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Carta a José Enrique Viaña, Carlos Medinaceli

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Desde el cielo

Desde el cielo

Carta a José Enrique Viaña

Carlos Medinaceli (1902-1949)

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querido Teodorico:

Desde tiempo hace teníamos interrumpidas estas comunicaciones que con tanta complacencia manteníamos antes. El curso voltario de nuestras vidas hizo que las dejáramos. Hoy, que, nuevamente, “me encuentro en el campo”, y disfruto de estas largas horas agrestes que los hombres civilizados no sabemos en qué emplear, se me ha ocurrido escribirte, para desahogarme, para manifestarte una mínima parte de los sentimientos e ideas que me dominan...

Y, ya que estoy en el campo, te hablaré del campo. Son tan contradictorias mis ideas; tan diversos sentimientos me contristan; tanto es lo que tendría que decirte. En fin...

Empecemos por la geografía. El lugar es una quebrada profunda, entre altas montañas, en cuyas faldas verdean los sembradíos. Es un valle ya bastante ardiente, pues se halla en las proximidades del Pilcomayo. La tierra es tan fértil, acaso más que las de Camargo. Hasta en las serranías pizarrozas (sic) lozanan los parrales y hay profusión de árboles frutales, como durazneros, manzanos, naranjos; limones, chirimoyas, olivos, palmeras... Según lenguas, la finca en que me alojo, fue un condado en la época colonial. Existe todavía, aunque en categoría de ruina, la casa solariega. Pero, la capilla, consagrada a San Pedro, se alza al centro del viñedo, en la cima de una colina, y en regular estado de conservación. Circulan alrededor de la casona multitud de leyendas, cosas de aparecidos, entierros de tesoros, etc.; que le hacen un halo de misterio y poesía. Lo mejor, como ya ves, para un hombre, como yo, nostálgico y añorante. La naturaleza, invencible y jocunda, no ha respetado leyendas ni ruinas y lo que fue salón de recepciones de los castellanos, hoy cría hierba, y los parrales retuercen sus troncos voluptuosos en torno a los molles. En lo que fuera habitación de solemne hidalgo, han alzado hoy una falca para la destilación de licores.

Todo esto es muy natural y muy humano... Ya no habitan la morada condes ni hidalgos; habítanla hombres que han conocido el régimen republicano y viven bajo gobierno democrático.

El actual patrón de esta finca, buen caballero en el fondo, tal vez tiene un poco de espíritu democrático y si habla respetuosamente de libertad, derechos del hombre, e invoca con veneración las sombras de Bolívar y Sucre, entiende la libertad en una forma muy distinta a como la siente el empleado de un ministerio, por ejemplo. Este nunca ha conocido “el sentimiento de propiedad”; y sabe menos que sea hombre que mande sobre hombres.

Y esto es lo que ignoramos en Bolivia y es necesario comprender. La guerra de la Independencia, que glorificamos tanto, y el régimen democrático bajo el cual vivimos, no han logrado (ni podían tampoco) transformar las almas ni subvertir los hábitos que en nuestro país se formaron en los tres siglos de Coloniaje. En nuestras ciudades, solamente comerciantes y burócratas, en general burguesía y obrerismo, se puede decir que tengan “espíritu democrático” y veneren los dogmas de la Revolución Francesa. En el campo, no. Esta corrupción racionalista y civilizada, no ha logrado infundirse. Siguen las gentes viviendo en una época anterior, con otros sentimientos y costumbres, con un alma campesina y feudal; y tanto el patrón como los colonos, equivalen al Señor y vasallos medievales.

Y no creas, querido Teodorico, que haga esta observación con desencanto, o en tono de censura: no. Todo lo contrario. Pienso, que, más bien, es porque ni la civilización, ni el modernismo, han invadido aún la campiña, que Bolivia se puede considerar todavía un país sano, con grande reserva de energía vital... Lo corrompido en nuestro país, y más que corrompido, artificioso y falso, son las ciudades y la vida de ciudad; lo verdadero y sano es el campo y son las campesinas costumbres. ¿Que el campesino no conoce la Libertad, no practica la Democracia? Pues, tanto mejor: la libertad y la democracia son, precisamente, dos síntomas de decadencia, de corrupción racial, social y política.

Vuelvo a mi idea de antes. Creo que al proclamar nuestra independencia el año 9 (el ponderado 25 de Mayo) dimos un paso en falso, prematuro y atolondrado, como toda cosa que se hace por imitar, seguir la moda, no por necesidad vital y mediante evolución gradual. La llamarada romántica de la Revolución Francesa nos deslumbró, cegándonos; el afán de libertad y democracia nos vino de Europa, por prurito de moda; y la pésima política española (el imbécil de Fernando vii) tuvo en ello mucha culpa. En suma, nos corrompimos por contagio. Éramos un pueblo sano, de costumbres y vida aldeanos y feudales, que desarrollaba normalmente, pero, de repente, se nos ocurrió proclamarnos libres y soberanos, a imitación de Francia, que tenía diez o quince siglos de cultura, y estaba arribando con la senectud a sus postrimerías. Fue, como si un adolescente, recién púber, se hubiera contagiado, al primer impacto amoroso, de costumbres y refinamientos crapulosos, y sobre la pureza e idealismo de sus años juveniles se le hicieran presentes síntomas de impotencia, como a un agotado Conde des’Eissents.

Por eso, Bolivia, da ese espectáculo, “tierno y lastimoso”, de país semisalvaje con las formas de gobierno más civilizadas. Grotesco. Es una paradoja que

tiene, en la práctica, calamitosas aberraciones. Es decir, la forma de gobierno democrático no existe más que escrita en ese libro, que está ya tan mugriento, porque tanto lo han sobajeado los tinterillos: la Constitución Política. En realidad, nuestro Gobierno no sabe qué hacer. La mayoría de nuestros Presidentes, si no todos, han sido caciques con trampantojos de leguleyos; por lo que tuvieron que actuar dentro del caciquismo típico. Y ello por la aberración que anoto: por el salto precoz que dimos del feudalismo colonial ultramontano al republicanismo racionalista.

Yo no creo que hasta hoy se haya dado un boliviano, uno solo, que amara la Libertad; porque si amar la Libertad es trágico, más trágico es poseerla sin merecerla.

Los hombres que la han perseguido en su forma absoluta han conocido el frío que congela hasta la médula del alma. Nietzsche, por ejemplo. Nosotros, no podremos amarla, ni desearla siquiera: ¿Qué haríamos con ella? Sería tanto como poseer los tesoros de Aladino en un desierto en donde no tendríamos en qué emplear tanta riqueza.

En fin, largo y tendido podría hablarte de este asunto; pero la carta va corriendo peligro de transformarse de sencilla misiva, dirigida a un amigo sencillo, que, primitivamente, era, en disertación sociológica, ya que no de “hombre sencillo y errante”, cual este tu amigo, sino de alguno de esos tremebundos aspirantes a Licenciado en Leyes que se preparan para sus terribles escritos ante los Tribunales ordinarios...

Al Diablo las leyes, viva la libertad...

Ya ves, que, sin quererlo, se me ha venido a la punta de la pluma esta irreductible antinomia de todos los días, tan fatal como el Destino. Se la podría formular en términos silogísticos, así: si existe la libertad, no deben existir las leyes; si existen las leyes, no puede haber libertad... De este círculo vicioso, como del tiempo y del espacio, no es “posible librarse”.

La libertad pura, querido Teodorico, no existe sino en las impuras Constituciones; así como el amor (puro también) no se le encuentra en otra parte que en las novelas. La libertad no existe sino en forma harto restringida; reducida a mínima expresión: libertad para el gasto de la casa, la llamaría yo. Es la libertad que se tiene, por ejemplo, de propinar una soberana paliza a la mujer y armar batiburrillo de los mil diablos, cuando, medio borracho aún, después de semana de juerga, uno regresa al hogar.

Esta, nuestra gloriosa libertad es la que disfruta nuestro pueblo soberano. Yo no la disfruto, porque aún no tengo mujer; el día que la tenga, ya verás... cómo hago respetar mi libertad. Sí; cada uno de los bolivianos debemos ser, aunque sea solamente en nuestras casas, y delante de nuestras mujeres, unos luises catorce, reducidos a ser posible, al diez millonésimo o al uno por mil. Algunas veces, cuando estoy de mal humor, la pego a mi cocinera: es una de las pequeñas libertades que me gasto ignorante de si la Carta Magna me la reconoce.

Pero, mi cocinera me cuesta 12 pesos mensuales, y sin ellos no podría disfrutar esa mi libertad. Con que, hasta la libertad cuesta plata en este mundo. Nuestros antepasados, que, según dicen los libros de Historia y los oradores de plazuela, dieron su sangre por legarnos libertad e independencia debieron legarnos plata, además, para que así la dicha sea completa.

Pero, volquemos esta hoja, y hablemos de algo menos abstracto y lamentable. Prefiero narrarte lo que me ha sucedido ayer. Cosa tierna “y lamentable”, pero, no, felizmente abstracta.

Tú debes saber, Teodorico querido, que “hay momentos en la vida”, en los que el hombre se siente romántico, cuando, hacia el atardecer, se contempla desde un jardín la dulzura del crepúsculo, o en noche de luna se va por la alameda del brazo de una menegilda, si bien, modernamente, hay hombres de tan mal gusto, que se romantizan en un cinematógrafo. Yo, quien lo creyera me he sentido romántico al ver sembrar una miskita de papas. No te rías, que la cosa es muy seria.

Y voy a decirte por qué.

Ayer, durante la mañana concluí de leer –por fin– el formidable libro de Spengler (ya apareció aquello: la inevitable (Decadencia de Occidente). Me dejó sensación de malestar, de tristeza, de cósmico pesimismo. De él salí como después de haber concurrido al Apocalipsis de San Juan... (¿Para qué leerá uno esos libros?) Es, como te decía, una lectura acre, acerba. Eso de ver cómo el hombre es una arcilla en manos del Destino, y que todos sus pasos en este pequeño planeta que se llama Tierra, son tan vanos como el correr de los vientos, o el vuelo de los insectos; y que todo lo que amamos más y veneramos, serán ya ni recuerdos mañana, me dejó con sensación tal de inanidad, que me quedé saudoso, suspirante de mi antigua ignorancia, triste, desencantado, como la virgen que ha dejado de serlo y comienza a saber que la carne es triste.

Tal vez me habría abandonado al pesimismo, y hasta me habría arrojado al río, que está, precisamente, en creciente, formidable, seductor, como una Loreley que nos llama desde el fondo de la vorágine, a no haber encontrado en mí, apetito tal de vivir, espíritu de contradicción tan insofrenable, que decidí echar de lado todas las telarañas metafísicas de Spengler, e ir a darme un baño de salud y de vida.

Vamos a la chacra, me dije. Quédate ahí, tú, Spengler, con tus ciclos culturales; yo me voy a ver sembrar papas, que es más lindo... Estaban preparando el terreno, y cuando llegué, mi primo Luis, mocetón alto y robusto, tenía cogido el arado por la mancera; sudoroso y olímpico iba abriendo los surcos. Encantadora visión pagana y agrícola... Cuando concluyó, después de que arrojaron la semilla, se aproximó gozoso, con una sonrisa de salud brincándole en los labios. —Cuando recoja la cosecha –me dijo, luego–, le mandaré de obsequio una carga de fruta a mi novia...

Y se tiró a descansar a la sombra del bíblico manzano, abiertos los brazos y perdida la mirada en el profundo azul de ese cielo ático. Y pensé en la tranquila

felicidad de este muchacho, en su bondad de alma y en su ausencia de complejidades. Cuánto placer ha de sentir cuando, mañana, al levantar la esperada cosecha, envíe el prometido presente a su novia, fruto de su trabajo, de su afanosa labor, de su terrígena religiosidad, y su novia le reciba con el ternuroso sentido femenino, rural y hogareño, que tienen las mujeres, libre de las infecciones del civilizado...

Allí recordaré los geniales atisbos de Spengler.

“El que cava y cultiva la tierra –dice– no pretende saquear la Naturaleza, sino cambiarla. Plantar no significa tomar algo, sino producir algo. Pero al hacer esto el hombre mismo se torna planta, es decir, aldeano, arraigado en el suelo cultivado. El alma del hombre descubre un alma en el paisaje que le rodea. Anúnciase, entonces, un nuevo ligamen de la existencia, una sensibilidad nueva. La hostil Naturaleza se convierte en amiga. La tierra es ahora la madre tierra. Anúdase una relación entre la siembra y la concepción, entre la cosecha y la muerte, entre el niño y el grano”.

Y así es. El hogar perfecto ha de tener sustancias campesinas. Hay un hondo encanto, encanto vital, humano, cósmico, metafísico, en este hombre que, durante el día, rotura la tierra; la ha regado y preparado y, por la noche, va a dormir con su mujer a la sombra de la casa que levantó su esfuerzo, cuyo techo fue puesto por sus manos. En este hombre que ve crecer sus hijos, a la par que fructifican sus sementeras, y sabe que cuando mañana se rinda al tributo de la muerte, no morirá del todo, porque los hijos de su sangre seguirán alentando en esta misma tierra, que fue de sus mayores, es suya, y mañana será de los de su estirpe.

Si yo –pienso para mi capote– en vez de hombre de ciudad, de parásito del Estado, hombre de Universidad, un civilizado en suma, pudiera olvidar todo lo aprendido de los libros y de los hombres, y recobrara aquella simpleza de alma, aquella fe en la gleba, y tuviera mujer a quien pudiera gozosamente mandarle una carga de papas, sembradas y cosechadas de mi mano, cuán feliz sería...

Por sólo esto, que es la paz del alma, diera yo toda la inteligencia que dicen que tengo, los refinamientos todos que la cultura nos da.

Sí; no hay duda que cuando más se aparta el hombre de la Naturaleza y más aspira a la Libertad, es más desgraciado y más esclavo.

Buen Teodorico: siento la nostalgia de una fe que dé sosiego a mi corazón y paz a mi alma, cansada de preguntar a las estrellas, dónde está ese Dios bueno a quien solía rezar de niño, con aquellas palabras que me enseñó mi madre, y que decían: “El sueño de la inocencia hazme, Señor, disfrutar...” Así decía entonces, y ahora digo, así, de veras. ¿Estaremos llegando, después de haber saboreado el acre fruto del racionalismo volteriano del siglo xvii, y el burdo materialismo del xix, a la segunda religiosidad de que habla Spengler? Lo deseo vivamente, mas a condición de que implique el retorno a la fe terrígena de mis mayores, a la santidad campesina

de la vida del hogar, al severo culto hidalgo por la casa, la hacienda, la mujer y la prole.

Ya ves, Teodorico, que mis propósitos de enmienda no pueden ser mejores. Son las enseñanzas que se reciben de nuestra madre Naturaleza. Ruega, pues, por mí, para que así sea; que yo no dejaré de encomendarte en las angustiosas plegarias que mascullo ante aquel Dios desconocido, al cual Renán rezó hasta morirse de aburrimiento.

Tuyo, Carlos Abril 1928.

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