El reparador de muñecas

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El reparador de muĂąecas S. McMillan




Título de la obra: El reparador de muñecas Nombre de la autora: Sara Andrés Romero Diseño: Sara Andrés Romero Fotografía: Sara Andrés Romero Fecha de publicación: septiembre 2019 Gracias por leer: A ti


A Victoria Benedictsson



I

A Victoria no le gustaban sus muñecas, así que las cortó. No era la primera vez. Cuando tenía seis años se levantó de golpe de la moqueta, fue directa a la cocina, abrió el cajón de los cubiertos y cogió el cuchillo más afilado al que tenía alcance. Con él en mano volvió al comedor, cogió la que según ella era su muñeca favorita y lo clavó en su vientre. Retorció y retorció el utensilio de cocina hasta partir por la mitad un juguete que no le había hecho nada y se sintió satisfecha. —No me gustaría saber qué les haces a las muñecas que no te gustan... Los hombres le daban miedo, sobre todo los mayores, los que ya dirigían un poblado de arrugas en el rostro, pero este hombre le caía bien. Su mirada divertida, como de niño, y su sonrisa pura hacían que Victoria confiara en él más que en cualquier otra persona del mundo.


—No comprendo por qué lo hace. Cuando tenía cuatro años agarró por el cabello las tres muñecas que le habían traído los Reyes Magos y las lanzó por la ventana —su madre suspiraba—. Le dijimos que si no quería jugar con muñecas no pasaba nada, que había muchos otros juguetes en el mundo. Pelotas, coches, cocinitas... Pero cuando llegó su cumpleaños pidió una muñeca. Y cada vez que pasamos por una tienda de juguetes quiere que le compre una. Incluso en la carta a los Reyes Magos escribe que sólo quiere muñecas. —¿Por qué lees mi carta a los Reyes, mami? —Para comprobar que la has escrito bien y se entiende tu letra, cariño. Cogió en brazos a su hija y le dio un beso en su tierna mejilla izquierda. Acomodó a Victoria en su cadera con un poco de esfuerzo y le alisó la falda azul marino que llevaba hasta que no hubo ningún pliegue en ella. —No se preocupe, señora, puedo repararla. —¿De verdad quieres que la arregle? ¿No prefieres que te compre otra? Seguramente era la octava vez que se lo preguntaba. La primera fue la semana anterior, cuando Victoria le enseñó lo que le había hecho a su muñeca y le pidió por favor, por favor, que la cosiera. La madre se puso hecha una furia cuando supo que había cogido un cuchillo de la cocina. «¡Podrías haberte cortado! ¿Dónde estaba Marta en ese momento?». Marta en ese momento estaba en el baño. La niñera nunca le quitaba el ojo de encima, excepto cuando se lo quitaba. Como la veía tan tranquila y tan centrada jugando, a veces salía al balcón a tomar el aire o a hablar por teléfono con su novia, que estaba de Erasmus en Alemania y la echaba mucho de menos, según decía. Pero en ese momento Marta había ido al baño, justo después de tomarse tres refrescos seguidos.


La segunda vez fue al día siguiente, momentos antes de llamar por teléfono a una amiga de toda la vida que pensaba que podría ayudarla a encontrar a alguien que reparara muñecas. Incluso esta amiga lo había preguntado. O al menos eso daba a entender el «No, no quiere otra, quiere la misma muñeca... Sí, sí, lo sé, pero quiere la muñeca con la cicatriz y todo... Si le compro una nueva, la volverá a romper» que había dicho su madre. La tercera vez fue antes de marcar el número de teléfono que le había dado su amiga junto con la recomendación de no dejarse embaucar fácilmente, que no se precipitara, que pensara si de verdad le merecía la pena gastarse el dinero en reparar el juguete. La cuarta vez que se lo preguntó fue esa misma mañana, mientras le ajustaba bien los leotardos para que no le provocaran molestias al andar. Llevar leotardos es tan incómodo que a veces vale más la pena pasar frío. Victoria gozaba de una paciencia infinita, porque la quinta vez fue mientras su madre le abrochaba el cinturón de seguridad en el coche. Y después ya en la carretera se lo preguntó una vez más. Y justo antes de bajar, cuando llegaron a la dirección indicada, y darle un beso en la frente. Por eso ésa era ya la octava vez que le preguntaba y la octava vez que la criatura respondía con su dulce vocecilla de hada del bosque: —No. Quiero esta muñeca. —Puedo comprarte otra igual. —¡Que no!

***

Ana se vio obligada a contratar a una niñera cuando su madre se vio impedida para ayudarla. Fue también entonces cuando se apuntó al gimnasio, no sólo para perder veinte euros al mes de su cuenta bancaria, sino también para ir a hacer ejercicio de manera regular. Iba por las mañanas, de lunes a


viernes, cuando su pequeña estaba en el colegio. Tanto su madre como sus amigas le insistieron en que debía dedicar tiempo sólo para ella, y así, durante al menos un par de horas, despejaba su mente de aquellos pensamientos que tanto la perjudicaban. Después, por la tarde, dejaba a Victoria al cuidado de Marta y se iba al hospital. —Me acuerdo de cuando tenía once años y dejaron de vender el cacao en polvo que a mí me gustaba disolver en la leche. Fue cuando empezamos a comprar Cola Cao. No me gustaba, sabía raro. Al principio creí que simplemente se les había acabado el género y tardarían unos días en reponer. Después me enteré de que se había quemado la fábrica. No habría más cacao en polvo del que me gustaba. Tenía que empezar a acostumbrarme al sabor del Cola Cao. Algo parecido ocurrió con Esteban. Si no hubiera fallecido en aquel incendio, no tendría que haber empezado a acostumbrarse a vivir sin su marido. A vivir sin sus besos de buenos días. A vivir sin su ropa tendida en el balcón. A vivir sin la loción de afeitado en el armario del cuarto de baño. A vivir sin oírle roncar. Tras quedarse viuda, Ana empezó a ir al psicólogo, convencida de que era la única manera de volver a despegar. Fue primero a su médica de cabecera, quien le hizo el volante para acudir a la tercera planta del ambulatorio, una especie de pase VIP que expiraba al año. Acudió a unas cinco sesiones y lo dejó, ya que sentía que no la estaba ayudando. Luego probó con las recomendaciones de algunas amigas. Psicólogos en consultas de pago. Cuarenta, sesenta, ochenta euros la hora. Habló del incendio, del sentimiento de culpa, de vacío, de echarle de menos, de lo mucho que lo veía en el rostro de Victoria. Se empezó a sentir mejor, pero pronto se dio cuenta de que hablar de él con otras personas no era precisamente lo que más necesitaba. Necesitaba pasar página, no anclarse en el pasado, acostumbrarse, como se acostumbró al sabor del Cola Cao, a hacer vida sin él. Así


que dejó de gastar dinero en psicólogos y decidió que el único psicólogo con el que hablaría a partir de entonces sería el doctor Gutiérrez cuando saludaba de pasada a los celadores del cuartito antes de empezar su jornada laboral. El hospital en el que trabajaba estaba a quince minutos en coche desde su casa. Tenía un turno rotatorio pero gran facilidad para cambiar con cualquier compañero mañanas por tardes. De ocho a tres, de tres a diez, de diez a ocho. Hacía de tres a cinco noches al mes, noches sueltas y repartidas aparentemente de manera aleatoria. Viernes y domingo, martes y sábado, miércoles y jueves de la semana siguiente, lunes. Nunca dos noches seguidas y nunca tres noches en la misma semana. Salvo, claro, si cambiaba el turno con algún compañero. En realidad no necesitaba ser viuda para poder dedicar tiempo a sí misma, pero, si Esteban no hubiera tenido la mala suerte de ir a trabajar aquel fatídico domingo del tres de julio, habría podido ir al gimnasio o salir sábado noche con sus amigas sin tener que contratar a Marta, la hija de su antigua vecina en su anterior vivienda, porque ella y su marido se habrían puesto de acuerdo en trabajar mañana o tarde y siempre habría habido alguien en casa con su hija. La indemnización que consiguieron las familias afectadas por el incidente en la fábrica terminó por no ser suficiente para pagar la hipoteca y Ana y Victoria tuvieron que mudarse a un barrio más modesto. Por suerte conocía a Marta desde que ésta última tenía la edad que ahora tenía Victoria y acordó con ella un sueldo razonable que las complacía a las tres: a la madre de Victoria, a la niñera de Victoria y a la madre de la niñera de Victoria. —Mamá, ¿cuándo estará mi muñeca? —El señor Geraldo dijo que en una semana, cielo. El martes iremos a por ella.


—Y ¿no podemos ir antes? Para verla mientras aún está malita. Cuando el abuelo estaba en el médico, íbamos a verle aunque no íbamos a sacarlo. —Sí, mi amor, cuando el abuelo estaba ingresado en el hospital íbamos a visitarlo a menudo antes de que le dieran el alta. —¿Qué es «elalta»? —«El alta» es cuando el médico te dice que ya te puedes ir a casa. Sonó el timbre y fueron las dos a ver quién era. Ana cogió en brazos a su hija para que ésta pudiera mirar por la mirilla y ver a Marta saludando a la puerta con aire divertido. Sabía que Victoria miraría a ver quién había llamado porque siempre lo hacía. Y siempre lo hacía precisamente porque sabía que era Marta quien llamaba a esas horas y la encontraría saludando a la puerta con aire divertido para hacerla reír. Victoria soltó una carcajada y gritó: —¿QUIÉN ES? —El lobo feroz. Abre para que te coma. —Pero no me comas mucho, eh... Fue la respuesta de la pequeña cuando su madre abrió la puerta y dejó entrar al lobo feroz. Así que Marta cogió en volandas a Victoria e hizo los gruñidos propios de las bestias antes de devorar a su presa. —¡No, no, no! Victoria reía mientras su niñera mordía suavemente sus mejillas y su cuello, haciéndole cosquillas sin que el pobre corderito tuviera oportunidad de defenderse. Ana interrumpió el juego. —Bueno, chicas, me voy a trabajar. Pórtate bien, ¿vale? —Adiós, señora Bermejo. —Adiós, Marta. Se habían quedado solas.


***

Victoria no llegó a conocer bien a su padre. Lo único que le confirmaba su existencia era la foto que colgaba en el salón de un hombre de veintisiete años cogiendo en brazos un bebé de unos catorce meses. Una fotografía que se hizo mes y medio antes del accidente en la fábrica que dejó a demasiados niños sin padre. El hombre de la imagen tenía el pelo negro y sonreía, sonreía mucho porque era feliz. Victoria dormía en sus brazos y siempre que admiraba la fotografía intentaba imaginarse qué aspecto tendría ahora aquel desconocido que tanto la había amado. Seguramente no habría cambiado mucho, pero ella era incapaz de hacerse una idea. Ana veía en el rostro de su inocente hija el reflejo de su marido. Esa expresión en los ojos y esa sonrisa pícara cunado se daba cuenta de algo que los demás aún no habían averiguado las había sacado de él. También hacía el mismo gesto con las manos cuando se cabreaba. Un gesto que no podía haber aprendido a través del bello arte de la imitación, ya que la pequeña nunca había visto a su padre hacerlo. Apretaba el puño a la altura de su hombro y lo abría con un veloz movimiento impulsándolo hacia arriba, como intentando expulsar el enfado que en ese momento albergaba su corazón. Incluso sus cabellos eran igual de negros, negros como el ébano. La única gran diferencia entre ambos era el color de sus ojos. Los de Victoria eran castaños. Todos los hombres que debían ser importantes en su vida estaban muertos. Su padre estaba muerto, su abuelo paterno había perecido mucho antes de nacer ella, su abuelo materno sucumbió al cáncer casi dos años atrás. Vivía rodeada sólo de mujeres. E incluso estas mujeres a veces vivían


rodeadas sólo de mujeres, por lo que no tenía oportunidad de saber lo que era tener en su vida un hombre que le importase. En el colegio todas sus maestras eran mujeres, sólo jugaba con niñas porque los niños se pasaban el día pegándose y eso no parecía nada divertido, su única abuela con vida era viuda y su madre trabajaba tanto que ni siquiera se había planteado buscar pareja, además de ser hija única, lo que dificultaba la posibilidad de tener algún tío varón. Por parte de su difunto padre sólo tenía dos tías, ambas casadas con hombres, eso sí, que sólo habían dado a luz un total de tres niñas. Pero apenas tenía relación con esa parte de la familia. Incluso su niñera, una chica joven y muy guapa de la que podría aprender a tratar con los hombres, salía con una mujer. ¿Dónde se había escondido el sexo masculino? Quizá por eso la asustaban tanto los hombres, porque le eran todos unos desconocidos, intrusos en lo que parecía ser un mundo amazónico. Y quizá por eso la atraía tanto el señor Geraldo, a quien estaba a punto de ver por segunda vez, por ser completamente distinto al resto de los extraños, por esa aura de inocencia que parecía emanar de él. Pero Victoria sólo tenía seis años y ninguna forma de saber por qué sentía lo que sentía. Así que sólo podía resignarse y aceptar sus sentimientos mientras su madre le abrochaba la chaqueta y le pedía que no fuera tan impaciente, que ya iban a ir a ver si le daban el alta a su muñeca. —Como puedes ver, señorita, le ha quedado una fina cicatriz alrededor de la cintura. Pero nada que un pantalón de tallo alto, de esos que vuelven a estar de moda, no pueda arreglar. —Gracias, señor Jerado. El señor Geraldo no llevaba una bata blanca como todos los médicos que Victoria había visto ni vestía de verde como los cirujanos, pero trabajaba con la misma precisión. Su consulta tampoco era como la de su médi-


ca de cabecera ni como ninguna otra estancia que hubiera visto en el hospital en el que había estado su abuelo ingresado durante casi siete meses. La consulta del doctor Geraldo (Victoria de verdad creía que se había sacado el doctorado, sin tener idea alguna de lo que era un doctorado) era más bien amplia y oscura. Los muebles eran marrones debajo de todas esas montañas de utensilios y viejos juguetes que seguían enfermos. Las paredes eran altas y había únicamente una pequeña ventana en lo alto de una de ellas. La luz predominante era, por tanto, la artificial. Victoria sentía lástima por todos los juguetes que alguna vez habían pasado o pasarían por allí. El tratamiento que debían seguir para curarse seguramente era largo y doloroso, pero era evidente que aquel médico de criaturas inanimadas hacía tremendamente bien su trabajo. La muñeca lucía ahora un fino cinturón hecho a mano con un potente pegamento diseñado exclusivamente para los juguetes de su mismo material. Pero a Victoria no le importaba. No había por qué ocultárselo por obligación, sólo cuando diera la casualidad de que la prenda de vestir cubría la cicatriz. —¿Cuánto le debo, señor Geraldo? Ana sacó de su bolso su cartera y pagó un poco de mala gana, pensando que por ese precio más le habría valido haberle comprado a su hija una muñeca nueva. Habría costado un poco más, pero habría salido de la caja en perfectas condiciones y Ana no habría sentido que estaba pagando por algo que ya era suyo. Sin embargo, ver la carita sonriente de la pequeña la hizo deshacerse en seguida de ese pensamiento materialista. Sabía que su pequeña Victoria no se fijaba en si un juguete era nuevo o viejo, sabía que le daba igual que estuviera sucio y un poco roto o conservado en perfectas condiciones. Lo único que le importaba era que pudiera jugar con él a gusto. Y ni siquiera la propia Victoria sabía qué criterio utilizaba para elegir un juguete, ya que a


veces se cansaba de repente de un muñeco con el que había estado durmiendo durante meses o empezaba a dormir con uno que antes no le gustaba tanto. Era un poco como amar a alguien: no puedes elegir de quién te deshaces y con quien quieres salir a jugar. —¿Estás contenta, cielo? —Preguntó justo después de subirla al coche. —Sí. Mucho. —Ahora no la vuelvas a romper, eh.

***

Pronto se hizo Navidad, y el recuerdo de su abuelo moribundo postrado en la cama cogiendo de la mano a su única nieta volvía a casa como el turrón. El árbol reinaba el centro del salón en el que se reunía toda la familia para celebrar que ya llegaba un nuevo año y los villancicos bañaban toda la vivienda. A Victoria le gustaba mucho adornar la casa con motivos navideños porque después encontraba purpurina hasta en partes del cuerpo que no habían tocado los adornos, así que apenas dejaba a su madre que la ayudara con la decoración. En esas fechas siempre quedaban con sus tías, sus maridos y sus hijas. No solían verse mucho porque vivían muy lejos entre sí; por lo tanto, en las vacaciones de Navidad, Semana Santa y verano, se cogían dos o tres días libres y aprovechaban para visitarse cada vez en una casa. La lejanía era una mera excusa, claro. En realidad Ana no estaba muy unida a sus cuñadas porque lo único que la unía a ellas ya no habitaba el mundo de los vivos. Y ellas tampoco parecían estar muy por la labor por mantener el contacto. Aun así, se visitaban por compromiso, para que las cuatro primas pudieran pasar un rato juntas, y de paso las tres mujeres se ponían al corriente de todo.


—Acaban de ascenderme en el trabajo. —¿En serio? —Sí... En cuanto vuelva de mis días libres de Navidad, empezaré en mi nuevo puesto. —Al final tendremos que llamarte ministra de Justicia, ya verás. —Pues eso espero. ¡Cruzad los dedos, chicas! —Pues yo el curso que viene pasaré a mi hija a un colegio bilingüe. Ya está decidido y acordado. Es más caro que el colegio al que va ahora, pero recibirá una mejor educación y eso luego le abrirá más puertas. —¡Qué maravilla! ¡Cuánto me alegro! Además, como es tan lista, seguro que saca las mejores notas. ¡Da igual el idioma en el que le hablen! A veces Ana pensaba que las dos hermanas ensayaban las conversaciones antes de hablar con ella para presumir de sus maravillosas y perfectas vidas y hacerla ver que ella nunca tendría su misma suerte, que tendría que conformarse con los pequeños logros, si es que se podían llamar así, propios de una vida moderadamente pobre. —Hace casi un mes vimos una lagartija sin cola y la semana pasada Victoria la encontró detrás del cubo de la ropa sucia. —Ay, Ana, cariño... y ¿el trabajo bien? El trabajo era una de las cosas por las que no caía en gracia a su familia paterna. Porque Esteban había dejado la universidad y Ana ni siquiera se había planteado matricularse en ella. Además, habían tardado en encontrar una estabilidad y habían pasado por demasiados contratos antes de encontrar el definitivo. O antes de conformarse, como solía decir Olivia. Y ni siquiera estaba claro que fuera el definitivo. A Esteban lo habían llegado a hacer fijo, pero ella seguía sin tener plaza. Tras la muerte de su marido, Ana había decidido apuntarse a la bolsa de trabajo. Como tenía el bachillerato, se apuntó a la de celador y a la de auxiliar administrativo. Empezó a estudiar para las oposiciones y se presen-


tó a todos los exámenes, incluso a los de otras comunidades. Empezaron a llamarla sólo para verano, hasta que un día tuvo la suerte de caer en cubrir una baja larga, de dieciocho meses, que es lo máximo que puede durar una baja. Luego le ofrecieron una vacante en el mismo hospital en el que había estado cubriendo la baja y en esas estaba mientras sus cuñadas le preguntaban por el trabajo. —Sí, muy bien. Gracias por preguntar, Clara. El gran alivio que sentía al ver que sus cuñadas siempre aceptaban sin rechistar que no pudiera pasar más de tres días seguidos con ellas compensaba con creces estos momentos incómodos, porque cuando se separaba de ellas se sentía mejor que nunca. Ni siquiera ahora en verano, que en realidad ya disfrutaba de todo un mes de vacaciones, solía llegar al cuarto día. Pero es que una semana entera, con perdón de Esteban, habría sido exasperante. Por suerte una de las dos se divertía. Mientras las tres mujeres hablaban, los dos tíos políticos de Victoria distraían con juegos a las niñas. Jugaban a pillarse, se hacían cosquillas, estrenaban algún juego de mesa apto para niños de entre seis y doce años. Era una de las pocas ocasiones en las que Victoria podía hacerse una idea de lo que era tener un padre en casa. Y le gustaba mucho. Aunque a veces se distraía mirando esa foto que colgaba en el salón. Las luces del árbol de Navidad se reflejaban en el rostro de su sonriente padre y parecían querer darle vida. El cambio de colores rojo, azul, verde y amarillo hacía un efecto de movilidad en él. Y Victoria imaginaba que él dejaba a ese bebé inerte en el suelo, salía del marco e iba a abrazarla a ella, la hija que se movía, la hija que respiraba, la que de verdad estaba ahí, esperando. No, Victoria no sentía tristeza ni rabia por ser medio huérfana. Y tampoco envidiaba a quienes sí tenían un padre vivo que les ayudara con


los deberes y los arropara por las noches. Victoria simplemente imaginaba cómo sería su vida sin esa fotografía en la pared.

***

Llegó el nuevo año y con él la esperada cabalgata de Reyes. La música en las calles, los disfraces brillantes, las risas de los niños, el discurso del alcalde y el irse a dormir en seguida para al día siguiente despertar y ver los regalos que habían aparecido en casa por arte de magia. La única noche del año en que los niños no protestaban por tener que irse a la cama en cuanto sus padres lo decían. En unos años descubriría que los tres Reyes Magos eran en realidad dos mujeres de su familia, pero de momento era feliz sabiendo que esos tres hombres inmortales montados en camellos y venidos del lejano Oriente le dejaban regalos, no sólo en su casa, sino también en la de su abuela. —¡Mira, mamá! ¡Lo que yo quería! —¡Qué bien, cariño! —A ver qué te han traído este año, chiquitina. La abuela de Victoria también se llamaba Ana, como su propia madre y seguramente también su propia abuela. Aunque nunca lo había dicho con esas mismas palabras, la había decepcionado un poco que su hija no hubiera puesto también Ana a su nieta. —Demasiadas Anas en la familia, mamá —le había dicho. —Si no te estoy obligando a nada, pero también puedes usarlo en un nombre compuesto. Ana Belén, Ana Isabel, Ana María... ¡Anda que no hay nombres bonitos! —Que no, mamá, que a mí me gusta Victoria. Y ni se te ocurra decirme que la llame Ana Victoria, que te estoy viendo. —Está bien, como quieras.


La discusión no se había vuelto a repetir y al nacer Victoria ambas parecieron olvidarla. —Mira, mamá, lo que había pedido. Ana miraba a su madre y se daba cuenta de que poco a poco se iba pareciendo más a ella. El cabello se le había ido ondulando con el tiempo, los ojos se le habían oscurecido, cada vez había más gente que dudaba entre si eran madre e hija o hermanas con una gran diferencia de edad. ¿Se estaría haciendo mayor? Sólo tenía treinta y cuatro años, pero su madre tampoco es que fuera una anciana, ya que apenas se llevaban veintidós años, así que seguramente no eran imaginaciones suyas: el parecido se iba acrecentando. ¿Le ocurriría lo mismo a Victoria cuando cumpliera treinta y cuatro años y ella tuviera ya los sesenta y dos? ¿Dejaría de parecerse a su difunto padre como parecía estar haciendo la propia Ana? —¡Sí! Y también una cosa que no había escribido... —«Escrito». —Escrito en la carta pero que también me gusta. Mmm... Mira, es esto —Victoria le enseñó un libro de colorear con dibujos de animales y plantas salvajes. —¡Vaya! Los Reyes nunca se equivocan, eh. —No. Ana prefería librar ciertas fechas señaladas aunque después cobrara menos con tal de estar con su hija, con tal de ver su rostro iluminado de felicidad. Así que abuela, madre e hija pasaban juntas en armonía el seis de enero. Disfrutando las tres generaciones de su compañía. Victoria era la única que tenía lo que se dice vacaciones y pronto sería hora de volver a la realidad. De quitar el árbol y los adornos navideños y volver a la decoración de siempre, al color de siempre. Volver al colegio a ver a sus amigas y compañeros. Seguir un horario. Pero aún no había acabado el día, aún tenían tiempo para seguir disfrutando de la Navidad.


***

Un día, sin saber por qué, Victoria tuvo un extraño sueño. Soñó con una habitación grande y mal iluminada. El ambiente cargado de serrín y un sabor a hierro que penetraba en la garganta sin necesidad de abrir la boca. De las paredes nacían todo tipo de artilugios que no había visto nunca. Ella estaba en medio de la sala y un hombre mayor cosía sus muñecas. Ella lloraba porque le resultaba muy doloroso, pero intentaba que sus muñecas no vieran ni una sola de sus lágrimas para que no se sintieran culpables por estar rotas. Cuando despertó recordó que la que era su muñeca favorita había dejado de serlo hacía tiempo. Ya no jugaba con ella. Así que se levantó corriendo de la cama y fue a parar al baúl en el que guardaba todos sus juguetes. Zambulló la mano en él y buscó a tientas su antigua muñeca. En cuanto creyó que la tenía, sacó la mano a la superficie. Pero no era la muñeca que buscaba, así que volvió a meter la mano para seguir intentándolo. Al fin, después de cuatro intentos, encontró la muñeca a la que tanto había amado. La muñeca que había estado enferma. La muñeca que había pasado una semana ingresada en el hospital con heridas muy graves. La muñeca que había intentado asesinar. ¿Cómo estaría el doctor Geraldo? ¿Seguiría reparando los errores de los niños o habría gastado tantas energías en ello que había terminado convirtiéndose él en un juguete roto? Sólo había una forma de averiguarlo.



II

Victoria cumplía los años en marzo, así que siempre que llegaba el día seis lo celebraba con todas sus amigas del colegio. A no ser que el día seis cayera en un día de entre lunes y jueves, en cuyo caso lo celebraba el sábado más próximo. La fiesta consistía en ir al parque a jugar y comer tarta con sus compañeras. Pero no se trataba de un parque cualquiera. Era un gran recinto natural que estaba más o menos cerca de su casa, lleno de árboles y césped, que se llenaba de estudiantes que iban allí a desconectar de la universidad cuando aún no era época de exámenes. En el recinto también había un parque de juegos para los pequeños, una zona de pícnic habilitada con mesas y bancos de piedra y madera, una zona para hacer grandes barbacoas, una balsa de agua en la que nadaban patos, ocas y cisnes y una gran explanada para corretear sin parar. También había gatos salvajes. Gatos que, al no te-


ner un hogar entre los humanos, se habían construido el suyo propio en la naturaleza. Entre los regalos de su séptimo aniversario había un juego de mesa, objetos para colorear, peluches y una muñeca que le había comprado su madre. La muñeca por la que había sustituido casi sin darse cuenta a su amiga blanca como la nieve y de cabellos dorados. La que tenía una finísima serpiente muerta rodeándole la cintura. Esta nueva muñeca era de piel oscura y tenía un cabello sedoso como el de las panteras. Los ojos eran zafiros pulidos. Si hubiera gozado de vida, habrían brillado más que el propio sol. A Victoria esas tonalidades la hipnotizaban. Acariciaba su propio cabello y se compadecía de ser tan blanca. El contraste era demasiado grande para una niña de apenas siete años; más le habría valido haber sacado los cabellos claros de su madre, rubia como la arena del desierto, o una piel un poco más oscura, como la de su padre en esa fotografía que colgaba en el salón y que se había convertido para ella en un altar. Por eso esa reina de la noche había terminado alcanzando el puesto de nueva muñeca favorita. Y por eso también esa Nyakim Gatwech sin vida y de ojos azules era perfecta para su próximo sacrificio.

***

Un jueves por la tarde, aprovechando que su niñera estaba en el balcón intentando explicarle por teléfono a su novia que no estaba segura de poder seguir esperándola, que llevaban mucho tiempo separadas y que estaba empezando a desenamorarse de ella, Victoria fue sigilosa a la cocina para coger un cuchillo afilado y llevárselo consigo al salón en el que jugaba. Pero no quería que su madre le echara la culpa a Marta por quitarle el ojo de encima, así que guardó el arma blanca y esperó.


Marta era bastante alta para tratarse de una chica. Tenía diecinueve años y un pequeño lunar en la frente. Siempre llevaba vaqueros ajustados y unas camisetas tan ceñidas al cuerpo que se le marcaban el pecho y los abdominales, los primeros redondeados y bonitos y los segundos discretos, pero haciéndose notar. Estudiaba magisterio en la universidad y Victoria era la única niña a la que cuidaba. Como vivía con sus padres no necesitaba mucho dinero, así que lo que cobraba cuidando de la hija de su antigua vecina le sobraba para salir después por ahí con sus amigas o comprarse libros y ropa. Leía mucho. Leía mucho, pero lo hacía por la noche, cuando ya estaba en su casa y acababa de cenar. En lugar de ver la televisión junto con sus padres, ella se iba a su dormitorio, cerraba la puerta y abría un libro. Además era de esas personas que vete tú a saber por qué son capaces de leer mientras escuchan música. Por tanto, cualquiera que estuviera espiando al otro lado de la puerta pensaría que Marta está escuchando música, y no advertiría que en realidad apenas presta atención a la canción que suena porque está leyendo el último libro publicado de Anne Rice. A las diez y cinco llegó la madre de Victoria de trabajar, como siempre, y madre e hija se despidieron de Marta, quien iría a la parada de autobús y llegaría a casa después de unos treinta y ocho minutos de trayecto, se pondría a cenar con sus padres y se iría a la cama a leer. Pero ni Victoria ni Ana sabían nada de esto. Después de cenar, Victoria se fue a la cama. Al día siguiente había clase, así que tenía que dormir. Había escondido bien el cuchillo que había cogido unas horas antes de la cocina y, a no ser que de repente le diera por limpiar el cuarto de su hija a las once de la noche, su madre no encontraría el objeto metálico que había escondido entre el colchón y el somier. Ana cubrió con la sábana el cuerpecito blanco e inmóvil de su hija. Su hija sonreía. Era una virgen tumbada sobre un lecho de flores cubierta


con más flores. La fragancia a jazmín del ambientador alcanzaba hasta el más escondido rincón del dormitorio. Era una vestal a punto de entrar en trance y alcanzar la verdad de los sueños. Su madre sonreía. Tras desearle dulces sueños y darle un fuerte beso en la frente, Ana encendió la lucecita de noche y cerró la puerta. A Victoria no le importaba dormirse sola, pero necesitaba tener encendida su luz azulada si no quería tener pesadillas, ya que la completa oscuridad la aterrorizaba. Tenía un poco de sueño, pero procuró permanecer despierta. Al menos hasta no oír ningún ruido en las otras habitaciones. Entre semana su madre también se acostaba pronto, con excepción de las escasas noches en las que echaban por la tele una película que le interesaba ver. O al menos se iba pronto a su habitación. Victoria no sabía si dormía o no, lo único seguro era que no hacía ningún ruido. Cuando a sus oídos llegó la tiranía del silencio, ese absoluto silencio tan bello que romperlo se considera un sacrilegio, Victoria se levantó de la cama y rebuscó debajo del colchón hasta coger el cuchillo. Luego encendió la luz que coronaba el techo de su dormitorio y cogió su muñeca favorita, que estaba sobre la mesa. No sabía a qué deidad debía dedicar el sacrificio, el altar al que rezaba en secreto estaba colgado en una pared del salón, pero clavó la punta del cuchillo en el cuello de la muñeca y lo deslizó suavemente en línea recta hasta llegar al mismísimo abismo de su sexo. Reinó entonces la completa oscuridad. Había abierto la caja de Pandora y la había encontrado vacía. Ni miedo, ni alegría, ni tripas. Pero sí esperanza. Esperanza por volver a ver al único anciano que no la hacía pensar en su abuelo materno agonizante apresándola por la muñeca y pidiéndole cruelmente que nunca lo olvidara.

***


Los siete meses que el abuelo de Victoria pasó ingresado en el hospital fueron para Ana un infierno. No sólo por el hecho de pensar que su padre se moría y que además dejaba viuda a una mujer, sino también porque sabía que él querría ver a su nieta y su nieta era demasiado pequeña como para enfrentarse a la muerte de la única figura masculina a la que tenía libre acceso. Lo único que recordaba Victoria de su difunto abuelo era verlo postrado en una cama con sábanas blancas situada en el centro de una habitación de paredes blancas en la que de vez en cuando entraban y salían personas que también vestían de blanco. No se acordaba y nunca lograría hacer memoria de las veces que él la había cuidado cuando estaba enferma. O de todas esas tardes de domingo que pasaba en su casa jugando a lo que ella quería. O de cuando iba a recogerla a la guardería porque su madre trabajaba. Su abuelo ya estaba jubilado cuando encontraron ese cáncer viviendo en su cuerpo sin su consentimiento. Tenía treinta y cuatro años más que su mujer y eso se veía reflejado en las fotografías. Un hombre mayor llevando a una joven del brazo. Una joven del brazo de un hombre más mayor que su padre. Por eso Ana era hija única. Porque aquel hombre mayor se hizo demasiado mayor como para poder tener más hijos. Pero para Victoria su abuelo se reducía a las últimas imágenes que tenía de él. Un hombre con el rostro arrugado que apenas se movía de esa cama blanca. Un hombre lleno de canas al que atendían médicos y enfermeros diariamente. Un hombre enclenque al que iban a visitar a menudo hasta que decidió que era hora de marcharse. —No quiero morir en el hospital —solía repetir. Hasta que consiguió que se lo llevaran a casa.


Un hombre débil que desde su cama, en esa vieja casa en la que había vivido con su mujer toda la vida, rodeaba con sus temblorosas manos la muñeca de su nieta e intentaba transmitirle un mensaje importante. Para Victoria su abuelo se reducía a una sola frase. —No me olvides, Victoria. No me olvides.

***

A la mañana siguiente, mientras su madre se lavaba los dientes, Victoria tuvo la oportunidad de guardar el cuchillo en el cajón sin ser vista y la aprovechó. No quería que su madre se enfadara con ella antes de ir al colegio, así que decidió esperar al mediodía para darle la buena noticia: —¡Vamos a volver a ver al señor Jerado! —¿A quién? —respondería sorprendida su madre. Pero para eso aún quedaban cinco horas. A Victoria le iba bien en el colegio. Atendía en clase y llevaba siempre los deberes hechos. Su letra era de las mejores de entre los alumnos de su edad y casi siempre hacía bien los ejercicios. En la hora del patio jugaba con sus tres mejores amigas a lo que a ellas les gustaba llamar «juegos de mayores». Por supuesto estos juegos consistían en fingir que eran adultas e iban a la oficina a trabajar, hacían reuniones y llegaban tan cansadas a casa que directamente se tendían en la cama, es decir en el suelo. Por eso casi siempre volvían a casa con arena enredada en los cabellos. A veces también jugaban a que en vez de adultas eran adolescentes y se iban de fiesta a una discoteca en la que ponían sus canciones favoritas. Canciones que a ninguna discoteca se le ocurriría poner, pero las únicas canciones que se sabían.


Algunas tardes iba al parque con su niñera y se encontraba con alguna de sus amigas de clase. Pero en el parque había columpios y toboganes y no necesitaban inventarse ninguna vida para pasárselo bien. Los juegos de mayores eran sólo para la hora del recreo del colegio. —¡Vamos a volver a ver al señor Jerado! Ana ya había puesto a hervir el agua para los macarrones. —¿A quién? —Al señor Jerado. Para que me arregle... ¡esta muñeca! Victoria sacó de detrás de su espalda la muñeca que escondía y se la mostró a su madre con una sonrisa inocente invadiendo su tierno rostro redondeado. Levantó el brazo todo lo que pudo e incluso llegó a ponerse de puntillas para que su muñeca rota se acercara lo máximo posible a la cara estupefacta de su madre. Pero pronto perdió el equilibrio y tuvo que apoyar bien las plantas de los pies. Ana se había quedado muda. No sabía cómo reaccionar. Todo esto la había pillado por sorpresa. Estaba tan en shock que ni siquiera se dio cuenta de que el agua hirviendo se salía de la olla. —Pero ¡¿qué has hecho?! —¿Podemos llamar al señor Jerado para que la cure? —La sonrisa de Victoria no se borraba de su rostro. Ana se dio cuenta de que el agua hirviendo estaba mojando la encimera y bajó el fuego al mínimo. —Apártate de aquí, chiqui, que te quemarás. Victoria dio unos pequeños y rápidos pasos hacia atrás sin bajar el brazo, como si no tuviera miedo de mostrar al mundo su negra muñeca abierta en canal. Y era cierto: no tenía miedo. Ana puso macarrones para dos en la olla mientras pensaba en cuál debía ser su siguiente paso. ¿Llamar al señor Geraldo para que le arreglara una muñeca que terminaría olvidada en un baúl cuando llegara otra nueva a


casa? ¿Comprar directamente otra nueva para que Victoria viera que si rompes algo a propósito luego no puedes volver atrás? O ¿no hacer ni una cosa ni otra y dejar a su hija sin muñeca, como una especie de castigo? Ser madre soltera a veces la descolocaba. No sabía cuál debía ser su papel. Sabía que en teoría no debería haber ningún papel, tanto padres como madres deberían saber cuándo castigar a sus hijos y cuándo dejarlos volar libremente. Y ambos tendrían que estar de acuerdo sin necesidad de hablarlo previamente. Había una línea que separaba las acciones que debían corregirse mediante el castigo inmediato de las que no era necesario y la cuestión era saber dónde colocar esa línea. Se había dado cuenta de que en la mayoría de las parejas siempre había un miembro que trazaba la línea blanca más próxima a la reprimenda inmediata que el otro, haciendo que para el segundo el catálogo de acciones que hay que castigar sí o sí fuera más amplio que para el primero. Pero ella estaba sola y no tenía ni idea de dónde pintar la raya continua. Además, sabía que en el fondo su polluelo lo único que quería era ver a un hombre trabajar. Ver cómo se comporta el sexo masculino en un día cualquiera y no sólo en época de fiesta, cuando lo niños no tienen colegio y se supone que deben aprovechar para pasar más tiempo juntos. ¿De verdad merecía un castigo?

*** —Pues claro que merece un castigo. —Ya, pero... —Ana: podría haberse cortado con el cuchillo. —Ya lo sé, pero... —Que no, Ana.


Ana hacía tiempo que se había dado cuenta de la mala suerte que tenía. La mala suerte que había tenido, más bien, a lo largo de su historia. No sabía el motivo, pero desde su niñez había vivido rodeada de personas más ricas, personas más listas y personas más guapas. A veces incluso las tres cosas a la vez. La desconcertaba. Había intentado abordar este tema en más de una sesión con alguno de los psicólogos a los que había acudido, pero cada vez que se centraba en esta idea acababa pensando que a lo mejor sólo eran imaginaciones suyas, que el diagnóstico iba a ser baja autoestima, sentimiento de culpa, soledad. Pero no eran imaginaciones suyas, pasaba de verdad. En su casa nunca habían ido sobrados de dinero y, aunque no era tonta, nunca fue la primera de la clase. Ésta era su mejor amiga, que además vestía siempre ropa de marca. Y ni siquiera había sido nunca guapa, por mucho que Victoria la viera como la mujer más bella de La Tierra. Pero lo peor era que, por mucho que lo intentara, no conseguía acercarse a nadie que compartiera mínimamente su condición. Esta situación la hacía percatarse más de sus carencias. Algo terrible cuando tus carencias son un buen sueldo, tiempo para estar con tu hija y otro cuerpo durmiendo al otro lado de la cama. —Oye, te recuerdo que fuiste tú la que me dio el número de teléfono de ese señor. Si no conocieras a tanta gente, ahora Victoria no habría roto otra muñeca. Habría visto que no se pueden arreglar y punto. —¿Me estás echando a mí la culpa de que a tu hija le dé por romper sus juguetes? —No, claro que no. Lo siento. Pero creo que nunca has estado en una situación como la mía, por mucho que te empeñes en que en tus viajes has visto de todo, y por tanto tampoco puedes opinar mucho. —Mira, no tengo por qué seguir con esto. Tengo muchas cosas que hacer —se levantó del incómodo banco de madera, se alisó la falda de tubo


color crema y la chaqueta a juego y se dirigió hacia su hija—. ¡Claudia, nos vamos! —Pero no os vayáis. Ahora que las niñas se lo están pasando tan bien... —Ana, eres muy obstinada y no se puede hablar contigo. —¿Simplemente porque no castigo a mi hija cuando tú crees que debería, Rachel? —No es sólo por eso, Ana —Rachel había vuelto a sentarse junto a su vieja amiga de la infancia —. También está esa niñera que tienes. Es evidente que no hace bien su trabajo y a ti te da igual. —No es seguro que la segunda vez cogiera el cuchillo cuando Marta la cuidaba. Pudo hacerlo cuando era yo la que estaba en casa. —¿De verdad lo crees? Rachel lucía un rubio platino en una melena corta y unos ojos esmeralda que se habían ido haciendo más claros y brillantes con el tiempo gracias, seguramente, a alguna divinidad a la que le pareció divertido hacer más guapa a la que ya se lo tenía suficiente creído. Desde pequeñas Ana siempre había querido parecerse a su amiga. Medía metro setenta y siempre andaba con tacones y conjuntos perfectamente combinados. Era muy delgada, tanto que a veces Ana se preocupaba, aunque sabía que se trataba sólo de su constitución. También vivía sola con su hija, pero lo hacía sólo cada quince días, gracias a la custodia compartida. Y ni siquiera se llamaba Rachel. Su nombre era Raquel, pero le parecía que en inglés sonaba más sofisticado y no quería que nadie pronunciara su nombre en español. ¿Sabría la pequeña Claudia que su madre en realidad no tenía un nombre extranjero? —No creo, la verdad, pero tampoco es que sea culpa de Marta. Yo soy la madre.


—Pero la has contratado para algo, Ana. Se supone que tiene que vigilarla y no lo hace. —Se supone que tiene que cuidarla. Y además: es la única niñera que me puedo permitir.

***

Victoria vio cómo su madre colgaba el teléfono. Estaba escondida a una distancia prudencial, detrás de una silla del comedor, intentando no ser vista. Algo que no le salió bien porque se la veía a través de los barrotes del respaldo y se escuchaba perfectamente su risa, pero sí le sirvió para no entender nada de lo que hablaba su madre. Después de que Rachel se llevara a rastras a Claudia bajo el pretexto de no querer que su hija se juntara con una niña psicópata como Victoria, Ana volvió a darle vueltas a si debía o no llamar al señor Geraldo. Hablar con su amiga de la infancia no le había servido para solucionar su dilema, pero sí para eliminar un número de teléfono de su agenda. Y como Claudia no iba al mismo colegio que su hija y se veían muy de uvas a peras, no pasaba nada si no volvían a quedar. Más tarde recapacitaría y se daría cuenta de la tontería que había hecho. Pasaría por su casa una mañana que tuviera libre y se disculparía. Hablarían tranquilamente y se darían cuenta de que hay diferencias que no tienen importancia. Volverían a ser amigas, como siempre, porque eso es lo que hacen las amigas: se perdonan. Pero de momento seguía enfadada con Rachel. —Bueno, cariño, he hablado con el señor Geraldo y el sábado que viene iremos a ver si te puede arreglar la muñeca. —¡Bien!


Victoria se alegró tanto que corrió en brazos de su madre hasta casi tirarla al sofá. —Está bien, está bien... Tranquilízate, bichillo. Y mientras la pequeña disfrutaba de la sensación de éxtasis producida por saber que volvería a ver a un hombre al que quería, Ana pensó que tendría que reordenar los cajones de la cocina. Esconder los cuchillos y los tenedores, por si acaso, en otra parte. En un cajón más alto. Y no decirle nada a su alegre cervatillo.

*** —Buenos días, señor Jerado. —Geraldo. —Gggerado. —No. Ge–ral–do. —Ggge–ra–l–ldo. —¡Muy bien! La risa estridente de Victoria rebotaba en las cuatro paredes y lograba escaparse por la ventana abierta como un canto de sirena. La mano izquierda de su madre se apoyaba sobre su hombro izquierdo y sus dedos acariciaban suavemente la manga corta de su sedoso vestido lila plagado de pequeñas flores amarillas. —Veamos a ver qué me has traído. Victoria extendió su brazo y le entregó el cuerpo sin vida y sin ropa de su muñeca. —¡Vaya, vaya! —Dijo al cogerla con sus ajadas manos—. Querías ver sus órganos y te encontraste con que ni siquiera tenía alma, ¿verdad? Victoria sonrió alegre. Ana sonrió cansada.


—No pasa nada, puedo dejarla como nueva. O casi —añadió después de una breve pausa—. ¿Cómo está tu otra muñeca? ¿Siente alguna molestia? —¡No! Está estupendamente. El tono tajante y divertido de Victoria hizo que Ana, por unos segundos, dejara de sentirse tan agotada. Tan agotada de no saber por qué acudían a esa vieja tienda. Tan agotada de no saber por qué esa curiosidad por el interior de las muñecas. Tan agotada de no saber si Rachel tenía o no razón cuando decía que Victoria era una niña psicópata. Ana se quedó embelesada contemplando cómo su hija contemplaba a un hombre amable que trataba de explicarle cómo haría sanar a su muñeca favorita. —Después se deja secar y el pegamento va adquiriendo poco a poco el tono de la piel que necesitamos. O el más parecido, ya que, aunque hay muchos colores, no hay pegamento de todos los tonos que existen en el mundo. —Y ¿por qué no lo pintas y ya está? —Porque queda mejor cuando es el pegamento el que ya tiene color y no cuando lo pintas luego —ahí estaba, la sonrisa pura e inocente que tanto gustaba a Victoria. —Y ¿cuántos pegamentos de otros colores tienes? —Tengo de tooooodos los colores. —¿Todos, todos? —Victoria interrogaba con la misma perspicacia que un fiscal en un juicio por asesinato. —Bueno... ya te he dicho que existen demasiados tonos de un mismo color en el mundo... pero de colores sí, todos —el señor Geraldo no podía ser declarado culpable.

***


Cuando llegaron las vacaciones de verano, su muñeca ya llevaba poco más de dos semanas en casa. Así que, cuando se fueron a visitar a sus tías los tres días de rigor del mes de julio, Victoria pudo llevársela consigo. Y de paso se llevó también la otra, la que lucía un discreto aro en la cintura. Madre e hija hicieron el viaje en tren. Atravesar el país en coche se les habría hecho muy pesado, e ir en avión habría sido una pésima elección. El tren era en esa situación más económico y más práctico. Luis, el marido de una de sus cuñadas, fue a recogerlas a la estación. Saludó con dos besos a Ana y cogió en brazos a Victoria. —¡Cómo pesas ya! Victoria lanzó una de sus breves carcajadas que tanto gustaban a los adultos. Ana se limitó a sonreír mecánicamente. Nunca le había gustado tener que ver a sus cuñadas. Ni siquiera cuando su marido seguía vivo. Se subieron al coche de Luis y partieron sin mucha demora. —La hermana de Clara ya está en casa. —Lo imaginaba. Lo imaginaba. Las hermanas, por culpa del trabajo, no vivían en la misma comunidad autónoma, pero sí más cerca entre ellas que Ana y, antaño, su marido. Pero la distancia no les suponía ningún problema, ya que sacaban tiempo y dinero para verse muy a menudo. Ambas habían conseguido prosperar y tenían dos maridos que también habían sabido aprovechar las oportunidades que les había brindado la vida. Por supuesto, iban genial de dinero, algo que se advertía claramente en la ropa que llevaban, las casas en las que vivían, los diferentes viajes que habían hecho y su peculiar forma de restregárselo a Ana cada vez que abrían la boca. Clara era la pequeña de las dos y la que tenía dos hijas. Trabajaba en la fiscalía y seguramente terminaría siendo jueza. Olivia era la mayor y la


que tenía sólo una hija, como Ana. Era profesora de universidad y había publicado dos libros de historia: uno sobre la Antigua Grecia y otro sobre el Antiguo Egipto. El padre de Victoria, si aún viviera, se habría situado entre las dos. Y quizá, también si aún viviera, habría alcanzado un mayor rango en la fábrica en la que trabajaba, pero no habría gozado de una esposa con un empleo importante. Clara y Olivia guardaban cierto parecido con su hermano, o al menos eso le parecía a Ana. Y por eso, en sus dos primeros años de viudedad, había intentado apoyarse en ellas. Pero las dos hermanas se dieron cuenta en seguida e intentaron aprovecharse de la situación, se burlaban de ella fingiendo que la ayudaban y trataban de comerle la cabeza para que se sintiera peor consigo misma. Así que al final Ana volvió a detestar a esas mujeres que no merecían parecerse ni un poco a su difunto esposo. Aunque las hermanas no tenían el cabello tan oscuro, los tres compartieron desde su nacimiento los ojos color aguamarina. Los tres eran altos (él más, por tratarse de un hombre) y de complexión delgada y los tres tenían los labios finos y rosados. Era sorprendente la facilidad con la que Ana imaginaba que volvía a besar a su marido cuando Olivia estaba hablando y no le apetecía nada escucharla. Pero no había beso. No había hinchazón en los labios. No había saliva. No había. Ana se dio cuenta de que no caía bien a la familia de Esteban en el momento mismo de presentarse. Clara y Olivia eran ambiciosas y no entendían cómo su hermano podía conformarse con una muchacha tan poco sofisticada simplemente porque lo hacía reír. El odio aumentó cuando él decidió dejar la universidad para ponerse a trabajar sólo porque quería conseguir dinero para casarse con ella. Ana sabía que la culpaban por dejar que él no siguiera estudiando y se pusiera a trabajar en cualquier parte, cambiando continuamente de em-


pleo y llevándolo finalmente a una muerte prematura en una fábrica de productos químicos. Pero también sabía que él no quería seguir en la universidad y que estaba muy contento con su vida laboral. La gota que colmó el vaso, el momento en que ella despertó del hechizo provocado por la manera en que Olivia y Clara se parecían a su alma gemela, el minuto exacto en que dejó de sujetarse a sus cuñadas para sobrevivir a la triste viudedad, fue cuando se percató de que éstas estaban celosas de Victoria. Porque Victoria había salido de Ana, pero había salido a su padre. Porque Victoria, aun con los ojos más toscos, había conseguido atrapar la esencia del hombre que había entre las dos y había logrado mantener ese negro casi absoluto en su finísimo cabello. Victoria les recordaba demasiado a su hermano muerto. —Pero ¿por qué no te compra tu madre una nueva muñeca? Victoria era la menor de las cuatro primas y con la siguiente más joven, una de las hijas de Clara, se llevaba tres años. La hija de Olivia y la mayor de Clara se llevaban un año de diferencia y siempre habían sido tan inseparables como sus madres. La pequeña de Clara tenía dos años menos que su hermana y tres menos que su prima. Siempre intentaba incluirse en el fuerte vínculo que unía a las dos mayores y siempre lo conseguía por tratarse de la hermana de una de ellas, pero Victoria era diferente. Victoria tenía seis años menos que su prima mayor y, aunque con el tiempo seis años no serían nada, en ese momento estaban en edades demasiado diferentes entre sí. A esto se le sumaba el hecho de no verse muy a menudo, de vivir tan lejos y de que la única persona que podía señalar que, efectivamente, eran familia estaba muerta. Con lo cual no era de extrañar que se hubiera creado cierta distancia. Con forme pasaba el tiempo, sus primas se iban pareciendo más y más a sus madres, hasta el punto de tratar a Victoria con la misma condescendencia con la que Olivia y Clara trataban a Ana. Poco a poco se iba


abriendo un abismo entre Victoria y sus primas, un oscuro agujero que al principio Victoria quería salvar por miedo a quedarse sola, hasta que se dio cuenta de que esas tres aves carroñeras sólo querían alimentarse de la inexperiencia y la sensibilidad del pobre pajarito que había tenido la mala suerte de llegar el último. Pero Victoria no iba a dejar que se salieran con la suya. —A mí me gustan así. —Pero son feas. Ese día Victoria aprendió tres cosas importantes: que no se puede amar a alguien simplemente por compartir cierto porcentaje sanguíneo; que no pasa nada por odiar a algún miembro de tu familia ya que, a fin de cuentas, éstos siguen siendo personas como las demás y a veces las personas lo merecen; y que puedes querer mucho, mucho, a alguien a quien apenas conoces. —A mí me gustan así.



III

Con ocho años Victoria descubrió el placer que le producía observar a las personas sin necesidad de inmiscuirse en sus asuntos. Encontrar cosas nuevas en los demás y fascinarse al ver que, en realidad, siempre habían estado ahí. O al menos desde que Victoria tenía uso de conciencia. Victoria observaba a las personas. No importaba que éstas fueran físicas o se tratara simplemente de figuras trazadas dentro de un libro infantil. Ella las observaba a todas y memorizaba cada pequeño detalle de lo que veía, cada gesto, cada palabra que salía de sus bocas, cada paso en falso. Un vecino ajustándose la corbata en el ascensor mientras ella bajaba con su madre para ir al colegio, una pareja de ancianos llevando a su nieta al parque al que la llevaba su niñera por las tardes, Star invocando una estampida de guerricornios en Disney Channel. Cualquier cosa que pretendiera hacer-


se pasar por una persona era digna de admiración. Pero Victoria observaba sobre todo a las mujeres. Todo empezó el día en que escuchó a su madre hablar por teléfono. —No, no... De verdad que no hace falta, Olivia... Sí, es una pena... Ya... Lo sé, lo sé, pero de verdad que no tenéis por qué molestaros ni una de las dos... A ver si la próxima vez podemos ir... Está bien... Adiós. La primera vez que Ana decidió no ir a visitar a sus cuñadas fue en Navidad. Alegar falta de dinero era la mejor excusa que podía poner. Las hermanas de su difunto esposo tenían tal pésima imagen de ella que se creerían rápidamente que Ana no tenía dinero ni para dos billetes de tren de ida y vuelta. O al menos fingirían creérselo. Por otro lado era una excusa perfecta para tenerlas contentas: les brindaba la oportunidad de reafirmar su superioridad económica y caritativa al dejarlas ofrecerse a pagar el viaje, insistiendo lo suficiente como para que Ana creyera (o fingiera creer) de verdad que sus cuñadas apreciaban su compañía, pero dejando de insistir antes de que terminara aceptando el dinero aunque sólo fuera por compromiso. El juego que llevaban ambas partes era de lo más retorcido. Lo sintió mucho por Victoria. Al verla avistándola en silencio desde el sofá, pensó que quizá su hija quería ir a ver a sus primas. Pero Victoria ni siquiera pensaba en ello mientras oía a su madre decirle que no, que no y que no a su tía. Para la pequeña la verdadera Navidad consistía en llenar de luz y color toda la casa y dejar que su abuela materna la agasajara con dulces. —¡Tenemos que poner el árbol! —¿Ya? ¿Tan pronto? —¡Claro! Y poner el Belén. —Entonces tendremos que comprar figuritas nuevas, que algunas ya están muy viejas.


Era verdad que Victoria cada vez pesaba más. Se hacía mayor. Aún le quedaban unos meses para cumplir los ocho años, pero se hacía mayor. Los niños crecen de manera incontrolada. Un día están llenando su mantita azul celeste de babas y al día siguiente te recitan el abecedario en inglés con el mismo orgullo con el que un economista apunta que tenía razón: ibas a entrar en crisis. Pero quién iba a imaginar que la crisis de la que hablaba no era económica. Y por tanto quién le iba a creer. Cuando enterraron a su marido, la abuela de Victoria se sumergió en una depresión que le duró casi un año. Todos sabían desde siempre que, a no ser que de repente ella sufriera un accidente, sería el marido el primero en morir. Y cuando por fin le diagnosticaron el cáncer, ella empezó a asimilarlo mejor. Incluso en sus últimos días con vida Ana sonreía. Había sido feliz con su marido y su marido había sido feliz con ella. No iba a morir de vejez, es cierto, pero al menos ya era bastante mayor. Había tenido una buena vida y habían compartido juntos muchos buenos momentos. Habían tenido una hija preciosa y habían disfrutado de su nieta. Habían viajado, no al extranjero pero sí por todo el país. Habían hecho muchos amigos, habían vivido juntos en una casa de lo más acogedora, una casa repleta de recuerdos que en los años venideros envolverían cálidamente a la pobre Ana. Para qué iban a entristecerse, si el triste final del cuento sólo remarcaba lo feliz que había sido toda la historia. Pero llegó el día del entierro y el mundo se le vino tan abajo que quedó sepultado junto con su anciano esposo. Por aquel entonces, a Victoria le quedaban poco más de dos meses para cumplir los cinco años. La nieta del difunto sólo recordaba que ese día todos iban de negro menos ella, que era con diferencia la más pequeña de todos los congregados y por tanto la única que no sabía exactamente qué estaban haciendo allí. Sabía que su abuelo había muerto, claro, pero no por


qué lo guardaban en una caja bajo tierra ni por qué había tantas personas a quienes no conocía pero que sí parecían conocerla a ella. La familia lejana se aproximaba en las despedidas. Nunca el hermano de su abuelo había salido del pueblo para visitarlo por su cumpleaños. Nunca sus sobrinas, desde que se casaron y formaron su propia familia, habían ido a felicitarle la Semana Santa. Nunca sus primos segundos le habían escrito una carta porque sí, porque lo echaban de menos, porque querían saber cómo estaba, cómo estaba su familia. La familia lejana se conformaba con las noticias que le llegaban a través de otra familia no tan lejana. Pero ese día todos esos desconocidos habían ido a despedirse. Al igual que apenas tenía recuerdos de su abuelo materno, tampoco recordaba Victoria a su abuela antes de que el cáncer devastara, como lo hacen los huracanes, su hogar. Recordaba verla al lado de su esposo acariciándole las manos y la cabeza. Dándole un dulce beso en la frente salpicada de pequeñas manchas. Esas manchitas que parecían pecas y se apropiaban indebidamente del cuerpo moribundo. Unas manchas que después vería en el resto de los hombres mayores y de las que siempre huiría, hasta que dejara de hacerlo. Recordaba su mirada tierna, la misma que le daba a ella su madre cuando se ponía enferma y no podía ir al colegio. La mirada maternal, la mirada compasiva. Y recordaba ver después a la madre de su madre triste y toda de negro, sentada sola en su sillón, viendo en la televisión los programas que sólo gustaban a su marido. Y a su madre intentando animar a su madre a levantarse, a comer algo, a apagar la televisión, vestirse y salir de casa. Pero era inútil. El economista tenía razón. Ahora su abuela sonreía. Y además lo hacía siempre, tal y como Victoria había comprobado gracias a su afición, que había descubierto el día de su cumpleaños pero que al parecer la acompañaba desde las pasadas navidades, las primeras navidades en las que no vio a su familia paterna. —Me ha dicho un pajarito que hoy cumples ocho años.


Aquella tierna mujer de cincuenta y ocho años y cabellos cortos tintados de rojo gozaba siempre de la capacidad para agudizar al máximo todos los sentidos de su nieta. Y Victoria no podía sino responder con su fresca risita de cumpleañera que está a punto de soplar las velas delante de todas sus amigas. —No te lo ha dicho ningún pajarito, es que ya lo sabías. Es increíble cómo funciona la mente humana. Los primeros meses sin su abuelo, Victoria apenas vio a la madre de su madre. Durante casi cuatro años, aunque la pequeña no lograra recordarlo, Ana y su marido habían cuidado de su nieta mientras la madre trabajaba. Ana no pagaba un cuidador para su hija porque para eso estaban los abuelos, uno de ellos jubilado y con mucho tiempo libre y aburrimiento y la otra con menos tiempo pero muchas ganas y vitalidad. La llevaban al parque, le daban de comer, la recogían de la escuela cuando su madre tenía prisa por marcharse al mediodía, le leían cuentos, jugaban con ella en casa, la hacían reír. Fueron los años felices que llegan cuando crees que ya tienes de todo y no necesitas nada más, sorprendiéndote para bien y haciendo de tu vida un eterno día de feria. Y sin embargo todo eso terminó de un día para otro, cuando la enfermedad llegó para quedarse y trastocó sin piedad alguna la vida de esa pobre y reducida familia. Las escasas ocasiones en las que fue a visitarla a su casa, su abuela estaba muy apagada, decaída, y su madre no quería que su nieta la viera de esa manera. Cuando por fin llegó la Navidad, todo era lúgubre. El cálido hogar que había sido siempre esa casa antigua apenas estaba decorado para tratarse de finales de diciembre. A la pobre Ana apenas le quedaban esperanzas de recuperar a su pobre madre. Hasta que llegó la Nochevieja. Como la relativamente reciente viuda no quería salir de su triste y vacía casa y su hija se empeñaba en que pasara una buena noche junto con los pocos seres queridos más cercanos que tenía, Victoria y su madre fue-


ron a pasar la velada a la única casa del barrio que ese año no disponía de árbol de Navidad. Ninguna de las dos Anas estaba de muy buen humor por los acontecimientos ocurridos esos últimos doce meses, pero tenían una estrella que, aunque no condujera al portal de Belén, conducía inevitablemente a la alegría. —Pero ¿dónde has escondido el árbol, abuela? ¿No sabes que estamos en Navidad? Y así de repente, gracias a una estrella que afortunadamente no era fugaz, Ana sonrió por primera vez en todo el año. La sinceridad de ese pequeño duendecillo la conmovió tanto que olvidó, por un instante, que era la primera Nochevieja sin su marido. Resurgió de sus cenizas como un fénix y volvió a la vida. A partir de entonces, se convirtió en una mujer alegre con ganas de bailar y reír. Enterró el hacha de guerra y decidió que, a fin de cuentas, su marido tenía que morir tarde o temprano y el universo en realidad no había sido cruel. Había pasado por fin el luto. Y ahora resplandecía. Nadie habría dicho que un día estuvo tan triste. Que hubo una época en la que apenas se levantaba de la cama para ir a la cocina a desayunar. Ana volvía a brillar. Y a Ana le gustaba ver brillar a su madre. —Espero que esta vez no hayas cometido la misma locura que en Navidad, mamá. —Que no te oiga tu hija o descubrirá que los Reyes Magos no existen. Al tratarse de una familia tan reducida, tanto Ana madre como Ana hija mimaban siempre que podían a la pequeña Victoria. Lo suficiente como para que pudiera decir de mayor que tuvo una infancia muy feliz, pero con ciertos límites, para que no se convirtiera en una engreída. Y por eso, en su último día de Reyes hasta el momento, Victoria tuvo una sorpresa. —¡Hala! ¡Cuántas hay! —Pero ¡¿qué has hecho, mamá?!


La abuela de Victoria acarició el suave rostro de su nieta con ese gesto lleno de ternura que tanto gustaba a la pequeña. —Bueno, como le gusta romper tanto las muñecas, les he pedido a los Reyes Magos que traigan unas cuantas, para que haga con ellas lo que le plazca. Pero el día de su cumpleaños no había más muñecas. El día de su cumpleaños Victoria sólo tenía el descubrimiento del placer que le producía observar a las personas sin necesidad de inmiscuirse en sus asuntos. Y eso era, de hecho, todo lo que necesitaba.

***

Victoria se dio cuenta de que su madre había cambiado la organización de los cajones de la cocina un jueves por la tarde. —Buah, tía, ¿sabes lo que me ha pasado? —No, tía, ¿qué te ha pasado? —Pues que estaba haciendo cola para comprar las entradas y una pava superpija se me ha colado. —Qué dices, tía, menuda pija. —Ya, tía, qué pava. —JA, JA, JA, JA, JA, JA. —Oye, pero no te rías. —Es que me haces risa cuando pones esa voz tan fea y esa cara. —¡Oye! ¡Mi cara no es fea! Si alguien le hubiera preguntado alguna vez a Victoria con quién se divertía más, quién la hacía reír hasta llorar y perder el aliento, quién desencajaba su rostro en una carcajada sin necesidad de tocarla para hacerle cosquillas, habría respondido, sin pensarlo dos veces, con el nombre de Marta.


Marta jugaba con ella a todo lo que quisiera y hacía todo lo que le pedía, siempre que estuviera al alcance de sus manos. La hacía reír y nunca se aburría a su lado. La cuidaba bien, la mimaba mucho. También la observaba a veces en silencio, sentada en el sofá y mirándola de frente o de reojo, sonriendo externa o internamente, sin inmiscuirse en lo que Victoria estuviera tramando. Afición que ahora disfrutaba ella también, se había dado cuenta, sólo que para Marta no era una afición sino una forma de proceder necesaria, según ella, para el buen crecimiento de los infantes: los niños también necesitan su espacio. —Pero mira qué hora es, si ya es hora de merendar. ¿Tienes hambre? —¡Sí! —Pues, ale, guarda las muñecas y vamos a ver qué comemos. La niñera le revolvió el cabello y se levantó del suelo. Victoria empezó a recoger sus juguetes pero se quedó con uno en la mano. Una de las muñecas nuevas, las que le trajeron por Navidad. Tenía tantas que ya no era capaz de elegir una favorita, pero ésa, en aquel momento, le llamó la atención. —Venga, cielo, ve a lavarte las manos —insistió dulcemente Marta al salir del cuarto de baño. —Mira, esta muñeca va vestida como tú. —A ver... ¡Anda, es verdad! Ambas llevaban pantalones vaqueros y una camiseta de tirantes anaranjada, pero la de Marta estaba llena de flores diminutas. —Y hasta las dos llevamos coleta —cogió la muñeca de las manos de Victoria. —Pero ella lleva flequillo y tiene el pelo rojo. —Sí... ¡Qué gracia! —Devolvió su versión en miniatura a su dueña y cambió de tema—. Venga, a lavarse. —Sí.


Victoria no guardó esa muñeca. La dejó sobre la mesa en la que solía jugar y fue corriendo al baño para lavarse las manos. Después fue directa a la cocina sin reparar en que la muñeca no estaba exactamente como la había dejado, ya que Marta había vuelto a cogerla para admirar la curiosa coincidencia. Los zapatos también tenían el mismo color. Su niñera no sólo cuidaba de Victoria por dinero. Saltaba a la vista que disfrutaba pasando el tiempo con ella. A Marta se le daban muy bien los niños. Aunque aún era joven y no podía saberlo con total seguridad, estaba casi segura de que nunca sería madre. No se veía a sí misma capaz de criar a un hijo. Educarlo bien y enseñarle a ser una buena persona para que en un futuro pudiera también criar a su propio hijo, educarlo bien y enseñarle a ser una buena persona. Pero la responsabilidad de cuidar a una pequeña criatura, vigilar que no se hiciera daño, protegerla de los males de este mundo, le gustaba mucho. La primera vez que le tocó hacer de canguro, no estaba segura de poder hacerlo. Su madre y su antigua vecina seguían manteniendo el contacto desde que ésta se mudó a otro barrio de la misma ciudad. Ana le contó un día que la salud de su padre estaba decayendo, que su madre no se sentía muy animosa y que ella misma estaba pensando en cogerse una baja en el trabajo para poder cuidar de Victoria sin sentirse tan desbordada. Así que la madre de Marta ofreció a su antigua vecina la ayuda de su hija, que ya tenía dieciséis años y mucho tiempo libre. —¿No quieres ser maestra de primaria? Así practicas. Y de paso ganas algo de dinero. Y aunque al principio la pobre Marta no estaba muy segura de poder hacerlo bien y a pesar también de que a veces, viendo que Victoria crecía y ya no requería tanta atención como cuando empezó a cuidarla, aún se despistaba un poco, tenía la impresión de que cada vez se le daba mejor.


Tras comerse un plátano y una mandarina a medias con su cuidadora, Victoria fue directa al baño para lavarse las manos. Marta entró después. Y mientras ésta eliminaba los restos de comida que podían quedar para no pringar la casa sin querer, Victoria volvió corriendo a la cocina. Fue entonces cuando se dio cuenta de que faltaban los cubiertos. O al menos los más peligrosos, los que servían para cortar o se podían clavar. Abrió todos los cajones a los que tenía alcance y no encontró lo que buscaba. Pero Marta había usado un cuchillo para partir el plátano en dos. ¿De dónde lo había sacado? Seguramente su madre le había explicado lo que ocurría y la había puesto al corriente de la nueva organización de la cocina. Por suerte, no importaba mucho: Marta había usado un cuchillo para partir el plátano en dos, así que había un cuchillo en el fregadero. Lo cogió, lo lavó vagamente con agua y se lo llevó corriendo a su habitación para esconderlo en el único sitio en el que pensaba que podía esconderse un objeto en un dormitorio: entre el colchón y el somier. Esa misma noche, bajo el tierno resplandor de su lucecita antimiedos, cogió la versión en miniatura de su niñera, una de las personas a las que más quería en el mundo, y le cortó la cabeza.

***

En Semana Santa no hubo tanta suerte como en Navidad. Esta vez le tocaba a Ana ser la anfitriona, por lo que no podía declarar falta de dinero como excusa para no ir a ver a sus cuñadas. Por supuesto, éstas tampoco podían quejarse de ir mal económicamente porque no habría sido creíble ni el fingir que lo era, así que las hermanas llegaron puntuales. El ritual fue exactamente el mismo de siempre. Besos. Abrazos. Sonrisas exageradas. Madre mía, qué grande está. Más besos. Más abrazos. Más sonrisas aún más exageradas. Todo una burda mentira.


Victoria comprobaba que sus tres primas seguían teniendo a sus padres y su padre comprobaba que Victoria seguía yendo a verlo para comprobar que ella seguía teniendo un padre inerte enmarcado en una vieja fotografía. Hacía ya tiempo que lo hacía. Del mismo modo que lo observaba todo, se plantaba frente a él y lo contemplaba en silencio. Se ponía de puntillas y alzaba el brazo para intentar acariciarle la mejilla. Le sonreía. Tapaba con los dedos la cara de esa niñita que sostenía cuidadosamente y se imaginaba a su lado, cogida de su mano, aprendiendo a caminar, a sobrevivir en este mundo tan grande. Era un girasol mirando al sol, sólo que su sol era ya una estrella muerta. Después Victoria se iba con sus primas, que cada vez se parecían más a sus madres, y pasaba el tiempo con los hombres que durante dos días estarían en su casa. La distribución de las camas era un auténtico caos en el domicilio de Ana. Sus cuñadas tenían dormitorios de sobra para varios invitados y en sus casas dormían todos bien acomodados, pero la de Ana era pequeña. A Victoria le tocaba compartir su cuarto con sus tres primas. Una de ellas, la más pequeña, dormía con ella en la cama y las otras dos dormían en una colchoneta hinchable aparcada en paralelo. Las hermanas y sus maridos tenían que dormir en el comedor: ellos dos sobre los dos sofás, cada uno en uno, y ellas dos sobre otra colchoneta hinchable. Durante algunas visitas, los cuatro adultos habían alquilado un par de habitaciones en un hotel cercano, pero Ana no quería tener que estar cuidando sola de tres niñas que no eran suyas. Y cuando las hijas se iban también a dormir al hotel, lo único que ocurría era que apenas pasaban tiempo con Victoria, con lo cual era una tontería que fueran a visitarla. Ana no dejaba que nadie entrara en su dormitorio, pero esa noche Victoria prefirió abandonar su templo e ir a hacer compañía a su madre.


—Es que roncan —dijo. Pero la madre sabía que su hija también se estaba hartando de esas absurdas visitas. —Creo que deberíamos dejar de vernos. Clara y Olivia hacían los mismos gestos cuando hablaban. Cruzaban las piernas al sentarse, jugueteaban con el botón de su camisa cuando se sentían indignadas, movían elegantemente las manos al hablar de sus hijas, lo bien que iban en clase, lo bien que se portaban. —¿Cómo dices? —Preguntó la menor de las hermanas. —Que creo que deberíamos dejar de vernos —repitió Ana pausadamente y sin cambiar la expresión seria de su rostro. —¿Para siempre? —Olivia no parecía tan sorprendida por la propuesta de su cuñada. —Sí, claro. ¿Qué sentido tendría de otro modo? Ni siquiera sé por qué lo hemos estado haciendo tantos años —Ana procuraba estar menos en tensión, menos a la defensiva, pero nunca era capaz. —Bueno, ya es costumbre... Somos familia... Y las niñas... —Era la primera vez en la vida que Ana veía a una de las hermanas de su marido sin saber qué decir. —Oh, venga, Clara. Es evidente que vosotras no nos queréis a Victoria y a mí cerca. Y yo tampoco tengo ganas de encontrarme con vuestras caras, la verdad. Aunque sólo sean tres veces al año. La discusión no duró mucho. Clara insistió en que a ella sí le gustaban las visitas, que le parecía bonito seguir la tradición, verse aunque sólo fuera tres veces al año, mantener el contacto. —El contacto se puede mantener por teléfono. Olivia le echó en cara que no quisiera saber nada de ellas cuando ellas habían permanecido a su lado, ayudándola con las cuestiones legales e incluso pasando algunos días en su casa, tras la muerte de Esteban.


—A esta muñeca le falta la cabeza. —Ya lo sé, se la corté yo. —¿Por qué? —Porque me gusta. —¿Cortar cabezas? —No, la muñeca. —¿Eres tonta? Definitivamente no compensaba una semana al año repartida en tres épocas distintas disfrutando de un padre en casa si además tenía que aguantar a sus hijas.

***

Pronto la afición que Victoria tenía de observar detenidamente a las mujeres degeneró en una curiosidad enfermiza por saberlo todo acerca del sexo femenino. Quería saber qué tenían en común todos los miembros de la comunidad, así que advertía las similitudes entre algunas mujeres, las memorizaba y después las buscaba en otras mujeres, otras muñecas, otros dibujos animados. Y no sólo se conformaba con conocer diferentes aspectos que hasta ahora le eran desconocidos, sino que además quería saber en qué se diferenciaban de la otra mitad de la población. Las mujeres solían tener más pecho que los hombres, pero no era una norma irrevocable. El vello corporal estaba más presente en los hombres que en las mujeres. Incluso aunque nadie perdiera el tiempo depilándose, el de las mujeres solía ser más escaso. Las jóvenes que usaban pantalones cortos usaban pantalones cortos más cortos que los jóvenes que usaban pantalones cortos. Las faldas y los vestidos también parecían de uso exclusivo de las mujeres, pero había visto hombres con túnicas y no sabía en qué categoría se colocaban las túnicas. Además, tenía entendido que en Escocia, estu-


viera donde estuviera ese lugar, los hombres a veces llevaban falda. La ropa ajustada solía ser también más propia del sexo femenino, pero a los superhéroes no había músculo que no se les marcara a través del traje de trabajo. Tampoco la longitud del cabello ayudaba mucho, pero el abanico de peinados que lucían las mujeres era mucho más amplio. Y luego aparte estaba el maquillaje. Las mujeres cubrían su rostro con capas y capas de maquillaje. Sus tías, su abuela, sus maestras, sus vecinas, su niñera algunos viernes, todas las muñecas que pretendían hacerse pasar por mujeres adultas o chicas adolescentes. Incluso su madre, tan guapa como era, se escondía como mínimo tras una fina base que se fundía con su piel y un pintalabios rojo. Pero a Victoria todos estos aspectos superficiales, frutos sin duda de las modas actuales, ya fuera por la cantidad de variables o por las numerosas excepciones que aparecían justo cuando creía haber encontrado una regla inquebrantable, terminaron aburriéndola. Quería ver más, quería conocer el interior. Pero ¿cómo conocer el interior de las personas? Podía abrir en canal a sus muñecas, quitarles la cabeza, desmembrarlas; pero no podía hacerlo con los seres humanos. Las muñecas no tenían vida, no sentían dolor, o al menos no lo manifestaban de ninguna forma. Los seres humanos sí. Siempre estaban los libros, claro, y suponía que éstos dirían la verdad. Pero aun así Victoria no tenía los medios necesarios para satisfacer su curiosidad. Así que continuó haciendo lo único que podía hacer que aplacara un poco esa comezón que invadía su espíritu: torturar a sus muñecas. Como ya no tenía acceso a los cuchillos buenos (o lo que para ella eran buenos, puesto que los cuchillos peligrosos de verdad habían estado siempre tan bien escondidos que ni siquiera sabía que existían), de momento sólo podía tratar a sus muñecas como si fueran margaritas y sus miembros, simples pétalos.


Una de las muñecas que su abuela le había pedido para Reyes llevaba un vestido que a Victoria le gustaba mucho. Cada vez que lo miraba, se imaginaba a sí misma llevándolo a una fiesta. El color plata hacía resaltar el ébano de sus cabellos, recogidos en un moño bajo adornado con pequeñas flores recién amputadas de la naturaleza. Tenía unos zapatos cerrados negros que combinaban muy bien con el largo del vestido, que cubría por entero las rodillas, y sabía que su madre tenía una gargantilla bañada en plata que le regaló su padre en uno de sus cumpleaños que combinaba muy bien con el escote palabra de honor. En un principio la muñeca llevaba un cinturón negro, a juego con sus zapatos de tacón. Pero nada más verlo Victoria consideró que, como la parte de la falda se distinguía de la de la camisa expandiéndose con forme bajaba, no era necesario llevarlo. Así que se lo quitó en seguida y ya no recordaba dónde lo había puesto. Cuando decapitó a la réplica casi exacta de su niñera, se ayudó del único cuchillo que había encontrado para que le fuera más fácil separar la cabeza del resto del cuerpo. A la mañana siguiente devolvió el cuchillo al fregadero, que contenía la cubertería y la vajilla sucias de la cena de la noche anterior y el desayuno de su madre. Confió en que cuando ésta fregara más tarde, después de llevarla al colegio, no se diera cuenta de que había un cuchillo de más. Y no se dio cuenta. Pero esta vez no tenía ningún cubierto al alcance de su mano, así que decidió probar la fuerza bruta. Desvistió cuidadosamente la muñeca para no manchar el sueño idílico que tenía con el vestido relacionándolo sin querer con un injusto pero necesario desmembramiento y separó todo lo que pudo los brazos y las piernas de ésta. Después deshizo su peinado, quitándole las falsas flores una a una, y la peino con los dedos. Ya era domingo. Hacía poco que habían dado las doce en el campanario de la iglesia más cercana y el reloj de su dormitorio así lo confirmaba. Había pasado la noche junto a su madre,


una cena temprana y después una película de dibujos, y ahora era hora de acostarse. Como al día siguiente no había colegio, se había ido a dormir más tarde de lo habitual entre semana, que era lo habitual cuando no había colegio al día siguiente. Pero ya era hora de dormir, Ana ya había cerrado la puerta de su dormitorio, la luz azul se reflejaba en las paredes. Cogió la muñeca por la cintura y tiró de su brazo izquierdo. Como no había peligro de hacerse daño, lo hizo en la penumbra, sin salir de la suavidad de las sábanas amarillas. Hizo mucha fuerza para sacarlo y en cuanto lo logró lo intentó también con el brazo derecho. Las piernas le costaron un poco menos de sacar. El recuento salía a dos brazos y dos piernas. Como todas las muñecas. Como la mayoría de los seres humanos, todos los que no habían tenido ningún problema de malformación y tampoco les habían amputado ningún miembro. Abrazada por su cálido pijama azul de nubes blancas, esponjoso como imaginaba que sería dormir sobre una, ya que ya había hecho su aparición el otoño y empezaba a refrescar por las noches, la pequeña comenzó a palpar su cuerpo. El recuento salía a dos brazos y dos piernas. Como todas las muñecas. Como la mayoría de los seres humanos con los que se había cruzado alguna vez. Su vecino del primer piso iba en silla de ruedas porque le faltaba una pierna y era demasiado mayor como para andar con muletas. También era demasiado mayor como para que Victoria estuviese a su lado el tiempo suficiente como para escuchar qué le había sucedido. Así que nunca supo cómo perdió algo tan importante y si la echaba de menos o ya la había olvidado. Pero Victoria tenía las dos piernas. Y entre sus dos piernas tenía un tesoro, suave y limpio, por el que expulsaba la orina cuando se llenaba del todo su vejiga. La muñeca a la que acababa de desmembrar, y también todas las demás, también guardaba esa virtud, pero no podía utilizarla.


Por encima de esa nube de algodón que la cubría, acarició la cima de su zona púbica. Dejó a un lado su muñeca mutilada y elevó la velocidad de las suyas blancas. Tan blancas que se apreciaban perfectamente las venas que transcurrían por ellas. Echó hacia atrás la espalda y estiró sus piernecitas, dejándolas rígidas como dos barras de metal, sin dejar de mover las manos, con movimientos cada vez más cortos y rápidos, y a su cuerpo, pequeño y frágil, pareció atravesarlo un terremoto. Con la respiración entrecortada, pasados unos segundos, volvió a sentarse bien y cogió cuidadosamente su muñeca. Su cabello suelto y lacio agudizaba aún más sus rasgos asiáticos. La muñeca made in China pretendía recrear una muchacha originaria de ese mismo país. Se dio cuenta en seguida de que ni siquiera necesitaría la ayuda de ningún anciano reparador de muñecas para curar esta flor marchita, ya que en realidad no la había roto. Únicamente la había despojado de sus miembros. Intentó colocarle ella misma los brazos y las piernas a la pobre mártir y volvió a contar los pétalos, para asegurarse de que no faltaba ninguno. Uno, dos, tres y cuatro. Y en el centro, el tesoro. Acarició entonces su vulva, como había hecho con la suya pero sin prendas de por medio, e intentó crear en ella el seísmo. No, la muñeca no podía utilizarla.



IV

El señor Geraldo era viudo. Había perdido a su esposa hacía más de diez años y, por mucho que lo intentara, ya no lograba desencajar su anillo de compromiso de su dedo anular. Así que a veces, para no mancharlo de pintura mientras trabajaba, se ponía un guante en la mano izquierda. —Le arrancó la cabeza y ahora ya no se le sujeta. —Deduzco por esa sonrisa tan amplia que no fue ningún accidente, ¿verdad? —Victoria se escondía, tímida y sonriente, detrás de su madre—. Seguro que en el fondo lo único que querías era venir a hacerle una visita al viejo reparador de juguetes. —Sí, así es. Tenía muchas ganas de venir. Ana decía esto acariciando la barbilla de su hija. Tan suave, tan lisa, tan de niña pequeña. Sonriendo medio alegre, medio resignada. Ya había asumido que tenía que ahorrar algo de dinero para las visitas a la tienda del


señor Geraldo. Por suerte no había muchas cosas que Victoria le pidiera y se lo podía permitir. El establecimiento en el que trabajaba aquel hombre que ya debía haberse jubilado estaba exactamente igual a como Victoria lo recordaba, pero seguramente habían cambiado muchas cosas. Seguramente muchos juguetes se habían marchado desde la última vez que entró en ese hospital y muchos otros habían llegado. Sin contar los que habrían entrado y salido en el intervalo de tiempo en el que Victoria no había pisado el lugar. Ana ya imaginaba que un poco de pegamento líquido comprado en cualquier todo a 100 bastaría para que a la muñeca de su hija dejara de írsele la cabeza, pero la pequeña había insistido tanto, durante tantísimo tiempo, que al final había tenido que prometerle llevarla a reparar a la consulta del doctor Geraldo como regalo de cumpleaños. —De todas formas le compraré algo —suspiró a su madre. —Las muñecas eran para eso. —Lo sé, menuda idea tuviste. Ni Ana ni Victoria fueron nunca a casa del señor Geraldo, así que ni Ana ni Victoria supieron nunca que el señor Geraldo tenía una fotografía de su esposa en el lugar análogo al que reposaba la fotografía de Esteban con la pequeña Victoria entre sus brazos. Pero su esposa llevaba un ramo de flores recién cortadas entre los suyos y sonreía, no a cámara, sino a su marido, que en ese momento estaba detrás del objetivo. Tras la muerte de Agustina, nombre que jamás conocerían Ana y Victoria, el señor Geraldo había vuelto a trabajar para distraerse y que no se le cayera la casa encima, como le pasó a la abuela de Victoria. Cuando era joven, dedicó su vida por entero a fabricar juguetes. O, más bien, a perfeccionarlos, ya que en principio la que los fabricaba era su mujer. Hacían un equipo estupendo. Ella creaba un boceto y tallaba la madera, juntaba las piezas, les daba forma. Tenía mucho talento. Había pasado


toda su infancia y adolescencia dibujando. Así la conoció el señor Geraldo. Un tierno muchacho en busca de la sombra de un árbol bajo la que sentarse a leer sus libros de matemáticas. Un examen a la vuelta de la esquina, una muchacha dibujando al otro lado del tronco. —¿Qué dibujas? —No lo sé. —¿Puedo mirar? —Claro. Un boceto de unos niños pequeños bailando alrededor de una hoguera. Una sombra de un mismo árbol para dos jóvenes que aún no se habían mirado a los ojos. Unos libros de matemáticas olvidados sobre el húmedo césped. Un examen suspendido. El primero y el último. El señor Geraldo aún conservaba ese dibujo que Agustina le regaló. Y todos los demás dibujos que hizo a partir de entonces. El primer borrador de su primera muñeca de madera, su primera muñeca de madera, el recuerdo del día en que decidieron abrir la tienda, la copia del recibo de la primera muñeca que vendieron el día de la inauguración. Así que ella dibujaba y moldeaba su sueño y después llegaba él y lo dotaba de vida con los pequeños detalles que tanta paciencia requerían. Los lijaba, los pintaba y los barnizaba, uno a uno y con pulso firme, a mano, sacándole inevitablemente una sonrisa a la siempre joven Agustina. Con el tiempo ambos aprendieron la labor del otro y se turnaban las tareas. Les iba bien, tenían de sobra para vivir. Una casa grande, como cualquier casa antigua, de dos pisos y un patio en el que abundaban las plantas que tanto le gustaban a ella. Tres hijos varones y tres gatos que pasaban la mayor parte del tiempo en la calle. Muebles bonitos, muchas visitas, ahorros para la jubilación. Hubo un momento en el que se plantearon abrir el taller en la parte trasera de la casa, más por comodidad que por ahorrase el mantenimiento de la planta baja; pero la habitación de la que dis-


ponían, que ahora tenía la función de trastero, era demasiado pequeña y decidieron continuar teniendo separados el trabajo y el hogar. Quizá era mejor no mezclar las cosas, respetar la tranquilidad de la familia, dejar el trabajo en el trabajo. Y por suerte tampoco les quedaba muy lejos de casa. Poco a poco empezaron a fabricar con otros materiales y a descubrir nuevas técnicas. Intentaron introducir a sus tres hijos en el negocio, pero sólo el mediano encontró en el trabajo una gran satisfacción y empezó a trabajar con ellos hasta que decidieron jubilarse. Con los años las ventas habían empezado a caer y llegó el día en el que ya no podían competir con los grandes almacenes, las fábricas en las que todo se produce en cadena, así que tuvieron que cerrar. Y tras la muerte de Agustina el señor Geraldo decidió reabrir la tienda, pero no para crear juguetes nuevos, sino para reparar a los enfermos. Ensamblaba las partes rotas de los juguetes, volvía a pintarlos, los cosía. Y cuando no podía revivir un muñeco, como no quería darlo del todo por perdido, intentaba transformarlo en otra cosa. O usaba sus pequeños cuerpecitos para hacerles trasplantes a otros juguetes que sí tuvieran esperanza de vida, siempre que a los familiares les pareciera bien. El señor Geraldo daba una segunda oportunidad a todos los juguetes que cruzaban el umbral de la puerta de su tienda, y la muñeca de Victoria pronto volvió a tener la cabeza en su sitio.

***

El día en que se conocieron, Ana acababa de hacer la mayor locura que había hecho hasta el momento. Había ido ahorrando poco a poco gracias al trabajo de cuidadora de ancianos que había encontrado y habiendo reducido todo lo que pudo sus gastos, hasta que por fin, después de tres años, lo consiguió.


Ese día llevaba un vestido color lavanda que dejaba al aire la mitad superior de su espalda. Cuando Esteban la vio, sólo se fijó en la capa de film transparente que la cubría. —¿Tienes más tatuajes? El primer impulso de Ana fue pedirle que se fuera. Estaba con sus amigas y no necesitaba más compañía. Pero se giró y lo miró a los ojos, y captó más su atención la sinceridad que había en ellos, la inocencia, que el color. —No, es mi primera vez. Los amigos de Esteban lo llamaban. Llegaban tarde a dondequiera que tuvieran que ir. Ana y sus amigas acababan de salir de la tienda de piercings y tatuajes. Esteban y sus amigos pasaban por allí de casualidad; porque Carlos, uno de los amigos de Esteban, el que más prisa tenía, había visto a alguien con quien no quería cruzarse en la calle por donde iban siempre para dirigirse a dondequiera que se dirigieran y había pedido por favor, por favor, girar por esta calle y luego ir hacia la derecha, ya que el trayecto era prácticamente el mismo. Ana no se fijó en Esteban cuando salía del establecimiento con esa enorme sonrisa en el rostro y ese agradable vacío en la cartera. Esteban sólo se giró para espantar un pequeño insecto que lo había espantado a él. —Espero poder ver algún día cómo te ha quedado. —Yo también. Ni siquiera intercambiaron direcciones. Sin nombres, sin números. Ambos querían volver a verse, cuando no tuvieran tanta prisa o, más bien, cuando sus amigos no tiraran de ellos para marcharse ya, pero no se les pasó por la cabeza concretar una cita. Quizá tampoco había sido casualidad que Ana hubiera conocido en el autobús, unas cuantas semanas atrás, a ese chico tan amable que le explicó dónde se había hecho sus tatuajes.


Ahora que observaba a su hija, la viva imagen de Esteban, tan contenta como estaba porque su muñeca pelirroja volvía a tener cabeza, sólo que sin poder moverla por culpa del pegamento, el recuerdo surgía del capullo en el que había sido cuidadosamente guardado como la colorida mariposa había emergido, hacía tiempo, en el centro de su espalda.

***

Victoria aprendió a esconder su hábito a base de observar, gracias a su otro hábito, que nadie más actuaba como ella. No pensaba que estuviera haciendo nada malo, ya que era algo que la hacía sentirse extrañamente bien, como torturar a esas criaturas sin vida con las que jugaba. Pero tampoco veía a nadie más explorándose como ella lo hacía, mimándose como ella lo hacía, queriéndose de esa manera, así que supuso que debía esconderse. No siempre era igual de precavida. A veces estaba sentada en el sofá, domingo lluvioso, ventanas cerradas, persianas parcialmente bajadas, cortinas totalmente corridas, televisor encendido, el llanto de las nubes intentando hacerse oír por encima de la película, la intromisión de los anuncios a escasos diez minutos del final, creyendo que nadie la miraba, y acudía al monte de Venus en busca de su sabiduría. Entonces su madre, que la observaba silenciosa y de reojo desde el otro lado del sofá, la reñía. De nuevo las dudas sobre si lo hacía bien o mal. Dónde estaba Esteban. Dónde se había escondido. Por qué permanecía inmóvil en esa fotografía, cuidando de esa pequeña ya inexistente, en lugar de ocuparse de la pequeña a la que Ana no sabía cómo debía educar, o si lo estaba haciendo bien. El día en que por fin volvieron a cruzarse, ambos fingieron que paseaban por esa calle de casualidad. El día en que se prometieron, se confesaron que estuvieron acudiendo, durante días y a diferentes horas, a esa


misma tienda delante de la cual se habían topado por primera vez. Hasta que por fin los dioses del Olimpo los dejaron ponerse de acuerdo y se volvieron a ver casi dos meses más tarde. Fueron hasta una heladería y compraron dos cucuruchos de nata, uno para cada uno. El de Ana con virutas de chocolate. Era una primavera calurosa, anduvieron cerca del río, observando el agua, los peces, las aves que acudían allí a beber, los gatos hambrientos. La brisa enmarañaba sus cabellos. Pasearon durante horas en silencio. Esteban acababa de cumplir los dieciocho, Ana tenía casi dos años más. A Esteban le gustaba la música country, Ana era alérgica a la penicilina. Esteban tenía miedo de las arañas, a Ana le encantaban los libros de ciencia-ficción. Ninguno de los dos soportaba la arena de la playa, ambos querían viajar a todas partes. Pero nada de esto se dijeron en esa primera cita improvisada. Habían pasado tantas noches en vela pensando en qué se dirían el día en que por fin volvieran a coincidir, que no sabían ni por dónde empezar. Ese año Esteban entraría en la universidad. En ese momento, en esa cálida tarde primaveral, al lado de la que sería la mujer de su vida, mientras la brisa los despeinaba a ambos y levantaba impúdicamente la falda a Ana, no sospechaba siquiera que decidiría dejar la carrera antes incluso de terminar el primer año. Ni la decepción que eso supondría a sus padres. Ni la felicidad que eso le supondría a él. Se fueron a vivir juntos a los dos años de conocerse, antes de casarse, y celebraron la boda otros dos años después. Ana creía que, al vivir ya juntos, Esteban ni siquiera se planteaba pasar por el altar. Pero al parecer había sido su intención desde el principio y, cuando le propuso matrimonio en la misma zona del parque donde se besaron por primera vez, fue toda una sorpresa.


El rechazo de la familia de Esteban no les impidió seguir adelante y, aunque descontentos, los padres y las hermanas de él acudieron a la pequeña ceremonia. Los padres de Ana, por el contrario, se sentían muy afortunados de que su hija hubiera encontrado el amor en un muchacho tan bondadoso y encantador. No fue la gran boda que, tal vez, hubiera soñado alguna vez una pequeña Ana cuando jugaba con sus muñecas, pero era todo lo que la adulta Ana podía desear. Y ahora, como el señor Geraldo, tampoco era capaz de desencajar el anillo de compromiso de su dedo. No porque la carne se hubiera ensanchado con la edad, sino porque se negaba a olvidar. El día en que murió, Esteban hizo exactamente lo mismo que hacía todos los días antes de irse a trabajar. Se dio una ducha rápida con agua templada, se vistió con la ropa del trabajo, se tomó un café solo, sin leche ni azúcar, de un único trago, como a él le gustaba, y se despidió de Ana y su pequeño angelito del mismo modo que hacía siempre, fuera a donde fuera. Un beso. Una caricia. Un te quiero. Un adiós.

***

El funeral se celebró por la mañana. Una mañana preciosa, cielo despejado, un sol brillante, alegre, en contraposición con el día que Ana llevaba a sus espaldas. —Todos los funerales son iguales —le dijo a su madre después de echar un rápido vistazo a su alrededor y comprobar quiénes habían acudido a despedirse—. Vienen a decirle adiós a un muerto todas las personas que no fueron capaces de venir a saludar cuando aún vivía. Es repugnante.


Ana rodeaba a su hija con sus brazos y besaba fuertemente su frente, la aprisionaba como a un pequeño tesoro que temía perder, como a un pájaro con un ala rota que aún no era capaz de alzar el vuelo. «No seas tú la siguiente, por favor», parecía decir, e intentaba de esta forma trasmitirle toda la fuerza que le quedaba, toda la poca fuerza que se había salvado de caer dentro del ataúd durante el entierro, junto con la ya extinguida llama que había guiado su camino durante tantos años. Madre e hija recogieron el pésame de todos los que se acercaban a ellas con las manos juntas en señal de respeto y el rostro ensombrecido por la compasión. Lo recogieron como la limosna a la puerta de la iglesia. Lo recogieron aunque no lo querían. No querían la pena, no querían la comprensión. Querían que las luces siguieran encendidas. Los familiares lejanos, los amigos de la infancia, los vecinos. El párroco encargado de oficiar la misa. Alguna que otra mujer que acudía a la iglesia todas las semanas y se había topado sin querer con que ese día alguien, tan bello, tan joven, pasaba a mejor vida. Todos estaban allí. Todas esas personas que ahora Ana detestaba por atreverse a acudir a despedirse de alguien cuya vida en realidad no les importaba. Ana sólo quería que toda esa burda ceremonia terminara cuanto antes para poder volver a casa a descansar. Ponerse el pijama y tumbarse sola en la cama. Llorar hasta quedarse dormida. Pero el día aún no había terminado. De nuevo sus cuñadas. Cuánto tiempo. Cómo estás. Qué mayores están las niñas. Olivia y Clara se atrevían a volver después de tanto tiempo. Y venían del brazo de sus maridos y de la mano de sus hijas. Como una gran familia feliz. Una familia feliz que Ana envidiaba. Por eso las odiaba tanto. Tras comprobar que Ana no caía bien a su familia, Esteban decidió que lo mejor era que se mudaran lejos, para no tener que ver mucho a sus padres y a sus hermanas. Así que decidieron irse a vivir cerca de los padres


de Ana, que sí querían tenerlos cerca. Una casa grande y bonita, dos baños, cuatro habitaciones, un futuro prometedor. Esteban apenas tenía algún contacto con Clara y Olivia, salvo en las tres fechas fijadas para visitarse. Y este trato ni siquiera fue idea suya, sino una imposición por parte de los padres que, aunque tampoco veían mucho a su hijo, no querían que él y sus hermanas dejaran de hablarse para siempre. El silencio también se rompía en ciertas ocasiones especiales en las que hablaban por teléfono, como cuando Esteban las llamó para decirles que iba a ser padre o Ana les comunicó que su hermano había fallecido. Después Ana mantuvo el acuerdo de seguir viéndose con sus cuñadas, primero porque se sentía sola y hastiada y luego para que no se dijera que había sido ella la culpable de la separación en la familia. Hasta que se cansó de tanta falsedad. Como terminó cansándose de los funerales después de haber enterrado a tres generaciones distintas.


V

Victoria pasó a la indiferencia. Diez años tenía y ya no sabía si le gustaba jugar con sus muñecas. Al menos las de plástico. La vida se volvió monótona. Por el día, normalmente los domingos, ya que apenas había nada que hacer, elucubraba nuevas formas de causar dolor a las muñecas que seguían intactas. Por las noches, normalmente entre semana, ya que tanto ella como su madre se iban antes a la cama, ponía en práctica sus crueles planes. La nueva organización de la cocina contribuyó a su creatividad, pero también a su sadismo. Ahora intentaba cortar la piel con las tijeras que guardaba en su estuche en lugar de con un cuchillo afilado y, por tanto, le costaba más. Los miembros no siempre eran amputados, a veces sólo se formaba en ellos la masacre. Una masacre sin sangre que al señor Geraldo le costaba arreglar.


Un día, para su sorpresa, encontró una gran satisfacción en una muñeca que el reparador de muñecas no pudo arreglar. Normalmente la divertía observar cómo el único hombre vivo al que amaba se las ingeniaba para devolver a la vida a sus pobres e indefensas víctimas. Escuchaba atenta la explicación de por qué utilizaba un artefacto u otro, qué diferencia había entre los tipos de pegamento que usaba, cómo se le ocurrió a su fallecida esposa la idea de crear instrumentos propios. Y después gozaba al ver las cicatrices, esas marcas de guerra, esos símbolos de supervivencia, esas formas que gritaban, sin lugar a dudas, VICTORIA. Pero ese día había demasiado estrés en la consulta. El doctor Geraldo hizo todo lo que pudo por su paciente. Intentó alisar la piel del muslo maltratado con una lija especial para el plástico de la muñeca; pero los cortes ocupaban la pierna entera y la rodilla estaba demasiado destrozada como para rellenarla con silicona y que quedara bien. Muy a su pesar, no hubo más remedio que terminar lo empezado por Victoria y cortar la pierna entera. La pequeña observó atenta esta acción, admirando cómo la brillante hoja afilada de esa especie de guillotina hacía un corte perfecto en su muñeca. A partir de esa misma noche, cada vez que acariciara el vacío formado a la altura del nacimiento del glúteo, donde ahora había una pequeña venda blanca que remarcaba aún más la pérdida, recordaría ese día. Y al final acabaría imaginándose a sí misma utilizando esos aparatos de tortura que el señor Geraldo utilizaba, sin sentir ninguna curiosidad por lo contrario, para hacer el bien. Con el tiempo dejó de temer la oscuridad. Pidió a su madre que no le encendiera la luz antimiedos, así que cuando quería castigar a sus muñecas por un crimen que no habían cometido tenía que encender la lámpara que colgaba del techo. Por suerte dormía con la puerta cerrada y su madre no podía verla. Ana seguía sin saber cuándo asesinaba su hija a esas pequeñas


criaturas ya sin vida, pero no era precisamente lo que más le preocupaba del asunto. Aunque Victoria no siempre necesitaba encender la luz para jugar. A veces yacía tumbada boca abajo, cubierta por sus pulcras sábanas de flores silvestres y la más absoluta oscuridad, y emanaba de ella el dulce calor del movimiento. Su pálido rostro medio oculto por su larga cabellera negra. La almohada sosteniendo firme su mirada. Su mandíbula encajada y sus piernas rígidas como el metal de sus tijeras, temblando como lo hacían éstas en sus manos mientras cortaban el aire en el momento previo a la matanza. Su cuerpo tiritaba como la gelatina de limón que preparaba su madre todos los últimos sábados por la mañana de cada mes y luego comían el siguiente domingo al mediodía, uno de los grandes placeres de las pequeñas familias. Sus manos se superponían una encima de la otra como un naipe llevándose a otro en un juego de cartas y a la altura de su pelvis nacía una montaña. Victoria ahora danzaba más bajo la intimidad de la oscuridad de la noche que bajo la cegadora luz de su techo, y gracias a ello se había dado cuenta de que la respuesta era no: ya no le gustaba jugar con sus muñecas.

***

El rendimiento académico bajó como habían bajado las ganas de jugar: poco a poco, con discreción, sin que llegaran a irse del todo. Victoria ya no le pedía a Marta que la llevara al parque. En su lugar, prefería quedarse en casa mientras acariciaba el cabello de las pocas muñecas que aún vivían prisioneras en la tiranía de la incertidumbre. El no saber quién será la siguiente, el no saber cuándo te tocará a ti. La pequeña, que crecía a una velocidad inconcebible para su madre, que casi siempre trabajaba, aprendió muchas cosas en muy poco tiempo.


La pasada Navidad, por ejemplo, había descubierto la primera mentira, pero no había dicho nada. Melchor, Gaspar y Baltasar no eran quienes decían ser. Dos de ellos en realidad se llamaban Ana y el tercero (Victoria aún no sabía cuál de los tres) aparentemente ni siquiera aparecía por casa. Tal vez no existía, pero si no existía tampoco había necesidad de inventarlo. Y tal vez simplemente no la quería tanto como su madre y su abuela. Además, el único contacto que tenían esos tres (dos) magos con Oriente era cuando entraban en el bazar de la esquina de la calle de la Iglesia, y esto ni siquiera lo hacían en Navidad. Lo supo gracias a haber aprendido a prestar atención a su alrededor sin hacer el mínimo ruido, técnica que había ido perfeccionando con el tiempo y que, aparte de servirle para escuchar la conversación que su madre y su abuela mantenían acerca de qué habían decidido comprarle a Victoria para estas navidades, también le había permitido averiguar cierta información que nunca utilizaría porque no era de su incumbencia y nunca se le había ocurrido utilizar el chantaje para conseguir lo que quería. A Victoria, como a cualquier otro niño de su edad, le gustaba salirse con la suya; pero para ello ni siquiera pensaba en servirse de ningún tipo de artimaña salvo de sus encantos naturales de niña de primaria. Sonrisa pícara, divertida, ojos abiertos como platos, voz de duendecillo mágico, saltitos sobre sí misma. Así logró hacer que su madre echara la culpa de sus bajas pero aprobadas notas a la dificultad de las asignaturas y no a que la pequeña estudiante de cuarto curso se distrajera demasiado con sus muñecas. Esto también conllevaba algunos riesgos, claro, como la promesa que Ana consiguió arrancarle a su hija cuando le hizo decir que a partir de ahora intentaría esforzarse más. A partir de ahora intentaría esforzarse más. Gracias a estos encantos infantiles, aprendió también que era más fácil convencer a su niñera de que le guardara un secreto que convencerla para que le hiciera un favor que después tendría que llevarse a la tumba.


Cada vez que iba con su madre a la vieja tienda del señor Geraldo, Victoria miraba por la ventana. Cuando era más pequeña, cuando su madre la colocaba en esa sillita adaptada para poder ir en coche y que el cinturón de seguridad no la ahogara, el trayecto le parecía interminable. A su derecha sólo había una infinitud de cielo azul. El sol quedaba al otro lado de la carretera y no podía saludarlo. A veces las nubes hacían acto de presencia. A veces había un grupito de pájaros que parecían huir de algún demonio invisible o ir directos a la deriva. La línea intermitente de arbustos y, de vez en cuando, algún que otro árbol triste y semidesnudo se confundía con el quitamiedos. «A la carretera también le da miedo la noche», pensaba inocentemente una temerosa Victoria, «a la carretera también le da miedo al monstruo que vive debajo de la cama». —Pooor fa... —Que no, chiqui, que tu madre me mata si se entera. —Pero no hace falta decírselo. Podemos ir cuando ella trabaja. —Pero ¿por qué no se lo pides a ella? O a tu abuela. —Que no, que quiero ir contigo. —Pero yo no sé ir, cielo. Nos perderíamos —la sonrisa indulgente de Marta y el contacto con la tierna mejilla de la pequeña eran señales inequívocas de que terminaría cediendo, pero de esto la niñera no tenía ni idea. —¡Hay autobuses! ¡Los he visto! ¡Por fa, por fa, por fa! —Hmm... Déjame pensármelo. —¡Sí! —No es seguro, eh, sólo me lo voy a pensar. —Pero sí vamos a ir...

***


Victoria conoció a su padre, lo que se dice conocer de manera consciente, más o menos un año después de su muerte. Fue cuando aún vivía con su madre en su antigua casa. La casa que Ana compró con Esteban, la casa que aún olía a él, la que tuvieron que abandonar por no poder terminar de pagar la hipoteca, mudándose a otra más pequeña. Un baño, dos habitaciones, un futuro incierto. Esa fotografía de él y ella colgada en el salón no siempre había estado ahí. Antes había estado en su antiguo hogar, el que Victoria nunca llegaría a recordar y que, como el nuevo, también disfrutaba de un salón, sólo que más amplio. Y antes de todo esto, cuando él aún vivía, en el salón de ese antiguo hogar había un cuadro de unas flores rosas y azules dentro de un jarrón dorado pintado por algún artista no muy famoso y, por tanto, más accesible económicamente hablando. Cuando se mudaron, Ana se aseguró de que su nueva y más pequeña casa fuera igual de bonita y acogedora que la anterior y lo primero que hizo fue colocar la fotografía de su marido en su nuevo salón-comedor. Por aquel entonces la pequeña no había cumplido ni los tres años, así que, para la memoria de la hija que había logrado salir de la fotografía, ese muerto siempre había permanecido ahí colgado. Ana acunaba en sus brazos a su angelito, y su angelito, que no tenía ganas de dormir, iba señalándolo todo para que su dulce madre con su dulce voz le dijera qué era cada cosa. —Eso es una lámpara... Sí, no te rías, es una lámpara. Lám-pa-raaa —la risita apenas audible de Victoria era hasta el momento la canción más tierna que había escuchado nunca Ana—. Eso es un libro... y otro libro... y otro libro... y más y más y más. Todo eso son liii-bros. Liii-bros... Y eso una silla. La silla sirve para sentarse, ¿a que sí? ¿A que sí? Madre mía, estás llena de babas, espera que te limpie... Sí, eso es una lámpara. Lám-para. ¿Te gusta?


Entonces Victoria, en brazos de su madre y mientras ésta la limpiaba con un fino pañuelito de tela, señaló esa fotografía que llevaba allí unos tres o cuatro meses, después de que Ana la encontrara y la llevara a revelar en un tamaño bastante más grande del habitual y comprara un marco bonito y sencillo que abrazara a su marido del mismo modo en que él abrazaba a su bebé. —Eso es una foto. Fo-to. Y ese chico de ahí es tu papá. ¿A que es guapo? —Continuó señalándolo ella misma—. Pa-pá. Pa-pá. Y ese bebé eres tú... Sí, sí, eres tú. Tututú. Victoria sólo reía. No entendía nada de lo que su madre le decía, pero no tardó mucho en aprender a decir «papá» mientras señalaba con sus minúsculas y rechonchas manos a un hombre que no la animaba a ello. Ahora, en la que para ella era su casa de toda la vida, ya apenas se daba cuenta, cada vez que pasaba por su lado (y pasaba por su lado más veces de las necesarias), de que estaba ahí. Es decir, Victoria siempre ladeaba la cabeza y alzaba la vista para contemplar su tez morena, pero solía hacerlo de manera inconsciente. Era ya algo a lo que su cerebro se había habituado, como el acto de respirar. Una persona no se para a pensar en que está respirando cada vez que está respirando. A no ser, claro, que necesitara por alguna razón concreta la paz que le transmitía ese hombre, cuando necesitaba fuerzas para confesar un secreto, o necesitaba ayuda para pedir algo y salirse con la suya. Exactamente igual que su madre. Ambas se habían aprendido de memoria esa fotografía. Y si alguna de las dos hubiera aprendido además a pintar de manera realista, tanto madre como hija habrían podido recrear sobre un lienzo vacío, de manera exacta y con los ojos cerrados, esa bella imagen.

***


—No, el fin de semana estoy libre... Sí, podemos quedar. Qué fácil habría sido decirle a su madre que su niñera, a veces, no siempre, salía al balcón o iba a la cocina para hablar por teléfono. Dejándola sola al alcance del peligro, el miedo, la desobediencia. Qué sencillo y aún más inteligente habría sido hacer creer a su niñera que de verdad iba a contárselo a su madre. Pero Marta era tan amable, era tan dulce, era tan cariñosa. —No, está bastante bien. Y me pagan... Ja, ja, sí... Pues... unos seis años. ¿Puede ser? Victoria observaba en silencio, con la cara pegada al cristal y llenándolo conscientemente de vaho para dibujar después sobre él un sonriente sol. Pero su niñera hablaba contemplando el glorioso paisaje que le descubría el balcón, el paisaje propio de los pisos rodeados de más pisos: edificios, edificios, edificios y allá, a lo lejos, unos cuantos árboles en fila india que no tenían intención alguna de moverse ni siquiera por culpa del viento. Los cabellos de Marta si se movían. Eran tan largos y la brisa tan fuerte que chocaban contra la puerta corredera del balcón. Su blusa azul celeste, más ancha de lo que solía ser su ropa, resistía firme los golpes y a la voz de la niñera no parecía importarle mucho la intromisión. —Creo que sí. ¡Ya no me acuerdo! Entonces a la pequeña espía se le ocurrió la genial idea de cerrarle la puerta, para ver si así reparaba en su presencia. Corrió lo poco que le quedaba a la hoja de cristal para aprisionar a Marta en el exterior y retrocedió unos pasitos para reírse a gusto. Marta oyó el ruido sin saber qué era e intentó en vano abrir la puerta para averiguarlo. —¡Eh! El primer pensamiento de Marta fue el miedo. La sangre huyó despavorida de sus mejillas y su rostro quedó pálido en menos de un segundo. No sabía quién la había encerrado y dónde estaba Victoria. Si había entrado


alguien en casa y se había llevado a la pequeña mientras ella, maldita niñata inconsciente, no hacía el trabajo por el que le pagaban. O si había sido ella misma la que había cerrado del todo sin querer y había dejado a Victoria jugando desprotegida en el comedor. Pero, al fijarse bien en la imagen que se escondía tras el cristal y ver a ese pequeño diablillo riendo sin parar con la cabeza apoyada en la cama vacía de su madre y dando golpes al colchón, los nervios le desaparecieron. El balcón se encontraba en el dormitorio de Ana. Ana le había dicho el primer día, hacía ya tantos años, que no pasaba nada si entraba para salir al balón a tomar el aire, siempre y cuando no tocase nada más. «No se preocupe, señora Bermejo», había contestado educadamente una jovencísima Marta, «no creo que salga mucho al balcón». —¡Oye! —Gritó divertida a Victoria mientras llamaba a la puerta del balcón—. ¡Ábreme! —Entonces volvió a centrarse en su primera destinataria—: Te llamo luego, ¿vale?, que este bicho me ha encerrado en el balcón... Ja, ja, sí... Chaooo, te quiero. ¡Un beso! —Y colgó—. ¡Ábreme, fea! El pequeño monstruo no podía parar de reírse, pero al final cedió a los ruegos y las caritas exageradamente tristes que le entregaba su niñera en un intento acertado de emular un divertido chantaje emocional. —Vaaaale. Abrió el balcón y salió corriendo. Pero fue en vano, pues Marta la atrapó en mitad del pequeño pasillo que separaba la habitación en la que estaba el balcón y el salón-comedor en el que solía pasar la tarde Victoria, jugando con sus muñecas, viendo la televisión o incluso haciendo los deberes, y empezó a hacerle cosquillas. —Pero ¿tú de qué vas, bicho? La carcajada incontrolada de Victoria simbolizaba la victoria de Marta, que había conseguido que su captora echase toda su fuerza por la boca y no pudiera así contraatacar. Al cabo de un rato Victoria volvió a


preguntar, como había hecho la semana pasada, si podían ir a casa del señor Geraldo sin que su madre lo supiera. —Yo puedo no decírselo, pero no sé qué hará ese señor tuyo cuando vea a tu madre. —No te preocupes, que no la verá.

***

Se fueron el viernes de esa misma semana. —Adiós, cariño, pórtate bien. —Adiós, mamá. El sonoro beso que le daba Ana a su hija nunca podía compararse en intensidad con el abrazo que ésta le daba a ella. Victoria se colgaba de su cuello como una monita aferrándose a su madre, sin querer que se alejara ni un milímetro. Ese día la monita tenía ganas de que su madre se fuera a trabajar porque sabía que iba a ir con Marta a la tienda del señor Geraldo, así que inconscientemente el abrazo iba a ser menos intenso, para que las dejara a solas cuanto antes. Pero precisamente por ese engaño que iba a cometer a la mujer de su vida, por ese terrible sentimiento de culpa y esas ganas de ser perdonada cuanto antes, también inconscientemente, el abrazo iba a ser más fuerte que los otros días. Así que en consecuencia Ana no notó ningún cambio. —Hasta luego, Ana —la señora Bermejo hacía un par de años que le había pedido a su antigua vecina que la llamara por su nombre de pila. —Hasta luego, Marta. Como era de esperar, la niñera no tenía llaves del piso de Ana y Victoria. O al menos no unas que fueran de su propiedad y pudiera llevarse luego consigo a su casa. Pero había un juego de llaves que Ana le dejaba a su disposición cuando iba a cuidar de su hija, para que pudieran salir cuan-


do quisieran. Tal vez para ir a jugar al parque, para salir a pasear con el buen tiempo y tomar el aire fresco, para ir al supermercado en caso de necesidad, comprar la merienda cuando la despensa no ofrecía lo que le apetecía comer a la pequeña, para huir de un incendio provocado por accidente en la cocina... Y ahora también, aparentemente, para coger el único autobús que pasaba por su calle en dirección a la tienda de un pobre viudo jubilado que había vuelto a ponerse a trabajar. —¿Qué es, una veterana de guerra y por eso le falta una pierna? Marta jugueteaba con la muñeca que había cogido Victoria antes de salir de casa. Necesitaba una excusa para ir a ver al señor Geraldo y había decidido acudir con el pretexto de preguntar si ya tenía una pierna para su muñeca. —¿Qué es una veterana? —Una veterana, o un veterano, es una persona que lleva mucho tiempo ejerciendo la misma profesión. O que ya lo ha dejado pero después de mucho tiempo, claro. Un veterano de guerra es alguien que ha estado en una guerra luchando y ha sobrevivido a ella. No sé. Por eso te lo he preguntado, por si tu muñeca había perdido la pierna en la guerra. —Aaah... —La exclamación de sorpresa pronto se convirtió en una breve carcajada—. ¡Sí! Ha ido a la guerra y ha luchado contra monstruos gigantes. Victoria gesticulaba exageradamente con las manos, como hacían todos los niños de su edad, cuando hablaba de temas fantasiosos. —Hala, qué guay. Pues menuda suerte ha tenido si sólo ha perdido una pierna. —También perdió a muchas amigas, la pobrecilla, pero las lleva en su corazón. —Estás como una cabra, ¿lo sabías?


Pronto llegaron a la parada en la que debían bajar. Entre la descripción del lugar de Victoria, el Google Maps del teléfono móvil de Marta y la sabiduría propia de la experiencia del conductor del autobús, averiguaron la parada más cercana a la tienda. Victoria había cogido muy temprano la costumbre de buscar en las casas de sus amigas del colegio las fotografías de sus padres colgadas en la pared. Tal vez, si hubiera entrado en el dormitorio de algunos de los padres, habría visto alguna fotografía de la boda, como la que colgaba en el dormitorio de Ana. Ana con un vestido blanco, Ana con un precioso moño cubierto por un precioso velo, Ana del brazo de un Esteban trajeado, un Esteban tan feliz como lo había sido siempre desde que conoció a Ana, un Esteban vivo, vivo, vivo. Pero muerto. Tan muerto como en todas las demás fotografías. Victoria no encontró cuerpos ahorcados en las paredes de las casas de sus amigas del colegio, pero sí se topó con los cadáveres que seguían en pie. Los cuerpos que podían moverse tan libremente como ella por sus casas. Nunca los tocó porque le daba asco incluso pensar que sostenía entre sus manos la carne putrefacta, el olor que después se le quedaría pegado ente los dedos, la incomprensible tentación de lamerlos y el veneno alojado en su lengua. Pero observaba atenta a esos gigantes que intentaban hacerse pasar por humanos, que no podían ser reales, que llamaban su atención por su perfecta simetría y los tonos de sus voces, y se daba cuenta de que no quería tenerlos cerca, le daban miedo. Esos padres vivos que aún tocaban a sus hijas. —¿En qué trabaja tu padre? Marta rodeaba a Victoria por los hombros y se aseguraba de que el pelo no le tapara la cara por culpa del dichoso viento, que estaba en todas partes. Miraba a izquierda y derecha sin parar y caminaba con mucha más


precaución que de costumbre, cuando salían juntas de casa, porque tenía miedo de que hoy, precisamente hoy, ocurriera alguna catástrofe. —Es profesor. El silencio por respuesta indicaba que en realidad le daba igual en qué trabajara, simplemente quería oír hablar a alguien de su padre. —¿Crees que el señor Geraldo tendrá hijos? —Seguramente. —Y nietos. —¡Y tataranietos! —No es tan viejo... Llegaron a la tienda entre risas y se pararon en seco antes de entrar. El establecimiento se encontraba entre una finca vieja de tres pisos y una panadería que desprendía un aroma a pan recién hecho buenísimo. —Si quieres luego podemos merendar algo aquí. —Vale. Empujaron la puerta, tal y como indicaba el cartelito escrito a mano y en mayúsculas que colgaba del pomo, y tintineó fuertemente una campana. Victoria se esperaba el agudo canto y rió bajito, tapándose la boca con las manos, al ver el saltito que pegó su niñera. Cruzaron juntas el umbral y se adentraron cuidadosamente mientras Marta saludaba al aire en modo interrogativo, esperando que si contestaba algún alma encerrada en algún viejo juguete al menos fuera benigna. De la puerta del fondo a la izquierda surgió de repente una especie de sombra. Como no había luz artificial (al menos encendida) en el establecimiento y el sol justo quedaba en la parte de atrás de la tienda, dificultando la tarea de los rayos de penetrar en todos los rincones posibles de la superficie terrestre, a las chicas les costó unos segundos ver que se trataba de un hombre. El hombre se quitó unos guantes y los dejó sin mirar sobre el mostrador.


—Vaya, vaya... ¡Mira quién ha venido a hacerme una visita! —Se acercó a Victoria muy alegre y luego, inclinándose un poco hacia atrás y entrecerrando los ojos con aire dubitativo, reparó en Marta—. Yo creo que esta chica no es tu madre. —¡Nooo! ¡Es mi niñera! —Aaah... Ya creía yo que empezaba a tener Alzheimer porque no la recordaba de esta manera —respondió el señor Geraldo divertido. —Hola. Encantada. Soy Marta. —Encantado, Marta. Seguro que la pequeña Victoria te ha hablado de mí. —Muchísimo, la verdad. Se dieron formalmente la mano, más por la educación de Marta que por la avanzada edad el señor Geraldo. —Pasad, pasad, no os quedéis en la puerta. El señor Geraldo caminaba despacio, arrastrando un poco los pies en sus cómodas zapatillas marrones, y a veces dando la sensación de que cojeaba de la pierna derecha. Más despacio de lo que recordaba Victoria, que siempre había pensado que el anciano no era tan mayor como indicaban sus arrugas. Pero esto seguramente se debía a que en sus primeras visitas la pequeña había estado tan absorta por la labor que realizaba con sus muñecas que ni siquiera había reparado en cómo se movía de un sitio a otro. Evocó, entonces y por primera vez en relación a su amado reparador de juguetes, esos días en los que veía a su abuelo levantándose con dificultad de la cama del hospital para ir al cuarto de baño acompañado de su abuela. Ella permanecía inmóvil en el sillón negro (lo único no-blanco que había visto en todo el hospital) que había en la habitación, con su vestidito de cuadros escoceses y sus leotardos color hueso, bastante apropiados para el lugar en el que pasaba la tarde del sábado, moviendo alegremente los pies descalzos que no llegaban a tocar el suelo, preguntándose cómo era


posible que alguien tan mayor necesitara ayuda para hacer algo que ella ya hacía solita la mayoría de las veces. Pero el señor Geraldo no estaba enfermo y, aunque parecía cojear, en realidad no necesitaba ayuda para caminar. Fue hacia el mostrador y se colocó detrás como un auténtico vendedor. Como si de verdad creyera que dos clientas acababan de entrar para comprar algo. —¿Qué se les ofrece, señoritas? Cogió los guantes que había dejado hacía un momento encima de esa mesa acristalada y los arrugó en el bolsillo delantero de esa especie de delantal que llevaba puesto sin quitarles la sonrisa y la vista de encima a las señoritas. —Queremos ver si tienes una pierna para mi muñeca. Victoria colocó su soldadita de plomo sobre el mostrador con una amplia sonrisa en el rostro. El señor Geraldo la cogió y la examinó. —Sí, ya recuerdo a esta paciente. A la pobre tuvimos que extirparle completamente la pierna —decía esto dirigiéndose a Marta—, ¿verdad, Victoria? —Después empezó más a hablar consigo mismo que con las chicas—. Pues no estoy seguro, pero creo que tengo por ahí alguna pierna suelta... Lo que no sé es si será la izquierda o la derecha. Algo que aún no sabía Victoria era que el señor Geraldo también aceptaba gustoso los juguetes viejos, o partes de éstos, de los que alguien quisiera deshacerse. A veces entraba un hombre con una caja de cartón mal cerrada entre las manos y le decía: —Verá, mi mujer y yo hemos hecho limpieza y, por no tirar todo esto a la basura, hemos pensado que a lo mejor a usted le sirve para hacer algo. El señor Geraldo se quedaba con la caja sin comprobar siquiera lo que había dentro. Ningún donante le pedía dinero. Nadie en su sano juicio lo haría por un corazón roto. Aunque la finalidad de todo esto fuera repa-


rarlo para después venderlo. El señor Geraldo abría la caja por la noche e inspeccionaba los órganos. Casi siempre se le ocurría qué hacer con ellos. Entraron los tres en el taller, que estaba tras la puerta por la que antes había entrado el señor Geraldo, y Marta se dio cuenta de que la persiana de garaje que había a la izquierda del escaparate de la tienda no formaba parte de la vieja finca sino de la propia tienda. Los tonos marrones, el polvo y el desorden seguían abundando por doquier. El señor Geraldo seguía sin cometer el error de disculparse por ello. —Creo que había alguna por aquí, en estas cajas. —¿Vende todos los juguetes que repara? —Marta preguntó sin pensar, mientras echaba un vistazo a su alrededor, pero en seguida intentó rectificar—. Oh, perdone. Ni siquiera es asunto mío. —No, tranquila —dijo el falso cirujano mientras abría una caja. Al cabo de un breve lapso de tiempo, cuando hubo conseguido por fin abrir la caja, respondió a la pregunta—: Antes sí tenía la intención de vender todo, claro. Pero ahora no me importa. La verdad es que me gusta más dedicarme a reparar juguetes que ya tienen dueño para asegurarme de que no dejen de tenerlo —dijo esto mirando a Victoria mientras Victoria sonreía con falsa timidez—. Quiero decir cobrando por ello, claro. —Ajá. —Y después los juguetes que reparo sin cobrar, los que ya no tienen dueño porque me los han dado para no tirarlos a la basura, en lugar de venderlos, prefiero donarlos a los niños pobres. —Eso es muy bonito. Durante unos minutos nadie dijo nada más. No hacía falta. Los tres respiraban relajadamente en el taller. Únicamente el viento, a través de la ventana que estaba siempre abierta para que no se cargara el ambiente, rompía el cómodo silencio que se había instalado en la estancia. Marta y Victoria seguían observando a su alrededor, en busca de algún detalle del


que aún no se hubieran percatado. El señor Geraldo persistía en la concienzuda tarea de buscar alguna pierna dentro de las cajas de cartón. Y la encontró, pero justo coincidía con la que aún tenía la muñeca de Victoria. —Oh, qué pena... —No pasa nada —dijo tranquilamente Victoria, que se aliviaba internamente de que su muñeca siguiera sin poder caminar, mientras acariciaba los cabellos de su juguete. Y después, cambiando de tema y remarcando cada una de las sílabas, preguntó—: Señor Geraldo, ¿es usted un veterano? —¿De guerra? —Pero ¡¿por qué todos dicen de guerra?! Marta empezó a reír muy fuerte y el señor Geraldo puso una cara divertida, sin saber qué ocurría exactamente pero dando a entender que disfrutaba con la situación. —Ay... —Continuó la pequeña—. Un veterano en curar muñecos. ¡Muñecos! —Dramatizó alzando la mirada y ambos brazos a un cielo que no veía pero intuía que se encontraba más allá del techo de la tienda. —Aaaah... Pues sí, sí que lo soy. Continuaron charlando alegremente durante un rato antes de que Marta y Victoria se marcharan a casa. Qué tal los estudios, ¿os ha traído alguien aquí o habéis venido solas?, qué libros habéis leído últimamente, en estas fechas siempre hace demasiado viento. Después, durante el trayecto de vuelta en autobús, ambas permanecieron en silencio, degustando ansiosas y complacidas lo que se habían comprado para merendar en la panadería. —Al final se nos ha olvidado preguntarle si tiene hijos —advirtió Marta. —Otro día —sentenció Victoria.



VI

Pasó el tiempo y la muñeca, que había adquirido el sobrenombre de La Soldadita, seguía sin poder caminar sin la ayuda de unas muletas. Marta y Victoria volvieron a ir unas pocas veces más a la tienda del señor Geraldo sin que Ana se enterara. La niñera procuraba que nadie las viera subir al autobús. Estaba siempre tan alerta que pronto empezó también a darle miedo que un desconocido las viera y la tomara por una secuestradora. —Pareces una agente secreta —reía siempre la pequeña, pero la broma no tranquilizaba a la mayor. Ana no sabía nada acerca de estas escapadas, pero un día se dio cuenta de repente de que hacía tiempo que su hija no le decía nada acerca de ir a visitar al señor Geraldo.


—¿De qué te quejas? Eso significa que ya no rompe sus muñecas — intentaba animarla su madre, que solía ver a su hija y a su nieta todos los fines de semana en los que a ninguna de las tres les tocaba trabajar. —Sí, supongo... Pero, no sé, es extraño. —No tiene nada de extraño, simplemente se ha aburrido. Es lo que hacen los niños. Se emocionan de manera exagerada en seguida y luego se aburren también en seguida. Cuando tú tenías su edad hacías lo mismo con las actividades extraescolares. ¿No te acuerdas? Fuiste a baloncesto, a ballet, a clases de costura... ¡a judo! —Sí... —Lo importante es que sea feliz. ¿Tú la ves feliz? —Sí, bueno, yo la veo bien. Y parece que está mejorando en el colegio, tal y como me prometió. Ya no se distrae tanto. Hace los deberes nada más terminar de merendar y sin que nadie se lo diga, según me ha comentado Marta, y salen mucho a la calle a que les dé el aire. —Pues claro, cariño. Te preocupas por nada. Pero a Ana hija no la invadía el mismo optimismo que a Ana madre. Y, como si hubiera nombrado tres veces a Beetlejuice, esa misma noche su pequeña Victoria apareció en la cocina mientras la madre preparaba la cena para preguntarle si podía ir con su niñera a la vieja tienda del señor Geraldo. —Poooor fa... —No lo sé... Primero tendría que hablar con Marta. —¡Marta ha dicho que sí! —Pero yo necesito hablar con ella, cariño. —Jo... Victoria salió de la cocina con la vista fija en sus zapatillas de estar por casa y un poco decepcionada. Necesitaba que su madre consintiera. Victoria se había arriesgado mucho y ni siquiera sabía por qué. Al final, a


la cuarta visita secreta en casi un año, el señor Geraldo le había conseguido una pierna nueva para su muñeca. Era de un color un poco más oscuro y en general un poco más ancha y larga, como si hubiera pertenecido a una muñeca de unas dimensiones un poco más grandes, pero quedaba bastante bien. En los pocos minutos que el señor Geraldo había tardado en pegar la pierna a la muñeca, ésta había pasado de ser La Soldadita a ser Frankenstein. —En todo caso Frankenstein es el señor Geraldo, que es el que la ha creado. La muñeca es el monstruo —había aclarado Marta nada más salir de la tienda; pero a Victoria, que no había leído a Mary Shelley, ese detalle se le había olvidado. Ahora las dos chicas tenían que conseguir que Ana las dejara ir a la tienda del reparador de muñecas lo antes posible para poder justificar la nueva prótesis sin confesar que, al menos, habían ido una vez a escondidas.

***

A Marta nunca se le ocurrió preguntar por qué Victoria rompía sus muñecas. Recordaba cuando ella, con ocho o nueve años, les cortaba el pelo a las suyas y suponía que esto que hacía Victoria era una especie de versión hardcore. —¿Hoy no hablas con tu novia? —No es mi novia. Sólo nos estamos conociendo. —Sí que es tu novia. Os dais besos y os abrazáis. —Tú y yo también nos damos besos y nos abrazamos y no somos novias... —Pero ¡vosotras os dais besos en la boca! —Y tú qué sabes, si no nos has visto.


La niñera contemplaba la creación de Frankenstein con fascinación. Había algo hipnótico en una pierna tan visiblemente ajena y a la vez tan perfectamente acoplada en la muñeca, que por fin podía volver a vestir pantalones largos. —¿Tu madre la ha visto? —No. —Y ¿qué pasará si la ve? Sabrá que hemos ido sin su permiso... Como las anteriores veces, Marta y Victoria habían ido a la tienda del señor Geraldo un viernes. Victoria había conseguido ocultar la muñeca reparada todo el fin de semana, sin pensar si de verdad hacía falta esconderla. Pero, en cuanto la niñera le dijo esto, la alarma interna de Victoria empezó a sonar. —Podemos pedirle permiso para ir una vez y así le decimos que el señor Geraldo nos la ha arreglado. ¿Vale? Se puso de pie de un salto, de tan emocionada que estaba por la brillante idea que se le había ocurrido, pero Marta no parecía tan convencida de que pudiera funcionar. Cabía la posibilidad de que Ana nunca lo permitiera. O de que pidiera ver qué muñeca quería arreglar Victoria antes de dejarlas marchar. Entonces vería que la muñeca ya tenía una nueva pierna y sabría lo que habían hecho e intentaban hacer ahora para arreglarlo. Ana no volvería a pedirle a Marta que cuidara de su hija. Buscaría otra niñera, una desconocida que tuviera más en cuenta su autoridad. Puede que incluso se lo contara a su madre, su antigua vecina, y ésta se enfadara con la joven cuidadora por haber perdido el trabajo de manera tan inconsciente. También podría ser que Ana le dijera a su hija que podía ir con ella un día que librara, para que no tuviera que acompañarla su niñera, con lo cual Victoria tendría que romper otra muñeca a propósito para no delatarse. Y aun así ya en la tienda seguramente el señor Geraldo le comentaría a Ana


que Marta la había llevado no hacía mucho hasta allí. No directamente, claro, el señor Geraldo no podía saber que Ana no estaba al corriente y por tanto no había motivos para informarla de algo que ya se supone que sabía. Pero sí podría decir algo como: —Vaya, vaya... Cualquiera diría que vives en esta tienda, señorita. Hace nada que viniste con tu niñera. Y sin embargo allí estaban, abrochándose bien los grandes botones del abrigo para dirigirse a la parada del autobús y acudir, una supuesta primera vez, a la vieja tiendecita del reparador de muñecas. —Y ¿qué vamos a hacer cuando lleguemos? No tenemos excusa para entrar. ¡Rápido, rompe una muñeca! Victoria empezó a reír. —Pero qué tonta... ¡Podemos merendar en la panadería que hay al lado de la tienda! —Me parece bien. Pero a partir de ahora, siempre que quieras ir conmigo a la tienda o a cualquier otro sitio que esté lejos, tendremos que decírselo a tu madre. —Vaaale... El dulce aroma a pan reciente, mezclado con otros cálidos y agradables olores, hizo que las dos muchachas olvidaran esa extraña sensación que las había acompañado durante todo el trayecto en autobús cada vez que pensaban que se dirigían a la tienda del señor Geraldo pero no tenían intención de entrar. El establecimiento era más amplio de lo que parecía desde fuera y decidieron sentarse en una de las mesas del fondo, bien alejadas del mostrador y el escaparate, por si acaso al anciano dueño de la tienda de al lado se le ocurría cerrar unos minutos para entrar en la panadería a comprar algo para merendar. Tantas veces que habían ido y aún no sabían exactamente cuál era el horario.


Se quitaron las chaquetas y las acoplaron en los respaldos de sus respectivas sillas. Marta le preguntó a Victoria qué quería tomar y fue hasta la barra para pedir dos chocolates calientes, media docena de churros a repartir entre dos, una magdalena para ella y un cruasán para su invitada. Tenían que hacer tiempo y habían decidido merendar como reinas. —Si te digo la verdad, empezaba a pensar que tu madre no nos dejaría venir nunca —comentó Marta mientras le quitaba el envoltorio a su magdalena. —Ya —a Victoria se le derramaba el chocolate por las comisuras de los labios. No sabía hablar mientras comía. Y lo cierto era que había costado convencerla. Habían hecho falta dos insistentes semanas, llenas de sonrisas angelicales, irse pronto a la cama sin rechistar y caritas tristes mientras se hacía la cena, para que Victoria consiguiera el sí. Y aun así ese sí no había sonado muy convencido consigo mismo. No al menos hasta que Marta, que recurría inconscientemente al tratamiento de usted para demostrar profesionalidad en un trabajo en el que ya era toda una veterana y que ahora combinaba con las prácticas matutinas como maestra en su antiguo colegio, dijera: —Por favor, no se preocupe, cuidaré muy bien de su hija. —Hmm... Está bien, pero no os vayáis muy tarde, ¿vale? No quiero que se os haga de noche a la vuelta. Y tened cuidado con el autobús. ¿Necesitáis dinero? Voy a coger dinero. —No, de verdad, yo llevo suficiente en mi cartera. —Está bien... Adiós, mi amor. —¡Adiós, mamá! Ana había abrazado a su hija más fuerte de lo que solía hacer y durante un período de tiempo más largo. Marta se había dado cuenta, pero había decidido sonreír disimuladamente y mirar hacia otro lado, otorgándole intimidad a una madre preocupada. Inevitablemente y sin saber por qué,


esta despedida la había hecho pensar en la última vez que vio con vida a Esteban. Aunque aquel día ella no sabía que sería el último, ahora evocaba esa imagen en su cabeza y se veía a sí misma triste, con miedo de no volver a ver al padre de su hija y quién sabe si de algún hijo más en el futuro, como si de verdad hubiera sabido en ese momento que él no volverá a cruzar esa puerta, no volverá a besar su mejilla, no volverá a coger en brazos a su bebé. Pero Victoria no tenía consciencia de que ese momento de su vida existiera realmente. Victoria no tenía recuerdos de él en vida. Según todo lo que había vivido la pequeña, existía al menos una posibilidad de que en realidad aquel hombre sólo habitara las fotografías y nunca hubiera salido de ellas. Así que la pequeña no sabía lo que realmente suponía para Ana la separación, por qué ese abrazo hoy al mediodía, por qué esa extremada alegría al verla esa noche en casa cuando volvió de trabajar. —¿Quieres ver mi muñeca? —¡Claro! Victoria fue corriendo hasta su habitación para mostrar por fin orgullosa lo que había conseguido. Era todo lo que Ana necesitaba.

***

Una noche Victoria descubrió la diferencia entre ella y sus muñecas. Tenía un espejo pequeño. Un espejo rectangular colgando en su pared. Enmarcado en cuatro listones de madera que ella misma había coloreado con acuarelas hacía ya cuatro o cinco años. Victoria no llegaba a verse en el espejo si no era dando un salto o subiéndose a la silla, así que a veces lo descolgaba. Descolgaba el espejo y lo dejaba sobre su cama, apoyado en la pared de la que lo había extirpado.


Victoria plantaba sus muñecas delante de este espejo y las dejaba mirarse bien. Mirar sus cicatrices, mirar sus agujeros, mirar sus prótesis. Y una noche también mirar a la culpable. La pequeña empezó a observarse a sí misma más profundamente de lo que solía. Su rostro pálido y sus cabellos negros. Su nariz pequeña y sus orejas puntiagudas. Sus ojos castaños que no sentían la culpabilidad, el daño que había causado a sus muñecas, muñecas a las que ya no amaba. Cogió a todas esas muchachitas sin vida y las desnudó. Las colocó ordenadamente sobre la cama, en fila y boca arriba, bien peinadas, según el tono de su piel. De negro a blanco. Ella ocupaba el penúltimo puesto, aún había una muñeca con la piel más clara que la suya. Por un instante se lamentó de no haberlas mutilado en ese orden, pero la mayoría de esas muñecas no estaban en sus manos el día en que empezaron los asesinatos y ahora que ya se había convertido en una asesina en serie no tenía ningún sentido arrepentirse. Despacio se quitó el pijama, los calcetines y la ropa interior. Quería estar desnuda como sus muñecas. Quizá por compasión, quizá por comodidad. Colocó el espejo en una mejor posición para verse de manera más clara, para que la superficie reflectante abarcara su cuerpo al máximo. Contempló sus brazos y los de sus muñecas, contempló su cuello y los de sus muñecas, contempló su vientre y los de sus muñecas, contempló su pecho y los de sus muñecas. Sabía que éstas representaban mujeres adultas y por tanto había ciertas diferencias, pero pronto advirtió que esa falta de volumen en el pecho la compensaba con algo que ella tenía y sus muñecas no: una entrada a una nueva dimensión. Victoria recolocó el espejo para poder verse de cintura para abajo. No lo consiguió sin que el espejo se cayera de morros y tuvo que ponerse ella de rodillas para observarse bien. Era un poco incómodo pero aguantó. Contemplo sus muslos y los de sus muñecas, contempló sus rodillas y las


de sus muñecas, contempló sus pies y los de sus muñecas, contempló su vulva. Examinó de una en una sus muñecas y se dio cuenta de que sus genitales no eran como los de una persona de verdad. ¿Para qué iban a serlo, si no eran personas de verdad? Volvió a dejarlas como estaban y siguió contemplándose en el espejo. La piel suave, blanca, sin rastro alguno de vello. Palpó la carne en busca de caramelos, restos de la dulzura de la infancia, una señal que la hiciera volver a su primer día de colegio, a la mañana en la que su abuelo salió del hospital para morir en casa, a sus seis años y su primer encuentro con el señor Geraldo. Encontró un túnel, un desvió del camino, una salida. Y la cogió. Victoria se convirtió de repente en una gran montaña. Y una terrible avalancha pilló desprevenidas a todas sus muñecas, que seguían observando a su dueña desde abajo.

***

El día en que le comunicaron la muerte de su marido, lo primero que hizo Ana fue arrastrarse por la pared dando un grito sordo hasta que llegó al suelo. Entonces empezó a llorar descontrolada y sin reparar en los dos hombres que permanecían de pie, serios y cabizbajos, en la puerta de su casa. Luego de despedirlos fue a ver a su hija. Dormía. Era la hora de la siesta. El pobre angelito nunca sabría la pérdida que acababa de invadir sus vidas, el principio de todas las desgracias. Nunca supo encontrar un motivo por el que colgó esa fotografía en el salón. Podría haber escogido una de las muchas imágenes en las que salía ella también. Como esa que les hizo su madre sentados en el sofá de su casa. O la primera fotografía que se hicieron los tres juntos la primera vez que el pequeño cachorro salió a la calle, nada más darles el alta en el hospital.


O la de cuando Victoria cumplió su primer mes de vida. O la de los dos meses. O la de los tres meses. Tampoco sabía por qué había repetido el gesto en su nuevo hogar. Un hogar que no conocía a su marido, un hogar que no había visto su desesperado sufrimiento, que no había oído sus gritos, que no había bebido de su llanto como Victoria había bebido de su pecho. Ana sabía que, si no hubiera tenido a su hija, se habría suicidado esa misma noche. Ahora que observaba a su marido desde el suelo, totalmente quieta, en silencio y ya sin ganas de llorar, empezaba a preguntarse si no habría sido mejor volver a colgar el olvidado cuadro de las flores.

***

Durante la primavera, Victoria acabó aborreciendo del todo sus muñecas. Apenas jugaba con ellas. Y cuando lo hacía lo hacía sólo por las noches, cuando no conseguía dormir, o cuando no había otra cosa que hacer y estaba sola en la habitación. Cuando su niñera la cuidaba, veían la tele, hablaban de cualquier cosa o salían a la calle, a jugar al parque o a pasear bajo los cálidos rayos del sol. Cuando era su madre la que estaba en casa, procuraba hacer lo mismo que con Marta. Ya ni siquiera soportaba tenerlas cerca. No sólo no le gustaban sus muñecas sino que las odiaba. Había abusado tanto de ellas durante los últimos meses que ahora lo que necesitaba era cortarlas en trocitos tan minúsculos que terminaran confundiéndose con el polen. Al principio intentó hacer caso omiso a esta necesidad. Siempre que veía una muñeca, la ocultaba debajo de las sábanas, detrás de su espalda, entre sus muslos, debajo de la ropa, las metía en un cajón, debajo de la mesa, cerraba los ojos y se imaginaba a sí misma ciega. Pero aun así sabía que


las muñecas seguían ahí. Porque seguían ahí, la llamaban, pedían a Victoria que por favor, por favor, volviera a jugar con ellas. A principios de junio empezó a tener pesadillas. Se veía a sí misma vestida de blanco, tumbada sobre una vieja mesa de madera, con los ojos cerrados. Un cadáver a punto de pasar por una autopsia. De repente abría los ojos y su vestido era rojo. El señor Geraldo también aparecía en sus sueños. Llevaba una aguja enhebrada con un hilo invisible entre las manos y sonreía. «Tranquila, no te dolerá», decía con ojos de cordero degollado mientras se disponía a coser el delicado cuello de Victoria. Una muñeca que el señor Geraldo intentaba curar. Al llegar el verano, la pequeña decidió no resistirse más. Si sus muñecas querían que jugara con ellas, jugaría de verdad. Empezó a registrar la cocina en busca de sus antiguos amigos, los cuchillos que había utilizado en sus primeras matanzas. Para poder llevar a cabo esta búsqueda del tesoro, tuvo que esperar siempre a que su madre estuviera, por ejemplo, duchándose. No podía arriesgarse a que nadie la viera. Le costó una semana encontrarlos. Y otra más encontrar otros cuchillos aún más peligrosos, de cuya existencia no tenía la menor idea. Se alegró mucho al ver que al final subir y bajar del taburete sin parar había dado sus frutos. Decidió no cogerlos enseguida. Pensó que era más prudente saber dónde estaban y cogerlos lo más tarde posible, por la noche, cuando estuvieran a punto de irse a la cama. Habría sido un desastre coger un utensilio de cocina que luego su madre necesitara para hacer la cena. Por supuesto la pequeña Victoria no comprendía que normalmente los grandes cuchillos no se utilizan, se esconden en el lugar más elevado de la cocina para que nadie se haga daño sin querer y se olvidan hasta que haces limpieza o reformas. Pasada la primera quincena del mes de julio, Victoria decidió que era hora de retomar su vieja costumbre. Ya había elegido cuál era su arma fa-


vorita, un cuchillo tan grande y afilado que daba miedo nada más verlo. Le temblaban las manos sólo de pensar en él. Pero el deseo de deshacerse para siempre de sus muñecas crecía tanto y tan rápido que ya no podía esperar más. Lo cogió un sábado por la tarde. Fue despacio y en silencio a la cocina, sacó el taburete de debajo de la mesa, se subió a él sin descalzarse, rebuscó con cuidado en el armario y lo sacó del paño en el que estaba envuelto, junto con los que parecían ser sus hermanos. Dejó todo como estaba y fue hasta su habitación. Lo guardó en su escondite favorito y se aseguró de que su madre seguía en la ducha. Luego volvió al comedor, donde continuó viendo los dibujos animados en la televisión. Esa misma noche, mientras Ana intentaba dormir sin saber por qué le costaba tanto, dando vueltas y más vueltas sobre la cama, contempló por última vez a sus muñecas. Las acarició delicadamente, les dio un silencioso beso y les hizo un profundo corte a cada una. Observó las heridas durante unos segundos y se tumbó en la cama. Sonrió dándose cuenta en seguida. Por primera vez tenía una escena del crimen que limpiar. Y por primera vez no le iba a dar tiempo. Cerró los ojos y se durmió.

***

El día en que falleció su padre, Ana estaba en su misma habitación, a su lado, contemplándolo desde el sillón que había cogido del comedor para poder estar en el dormitorio sin tener que quedarse de pie. Volvía a su viejo hogar de la infancia. Allí donde había dado sus primeros pasos, dicho sus primeras palabras, expulsado su primera carcajada. Pero lo cierto era que lo recordaba más alegre, con menos olor a muerte. No le gustaba nada el cambio.


Al otro lado de la cama estaba su madre cogiéndole la mano al marido moribundo. Llorando silenciosamente. Esperando. El marido moribundo seguía despierto. Observaba todo lo que había a su alrededor con un lento movimiento de ojos, sonreía apenas, con un gran esfuerzo. Las tres personas más importantes de su vida estaban allí. Victoria dormía en brazos de su madre, con la cabeza ladeada hacia donde estaba su abuelo. Soñando, quizá, con él. La muerte del anciano no pilló por sorpresa a nadie. Era algo que esperaban desde hacía meses, más intensamente desde que salió del hospital, por eso estaban allí congregadas las tres generaciones. El resto de la familia lejana aguardaba la llamada telefónica que les comunicara que su hermano, su tío abuelo, su primo segundo, había muerto. Ahora Ana se preguntaba si de verdad Victoria había estado dormida o si simplemente lo había fingido para poder ver a su abuelo expulsar su último aliento.

***

Lo primero que hizo Ana nada más ver el cuerpo de su hija, inmóvil, sobre la cama, fue gritar. Se abalanzó sobre ella para despertarla, pero ya era tarde. Otro fatídico domingo. La sangre había cubierto sus sábanas y su pijama. Su piel. El arma yacía a su lado, las muñecas rotas, las muñecas observando silenciosas. Llamó a emergencias pero ya era tarde. Llamó a su madre pero ya daba igual. El funeral se celebró a los pocos días. Todos de negro y en silencio. Los familiares lejanos, los amigos de la infancia, los vecinos, el párroco encargado de oficiar la misa, alguna que otra mujer que acudía a la iglesia todas las semanas y se había topado sin querer con que ese día alguien, tan


bello, tan joven, pasaba a mejor vida. Todos estaban allí. Todos a decirle adiós a un muerto al que no fueron capaces de venir a saludar cuando aún vivía. Todos a entregar su frío pésame a una madre que acababa de enterrar su propio cuerpo. Ana sólo quería que ese día terminara. Ya había ido a demasiados funerales y no estaba dispuesta a quedarse ni un minuto más en ese último. La abuela de Victoria abrazaba a su hija con fuerza. Lloraba en silencio, apoyaba su frente sobre el hombro de su pequeña, besaba sus brazos, sus manos, sus mejillas. Marta estaba al otro lado. Llorando en brazos de su madre, que también había acudido al funeral. Observando a todos esos desconocidos que se acercaban a su antigua jefa para decirle lo mucho que lo sentían, para abrazarla con fuerza. Ninguno de los que estaban allí sabía cómo se sentía Ana, pero todos fingían que sí. Entonces la madre de Ana levantó la cabeza y echó un vistazo a su alrededor, para ver quiénes seguían allí y quiénes se habían marchado tras haberles dado el pésame. Clara y Olivia del brazo de sus maridos y la mano de sus hijas. Al final habían decidido seguir manteniendo el contacto por teléfono, e incluso habían llegado a verse algún verano, pero sin llegar a dormir bajo el mismo techo. Las amigas de Ana, Rachel entre ellas, sola, sin Claudia. Algunos de los padres de las amigas de Victoria. Las niñas eran demasiado pequeñas para acudir al funeral de alguien de su edad. Demasiado duro. Las maestras del colegio. Reparó en un hombre al que no había visto nunca, un hombre que hacía poco que había llegado, que aún no se había acercado a ver cómo estaba la madre. Un hombre mayor que vestía con traje negro y miraba directo al suelo. Sus manos se entrelazaban entre sí y una expresión que hacía años que no mostraba pintaba su arrugado rostro.


Ana advirtió a su hija de su presencia y ésta se giró para verlo. Lo reconoció al instante. Al parecer Marta había creído oportuno llamarlo para que acudiera a despedirse de la pequeña. Ana se lo agradeció con sinceridad a su antigua niñera y se levantó para ir a hablar con él. —Muchísimas gracias por venir. Se acercó al hombre cautelosa, consciente de que el resto de los invitados, por llamarlos de alguna manera, la estaban observando. —No hay por qué darlas... Marta me llamó y vine... Espero haber hecho bien. Un aura de tristeza los envolvía a ambos. —Siento muchísimo lo de la pequeña Victoria —continuó diciendo—. Ni siquiera sé qué decir... Hubo un silencio y Ana se echó a llorar en sus brazos. Hay muñecas que el señor Geraldo no podía arreglar.



***



Nota de la autora

Escribí esta historia en la hasta ahora peor época de mi vida.

***

El lunes, 8 de mayo de 2017, escribo con un bolígrafo de tinta negra en mi diario:

quiero escribir un libro titulado El reparador de muñecas. una alegoría sobre cortarse las venas. pero no lo voy a hacer porque no sé cómo hacerlo.

Mi diario en aquel entonces son las hojas en blanco arrancadas de los libros que no me gustan, pero ahí concibo esta historia, que no tardará mucho en asomar la cabecita.

En febrero de 2018, no quiero enviar mi libro (ya casi terminado) a ningún concurso literario porque de todas formas no voy a ganar.

El lunes, 5 de marzo de 2018, me armo de valor y envío por correo mi libro a un concurso literario que, evidentemente, no gano.

El viernes, 15 de junio de 2018, envío mi libro a una editorial independiente que pasa completamente de mí. Así que decido olvidarme por completo de Victoria y del señor Geraldo y sigo con mi vida.

A mediados de abril de 2019, vuelvo a abrir el documento Word en el que escribí esta historia. Quiero publicarla, quiero publicarla sea como sea, así


que la releo, modifico algunas palabras sueltas, elimino algunos fragmentos (relacionados en su mayoría con las hermanas de Esteban) y añado otros.

El día de las elecciones generales, termino El reparador de muñecas y lo paso a PDF. No volveré a tocarlo.

A principios de mayo de 2019, lo envío a una pequeñísima editorial que acaba de nacer, pero vuelven a pasar de mí.

El miércoles, 22 de mayo de 2019, envío el libro a otro concurso literario que, lo has adivinado, no gano.

En realidad, antes siquiera de conocer los resultados de este último concurso al que me presento con El reparador de muñecas, decido volver a revisarlo para publicarlo online.

El sábado, 6 de julio de 2019, hago las últimas modificaciones.

Hoy miércoles, 4 de septiembre de 2019, publico la novela en Issuu con intención de escribirla después por partes en un blog creado expresamente para ello (elreparadordemunecas.blogspot.com).

***

Éste es el resultado.




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