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El mito de Potosí, Guillermo Francovich

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Desde el cielo

Desde el cielo

El mito de Potosí 1

Guillermo Francovich (1901-1990)

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pues bien, en Potosí ocurrió lo mismo que en el Brasil, en California, en Transvaal o en Santa Rosa. La plata del cerro fue descubierta por un indio llamado Huallpa en enero de 1545. Según unos, había amarrado a unas matas su llama que, al forcejear para moverse, las arrancó de cuajo poniendo al descubierto el metal. Según otros, fue el propio indio que descuajaba las matas en la ladera del cerro. Una tercera leyenda dice que Huallpa encendió una hoguera para protegerse del frío en la noche y que al amanecer encontró la plata derretida debajo del rescoldo. El indio informó de su descubrimiento a su patrón, el capitán Juan de Villarroel que residía en Porco. Los moradores de ese asiento y los de la ciudad de Chuquisaca que estaba a veinte leguas se trasladaron al lugar tan luego como conocieron la noticia. El cerro no tiene sino unos setecientos metros de altura y está situado en uno de los lugares más desamparados de los Andes. Los primeros que llegaron allí, no teniendo donde abrigarse, sufrieron toda las agresiones del frío, del viento y de la nieve. “El furioso aire, a todas horas, procuraba echarlos de aquel sitio”, dice Arzáns personificando la hostilidad del ambiente.

“Voló la fama”, según el propio Arzáns.

Los primeros en acudir fueron los españoles de Porco y de Chuquisaca que, como acabamos de decir, estaban más próximos del cerro. Después vinieron los españoles del Perú. Y pronto hasta las Antillas comenzaron a despoblarse. Dieciocho meses más tarde había al pie del cerro dos mil y quinientas casas con catorce mil habitantes, entregados a la frenética explotación de las minas que comenzaban a abrir sus bocas.

Potosí nació pues, como un campamento minero. Cada uno hacía su casa donde podía. No hubo fundación de la ciudad. No había plazas ni calles. La gente se movía por callejuelas abiertas entre las casas. Sólo cuando el Virrey Toledo visitó el asiento comenzó éste a tener una estructura urbana. Se abrieron entonces plazas y calles, y comenzó la construcción de edificios públicos. Su población creció tanto que en 1626 llegó a tener 150.000 habitantes haciendo de Potosí la

1 Del libro Los mitos profundos de Bolivia, Guillermo Francovich, 1980

más populosa ciudad de América y una de las más populosas del globo en esa época. Llegaron allí gentes de toda condición. Hidalgos, comerciantes, obreros, espadachines, frailes, tahúres, bandidos, como ocurrió en California, en Australia y en el Transvaal. “No hay región del mundo –decía Arzáns– de donde no concurran los hombres a este Potosí”.

Su fama se extendió rápidamente por todo el mundo. Lewis Hanke dice que una imagen colorida del cerro se descubrió recientemente en un manuscrito turco del siglo xvi. Un plano de la ciudad y del cerro aparece en el atlas Bertius a principios del siglo xvii. El cerro pasó a ser un mito universal. Arzáns decía en el prólogo de su Historia: “La gran riqueza que se ha sacado y se saca hoy del cerro superaba toda imaginación y comprensión”. Para Cervantes, a principios del siglo xvii, el cerro era el símbolo de una ingente riqueza. Cuando Sancho Panza le preguntó a Don Quijote cuánto le pagaría por el desencantamiento a Dulcinea, el caballero respondió: “Si te hubiera de pagar, Sancho, conforme merece la grandeza y calidad de este remedio fuera poco para pagarte las minas de Potosí”. León Pinelo escribió entre 1640 y 1650 El paraíso en el Nuevo Mundo, libro en el que adelantándose a Villamil de Rada, afirmó que el Paraíso Terrenal había estado en el centro de la América del Sur. Describiendo las maravillas de la región, se refirió a las minas de Potosí e hizo el famoso cálculo según el cual, con la plata extraída de ellas hasta entonces, podría haberse construido un puente de plata entre Potosí y Madrid, con 2.070 leguas de extensión con 14 varas de ancho y cuatro dedos de espesor.

El cerro de Potosí representó el mito del enriquecimiento rápido, de las fortunas alcanzadas como un regalo por quienes se llegaban a él. El mito de Potosí pasó a ser, de ese modo el equivalente de los viejos mitos referentes a países fabulosos, como las islas Afortunadas, el país de Ofir o la isla de Ceilán, cuyos campos, según el Ramayana, estaban espolvoreados de oro y que Brahma regaló a Kuvera, el Dios de las riquezas.

Para los hombres que vivían junto a él y, en general, para los altoperuanos, el cerro tuvo un carácter mítico más concreto. La influencia directa que tenía en sus destinos dio lugar a que se manifestaran en ellos las más diversas disposiciones y actitudes, desde aquellas que los hacían rendirle culto como a un ídolo enigmático y terrible, generoso y cruel al mismo tiempo, hasta aquellos que, respetuosos, veían en el cerro una dádiva de Dios o un instrumento de sus misteriosos designios. (...) Así pues, el cerro de Potosí no sólo era el sostén material, el soporte de la economía del Alto Perú y el objeto de la codicia de todo el mundo sino que, además, fue para los altoperuanos un poder sagrado, la fuente de todas sus esperanzas, la justificación de su ser, la concreción de sus sueños de felicidad.

Es natural que el mito hiciera del cerro el centro de todas las atenciones y preocupaciones de potosinos y altoperuanos y que configurara la vida económica, política y social de éstos.

El cerro, en efecto, lo absorbía todo. Todo giraba en torno de él. Todo existía por él y para él. La plata de las minas compraba fuera todo cuanto era necesario para sustentarlo. Arzáns se ufana de ello. Enumera con orgullo los países que proveían a la ciudad. De España venían los tejidos, de Francia los sombreros, de Flandes los espejos, de Alemania las espadas, de Venecia los cristales, de Arabia los perfumes, de China las sedas, de Panamá las perlas, del Cuzco el azúcar, de Tucumán los cueros, etc., etc. Arzáns escribe en Los Anales: “Todo lo trae la plata del cerro. Por gozar de este rico cerro caminaban y navegaban los hombres con sus mercaderías conduciéndolas por ignorados y distintos mares, climas y provincias, ocupando infinita suma de navíos que los conducían de unas regiones a otras”.

El poder del cerro como todos los poderes sagrados era ambiguo. Atraía, embrujaba, seducía con dádivas, despertaba esperanzas, alimentaba sueños. Y al mismo tiempo era arbitrario, despiadado y cruel. La deslumbrante plata que chorreaba de sus minas estaba frecuentemente teñida de sangre. Generoso para unos, perverso para otros. Sus riquezas estaban amasadas con sufrimientos, la opulencia de la ciudad que se levantaba sobre la miseria de los hombres que trabajaban en los socavones. Los potosinos que se daban cuenta de ello gozaban de la opulencia y tranquilizaban sus conciencias atribuyendo las desgracias y la miseria a la maldad de los demonios y a los pecados de los hombres. D

primera persona

No resulta sencillo escoger tres extractos representativos cuando hablamos de una obra tan vasta y diversa como la de Baptista Gumucio. Ha sido él mismo quien ha escarmenado ese todo y propone aquí una selección propia, que a la vez lo retrata: comienza con una evocación de sus antepasados, varios de cuyos rasgos ha compartido; sigue con la introducción a su biografía de Augusto “el Chueco” Céspedes, escritor y político a quien fue muy cercano; y cierra con un sombrío fragmento sobre el Palacio Quemado, teatro donde la felonía y la ambición siempre han podido más –lamenta– que la nobleza y el decoro.

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