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El Palacio Quemado

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Desde el cielo

Desde el cielo

El Palacio Quemado

Introducción al libro “Biografía del Palacio Quemado”, 1983.

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pocas casas de gobierno deben existir en el mundo con una historia tan dramática y sombría, en la que se suceden lampos de crueldad y tragedia, apenas morigerados por períodos de relativa, calma, como el Palacio Quemado de la Plaza Murillo de La Paz, sede, desde mediados del siglo pasado, del Poder Ejecutivo. (...) En el mismo sitio y a poco de fundar Alonso de Mendoza por orden del Pacificador la Gasca, una ciudad dedicada a conmemorar el fin de la guerra civil entre españoles y asentada sobre Chuqui apu Marca, inmemorial burgo indígena, se erigió el edificio del Cabildo o Casa Pretorial, que cumplía la doble función de residencia oficial y presidio. La historia de la mansión, derruida más de una vez, asaltada y saqueada varias veces y finalmente incendiada hasta quedar en esqueleto, para ser reconstruida nuevamente, es como un símbolo y síntesis de la historia misma del país, pues entre sus paredes se dio forma a la República, o se atentó contra ella, dependiendo de los ocupantes de turno.

Es una mezcla de temor y fascinación, la que ejerce el viejo edificio sobre el común de los ciudadanos. Temor porque han aprendido a desconfiar del gobierno, cualquiera que sea éste, cuyas directivas y poder se difunden desde allí, y fascinación por una historia tan cargada de sangre, violencia y bajas-apetencias. La Torre de Londres, o el Kremlin, salvando las obvias diferencias de escenario y proyección histórica, debe provocar en británicos y rusos, parecidos sentimientos.

Cuando el maestro peruano Manuel González Prada visitó el Escorial tuvo una reacción de repulsa que no habría imaginado Felipe ii y que dejó reflejada en un cuarteto:

Que de mármol y granito / para encerrar tanto lodo! / Edificio paquidermo para tumba de microbios....

No hay ningún osario en el Palacio Quemado, pero sin duda rondan allí muchos fantasmas. Difícilmente se tropezará uno en sus corredores o en sus ófricas oficinas con las virtudes teologales de la Fe, la Esperanza y la Caridad; es más probable encontrarse con las terribles viejas del Fausto de Goethe; Mangel o la Precariedad, Sorge, o la Angustia, Not, o la Miseria

humana y, cerrando el séquito, Tod, o la Muerte.

En veladas interminables, paseando por sus corredores o acurrucado en algún sillón sin otro abrigo que una frazada de cuartel, me puse a pensar en lo interesante que sería escribir la historia de este Palacio cual si se tratase de una persona con vida propia, como ningún otro edificio la ha tenido en Bolivia, buscando descubrir sus intimidades y sus secretos espantables. Este texto es apenas una suerte de biografía, a través de anécdotas y testimonios que he ido reuniendo en el curso del tiempo. Desde los Presidentes hasta los cocineros, todos sus ocupantes podrían relatar muchas cosas de este inmueble donde tan pronto cae la tarde empiezan a circular los espectros del pasado.

Aquí figuran algunas de tales narraciones, recogidas en libros, folletos, periódicos y cartas. Faltan muchas es cierto pero las consignadas en las páginas que siguen, bastarían para inspirar una gruesa novela gótica o un volumen de historia tan increíble que parecería ficción.

En esta biografía se alude a los asesinatos de tres mandatarios en las habitaciones del Palacios. En los Estados Unidos, las alfombras de la Casa Blanca no se han manchado con la sangre de ninguno de los presidentes: Abraham Lincoln, James Garfield, William McKinley y John Kennedy fueron asesinados en otras partes, mientras otras decenas de gobernantes o candidatos a la presidencia han sufrido atentados criminales, todo lo cual convierte al magnicidio en una especie de deporte nacional norteamericano.

Como verá el lector, muchos de los relatos que forman parte de esta biografía, se refieren a las caídas de los mandatarios y están amasados con el barro de la felonía, la dobles, el oportunismo rastrero y las ambiciones desaforadas que conducen a los mayores extremos de la crueldad y la bajeza. Este cuadro sombrío se ilumina a ratos con gestos de compasión, nobleza y lealtad, que restablecen el decoro del escenario donde sucedieron tantos hechos fastos y nefastos, y devuelven al lector un poco de fe en la humanidad.

Es obvio que la aciaga historia de este edificio no se debe a ningún sortilegio especial que tengan que ver con sus muros sino al hecho de que ha servido de vivienda y despacho, desde la colonia hasta nuestros días, a la persona depositaria del poder político. De no haber sucedido así su vida habría sido tan inocente como la de un jardín de infantes. Es el poder, con su atracción misteriosa e irresistible, con sus derivaciones, complicaciones y deformaciones, el que da al caserón de la Plaza Murillo su terrible fama.

No se vaya a creer, sin embargo, que las tintas oscuras con las que escribieron el pasado de nuestro país, autores como René Moreno o Arguedas, no puedan emplearse para otros países, de evolución parecida al nuestro. Me imagino que cada una de las casas de gobierno en nuestro continente y en el mundo entero, tendrán historias, si no tan pintorescas por sus personajes, por lo menos tan ricas en

dramatismo y violencia, como la del palacio Quemado. Basta pensar, para no ir muy lejos, que la casa de Pizarro en Lima, cuya historia se inicia precisamente con el asesinato del Marqués, “tenaz Ulises de la patética Odisea del Descubrimiento, invulnerable Aquiles de la Ilíada inmortal de la Conquista” como le describe Eduardo Martín Pastor en el libro dedicado al Palacio limeño, ha sufrido a lo largo de cuatro siglos y medio, cinco terremotos, cuatro saqueos y tres incendios, que destruyeron parcial o totalmente el edificio, amén de servir de escenario de varios asesinatos y del asalto de la soldadesca chilena, afrenta de la que por lo menos, se ha salvado el Palacio de La Paz.

Alternativamente, y dependiendo del carácter e inclinaciones del inquilino de turno, el Palacio Quemado fue usado como cárcel, cuartel, caballerizas, gabinete de estudio y de toma de decisiones, bar y también lenocinio y allí se firmaron por igual proclamas y decretos que consagraban injusticias y abusos o que restablecían el decoro ciudadano.

Desde sus balcones se proclamó el triunfo de Ingavi, pero también los desastres del Pacífico, el Acre y el Chaco. En castellano tartajeante, mandatarios que no deberían haber escalado más allá del cuidado de la guardia en un puesto fronterizo descargaron sus complejos y sus odios pero hubo también ocasiones en las que otros gobernantes estuvieron a la altura de su momento histórico e inspiraron al pueblo en la búsqueda de mejores destinos.

En las páginas siguientes convocaré a algunos de los actores de este drama de varios siglos, para que nos revelen, preferiblemente con sus propias palabras, qué pasó y cómo fue la vida de este caserón donde no hay una piedra, una teja o un ladrillo que no tengan algo que decir. R

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