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Evocación familiar

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Desde el cielo

Desde el cielo

Evocación familiar

Introducción al libro “Pasajero en la aeronave tierra”, 1972.

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nacido en un país cuya geografía no tiene acceso al mar desde 1879, yo debía, como mis antecesores, haberme resignado a no conocer otras fronteras que las del altiplano andino o la selva lujuriosa de mi patria.

Hace unos años un anticuario me vendió un libro manuscrito cuyas últimas hojas se hallan muy dañadas por el tiempo. Fue escrito por José Manuel Baptista, tatarabuelo mío, en sus noches de soledad y desvelo en la finca de Calchani, provincia Ayopaya, de Cochabamba, (por donde anduvo en la misma época el “tambor” Vargas, escribiendo su Diario en las pausas que le daba la guerrilla). Contiene notas sobre derecho, economía, filosofía. Transcribe párrafos que le gustaron, de autores como Turgot, Say, Quesnay, Adam Smith; o artículos de los códigos, para administrar justicia a su buen entender. Es una letra menuda, pero clara, que apenas deja espacios blancos en las páginas. En la primera, se lee la fecha, 26 de julio de 1826. La República había cumplido su primer año. Ese libro que quiere aprisionar todo el saber de una época, escrito a la luz de una vela en una casa de campo de muros de barro y techos de paja, por un hombre que después de la independencia se había retirado a cultivar sus campos y vigilar su ganado, tiene más valor para mí que esos rumbosos árboles genealógicos que conducen hasta el Cid y de vuelta, rastrean la sangre pálida o enfermiza de hidalgos irremediablemente abúlicos y tarambanas. Años después, José Manuel combatió al lado de José Ballivián en la batalla de Ingavi y fue condecorado por su valor. Cuando yo era niño solía detenerme frente a un cuadro en el que aparecía un diploma firmado por el Presidente Ballivián, y una medalla, la que recibió mi antepasado en su pecho con la leyenda “salvé mi patria y su gloria en Ingavi”.

Acosado por el régimen de Belzu, al que se negó a prestar juramento de adhesión, permaneció encerrado en una habitación oscura por dieciocho meses. Al salir, había perdido la vista. José Manuel no conoció otra tierra que la suya.

En esa finca nació Mariano Baptista Caserta, mi bisabuelo, quien llenó con su verbo y acción medio siglo de vida republicana, sirviendo al país de

nodadamente, sin servirse de él. Caído el presidente Linares, lo siguió al destierro en Chile y fue el único amigo que permaneció al lado del exmandatario, hasta cerrarle los ojos, en el tránsito de la muerte, en medio de la más absoluta pobreza.

Después de ejercer a su vez el poder, como presidente de la República, fue maestro de escuela en sus años postreros, para sostener a su familia. En su juventud, vivió por un tiempo en Francia y fue horrorizado espectador de la comuna de París. Corría el año 1871 y había tenido que salir al exilio, perseguido por la estupidez y la vesania de un tal Melgarejo, megalómano alcoholizado, General de asonadas, a quien un autor francés calificó de “tirano romántico”. No lo fue tanto para quienes sufrieron bajo su mandato tenebroso y sangriento. ¿Vale la pena anotar todo esto, después de tanto tiempo? Yo creo que sí, ya que el “melgarejismo” como corriente política (me lo recordaba mi hermano Fernando en una carta memorable, como todas las suyas) se ha prolongado en Bolivia hasta nuestros días.

Si no hubiera mediado la clásica incomprensión criolla, el país ya tendría puerto propio sobre el océano, gracias al tratado de 1895 que él gestionó y que posteriormente no fue refrendado.

Su hijo mayor, Luis Baptista, tío abuelo mío, a fines de diciembre de 1899 se dirigía a La Paz, en compañía de algunos centenares de jóvenes chuquisaqueños de vistosos uniformes y recién estrenadas armas, para sofocar el levantamiento de quienes proclamaron la revolución federal. En el pueblito de Ayo Ayo varios de sus compañeros fueron rodeados por miles de campesinos aymaras que se habían alzado bajo la inspiración del caudillo Willka. Desprovistos de sus armas, permanecieron encerrados en el templo y allí sufrieron una atroz muerte a manos de sus captores. Luis Baptista pereció a la cabeza de sus hombres en la batalla del “crucero” de Copacabana, cerca de Oruro. En vano la familia buscó sus restos.

Concluía morosamente, el siglo xix, con sus carruajes arrastrados por caballos, sus barcos a vapor, su alumbrado de gas, sus grandes cañones que causaban espanto, y sus ingenuas ideas sobre la civilización, la paz y el progreso universales.

Cuánto ha cambiado desde entonces el mundo como promesa y riesgo. Ahora que la ciencia y la tecnología parecían ofrecernos todos los dones que no pudieron imaginar en sus sueños más ambiciosos los autores de las utopías del pasado, nos vemos frente a la perspectiva inmediata de los límites que la especie humana no puede franquear si quiere subsistir dentro de está frágil y vulnerable aeronave que gira en medio del silencio insondable de las demás estrellas sin vida.

Mi abuelo, Javier Baptista Terrazas, apenas se alejó alguna vez de Cochabamba, donde escribía versos, plantaba rosas y departía con Man Césped y otros amigos sobre los grandes temas que apasionan a los vallunos: el amor, la lealtad, el valor, la muerte, o las defensas contra la furia del río Rocha, nunca suficientes para

contenerlo cuando se lanzaba sobre mi ciudad natal como un potro desbocado.

Mi padre Mariano Baptista Guzmán, nunca salió de Bolivia y su viaje más largo fue a la línea de fuego durante la guerra del Chaco, en cuyos arenales dejó para siempre su juventud y quebrantó irremediablemente su salud. Estuvo casi tres años en el frente y al retorno extravió su libreta de desmovilización. Oficialmente no había ido, por eso, a la campaña, y años después, su entierro transcurrió en silencio. Cuando supe de su enfermedad, con mi hermano Bernardo volé desde Caracas y lo encontré agonizando, inconsciente. Alguna vez me contó que a nadie había fastidiado en la vida prodigándole consejos. Nunca se benefició de cargos públicos y pagó cumplidamente sus impuestos. Tampoco exigió que le pagaran pensión de excombatiente aunque le hubiera gustado que lo reconozcan como tal. Me dijeron que, como cualquier otro movilizado en la campaña tenía derecho a una banda militar que tocara en su funeral, algunos “boleros de caballería”. Pero no aparecieron los papeles y mi padre murió como había vivido, serenamente y sin fanfarria.

El día de mi nacimiento coincidió con el de la muerte de José Vallejos Baptista. Conminado a rendirse por la patrulla paraguaya que lo cercó, continuó disparando su arma. Primo de mi padre, era casi como un hermano para él, y juntos ingresaron al Chaco.

Al recordar estas vidas, en especial las que fueron tronchadas tempranamente, como las de Luis Baptista o José Vallejos, pienso en ese verso que Jorge Luis Borges dedicó a uno de sus antecesores, poniendo en busca suya estas palabras: “yo que anhelé ser otro, ser un hombre de sentencias, de libros, de dictámenes, / a cielo abierto yaceré entre ciénagas; / pero me endiosa el pecho inexplicable / un júbilo secreto. Al fin me encuentro / con mi destino sudamericano”.

A mí el azar del periodismo me llevó en menos de un año, desde Chile, en el extremo sur, hasta Finlandia, en las antípodas. Algunas de estas invitaciones tenían el objetivo específico de permitirme observar los sistemas educativos y de comunicación y por ello he pensado que los apuntes que tomé en tales casos, formen, eventualmente, parte de otro volumen. Visité países que ya conocía y otros nuevos; Venezuela, México, Costa Rica, España, Francia, Inglaterra, Alemania, Suecia. Este libro recoge mis notas de viaje, que dedico al recuerdo de esos varones de mi familia que vivieron soportando las adversidades con valor y entereza, en esta parcela del mundo que se llama Bolivia.

Si hubiera una máquina del tiempo, cómo me gustaría que mi lejano abuelo José Manuel, una vez concluida la labor en sus campos de maíz pudiera sentarse a la luz de su candil a leer las páginas que siguen. Habiendo viajado, más de una vez, al otro extremo del planeta, a veces pienso que habría tenido mayor tranquilidad de espíritu, si como él, me hubiera conformado con ver pasar el cielo de las estaciones, leer algunos buenos libros y regar un huerto, en el retiro del valle cochabambino. R

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