Estaciones S. McMillan
Primavera (Flor de loto)
Y no es maldad, es vértigo. «El síntoma», El sexo de la risa, Irene X
Lidia tenía siete años cuando la atropellaron. Hacía poco que había aprendido a ir en bicicleta y ahora iba con ella a todas partes. Incluso al colegio. Metía la mochila en la cesta que había en el manillar y pedaleaba hasta clase. Después su padre o yo, dependiendo de quién la estuviera acompañando, se llevaba la bicicleta a rastras hasta casa. Cuando se hacía la hora de ir a recogerla, volvíamos a arrastrar la bicicleta hasta la puerta del colegio para que nuestra pequeña ciclista volviera disfrutando de su pequeño verano azul particular. Ese día no nos dirigíamos a la escuela ni regresábamos de ella. Ese día era un típico día de Pascua y Lidia disfrutaba de su bicicleta sin una mochila metida en la cesta. Yo iba detrás con mi marido. Sanjeev y yo llevábamos diez años casados. Nos conocimos de la forma más banal que existe: a través de unos amigos. Conectamos en seguida. Tanto que a los veintiún años ya formábamos un matrimonio. Tuvimos problemas para concebir a nuestra hija. Estuvimos un año entero intentándolo al menos una vez al día. Teníamos muchas ganas de formar una familia. Después de estar intentándolo más de cuatro meses, yo empecé a tener pesadillas. No eran todas iguales. A veces soñaba con que daba a luz a un niño deforme que con el tiempo se hacía más y más deforme hasta convertirse en una gran masa oscura y pringosa que terminaba devorándome viva. Otras veces tenía un bulto inusualmente grande en la barriga que terminaba reventando y esparciendo mi sangre y entrañas por las paredes de la habitación. Sanjeev no tenía pesadillas pero sabía cuándo estaba teniendo yo una. Así que, cuando me notaba sudorosa y me veía gemir y llorar en sueños, él trataba de despertarme. Y cuando lo conseguía era peor que cuando no porque me dejaba con la sensación de que ese día el sueño iba a acabar de manera distinta y yo ya no iba a ver el nuevo final. Pero sólo era una suposición absurda. Con veintidós años nos estábamos haciendo pruebas de fertilidad. Al parecer mis óvulos eran un poco reticentes cuando se trataba de recibir visitas, pero había solución. Un tratamiento hormonal, fecundación artificial y seguir intentándolo por si acaso había suerte y al final no era necesario eyacular en un vaso. A los veintitrés años y medio, y tras un par de intentos fallidos, los médicos dieron en el clavo y el test de embarazo dio positivo. Positivo también dio el test de alcoholemia que le hicieron a la conductora que nos arrebató lo que tanto esfuerzo nos había costado crear.
A los veinticuatro años tuvimos por fin el privilegio de coger en brazos el amor que habíamos hecho con tanto esmero. Durante un tiempo fui incapaz de creer que algo tan bello, algo tan puro, hubiera salido de mí; pero la cicatriz de la cesárea que ahora lucía gustosa en el vientre era una prueba irrefutable de ello. Los primeros meses fueron los más duros. No como los primeros meses de nuestra relación, cuando yo acababa de entrar en la mayoría de edad y él me llevaba un par de meses de ventaja. Íbamos de la mano a todas partes, éramos muy mimosos y nuestros amigos siempre hacían bromas sobre lo empalagosos que éramos y el asco que les daba mirarnos. A nosotros nos daba igual, les replicábamos que nos tenían envidia, porque nosotros disfrutábamos del amor y ellos no. Al final siempre llegábamos a la conclusión de que tanto ellos como nosotros teníamos razón. Como sus padres se mudaron cuando él apenas sabía unas pocas palabras en hindi, Sanjeev no tenía acento. Aprendió español a través de sus progenitores, pero con la ventaja de estar rodeado de niños y maestros autóctonos en el colegio, así que ese acento tan bonito del que siempre han disfrutado mis suegros nunca ha afectado a mi marido. Bueno, ex. El divorcio vino un año después del entierro, después de que él pasara por un retiro de unos cinco meses en Tumkur, ciudad del estado de Karnataka, en el suroeste de la India, donde nació. La conductora del Audi rojo no sólo se llevó por delante a nuestra pequeña en su bicicleta blanca, sino que atropelló nuestro matrimonio y lo dejó ahí, agonizando. Empecé el tratamiento con la doctora Gutiérrez antes de conocer a Sanjeev. A pesar de ser yo la que padecía el trastorno, creía inocentemente que el amor iba a curarme. Así que después de casi dos años yendo a la consulta y tomando las medicinas, le dije que ya no hacía falta que me tratara. Era mentira, claro, si el cáncer no se cura con amor, la depresión tampoco; pero, en mis primeros meses de relación, la vida de verdad que me iba muy bien. Cuando nuestro noviazgo pareció reafirmarse, estar por fin bien sujeto, quizá tras unos ocho meses o así, no lo recuerdo bien, yo empecé a tener miedo de que Sanjeev me dejara. De que se diera cuenta de mi enfermedad crónica, de este agujero negro que invadía mi interior y que todo lo absorbía, sin tener intención de dejar de tragar, de esta urgencia de vaciar mis venas, de llenar mi estómago con la muerte. Yo tenía miedo de que se percatara por fin de que la medicación era para toda la vida y se
diera a la fuga, como intentó hacerlo la asesina de mi hija. Pero no lo hizo. La conductora terminó estampándose contra un árbol que había ya empezado a florecer. Sanjeev terminó queriéndome más. Habíamos decidido ponerle el nombre de mi madre porque la pobre había fallecido unas semanas antes de poder conocer a su nieta. Lidia era una niña excepcional, por muy obvio que parezca que lo diga su propia madre. Muy alegre y muy lista. Se parecía mucho a su padre. El entierro fue muy íntimo, pero se llenó en seguida de gente. Vinieron los abuelos paternos; el abuelo materno en cuerpo y la abuela materna en espíritu; mi hermano, los hermanos de Sanjeev, sus hijos; nuestros amigos, los padres de las amigas de Lidia. Qué difícil llorar delante de tanta gente. Qué difícil tener que soltar las lágrimas. Cuando el coche chocó contra mi pequeña, cuando su cuerpecito saltó por los aires, cuando el golpe detuvo el tiempo, porque el tiempo es relativo y no avanza siempre a la misma velocidad y cuanto más grave es la situación más lento pasa, Sanjeev fue corriendo hasta Lidia. Yo lo seguí, y cuando llegué el llanto ya caía como cascadas a través de sus morenas mejillas. Mira que se lo tenía dicho, que no fuera tan rápido, que tuviera más cuidado, que frenara antes de llegar al paso de cebra y que por supuesto no cruzara sola. Ese día Sanjeev y yo habíamos discutido. Ya no recuerdo por qué. Cualquier tontería de casa. Íbamos a hacer reformas en la cocina y no nos poníamos de acuerdo con los azulejos, el color de los armarios, los estúpidos grifos. Ese día, en esa calle que tan de sobra conocíamos los tres, por la que tantas veces habíamos cruzado, Sanjeev y yo caminábamos juntos en silencio. Yo pensaba que el color burdeos combina muy bien con un gris claro, tal vez un gris perla, no lo sé, siempre me ha gustado el contraste que hacen el gris y el rojo, no sólo en los muebles sino también en la ropa. Él no sé en qué pensaba. Cuando le dije a la doctora Gutiérrez que dejara de tratarme, que Sanjeev iba a curarme, ella me dijo que no, que ese cosquilleo que sentía se debía sólo a los primeros meses de enamoramiento, pero que no significaba que ya no tuviera depresión. Que las personas con depresión también pueden ser felices. Pero yo tenía tantas ganas de que me dijera que ya estaba sana... Fui una mala paciente y, aunque seguí yendo a su consulta, durante un tiempo dejé de medicarme. No al cien por cien, pero a veces, cuando dormía fuera, junto con Sanjeev, fingía olvidar las pastillas en casa.
Luego volví a ellas, en parte porque él me lo pidió. Quería que me pusiera buena, costara lo que costara, tardara el tiempo que tardara. Él iba a estar ahí. Al principio las pastillas me hacían vomitar. Luego la doctora me las cambió por otras y me bajó un poco la dosis. El agujero negro que tenía dentro del cuerpo, ahí donde el resto del mundo tiene su plexo solar, se hizo un poquito menos denso. Pero los agujeros negros tienen muchísima masa, así que aún tenía la suficiente como para necesitar una distancia de seguridad considerable. Verás: la distancia mínima a la que puedes estar del campo gravitatorio de un objeto está limitada por la superficie del objeto en cuestión (esto lo he leído en varios libros, no me lo he inventado yo), y con forme más te acerques más notarás su atracción gravitatoria. El problema viene cuando te das cuenta de que los agujeros negros no disponen de dicha superficie, un terreno sólido que tú toques con las plantas de los pies y digas: «vale, hasta aquí hemos llegado». Así que, aunque estos cuerpos celestes tan masivos no sean todopoderosos, es muy fácil cruzar sin querer la línea que te impedirá poder dar media vuelta y escapar. Por suerte, si se le puede llamar suerte, la línea que separa la vida de la muerte de mi agujero negro, o de cualquier otro agujero negro que se aloje en cualquier otra persona, siempre ha sido el cuerpo de su anfitrión. Mi enfermedad no absorbe los sentimientos de Sanjeev; Sanjeev lloraba en el funeral, lloraba cuando abrazó el cuerpecito inerte de su pequeña, cuando ese grupo de chicos adolescentes se acercó para ver lo que había ocurrido y uno de ellos llamó a emergencias sin pensarlo dos veces. Yo no. Yo no lloré en el funeral, ni tampoco cuando me di cuenta de que Lidia tenía el cuello partido, porque el golpe había sido lo suficientemente fuerte como para lanzarla por los aires y estamparla contra la farola. El casco no le había servido de nada. El coche había decidido pasar por alto el semáforo en rojo, el paso de cebra y el cadáver que había dejado a su paso. Pero afortunadamente no consiguió llegar muy lejos. La sangre combinaba muy bien con la acera en la que había terminado mi hija. Rojo y gris. Gris y rojo. Por un instante pensé en decirle a mi marido que yo tenía razón, que, si decidíamos poner las baldosas grises, teníamos que poner las puertas de los armarios en rojo burdeos, y no en ese verde manzana que a él le gustaba tanto. El Audi había acabado medio empotrado contra un árbol. Un daño colateral, otra pobre víctima de conducir ebria. Lidia tenía los ojos abiertos
y una expresión de miedo en su rostro que de verdad aterraba mirar. Me agaché. Me agaché para estar al lado de mi marido, para cogerle la mano a mi hija, para que ese grupo de chicos que disfrutaba de las vacaciones de Pascua no pensara que no amaba a mi pequeña. Mi pequeña lo era todo para mí, pero ese día lo olvidé. Olvidé recordarle que no fuera tan rápido, que tuviera más cuidado, que frenara antes de llegar al paso de cebra y que por supuesto no cruzara sola. El estúpido catálogo del Leroy Merlin había hecho que olvidara cómo cuidar de mi hija, cómo mantenerla a salvo, cómo mantenerla viva. Hasta que no me presentaron a Sanjeev, yo no sabía que podía amar a alguien. Hasta que no lo conocí, hasta que no supe de él, hasta que no me dio la mano por primera vez, yo no consideraba la posibilidad de vivir mi vida junto con otra persona que no fuera yo. Tenía a mis amigas, pero me veía incapaz de quererlas como parecían quererse entre ellas, o incluso como parecían quererme a mí. Mi madre, que en paz descanse, no me vio no llorar en su funeral. Mi padre no me verá no llorar en el suyo. Tras el entierro de Lidia, Sanjeev empezó a estar un poco distante. Yo sentía mucha pena por él, por mí, pero no sabía qué hacer. Yo lo abrazaba, le daba besos en las mejillas, enjuagaba sus lágrimas con mis manos y me las restregaba por el rostro, para notar la pena sobre mi piel, para absorberla, para hidratar mi plexo agujero negro. Él se apartaba de mí. Él ya conocía este vacío antes de casarse conmigo. Yo ya conocía este vacío. Pero ninguno de los dos había sospechado que fuera a llegar a ser tan grande, y menos después de haber soltado alguna lagrimita, de alegría, eso sí, durante el nacimiento de nuestra hija. Hasta que no supe de la existencia de Lidia, yo no sabía que podía volver a enamorarme de alguien. Hasta que no me tendió su manita por primera vez. E incluso antes, el día en que dio su primera patada contra la pared de mi útero, con tanta intensidad que parecía querer hacer reformas en casa. Rojo y gris. Gris y rojo. Sanjeev se fue a la India para pensar, según me dijo, porque necesitaba un tiempo para él. Nos iba a venir bien a los dos, en realidad. Los grandes acontecimientos, buenos o malos, o te unen o te destrozan. A nosotros nos destrozó. La conductora del Audi rojo, la que dio positivo en el test de alcoholemia, la que gracias a ese pobre árbol no logró darse a la fuga, rompió nuestra querida familia en pétalos tan pequeños que la flor se marchitó al instante.
Durante la ausencia de Sanjeev, yo dejé de ir a trabajar. Tiene gracia, ¿sabes? Después de, no sé, quince años diagnosticada, por fin me cogí una baja por depresión. Aunque el verdadero motivo era que no quería ir a la oficina para aguantar esas miradas cargadas de pena, miradas compasivas, que te lanzan, sin ninguna mala intención, los compañeros de trabajo. Saber que saben lo que saben y que aun así no te digan nada, que prefieran fingir que todo va bien, que nada ha ocurrido, hasta que seas tú la que dé el paso y hable del tema. Cuando Sanjeev volvió, me dijo que lo mejor era que nos separáramos, al menos por un tiempo, un tiempo que, creo que ya puedo decirlo, acabó siendo mucho más largo de lo que yo habría querido. Vendimos la casa, nos mudamos, cada uno por su lado, aunque no tan lejos el uno de la otra como habría cabido esperar, por culpa del trabajo. Decidimos no mantener el contacto, no volver a hablar, pero no para siempre. Aún tenemos una hija en común. Muerta, pero es nuestra hija. El día de su cumpleaños siempre coincidimos en el cementerio, nos damos dos besos, dejamos flores sobre su pequeña tumba, nos contamos un poco cómo nos va todo. Hace tiempo que lo ascendieron en el trabajo, me alegro mucho por él. A mí me han vuelto a cambiar la medicación, pero sigo con la doctora Gutiérrez. Se ha vuelto a casar. Yo no creo que lo haga. Yo tengo a mis amigas, me han ayudado mucho a avanzar. Sigo creyendo que no sé quererlas, pero ellas parecen quererme a mí. Él tiene a sus amigos y a los de su nueva esposa. No sé qué aspecto tiene, pero me la imagino muy guapa y muy alta, con el cabello largo hasta la cintura y rizado. Muy rizado. Yo he vuelto a cortarme el mío. Ya no me lo dejo crecer. También he vuelto a montar en bicicleta, sobre todo los domingos por la mañana, pedaleo por el río y dejo que el viento me golpee el rostro, algo que no hacía prácticamente desde que empecé el instituto, mucho antes de conocer a Sanjeev. Dice que le gusta mucho su nueva casa, pero que está pensando en reformar la cocina, que no le convence del todo, que tiene un aspecto viejo. Ha elegido las baldosas grises, muy bonitas, me dice. Y de nuevo el dilema de si poner las puertas de los armarios de un verde manzana o de un rojo burdeos.
Verano (DĂas de fiesta)
A quien madruga
—Otra vez vas a llegar tarde a clase. Mi madre repite cada mañana la misma oración. Después me mira con reprobación y me desordena un poco el pelo. Es su forma de darme los buenos días. Voy al baño a mear y me lavo la cara con agua fría. Me caigo de sueño. Esa fuerza sobrehumana que me ataba a la cama sigue tirando de mí. Me pesa la espalda, me pesan los brazos, me duele la cabeza. Me visto con la misma ropa que llevaba el día anterior, no me apetece buscar algo limpio en el armario. Vuelve a aparecer mi madre por la puerta. —¿Vas a desayunar? Lo que quiere preguntar en realidad es si voy a utilizar el cuchillo para partirme un trozo del bizcocho que hizo hace un par de días o puede echarlo ya a la pila. Le digo que sí, así que después de ponerme los vaqueros y la camiseta de The Flash me voy a la cocina y desayuno rapidito. El bizcocho está bueno, la verdad, aunque no siempre le salen así de bien. Vuelvo al baño a lavarme, voy a mi habitación a prepararme la mochila, me calzo y me voy. —Me voy. —Vale, cariño, adiós. Hace tiempo que creo que mi madre sufre un trastorno de personalidad múltiple. Nadie puede cambiar tan rápido la forma de tratar a una misma persona. Un día estás insistiendo en lo maleducada y desconsiderada que es tu vecina al poner esa música tan alta a tan bajas horas de la mañana y a los cinco minutos estás diciendo que qué agradable y simpática que es porque siempre da los buenos días. Que no, que no se puede. Llego tarde a clase. Tan tarde que ya han cerrado las puertas del instituto. Llamo al timbre y el conserje me dice que ya ha cerrado y no va a abrir. Son las normas. Volverá a abrir las puertas a segunda hora, así que doy media vuelta y me voy. Hay un pequeño parque cerca de allí. A estas horas no suele haber nadie, así que me acerco y me siento en un banco. Mi madre no sabe que fumo, pero tampoco me importa mucho que se entere, así que me lío un cigarro y me lo enciendo. Esa fuerza descomunal que me sujetaba a la cama sigue tirando de mí. Me cuesta levantar el brazo para darle una calada al cigarro. Hago un esfuerzo. Tiro el humo al lado
equivocado y el viento me lo devuelve. Tampoco me importa mucho. También sigue doliéndome la cabeza. Si no consigo entrar a segunda hora a clase, no entraré a ninguna. Los conserjes no te dan una tercera oportunidad. Son las normas. Así que me levanto y voy hacia la puerta unos minutos antes de que la abran. Si no voy al instituto en todo el día, no sé qué haré. Una vez me pelé las clases porque estaba demasiado triste como para fingir tomar apuntes. Fue un aburrimiento. Mi madre no trabajaba ese día, así que no podía estar en casa. Me tocó dar vueltas por las calles rezando para que ningún conocido me viera y se chivara. Me aburrí tanto que llegué una hora antes a casa con la excusa de que el profesor de la última hora no había venido y nos habían dejado salir. Coló. Sonaba creíble. Cuando el conserje abre la puerta por segunda vez, veo al profesor de matemáticas salir de su coche. Está bastante bueno. Es joven, guapo, inteligente, viste bien, tiene un pelo precioso... Todas las chicas de clase están coladas por él. Se acerca a la puerta y entra detrás de mí. Yo camino despacio para poder verlo de cerca. Me da los buenos días con una sonrisa. No me reprocha el haber llegado tarde. Eso me gusta de él, que no te juzga. Cualquier chica tiene más posibilidades de ligárselo que yo. Lo sé porque está casado. Con una mujer. —¿Por qué no has venido al examen? Acabo de acordarme de que hoy teníamos examen a primera hora. Para eso he estado estudiando toda la semana. Además anoche me fui a dormir convencido de que lo iba a aprobar. —Tenía que ir al médico. No sé por qué les miento a mis compañeros de clase. —Ah. Es la conversación más larga que voy a tener en todo el día con alguno de ellos. Durante las clases sigue costándome mover los brazos. Estoy tan cansado... Tomo apuntes, atiendo a la explicación, miento a la hora de decir que he hecho los deberes, salgo a la pizarra por voluntad ajena. La hora del recreo la paso con un par de amigos de otra clase. A veces se nos unen un par de chicas, depende de cómo les dé. Lo pasamos bien. Por un momento parece que no me duele tanto la cabeza. Cuando vuelvo a casa, mi madre ya se ha ido a trabajar. Me ha dejado la comida en la nevera. Sólo tengo que calentarla. No tengo mucha
hambre, así que lo más seguro es que me coma la mitad y acabe tirando el resto a la basura. Otra vez se le ha olvidado que hoy es mi cumpleaños. Por la tarde me tumbo en el sofá con el televisor encendido. Hacen una sitcom de estas tan patéticas que gustan a la gente. Las noticias ya han entrado en la sección de deportes y a mí no me interesan los deportes. Hay tres canales de dibujos. Dos de ellos están en anuncios y en el tercero ponen una especie de culebrón de adolescentes que supuestamente gusta a los pequeños. Ni siquiera las cadenas infantiles se libran de la morralla. Tengo que levantarme y hacer los deberes. Tengo que ducharme, salir a comprar las cosas que faltan. Quedan cinco horas para que cierre el supermercado. También tengo que suicidarme, pero qué pereza. Suena mi teléfono móvil justo cuando estoy leyendo la agenda para ver qué tengo que hacer para mañana. La redacción de castellano corre prisa. El trabajo de filosofía no tanta, pero tiene que ser largo, así que no sé si me dará tiempo; aún no me he leído el libro. —Felices dieciséis. Se ha acordado. No creía que fuera a hacerlo. Me dijo que tenía muy mala memoria para las fechas. Mientras él se dirige hasta casa, yo decido ponerme a hacer los deberes de castellano. Desde donde viene, tardará un rato largo en llegar en coche, si es que ya se lo han arreglado en el mecánico. Enciendo el ordenador, abro el libro y la libreta, abro un documento Word totalmente vacío y busco «Wikipedia» en Google. He cometido el error de traerme el móvil a la mesa y ahora no dejo de mirar la hora en él. La hora también puedo mirarla en el ordenador, pero el móvil me distrae más. Y me pone más nervioso. En el fondo lo que espero es que me envíe un mensaje diciéndome que al final no puede venir. Tal vez sea el empujón que necesito para quitarme la vida. «Abandonado por todos en su cumpleaños, un joven de dieciséis años decide quitarse la vida». Puede que como titular quede un poco largo, pero a mí me gusta. Lo malo es que no tendré forma de comprobar si he salido o no en los periódicos. Decido levantarme de la silla y dejar el teléfono móvil sobre mi mesita de noche. Aun así el trabajo de castellano me resulta imposible de hacer. Me sigue doliendo la cabeza y ahora encima me carcomen los nervios. Hace casi un mes que no lo veo. Sólo quiero que llegue ya para quitarle la ropa y lamerle todo el cuerpo de arriba abajo.
Decido volver a levantarme de la silla, pero esta vez para apagar el ordenador y guardar el libro y la libreta. Creo que lo mejor será que deje la redacción para luego y aproveche ahora, que aún no ha llegado, para salir a comprar. Cojo dinero de la mesita de noche de mi madre y justo alguien llama al timbre. Es él. Al parecer ya son las cinco. El tiempo pasa más deprisa de lo normal cuando tienes muchas cosas que hacer. Quedan cuatro horas para que cierre el supermercado. Mi madre no sabe que Raúl y yo nos estamos acostando. Ni siquiera sabe que Raúl existe. No sabe que, cuando ella se va a trabajar, él a veces viene a casa y me la chupa. No sabe que cuando salgo los viernes por la noche, muy de uvas a peras, no me voy con mis compañeros de clase de botellón, sino que me voy a su casa. —No esperaba que vinieras. —Lo sé. Lo primero que hace nada más entrar en mi casa es apoyar sus manos sobre mi cintura y besarme. Mientras nuestras salivas se mezclan creando una nueva saliva de dos tipos de ADN distintos, yo cierro la puerta de un portazo. Raúl no es nada escandaloso llamando y las posibilidades de que justo en ese momento algún vecino mío estuviera cotilleando son mínimas, así que dudo que alguien nos haya visto besándonos. Y si alguien ha escuchado el portazo y se ha puesto a mirar a través de la mirilla, ha llegado tarde al espectáculo. Raúl es un poco más mayor que yo, un poco más alto que yo, un poco más fuerte que yo y mucho más atractivo. A su lado no me duele la cabeza. A su lado la muerte parece algo lejano, algo de otro mundo. En sus brazos, la fuerza que me ata a la cama, al reposo, a lo horizontal, se debilita. Se debilita y yo parece que me recompongo, me hago un poquito más fuerte, un poquito más valiente, un poquito más feliz. Raúl es el empujón que necesito para seguir con vida, pero no tengo intención de decírselo. Vamos al comedor para estar más cómodos. Se quita la chaqueta y la cuelga en el respaldo de una silla. Nos sentamos en el sofá, el uno al lado del otro, y seguimos besándonos. Esta vez con suavidad, degustando tranquilamente los labios que nos dan de comer. Él no sabe que siempre estoy triste, que cada día me cuesta más y más levantarme de la cama y fingir que tengo una vida como los demás, no sabe el bien que me hace dejándome permanecer a su lado.
Pasa su mano por debajo de mi camiseta de The Flash y me acaricia la espalda con las yemas de los dedos. Se me eriza la piel. Mi columna vertebral son las teclas de un piano insonoro que él, niño prodigio, siempre ha sabido cómo tocar. Yo me abrazo a su cintura. Nos quitamos mutuamente las camisetas, pero soy tan torpe que no me doy cuenta de que lleva camisa (y eso que siempre lleva camisa) y le rompo sin querer un botón. —No pasa nada, mi amor. Abraza mi nuca con su mano y me besa en la frente. Si no me importara no acostarme hoy con él, me echaría a llorar en este mismo instante. Pero no quiero estropear el momento con mis dramas paranoides. «Todo lo rompo», «todo me sale mal», «no merezco estar vivo». La primera vez que vi esa marca de su frente, creía que era una mancha de nacimiento. —Es de nacimiento, pero no es una mancha — me dijo—. Son muchas. Desabrochó su camisa despacio y me enseñó lo que es el vitíligo. Su piel enfrentada a sí misma, su piel dividida en dos, su piel el mapa del mundo. Desde la primera vez que lo vi, supe que quería estar con él el resto de mi vida. Mi yo de casi quince años (me quedaban tres meses para cumplirlos) sentía la curiosidad morbosa de los adolescentes desesperados por participar en el campo del sexo. Sus ganas de abrirme las puertas de par en par hicieron que me enseñara la polla sin pensárselo dos veces. Fue la primera vez que hicimos el amor. Cuando voy a desabrocharle el pantalón, me dice que frene un poco, que no tenga tanta prisa, que estoy muy nervioso. Estoy muy nervioso. Hace casi un mes que no nos vemos y hoy es mi cumpleaños. No esperaba que él se acordara. Me dijo que era muy malo memorizando fechas. —Vamos mejor a tu dormitorio, ¿no? Él ya había cumplido los dieciocho cuando nos conocimos. Tiene tres años y medio más que yo. Yo estaba volviendo a casa despacio, disfrutando de la tarde tan agradable que había dejado la lluvia. Venía de casa de una amiga con la que antes solía quedar. Él estaba buscando algo en sus bolsillos mientras esperaba el autobús. Me paró y me preguntó si tenía un mechero. —¿Seguro que te dará tiempo? Normalmente, cuando alguien se enciende un cigarro, el autobús no tarda en aparecer...
—Tranquilo, si acaba de pasar. Lo he perdido —en esa época tenía el pelo largo e intentaba apartárselo de la cara mientras prendía su cigarro—. Toma, gracias. ¿Quieres uno? Yo llevaba encima un paquete casi entero, pero acepté su ofrecimiento. En esa época aún no tenía la costumbre de liarme el tabaco. En mi dormitorio me tumbo encima de él. Su piel es tan suave que podría pasarme la vida tumbado sobre ella. Me desordena el cabello mientras yo muerdo su tierno cuello. Nos quitamos los pantalones y los tiramos al suelo. Siempre igual, la ropa por los aires, sin ningún tipo de orden. Me alimenta con su pecho y yo florezco desde dentro. Ojalá pudiera presentárselo a mi madre. Decirle: —Mira, éste es Raúl, tu yerno. Y que ella lo aceptara. Pero Raúl tiene ya diecinueve años. Y mi madre no puede saber que me acuesto con alguien que ya es mayor de edad. Mi lengua un remolino alrededor de su obligo. Sus manos una fuerte ventisca en mis cabellos. Bajo por su vientre, besando alternativamente cada uno de sus colores. Blanco, negro, blanco, negro. Mi boca una pieza de ajedrez que busca poner en jaque mate a su rey. Con la punta de mi nariz acaricio, de abajo arriba, su tronco. A él esto le gusta mucho. Después bajo sus calzoncillos y lamo el árbol del conocimiento. —Bésame. —¿Qué? —Bésame. Creo que Raúl me quiere. Y eso es algo que me duele porque yo lo quiero a él. La única opción que tenemos es esperar a que yo cumpla los dieciocho para poder presentárselo a mi madre y decirle que nos acabamos de conocer. Pero no sé si él esperará dos años más. Se medio incorpora apoyándose sobre sus codos y me repite: —Bésame. Yo me acerco a gatas a su boca y se la beso. Nos abrazamos. Termina de quitarse los calzoncillos y me quita los míos. De nuevo todo por los aires. Me da a mí que hoy no me va a dar tiempo a salir a comprar. —Feliz cumpleaños. —Ya me lo has dicho antes. —Pero por teléfono.
Nos fundimos en un abrazo. Nos acariciamos mutuamente la espalda. No parece importarle que la mía esté llena de acné. Permanecemos arrodillados sobre el colchón unos minutos, mientras nos besamos como si mañana fuera a acabarse el mundo. A lo mejor lo hace. Nunca sé cuándo va a ser por fin mi último día. —Gírate. Tengo lubricante y preservativos en el cajón superior de mi mesita de noche. Le doy la espalda y me la besa. Me inclino hacia delante y apoyo las palmas de las manos sobre la cama. Veo de reojo cómo abre mi cajón. Por si acaso a alguno de los dos se le olvidara llevar protección a casa del otro, quedamos en que los dos tendríamos siempre en la nuestra. Con el tiempo me he dado cuenta de que su caja de preservativos se vacía más despacio. Creo que al principio se acostaba con otra u otras personas, pero dejó de hacerlo no sé por qué. Separo las piernas para estar más cómodo y me penetra con la máxima suavidad posible. La primera vez me dijo que a lo mejor sentía algo de dolor, y que si era así le dijera que parase. Pero la verdad es que nunca he sentido dolor. Todo lo que siento cuando lo siento dentro de mí es felicidad. Yo florezco desde dentro porque él me riega. La escultura que formamos no es de mármol ni bonita de ver. No creo que el sexo sea algo estético. Con su mano izquierda me masturba al mismo tiempo que me penetra. Raúl es ambidiestro. Le he visto escribir igual de bien con la izquierda que con la derecha. Además tiene una letra muy bonita. La mía sin embargo es ilegible. Por eso me alegra tanto que la mayoría de los profesores del instituto pidan que hagamos los trabajos a ordenador. Al principio sus movimientos no están sincronizados, pero poco a poco el baile mejora. Yo clavo mis uñas en su glúteo derecho. Soy diestro, como la mayoría de la gente. Cuando necesito que vaya más rápido, pongo mi mano derecha sobre la suya izquierda y le ayudo a masturbarme. Estamos a punto de llegar a la cima. Aparto su mano en este sprint y, mientras él se corre en dirección a mi intestino grueso, yo lo hago sobre las sábanas. Ahora tengo que acordarme de poner la lavadora antes de que llegue mi madre. Yacemos abrazados sobre la cama. El silencio postcoital es un cántico celestial. En seguida me entra frío. Supongo que a él también, porque coloca la sábana sobre nuestros cuerpos. En unos minutos nos
levantaremos y nos ducharemos juntos. Es nuestro ritual. Luego él se irá y todo seguirá como siempre. Yo seguiré sin poder decirle a mi madre que estoy enamorado. Él seguirá fingiendo que lo nuestro es temporal. Yo lloraré nada más cerrar la puerta. Pero ahora yacemos abrazados. Es mi cumpleaños. No esperaba que fuera a acordarse. Me dijo que se le daban mal las fechas. —¿Sabes que hoy cumplo quince años? —¿Tienes quince años? —Sí. Hoy. Mi madre se ha olvidado de felicitarme. —Felicidades. No sabía que fuera tu cumpleaños. —Lo sé, no te preocupes... —Nunca me acuerdo de estas cosas, ¿sabes? —¿Nunca? —Casi nunca. Las fechas se me dan fatal. Sólo me acuerdo del día de Año Nuevo. —¿Y la Nochevieja? Es el día anterior al año nuevo... —Ya... Pero es que a veces me lío y creo que diciembre tiene treinta días. En serio, no te rías, es muy fuerte. —Vaya... De todas formas da igual. Total, sólo lo he dicho porque acabo de caer en la cuenta. No es importante. —Seguro que tu madre se acuerda esta noche justo antes de irse a dormir. —Sí... No es cierto que nunca se acuerde, ¿vale? Es que tiene la cabeza en otra parte y siempre se da cuenta tarde. Pero no pasa nada. Cuando llegue de trabajar, mi madre me sonreirá tímidamente y me deseará un feliz cumpleaños. Excusará su olvido diciendo que apenas nos hemos visto hoy, que esta mañana no sabía que ya estábamos a día trece, que tiene muchas cosas en la cabeza. Yo le diré que no se preocupe y le daré las gracias. Pero ahora es momento de permanecer abrazado al cuerpo que amo. Quedan treinta minutos para que cierre el supermercado. Menos mal que está cerca de casa. Salgo con cara de haber echado un polvo. La cajera lo nota. Casi nunca sonrío y cuando lo hago lo hago falsamente. Esas cosas se notan. Pero esta vez le sonrío de verdad. E incluso devuelvo el saludo con palabras audibles. La cajera pensará que el polvo ha valido mucho la pena. Tanto que si esta noche mi madre olvida felicitarme el cumpleaños no me importará.
Mañana llevaré el trabajo de castellano mal hecho. Pienso hacerlo esta noche. Con un poco de suerte no tendré que leerlo en voz alta. También tengo que empezar el libro que nos mandaron en filosofía. Si es que puedo. Normalmente tengo insomnio. La fuerza sobrehumana que me arrastra hasta la cama no tiene el poder de hacer que me duerma. Tumbado me desvelo totalmente y me entran ganas de llorar. Dormir es un infierno, últimamente tengo muchas pesadillas. No son pesadillas en el sentido de película de terror, pero sí son sueños muy extraños que me dejan un mal cuerpo por la mañana. Por eso, cuando no consigo dormir, en vez de intentarlo, suelo aprovechar para leer o estudiar o hacer cualquier otra cosa que me distraiga. Con suerte mi cerebro olvida que padecemos un trastorno del sueño y nos caemos redondos a las tantas de la madrugada. Pero creo que esta noche dormiré bien. El polvo ha valido mucho la pena. Llega mi madre a las diez y cuarto y me pilla, como siempre, haciendo la cena. Como nuestro horario nunca cambia, nuestras tareas domésticas son básicamente las mismas todos los días. Con algún cambio los fines de semana y los festivos. Por ejemplo, ella hace la comida y yo la cena. Por ejemplo, ella friega por la mañana y yo por la tarde. Por ejemplo, ella barre los suelos y yo salgo a comprar. Me da un beso en la mejilla mientras corto el tomate para la ensalada. Estoy absorto. Ella va a su habitación a quitarse los zapatos y a ponerse cómoda. Yo sigo pensando en Raúl y en lo que ha pasado esta tarde. No me lo esperaba. Aunque no sea garantía de que a partir de ahora todo vaya a ser un camino de rosas, sé que esta noche dormiré bien y por tanto mañana me levantaré pronto y será la primera vez en meses que mi madre no me diga que voy a llegar tarde a clase. —Feliz cumpleaños, cariño, que esta mañana se me ha olvidado. Cuando te has ido, he mirado el calendario y digo: «¡Ostras! ¡Si hoy es el cumpleaños de Alberto!». —Gracias. Me imaginaba que te acordarías más tarde. No pasa nada. Mañana seguiré pensando en Raúl. A lo mejor no hace falta esperar dos años para decirle a mi madre que estamos juntos. A lo mejor con esperar unos meses y decirle que nos acabamos de conocer es suficiente. Mi madre tiene que saber que, si fuera mucho más mayor que yo, a mí ni se me habría ocurrido salir con él. Y conociéndole, si nos lleváramos más de cuatro años, o incluso si nos hubiéramos conocido un poco antes o hubiera sabido mi edad, él no habría siquiera intentado conocerme. O sí, pero
habría esperado más tiempo antes de hacerme el amor por primera vez. Que me ponga el profesor de matemáticas no significa que quiera acostarme con él, ni siquiera si no tuviera a Raúl. Porque a Raúl lo tengo. Ahora lo sé. Aún no han arreglado su coche, así que esta tarde ha tenido que volver a casa en autobús. Yo le he acompañado a la parada. Me sentía tan relajado que no he pensado siquiera en que alguien pudiera vernos juntos. De paso que he salido a acompañarle, he aprovechado para ir directamente a comprar. En la parada del autobús nos hemos cogido de la mano. —Ya está viniendo. Son las palabras que no quería escuchar. Me ha mirado compasivo y ha rozado mi mejilla con las yemas de sus dedos. No quería que se fuera. No: quería que me llevara consigo. Cuando el autobús ha parado y ha abierto sus puertas, me ha susurrado algo al oído y me ha dado un beso en la mejilla. Nuestras manos seguían entrelazadas. Yo me he quedado sin saber qué decir. No me lo esperaba. Él me ha sonreído con fuerza. Es un chico muy alegre. Nuestras manos se han separado despacio mientras él subía al autobús y yo permanecía abajo con el brazo extendido. Creo que la conductora también esperaba mi respuesta. Raúl me miraba tranquilo. Él no es como yo, él siempre está seguro de sí mismo. Es algo que me gusta mucho y a su lado parece que se me pega. Las parejas hacen eso, ¿no? Se siembran seguridad mutuamente. He vuelto a nacer. Puede que en el fondo no tenga nada malo, nada que repela a las personas. No al menos a todas las personas. Puede que en el fondo sí que se me pueda amar, pero hay que tener tiempo y ganas de escarbar. Raúl las tiene. Raúl es especial, creo que le caerá bien a mi madre. No le importa que yo apenas hable, él sólo quiere estar a mi lado y hacerme feliz. Creo que la conductora sí esperaba mi respuesta porque ha cerrado las puertas nada más dársela. Después me he quedado mirando el autobús como quien contempla el buque de guerra en el que marcha su marido sin saber si volverá. Yo sé que el mío lo hará. —Yo también te quiero.
Otoño (Hoja caduca)
hi ha un dolor secret en la fulla que al vent vacil¡la i dubta i cau. Anna Montero
Un cuerpo se precipita desde lo alto. Cae más despacio de lo que parece a simple vista. Tarda en llegar a mis manos. Yo acariciaba sus cabellos para que no levantara la vista y me viera llorando. No quería que ella se sintiera culpable. Un cuerpo tarda demasiado en caer desde lo alto de esa rama. Se ha tirado de cabeza pero cae en horizontal. Siempre que pronuncio la palabra «horizontal» me acuerdo de Sylvia Plath («I am vertical / But I would rather be horizontal»). Mis manos son un cuenco vacío. Esperan impacientes llenarse de ese cuerpo que se precipita desde lo alto. También esperaba ella impaciente aquel día saciarse del cuenco que formaban mis labios. Pero estaba vacía. Vacío el útero de mamá, la doctora procede a lavarme. Después me deposita sobre sus brazos como cuando papá le entregó su primer ramo de flores en su primera cita (esto me lo han contado mientras mirábamos viejos álbumes de fotos). Yo no quiero tener hijos. Cuando digo que no quiero tener hijos me dicen que aún soy demasiado joven para saberlo con certeza, que ya vendrá, que todo acaba cayendo, que el cuerpo que se precipita lentamente desde lo alto del árbol acabará llenando este cuenco vacío que son mis manos. Mi mejor amiga quiere ser madre y no he visto a nadie decirle que aún es demasiado joven para saberlo con certeza. Con certeza-certeza no sé nada todavía. Quizá por eso no le dije toda la verdad. Por eso no le dije que no era virgen. Por eso le contesté que era mi primera vez con una chica. No sé por qué. Tampoco sé muy bien si estábamos enamoradas. Me gusta pensar que sí. Desde el primer momento en que la beso, delante de ese espejo vertical que no sueña (como Sylvia) con ser horizontal, sé que algún día echaré un vistazo al pasado y me preguntaré, si todo nos iba bien, qué nos pasó. Cuando la hoja del árbol cae a mis manos, la lágrima hace ya tiempo que ha atravesado mi mejilla y se dispone, también de cabeza, a saltar. A ella le gustaba mucho el otoño. A ella le gustaban las cosas que caían. Las hojas de los árboles, las gotas de lluvia, las lágrimas de sus ojos, la sangre de mi útero. Decía: «Este río de sangre es la vida que me llevo cuando hacemos el amor». Decía: «La menstruación sincronizada es el único hilo rojo del que me fío, el único hilo rojo que de verdad me conecta a mi destino». Decía: «Estoy salada por dentro, pero tú no llores, cariño, tú no llores». Cierro las manos despacio, suavemente, y el cuerpo se hace añicos. Acabo de destruir una galaxia. Me pregunto si hay alguien haciendo un
cuenco con sus manos esperando que se le llene con la lágrima que ha caído desde mi barbilla. Me pregunto si aquel día ella sabía que estaba llorando y si lo sabía por qué no me dijo nada. El primer llanto que recuerdo fue aquel que escupí de la mano de mi madre. Si estás pensando que fue el típico llanto de primer día de colegio, estás en lo cierto. Desde que nací, hasta ese día de septiembre, el tiempo es una dimensión desconocida e inalcanzable, no apta para menores de tres años, no apta para una adulta que intenta echar un vistazo al pasado para ver qué es lo más antiguo que recuerda. A mi primer amor lo conocí en el instituto. Tenía el pelo castaño y una nariz muy grande. Éramos igual de altos. Este dato es trampa porque en realidad apenas mido metro cincuenta y seis. Lo que debería decir es que éramos igual de bajos. Se le daba muy bien dibujar y tocar la guitarra. A mi segundo amor lo conocí también en el instituto. Tenía el pelo negro y muy rizado. Le encantaba delinearse los ojos de colores chillones y nunca salía de casa desmaquillada. Aquí sí puedo afirmar que yo era más alta que ella. Bueno, o que ella era más baja que yo. Se le daba muy bien dibujar. A ella la conocí en la universidad. Se le daba muy bien tocar la guitarra. Deformo el cuenco de mis manos y lo convierto en una tabla rasa, horizontal («I am vertical»), que coloco justo enfrente de mis labios. Soplo. Soplo tan fuerte que vuelven a saltarme las lágrimas. El cuerpo desmembrado de esa hoja seca se esparce por los aires. Hace ya tiempo que no me importa que me vean llorar. Desde ese día en que ella se esforzaba por beber del manantial de mi sexo y yo me empeñaba en derramar el líquido por el orificio equivocado mientras acariciaba sus cabellos para que no levantara la cabeza. Mi primer amor me hizo el amor en su casa. Sus padres no estaban y nosotros ya no teníamos que ir al instituto hasta el siguiente curso. Tampoco fingí entonces el orgasmo. Nos besamos y nos desnudamos con sus prisas y mis miedos virginales. No recuerdo haber sentido realmente ese deseo, ese fuego interno de justo antes de acostarte con la persona a la que amas. Porque cuando digo amor lo digo en serio. Mi primer amor que sabía tanto dibujar como tocar la guitarra me hizo hogar en su cama. Tanteó despacio el vestíbulo, llamó al timbre como mejor supo y penetró
dentro de mí mientras yo no podía dejar de pensar en qué pasaría si de repente volvieran sus padres a casa. Me doy cuenta de que hay alguien mirándome fijamente. No sé quién es. Emprendo el camino a la biblioteca antes de que le dé por venir a hablar conmigo. «Ey, te he visto antes frente a ese árbol, me pareces una tía muy misteriosa». Me pregunto qué necesidad hay. Me pregunto si piensa antes de hablar. Me pregunto si sería capaz de empujar una estantería para que cayeran las demás como fichas de dominó y acabaran aplastándolo a él en el suelo. Suelto un par de sílabas, le sonrío mecánicamente, sin mirarlo realmente a la cara, y sigo buscando un libro que me llame la atención. Mi segundo amor me hizo suya en el patio de su casa, que no tenía nada de particular pero que a esas horas yacía totalmente vacío. Nos besamos tiernamente mientras yo me preguntaba cómo era posible, qué conjuro había hecho, gracias a qué favor había sacado, la suavidad de su piel. Tampoco en ese momento estaba a punto de hervir. Yo no sentía esas ganas, yo estaba rota por dentro. Mi segundo amor dibujaba con las puntas de sus dedos todo el contorno de mi cuerpo, me pintaba con saliva, me cubría de dulzura. Yo intentaba hacer lo mismo pero mis dedos eran torpes. Yo intentaba abrir su sexo como me gustaba abrirme el mío y me manchaba de tinta. Tinta caliente, tinta trasparente, tinta clara de huevo en las yemas de los dedos. El desconocido me pide por tercera vez mi número de teléfono y al final se lo doy por no tener que negar tres veces, como Pedro. Con el tiempo he aprendido que es mejor dar el de verdad y esperar a que te llame o te escriba para bloquearlo. Tal y como yo esperaba, comprueba ahí mismo que el número que le he dado es el correcto y se despide entre risas. «Me tengo que ir». Vale. Tampoco me importa. Recorro una a una las salas de la biblioteca. Busco un título concreto, pero no sé cuál es. Busco algo que llame mi atención. Así fue como nos conocimos. Yo buscaba qué leer y la encontré a ella. Un título de un autor desconocido. De pie. La verdad es que prefiero que la autora sea una mujer. Frente a todos esos libros. Un fallo en las conexiones de mi cerebro me impide recordar qué pasó entre el momento en que nuestras manos se rozaron al ir a coger el mismo libro y la primera vez que hablamos la misma lengua. Cuál de las dos cogió ese único ejemplar, cuál de las dos abrió la puerta. Es la gran ventaja de acostarte con alguien de tu mismo
sexo: no tenéis que esconderos a la hora de entrar en el mismo cuarto de baño. Ocupado. Últimamente siempre está ocupado. Subo por las escaleras para continuar con mi ruta semanal. Trato de olvidarme del pirata que ha tenido la indecencia de abordarme en este templo. Todos los viernes procuro venir para ver si encuentro algún buen libro que llevarme a casa. Pero me da miedo volvérmelo a cruzar, así que me mantengo alerta. El lavabo de las mujeres suele estar más ocupado que el de los hombres. Tenemos la vejiga más pequeña, según tengo entendido. La biblioteca tiene cinco pisos y no todos guardan un cuarto de baño. Bloquearé su número de teléfono cuando llegue a casa. Tampoco todos los viernes tengo la suerte de llevarme una lectura para el fin de semana. La primera vez resultó un poco incómodo, la verdad. No se me había quedado su nombre y, tal vez para evitar que se enfadara por mis posibles meteduras de pata, le dije que era mi primera vez. Cerrar el pestillo fue ya todo un reto porque justo entramos en el cubículo que tenía la peor puerta. Encima teníamos que procurar no hacer ruido ya que, evidentemente, las paredes no estaban insonorizadas. Al menos no era una hora muy concurrida y no entró ninguna chica durante nuestra breve sesión. Estábamos una enfrente de la otra. La puerta imposiblemente cerrada a mi derecha, nuestros reflejos a mi izquierda, la pared a mi espalda, sus manos en mi cintura, mi espalda en la pared. Los azulejos blancos grises y su lengua en mi boca. Algo se movió dentro de mí. Algo se encendió, algo que hasta el momento había permanecido totalmente quieto y callado. Al principio creí que era la solitaria: había un parásito dentro de mi cuerpo. Pero en seguida descarté la idea. Un cosquilleo en lo más íntimo, unas ganas de más. No: unas ganas de algo. Sus manos en los acordes exactos. Su sexo pegado al mío. El contacto con el vello, con la piel. Yo deseaba tumbarme sobre las baldosas, pero me sabía mal decirlo y romper el hechizo, así que nos quedamos de pie, medio apoyadas en el váter. Papel higiénico en el suelo. Una compresa ensangrentada en la papelera. Cuando acabó la música me disculpé y volví a preguntarle su nombre. Me lo dio junto con su número de teléfono y el nombre de la carrera que estaba cursando y que al final, ya ves, no pudo acabar. Le di las gracias y la promesa de volverla a llamar. No lo hice hasta el día siguiente, que fue además cuando me di cuenta de que el número que me había dado era el verdadero. La felicidad también lo era.
Salgo despacio por la puerta. Las manos vacías, los ojos rojos, secos. ¿Todo será así, a partir de ahora? No es la primera vez que me lo pregunto, así que supongo que ya sé la respuesta. Ella misma me lo dijo: se estaba muriendo. Ella intentaba aferrarse a la vida en sus momentos de mayor lucidez. Ella intentaba cualquier cosa con tal de encontrar una razón para quedarse. «Normalmente no me lío con una desconocida». A mí no hacía falta que me diera explicaciones. Pero todas las razones que encontraba, todos los motivos para permanecer en este mundo, eran pasajeros o no eran lo suficientemente fuertes. Yo, por ejemplo, que quería ser su dama andante y salvarla del dragón, fui incapaz de clavar bien la espada. Hago camino al andar a través de las escaleras. Me cruzo con caras desconocidas que, a pesar de que también van a menudo por la biblioteca, no voy a volver a ver nunca más. Deslizo la palma de mi mano por la barandilla. El silencio es rotundo. Rotundo es también mi convencimiento de que ese viernes sí encontraré un libro que pueda llevarme a casa. A la misma casa donde ella y yo hicimos tantas veces el amor cuando mis compañeras de piso no estaban. A la misma casa donde yo intentaba hacer que se quedara a mi lado. Pero la enfermedad es caprichosa y egoísta, y cuando la poseía la rompía en mil pedazos. A la misma casa en la que lloré el último día, yo lo sabía, lo sospechaba, en que hicimos el amor. Ni siquiera la enterraron, ¿sabes? Ni siquiera permitieron a su cuerpo descansar, tumbarse sobre el lecho y yacer así (como Plath) durante la eternidad. Paralela a la tierra que la habría acogido, yo lo sé, lo tengo claro, gustosa en su seno. La encontraron en su cama junto a una nota que pedía perdón. No había firma alguna ni destinatario. Sus padres creyeron que se dirigía a ellos y se quedaron la nota. Seguramente la tiraron pocos días más tarde. Yo sé que la había escrito para mí. «Este río de sangre es la vida que me llevo cuando hacemos el amor». Pero ese día no habíamos hecho el amor. Ese día ninguna de las dos estaba a principios de su ciclo. Esa sangre no era menstrual. La quemaron. La quemaron y la metieron en una urna. Resultaba más barato. Resultaba más barato convertir en polvo lo que ya de por sí era viento, ceniza, material volátil, estrella fugaz. La quemaron y yo no estuve delante. Porque yo me enteré tarde. Quiero decir que me lo dijeron tarde. Al final su madre me llamó por compromiso. Pero en realidad yo lo sentí
justo en el momento en el que el filo del bolígrafo acuchillaba el papel. «Lo siento. Lo siento mucho». Llego a la planta en la que nos conocimos. Entro en la sala en la que la vi por primera vez. Ahora lo recuerdo. Me acerco a la estantería y ahí está: el libro gracias al cual nos hicimos el amor. De pie, en el estante de arriba, vertical. Levanto la mano temblorosa. Vuelven a caer las lágrimas. Permanecemos, el libro y yo, erguidos durante unos segundos, antes de cogerlo. Se lo llevó ella («But I would rather be horizontal»).
Invierno (Inacabado)
Dios le ayuda
Las heladas llegaron mucho más tarde de lo esperado. Acababais de hacer el amor y sonó el teléfono. Lo cogiste porque sabías que era yo. Lo cogiste porque sabías lo que iba a decirte. Te llamé para corroborar que estabas con ella. Y que ibas a mentirme. Y que ibas a ser capaz de hacer el amor dos veces, con dos mujeres distintas, una misma noche. Estaba terminando de doblar la ropa recién planchada justo cuando llamaste por el telefonillo. Quise tardar en contestar, hacerte esperar, que pasaras frío en la calle, pero no pude. Dejé entreabierta la puerta para que pasaras directamente. Me encontraste en el dormitorio, tendida en la cama que antes compartía contigo, sobre el colchón sobre el cual concebimos a nuestra hija, esperándote. ¿Qué le dijiste? ¿Que tenías que irte a trabajar? ¿Que había una emergencia en el hospital y tenías que acudir de inmediato? ¿De verdad no sabe que sigues viéndote con tu exmujer?
SaraAndrésRomeroSaraAndrésRomeroSaraAndrésRomeroSaGraciasporleerroSaraAndrésRomeroSaraAndrésRomeroSaraAndrésRomero