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Matilde Casazola, en la voracidad de la noche, Magela Baudoin
from elANSIA
by Sergio Vega
Matilde Casazola, en la voracidad de la noche
Magela Baudoin 1
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asu edad, Matilde Casazola (Sucre, 1943) sigue siendo un ave nocturna. Ya no en ese vuelo rasante de los 70, en el que se abismó con una intensidad sedienta sobre la guitarra y sobre ese ojo cierto, el único que le quedó para la poesía; sino en un devenir lento, meditativo, casi levitante, en el que, sin embargo, no se corre de levantar una cuenca a medianoche o de hacerle el honor a una pitada (aunque hace años que no fuma). Matilde vuelve en el tiempo, resguarda una copa que le durará la noche entera, escucha atentamente a su interlocutor y luego se siente bien pagada por el desvelo. Bien pagada, digo, porque ya no trasnocha. Lo hace muy ocasionalmente (un concierto, la presentación de un libro). “Yo también tomo pastillas para dormir –es que se le ha quedado volcado el reloj, después de todo–; pero sigo amando la noche, que siempre fue mejor que el día para escribir y para componer”, me dice al teléfono, una de las tantas veces que la llamo y le cuento de mi insomnio invencible.
Este verso, escrito en algún lugar entre 1969 y 1970, lo muestra: Otra vez son las dos de la mañana/ y el cuarto lleno de humo/ y otra vez es final de domingo/ cadáver de domingo. 2
“La mejor hora para escribir era antes del amanecer. A veces, escribía medio dormida”, hace una pausa larga y entonces transforma la voz de flauta dulce, con la que habla, en la caverna honda, con la que canta y declama: La noche es una boca abierta./ El mismo Dios nos come/ a través de la noche:/ nos mastica pausadamente;/ nos envuelve en su jugo/ transformador;/ nos secciona y aplasta/ con dientes/ afilados y expertos/ en ritual ceremonia/ de descuartizamiento. 3
Matilde, cuyas canciones han sido interpretadas por todos o casi todos en Bolivia, llevadas al cine, al jazz o a otros idiomas, creó 16 libros de poesía y nueve grabaciones entre lps, casetes y cds 4 , produciendo la mayor parte de su obra
1 2 3 4 Narradora y periodista Poema 32 de Tierra de estatuas desteñidas (escrito entre 1973-75, publicado en 1992). Poema 23 de …Y siguen los caminos (escrito entre 1969-70, publicado en 1990). Tiene inédita todavía una vasta cantidad de material.
Foto Archivo Matilde Casazola
entre 1970 y los últimos años de los 80. “Escribí como nunca, como una poseída”, y lo hizo como si supiera que iba a enfermar de tuberculosis; con una conciencia enorme del corte fatal que puede producir el destino. Por supuesto que era consciente del tiempo.... Si somos solo tiempo, decía Borges. Y ella lo aprendió con la elocuencia de los acontecimientos: a mediados de los 70, Matilde Casazola acababa de llegar a La Paz desde Buenos Aires, donde había perdido la visión del ojo izquierdo, luego de un aciago episodio en el que un policía se las tomó con ella y con el artista argentino Alexis Antíguez (que era entonces su marido) por no portar documentos de identificación.
Siempre tuve problemas de vista y siempre vi –me cuenta en Santa Cruz. Vamos por la plaza, buscando un lugar para tomarnos algo–. Uno tiene que ser un gran observador para poder captar en lo profundo de los seres. Yo tuve miopía desde niña, pero la miopía también te permite ver de cerca, te ofrece otra perspectiva. Perdí la visión, a los 24 años, de uno de mis ojos. Todavía no había comenzado a mostrar mi obra y eso me apuraba. Seguramente esto me ha limitado muchísimo en un aspecto; pero, al mismo tiempo, también me ha dado una entereza enorme. Puedes encontrar otros cauces en el sufrimiento. La tenacidad, la terquedad te permiten crecer. El ansia te hace vivir, la necesidad de captar la fuerza que está dentro de las cosas.
El camino
No se puede comprender a Matilde Casazola sin el devenir de la noche, esa gran metáfora. Pero tampoco se puede entender su poesía y menos su música, sin considerar el camino o, más bien, el “irse”… Cargando mis mentiras/ mis bucles fracasados/ mis terribles deseos de huir de todo sitio/ cargando mi amor propio/ y tu amor limpio,/ mis zapatos a menudo deslustrados/ alguna que otra flor por el camino… 5 , dice en otro poema de 1966.
5 Poemario Los racimos.
Matilde no solamente hizo algo novedoso (…) que fue llevar la poesía de su espacio natural y lírico, incluso críptico, a la música popular-folklórica y viceversa, sino que hizo escuela sin proponérselo.
Veinteañera y menuda, Matilde dejó la solariega casa de la familia Mendoza en Sucre, para hacer teatro callejero con Antíguez 6 , con quien vivió durante nueve años, dando funciones de títeres a lo largo de Bolivia y Argentina. “Esa fue una de las cosas que me atrajo de él, justamente el camino: esa forma de vivir como en una nube”.
Sin embargo, esa obsesión por las distancias, que se constituye en un modo de habitar la vida, echa sus raíces en las huertas de una pretérita infancia, en las que aparecía el huraño y polvoriento “hombre del clavel rojo”, llamando a una ventana: “¿Todavía no te has muerto?, le decía a mi abuela. Era un hombre con un sentido de la ironía muy interesante, un poco cruel, con unos dichos que se me han quedado grabados”.
Fue precisamente Germán Mendoza (poeta, catedrático y también hombre de leyes) 7 , tío abuelo de Matilde, quien primero le enseñó a decir los versos de José de Espronceda, de Rubén Darío, de Campoamor y de Baudelaire. “Él repetía de memoria unos poemas impresionantes y a veces se le caían unas lágrimas mientras recitaba. Influyó mucho en mí porque me hizo amar a estos poetas que tan familiarmente conocía. Él hizo que yo repare en esos autores y los busque y los lea”.
Tuvo que ser una presencia extraordinaria la de este tío abuelo que, además, hacía magia. Era un buen prestidigitador, un ilusionista, que habitaba una cueva y se perdía por temporadas en largas caminatas a poblados ignotos e inaccesibles. “No sé de dónde aprendería, pero era un gran mago. Hacía juegos con naipes y usaba unas palabras misteriosas, en otros idiomas… Siempre me identifiqué con su amor a las distancias, a lo que significa el camino: no apropiarte de nada sino momentáneamente y seguir y seguir buscando algo que está más allá.
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7 Antíguez fue acusado falsamente de ser “enlace” con la guerrilla del Che y tuvo que abandonar el país. Germán Mendoza tiene un bellísimo libro de poesía póstumo, denominado Azules (Sucre. Agua del Inisterio, 2003) con prólogo del historiador Javier Mendoza, que es muy decidor de su talento y sensibilidad.
Foto archivo Matilde Casazola
Esa forma de desasirse de las cosas. También me enseñó a acariciar el misterio. Es interesante que el misterio se quede en misterio, que no se esté desentrañando… Eso es lo que llamamos poesía, ¿no?”.
La casa, el árbol y la madre
Si bien el camino fue una convulsión, una sacudida, a partir de la cual Matilde se concibió como artista y como ser humano; el retorno terminó siendo un mandato vital. En ella no se puede separar el camino del regreso, la libertad de la nostalgia. El irse –que se engulle a sí mismo– del origen. Desde lejos como el viento/ traigo nombres de otras patrias/ pero busco en tu infinito/ las raíces de mi alma. 8
Puede decirse que ese “infinito” al que le canta Matilde es evidentemente la patria; mas no sólo la región-entelequia que se ha repetido tanto, sino un lugar más preciso y definitivo todavía: una casa, un árbol –un específico árbol de damasco– que adorna la portada de varios de sus libros y su niñez; y que conduce al abrigo materno, ubicuo y fundamental en la formación de la artista.
8 Cueca El regreso (escrita entre 1970 y 1973)
Yo buscaba lejos lo que cerca estaba, gasté mis zapatos persiguiendo al sol; pero detrás mío tú te proyectabas silencioso y quieto, sin mirarte yo. Yo entonces buscaba el árbol de oro con hojas de plata, fruto de rubí; no me conformaba el árbol añoso de aroma dichoso de sombra feliz.
Yo sé dónde estaba lo que fui buscando, mi sombra se alarga, se quiebra mi voz… Hace mucho tiempo que estoy regresando: ¡Entre tus montañas se ha quedado el sol! La escucho cantar y pienso en los que migran y se sostienen del puro presente para abolir el dolor. Algo que Matilde Casazola nunca pudo o quiso. “Siempre he querido volver –reconoce y no se atora con esta verdad hermosa–. En lo posible quiero regresar a casa. Yo nunca busqué tener una casa, pero la casa estaba ahí. Nunca quise o desee poseer cosas, pero las cosas están ahí, la huerta, los árboles…
Retratos en la casa de la poeta, de Oscar Wilde, Germán Mendoza y Jorge Luis Borges (dibujos a lápiz de Gabriela Casazola y acuarela hecha por Matilde de García Lorca.
deben ser míos o tal vez yo sea de ellos. Lo agradezco en este momento de mi vida. Ahora lo que hago es mirar desde este punto estático. Antes miraba desde puntos cambiantes la vida”.
El dibujo
No es difícil imaginar por qué Matilde Casazola contrajo tuberculosis. Veinte años de alto voltaje, dejan su huella en la carne. “El país estaba feo en esos días 9 y, una vez enferma, ya casi no podía escribir”. Matilde dibujaba desde niña y volvió a hacerlo en este periodo: “Es muy importante para mí graficar las imaginaciones. Cuando estuve muy delicada de salud, cuando escribía poco por la tuberculosis, me dediqué más bien a pintar, a hacer dibujos y retratos”.
Y esos cuadros están en la gran casa, velando su mundo: “He hecho muchos cuadros de artistas, de poetas, de músicos. Está José Asunción Silva, en un cuadro al carboncillo, porque por mucho tiempo estuve estudiando su obra. Me impresionó su historia trágica, el naufragio en que perdió muchísimos de sus originales, lo cual debe haber influido mucho en su desesperación. Está Kafka, en un cuadro también al carboncillo. Al lado está Amado Nervo, uno de mis poetas favoritos…”.
Música y poesía Si bien Matilde Casazola proviene de un linaje de prominentes polígrafos, historiadores, músicos y poetas, como don Jaime o don Gunnar Mendoza, las mujeres no fueron menos excepcionales, sólo que eran ellas las educadoras, las impulsoras, las transmisoras de una tradición. Tal vez ellos se lo deban todo a ellas. Pero esa es otra historia. Entre las madres y abuelas de la familia se pueden rastrear no pocas escritoras, pintoras, músicas… Sólo que Matilde desocupó su lugar en las sombras.
9 Habían asesinado al líder socialista Marcelo Quiroga Santa Cruz, amigo muy cercano, y el país estaba sumido en la más abyecta dictadura.
Fotos Juan Murillo Dencker
Para la época, cometió varias audacias a saber: se fue, se divorció, no tuvo hijos, decidió “ser” a la luz pública (hubiera matado por verla con su poncho de frazada, cortada por ella misma, escandalizando a todo Sucre). Pero en mi opinión, el más importante de sus atrevimientos fue haber fundado una descendencia. Sí, porque Matilde Casazola no solamente hizo algo novedoso, que no existía en Bolivia en los años 60 (un país profundamente racista) y que fue llevar la poesía de su espacio natural y lírico, incluso críptico, a la música popular-folklórica y viceversa, sino que hizo escuela sin proponérselo. Es decir, no sólo inventó algo, sino que mostró cómo hacerlo. Fijémonos, por ejemplo, en sus partituras, en ese capricho por las introducciones largas –heredadas de la música clásica–, escritas para canciones populares. “La canción es una forma breve, tiene poco espacio para expresar; la introducción es solo el instrumento, para mí es como si en la introducción aparecieran los hilos de la canción”.
Todo lo hizo, repito, siendo mujer y en solitario, sin temer al desnudo, sin plegarse a la tendencia amalgamante de la época que exigía escribir/cantarle a una causa. “Seguramente por eso nunca he tenido un conjunto y no me he complicado la vida como intérprete –me cuenta en otra llamada nocturna, en la que la pillo despierta–. Porque como soy un poco caprichosa en el sentido de la creación, de hacer una cosa un día y luego otra, de pasar de la música a la poesía, si tuviera a otros alrededor, no podría”.
Matilde lo intuyó antes de saberlo: música y poesía poseen la misma sustancia, están hechas de tiempo. “Las dos son ritmo. Y es esa similitud la que me enamoró desde el principio, desde muy chica. La poesía era para mí más accesible, estaba en mí. En cambio, la música exigía conocer el idioma musical, adentrarte en la ciencia de la música. Esto fue lo que a mí me atrajo. Yo hubiera querido conocer más profundamente la música, me hubiera inclinado por una composición más complicada tal vez. De todas maneras, el enamoramiento con la música se dio muy temprano y yo empecé a indagar, a investigar. Toqué piano, hice solfeo y me dediqué a la guitarra que era el instrumento que tenía más cerca. Me apasionó desde el inicio la música popular porque llega al alma de las
Foto Archivo Matilde Casazola
personas, con un embrujo especial. Esto hizo que yo indagara en las formas populares. Bolivia es un país tan rico que tiene facetas muy diversas. Me interesó siempre la música que tuviera raíces profundas: clásica o popular. Lo mismo que la poesía”. Domesticar un instrumento como la guitarra es una tarea infinita. La guitarra no es dócil; al contrario, puede ser ingrata. Enmudece, suena a lata en manos torpes. Por eso, Matilde sigue tocando todos los días. El instrumento es una extensión de su cuerpo, al punto de que es ella la que por momentos se siente una prótesis: “Si viajo y no la llevo me siento físicamente mal. Ya siento que le falto, estoy como mutilada”. Puede hacerla sonar de un modo sobrenatural. Ella misma se transforma en otra cuando canta. Recuerdo una noche, en casa, tarde. Matilde estaba en ese modo que le da la noche y accedió a tocar la guitarra, pero no la suya que no había traído ni una mínimamente promedio, sino la de mi hija, que por ese entonces era un instrumento de iniciación, una guitarrita para niños y creo que hasta algún agujero tenía. Matilde la afinó aplicadamente y pidió un lápiz para construirse un capotraste. Esas fueron todas las artes de su magia. La guitarra gimió entonces con su esternón infantil y Matilde decía a cada rato, como retribuyendo la delicadeza de la madera: “Suena bien, ¿no? Suena bonito”. Por supuesto, la guitarra de mi hija, o más bien todas las guitarras que ha tenido en sus años de formación musical, se han llamado Matilde.
El legado La obra de Matilde Casazola es una de las más prolíficas y frondosas de la poesía y de la música bolivianas. A sus 72 años, Matilde continúa trabajando. Una
memoria formidable le permite recuperar viejas canciones y versos. Corregir, “actualizar”, como ella dice. “Tengo montones de carpetas, de cuadernos de poesía… Me he quedado en el año 1992 (se refiere a su obra publicada). Y del 92 hacia adelante es como un jardín que hay que podar, cortar las hierbas. Pero está todo ahí, ya recuperado. Con las canciones pasa que me acuerdo de una. Tengo muy buena memoria. Recuerdo la letra y la música en mi mente. Se me ocurre actualizar una canción y comienzo a trabajarla. Un poco todo esto me rebasa. Yo misma me doy cuenta de que es mucho. Y no logro hacer caber todo en mi espacio. A veces se sale de los marcos. Y eso me preocupa. Pero, por otra parte, también agradezco tener mucho que hacer cada día. Tengo mucho trabajo”.
En esa vastedad, en ese mar que es su poesía, por supuesto que hay mucho que es “ensayo”. Ahí está el laboratorio creativo expuesto, la escuela. Los borrones, las fórmulas obsesivas, las palabras que se vuelven tópicos. “Mi obra es un poco imperfecta, me doy cuenta. Pero no se puede abarcar todas las cosas. Es imperfecta en el sentido de que como es una obra vasta, no puedes detenerte sólo en una pieza. Como eres un ser ya un poco gastado, entonces tampoco puedes tener una precisión vocal o instrumental. Cuando la obra está madura, como la mía, la das con sus imperfecciones, así como ocurren las imperfecciones en la naturaleza”, me dice en el patio cruceño que hemos elegido para quedarnos conversando.
“Yo prefiero lo misterioso de las cosas. Una hoja, que no es igual a otra, tiene leves cicatrices y eso le da un encanto mágico: esa cosa inasible de la belleza. La simetría te puede cansar; entonces vas buscando otras raíces, otras formas. Comienzas a entender que la verdadera capacidad que tiene la belleza de ser eterna está en la imperfección”, se explica, y es así exactamente como ocurre en su poesía. Puedes encontrar una imagen tan acabada que resulta casi milagrosa, al lado de una teja floja también habitada de hermosura.
Continuamos en el patio. Ella levanta la cabeza, la sigo y entonces las dos miramos un pedazo de cielo imperturbable que se funde con el reguetón que acaban de poner a todo volumen. Grita el azul. G