorama de narrativas Fecha de publicación: 2013 336 páginas ISBN 978-84-339-7878-3 Traducción: Benito Gómez Ibáñez
*** Están llevando Paul Auster y J.M. Coetzee, al unísono, una especie de vidas paralelas literarias con sus escritos. Estos dos grandes maestros de la literatura contemporánea, que han coincidido en un libro de cartas cruzadas entre uno y otro, Aquí y ahora, convierten, a su manera, su vida, experiencias y recuerdos en material literario haciendo del memo rialismo un género mayor. En realidad todo escritor, a lo largo de su bibliografía literaria, no hace otra cosa que escribir sobre sí mismo a costa de personajes interpuestos que tienen mucho de sus características, es inevitable y algo buscado. Auster y Coetzee, quizá porque ambos estén en una edad, los sesenta, que así lo aconseja, llevan años literaturalizando sus vidas. Informe del interior sucede al extraordinario libro precedente Diario de invierno. Si en aquel Auster reflexionaba sobre su presente marcado por una edad ya prominente, y extendía una pasarela nos-
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tálgica a su pasado —la relación de las casas en donde vivió, por ejemplo— en este Informe del interior, más caótico y deslavazado, dividido en cuatro partes más independientes en las que utiliza distintas texturas narrativas —en Informe del interior, la primera parte, experimenta con el uso eficaz de la segunda persona en una especie de diálogo continuado consigo mismo—, su mirada se detiene en su infancia, sus primeras lecturas de Stevenson y Poe —El súbito silencio que te rodeaba mientras permanecías sentado en tu pupitre, el clic del minutero en el viejo reloj mecánico con números roma nos mientras leías a Poe, Stevenson y Conan Doyle, un marginado por decisión propia —, la marca que dejaron en él dos películas notables, El increíble hombre menguante de Jack Arnold, y Soy un fugitivo de Mervyn Le Roy; la adolescencia; su asunción de judío, a pesar de que su familia era laica y nunca practicó esa religión; la repulsa que le causaba ese Dios iracundo del Ant iguo Testamento; su horror al III Reich; el deseo que sintió de participar en la Guerra de los Seis días de Israel; la guerra de Corea; el estallido de Vietnam y las dudas sobre huir a Canadá o entrar en la cárcel ante su nega tiva a participar en esa guerra tan brutal como impopular —La gran perversidad de la Guerra estaba escrita en letra pequeña en el suplicio con que hora tras hora consideraban la lastimosa lista de sus opciones: Vietnam o Canadá…, ¡o la cárcel!—; un guion de cine que coescribió con una amiga para una película en la que iba a intervenir Dalí y que finalmente no fue; su miedo constante a la muerte —Con frecuencia tengo la sensación de que voy a morirme. Anoche escuché la Tercera Sinfonía de Beethoven por primera vez en casi dos años. Se me estremecía el cuerpo, temblaba y… lloré. No lo entendía. Como si hubiera caído al vacío—; su estancia en París; las algaradas estudiantiles que conmocionaron medio mundo, etc. Informe del interior no es ni mucho menos un libro perfecto, entre otras cosas porque los análisis cinematográficos de esas dos películas, que Auster narra casi fotograma a fotograma, se me antojan excesivos y forzados, dignos de figurar, quizá, en otro volumen y no en éste. Acaba el lector el libro decepcionado porque va de más, esa primera parte espléndida, a menos, y uno desearía una mayor profundización en esas dos primeras etapas del escritor, que nos hablara, sobre todo, del surgimiento del Auster narrador y sus circunstancias, algo que el autor de Nueva Jersey se deja en el tintero. © José Luis Muñoz http://lasoledaddelcorredordefondo.blogspot.com
CANADÁ, de Richard Ford Editorial Anagrama Colección: Panorama de narrativas Fecha de publicación: 2013 512 páginas ISBN 978-84-339-7871-4
*** Richard Ford (Jackson, Mississippi, 1944), con una obra literaria que se circunscribe a siete novelas —Un trozo de mi corazón, La última oportunidad, Incendios, El periodista deportivo, El día de la independencia, Acción de gracias y Canadá— más tres libros de narraciones, es, con toda justicia, uno de los mejores escritores norteamericanos vivos con permiso de John Irving, Dom DeLillo, Philip Roth, Paul Auster, Cormac McCarthy, Joyce Carol Oates, Thomas Pynchon, entre otros, porque la lista de autores magistrales en EE.UU. es interminable. Canadá, poco más de quinientas páginas adictivas que se leen como un suspiro, que atrapan al lector en cada uno de sus renglones, es una novela mestiza —género negro, retrato de familia, novela de iniciación, narración de carretera, relato costumbrista— en la que Ford maneja magistralmente el punto de vista narrativo: Dell Parsons, un adolescente de familia de clase media, con progenitor exmi litar y madre estricta, cuya vida da un giro de 180 grados a partir del momento en que sus padres, incomprensiblemente —para saldar una deuda y soslayar una amenaza—, deciden atracar un banco y los cogen, claro. Aquel momento —el momento en que anunció que estaba atracando el banco y esgrimió la pistola, en que añadió «que nadie se mueva o disparo»— fue tal vez el momento en que mi padre más disfrutó realmente y más él mismo se sintió (desde que había arrojado una miríada de
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bombas sobre Japón), cuando experimentó la euforia de estar haciendo al fin lo que llevaba tanto tiempo deseando hacer. Con los padres encarcelados, los caminos de Dell y su hermana gemela Berner se bifurcan. Ella irá a parar a una familia de adopción y él cruzará la frontera para instalarse en Canadá bajo la protección del siniestro Arthur Remlinger. El sonido que emitió la pistola fue pam. No era de gran calibre. Una pistola de mujer; he oído que las llamaban así. No oí gritos ni voces. Mi ventanilla estaba cerrada, y la calefacción funcionando. Pero también hoy los disparos que mataron a Crosley. Richard Ford domina la trama y la hace ascendente; dibuja a la perfección esa familia en la que se intuye una cierta disfuncionalidad que los hijos tratan de minimizar porque es su familia; mima el detalle, algo que es muy de agradecer en los novelistas norteamericanos famosos por sus exhaustivas descripciones, y crea una serie de personajes fascinantes, además del protagonista narrador, a los que el lector puede sentir hasta cómo respiran por sus páginas gracias a sus precisos retratos físicos. Mildred era una mujer grande, de caderas cuadradas y talante autoritario, con pelo negro, rizado y corto, ojos pequeños, oscuros y penetrantes, labios pintados de rojo y cuello carnoso. Llevaba la cara maquillada con polvos que enmascaraban —aunque no muy bien— la tosquedad de su tez. Novela de acción, sí, de viaje, también, de iniciación, sobre todo, la del joven Dell Parsons privado de la pro tección paterna a una edad en la que la necesita, y de pérdida de la inocencia. Me había pasado con la palabra «criminal». Siempre había significado una cosa. Bonnie y Clyde, Al Capone, los Rosemberg. Ahora significaba mis padres. La prosa de Richard Ford es sencilla y cálida, extraordinariamente ajustada a lo que narra, llena de matices sensoriales: paisajes, interior de las viviendas, olores, luces, el ambiente como elemento narrativo indisociable de lo que se cuenta. Con frases cortas, sin subrayados innecesarios, consigue transmitir al lector el horror de las situaciones con breves y concisas palabras: Y eso fue lo que yo recuerdo más vívidamente: la ligereza de aquel pequeño, extrañó peluquín manchado de sangre. A través de capítulos breves, perfectamente armados y cerrados sobre sí mismos, y diálogos extraordi nariamente naturales, el autor de El día de la independencia seduce al lector con todo su artificio narrativo, muy visual, que dar a lugar, sin dudas, a una película, porque su narrativa es mjy cinemato gráfica. Una novela extraordinaria Canadá, un pedazo de vida y buena literatura, tierna, emotiva y, a veces, tremendamente dura, sobre el aprendizaje forzoso de la vida cuando falla alguno de sus puntales y del desvalimiento sale uno reforzado si consigue sobrevivir. Uno cree estar leyendo a Charles Dickens —adolescentes, o niños, huérfanos que acaban en manos de personajes oscuros, como le ocurre a Dell Parsons con Arthur Remlinger— en pleno siglo XXI. Soberbia y recomendable muestra de literatura con mayúsculas. © José Luis Muñoz http://lasoledaddelcorredordefondo.blogspot.com
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Novedades editoriales Kassel no invita a la lógica Enrique Vila-Matas Editorial Seix Barral, 2014 Una extraña llamada interrumpe la rutina de un escritor. La enigmática voz femenina al otro lado de la línea le dice que los McGuín quieren invitarlo a cenar para desvelarle la solución al misterio del universo. Pronto descubrirá que se trata de una convocatoria para participar en la Documenta de Kassel, la mítica feria de arte contemporáneo, donde su cometido será convertirse en instalación artística viviente y sentarse a escribir cada mañana en un restaurante chino de las afueras. En Kassel, el escritor comprueba sorprendido que su estado de ánimo no decae al atardecer y que, en cambio, el optimismo lo invade mientras pasea impulsado por una energía inagotable que late en el corazón de la feria. Es la respuesta espontánea e imaginativa del ar te que se levanta contra el pesimismo .
Canciones de amor y de lluvia Sergi Pàmies Editorial Anagrama, 2014 La prosa depurada y el tono contenido de los cuentos de Sergi Pàmies buscan el equilibrio entre la causticidad, la vitalidad y la melancolía. Cuentos en los que se sumerge en las aguas estancadas del amor, la dependencia de la memoria heredada, el dolor por los ausentes y el placer de escribir sin saber si existe una frontera entre la invención y la autobiografía. Con este libro Sergi Pàmies se confirma definitivamente como uno de los mejores cuentistas contemporáneos. «Pàmies es honesto y profundo, pero nunca abandona la ligereza y la ironía, a las cuales suma una gran capacidad de observación y un talento particular para la ternura» (Patricio Pron, Letras Libres).
Autopsia Miguel Serrano Larraz Editorial Candaya, 2013 El protagonista de Autopsia es un joven obsesionado por una oscura acción de su pasado: el acoso a una compañera de colegio, Laura Buey, a la que cree haber arruinado la vida y de la que después no ha vuelto a saber nada. En un discurso obsesivo, a veces delirante, el protagonista pasa revista a todos los actos de violencia que han tenido lugar en su entorno: las tribus urbanas de su juventud, la lucha de cla ses, las relaciones de pareja, la literatura, la familia, la amistad. La novela, que tiene algo de retrato colectivo de la primera generación que tuvo acceso a Internet y amplió los mitos privados para hacerlos públicos, es un intento de reflexión sobre la culpa, la venganza, la paternidad, la dificultad de afirmar la personalidad en una ciudad de provincias... pero también sobre la apropiación de las experiencias ajenas, sobre las redes sociales, sobre los ídolos y los personajes anónimos que trazan y destruyen al mismo tiempo nuestra educación sentimental.
El hombre dinero Mario Bellatín Editorial Sexto Piso, 2013 Mientras ve correr a sus galgas por el bosque, un hombre comienza a recordar de manera posiblemente desordenada múltiples episodios de su vida que han confluido para conducirlo lentamente al punto preciso en el que se encuentra. Recuerda cómo su nacimiento con un extraño síndrome lo marcó desde pequeño, al igual que a su familia pues, por ejemplo, su madre tuvo que crear todo un cuadro asmático para el hijo, ya que le era imposible definirse como la madre de un niño mutante. Regresa también el recuerdo recurrente de un personaje clave de su infancia, el Padre Felipe, quien tiene que defender el honor de su madre frente a un estudiante que la insulta de manera descarada. Asimismo, el hombre entabla amistad con un fotógrafo ciego, llamado Paco Grande, que es encarcelado por traficar con grandes cantidades de marihuana en una avioneta que termina sufriendo un accidente, y tiene también el recuerdo constante de cuando iba a formar parte de un inmenso cartel colocado en una calle de Manhattan.
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Todos los buenos soldados David Torres Editorial Planeta, 2014 Una guerra absurda en el nor te de Marruecos, un gr upo de legionarios con más hambre que principios, un conocido cómico actuando para animar a la tropa, un asesino desconocido que se toma la justicia por su mano y una única mujer capaz de despertar los peores instintos Navidades de 1957, en el escenario de la guerra de Sidi Ifni se encuentra un olvidado destacamento de la legión a la espera de instrucciones de retirada. El cómico Miguel Gila ha viajado hasta allí para animar a las tropas cuando empiezan a aparecer asesinados varios de los soldados que componen el grupo.Todos son sospechosos, empezando por Gila, que acabará convirtiéndose en un personaje más de este thriller tan brillante como adictivo. Una novela muy original que retrata de forma despiadada la vida en la colonia militar de Sidi Ifni, mientras en España se instalaba la dictadura de Franco. Las drogas, el alcohol, la prostitución y la corrupción constituían el ambiente en el que campaban estos legionarios olvidados por sus propios paisanos.
El corazón de la besana Ramón Rodríguez Traspiés Ediciones, 2013 Siguiendo los pasos de los viajeros románticos del siglo XIX , Ramón Rodríguez y An tonio G. Olmedo, recorren los secos y escarpados caminos d el Sureste de la peni ́nsula buscando las rai ́ces de unas músicas y tradiciones a punto de desaparecer . Fruto de más de tres ano ̃ s de viaje El corazón de la besana es, por un lado, un estu dio antropológico del campo andaluz , y por otro, la memoria etnomusicológica de una región que, gracias a su orografi ́a, ha conservado un rico patrimonio musical prác ticamente desconocido. El corazón de la besana es también un libro de viaje , donde textos y fotografi ́as se complementan para descubrirnos el insó lito mundo de los músicos tradicionales, con sus danzas rituales, sus cantos de arada, sus trovos y bailes cortijeros. El corazón de la besana es, en definitiva , un viaje literario y visual por los campos del sureste espano ̃ l y sus músicas .
Letras de tinta Lourdes Aso Torralba Pregunta Ediciones, 2013 El sentido del humor, el ingenio y la ironía despiertan sorpresas hilarantes y el deseo insoslayable de proseguir esta lectura hasta el final, y desvelan significados imprevis tos que redoblan el interés por este libro que así se convertirá en nuestro compañero de ruta. Una ruta de letras de tinta en cuyo camino encontramos a veces personajes que luchan por conservar lo más genuino de sí mismos mientras se ven abocados a un mundo robotizado, rabiosamente tecnológico, plagado de fórmulas estandarizadas, de criterios supuestamente correctos y convencionales, de actitudes tan programadas por decálogos médicos o psiquiátricos que acaban revirtiendo en el absurdo. Un libro crítico y audaz a resaltar de entre la suma de hallazgos narrativos de su autora, recreaciones gráficas y atinadas de ambientes, agilidad discursiva, metáforas como tornados a cuyo paso el mundo retorna distinto .
La casa de los arquillos Pilar Aguarón Ezpeleta Editorial La fragua del trovador, 2013 La casa de los arquillos no es una novela, tampoco es un libro de relatos al uso. Es una sucesión de historias con vidas entrelazadas, escritas con la pluma ágil, solvente y de trazo limpio a los que la autora nos tiene acostumbrados. Este libro lo componen diez relatos y un prefacio, donde nos volvemos a encontrar con esa forma de narrar expresiva y escueta, cargada de melancolía y belleza. Pilar Aguarón ha publicado las obras: Relatos breves (2008); ¡Calla, tonta! (2009, relatos); Hueles a sándalo (2010, novela); La nunca contada historia de Juan Irineo y otros cuentos (2011), Marrón, relatos 3 (2012); Escucha, audio libro, 11 relatos leídos por Luis Trébol (2013); y La casa de los arquillos (2013).
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Niños en el tiempo Ricardo Menéndez Salmón Editorial Seix Barral, 2014 El final de un matrimonio narrado a través de la muerte del hijo, el relato de una posible infancia de Jesús y el viaje a una isla de una mujer que ha de tomar una decisión trascendental son tres fragmentos de una misma historia que apunta directamente al corazón: la del hecho tan maravilloso como enigmático de que siempre, de un modo u otro, la vida se abre camino. Niños en el tiempo es una novela en torno al amor como asombro y como catástrofe, pero también acerca de la capacidad que la literatura posee para exorcizar el dolor y devolvernos no a quienes hemos perdido, sino a nosotros mismos, hasta el punto de salvar nuestra dignidad y nuestra cordura cuando todas las luces parecen haberse apagado.
Limbo Agustín Fernández Mallo Editorial Alfaguara, 2014 Una mujer cuenta el secuestro al que fue sometida en México D.F. con frialdad pas mosa y atendiendo a detalles inéditos. Una pareja atraviesa Estados Unidos en coche a la busca del quimérico y remoto Sonido del Fin. Dos músicos se encierran en un château del norte de Francia para componer y grabar su obra definitiva. Un escritor español relata los inicios de su relación con la enigmática mujer a la que conoce en una librería mexicana. Agustín Fernández Mallo crea en esta novela una atmósfera ligeramente desenfocada, poética y turbadora que, como si de una red se tratara, va conectando a los personajes a medida que avanza la narración. No es misterio en el sentido clásico, no es suspense ni es terror, sino algo más inquietante: es la propia realidad que se nos muestra como un objeto animado; son los personajes quienes van tras ella sin llegar a comprenderla del todo. En Limbo el tiempo se revela como una dimensión elástica y las fronteras entre la vida y la muerte se difuminan hasta desaparecer. Cada cual es él mismo y otros muchos, habitando distintos lugares, defen diendo varias vidas y sin intuir que, en definitiva, todo cuanto alguna vez ocurrió está condenado a repe tirse.
Cursum Perficio Irene R. Aseijas LcLibros.com, 2014 Nada hay tan maravilloso como el verano de nuestros dieciséis años. Incluso para un adolescente con cierta minusvalía psíquica, incapaz de articular palabra ante la chica más bonita de la urbanización, con la que sabe, en lo más íntimo, que no tiene ninguna posibilidad. Nada hay, ni habrá, tan maravilloso como ese momento en la vida, a pesar de la violencia de un padre maltratador, e incluso de la conmoción de un crimen truculento que se cierne de pronto sobre los días de sol y piscina. Porque es precisamente en esos pequeños tintes sórdidos donde se impregna con más fuerza la huella de las cosas que nunca se olvidan. Narrada con una delicadeza única, que consigue abrirse paso entre la miseria, la codicia y otras bajezas, Cursum Perficio no es sino esa gran historia de amor que, una vez tras otra, se ha contado, pero que aun así nos sigue estremeciendo por su sencillez y su verdad. Aunque cambie el entorno, la época, los personajes, y hasta el marco de fondo, se trata de la mis ma, y mágica, historia de siempre.
Teflón Juanma García-Llopis Editorial Tandaia, 2014 Lou Segurola es un fontanero sumido en una profunda depresión tras haber perdido todo por su adicción a la pornografía. Cuando la Policía trata de arrestarlo, al creer que es el sangriento violador en serie que está actuando en la zona, Lou se verá obligado a recorrer los bajos fondos de la ciudad en busca del auténtico criminal para limpiar así su nombre. Teflón es un acercamiento a los lugares fronterizos de la sociedad posmoderna donde, el lector, de la mano de García-Llopis, sentirá el frío de las calles de una gran ciudad brutal y anónima.
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El aroma de la pólvora Alberto Jodra Ediciones Castalia, 2013 En la isla volcánica de Colúmbano, antiguo refugio de corsarios, dos hombres dejan morir sus días entre el muelle de un pueblecito pesquero y los salones embarrados de un palacio en ruinas. En resignada decadencia, comparten j uegos de ajedrez y recuer dos de triunfos y desdichas, hasta que un domingo su triste vida se ve interrumpida por la llega de Venecia, una joven increíblemente hermosa que ha cruzado el océano en un buque mercante para encontrar al hombre que enamoró a su madre. Es entonces cuando el equilibrio de tantos años se despedaza, las lluvias inundan las calles y el volcán despierta turbado, sepultando la isla bajo una costra incandescente que podemos aún contemplar en esa cornisa de acantilados que colonizan los pájaros para sus danzas de amor… Es ésta la primera novela de Alberto Jodra, y sin embargo ha conseguido crear ya un estilo narrativo propio en el que todo fluye, como en un tapiz de delicado y minucioso trazo, evocando otros mundos y otras voces. Un autor que, sin duda, dará que hablar.
La trabajadora Elvira Navarro Editorial Mondadori, 2014 Elvira Méndez trabaja como correctora para un gran grupo editorial. Sus escasos ingresos la obligaron a mudarse a un piso al sur de Madrid, y para poder pagar el alquiler aceptó como inquilina, por recomendación de su amigo Germán, a su antigua colega Susana, una estrambótica e inmensa rubia con algunos problemas mentales que acaba de regresar de una temporada en Utrech. Susana es una artista que hace collages con trozos de mapas, pero que trabaja como teleoperadora. Elvira siempre está intentando sonsacar información sobre sus labores a Susana, aunque sea sólo para conseguir un trabajo similar con el que lograr llegar a fin de mes, pero nunca lo consigue. Años des pués, Elvira intenta poner punto y final a una novela que cuenta todo lo que vivió en el pasado. Sentada frente a su psiquiatra, le expone que necesita que la terapia le sirva de coda a su obra; y que su superación del miedo y su paranoia serán narradas como un capítulo final a partir de sus conversaciones. Pero la cues tión es, ¿y si no consigue superarlos? Entonces el libro, y la vida, tendrán que quedarse como están.
Un oso polar Pablo Natale Editorial Alpha Decay, 2013 He aquí la historia de Lautaro Hans. Lugar indeterminado. Años setenta. O quizá el lugar es el Polo Norte y el año, indeterminado. Poco importa si hablamos de fotografías en las que el tiempo se detiene y muestra la parálisis del hombre. Así son las ins tantáneas que el tío Mel y luego toda la familia de Lautaro Hans toman de él y de sí mismos antes de que todo desaparezca; y a su vez la vida fluye en las largas tardes de infancia, dibujando en las hojas, recitando la lección de geometría o imaginando nue vos horizontes. Un oso polar es un relato curioso sobre un personaje insólito dentro de una saga desgranada en imágenes. Es también un viaje al frío y a la muerte, una oda al tiempo y a la necesidad de aprisionarlo.
Yo fui Johnny Thunders Carlos Zanón RBA Ediciones, 2013 Francis, Mr. Frankie, decide regresar al lugar donde vivió las primeras cosas, a su barrio. Se marchó de allí persiguiendo su particular sueño de rock&n&roll, que le llevó a acariciar con la punta de sus dedos una fama tóxica y efímera. Ahora Francis vuelve para dejar atrás la miseria y la drogadicción. Pero su viejo barrio son ruinas por donde aún deambulan su padre, su medio hermana, su primera novia y algún que otro amigo. Francis quiere empezar de nuevo y hacer las cosas bien. El problema son los atajos, las canciones de tres minutos, la imposibilidad de olvidar quién fue. Para Francis la línea recta es la distancia más retorcida entre dos puntos. De momento, sus facturas y sus noches no suele pagarlas él, pero esa situación no puede alargarse mucho más. Va a necesi tar algo más que promesas para salir adelante.
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Foto movida Miguel Mena Editorial Suma de letras, 2014 Madrid, 1983. Son tiempos de efervescencia artística y musical, lo que se conoce como «la movida», cuando una joven aparece muerta en un local de moda. El inspector Luis Mainar, un policía solitario y sentimental que se guía por la ho nestidad y a veces se deja arrastrar por la rabia o la melancolía, tendrá que ocuparse de lo que parece otro caso de sobredosis. No es su especia lidad y pronto deberá regresar a territorios y asuntos más violentos, pero Mainar se obsesiona con la fallecida y con el ambiente que frecuentaba, el de la noche madrileña. No descansará hasta saber qué pasó con aquella muñeca rota. Foto movida es el retrato de una época apasio nante, pero también inestable e incierta. La de un país que acaba de estrenar gobierno socialista y quiere entrar en la modernidad, pero que arrastra serios problemas. La España de la música llena de color y del terrorismo lleno de negrura. La que asiste a los conciertos de The Police y al nacimien to de los GAL y su guerra sucia. La que se divierte y también la que se conmociona con los terribles sucesos que sacuden la capital durante ese otoño.
Afilado como un blues a media noche Javier Márquez Sánchez Editorial Salto de Página, 2013 Estamos a comienzos de los años sesenta y, como muy pronto lo resumiría Bo b Dylan, los tiempos están cambiando. La llegada de John Fitzgerald Kennedy al poder, la implacable cruzada de su hermano Robert contra el crimen organizado y el rugido cada vez más ensordecedor por los derechos civiles parecen acelerar el pulso de la Historia. Mientras, John Huston rueda Vidas rebeldes brindando a Marilyn Monroe el papel más dramático de su carrera y, no muy lejos de allí, Frank Sinatra y sus chicos del Rat Pack prolongan su eterna y rutilante juerga en la ciudad del pecado. Entre todos ellos se mueve Eddie Bennett, el carismático «solucionador de problemas» de Las Vegas, encargado de que ningún asunto turbio altere las intensas vidas de sus clientes.
Nada es verdad, todo está permitido Servando Rocha Alpha Decay, 2014 En Nada es verdad, todo está permitido. El día que Kurt Cobain conoció a William Burroughs, desfilan viejos cantantes de blues como Son House, Robert Johnson o Skip James, junto a la permanente sombra del gran Leadbelly, el legendario ladrón Jack Black, la historia del forajido William Quantrill o la figura de los falsos predicadores. El libro es un recorrido por una parte importante del siglo veinte, centrándose en las conexiones entre dos de sus principales héroes (Burroughs y Cobain) e indagando en la relación entre música y subversión, arte y rebelión. En sus páginas, escritores outsiders, músicos y artistas oscuros, comparten un mismo fuego y bailan en torno a la figura de Burroughs, quien parece hablarles, como si fuesen ellos los destinatarios de la dedicatoria incluida en Ciudades de la noche roja : «A todos los escribas y artistas y practicantes de la magia a través de los cuales se han manifestado estos espectros... NADA ES VERDAD. TODO ESTÁ PERMIT IDO». Alpha Decay publica Nada es verdad, todo está permitido coincidiendo con la fecha en que se cumplen cien años del nacimiento de Burroughs y veinte años de la trágica muerte de Cobain.
Todos los días atrás Antonio Ramos Revillas Suburbano Ediciones, 2014 En Todos los días atrás se dan cita hombres y mujeres que están a punto de perderlo todo o que ya lo han perdido, pero que tienen como eje el intentar recuperar ese paraíso del que han sido expulsados. Unos amigos recuerdan al bravucón de la pandilla que pobló su juventud; una mujer añora ser como una famosa corredora profesional; un hombre que tiene la capacidad para ver billetes premiados se enfrenta a la tragedia de que los boletos que compra nunca ganan; estas son algunas de las situaciones en que estos seres humanos, siempre a la saga de los otros, van conformando un territorio de derrotas, no por eso indispensables.
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Querido Diego, te abraza Quiela Elena Poniatowska Editorial Impedimenta, 2014 Elena Poniatowska, Premio Cervantes 2013, firma en Querido Diego, te abraza Quiela uno de los más conmovedores, delicados y brutales testimonios de amor y dependencia jamás escritos. Una nouvelle rescatada por Impedimenta en edición especial. Octubre de 1921. Angelina Beloff, pintora rusa exiliada en París, envía una carta tras otra a su amado Diego Rivera, su compañero desde hace diez años, que la ha dejado abandonada y se ha marchado a México sin ella. Angelina, a quien Diego se dirige con el diminutivo de Quiela, fue la primera esposa del muralista mexicano y una ex celente pintora, eclipsada por el genio de su marido. Su relación, marcada por la pobreza y por la tiranía de Rivera, fue tormentosa, y la adoración de Quiela, incondicional. Brutal, ególatra, irresistible, Rivera se nos dibuja como un monstruo que hace su voluntad en el arte y el amor. «Ella me dio todo lo que una mujer puede dar a un hombre», diría Rivera. «En cambio, reci bió de mí todo el dolor en el corazón y la miseria que un hombre puede causarle a una mujer.» Poniatowska nació en París en 1932. Hija del príncipe Jean Evremont Poniatowski Sperry y de Paula Amor de Ferreira Iturbe, es heredera del título de princesa de Polonia por ser descendiente del rey Estanislao II, último monarca del país. En 1941 llegó a México con su madre huyendo de la segunda guerra mundial.
Hermanos y reyes Carlos Aymí Romero Bohodon Ediciones, 2013
mundo.
Una Profecía venida de la isla de Sacerdocia exigirá sin embargo mucho más que un cambio de reyes, exigirá a los reinos la guerra en busca de la unificación bajo una única mano, la del Elegido. Pero no será un camino fácil para Reika y Tabalt, los dos hermanos señalados por la Profecía, porque ha y quien no estará dispuesto a aceptar los hilos del destino, y este no resultará según lo previsto, como demuestra la aparición de Elmer. Hermanos y Reyes, la primera parte de El Ciclo Profético, que concluirá con Reyes y Guerra, narra la vida y la época de sus tres hermanos protagonistas, desvelándose al tiempo los vestigios latentes que unen a Karak con nuestro
Feralis Víctor Hugo Pérez Ediciones Oblícuas, 2014 «El farmacéutico», nombre con el que lo bautizaron algunos de sus pacientes, es en realidad un investigador psiquiátrico que está escribiendo una tesis doctoral sobre diferentes tipos de locura. En sus investigaciones acaba conociendo a diferentes per sonajes, calificados como orates, cuyas apasionantes vicisitudes lo afectan de una manera tan primordial y decisiva que esa relación acabará afectando no solo a su carrera sino también a su vida personal. Feralis es una obra en la que se entre tejen varias tramas de distinta índole con un ritmo ver tiginoso y en la que hay tiempo para reflexiones de marcado sesgo intelectual, el humor más irreverente y el drama de unos personajes truncados por la fatalidad. Premio Nacional de Novela Jorge Ibargüengoitia 2012.
Gente simpática Esteban Gutiérrez Gómez Colección Zigurat, 2014 De la mano del poeta David González, director de la Colección Zigurat, y gracias a los esfuerzos del Ateneo Obrero de Gijón acaba de salir de imprenta Gente simpática, un diario en el que el escritor Esteban Gutiérrez Gómez, Bacø, narra la trepidante gira de un libro de cuentos. Sí, un libro de cuentos escritos por rockeros que, arropado por multitud de bandas, se presentó durante 15 meses en muchas ciuda des de España en The Sympathy Tour (La Gira Simpatía) . «Tengo la sensación que este libro no lo he escrito yo, que lo ha hecho Bacø, mi dúplice, el monstruo que me posee y me da alegría. Así lo creo después de releer el diario y recordar cada una de las anécdotas que nos ocurrieron a Patxi Irurzun y a mí en este periplo rocanrolero.»
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El fin de los dinosaurios Javier Tomeo Editorial Páginas de Espuma, 2014 El libro más crepuscular de Javier Tomeo. El conj unto de microrrelatos que dejó inéditos el autor oscense. Con el recuerdo de sus extraordinarias Historias mínimas , esta colección de minificciones reúne las obsesiones del universo de Tomeo. De los recuerdos de su infancia a un retrato, quizá el propio, de la vejez, la decadencia del cuerpo, la ausencia del sexo. De su mirada constante sobre animales (muy especialmente los insectos) y plantas al monstruo en todas su versiones, incluyendo el ser híbrido. De la reescritura de cuentos infantiles o el conocimiento de mitología a la simbología de los colores. Del rechazo de la pedantería o el falso conocimiento a su característico surrea lismo y tratamiento del absurdo. Todos los mundos de Tomeo. Todos los porqués de una mirada y una literatura que le hicieron único. A los microcuentos de esta edición les acompañan los textos escritos por tres de sus mayores conocedores: un prólogo de Daniel Gascón, un epílogo de Ismael Gras a y un apéndice, a modo de diccionario, redactado por Antón Castro, que recoge los términos más frecuentes del universo de Javier Tomeo.
Tres micronovelas Daniel Corpas Hansen LcLibros.com, 2013 Un hombre que, de repente, no encuentra manera de desprenderse de su basura; el cadáver de un sujeto occidental que aparece en un parque de Tokio con unos tatuajes en el cuerpo, supuestamente en japonés, que resultan indescifrables para el inspector encargado del caso; la llegada de un joven a un piso compartido donde todo lo que ocurre va teniendo cada vez menos explicación… Estos son los tres relatos largos, o Tres micronovelas , que componen este libro de Daniel Corpas Hansen, un joven escritor con una voz propia y sorprendente de la que ya dio muestra en su El acontecimiento literario del año. Estas tres nuevas micronovelas de Daniel Corpas suponen atravesar un paisaje de palabras y gestos sobreentendidos que, sin embargo, ningún personaje acaba por comprender.
El origen de la tristeza Pablo Ramos Editorial Malpaso, 2014
El origen de la tristeza es el mapa moral de un paisaje tallado a golpes de realidad
inclemente, de un territorio severamente humano que adquiere (por ello) dimensiones míticas. Y es también la estampa de un recuerdo que Pablo Ramos logra dibujar con tres lápices bien afilados: la escritura exacta, el humor inmisericorde y la mirada piadosa. Gabriel se aleja bruscamente de la infancia cuando los viejos perfiles de su barrio empiezan a desvanecerse y las aguas corruptas del arroyo Sarandí despiden llamas literales. Tiene un maestro que duerme en el cementerio, donde las tumbas imparten lecciones sobre la vida. Juega con una barra de pibes, pero allí ese jue go es además una partida contra la muerte. Gabriel conquista la precaria madurez que se le ha otorgado entre raíles, pesadumbres, garrafas de vino, tierras baldías, aventuras insensatas, amigos rotos e inque brantables y colectas que pagan el descubrimiento de la carne. No será el único descubrimiento.
La pulsera de lapislázuli Mario Sánchez I Candela Editorial La fragua del trovador, 2014 Dos historias diferentes, dos personajes con sus circunstancias personales similares pero con una diferencia de 2500 años de por medio. Viajes, peligros, amor, odio, magia, mundo antiguo y mundo moderno, atrocidad antigua y atrocidad moderna. En realidad, nada ha cambiado tanto en lo esencial: el ser humano, pese a la lección que intenta darnos la diosa Clío, vemos cómo se repite una y otra vez, incapaces de remediarla, y lo que es peor, después de haberla aprendido. Que al menos, esta lectura sirva como mínimo para dar pie a un conocimiento de una época legendaria y a la reflexión sobre nosotros mismos.
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La gente no es como tú Gabi Beltrán Editorial Sloper, 2014 El narrador de todos estos relatos es un superviviente, que el lector identificará con el autor, Gabi Beltrán, premiado por el guión de la novela gráfica Historias del Barrio, publicado en Alemania y Francia (en la editorial Gallimard). El personaje ejecuta en su propio cuerpo y psique una autopsia valiente y cruda, describe las tormentas de un ilustrador y escritor en la cuerda floja de las emociones y la miseria económica, el infierno del amor, la amistad, el sexo, las drogas y el alcohol; la dentellada de un origen humilde que dejó la marca de una soledad imborrable. El «tipo de barrio» nos confiesa su juventud en el filo de la navaja, y recrea en impactantes relatos la con dena que en la edad adulta le sigue persiguiendo. Una voz conmovedora, sincera, dura, sabia y que persi gue una insólita honestidad.
Sagrado Corazón 45 Jose Padilla Bartleby Editores, 2013 En Sagrado Corazón 45, Jose Padilla sitúa la acción en una vivienda de una ciudad sin nombre. Tras sus muros se protegen los misterios de varias generaciones de españoles: un viaje desde el pasado al presente y unos personajes atrapados por un contexto exterior convulso. Un mundo en constante cambio y transformación. Jose Padilla invita a descubrir qué hay detrás del juego dramático, hace que nos preguntemos qué realidades sujetan los corazones de sus personajes otorgando al público la responsabilidad de seguir con la trama y de llenar de significados la obra. Estamos ante un gran texto dramático, aquel que no resuelve ningún conflicto por nosotros, al contrario, nos lo cede para que seamos los lectores (y espectadores) los que resol vamos al fin la historia.
Pendiente Mariana Dimópulos Adriana Hidalgo Editora, 2013 Una mujer mira a su hijo de un mes y no siente lo que le prometieron. Es la primera vez que está a solas con él, insiste pero no hay caso, se dice «ya pasará». Sigue a Iván, su pareja, por la casa que van a compartir, tanteando el terreno con miradas veloces que captan signos, en estado de alerta. Antes de Iván tuvo otra historia, y en el trasfondo de ambas acecha un primo siniestro. En una época hablaba con sus amigas sobre vida y maternidad; ahora afila un par de ideas por su cuenta. Sabe que las relaciones humanas son peligrosas y se prepara porque en cualquier momento puede pasar lo que no tiene que pasar. ¿Vivió ensayando el futuro sin darse cuenta? ¿Qué le depara el destino que ella misma va gestando? Thriller, novela de acción pasional, drama de senti mientos, esta historia llega, iluminada, hasta el cuarto más secreto y oscuro. Mariana Dimópulos prende la luz y reporta, tranquila, sin levantar la voz, con su lenguaje afinado y justo, también con la fuerza de su escritura extraordinaria. «Si hablábamos nos equivocábamos, pero si no lo hacíamos quedábamos en grave peligro », dice uno de los personajes, y el libro respira, atrapante, con vida propia, entre esas dos opciones.
Actores sin papel José Marzo ACVF Editorial, 2013
imaginación.
NARRATIVAS
Dos hombres hacen amistad a la puerta de un supermercado a las afueras de Madrid: Peter, un inmigrante nigeriano, que se gana la vida vendiendo La Farola, y Gus, un actor sin papel, acompañado de su perro cojo. La última novela de José Marzo, una colección de historias engarzadas en una estructura sorprendente, la puesta en abismo de nuestra realidad inmediata a través del encuentro casual de dos hombres que hacen amistad a la puerta de un supermercado, a las afueras de Madrid. Uno es un inmigrante africano, que se gana la vida vendiendo La Farola, y el otro, un actor sin papel, acompañado de su perro cojo. Una realidad que se multiplica mediante el diálogo y la
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Cupido en el Matarraña Francisco Javier Aguirre Ònix Editor, 2014 Cuatro mujeres y un hombre reflejan en esta colección de relatos sus experiencias eróticas de manera explícita, de modo directo, con absoluto desenfado. El recuerdo de sus tórridas vivencias en el pasado, y en algunos casos en el presente, les dan pie para narrar a su círculo de amigos peripecias y situaciones altamente estimulantes. Ellas son siempre las protagonistas, como expresa el subtítulo del libro —Seducciones de mujer —, aunque los varones aporten una complicidad tan directa como activa. Paula, Lidia, Verónica y Adela nos conducen por los senderos más estimulantes de la pasión en el marco incomparable del valle del Matarraña, secundadas por Ricard, cuyas dos historias finales —la titulada «Ninfas perversas» es en realidad una novela breve—, ponen el contrapunto masculino a la trama, aunque sigan siendo las mujeres, independientemente de su edad, de su esta do o de sus circunstancias, las verdaderas dueñas de la situación.
El mote y otros relatos satíricos Fernando Gracia Ortuño Ediciones Oblicuas, 2014 En El mote y otros relatos satíricos se cuentan historias escenificadas en la vida cotidiana, pero donde impera una visión irónica, sardónica y paródica de la realidad. Escritos con un lenguaje directo, la mayoría de las veces puesto en boca de los pro pios protagonistas, los cuentos de esta antología ahondan en los vértices a veces torcidos de las relaciones humanas: en las situaciones co nflictivas que se producen entre los habitantes de las grandes ciudades. Fernando Gracia Ortuño, además, nos presenta dichos relatos entrelazándolos temáticamente, de modo que, en muchas ocasiones, parecemos descubrir nuevos matices de relatos leídos con anterioridad en las sucesivas páginas del libro, ofreciéndonos una panorámica global de su significado solo al acabar de leerlo por completo.
El adoquín azul Francisco González Ledesma Menoscuarto Ediciones, 2014 Montero es traductor y poeta en una Barcelona de posguerra, una ciudad caótica, convulsa, sucia, viciosa y, por lo tanto, fascinante. Herido en una redada, Montero logra escapar gracias a la ayuda de Ana, la mujer de un cruel jefe de policía. A partir de aquí se teje una apasionante y enternecedora historia de amor frustrado en un ambiente de miedo castrador, de represión política y poesía en secreto, de exilio y retorno. Francisco González Ledesma no solo muestra en El adoquín azul su habitual pericia técnica para narrar, sino también la hondura para dibujar el vacío del ser humano sin memoria.
Trama de grises Jerónimo García Tomás Ediciones Contrabando, 2014 En los relatos que integran Trama de grises el lector no debe buscar los ingredientes de la literatura policial clásica: no hay crímenes misteriosos, ni investigaciones detectivescas, ni agentes corruptos. Como en la mejor tradición del género negro, eso sí, aquí nada es realmente tan «negro» o tan blanco. Todo es más bien gris. Todo es más ambiguo. Más que de hechos rotundos y verdades indiscutibles, Jerónimo García Tomás puebla sus relatos de pequeñas pistas, de indicios, de insinuaciones fugaces, cuyo sentido último el lector debe rescatar del halo de incertidumbre con el que juega el autor. Con una técnica objetivista muy depurada (deudora tanto de su interés por el cine como de su pasión por los autores norteamericanos de entreguerras), diálogos bien hilvanados, perso najes que bordean siempre los márgenes y paisajes urbanos degradados, los relatos de Trama de grises nos sumergen en una cotidianidad inquietante, turbia, llena de grietas, de espejos rotos en los que vemos dilucidarse sutiles juegos de fuerzas.
NARRATIVAS
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A esto llevan los excesos (Amigo bloguero 1) Miguel Baquero AVCF Editorial, 2014 «Internet y la revolución digital están propiciando la aparición de monstruos: textos que los especialistas difícilmente pueden catalogar. Podemos utilizar las nuevas herra mientas como un nuevo sopor te de lo mismo (odres nuevos para el buen vino de siempre) o, por el contrario, aventurar nuevos caminos para la narrativa y la literatura. Miguel Baquero, no sé si proponiéndoselo o sin proponérselo, quizás de un modo in tuitivo, ha optado por lo último. Amigo bloguero no es un diario tradicional, ni una colección de artículos periodísticos. Miguel Baquero interpela al lector, se deja conmover por él, responde y se adelanta a la respuesta. Juega con la experiencia y la reali dad, se divierte y nos divierte. Piensa y nos invita a pensar, rectifica. Seduce y se deja seducir… La flauta quizá suene alguna vez por casualidad, pero nunca una melodía es casual. Ya lo anticipó en dos libros ante riores, la novela Vida de Martín Pijo y el volumen de relatos Diez cuentos mal contados; con Amigo bloguero lo ha confirmado: es un extraordinario escritor, inge nioso y creativo, dueño de los recursos literarios y del lenguaje» (José Marzo).
Pregúntale al bosque Blanca Riestra Editorial Pre-Textos, 2014 Obra ganadora del Premio Internacional de Novela Corta Ciudad de Barbastro 2013, promovido por el Ayuntamiento de Barbastro. Su autora, la gallega Blanca Riestra, ha publicado las novelas La canción de las cerezas (2001, Premio Ateneo Joven de Sevilla), El sueño de Borges (2005, Premio Juan Tigre), Todo lleva su tiempo (2207, finalista del Premio Fernando Quiño nes), Madrid blues (2008), La noche sucks (2010), Vuelo diurno (2012) y el poemario Una felicidad salvaje (2010). Además, ha sido directora ejecutiva del Instituto Cervantes en Alburquerque (EE.UU.) y subdirectora de la Escuela de Artes y Humanidades de IE University en Madrid. Dirige, también, la colección de literatura hispánica «Versión Celeste» de la editorial francesa Orbis Tertius. Pregúntale al bosque es una ficción autobiográfica sobre la identidad, el género y el deseo de escribir. Está construido a la manera de un mapa de signos o, mejor, de una olvidoteca, uno de esos almacenes de obje tos perdidos donde se acumula lo que ya nadie reclama.
Cenizas y ciudades Félix Terrones Suburbano Ediciones, 2014 Los cuentos de Cenizas y ciudades tienen lugar en ciudades como París, Berlín, Lima y México D.F., en donde los personajes trazan, más sin querer que buscándolo, sus trayectorias. Pese a que cada uno de los cuentos explore situaciones únicas y al límite, existe una secreta armonía que los reúne. ¿De qué otra manera considerar esa necesidad de convertirse en otras personas mediante los viajes, los encuentros amorosos o la escritura? Quien lea estos cuentos, al igual que los per sonajes, terminará convertido en otro individuo, acaso sus rasgos se habrán modificado o, lo que es más inquietante, ocultado detrás y al final de las palabras.
Mamut Esther García Llovet Editorial Malpaso, 2014 He aquí un mundo que pertenecería al futuro si no se construyera con los temibles materiales del presente, con pesadillas sin tiempo, inagotables. La ciudad está rendida al imperio de una droga que se consumirá durante la «fiesta del milenio». La vida es un territorio donde las pastillas de mamut abren puer tas que cierran caminos y hasta los éxitos fracasan poco a poco. Todos persiguen sueños en ruinas: esas búsquedas dan forma a un relato ubicado en la mejor tradición de la intriga americana y alumbran la atmósfera más angustiosa e hipnótica hoy sometida a la avidez de los lectores.
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El cuarto de las estrellas José Antonio Garriga Vela Editorial Siruela, 2014
El cuarto de las estrellas es la historia de un hombre que sufre un accidente que le bo-
rra los recuerdos más recientes, mientras los recuerdos más remotos brotan con extraña fluidez, y se retira al escenario de su infancia para escribir una novela tejida con todas esas memorias. A La Araña, un lugar asfixiante y gris ubicado en ninguna parte, un pueblo arrinconado entre el mar y la omnipresente cementera. La vida de la familia da un vuelco cuando un décimo comprado por el padre del narrador resulta agraciado con el primer premio en el sorteo de la lotería de Navidad de 1973. Un décimo que los hizo ricos y a la vez los arruinó... El padre decide viajar a Nueva York, su paraíso soñado, y en el transcurso de ese viaje familiar desvelará a su hijo un secreto que no puede guardar por más tiempo. Ese secreto es la piedra angular de una novela en la que el autor ha conseguido inyectar vida a unos fantasmas tan reales que acaban convenciéndonos de que, quizá, los fantasmas seamos nosotros, de que hemos sido expulsados de una patria a la que acudimos siempre, el pasado, a pesar de que allí solo hay ceni zas.
El sí de los perros Juan Vilá Editorial Piel de Zapa, 2014 Septiembre de 2010. España ha ganado el Mundial y el Gobierno habla de brotes verdes. Pocos imagi-nan que lo peor aún está por llegar. Mientras, en un pueblo de la sierra de Madrid se celebra una boda. A ella acude el anónimo protagonista de esta historia para reencontrarse con un ambiente en el que se crió pero que detesta. La frivolidad, la codicia y cierto tipo de inconsciencia definen a esta clase media alta, clase media pija o quizá sólo clase media con preten-siones que durante años se creyó rica y que ahora va a empezar a pagar por ello. Puede, incluso, que una guillotina haya empezado a crecer en su jardín...
Noventa y ocho segundos sin sombra Giovanna Rivero Editorial Caballo de Troya, 2014 Una novela sobre la realidad latinoamericana actual extremadamente afilada, despia dada y a la vez poética y delicada. Por más que el derecho a la búsqueda de la felicidad forme parte de la Declaración de Independencia de los Estados Unidos de América, todo aquel que por edad, sabiduría o gobierno sea consciente de que ni la Lote ría ni los Reyes Magos ni las Editoriales Independientes existen sabe que el deseo de ser feliz es una de las más dañinas armas de destrucción masiva. Y sin embargo nos preguntamos: ¿es posible no creer en el Paraíso cuando todo a tu alrededor es un Infierno?
La oscuridad que nos lleva Tulio Espinosa Editorial Cuarto Propio, 2013 La Señora ha sido toda su vida una gran lectora, «soy producto de mis lecturas», suele decir. Hoy, postrada en cama por la enfermedad y la vejez y sin fuerzas para sostener un libro en las manos, contrata a un joven lector para dedicarse a leer para ella nuevos libros y releerle viejas lecturas que la llenan de recuerdos y de vida, con el cual establece una extraña relación. Cada texto escuchado la lleva a recuperar la vitalidad embotada, a revivir su adolescencia y juventud, y la impulsan a comenzar infinitos discursos en los que desfilan el fantasma de un padre absorbente, déspota, autoritario, y una madre mansa, sumisa y resignada. Sus amores, un marido ma chista, infiel y opresor. También otros personajes que llenaron sus días a lo largo de su vida. Pero, sobre todo, diversos hechos y acontecimientos del siglo XX, que le correspondió vivir y sufrir, acosan su memoria, «cansa tanto escuchar ese rumor»: la Revolución del 91, la Matanza del Seguro Obrero, la Segunda Guerra Mundial, no en cuanto acontecimientos históricos sino en la medida en que tangencialmente rozaron su existencia.
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El amor que nos vuelve malvados Marina Sanmartín Principal de los libros, 2014 Sara y Eduardo llevan una vida normal de pareja, hasta el día en que Sara presencia la muerte accidental de un vagabundo en el metro. El «incidente», como se referirá a lo sucedido, marca el inicio del descenso de la mujer hacia los límites de la locura y el abandono de su individualidad a manos de Eduardo, convertido en cuidador y carcelero involuntario primero e inflexible después. El regreso de Jeremías Prun, vecino de ambos, a la casa de al lado a raíz de la muerte de su esposa, romperá la dinámica en la que se ha instalado la pareja. Un día, Sara comprende que Jeremías Prun estuvo presente en el «incidente», y lo confronta. El doctor, que es forense, le confiesa que fue llamado al lugar de los hechos para levantar acta de la muerte del mendigo, y en ese momento de caos y de locura, esboza a lápiz el retrato de Sara, a causa del increíble parecido de ésta con su mujer, Irene Lorán.
Sin redención Miguel del Campo Lom Ediciones, 2014 Tras varios años de matrimonio, Andrés Toro descubre que Leonor, su mujer, frecuenta un motel clandestino. Pero su sorpresa no termina ahí: en el recinto los clientes se inscriben y eligen un cuarto sin saber quién les hará compañía. Un mes más tarde, Leonor aparece muerta en el baño de una de las habitaciones. Así comienza Sin redención, una historia policial donde la identidad del asesino no es el único enigma. El perfil de la víctima —una doctora en Bioquímica que trabaja en la Universidad de Chile— no coincide con las circunstancias macabras de su muerte, y la habilidad del detective que toma el caso no se despliega exclusivamente para hacerlos coincidir. El comisario Vargas lleva treinta años trabajando en la Brigada de Homicidios de la PDI y, mientras intenta descubrir al asesino de Leonor, es citado a declarar por el caso de Tucapel Jiménez.
20/40 Tercera entrega VV.AA. Suburbano Ediciones, 2014 Un muchacho que cuida un perro, roba bicicletas y se desmorona emocionalmente con Nueva Yor k de fondo; una mujer le confiesa a su esposo que se masturba, un esposo que se encamina a la locura y un psicólogo que nos cuenta el historial de esos dos pacientes (y sus culpas en todo esto); el nombre de Felisberto Hernández que —como una ampolleta— irradia literatura en un relato donde hay manos que tocan pianos y un ciego indescifrable; el enfrentamiento de un grupo de estudiantes y fuerzas policiales en una universidad, y un carnaval que incluye una competencia de camisetas mojadas en el auditorio Macondo del programa de Lite ratura. Si la segunda entrega de la colección 20/40 era la confirmación de la buena salud que posee la lite ratura latinoamericana joven escrita en Estados Unidos, la tercera no hace más que testificar lo diversa y nuevos al cances a los que puede llegar.
Globulos versos Raúl Ariza Editorial Talentura, 2014
Glóbulos versos es un libro de relatos... y algo más. Es a su vez el libro con el que su
autor, Raúl Ariza, cierra lo que se ha dado en llamar la «trilogía elefantiásica». Tras Elefantiasis (2010), un libro plagado de historias contadas con una desnudez y una crudeza dignas de un despiadado forense; y La suave piel de la anaconda (2012) donde esas mismas historias se revelaban ahora con un toque poético y esperanzado; llega esta nuevo libro en cuyas páginas, aquellos mismas situaciones y personajes, más que descritos, aparecen ahora dibujados con sinuosidad y delicadeza. «Raúl Ariza tiene, ante todo, la vocación de contar. Contar y recontar una historia: uno o varios personajes, una acción, un estado de ánimo o una atmósfera y un desenlace. Escribe en corto con la me dida de la contención, con el fogonazo del asombro.» (Antón Castro).
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Por mis muertos Flavia Company Editorial Páginas de Espuma, 2014
Por mis muertos es un intenso despliegue de historias situadas en zonas limítrofes.
¿Qué es lo verdadero? ¿Dónde termina la ficción? ¿Somos lo que somos o lo que contamos? Flavia Company consigue llevar al papel los elementos esenciales de la tradición oral y nos ofrece un libro lleno de vida. Justo en la frontera con el amor y la muerte. «Comenté con mi esposa la posibilidad de invitaros a escuchar estos cuentos frente a la chimenea. Enseguida apeló al principio de realidad del que tan a menudo carezco: ―Cariño, tus lectores no nos caben en el salón‖. Sonreí y acepté su propuesta: ―Escríbelos y pídeles que, después de leerlos, se los cuenten a algún amigo, a su novia, a los padres. Que los cuenten‖. Por mis muertos que os lo agradeceré» (Flavia Company).
Esos días raros de lluvia María Pérez Heredia Editorial Eclipsados, 2013
Esos días raros de lluvia es una talentosa primera novela que llevará al lector al epi-
centro de los sentimientos de una nueva generación que ha alcanzado la madurez en medio de este desconcierto colectivo que nos atrapa. María Pérez Heredia nació en Zaragoza en 1994. Estudia Filología Hispánica en la Universidad de Zaragoza. Esta joven autora posee una voz fresca y a la vez llena de referencias literarias (tales como Bret Easton Ellis, Ray Loriga o J.D. Salinger), cinematográficas y musicales, y está llamada a ocupar un lugar relevante en las letras aragonesas. «¿Qué se puede encontrar en mi novela? Un poco de todo. Amor, tensiones familiares, desesperanza… Pero, sobre todo, creo que mi novela habla de un sentimiento que yo vinculo con la juventud: esa sensación de estar perdido, de no saber adónde ir, o qué hacer…» (María Pérez Heredia).
En las fronteras del amor Antonio López Alonso Ediciones Irreverentes, 2014 En esta novela encontramos un drama que comparten muchas mujeres y muchas parejas. Una mujer busca con ansiedad desmedida ser madre. No lo consigue después de muchos intentos, de probar diversas fórmulas, y tendrá como única solución posible la adopción. Pero adoptar un niño no resulta tan sencillo como se puede creer. En medio de este proceso desesperante, que llevará a la protagonista al sudeste asiático, nos encontramos algunas de las facetas más abyectas del ser humano: la compraventa de niños recién nacidos, en muchos casos robados a sus verdaderos padres, la pederastia, y todo ello en un marco de miseria que resulta poco conocida en Occidente. En En las fronteras del amor se nos plantean los límites que los seres humanos somos capaces de traspasar por nuestros sentimientos y como anverso y reverso de la misma moneda, lo sublime que pueden llegar a ser esos sentimientos, y la extrema maldad de quienes comercian con las ne cesidades de los demás.
Las caras de la verdad Lola Ramírez Ediciones Oblicuas, 2014 Sara, una mujer de cuarenta años felizmente casada, tuvo hace dos años una aventura con un hombre encantador al que conoció en un curso de formación de su trabajo. Desde entonces han mantenido la comunicación vía correo electrónico y han descubierto lo mucho que tienen en común, aparte de la evidente atracción que nació de ellos en aquel primer encuentro. Hoy, las circunstancias han permitido que vayan a verse de nuevo en lo que promete ser un día marcado por el ritmo de la pasión. Las caras de la verdad es un ardiente relato erótico en el que una mujer deberá deci dir entre un matrimonio feliz de diecisiete años junto a un hombre que adora, y la excitante fantasía que supone echarse en los brazos de un amante que la vuelve loca.
NARRATIVAS
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Música muerta y otros relatos José María Latorre Editorial Valdemar, 2014 Tras la publicación en 2006 de La noche de Cagliostro y otros relatos de terror —«un hito en la memoria de muchos aficionados, entre los que me cuento», llegó a decir de esta antología Fernando Savater—, José María Latorre nos deja —una vez más— una buena muestra de su excelente quehacer literario con la veintena de historias reunidas en Música muerta y otros relatos . Dotado con ese don natural para contar historias, previo a la adquisición de la técnica narrativa, Latorre hace fluir sus relatos con aparente facilidad y un estilo eficaz y clásico que despierta la capacidad de sugestión del lector. Sobre su variedad temática dentro del amplio repertorio de la narrativa fantás tica y de terror nos hablan los asuntos escogidos para algunos de sus relatos: «Cuervo», un western inquietante y cruel, «El depósito de agua», una historia angustiosa y kafkiana magistralmente ejecutada, «Música muerta», un relato clásico de fantasmas narrado en primera persona y ambientado en un monasterio de Florencia, digno de los maestros de la ghost story, «El experimento de Armando Lombarte» —un relato de terror psicológico en la línea de «El extraño caso del señor Valdemar» o «El entierro prematuro»—, o «Resurgam» y «El sacerdote suicida», dos historias de un tema tan querido al género como es el vampirismo, que se nutren de la tradición de clásicos como Bram S toker o Sheridan Le Fanu.
La lectura Jesús Taboada Ediciones Oblicuas, 2014 En torno al supuesto descubrimiento de un guión inédito de Lorca ( Carnaval sin máscaras), Estrellita de Quevedo, una anciana mecenas que ha departido con los nombres más importantes del arte y la cultura del siglo xx, reúne en su mansión a un crisol de directores, productores, actores, actrices y bailarines para, aparente mente, proponerles participar en la adaptación cinematográfica del guión. Con un estilo elaborado, metaliterario en muchos momentos, que recuerda a Proust y Una muno, y que bebe, entre otras influencias, de las apelaciones al lector de Diderot, Jesús Ta boada construye una magnífica puesta en escena, que no deja de ser otro carnaval sin máscaras, en la que iremos conociendo a cada uno de los personajes en una estructura espiral del texto que los irá relacionando entre sí.
El interior Martín Caparrós Malpaso Ediciones, 2014
El Interior, de Martín Caparrós, es uno de los libros más importantes que se han es-
crito sobre Argentina. Se trata de un viaje al interior del olvido; una geografía contemplativa de la Argentina incierta que se dileta hasta la Cordilelra, más allá del tango y del tongo. Adjunto a esta nota encontrarás el dossier de prensa con amplia información sobre la obra. Para cualquier otra cuestión o solicitar ejemplares, no dudes en ponerte en contacto con nosotros. «El mejor cronista actual de América Latina: un soberbio vistador, un viajero dotado de una cultura enciclopédica y una fina ironía.» (Roberto Herrsche, La Vanguardia).
Vidas infinitas David Jasso Amargord Ediciones, 2014 Lees el texto de la contraportada del libro, esperas hallar alguna pista de lo que encontrarás en su interior. Vidas infinitas. Te preguntas qué querrá decir. Tu vida es finita. Y hay muchas otras vidas finitas, como la tuya, pasándose el testigo de una a otra en una especie de carrera de relevos hacia un destino desconocido, hacia el infinito. Vidas infinitas, monstruos infinitos, terrores infinitos. Pequeños fragmentos que por pura acumulación van más allá de lo previsto y llegan a un lugar que nuestra mente no puede concebir. Infinitas instantáneas independientes que juntas configuran una película sin fin. Y tú eres el protagonista, aunque sólo de un único fotograma.
NARRATIVAS
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Es un decir Jenn Diaz Editorial Lumen, 2014 Mariela está a punto de soplar las velas de una tarta, cuando de repente oye un dis paro. Y tras el disparo solo quedan el silencio de su madre, los comentarios vagos de la abuela y las preguntas de esa niña terca que se empeña en saber quién mató a su padre y por qué, mientras en el pueblo el recuerdo de la guerra civil aún ronda las calles. Mariela, esa señorita de vida flaca, esa mujer a medio hacer, entra en el mundo de los adultos mirando de reojo, escuchando detrás de las puertas cerradas, lamiendo piedras del río como si fueran caramelos, y con ella vamos descubriendo des pacio los huecos de la vida y la fatiga de ir cumpliendo años en un mundo donde todo es un decir porque la verdad duele. Jenn Díaz nos propone una historia llena de fuerza e ironía, que en seguida encuentra la complicidad del lector: sus palabras nos llegan como si estuviéramos escuchando en vez de ir leyendo, y nos muestran el talento de una mujer que dará mucho que hablar .
La cofradía de las almas desnudas Vanesa Garnica Ediciones Era, 2013 Nicolás, un joven obsesionado por la Generación Beat, vive su iniciación en las profundidades de la fiesta inmoderada y permanente que aguarda, para quien la busca, en la ciudad de México. Tras las mañanas en el orden sereno de la biblioteca, sobrevienen las noches en que se acuña un grupo de amigos, la cofradía de las almas desnudas. Las noches mexicanas vibran entre las drogas y el deseo con una intensidad diferente para quien viene de fuera: Nicolás ha llegado huyendo de su lugar de origen, una república imaginaria, compuesta con todas las esencias de lo que han sido nuestras tierras. Entre el recuerdo de su país y el presente del deseo y la amis tad, rondan los fantasmas de cada uno de los beatniks. Nicolás va viendo en sus amigas y en sus amigos rasgos de los escritores arrebatados a los que admira, sin saber que al final de esta taxonomía, como un espejo negro, lo espera su propio destino.
El espejo del solitario Víctor Roberto Carrancá Editorial Ficticia, 2014 Existen mundos distintos al nuestro. Prueba de ello es este libro. No debe refutarse la realidad de un lugar por el hecho de tratarse de un sitio literario. ¿Acaso, de saber que sólo estamos siendo imaginados por una mente solitaria, quizá de un escritor, restaríamos credibilidad a nuestra existencia? Enogea es tan real como el mundo que ahora usted y yo pisamos. Así lo estableció José el Solitario. Esta obra, además, contiene un glosario que aclara conceptos sobre Enogea, terreno de lo insólito aunque, tal vez, no tan distinto a nuestro mundo. Muchos términos escapan de la comprensión de Víctor Roberto Carrancá y no debe culpársele si, a juicio de personas más sabias, resultan de sacertados. Su labor es la de un coleccionista que recoge caracolas en la playa. Que traduce, simple mente, las melodías que sus oídos extrajeron de ellas. Considérese usted, el verdadero director de este concierto.
Horrendos y fascinantes VV.AA. Ediciones Altazor, 2014
sueños.
NARRATIVAS
No todos los monstruos que hemos aprendido a dominar desde que dejamos de ser niños desaparecen por completo. De hecho, algunos nos acompañan por el resto de nuestra vida adulta y no queda más remedio que aprender a enfrentarlos. En este sentido, los veintisiete relatos que reúne Horrendos y fascinantes. Antología de cuentos peruanos sobre monstruos servirán para reconciliarnos con ellos y a aceptarlos en su dimensión fuera de lo común, como un honesto ejercicio de inclusión, que es una manera secreta de reconocernos, entendiendo que un monstruo es, entre otras cosas, la proyección tangible de nuestros anómalos deseos, grotescas fantasías y retorcidos
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La buena reputación Ignacio Martínez de Pisón Editorial Seix Barral, 2014 Samuel y Mercedes contemplan con preocupación el futuro de sus dos hijas ante la inminente descolonización de Marruecos y el regreso de los españoles del Protectorado a la Península. Estamos en Melilla, son los años cincuenta y, en ese contexto de cambio e incertidumbre, el matrimonio decide viajar a Málaga para establecerse en una España que comienza a abrirse lentamente a la modernidad. De la mano de cinco miembros de una misma familia, esta saga recorre treinta años de nuestra historia y transita por ciudades como Melilla, Tetuán, Málaga, Zaragoza o Barcelona. Los deseos e ilusiones de Samuel y Mercedes, de sus hijas y de sus nietos se verán condicionados por secretos inconfesables en una vida que transcurre fugaz e inesperada. La buena reputación es una novela sobre la herencia que recibimos del pasado y sobre el sentimiento de pertenencia, la necesidad de encontrar nuestro lugar en el mundo. Autor imprescindible de las letras españolas.
Anatomía de la memoria Eduardo Ruiz Sosa Editorial Candaya, 2014 A principios de la década de los setenta, en el nor te de México, un grupo de estudiantes conocido como Los Enfermos inició un movimiento revolucionario que pretendía instaurar un nuevo orden nacional. El entonces joven poeta Juan Pablo Orígenes formaba parte de aquel grupo. Cuarenta años después, el Ministerio de Cultura encarga a Estiarte Salomón escribir la biografía del escritor con el propósito de publicar, a manera de homenaje, sus obras completas. Será en las conversaciones que mantiene con Salomón, cuando Orígenes, enredado en el delirio de su propia memoria, descubra que algo en su pasado quedó incompleto y volverá a recorrer las calles de la ciudad tratando de recuperarlo. Desde la pesadilla de la impostura, la conspiración y las traiciones, Orígenes se reencuentra con aquellos Enfermos de su juventud, pero el país ha cambiado y otros grupos de enfermos aparecen en el trayecto de esa búsqueda: no se trata de lo que el poeta y los Enfermos hicieron en aquellos años, sino de lo que harán ahora: el Ensayo de Resurrección, el regreso de la Enfermedad al país.
Lobos que reclaman la noche Juan Carlos Márquez Tropo Editores, 2014 Un grupo de 20-30 hombres y mujeres con 12 caballos y trineos viajará durante tres días, atravesando caminos nevados y lagos helados, para llegar a alcanzar el día de la inauguración de la 1ª feria de invierno en Roros, Noruega. Una historia inquietante de Juan Carlos Márquez (Premio Euskadi 2012) con fotografías de Agurtxane Concellonón finalistas en los Sony World Photography Awards 2013. «Márquez es uno de los valores más sólidos en la promoción que viene tomando el relevo en la buena marcha del cuento español en el siglo XXI» (Ángel Basanta. El Cultural). «Destaca por su habilidad para conjugar microscopia cotidiana y surrealidad, valiéndose de un lenguaje tan incisivo y preciso como brillante en el empleo de imágenes reveladoras» (Ana Rodríguez Fischer. Babelia).
El hombre sin rostro Luis Manuel Ruiz Editorial Salto de Página, 2014 El Madrid de 1908 se ve sacudido por una ola de muertes inexplicables. Un profesor de biología es aplastado por el esqueleto de un dinosaurio. Un alto funcionario del gobier no se desangra en una sala de fiesta. Un desconocido interrumpe la vía del tren con un papel escrito a mano en la pechera. Lo único que todos estos cadáveres tienen en común es un hombre: Salomón Fo, el científico más brillante del reino, amante de los pasteles con mucho azúcar, y dotado de un cociente intelectual extraordinario. El profesor Fo se verá abocado a tratar de resolver esta serie sangrienta: y al hacerlo, se internará en una tupida red de mentiras, espionaje, secretos de Estado y experimentos aberrantes que jamás deberían ver la luz pública. Comienzan las andanzas del profesor Fo: misterio, aventuras y ciencias puras.
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Hasta no verte Jesús mío Elena Poniatowska Alianza Editorial, 2014 Jesusa Palancares, una mujer de extracción humilde de Oaxaca, huérfana de madre a temprana edad, termina conociendo todo el país al unirse a las tropas de la revolución mexicana. Al perder a su marido, tendrá que sobrevivir en la capital en todo tipo de oficios, conociendo el duro trabajo de las fábricas y el no menor de las casas como sirvienta y lavandera. La dura existencia le llevará a encontrar refugio en la espiritualidad y la religión, y a creer en la reencarnación.Narrada en primera persona, en un lenguaje popular tratado con especial sensibilidad por la autora, Hasta no verte Jesús mío nos cuenta las pasiones y los sueños de una mujer humilde que va a ser testigo de los grandes sobresaltos de la historia mexicana. El humor, la violencia, el compromiso velado, la constante presencia de la muerte y la alucinación se combinan en las páginas de esta novela en la que que da patente la inquebrantable conciencia social y el compromiso con los más desfavorecidos por parte de Elena Poniatowska, a través de la historia de Jesusa a la que ha convertido en un personaje inolvidable de la literatura de todos los tiempos.
Rojo aceituna Ronaldo Menéndez Editorial Páginas de Espuma, 2014
Rojo aceituna nos demuestra cómo es posible y cómo se lleva a cabo un viaje alrede-
dor de gran parte del mundo en el siglo XXI que nos ha tocado vivir. Cuando todo parece estar conectado, en línea, continúa habiendo espacio para la mirada, el des plazamiento, el descubrimiento en un mundo globalizado, con sistemas políticos cambiantes, con una crisis económica que domina el horizonte. De la vieja Europa ensimismada a la emergente América en todas sus posibles vertientes. China, y el Sudeste asiático. Pueblos, gentes, escenarios. El viaje como marco de conocimiento, alimento de curiosidad. Con mucho de humor y de aventuras. El viaje como creación.
La bofetada de Gilda Kike Cherta Editorial Musa a las 9, 2014 Entre las historias de La bofetada de Gilda nos encontramos con una mujer loca que vive con quince gatos, enamorada de un oso de peluche gigante; pero también conocemos a un chicohombre y una chicamujer; o a un señor muy bueno que, para dejar de serlo, decide ir a Canadá a matar focas. Y aún más: aparece un mal padre en coma que, tal vez, quién sabe, sea el salvador del universo, e, incluso, Abraham Lincoln, retratado en sus infidelidades a una domadora de circo. Pareciera que todo es posible en La bofetada de Gilda y su universo de ficción desmedido: el lector disfrutará de este conjunto de relatos que activa magistralmente un ocasional tono del absurdo, con personajes tan cercanos como per turbadores, dentro de una escritura limpia y directa. II Premio de Narrativa Francisco Ayala.
Microndo Pedro Crenes Editorial Casa de cartón, 2014 Cirqueros solitarios, estresadas meretrices, parejas en apuros, guiones y poemas que huelen a muerto... En Microndo los instantes son eternos y la eternidad cabe en dos líneas. A veces, en menos. Desde el Génesis hasta el Apocalipsis, en esta galería de instantes infinitos encontrarán psicópatas, asesinos en serie y víctimas también en serie, gánsteres y, por supuesto, a Ignacio Reler, el microcuentista en apuros. Además se cuenta con el lujo de tener las páginas del periódico El Microndo Crónico, que nos informa por la mañana y por la tarde sobre lo que pasa en ese lugar —real o mágico—, sin duda, breve. Muy breve. Pedro Crenes Castro (Panamá, 1972) ha colaborado como reseñista y crítico literario en El Placer de la Lectura, La Biblioteca Imaginaria y Papel en blanco. Sus cuentos y artículos han aparecido en revistas panameñas y españolas. Ha sido incluido en la antología Los recién llegados (2013) en Panamá y en Francia, en la antología Lectures du Panama de la Universidad de Poitiers (2014).
NARRATIVAS
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La parte inventada Rodrigo Fresán Editorial Mondadori, 2014 ¿Cómo funciona la mente de un escritor? La parte inventada busca respuesta a esa pregunta adentrándose en la mente de un escritor que trata de escribir su propia historia. O de reescribirla a su manera. La historia de alguien que conoció cierto éxito hace unos años, en el siglo y milenio pasado; pero que ahora siente que ya no hay lugar pa ra él, ni en el mundillo literario ni en el gran mundo. Y que —-entre las partículas aceleradas de letras de Francis Scott Fitzgerald, música de Pink Floyd, un antiguo ju guete a cuerda y el paisaje de las playas de la infancia— cree que ha llegado el momento de contar su versión del asunto...
Vergüenza Patricia de Souza Editorial Casa de cartón, 2014 María de la Puente y Morada desciende hasta el fondo de su pro pio desarraigo. México, Perú, Venezuela, Francia, conforman el escenario en el cual ella trata de so brevivir al desgarro que cada lugar le causa. Pasado y presente van mostrando un camino lleno de pobreza, de relaciones tor tuosas en la familia, y cómo to do esto forma parte de un recuerdo que es el mapa de una memoria colectiva. Una memoria donde el solo hecho de ser mujer ya es un conflicto difícil de entender. ¿Qué implica? ¿Ser madre? ¿Ser hermana? ¿Amante? ¿Cómo? ¿De qué manera? ¿Por qué? Patricia de Souza ha escrito una decena de libros entre los que destacan, El último cuerpo de Úrsula , Stabat Mater y Electra en la ciudad. Su estilo se caracteriza por una escritura incisiva, rica en imágenes que van al centro de la acción. Un mundo marcado por su singular voz ampliamente reconocida por la crítica .
Desde la isla Eduardo Calvo Editorial Musa a las 9, 2014 En Desde la isla, desde la primera línea el lector se ve apresado por el narrador de esta magistral novela, que se dispone a relatarnos su existencia: «Soy un hombre viejo, por eso nada me es indiferente». Sin embargo, lo que en un primer momento parece ser tan sólo la confesión del anecdotario de una vida, irá desvelando, sin tregua, apenas sin piedad, la estructura social de una isla imaginaria. Lejos de la visión utópica de Tomás Moro sobre el espacio insular, este relato logra encapsular en este espacio cerrado y finito, plegado en sí mismo hasta lo autorreferencial, la esencia del ser humano, sus luces, pero, sobre todo, sus sombras: la violencia, concentrada en intricadas luchas intestinas de poder, así como sus derivaciones secundarias, desde la discri minación racial hasta el sometimiento religioso.
Memorial del engaño Jorge Volpi Editorial Alfaguara, 2014 El 17 de septiembre de 2008, dos días después de que se declarase la quiebra de Lehman Brothers, J. Volpi, uno de los genios financieros y mecenas de la ópera más respetados de Nueva Yor k, abandonó intempestivamente sus oficinas de JV Capital Management. Ese mismo día las autoridades lo acusaron del desfalco de quince mil millones de dólares, cifra considerablemente menor de los sesenta y cinco mil millones de Bernard Madoff pero suficientes para acreditarlo como otro de los grandes criminales financieros de nuestra era. Tras un áspero proceso judicial, en 2013 se publicó en Estados Unidos Memorial del engaño, la supuesta autobiografía enviada por J. Volpi a un agente neoyorquino. Con un tono que revela el cinismo propio de los «amos del universo» que se lucraron sin límites durante la burbuja inmobiliaria, este libro es el relato en primera persona de cómo una pléyade de expertos financieros, inversionistas, reguladores y políticos —y varios premios Nobel de Economía— orquestaron una de las mayores catástrofes económicas de todos los tiempos. A diferencia de otras confesiones surgidas al calor de la crisis, Memorial del engaño es una poderosa historia de familia que adquiere los tintes de una novela negra.
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El mundo es oblongo (Amigo bloguero 2) Miguel Baquero ACVF Editorial, 2014 «Internet y la revolución digital están propiciando la aparición de monstruos: textos que los especialistas difícilmente pueden catalogar. Podemos utilizar las nuevas herra mientas como un nuevo sopor te de lo mismo (odres nuevos para el buen vino de siempre) o, por el contrario, aventurar nuevos caminos para la narrativa y la literatura. Miguel Baquero, no sé si proponiéndoselo o sin proponérselo, quizás de un modo intuitivo, ha optado por lo último. Amigo bloguero no es un diario tradicional, ni una colección de artículos periodísticos. Miguel Baquero interpela al lector, se deja conmover por él, responde y se adelanta a la respuesta. Juega con la experiencia y la realidad, se divierte y nos divier te. Piensa y nos invita a pensar, rectifica. Seduce y se deja seducir… La flauta quizá suene alguna vez por casualidad, pero nunca una melodía es casual. Ya lo anticipó en dos libros ante riores, la novela Vida de Martín Pijo y el volumen de relatos Diez cuentos mal contados; con Amigo bloguero lo ha confirmado: es un extraordinario escritor, ingenioso y creativo, dueño de los recursos literarios y del lenguaje» (José Marzo)
Los Extraños Vicente Valero Editorial Periférica, 2014 Ya sean desdichadas o felices, es decir, diferentes o parecidas —según la célebre definición de Tolstói—, todas las familias tienen sus extraños: aquellos individuos de quienes tal vez sólo se conserva un puñado de noticias dispersas y a los que, sin embargo, se alude con cierta frecuencia por algún enigmático suceso, por su peculiar oficio o por la fuerza misma de su singular personalidad, que los obligó a permanecer alejados del devenir corriente de la familia. Rostros, por tanto, huidizos, muchas ve ces en la frontera del olvido definitivo. Para rescatarlos de esta frontera última y para saciar una antigua curiosidad —la que proviene, pura e ingenua, de los relatos inconexos escuchados durante la infancia—, el narrador reúne en este extraordinario libro a cuatro de sus extraños para intentar reconstruir, sirviéndose de los pocos recuerdos heredados pero también aventurándose en investi gaciones personales (viajes, documentos, etcétera), la trayectoria vital de cada uno de ellos, sus ambiciones y fracasos, así como para determinar cuál fue el motivo principal de su extrañeza y, por tanto, de su alejamiento.
Mujeres que llenan mis noches José Antonio Prades Libros Certeza, 2014 Desde 1974 a 1981, el devenir español se llenó de acontecimientos relevantes, dentro de los cuales siete protagonistas en siete cuentos mágicos destapan los recuerdos de una aventura amorosa que se desarrolla en la intrahistoria de aquel septenio, siete como número cabalístico, en un tránsito escabroso de la adolescencia a la juventud, surcando lo platónico, lo indeseado, lo lascivo, lo inesperado, lo desbordante, lo increíble y lo formal. Relatos dulces o amargos, fríos o cálidos... extremadamente íntimos, de corazón.
Volver a las andadas Ricardo Domenech Editorial Menoscuarto, 2014
carlata (1988).
NARRATIVAS
En Volver a las andadas se recogen doce relatos concebidos desde la infinita curiosidad por la condición humana y por los entresijos del lenguaje. La narrativa breve de Ricardo Doménech no solo resulta ser fiel reflejo de la evolución que el cuento español experimentó en la segunda mitad del siglo XX, sobre todo entre los sesenta y finales de los ochenta, sino que también brinda al lector un rico y complejo universo literario sobre ese territorio tambaleante que conocemos como realidad. Ricardo Domenech ha escrito cinco libros de cuentos: cinco libros de cuentos: La rebelión humana (1968), Figuraciones (1977), La pirámide de Khéops (1980), Tiempos (1980) y El espacio es-
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El satanismo contado a los niños Lorenzo Luengo Tropo Editores, 2014 ¿Qué es la realidad sino un lugar ajeno, un escenario de absurdos y desencuentros que, simplemente, nos parece real? El satanismo contado a los niños, por suerte, no es la historia de esa realidad. Los últimos momentos de un joven capaz de recordar todas las posibles ramificaciones de su existencia, a un lado y a otro del p éndulo del tiempo, encuentran un misterioso eco en la crónica de una antigua civilización obsesionada con la proeza de conocer a Dios. Una radio hallada en una tienda de objetos usados permite a su dueño, un dibujante trastornado por su propia fantasía, sintonizar con las ondas del infinito. Un escritor decide vivir cada día de su vida tomando como modelo la biografía de un olvidado poeta romántico para lograr la traducción perfecta de sus poemas. Un científico enamorado del Arte concibe una máquina que le lleva a transitar a su antojo, como un intruso de tinta o de acuarela, todas las obras de la creatividad humana.
La historia de mis dientes Valeria Luiselli Editorial Sexto Piso, 2014 «Soy el mejor cantador de subastas del mundo. Pero nadie lo sabe porque soy un hombre comedido. Me llamo Gustavo Sánchez Sánchez y me dicen, yo creo que de cariño, Carretera». Además de saber imitar a Janis Joplin, de ser capaz de poner en equilibrio un hue vo de gallina en una mesa, o de saber contar hasta ocho en japonés, en su fulgurante trayectoria como cantador de subastas Carretera aparece como inventor del revolucionario «Método de las alegóricas», en el cual «no se subastaban objetos, sino las historias que les daban valor y significado». La historia de mis dientes, segunda novela de Valeria Luiselli, revela una fascinante nueva dimensión en su escritura, y confirma su capacidad para generar atmósferas llenas de enigmas y de sutiles guiños en los que cada gesto está cargado de sentido. Con una destreza que muestra el dominio del lenguaje y una estructura atrevida y desfachatada, Luiselli retrata —a veces con humor, otras con ternura y unas más de manera despiadada— eso que llamamos «condición humana», al hacer confluir en sus personajes el peso de la his toria con ese motor cotidiano que es el anhelo.
Las ratas del Titanic Pedro M. Domene EDA, 2014 El RMS Titanic fue un transatlántico británico, el mayor barco del mundo en el momento de su botadura, que se hundió en la madrugada del 14 al 15 de abril de 1912 durante su viaje inaugural desde Southampton a Nueva York. En el hundimiento del Titanic murieron 1514 personas de las 2223 que iban a bordo, lo que convierte a esta tragedia en uno de los mayores naufragios de la historia ocurridos en tiempo de paz. Construido entre 1909 y 1912 en el astillero Harland and Wolff de Belfast, el Titanic era el segundo de los tres transatlánticos que formaban la clase Olympic, propiedad de la naviera White Star Line. Ficción y realidad se pueden mezclar en todas las historias. Es lo que sucede en Las ratas del Titanic, la nueva y regocijante entrega de Pedro M. Domene que hará las delicias de los jóvenes lectores.
La fama, o es venérea, o no es fama Armando Luigi Castañeda Sudaquia Editores, 2014 A través de un mosaico de fragmentos, líneas narrativas y experimentos literarios, Armando Luigi nos presenta de forma descarnada las intimidades y vaivenes de un escritor. Sus encuentros sexuales, sus viajes alrededor del mundo, sus ideas para anuncios publicitarios, las burlas sobre sí mismo, y una pluralidad de invenciones más, son parte del juego literario en el que el narrador nos atrapa. Entre autoficción, metaficción, sátira y relato de aventuras, este libro es un entramado de escenarios potentes e intrigantes que sitúa a Luigi entre los más interesantes narradores latinoamericanos actuales.
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Zeta Manuel Vilas Editorial Salto de Página, 2014
Zeta son los recuerdos y los enigmas cotidianos a los que se enfrenta una personali-
dad desquiciada, un narrador que habla sin reservas, sin límites de ninguna clase, y que evoca el final de los años setenta desde un presente que se convierte en un tiempo herido. Por Zeta deambulan un vampiro que crece un poco todos los días, un adolescente psicótico, un perro, un hombre que estuvo en Dinamarca, un escritor que dice llamarse Truman Capote, y también zapatos, colchones, pasillos o piscinas abandonadas. Con su rescate celebramos la consagración de uno de los autores más acla mados y originales de su generación, y propiciamos el reencuentro con el lector de su primer libro de relatos, que es hoy una de sus obras menos conocidas.
Una muchacha muy bella Julián López Editorial Eterna Cadencia, 2014 Con exquisita destreza poética, Julián López recrea en su primera novela no solo el mundo de la infancia en los años setenta sino también la particular y aguda percepción de una época oscura en la que también los niños aprendieron que un secreto vale muchas vidas. Un niño cuenta cómo era su madre y en ella encuentra el abrazo cariñoso y el deseo de crear para su hijo una vida mejor, pero también encontrará el ímpetu y la fuerza de una mujer sola en el mundo, la sensualidad de la juventud, el misterio de quienes tienen una misión y andan con el rastro a cuestas. La experiencia histórica y social libra su conflicto con la experiencia individual de la pérdida en esta novela, y sus consecuencias generan una figura original para la narrativa argentina actual: la del hijo que brado. Una primera novela absolutamente conmovedora que sitúa al lector frente a un conflicto moral nove doso y actual.
No tan incendiario Marta Sanz Editorial Periférica, 2014 Este libro responde a las exigencias del discurso hegemónico: parte de la base de que es necesario formular preguntas, pero se siente incapaz de responder a todas. Es un texto integrado en la masa de textos y, a la vez, una trompeta del apocalipsis. Un ensayo esquizoide que pretende ser cualquier cosa, menos académico. Aquí no hay vocación de transparencia. Ni de limpieza. Ni de claridad. El exceso de higiene debilita la salud. Este texto aspira a manchar de tinta las manos que lo agarren. Como el papel de periódico. Estos pensamientos –soflamas al margen de cualquier cautela– responden a la incertidumbre y a cierta sensación de malestar: a la imposibilidad de estar conforme. Son un oxímoron: textos que parten de la radical convicción de que la literatura ya no le impor ta a casi nadie y que a la vez pretenden hablar de la literatura desde un lugar que no sea su templo, su jardín vallado, su paraíso perdido.
El libro verde Marciano Martín Manuel Editorial Renacimiento, 2014 El niño Pedro Gómez, cristiano nuevo, vive en una aldea del señorío de Béjar gober nada por las leyes raciales de la pureza de sangre. Su madre quiere educarle en el judaísmo y su padre en el cristianismo. La lucha exacerbada de los cristianos nuevos por asimilarse en la sociedad católica colisiona con los cristianos viejos antisemitas, los cuales publican un Libro Verde con las semblanzas de los descendientes de judíos para mantenerlos alejados del poder. La división de la aldea en dos barrios enemigos, las reyertas cainitas entre las cofradías del Rosario y del Sacramento y los desastres de la Guerra de Independencia portuguesa complementan el friso narrativo, aderezado con el mosaico de los faranduleros, truhanes, golfas, frailes y bandoleros. El manuscrito del siglo XVII ha permanecido emparedado en una casona de la Alta Extremadura y rescatado del olvido por el autor.
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