Camino realización personal

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Adel Norman


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ÍNDICE PRÓLOGO................................................7 Primer capítulo: Pensamiento hiperactivo.......................... 12 Segundo capítulo: Diluyendo el dolor.................................. 29 Tercer capítulo: Nihilismo ciber-punk............................... 48 Cuarto capítulo: Caducidad de las expectativas.................. 62 Quinto capítulo: La anti-utopía de “des-vivir”..................... 81 Sexto capítulo: Efímeros y vulnerables............................ 92 Séptimo capítulo: Amor, inmersión humana en Dios............ 106 Octavo capítulo: Vida, reality show................................. 125 GLOSARIO........................................... 145


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PRÓLOGO

“De suerte que este mundo sea un animal inmenso, beatísimo y eterno, cuya alma tenga perfecta felicidad de sabiduría –no desamparando su propio cuerpo– y que este su cuerpo viva por ella eternamente, compuesto de tantos y tan grandes cuerpos” AGUSTÍN DE HIPONA.

Vivimos postergando el presente y con esta actitud postergamos, también, la felicidad, la tristeza, el júbilo, el disfrute y, por ende, nuestra realización personal. Al postergar el presente lo que hacemos es anestesiarnos. Postergar acciones y emociones no constituye, precisamente, ningún mecanismo de defensa y ni siquiera de adaptación de la especie. Postergar es demorar, posponer, rehuir. Postergar no es más que una evasión cobarde que no merece justificación ni respeto, ya que postergamos no sólo el dolor sino, más aún, las gratificaciones vitales.


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Postergar el tiempo presente es un atentado a nuestra propia calidad e intensidad de vida que no garantiza demorar el envejecimiento celular ni neuronal. Mientras postergamos nuestra vida, pues simultáneamente envejecemos y morimos un poco a diario. Así que resulta mucho más sano y funcional afrontar la totalidad de aristas de nuestra existencia, vivir en tiempo presente y disfrutar, sí, y sufrir según las dosis reglamentarias. Ello es la vida, ello es la existencia humana. Nuestra avidez por la vida (ese primigenio mecanismo de supervivencia) debe empujarnos a vivir sin postergarnos, pues básicamente lo que hacemos es limitarnos y postergarnos a nosotros mismos. Vivir el tiempo presente es un imperativo en clave de vida saludable y funcional, en términos sustentables y operativos que fluidifican la eficacia de nuestros pensamientos y acciones consuetudinarios. Se trata, entonces, de enfrentar el momento elevándolo a la categoría de evento. Ello despertará nuestra autoconciencia. El momento es un eslabón y un escalón donde apoyarnos para “seguir adelante” disipando las penumbras del mañana incierto. El pasado ha sido campo de experimentación donde hemos aprendido. Tales son las categorías que debemos establecer


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y valernos de ellas, prescindiendo de lamentos y frivolidades que constituyen un lastre. El “Fausto” de Goethe (y el “Retrato de Dorian Gray” de Oscar Wilde) van mucho más allá, por ejemplo, de la avidez humana por la inmortalidad o la banalidad cosmética de la juventud perenne. Consiste en capturar el instante y preservarlo, exprimiéndole su néctar vital. Y esta posibilidad reposa en nuestras manos, sin excusas que enarbolar en aras de justificar contratiempos o arbitrariedades del “destino”. Ni siquiera debemos postergar las decisiones trascendentales, salvo por el paréntesis lógico de la reflexión y el análisis sereno de pros y contras. E incluso el proceso de toma de decisiones se ve salpicado por la intensidad de sus consecuencias naturales, en un acto inequívoco de anticipación intelectual. Es así que la anticipación conceptual, ese vislumbrar el futuro que resulta intrínsecamente humano, implica un evidentísimo paradigma por oposición a la “demora”. Es, inclusive, lo opuesto: no postergamos sino que anticipamos visionariamente, ejerciendo un vanguardismo intelectual y existencial que nos “transporta” al mañana, al devenir de nuestros días. Aunque ni lo uno (postergar el presente), ni lo otro (anticipar preclaramente el futuro) nos


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exime del derecho y el deber irrenunciables de vivenciar el instante, asiendo cada uno de los eslabones y escalones a los que ya hemos hecho referencia en este breve prólogo. Estamos comprometidos con una simultaneidad de procesos que no son excluyentes sino transversales en su flujo. Nuestra responsabilidad humana conlleva toda una serie de contraprestaciones éticas de las que no podemos desnudarnos pretendiendo regresar al edén primigenio. Adán y Eva, sí, son arquetipos, aunque no excusas para renunciar a tres milenios de civilización en permanente conflicto con Darwin, Freud y el vaivén luminoso de las antorchas que flameaban en las cavernas, aquel fastuoso e inquietante símbolo uterino. ¿Seguimos siendo cavernícolas enfundados en trajes de polyester, conectados constantemente a la ciber-red de redes, merced a computadoras inalámbricas? ¿Cuántos cientos de millones de veces continuamos haciéndonos las mismas preguntas, versionadas con docenas de miles de matices académicos y/o geográficos? ¿No nos cuestionamos siempre acerca de lo mismo, a pesar de la multiplicidad de formatos que incluyen desde jeroglíficos prehistóricos, pasando por ornamentadas caligrafías acariciando papiros, hasta mensajes 10


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de texto dactilografiados merced a minúsculos teclados portátiles? ¿Saciaremos todas nuestras inquietudes en la supertecnología inminente o surgirán, una y otra vez, las mismas incertidumbres expresadas en metalenguajes desbordantes de neologismos que rebautizan eternamente, incesantemente, nuestra humanidad impostergable e irrenunciable?

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Primer Capítulo:

Pensamiento hiperactivo La auténtica riqueza del ser humano es la alegría incombustible y la honda, intensa e inconmovible paz que acompaña esta bienaventuranza del individuo a escala planetaria. La alegría, primer peldaño de la felicidad, reposa en la buena conciencia y en la placidez que nutre con su savia vital el árbol universal de la especie humana. Aunque tales tesoros perviven dentro de cada quien, constituyen áreas que deben ser preservados con la generosidad y la behemencia que comienza con el amor a uno mismo, con el auto-respeto, la confianza en sí y el justiprecio generalizado que opera en círculos concéntricos, en espiral prodigiosa que irreversiblemente nos alcanza, mientras nosotros, en nuestro devenir existencial, trazamos tangentes que podrían interpretarse como azares que no lo son de ninguna manera, sino consecuencias (es decir, secuencias de nuestras ideas y acciones).

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Y no me refiero, bajo ningún concepto, a la tan mentada “iluminación”, trance en el que demasiados individuos se han extraviado en pos de esta quimera prácticamente excepcional para el género humano. Yo prefiero hablar de una mezcla dosificada de inspiración con conocimiento, inspiración con ingenio, inspiración con esfuerzo tesonero; en suma: inspiración estratégica que nos posibilita avanzar, enmendar y acceder a soluciones e innovaciones sustentables. Todo ello podría etiquetarse bajo el rótulo de “creatividad”. Esta inspiración (que no iluminación) nos brinda un nexo, una conexión, una percepción de identidad individual y, simultáneamente, sin exclusión alguna, una noción creciente y preclara de empatía, participación y pertenencia a “algo”, a un ente tremendamente más complejo y ambicioso y cohesionador: la humanidad. El género humano como afinidad esplendorosa e inconmensurable que resulta irrenunciable, impostergable, irreductible, pese a todo intento de sabotaje, descalificación existencial o minimización intelectual que pretenda desfragmentarnos en cuanto personas. El budismo, por ejemplo, afirma brillantemente que la iluminación no es sufrimiento. Y la inspiración o la creatividad tampoco lo son ni lo deberían ser. Yo adoro tal paradigma por oposición y lo aplico a la existencia humana en 13


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general: “la vida no es sufrimiento”, a pesar de que el dolor y la angustia y la incertidumbre y los convenientes existan cotidianamente, embistiendo cual toro salvaje al individuo, de distintas maneras y bajo determinadas circunstancias e intensidades que suman múltiples y complejas posibilidades. Pero, aún así, yo reitero que la “la vida no es sufrimiento”. La vida existe a pesar del sufrimiento; la existencia humana se abre paso, a trompicones, sí, vitalísima, a través del sufrimiento. Y la vida vence. Y la vida se impone. Y la humanidad se impone a las guerras, a las miserias, a las plagas y virus y enfermedades y azotes naturales y pandemias y cataclismos. La vida humana siempre se impone. Y esta es la idea que debemos atesorar en nuestra mente, atizando nuestro espíritu de supervivencia (fíjense que digo “espíritu de supervivencia” y no “instinto de supervivencia”, elevando la categoría de ello). En esencia, nuestro espíritu humano se halla siempre presente, más allá de las innumerables formas de vida que están sujetas al nacimiento y a la muerte. Sin embargo, nuestro espíritu humano no sólo está más allá, sino además hondamente dentro de cada forma como su esencia más íntimamente invisible e indestructible. Ello significa que es accesible a cada uno de nosotros como nuestro propio ser 14


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más profundo, nuestra auténtica naturaleza. Pero no busque captarlo con la mente. No trate de entenderlo. Y se trata de un sentimiento, de una percepción de auto-realización que nos alcanza con el impacto fenomenológico de un relámpago existencial que nos alerta, gratifica y conmueve. Es un sismo, un tsunami, un diluvio privado e incesante, un tornado, un huracán entrañable que sabemos identificar, reconocer y agradecer en tiempo presente. Por ejemplo, si nos disponemos a reflexionar en torno a la palabra (nótese que digo “la palabra”) Dios, me temo que abundan personas que jamás han tenido ni siquiera un atisbo de lo sagrado ni en sus vidas ni en sus maltrechas conciencias, ignorando la infinita riqueza y vastedad que hay detrás de esta palabra. “Dios” es apenas una palabra que muchos pronuncian con despreocupación, con salvaje ironía, con frivolidad consuetudinaria, como si se tratase de una exclamación de índole popular. La humanidad ha banalizado la palabra “Dios” y la ha prostituido con absoluta promiscuidad refiriéndose, incluso, a deidades o dioses menores, dioses discapacitados y disfuncionales. Pero ni siquiera el tremendista de Nietzsche tiene razón, pues es una grandísima mentira vociferante que “Dios ha muerto”. Porque resulta que Dios está más vivo que nunca en este tercer milenio. Dios es verdad y es vida 15


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que desborda la palabra y el lenguaje todo y la teología y la filosofía y la psicología. Dios vive en cada uno de nosotros en cuanto seres humanos. Dios desborda el concepto y la iconografía con los que hemos pretendido, humanamente, representarle. A Dios debemos experimentarlo más allá del concepto, del ícono y de la palabra. Dios es vivencia, percepción, sentimiento, certeza, vocación, invocación, fe, inspiración, creatividad, asertividad, proactividad, humanidad viva y tangible en términos plenamente consuetudinarios. Dios es, también, identificación e identidad: por tanto, empatía, núcleo, epicentro, cohesión, adhesivo existencial para el ser humano y su espíritu de supervivencia. A Dios tenemos que conjugarlo, como Verbo vivo que es, en tiempo presente, aunque también en tiempo infinito, en tiempo absoluto, en tiempo eterno que nos precede y que nos trasciende y que nos transversaliza cual flujo divino, divinizante, vivificante e inspirador. Dios es el tiempo que nos conmueve, más allá del concepto, del ícono y de la palabra. Por tanto, Dios es anterior y es posterior al género humano y, por ende, a cada uno de nosotros. Y el conflicto filosófico reside en la complejidad alarmante de entender y percibir a Dios cual vivencia intelectual y experiencia 16


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cotidiana, en una prodigiosa simultaneidad de procesos que –así, de pronto– nos resultan inaprehensibles, propinándonos un impacto conceptual de ideas que se arremolinan. Dios es, pues, este torbellino inspirador que desafía nuestro intelecto, nuestro conocimiento, nuestra experiencia humana, “demasiado humana” (parafraseando ahora a Nietzsche). Dios es, entonces, una realidad impactante y vertiginosa que debemos encarar y asumir y sobrellevar. Pero Dios no debe ser un pensamiento compulsivo ni obsesivo, sino una inminencia en nosotros, en nuestra realidad personal, en nuestro “ahora y aquí”, en nuestro tiempo presente. Lo que intento clarificar es que Dios no es ruido ni tumulto. Dios es placidez y serenidad. Dios es, ya lo he dicho, inminencia, presencia, Verbo vivo. Dios es una quietud viva que habita en nosotros, entre nosotros (y nosotros vivimos “en” Dios, tal es su inminencia y totalidad, su entidad absoluta). Cuidado, entonces, con las compulsiones intelectuales. Cuidado con los proselitistas vociferantes. Cuidado con los convincentes y los seductores que hacen malabares con las palabras, edificando en el aire castillos de naipes. Cuidado con los charlatanes irresponsables. Cuidado con los tramposos y los quejicas y los apocalípticos. Cuidado con el reconcomio recalcitrante. Cuidado con 17


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las lisonjas tramposas. Alerta con los “reclutadores” intelectuales que suplican nuestras rúbricas en sus manifiestos absurdos. Cuidado con los bufones que abundan en la corte de los milagros. Alerta con los generadores y replicantes y clonadores de conflictos rebautizados con neo-jergas y metalenguajes. Recuerden que Dios no es dolor ni confusión. En todo caso, Dios es júbilo transparente, saludable regocijo, humana alegría, generosa solidaridad. Dios es cohesión, núcleo, epicentro. Dios no es desfragmentación del yo. Dios es el Señor de la paz. Dios es el gran pacificador, el eterno conciliador que nos convoca en torno a sí. Dios no se opone a la naturaleza ni la naturaleza se opone a Dios, sino que lo expresa en su magnanimidad y supremacía divina. En este sentido, el tiempo presente se vive en conformidad y concordancia con Dios, se vive en unidad y unicidad perfecta y permanente (aun cuando el ahora es, sí, perfectible y sustentable en cuanto a realidad humana). Dios es, nunca menos, inefable e inasible, aunque inteligible en su fluidez. Dios no es, pues, un ídolo mental (continuamos valiéndonos de paradigmas por oposición). Dios es una entidad infinita, absoluta, eterna e invisible, sí, intangible, también. Resulta improcedente formarse una imagen mental de ello. Nadie puede 18


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reclamar la posesión exclusiva de Dios, ya que Dios constituye su propia esencia y es inmediatamente accesible a cada uno de nosotros y es allí donde se forja el concepto inteligible y cognitivo de Dios, su experiencia y vivencia en tiempo presente, en términos de realidad humana, sin sombras de temor ni sufrimiento. En abundantes ocasiones, la racionalización extrema (compulsiva u obsesiva) bloquea toda interacción auténtica, interponiéndose entre nosotros y nuestro prójimo, entre nosotros y la naturaleza, entre cada uno de nosotros y el propio Dios. Es esta parafernalia de pensamiento compulsivo lo que crea la percepción de separación, la percepción de dicotomía existencial y divina, humana y divina, desprovista de armonía y equidad. Ocurre que el pensamiento disfuncional e hiperactivo se ha vuelto una enfermedad que viene agobiando a la humanidad. La enfermedad ocurre cuando el mundo se desequilibra y pierde el rumbo. Se trata, para usar un ejemplo fisiológico, de una metástasis de ideas tumorales que nos desintegran, nos desfragmentan, alejándonos del epicentro que es Dios, del núcleo divino e inspirador. Así, el pensamiento hiperactivo y compulsivo resulta nefasto, nocivo en extremo, “desubicándonos” y descentrándonos del tiempo presente y alojándonos en una cronología de incertidumbres enfermizas y engaño19


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sas. Solamente nosotros somos los dueños de nuestras ideas y debemos sostener siempre las riendas con mano firme para que el caballo del intelecto no se desboque blandiendo en vano el nombre de la creatividad o de la inspiración delirante. Conocer es productivo (al igual que indagar, investigar, cotejar información), pero delirar es un verdadero despropósito que ha sumido a la humanidad en sucesivos descalabros a lo largo de la historia universal. Nuestro pensamiento, entonces, debe ser disciplinado y estratégico, funcional y sustentable en términos de realidad humana, en aras de poder vivir, de poder ejercer a cabalidad nuestro tiempo presente. Así, nuestro tiempo presente constituye una suerte de tiempo propio, de espacio cronológico personal del que nos valemos para autoafirmarnos y gratificarnos productivamente, constructivamente. En este sentido, deseo alertar que el pensamiento compulsivo tiene la tendencia natural a “usarnos” a nosotros mismos. El pensamiento hiperactivo y obsesivo es un parásito intelectual que nos corroe y nos hinca el diente, desequilibrándonos, desfragmentándonos, alejándonos de la realidad humana, del tiempo presente y de Dios. El nocivo pensamiento compulsivo nos bloquea para el ejercicio humano y el disfrute de la belleza, el amor, la creatividad, la alegría y el sosiego. El pensamiento hiperacti20


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vo es un “alien” que incuba en una mente preocupada. Incluso, este pensamiento incesante y obsesivo ve y juzga el tiempo presente con los ojos del pasado y obtiene una visión de él totalmente distorsionada. Muchísimas personas viven con un torturador insertado en la propia cabeza que continuamente los ataca y los castiga y les drena la energía vital. Esto causa sufrimiento e infelicidad, así como también enfermedad, generando, demás, ideas tóxicas y percepciones patológicas. ¿Cuáles son nuestros patrones de pensamientos obsesivos; cuáles son nuestras ideas reiterativas, repetitivas, fijas, inmóviles, enquistadas en nuestro cerebro? ¿Qué nos dicen estos pensamientos persistentes, cuál es su discurso, cuáles palabras utiliza, de cuántos temores nuestros se nutre, con qué nos chantajea, cuáles imágenes del pasado insiste en mostrarnos una y otra vez? Si logramos responder con sinceridad a estas interrogantes, pues ya contamos con un excelente punto de partida para “deshabilitar” tales pensamientos patológicos y obviamente nocivos para nuestra realidad humana y nuestro tiempo presente. El tiempo presente tiene que constituir un auspicioso punto de partida, un “reinicio” en nuestra vida. Debemos distanciarnos objetivamente del pensamiento disfuncional, con el ob21


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jetivo de analizarlo y desarmarlo, desactivarlo, borrarlo, omitirlo con eficacia personal. De esta forma, logramos minimizar sus efectos adversos y polivalentes en nuestra realidad humana y tiempo presente. ¿Cómo hacerlo? Aislando al pensamiento compulsivo de nuestras demás ideas saludables. Es como separar la manzana podrida y desecharla, ya que es tóxica y contagiosa en su enfermedad desmoralizadora. Al romper este esquema del pensamiento enfermizo y obsesivo, nos desmarcamos de él y desactivamos el efecto de identificación, de empatía, con su carga emocional que nos estaba envenenando y distorsionando nuestras percepciones de la realidad circundante, hundiéndonos en un círculo vicioso. Es como si le cortásemos el suministro de energía eléctrica al pensamiento obsesivo, deteniendo su maquinilla de la destrucción. Ello marca el inicio del disfrute de nuestro propio tiempo presente, de nuestro propio espacio personal, individual, privado, exclusivo, donde le damos acceso y cabida únicamente a lo que nosotros queremos y deseamos, a lo que nos motiva y entusiasma y enaltece en tanto seres humanos provistos de autoconciencia. Es el comienzo, también, de una sensación de bienestar físico integral, holístico, integrador, armonizador, que implica salud y gratificación y autoestima y justiprecio existencial. Es un 22


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disparador de bendiciones y prodigios. Es una expansión vital de nuestra realidad humana en tiempo presente. En ese estado de “mismidad”, cada quien siente su propia identidad con tal intensidad que todo el pensamiento, todas las percepciones, su cuerpo físico y el mundo exterior se vuelven virtualmente intrascendentes en comparación con ello. Es el imperio del ahora, la preponderancia del tiempo presente en nuestra vida. Tenemos la obligación indeclinable de dedicarnos tiempo y espacio a nosotros mismos. De escucharnos y aprender a interpretarnos a nosotros mismos, a decodificarnos en términos existenciales de vocación, de sentimientos, de afinidades artísticas e intelectuales, de compatibilidades con otros seres humanos. Debemos inquirirnos: ¿estamos haciendo lo que auténticamente deseamos? ¿sentimos que estamos desaprovechando nuestra vida cotidiana? ¿me prodigo tiempo libre de calidad y lo disfruto cabalmente? ¿vivo postergando mi propia vida, mis propios deseos, mi propia vocación, mi propia gratificación, mis propios sentimientos, mi propia realización individual? ¿cuáles son las excusas que enarbolo para sabotearme a mí mismo: profesión, familia, matrimonio, amistades, compromisos previos, expectativas ajenas cifradas en mí? ¿cómo me siento al respecto? ¿planeo hacer algo para 23


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remediar esto, para enmendarlo, para modificarlo; de qué manera, cuándo? Este libro constituye un desafío personal expresado en voz alta, estas páginas son una invitación abierta a vivir el tiempo presente, a celebrar el ahora impostergable. Y aquí retomo el tema del pensamiento compulsivo, del pensamiento hiperactivo esbozado anteriormente, ya que este tipo de pensamiento obsesivo constituye una adicción. Y las adicciones nos controlan a nosotros, las adicciones son las que se hacen cargo de nuestra propia vida, de nuestra realidad humana y de nuestro tiempo presente, hipotecando nuestro devenir cotidiano. Y el síntoma más frecuente que aqueja a la civilización de este tercer milenio es esta enfermiza y exasperante adicción al pensamiento hiperactivo, compulsivo, obsesivo, dictatorial, unidimensional, patológico, disfuncional, anti-ecológico e insustentable. Para el ser humano aquejado por esta masiva adicción al pensamiento hiperactivo, el tiempo presente virtualmente no existe. Lo único que se considera trascendente es el pasado y el futuro. Y la disfuncionalidad reside en que nuestro cerebro se encuentra incesantemente preocupado por mantener el pasado vivo, ya que este “ayer perenne” constituye nuestro currículo, nuestra “hoja de vida” que 24


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ostenta nuestra experiencia profesional, nuestros logros académicos y nuestros galardones. Al mismo tiempo, el pensamiento compulsivo vive proyectándonos incansablemente hacia el futuro para asegurar su supervivencia y para buscar algún tipo de alivio o de auto-realización en esta promesa perenne de futuro, de mañana, de porvenir, invalidando de esta manera el tiempo presente con todas sus intensidades vitales y todas sus potencialidades tangibles en el “ahora” que estamos postergando. El tiempo presente, entonces, se reduce a ser un “medio” para alcanzar los hipotéticos logros del mañana. El tiempo presente se convierte en una mera excusa para la inacción, la inercia, la dejadez y la insatisfacción que nos carcome el alma. Y resulta que el tiempo presente contiene la clave para nuestra propia redención. Pensamiento y conciencia no son sinónimos. El pensamiento es sólo un minúsculo aspecto de la conciencia. El pensamiento no puede existir sin la conciencia. En este sentido, la inspiración (la creatividad) conlleva transcender el pensamiento hiperactivo en aras de la eficacia y la sustentabilidad de las estrategias trazadas. El pensamiento creativo se empeña en obtener soluciones, manejo de nuevos escenarios, innovación aplicable en aras de la optimización de la realidad humana. Incluso los grandes científicos han testi25


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moniado que sus grandes logros llegaron en un momento de quietud mental. Cuanto más aprendemos sobre el funcionamiento del cuerpo humano, más descubrimos cuan prodigiosa es la inteligencia que funciona en él. Por ello es que reitero en torno a escuchar a nuestro propio cuerpo. Esta apertura genera sintonía con nosotros mismos y la sintonía consolida la armonía en sucesivos entornos que operan en efecto espiral o “consecuencial”. La neurociencia ha documentado que las emociones fuertes producen cambios en la bioquímica del cuerpo. Estos cambios bioquímicos representan el aspecto físico o material de la emoción. Así, cuanto más identificados estemos con nuestro propio cuerpo actitudinal, con nuestros propios pensamientos, pues más fuerte resultará la carga de energía emocional. Ello nos pone en contacto directo con nuestras percepciones y emotividad, con nuestra realidad humana insoslayable y con nuestro tiempo presente impostergable. Resulta sumamente auspicioso intentar “visualizar” el flujo de nuestras ideas y el flujo de nuestras emociones. ¿Cómo intentarlo? Preguntándonos con absoluta sinceridad qué está pasando en este preciso instante dentro de nosotros mismos: ¿exactamente, qué estamos sintiendo, qué estamos pensando y 26


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cómo me hacen sentir estos pensamientos y emociones: me enorgullecen, me avergüenzan, me asombran los siento extraños, ajenos o míos? Este proceso debe ser espontáneo y no admite censuras de ningún tipo (especialmente la auto-censura). Este proceso, obviamente, requiere introspección, intimidad, calma, serenidad, tiempo interior de calidad. Una emoción generalmente representa un patrón de pensamiento amplificado y ya que a menudo es una carga energética sobresaturada pues no resulta confortable su observación. Se trata de encontrarnos en capacidad de discriminar pensamientos y emociones. Solamente entonces podremos encararlos y asumirlos, enmendarlos o reafirmarlos en clave de tiempo presente. ¿Existen emociones saludables y emociones nocivas? Ciertamente, del mismo modo que hay pensamientos funcionales e ideas tóxicas. En nuestra existencia consuetudinaria conviven temores, alegrías, incertidumbres, expectativas, angustias, momentos de ira, agitación, hostilidad, esperanza, entusiasmo, fe, deseo, amor, serenidad, placidez y un consecuentemente largo etcétera. Todo ello con diversas intensidades y, de hecho, coexisten transversalmente; es decir, con simultaneidad. Y tal flujo es funcional, con picos, ya que evita el nocivo pensamiento hiperactivo que acapara 27


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toda nuestra atención, inhabilitando el momento. Debemos evitar a toda costa la interferencia habitual del pensamiento compulsivo, ejerciendo y manejando de manera permanente una visión de conjunto, una perspectiva global de nuestra propia vida, en términos lógicos, racionales, sustentables. Es decir, en estado de vigilia existencial lúcida que no renuncia al reposo onírico indispensable que nos rescata y preserva de la realidad circundante. No en vano, el tiempo presente es un estado de conciencia lúcido impostergable e irrenunciable, del mismo modo que Dios es una presencia inminente e insoslayable en el ser humano, aun en este modernísimo y apabullantemente tecnológico tercer milenio.

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