Alejandro Jos茅 G贸mez Ratti
Orando por Sanaci贸n experiencia en nuestra comunidad
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Índice
Introducción.............................................. 5 Capítulo I: Jesús sana ayer, hoy, y siempre............................................ 13 Capítulo II: ¿De que necesitamos ser sanados?...................................... 19 Capítulo III: Sanación física.................... 25 Capítulo IV: Sanación interior................. 37 Capítulo V: Liberación............................ 49 Capítulo VI: Sanación espiritual............ 65
Capítulo VII: Consideraciones sobre la fe Jesús, es el Salvador....... 75 Capítulo VIII: Lo que no debe faltar........ 87 Capítulo IX: Cinco panes y tres peces...................................... 101 El Perdón......................................... 106 Capítulo X: María en el equipo............. 119
Introducción
Definitivamente, de las Sagradas Escrituras podemos conocer que Dios creó al hombre y la mujer para un destino de bienestar pleno y eterno. Cuando en el libro del Génesis se nos dice: “Entonces Dios formó al hombre con polvo del suelo, e insufló en sus narices aliento de vida, y resultó ser el hombre un ser viviente” (Gén 2,7), se nos da a conocer que el hombre recibe esa vida proyecto de Dios, vida plena; estado que va mucho más allá del simple existir, e implica bienestar, paz, verdad, libertad, eternidad, y tiene su fundamento en la plena armonía de la criatura con su creador. Creo ver esta verdad expresada de otra ma
nera a través del “árbol de la vida,” el cual permitía “vivir para siempre” (Gén 3,22) y del cual el hombre y la mujer comían, hasta cuando les fue impedido, expulsándoles del Edén (Gén 3,22-23a), por desobedecer el mandamiento de no comer del “Árbol de la ciencia del bien y del mal” (Gén 2,17). La transgresión del mandato divino acaba con esta condición de vida paradisíaca, tornándola en una vida precaria (Gén 3,1619), en la que el sufrimiento, en todas sus modalidades, incluyendo la enfermedad, es una constante, y su presencia en la vida terrena, así como la muerte, son expresión del dolor y la muerte eterna. Como consecuencia de este pecadoPecado Original- “Entró el pecado en el mundo, y por el pecado la muerte” (Rom 5,12), quedando toda la humanidad, condenada a seguir a Adán y Eva en su triste
destino; sujeta al dolor, la enfermedad y la muerte. Sin embargo, este camino de dolor es transitado en la esperanza de la llegada del Salvador, el “Descendiente de la mujer” (Gén 3,15), quien, prometido por Dios, habría de liberar a la criatura en desgracia de esta condición. Los profetas, especialmente Isaías, se encargarán de mantener al pueblo de Israel en esta esperanza: “Dios que os trae la recompensa; él vendrá y os salvará. Entonces se abrirán los ojos del ciego, las orejas de los sordos se destaparán. Entonces saltará el cojo como ciervo, la lengua del mudo gritará de júbilo” (Is 35,4b-6a). “Pero Dios, rico en misericordia, por el grande amor con que nos amó, estando muertos a causa de nuestros delitos, nos vivificó en Cristo” (Ef 2,4-5). La solución de Dios para la condición de pecado del
hombre, y sus consecuencias, es el envío de su Hijo Unigénito, Jesús: “Dará a luz un hijo y le pondrás por nombre Jesús porque el salvará a su pueblo de sus pecados” (Mt 1, 21) Las sanaciones obradas por Cristo, así como, el hambre saciada a través de la multiplicación de los panes, la transformación del agua en vino, y, en general, todos los prodigios realizados por Él, son signos de la llegada del Reino de los Cielos, el cual, haciéndose presente, de esta manera, en la precariedad de este mundo, nos hace ver, no solo posible, sino cercana, la restauración total, el estado de pleno y eterno bienestar para la humanidad creyente, cuando: “Toda lágrima de sus ojos será enjugada, y no habrá ya muerte ni habrá llanto, ni gritos ni fatigas, porque el mundo viejo ha pasado” (Ap 21,4).
Hoy nosotros, al igual que antes el antiguo Israel, necesitamos de esos signos que, como faros, nos mantengan iluminado el camino que estamos llamados a transitar en medio de las tinieblas del mundo, que amenazan con extraviarnos. La salvación ha de anunciarse hasta los “confines del mundo” y, por lo tanto, el Espíritu Santo ha de continuar constituyendo testigos de Cristo (Hech 1,8) que, tanto con la palabra como con señales y prodigios, muestren que “El Reino de los Cielos está entre nosotros” (Mc 1,15). A partir de 1967, al hacer aparición la Renovación Carismática Católica en la Iglesia, como obra del Espíritu, esta necesidad se ve colmada. Son muchos los testigos de Cristo que han surgido y han dejado su huella sobre la de Él, en la semejanza de las obras prodigiosas; especialmente de la
sanación. Podría enumerar a muchos de ellos, quienes también han dejado escrita su experiencia en el ministerio de sanación y han hecho escuela, para muchos, y de cuyos escritos he hecho uso para ayudarme a concebir esta obra: P. Emiliano Tardif, P. Robert de Grandis, Francis MacNut, P. Francisco Muñoz Molina, Benigno Joanes, S.J, Mons. Alfonso Uribe Jaramillo, Marcelino Iragui, O.C.D. y el P. Raul Salvucci, entre otros. Pero quiero hacer mención, de manera particular en este libro, al P. Rafael Benito Torres Araujo, a cuyo lado trabajé como miembro de la “Comunidad Carismática María Auxiliadora madre de Dios”, fundada por él, hace ya 29 años, la cual le sobrevive con gran empuje apostólico, hoy, después de once años de su partida a la Casa del Padre. Ungido por el Espíritu de manera excelente con los carismas 10
de sanación y profecía, entre otros, pasó, a semejanza de Jesús, “haciendo el bien” (Hech 10,38) por el Estado Miranda y numerosos pueblos del interior de Venezuela. Son de muy grato recuerdo, las Misas de Sanación dominicales en el espacioso templo del colegio María Auxiliadora, o en el igualmente espacioso templo del liceo San José, de la ciudad de Los Teques, en las cuales mucha gente se veía en la necesidad de participar sentada en el piso, o de pie, por coparse rápidamente los asientos; los encuentros en su residencia, tres días por semana, con no menos de sesenta personas cada día, venidas de todos los rincones de Venezuela en busca de sanación; las concentraciones masivas, dentro y fuera de Los Teques, en los lugares don-
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de acudíamos, con él, a misionar. A él eran referidos, por sus hermanos Sacerdotes de la Diócesis, todos los casos en los cuales se sospechaba un ataque demoníaco; y en todos actuaba en compañía de su comunidad, a la cual se esmeraba en instruir en el recto uso de los carismas, los cuales sometía a estricto discernimiento. En este libro quiero, de manera sencilla, poner a disposición del lector, la experiencia de una comunidad y su Pastor, en la actividad de sanar a través de la oración. Por ello los testimonios que relaté, en su gran mayoría, serán fruto de esa experiencia. No pretendo cuestionar las experiencias valiosas plasmadas por otros “Testigos.” Doy gracias a la Santísima Trinidad porque “La tierra está llena de conocimiento de Dios, como las aguas colman el mar” (Is 11, 9). 12
Capítulo I
Jesús sana, ayer, hoy, y siempre Jesús, es el Mesías anunciado y esperado por Israel a lo largo de su historia. A través de los Profetas, Dios revelaba las señales que habrían de identificar su llegada; de ellas, las sanaciones que se habrían de manifestar con su aparición, son las que, de manera particular, me interesa abordar en esta obra. Es tan determinante esta actividad, para identificar la llegada del Reino Mesiánico que, el mismo Jesús, ante la pregunta que le hacen los discípulos de Juan el Bautista para conocer si era Él el esperado, o si, debían esperar a otro, les remite al Profeta Isaías (26,19; 35,5-6; 42,7; y 61,1), diciéndoles: “Vayan y digan 13
a Juan lo que han visto y oído: Los ciegos ven, los cojos andan, los leprosos quedan limpios, los sordos oyen, los muertos resucitan, se anuncia a los pobres la Buena Nueva; ¡y dichoso aquel que no halle escándalo en mí!” (Lc 7,18-23). Estas señales que habrían de identificar al Salvador, han de servir, también, para reconocer a los que creen en Él: “Estos son los signos que acompañarán a los que crean: en mi nombre expulsaran demonios, hablarán en lenguas nuevas, agarrarán serpientes en sus manos y aunque beban veneno no les hará daño; impondrán las manos sobre los enfermos y se pondrán bien” (Mc 16,17-18). De hecho, aún estando entre sus discípulos, les confirió este poder para predicar en su nombre: “Convocando a los Doce les dio autoridad y poder sobre todos los demonios, y para curar 14
enfermedades; y les envió a proclamar el Reino de Dios y a curar” (Lc 9,1-2); y “En la ciudad en que entréis y os reciban, comed lo que os pongan; curad los enfermos que hay en ella, y decidles: el Reino de Dios está cerca de vosotros” (Lc 10,8-9). Los Hechos de los Apóstoles hacen mención de sanaciones obradas a través de Pedro, Juan, Felipe y Pablo (Hech 8,48; 3,1-8; 5,14-16; 9,32 y 36-42; 16,16-18; 20,7-12, entre otras); y este último, en 1Cor. 12,4, entre la lista de carismas extraordinarios que se manifestaban en las iglesias, cita el de curaciones; e, inmediatamente, desarrolla su doctrina sobre el Cuerpo Místico de Cristo (1Cor 12,12-30), por la cual nos da a conocer que, de manera misteriosa pero real, por la acción del Espíritu Santo, Jesús continúa actuando en el mundo a través de los que creen. Concluye su 15
exposición de la siguiente manera: “Ahora bien, vosotros sois el cuerpo de Cristo, y sus miembros cada uno a su modo. Y así los puso Dios en la iglesia, primeramente los Apóstoles; en segundo lugar los profetas; en tercer lugar los maestros; luego los milagros; luego el don de las curaciones, de asistencia, de gobierno, diversidad de lenguas. ¿Acaso son todos apóstoles? O ¿todos son profetas? ¿Todos maestros? ¿Todos con poder de milagros? ¿Todos con carisma de curaciones? ¿Hablan lenguas todos? ¿Interpretan todos?” (1Cor 12, 27-30). Esta manifestación, común en la Iglesia de los primeros siglos, sufrió un eclipse a lo largo de la historia, tal vez, motivado por la necesidad de derivar ésta sus energías hacia la defensa de la recta doctrina y el resaltar su dimensión jerárquica. Pero no 16
desapareció por completo su manifestación, sino que, a través de personas con gran docilidad de Espíritu, como lo han sido los Santos, permaneció presente, pero reservado a este grupo de cristianos excepcionales. Con el advenimiento de la Renovación Carismática Católica (1967), hace nuevamente eclosión en la Iglesia, la acción carismática extraordinaria del Espíritu Santo, y vuelve Jesús a sanar a “Todos los que traían a Él” (Mt 8,16). El recordado Papa Juan Pablo II se regocija con toda la Iglesia al reencontrarse con esta maravillosa realidad y afirma en su encíclica Evangelium Vitae: “Al enviar (Jesús) después a sus discípulos por el mundo, les confía una misión en la que la curación de los enfermos acompaña al anuncio del Evangelio” (Cap. II; 47). 17
A más de cuarenta años del surgimiento de esta corriente de gracia, cada día es mayor la cantidad de personas que esperan la sanación al entrar en contacto con Jesús a través de la predicación, la oración, y la acción litúrgica de la Iglesia, especialmente la Celebración Eucarística, y dan testimonio de que el Reino de los Cielos ha llegado a nosotros.
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