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LA JUVENTUD

Dorada

No creo que todo tiempo pasado fue mejor. Sin embargo, algunas veces, cuando la melancolía me visita, recurro a mis recuerdos, a los años vividos en la edad dorada, que decía Antonio Machado.

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Años en los que, adolescentes, íbamos por el camino del colegio atravesando chacras, saltando acequias, tiritando de frío o con calor, para llegar a la Gran Unidad Coronel Bolognesi, la “unidad”

Vivía en la alameda Bolognesi, cuadra ocho, frente al mercado viejo. Mi casa tenía puerta falsa que daba la angosta calle Bolívar, entonces mal iluminada, por las noches, paraíso de los enamorados que cumplían el lema “en cada poste una pareja”.

Mi camino empezaba en Junín, luego Patricio Meléndez, seguía después por unos vericuetos, detrás del mercado Modelo, que me llevaban al colegio entre cañaverales. Al límite de las chacras había un gran claro, una pampa, que permitía distinguir a los muchachos que, en tropel, caballeros en bicicleta o a pie venían de las 200 casas, del Alto Lima o del pago Tonchaca.

Esperado era el 26 de mayo, aniversario de la Batalla de Tacna, Entonces, los alumnos escalábamos el cerro Intiorko comandados por el instructor de Pre Militar. De los varios que tuvimos no olvido al Sub Oficial Eberth Barreto Fernández. Pequeño de estatura, moreno, de voz no potente, más bien aflautada, que la tengo en la memoria, pero que denotaba mando, obligación de cumplir las órdenes sin dudas ni murmuraciones, pues “el superior que las imparte es el único responsable de ellas”

A la hora de descender del cerro, sudorosos, empolvados, nos abalanzábamos sobre las carretillas de refrescos, de helados, de

Fredy Gambetta

raspadillas, en esos felices años sanos, limpios, sin la amenaza del cólera.

El “cementerio chino” ubicado hoy en una esquina, que es una de las entradas al Cono Norte, se llamaba así no porque allí se enterraba a los súbditos de la China, sino porque fue la última morada de las víctimas de la fiebre amarilla que, en 1868, asolara a Tacna, quedaba, literalmente, en el fin del mundo, al pie del cerro Intiorko.

Cursábamos el segundo de secundaria cuando el profesor Manuel Huatuco Quillatupa, para el curso de Ciencias de la Naturaleza, nos instó a conseguir huesos humanos con el fin de mejor aprender la anatomía.

No tuvimos idea mejor que organizar una caravana nocturna rumbo al mencionado cementerio, a campo traviesa, capitaneados, esta vez, por Rubén “Chiqui” Chiarella Lombardi, rubio, delgado, de porte atlético, deportista de nota y aguerrido como el que más. “Chiqui” llevaba siempre en su maletín riquísimos sanguches con mortadela, salame, mantequilla, que eran nuestra envidia. Esa es otra historia.

Propio de una película de terror sería el ver a un grupo de muchachos avanzando por la pampa solitaria, en noche sin luna, en medio de la camanchaca, traspasando el umbral del cementerio abandonado y desenterrando cadáveres.

Cumplimos el objetivo desenterrando más de un esqueleto completo. Uno de ellos lo colocamos en un closet, en el salón de clases, donde el conserje guardaba las escobas. ¿Se imaginan la impresión de ese pobre hombre al encontrar por la mañana aquella osamenta?.

El ambiente ferial permite un espacio y momentos de confraternidad, así como revalorar el potencial productivo del lugar.

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