Ăštero helado de fresa S. McMillan
Prólogo ¿Cómo se empieza una historia? ¿Qué palabras hay que usar al
principio de una buena narración? ¿Hay que hacer una breve descripción del paisaje o es mejor presentar primero al personaje? Si me remonto muy atrás en el tiempo, puedo deciros que nací bajo el símbolo de Cáncer y que no dije mi primera palabra hasta bien pasados los veintiún meses. Si me remonto un poco más atrás, puedo decir que estuve a punto de ser la cuarta de cinco hermanas y terminé siendo la tercera de sólo cuatro. Y, si me remonto un poco menos, que fui la primera en marcharme del yugo familiar. ¿De verdad es necesario todo esto? No lo sé, pero a alguien tengo que contárselo...
I Los días transcurrían despacio, demasiado despacio, en esa vieja casita de madera. El arrullo del viento no cesaba, la nieve caía como finalmente cayó Troya frente a los aqueos, el crepitar del fuego era necesario. Tan necesario como mantener viva la llama. Llevábamos once años casados más siete de noviazgo. No teníamos hijos, ambos disfrutábamos de un buen empleo y no habíamos contraído ningún tipo de deuda pendiente. No fumábamos, no bebíamos alcohol, no sentíamos interés alguno en las apuestas; pero nos encantaba la adrenalina. Por eso nos habíamos inscrito en la gincana. Una gincana que acabó durando demasiado. En realidad todo empezó hace unos años, a principios de febrero, cuando un compañero de trabajo le habló a Julio de una especie de competición organizada por una importante cadena de hoteles de Suiza. Tendría lugar en los Alpes y, por mucho que insistieran en que lo más importante para ellos era impulsar el deporte y el juego en equipo, era evidente que el auténtico objetivo era autopromocionarse. La gincana consistiría en superar una serie de pruebas en las montañas nevadas y la pareja ganadora sería premiada con una semana en Berna en un hotel de cinco estrellas —de dicha cadena, claro— con todos los gastos pagados. —Verás como a Sonia le encanta la idea —le había dicho el compañero de trabajo a Julio. —La verdad es que nunca hemos viajado a Suiza...
—Claro, tío, y ¿qué mejor oportunidad que ésta? No sólo os vais a otro país, a la nieve, sino que además os vais de aventura. Y, si ganáis, el viaje será doble, porque también visitaréis la capital y todo lo que queráis. Mi marido, por supuesto, no se lo pensó dos veces. Y yo, como podéis imaginar, tampoco. *** Julio y yo éramos como esa típica pareja de la que se podría decir que llevaban toda la vida juntos. Sí, sé que para el resto del mundo él y yo ya estábamos casados incluso antes de empezar a salir. Y sí, por supuesto que con doce años me molestaba. ¿A quién no? Aún no sabía lo que era el amor. Nacimos en la misma ciudad en el mismo año, él unos pocos meses antes que yo. Sus padres y los míos vivían en calles contiguas, así que a ambos nos habían llevado a la misma guardería. Y después habíamos ido al mismo colegio, donde conseguimos afianzar nuestra amistad. Estudiábamos juntos, jugábamos juntos, estábamos siempre en el mismo equipo se tratase de la tarea de la que se tratase, nos defendíamos mutuamente ante cualquiera... Éramos inseparables, y al llegar al instituto descubrimos que sentíamos entre nosotros algo más que amistad. Nos casamos en verano, en una pequeña parroquia de las afueras, una ceremonia humilde pero preciosa, antes de terminar siquiera la universidad, y automáticamente nos fuimos a vivir juntos. Él acabó trabajando en el sector inmobiliario y yo, en el automovilístico. Teníamos suficiente dinero como para pagarnos nosotros mismos una semana en un hotel de cinco estrellas en Berna, pero gracias al fuerte amor que compartíamos por la aventura preferimos inscribirnos en la gincana. *** La competición empezó bien. Fuimos en avión hasta Suiza y allí nos reunimos con los organizadores, en la recepción de uno de sus hoteles, donde pasamos la noche. El equipaje no abultaba mucho
porque no necesitábamos mucha cosa. Únicamente ropa térmica, pero no demasiadas prendas porque tampoco nos cambiaríamos mucho de ropa. Una vez en el país de destino, podríamos comprar comida y bebida, lo que consideráramos necesario para la gincana. A la mañana siguiente, nos condujeron en varios autobuses hasta el punto donde comenzaría nuestra aventura. Había muchas parejas provenientes de todas partes del mundo y se respiraba un ambiente muy agradable. Todos llevábamos altas expectativas encima, junto con nuestras mochilas cargadas, sobre todo, de bebida y bocadillos. Antes de comenzar lo que llegaría a ser una durísima prueba, nos presentamos a unos cuantos matrimonios e hicimos buenas migas con ellos. No hubo espacio para el odio y la desconfianza entre los asientos del vehículo que nos arrastraba hasta la montaña. Todo fluyó con naturalidad y de forma muy relajada. Ahora casi todos ellos están muertos. *** Cuando nací, mis padres seguían de duelo. A pesar de haber sido concebida con el propósito de ser el nuevo miembro de la familia al que los demás tienen que cuidar, terminé siendo la argamasa que tapa el agujero del azulejo de la cocina donde antes había un tornillo. Este tornillo en concreto se llamaba Sonia y se desenroscó de la vida por culpa de una leucemia a la tierna edad de los seis años. No sólo adopté su nombre, sino que, inconscientemente, todos empezaron a tratarme como la mayor de las hermanas. Y yo, aunque tardé en aprender las cosas básicas que aprenden los infantes, como a dar los primeros pasos o a pedir agua, acabé aceptando de buen grado el nuevo rol que me correspondía. Quizá por eso siempre me he negado a pedir ayuda. Porque siempre he tenido que ayudar a mis hermanas. Y siempre he tenido que ser más adulta de lo que era en realidad. Más sabia. Y quizá sólo intento buscar excusas y en realidad nada de esto tiene que ver con la situación en la que he llegado a encontrarme, dentro de esta estúpida casita de madera.
*** Julio y yo gozábamos de una buena forma física. Hacíamos senderismo a menudo, escalada, piragüismo, nos habíamos tirado un par de veces en paracaídas... Además íbamos tres veces por semana al gimnasio y salíamos a correr todas las mañanas sin que nadie supiera exactamente de dónde sacábamos tiempo para todo. Sin embargo, desde que decidimos apuntarnos a la gincana de los Alpes Suizos, decidimos también empezar a entrenarnos en climas fríos, para habituarnos. El contrato lo dejaba bien claro: la gincana no era para aficionados. Algunas serían pruebas muy duras por culpa de las bajas temperaturas, pero podríamos retirarnos cuando quisiéramos. Los organizadores aconsejaban además empezar a preparase cuanto antes. Y eso hicimos. Tres años de preparación física y mental para que terminar sepultados en la prueba número doce. *** No íbamos los primeros, para qué engañarnos, unas cuantas parejas nos llevaban la delantera. Pero habíamos dejado ya atrás a muchas otras. Parejas que aún estaban buscando el Yeti de madera escondido entre la nieve, parejas que aún estaban buscando el árbol iluminado con luces de neón o parejas que habían decidido retirarse por culpa del frío o por no aclararse con el maldito mapa que nos habían repartido en el comité de bienvenida. Nos empezó a nevar cuando caminábamos a través del sendero en busca de la cabaña donde encontraríamos el acertijo para la siguiente prueba, pero no le dimos importancia. Había un total de quince y, aunque no teníamos ya muchas esperanzas en ganar, nos lo estábamos pasando muy bien. El paisaje se mostraba ante nosotros como un lugar frío pero idílico. Un manto de nieve cubría todo el suelo y desde él se erguían árboles y árboles cada vez más altos. Tan altos que no alcanzábamos a distinguir sus cimas. A través de sus ramas se asomaba el cielo azul como los ojos de mi madre, único rasgo que
he heredado de ella. El canto del viento se confundía con el de los pájaros. El canto de los pájaros nos tranquilizaba. Yo había pensado que la nieve mostraría las pisadas de los otros concursantes y que así sólo habría que seguir los pasos de la primera pareja y en el último momento correr más que ella para ganar, pero no era así. No todas las parejas decidían ir exactamente por el mismo sendero, o no todas acertaban el camino a la primera, así que no necesitábamos preocuparnos por el rastro de huellas que dejábamos detrás de nosotros. Y, además, ahora con la nieve que caía había menos peligro. Finalmente encontramos la cabaña y entramos en ella. Había tres parejas descansando dentro. Descansando o intentando resolver el puzle. En cualquier caso, Julio y yo empezamos a buscar el sobre con el número que nos había sido asignado antes de empezar la gincana. *** Las reglas eran muy simples: cada pareja sólo podía manipular los sobres que les correspondían. Teníamos prohibido tocar los demás. Si desaparecía algún sobre o había indicios de que alguno había sido manipulado de alguna forma, se paralizaría la gincana. Si se encontraba a los culpables, éstos serían expulsados. Si no se descubría quién o quiénes habían sido, se pondría fin a la gincana sin posibilidad de reanudarla y no habría ganador. Todo esto y mucho más, como algunas nociones básicas para caminar sin dificultad a través del bosque y de la nieve y qué plantas y animales era mejor dejar en paz, se explicó en la reunión de bienvenida. Además, y para mayor seguridad, había varios vigilantes paseándose por todo el recinto en el que se celebraba la gincana y en algunos de los lugares señalados en los que había algún acertijo. Las reglas eran muy simples y nadie se arriesgaba a hacer trampas por las consecuencias que eso podría acarrear. O todas las parejas eran nobles y apoyaban el juego limpio. ***
A través de la ventana, el paisaje se presentaba como un bello cuadro de Monet. La luz se reflejaba en el blanco que cubría el suelo y las ramas de los árboles. No existía la oscuridad. Todo era alegría y por un momento olvidé la competición y me pareció escuchar una delicada melodía. Los copos de nieve bailaban al compás del viento como bailamos Julio y yo el día de nuestra boda. Aquel día en que era yo la que reflejaba la luz en el manto de nieve que la cubría. Mientras yo admiraba las espadas y hachas que decoraban las paredes de la cabaña de madera y Julio descansaba en el sillón que acababa de quedarse libre al lado de la chimenea, una de las parejas que estaban dentro cuando llegamos salió para dirigirse a la decimotercera prueba. La nieve seguía cayendo, pero no fue hasta pasados cinco minutos cuando notamos el temblor bajo nuestros pies y oímos ese espantoso ruido. No sé qué creerían los demás, pero yo en ese momento pensé que el techo se nos venía encima. Afortunadamente no fue así. Cerré los ojos en la confusión y me agaché cubriéndome la cabeza, un acto involuntario que no habría ayudado en nada si de verdad el techo se nos hubiera caído encima. Cuando volví a mirar a mi alrededor, vi que los demás habían hecho lo mismo que yo. Me sentí menos estúpida y me dirigí a la ventana. Ya no vi el hermoso paisaje de antes que nos había acompañado hasta la casita de madera. A través del cristal ya no había música. La suave danza de la nieve se había transformado en una masa compacta sin ritmo alguno. A través de la ventana, ya no había luz; el blanco dominante había engullido todos los demás colores.
II Había en la gincana, como en cualquier otra competición del mismo estilo, algunas pruebas más duras que otras. Encontrar una roca concreta al lado de un pino concreto siempre es más difícil que encontrar una enorme figura de madera hecha y puesta ahí por el hombre, sobre todo si encima ruge gracias a un altavoz. Pero había una prueba que superaba en dificultad a todas las otras quince juntas y que ni siquiera los organizadores habían previsto cómo superar. Sin saber cómo ni por qué, la montaña tembló de repente, como si fuera capaz de sentir frío, y dio un fuerte alarido, como si también fuera capaz de sentir dolor. La nieve dejó de caer dulcemente en forma de copos y cayó en picado. En menos que dura un parpadeo, un manto blanco lo cubrió todo en un gélido abrazo del que, en realidad, nadie quería formar parte. Fue como si de repente se hiciera la noche. El fuego de la chimenea se apagó y un viento fantasmal atravesó nuestros cuerpos asustados. Todos lo notamos, pero nadie lo mencionó en voz alta. La nieve había bloqueado la puerta y las ventanas de la cabaña, impidiéndonos a las tres parejas salir de allí. La prueba número doce se había convertido para nosotros en una celda de unos veinticinco metros cuadrados y techo a dos aguas. Una cárcel que nos había salvado de morir aplastados por culpa del alud como los demás participantes que seguían fuera. Claro, que esto no lo sabíamos e, inevitablemente, cundió el pánico.
*** Además de a Julio y a mí, la montaña hambrienta había engullido a una pareja nipona y a otra australiana. Los japoneses eran morenos y tenían la tez pálida. Parecían asustados. Como todos, en realidad, pero de forma distinta. Los australianos parecían más fuertes y estaban más bronceados. No sé qué impresión les dábamos nosotros en ese momento, pero lo importante era intentar tranquilizarnos, cosa difícil si seguíamos pensando que en cualquier momento se nos caería el techo encima. Cada uno de nosotros intentaba relajarse y volver a la realidad a su manera y a su ritmo. La pareja japonesa, más en sincronización el uno con la otra, se fundía en un silencioso abrazo, en el que intentaban calmarse mutuamente. Contemplarlos despertaba en mí un placer inusual. Nunca he ido a Japón, pero siempre ha estado en mi lista de lugares a los que ir. Siempre me ha parecido un país tan bello, tan abierto y tan como de otro mundo... Superiores en todos los sentidos. Julio estudiaba el nuevo paisaje que nos presentaba el marco de la ventana desde el centro de la habitación. Había una luz de emergencia en una esquina y eso nos ayudaba a ver un poco en la oscuridad. Julio siempre pensaba rápido, así que no tardó en abandonar el lienzo vacío para dirigir la mirada a la chimenea. Necesitábamos fuego, ¿alguien tenía un mechero? El hombre australiano, que parecía el más ido de todos nosotros, tenía unas pocas cerillas en el bolsillo de su abrigo y ayudó a Julio a inventar el fuego. La alegría que invadió a esos dos hombres cuando, a la tercera, lo lograron me hizo comprender que pasaríamos en esa cabaña mucho más tiempo del esperado. Pero ninguno de los dos parecía compartir mi temor, porque se dirigieron a la puerta para abrirla y ver lo que pasaba. Y allí estaban, por primera vez, todos esos cuerpos. Los cadáveres de los hombres caídos en la guerra de Troya. Los cadáveres de los hombres caídos en la Guerra de Secesión. Los cadáveres de los hombres caídos en la Guerra Civil española. Y todas las mujeres y los niños caídos en manos de los hombres. Nieve y más nieve. No había otra cosa que muerte y desesperación. Como en los ojos de la mujer australiana.
Yo compartía con ella esa desesperación. Cómo no hacerlo, teniendo en cuenta la situación en la que estábamos y que aún nos negábamos a aceptar del todo. Pero la suya no parecía una desesperación proveniente del miedo, sino más bien del arrepentimiento. Arrepentimiento por haber ido a esa estúpida gincana. Y ¿quién no? *** La primera muerte fue accidental. Tras recuperarnos por el shock inicial y asimilar que estábamos atrapados, intentamos ponernos en contacto con los organizadores del evento, pero ni los móviles ni los walkie– talkies parecían funcionar. Los gritos y los golpes tampoco ayudaban en nada y cavar un túnel entre la nieve era aún más inútil porque se nos llenaba la cabaña de nieve y no aparecía la luz que se supone que debería aparecer al final de éste. Así que el ambiente no tardó en cargarse otra vez de nerviosismo. Decidimos intentar hablar entre nosotros, comunicarnos con un idioma medio conocido por los tres. Yo intenté consolar a la mujer australiana, que seguía en su desesperación, poniendo en evidencia mi complejo de hermana mayor aunque ella tuviera unos veinte años más que yo. Ella intentó decirme algo, pero no la entendí. Después lo repitió en inglés. Me dijo que ella había insistido en venir y ahora se arrepentía porque estaban atrapados. Que las pruebas habían sido demasiado duras y que tendrían que haberse retirado en seguida, pero que no había querido. Yo le dije que no era culpa suya, que era imposible haber adivinado qué iba a ocurrir, pero no pareció escucharme. Había algo extraño es esa habitación. La tensión subía y subía. Asimilar que nadie podía oírnos desde fuera era más difícil que asimilar que estábamos dentro. El miedo no es a estar atrapado sino a estarlo para siempre. El temor se había apalancado en el sillón verde esmeralda de al lado de la chimenea que antes había ocupado mi marido y había alguien que parecía verlo físicamente; al australiano de cincuenta y tres años y larga melena rubia comenzó a darle un infarto.
*** El hombre cayó de espaldas al suelo, haciendo que fuera en vano el acto instintivo de los demás de ir a recogerlo. Su mujer empezó a chillar lo que deduje en ese momento que era su nombre y no llegué a entender bien del todo. Ninguno de los allí presentes sabíamos qué hacer. El hombre parecía ahogarse con una mano en el pecho y la otra intentando agarrar algo invisible. Estábamos atrapados bajo metros y metros de nieve. Incomunicados. Sin entendernos apenas entre nosotros por culpa del idioma. Con el corazón bombeando a velocidades inmensurables. Al final, el hombre, en el suelo, dejó de moverse. Así que la mujer australiana empezó a gritar más y más fuerte. La pareja japonesa intentó, sin conseguirlo, calmarla. Estaba descontrolada, volvió el pánico del principio, estaba atrapada en esa maldita cabaña, por culpa de esa maldita gincana y su maldita insistencia hasta convencer a su marido de participar. Y ahora él estaba muerto, y ella no podía dejar de gritar. Se la veía desorientada, no sabía que sus gritos ponían nerviosas a las otras dos parejas, no se daba cuenta de que había otras dos parejas atrapadas en esa maldita cabaña de esa maldita gincana, no se daba cuenta de que esas otras dos parejas sólo intentaban que se tranquilizase, no las veía, no las veía intentar ayudarla. Sólo gritaba y gritaba y gritaba y daba vueltas y más vueltas sin parar. Sin ver más allá de sus narices. Sin ver a aquel hombre que intentaba ayudarla. Porque sus ojos apuntaban pero no podían ver nada. Así que no vio a aquel hombre español de metro ochenta y siete intentar cogerla, no vio a aquel hombre español de ojos castaños sujetarla por los hombros, no vio a aquel hombre español de complexión atlética zarandearla para intentar que entrara en razón, no vio a aquel hombre español soltarla, no se vio a sí misma tropezar, no se vio a sí misma caer de espaldas como había hecho antes su marido, no se dio cuenta de que se golpeaba la cabeza contra el pico de la mesa, no pudo ver que las otras dos parejas que estaban también atrapadas en esa maldita cabaña de esa maldita gincana volvían al shock inicial. Pero al menos cerró los ojos pensando que volvería a ver a su marido.
Y entonces el australiano de cincuenta y tres años y larga melena rubia volvió en sí. *** Recuerdo la primera vez que sentí la necesidad de solucionar los problemas de los demás como un pesado equipaje que debo llevar a cuestas hasta la cima del Everest. Hasta que no llegara arriba del todo, no podría dejar la mochila en el suelo. Yo tenía diez años y mi hermana mayor, la segunda, doce. Clara (así se llama ella) volvió a casa del colegio llorando. La pobre criatura llevaba un feo aparato en los dientes que no la dejaba vocalizar bien. Como consecuencia de ello, no sólo tenía que acudir a menudo al dentista para las revisiones, lo cual también la hacía llorar, sino que además sus compañeros de clase se burlaban de ella. Como decía, Clara entró llorando a casa. Nuestra madre le preguntó qué le ocurría y ella, entre sollozos, intentó explicar cómo un niño más alto que ella le había quitado su estuche y se lo había quedado. Nuestra madre, tan empática como ella sola, dijo que sólo era un estuche y que no hacía falta que llorara. Así que yo le dije a Clara que no se preocupara, que recuperaría su estuche con todas sus cosas dentro. A la mañana siguiente fuimos al colegio antes de lo normal. Quería ver entrar al niño más alto que mi hermana y eso hice. Me acerqué a él y le dije con la voz más fuerte que me salió de esa diminuta boca que poseía que le devolviera el estuche a mi hermana, con todas sus cosas dentro. Él se rió, claro, sabía que yo era más pequeña que él y encima mucho más bajita. Así que hice uso de mi habilidad para que los demás hagan lo que yo quiero que hagan y me posibiliten la información que yo quiero saber y le di una patada a su entrepierna. El crío se retorció en el suelo de dolor y me dijo que el estuche estaba en su casa, pero que ahora había que ir a clase y no podía ir a buscarlo. Tenía razón, era la hora de entrar y no podíamos llegar tarde, así que a la salida Clara y yo lo acompañamos hasta su casa y nos dio el estuche. Con todas sus cosas dentro.
Llegué a la cima del Everest y pude soltar la mochila, pero de Clara estuvieron riéndose durante días porque había acudido en busca de su hermana pequeña en lugar de defenderse sola. Lo sentí mucho, pero defenderla también de ello sólo lo habría empeorado. *** Había intentado ayudarla. Julio lo había intentado de veras. Pero esa mujer estaba demasiado histérica. Y cómo se lo explicas a un hombre que acaba de recuperar la conciencia. Cómo le explicas a un hombre que acaba de recuperar la conciencia que su pérdida de ésta ha provocado el enloquecimiento de la mujer que yace en el suelo sobre ese charco de sangre. Cómo le explicas a un hombre que acaba de recuperar la conciencia que la mujer que yace en el suelo sobre ese charco de sangre es la suya. Dime: ¿cómo se lo explicas? No puedes, claro, no se puede explicar... Tenía los ojos verdes y grandes. También tenía una cicatriz que recorría en diagonal toda su mejilla izquierda, una antigua herida cuyo origen yo nunca conocería. El hombre intentó incorporarse solo, pero terminamos ayudándolo. Tal vez lo que había sufrido había sido un ataque de pánico y no un infarto, ya que nunca antes había tenido problemas de corazón, según nos dijo segundos más tarde, antes de incorporarse del todo. Pero decidió no descartar ninguna hipótesis. Se sentó en el suelo apoyando ambas manos en éste. Seguía un poco mareado y buscaba a su mujer. Los cuerpos de los allí presentes le tapaban la luz del fuego que había ayudado a engendrar, así que apenas podía ver bien. ¿Dónde estaba? ¿Dónde estaba su bella esposa y qué era esa sustancia viscosa que había tocado sin querer con las manos al apoyarse? Con la poca claridad que había, miró su mano derecha y la vio roja. Era sangre. Palpó asustado su nuca en busca del manantial del que manaba y en seguida le dijimos que la sangre no era suya. Poco a poco fue centrando la vista y enfocando mejor. Había alguien tumbado muy cerca de él. Un cuerpo inerte con forma de mujer. Le resultaba familiar.
*** La segunda muerte fue en defensa propia. Creo que no tardó en reconocer a su pareja, ya que en seguida puso cara de volver a sufrir un ataque de pánico. Aunque esta vez, casi con toda seguridad, sería un infarto. Contuvo su ataque y se levantó rápidamente para dirigirse hacia su mujer. Era tarde. No tenía pulso. ¿Qué nos ocurría? No salíamos del todo de una crisis para entrar en otra. Todo era una espiral de ira y desesperación. No había manera de calmarse del todo. Intentamos entre los cuatro explicar al hombre australiano que la muerte de su esposa había sido un accidente. Que nosotros sólo habíamos intentado ayudar. Pero el hombre no atendía a razones. Nadie en su sano juicio lo habría hecho si se encontrara en esa misma situación. Intentamos explicarle detalladamente lo que había ocurrido, pero decidimos omitir quién había asustado sin querer a su mujer para que no se enfadara con nadie en concreto y tampoco insistimos en que el pensar que a su marido le había dado un infarto fue el detonante de su crisis. No queríamos que se sintiera culpable. Pero el hombre quería saberlo todo, con todo lujo de detalles, y aunque Julio no ha mostrado nunca interés alguno en contar historias, ya fueran ficticias o no, comenzó la narración. *** Recuerdo cuando intentaba explicarle a mi hermana que el hecho de que se metieran con ella por pedirme ayuda a mí en lugar de defenderse sola no era culpa mía. Recuerdo intentar decirle que yo había hecho lo que creía correcto para defenderla y que no había podido predecir las consecuencias negativas. Lo importante era que había conseguido el estuche. Que los otros se metieran con ella no era culpa mía. Y tampoco de ella, claro, únicamente era culpa de esos niñatos. Pero Clara nunca me escuchaba. Y ahora este hombre australiano me recordaba a mi hermana. Mi marido sólo había intentado ayudar a la mujer australiana. La mujer australiana había tropezado mientras estaba
siendo ayudada y había caído al suelo, con la mala suerte de golpearse contra el pico de esa mesa de café que había en la sala. Mi marido era yo con diez años. El hombre australiano era mi hermana Clara con doce y un feo aparato en los dientes que no la dejaba vocalizar bien. El juicio que había perdido la mujer australiana tras ver a su marido muerto era el estuche que le había robado ese niño más alto que ella. Mi marido sólo intentaba recuperar el estuche y que todo volviera a la normalidad. Que durante el proceso la mujer tropezara y cayera, perdiendo, además del juicio ya robado, la vida, había sido la consecuencia negativa que no había podido predecir. Pero Clara nunca me escuchaba. *** El australiano de cincuenta y tres años y larga melena rubia se abalanzó contra Julio. Le dio un puñetazo con la diestra y le provocó una pequeña hemorragia nasal. Mi esposo intentó defenderse, pero no le dio tiempo; ese monstruo furioso lo agarró de la chaqueta gris que le compré por su vigésimo quinto aniversario para lanzarlo contra la pared. Chocó contra ésta y por un momento todo se tambaleó. Craso error para el australiano porque, como ya he dicho, Julio siempre pensaba rápido y este golpe le dio la oportunidad de coger una de las espadas que adornaban la pared y degollar sin detenerse a recapacitar un segundo a su oponente.
III Los días pasaban con calma, como caracoles arrastrándose sobre las hojas verdes de los árboles, pero pasaban. Teníamos hambre y frío. La perfecta combinación del fuego de la chimenea y nuestras prendas de abrigo era insuficiente. Ya habíamos vaciado nuestras mochilas de alimentos sólidos, incluso las mochilas de los australianos, ahora que no necesitaban comer. Por suerte aún teníamos agua, pero también resultaba insuficiente y pronto no tendríamos más remedio que llevarnos la nieve a la boca. La nieve que era ahora el hogar de los difuntos. —¿Qué hacemos con los cuerpos? La mujer japonesa había sido la primera en volver a la realidad después de ver cómo aquel hombre enfurecido se reunía con su esposa en el reino de los muertos. La cabaña no era más que una gran habitación con un par de mesas, un par de sillones, un par de estanterías llenas de libros y unas cuantas armas blancas decorando las paredes. Ni siquiera había baño; en su lugar tuvimos que habilitar, con un montón de nieve en una esquina de la cabaña, un pequeño cubículo descubierto que yo, al menos, intentaría usar lo mínimo posible. Así que no hubo más remedio que improvisar. Aprovechando que la puerta estaba abierta y ya que no habíamos conseguido cerrarla, excavamos un gran hoyo mal hecho con las manos entre la nieve que había entrado y dejamos ahí los cuerpos australianos. Los cubrimos todo lo bien que pudimos y después les dimos la espalda sin ningún remordimiento
para ir directos a abrazar el calor de la chimenea. Poco a poco nos fuimos olvidando de ellos. O al menos eso decidimos fingir todos que habíamos hecho, ya que el olor de la sangre lo impregnaba todo y dificultaba la tarea de pasar página. Por suerte, con el tiempo se secó y pudimos hacer como que el color burdeos del suelo y las paredes formaba parte, junto con las armas, de la bélica decoración de la cabaña. *** ¿Crees en el destino? Mi madre sí creía. Y además siempre decía que era muy cruel. Me viene a la memoria la primera vez que supe de la existencia —ya pasada— de mi hermana Sonia. Mi padre me contó una vez, años más tarde, después de que ella falleciera, que mi madre, desde siempre, había querido tener, al menos, un niño. Pero sólo daba a luz a niñas. Al principio, cuando tuvo a su primera Sonia, no pensaba en el destino ni en su cruel capricho, así que ella —ambos, en realidad— era feliz con su pequeña y soñaba con traer al mundo, después, un varón al que ponerle el nombre de su abuelo, el hombre que había sido como un padre para ella. Luego trajo otra hembra a la vida, pero no perdió la esperanza y decidió seguir intentándolo. A la tercera va la vencida, claro, pero la única que se rindió fue mi madre cuando cogió en brazos a su tercera hija. Y después llegué yo, junto con la maldición de una leucemia para mi hermana mayor. Y por último mi hermana pequeña. En total: cinco hijas, una de ellas fallecida prematuramente. Pero mi padre no sabía que yo ya conocía esa historia. Porque me la había contado mi madre en más de una ocasión. A los cuatro años, cuando aún era, en edad, la pequeña de la casa, yo creía que esa fotografía que descansaba en la mesita de noche de mi madre era una fotografía de ella de pequeña. Así que la señalé por primera vez y le dije que era muy guapa. Ella me dio las gracias, pero me explicó que no era ella de pequeña la que estaba enmarcada para siempre con esa sonrisa angelical y esos cabellos brillantes como el oro, sino una hermana a la que yo
nunca conocí. Le pregunté por qué y me lo explicó todo, aunque a esa edad apenas la entendí. Después de aquello fue cuando mi madre empezó a pensar seriamente en el destino. En el capricho de éste de que no concibiera ningún varón e incluso en la posibilidad de que su destino fuera el de tener sólo tres hijas y que por eso le había sido arrebatada una cuando estaba a punto de traer una nueva al mundo. Dándole vueltas a esta terrible idea, empezó a echarme la culpa en mal guardado secreto. Su alma fue oscureciéndose poco a poco, envenenándose de odio y hastío, algo que la condujo al suicidio veinte años más tarde. Lo he meditado durante años, incluso antes de que se quitara la vida, y creo que por eso aún tuvo una hija más detrás de mí. Para ver si, gracias a su destino de sólo tener tres hijas, trayendo a otra niña al mundo, le era arrebatada la niña por la que le fue arrebatada la primera. No funcionó. Y la noche se hizo más y más larga. Por su parte, Julio era hijo único. No sabía lo que era cuidar de un hermano, pero tampoco sabía lo que era que tus padres se pusieran de parte de otro hijo que no fuera él. Aun así, sus padres tampoco lo solían apoyar en sus decisiones. Ni siquiera habían decidido ellos traerlo al mundo. Julio fue un descuido de verano y se lo estuvieron recordando desde el momento en que nació. Creo que sería justo decir que ninguno de los dos tuvo nunca en la infancia una experiencia más agradable que amarga como hijo, así que quizá por eso nunca hablamos de tener los nuestros propios. Sin embargo, yo sabía que él tenía buena mano con los infantes. Y además se le veía feliz cuando cogía alguno en brazos, quizá porque albergaba la esperanza de dar a otro la oportunidad que él no tuvo de ser querido por sus padres. Por eso, en el momento en que sellamos la puerta con la muerte, comprendiendo así que ya jamás atravesaríamos el umbral, empecé a preguntarme si le había privado egoístamente de una experiencia que a él le habría gustado tener. ***
Me preguntaba si los japoneses tendrían hijos. Si a él se le darían bien los niños o si ella se arrepentiría de no habérselos dado. Habría sido una buena madre, puesto que no habría cometido los errores de la suya, pero ya era tarde. No siempre se tiene toda la vida por delante. Hablaban entre ellos en su idioma. ¿Hablarían de nosotros o simplemente echaban de menos Japón? ¿Estaría ella instigando a su marido para que hiciera lo que yo quería que hiciera el mío? ¿Se estaría volviendo, al igual que yo, sin saberlo, paranoica? ¿Acaso se iba a levantar su marido para hacer lo que a primera vista parecía una locura? En cualquier caso, hablaran de lo que hablaran, la pareja nipona desconfiaba de Julio y de mí, se les notaba en la forma que tenían de mirarnos, pero eso no significaba que prefirieran morir congelados a estar junto a nosotros en frente de la hoguera. Con forme pasaban los días, ésta parecía que quería apagarse, así que no nos quedó más remedio que cometer el sacrilegio de echar de vez en cuando unos libros al fuego. Tampoco había nada interesante. Casi todo eran guías en relación a las montañas y los bosques. Tipos de aves, tipos de plantas, tipos de animales capaces de arrancarte las extremidades con el mínimo esfuerzo. Nada sobre cómo sobrevivir sin comida dentro del vientre de una montaña. El silencio invadía la cabaña, con excepción de los cánticos de las llamas y de nuestro sistema biológico. De no ser por el rugido de los estómagos, se podría haber dicho que había seis cadáveres sepultados bajo la nieve. —A lo mejor deberíamos comérnoslos. La perplejidad invadió el rostro de mi marido. No sabía qué decir, era la primera vez que oía a alguien decir algo así y no sabía cómo proceder. —A los australianos... Deberíamos comérnoslos. Por dónde empezar. Por dónde empezar a decirme todo lo que tenía en mente. Quería decirme que no se puede comer seres humanos. Quería decirme que a los muertos hay que darles un entierro decente, no servirlos como banquete. Quería decirme que no sería correcto porque les quitaríamos a sus familiares el
derecho a despedirse como se merecen. Quería decirme muchas cosas, pero al final no salieron de su boca. —Cariño, llevan semanas muertos... Seguramente ya no se puedan comer. Le temblaba la voz, no creía exactamente que estuviera diciendo lo que estaba diciendo. Por suerte o por desgracia, los japoneses no hablaban español. —A lo mejor no, a lo mejor el frío los ha conservado en buen estado. —Sonia... —¿Prefieres morirte de hambre? ¿Que nos coman los chinos? —Japoneses. —Lo que sea. Sabes que lo harán —es posible que ese fuera el momento exacto en el que enloquecí—. ¿Te has fijado en cómo nos miran? ¡Se relamen pensando en a qué sabremos! —Y esa frase final lo confirmó. Julio apoyó sus manos con toda la suavidad del mundo sobre mis hombros y susurró con más cariño del que creía que sería capaz de reunir: —Estás paranoica. —Puede, pero tengo mucha hambre. Y si no nos comemos ya a los australianos, los japoneses se hartarán de esperar y nos comerán a nosotros. —Y si tantas ganas tienen de comer, ¿por qué no han empezado ya? —¡Porque se creen mejores que nosotros! Míralos, están ahí esperando que nosotros seamos los malos. Al fin y al cabo, tú ya has matado a dos. —A uno. —Es verdad, lo siento. *** No invité a mi madre a mi boda y ella no me invitó a mí a su funeral, pero ambas asistimos a las dos ceremonias. Yo de blanco y ella de negro. Y lo hicimos porque no tuvimos más remedio. Porque en el centro de nuestra enemistad se encontraba un
hombre que nos amaba a las dos y al que las dos queríamos a pesar de su insistencia de no ponerse del lado de ninguna. Ese hombre era, por supuesto, mi padre y su marido. Quien me llevó al altar para entregarme a otro hombre que años más tarde no tuvo más remedio que levantarse del suelo, acercarse a un cadáver australiano y desmembrarlo. O al menos se convenció a sí mismo de ello. Mientras yo seguía vigilando de reojo al otro matrimonio y me mordía las uñas exaltada, atenta al más mínimo movimiento por parte de ellos de venir a atacarme, Julio se aproximó a la pared, cogió el aún ensangrentado cuchillo que había utilizado para rebanarle el pescuezo al hombre australiano y se dirigió hacia la puerta. Los japoneses se pusieron muy nerviosos; a mí me embargó un fuego interno que bien podría haber bautizado como alegría pero preferí no hacerlo por respeto a los cuerpos difuntos. Vimos cómo Julio se acercaba despacio a la puerta, rebuscaba en la nieve hasta encontrar la pierna izquierda del hombre australiano y, respirando muy hondo, dejaba caer el arma con fuerza sobre ésta. Así que, cuando creíamos que ya habíamos superado el bucle de miedo y desesperación, la histeria volvió a la cabaña a través de la pareja nipona. El hombre se lanzó a sí mismo contra Julio, como arrepintiéndose de ir a por él en el mismo momento de hacerlo, e intentó quitarle el cuchillo de entre las manos. Hubo un forcejeo. Nosotras las esposas no sabíamos si meternos o no en la pelea. Estábamos indecisas porque nos daba miedo que sin querer resultáramos heridas. No era el miedo a la muerte, era el miedo a que el hombre español o el hombre japonés experimentara lo mismo que había experimentado el hombre australiano. La aparté a un lado e intenté hablar con ella. Intenté explicarle que estábamos hambrientos y que no aguantábamos más. Intenté explicarle que ya estaban muertos y que no teníamos por qué morir nosotros cuatro también. Necesitábamos urgentemente llevarnos algo a la boca. Ella estaba en las mismas. Y su marido también. Así que lanzó un grito y todo el mundo se detuvo. Si no fuera porque es imposible, juraría que hasta el reloj de pared se detuvo también.
Y en ese intervalo de tiempo en el que el tiempo no pasó, habló en japonés con su esposo. Nunca sabré exactamente qué le dijo, pero dejó en paz a mi marido. Teníamos razón. Teníamos hambre.
IV La primera vez que Julio y yo nos acostamos, teníamos quince años y la casa de sus padres para nosotros solos. Yo llevaba encima unas expectativas tan grandes como mi escote y Julio estaba nervioso: tenía miedo de decepcionarme. Yo pensaba en ver una película juntos en el sofá, quizá una cuyo tema principal fuera el amor adolescente, mientras tomábamos una cena casera para aprovechar que durante el fin de semana no habría adultos en casa y terminar pasando a su habitación para tomar el postre. Nos besaríamos apasionadamente, él me quitaría el vestido de flores con cuidado, acariciaría suavemente mi cuerpo, besaría mi piel. Entonces yo lo desvestiría a él y contemplaría su desnudez. Palparía su cuerpo perfecto y lo besaría también apasionadamente. Nos quitaríamos la ropa interior y nos fundiríamos en un sólo ente. Él tenía una idea distinta a la mía. Sin yo saber nada, había preparado su dormitorio de la manera más romántica que se le había ocurrido. Había esparcido por el suelo y el colchón pétalos de rosa, había encendido unas cuantas velas aromáticas que se mezclaban entre sí y su radio cassette estaba preparado para entonar las canciones de mi cantante favorito. Ninguno de los dos había imaginado que después de entrar en su salón, tan nerviosos como estábamos y sin saber cómo actuar, nos besaríamos con fuerza en los labios, nos quitaríamos rápidamente cada uno nuestra propia ropa y nos acostaríamos en
el sofá sin muchos preámbulos. Pero eso fue lo que acabamos haciendo. No fue la velada mágica que habíamos planeado cada uno en nuestra cabeza durante días, fue la velada mágica que queríamos tener en ese momento. *** La carne humana no era como me había imaginado. No sabía ni bien ni mal, aunque seguramente eso fuera sobre todo porque a mí la carne nunca me ha gustado mucho. No voy a mentir: la experiencia fue asquerosa por lo sangrienta que resultó. Ver a ese hombre con la pierna destrozada era desagradable incluso para tratarse de un cadáver no reciente que ya sabíamos de sobra que estaba ahí. Pero la asamos al fuego y nos la comimos sin rechistar. Era lo único que teníamos. En ese momento no pensé en que pudiera estar mala por culpa del tiempo que llevaba muerto. Sólo quería llenar el estómago. Y, aunque en principio decidimos no comernos los cuerpos enteros para que sus familias pudieran enterrarlos como merecían, estuvieron alimentándonos durante unos cuantos días. *** La tercera muerte fue una estupidez. Después de perder la virginidad, Julio y yo empezamos a hacer el amor a menudo. Siempre que alguna de las dos casas estaba totalmente libre —solía ser la suya— decidíamos pasar la noche juntos. No siempre nos acostábamos, claro, a veces nos bastaba con dormir abrazados en la misma cama. Lo importante era que queríamos estar juntos y lo estábamos. Lo bueno de practicar a menudo una cosa es que le vas cogiendo el truco y cada vez lo haces mejor y con más ganas. Al principio el acto sexual duraba poco, no teníamos imaginación, estábamos muy perdidos y no podíamos acudir en busca de ayuda, esas cosas no se suelen hacer a esas edades; pero con el tiempo empezamos a experimentar más y a pasarlo mejor juntos.
Con la carne humana me pasó algo parecido. Cada vez la comía más a gusto y quería más. No, no quería más: la necesitaba. Y lo peor es que llegó un momento en que la comida australiana no podía abastecerme y sentí esa necesidad de saciarme como un fuerte cosquilleo que recorre todo mi cuerpo. La necesitaba intensamente como llegué a necesitar sentir a Julio dentro de mí. Así que una noche me desperté de repente y vi a la pareja durmiendo abrazada en su sitio de siempre. Sin servirnos de las palabras, habíamos escogido cada pareja un lado de la habitación y siempre ocupábamos el mismo sitio para dormir y descansar. La convivencia era muy tranquila en ese aspecto. Pero no sé por qué, esa noche me invadió un fuerte deseo de eliminarlos para no volver a verlos nunca más. Ya no los soportaba. Sus rostros me recordaban cada día que pasaba que estábamos allí atrapados y que no volveríamos a salir al exterior nunca más. Que estábamos condenados a no pasar de la prueba número doce. A no ganar la dichosa gincana. A no ganar una semana en Berna en un hotel de cinco estrellas con todos los gastos pagados. Y no estaba dispuesta a aguantarlo mucho más tiempo. *** Me habría gustado, cuando dio a luz a su última hija y vio que yo seguía respirando, coger a mi madre por los hombros, sentarla a los pies de su cama y decirle, con esa voz tan dulce que yo tenía, que el destino no era cruel, que la cruel era yo. Pero apenas tenía seis años. Ahora había traspasado la treintena y ya no podía hacerlo, pero podía seguir siendo igual de cruel si era eso lo que ella, muerta, seguía esperando de mí. Aunque aún nos quedaba algo de agua porque acordamos beber un sólo trago dos veces al día, esta vez un acuerdo de palabra hablada, pronto se terminaría y únicamente tendríamos la nieve, que seguía cubriendo las ventanas. Si nos deshacíamos de ellos, sólo seríamos Julio y yo y el agua nos duraría más tiempo. Y además volveríamos a tener comida por unos días. Me dirigí sigilosamente a la pared, procurando no despertar a Julio cuando aparté su brazo izquierdo de mi cintura, y cogí el
hacha que más me había llamado la atención la primera vez que entré. Era de doble filo y de unos veinte centímetros de largo. El mango parecía de cuero y toda ella brillaba mucho. Me acerqué despacio a los japoneses y me preparé para hundir el hacha en el primer cráneo con el que me topara. Moriría durmiendo, así que no sufriría ni sentiría miedo. Seguramente ni se enteraría. Cerré los ojos, respiré hondo un par de veces y la dejé caer con fuerza. Un gran chorro de sangre salpicó toda la habitación. De nuevo, el señor burdeos hacía acto de presencia. *** No supe a quién había matado hasta que la mujer japonesa se puso a chillar y me hizo abrir los ojos. Julio se despertó de golpe sin saber qué ocurría. Cuando me vio con el arma aún en la mano y vio que ésta estaba incrustada en el cráneo japonés, vino en seguida a apartarme de allí. —Pero ¡¿qué has hecho?! —¿Qué? Me temblaban las manos. Me sentía mareada, desorientada. La cabeza me daba vueltas y vueltas. Julio intentaba hacerme volver en mí, pero era imposible. Yo ya me había ido. Esa no era yo. No podía serlo. Por un momento, dejaron de existir la cabaña, la gincana y todos los que me acompañaban. No había nada a mi alrededor, o al menos yo no lo veía. Me había convertido en una mujer australiana que acababa de ver cómo moría su marido de un infarto. Me había convertido en un australiano resucitado que acababa de descubrir que su mujer había muerto mientras él estaba inconsciente. Me había convertido en una japonesa que abrazaba a su marido cruelmente asesinado, sacaba de él la pequeña hacha como si de la mismísima Excálibur se tratara y se abalanzaba contra la asesina de su amante. *** La primera y única vez que Julio y yo nos separamos, fue cuando entramos en la universidad y escogimos carreras distintas. El primer año nos tocó vivir a kilómetros de distancia porque
nuestras universidades, aunque sí en la misma comunidad autónoma, no estaban en la misma provincia y, al tratarse del primer año, ninguno de los dos quería vivir lejos de su universidad. Así que ambos nos buscamos un piso de estudiantes. Al principio hablábamos todos los días por teléfono y nos veíamos todos los fines de semana, ya fuera en la ciudad donde vivía él, en la ciudad donde vivía yo o en nuestra ciudad natal. Después dejamos de hablar y vernos tan a menudo por culpa de los trabajos y los exámenes. Por suerte, la llama del amor no se apagó, así que decidimos correr el riesgo y en el segundo año hicimos la misma marcha que en el primero. Era muy cómodo y, al vivir cada uno en un piso con otros tres estudiantes, el alquiler era bajo y nuestros padres estaban dispuestos a pagárnoslo. Pero esta vez fue más duro estar tan separados y cuando llegó el verano nos dio miedo que el otro quisiera romper. Así que nos casamos. Y para el tercer curso decidimos escoger una ciudad que estuviera más o menos entre las dos universidades y desde la que pudiéramos acceder a ellas con el transporte público. La encontramos y empezamos nuestra vida juntos. Nada ni nadie podía separarnos. Creíamos en el amor. Sobre todo yo. Y ahora estaba ahí, en medio de esa fría sala, intentando interiorizar el hecho de que acabara de separar para siempre a una pareja japonesa. Pero aún se podía arreglar. *** La cuarta muerte fue inevitable. Sólo quedaba ella y venía directa a mí con ese arma y la esperanza de vengar a su marido. No lo consiguió, claro, si no yo no estaría aquí contando mi historia. Antes de que pudiera acercárseme, Julio le dio un empujón y la lanzó contra la pared con la mala suerte de que chocó contra el fuego y lo apagó casi del todo. Forcejearon durante un rato y mi marido logró quitarle el hacha. La mujer, sabiendo que no podía contra él, decidió calmarse. Se sentó en el suelo apoyada en la pared y se cubrió el rostro con
las manos. Lloraba. No sé de dónde sacaría las fuerzas para hacerlo pero lloraba. Me acerqué a ella y le dije que lo sentía, que lo sentía mucho, pero que podía arreglarlo —otra advertencia, me doy cuenta, de que me había vuelto loca—, podía hacer que volvieran a estar juntos. La mujer japonesa me entendió a la primera y se puso a llorar aún más fuerte. Quizá ella sí había llegado a tener hijos. Y quizá los había querido desde el principio. Cogí uno de los enormes cuchillos que adornaban tétricamente la pared y terminé hundiéndolo en su estómago vacío. Intentando simular, quizá, burdamente el harakiri. Ahora estaríamos Julio y yo solos y esa cabaña sería nuestra semana en Berna en un hotel de cinco estrellas con todos los gastos pagados: habíamos ganado la gincana.
Epílogo No creo que haga falta explicar por qué terminó todo de la forma en la que terminó. Después de matar a la última superviviente aparte de nosotros, intentamos reavivar el fuego soplando suavemente y quemando más hojas de libros. Pero no volvió a brillar como antes y acabó consumiéndose en seguida. Teníamos dos cadáveres recientes y no había hoguera para asarlos. Se nos ocurrió la brillante idea de comérnoslos como si de sushi se tratara, pero la carne cruda era imposible de tragar y terminamos vomitándola. Los días siguieron pasando y seguía sin haber indicios de que nos estuvieran buscando. Aunque era evidente que la nieve que nos cubría estaba fundiéndose muy poquito a poco —nos parecía, desde hacía un tiempo, ver un pequeño rayo de sol atravesando la parte más alta de la chimenea—, estábamos siempre muy cansados y teníamos los músculos entumecidos. Las fuerzas necesarias para cavar un túnel habían muerto ahogadas hacía mucho. Según mi marido, el viento se oía cada vez más fuerte y eso significaba que había poca nieve encima de nosotros y pronto podríamos salir sin necesidad de hacer ese gran esfuerzo que temía que acabara con nuestras vidas, pero yo no escuchaba nada, así que no compartía su ilusión. Y, mientras él intentaba sin conseguirlo llenarme de esperanzas, mi estómago volvía a enfurecerse como se enfurecen los niños cuando sus padres no les
dejan ir al kiosco a comprar dulces y dejaba de escuchar nada de lo que dijera mi pobre esposo, que se había convertido en la última señal inequívoca que me recordaba que estábamos atrapados en la nieve, por culpa de esa estúpida gincana de la que él me había hablado. Hacía tanto tiempo que conocía a Julio que ya no recordaba cuándo fue el primer momento en que lo vi. Cuándo nos presentamos. Cuándo nos cogimos de la mano por primera vez. Cuándo nos dimos nuestro primer beso. Para mí Julio formaba ya parte de mi cuerpo; como mis ojos, mi esternón, o ese lunar irregular que la dermatóloga quería quitarme para ver si era maligno pero que yo aún quería aguantar un poco más para ver si se descubría antes de la biopsia. Yo sabía que íbamos a morir, por eso me negué a dejar que el destino siguiera su curso natural, tan lento y desesperante, y quise terminar tajante con todo, un poco antes de tiempo. Amaba a Julio y no podía dejar que me viera fallecer. No podía dejar que a él también le poseyera la maldición de la cabaña que había poseído a casi todos los que habían muerto allí. Una mujer australiana, un hombre australiano, una mujer japonesa. El único que no había sufrido había sido el hombre japonés. Y yo quería eso para mi bello esposo. He dicho que soy Cáncer y es verdad. Nací en julio cuando Julio ya habitaba el mundo. Pero fue Julio quien acabó irrumpiéndome como un cáncer. Y, aunque sólo fuera para evitar que llorara mi pérdida, había llegado la hora de extirparlo.
(8 de noviembre de 2017 — 16 de marzo de 2018)