El derrumbe de la propuesta de humboldt y la crítica al docente (ponencia)

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El derrumbe de la propuesta de Humboldt y la crítica al docente/investigador. 1. Propósito Antes de entrar de lleno en este relato, quisiera exponerles mi propósito: intentaré, en general, dar cuenta de algunos procesos que fueron relevantes en la transformación de la universidad alemana en el período que siguió al proyecto de Humboldt, es decir, desde aproximadamente finales del siglo XVIII hasta mediados del siglo XX, e intentaré vislumbrar algunas consecuencias para la actual discusión sobre el rol de académicos en las universidades. Para ello haré, en primer lugar (1), una descripción básica del proyecto de Humboldt y de la importancia de la docencia y al investigación como principio fundante de su propuesta. Intentaré, en segundo lugar (2), sostener que las causas de la caída de este proyecto se encuentran arraigadas en un cambio en la comprensión del saber, en la pérdida de la valoración del espíritu idealista (o la caída del relato idealista), el surgimiento de nuevos actores que determinaron una nueva función de la universidad. El derrumbe de la propuesta humboldtiana con el advenimiento de la industrialización y los procesas aparejados dejarán también entrever las dificultades de sostener hoy la posibilidad de la Bildung o formación integral (incluso ciudadana) y los problemas de autonomía que afectan a la investigación universitaria. Daré un especial énfasis, para terminar (3), en la tensión que produce en las actuales universidades y en las actuales reformas el principio de la unidad de la docencia y la investigación. 2. Aspiración del modelo de Humbold. Unidad DeI como base Comencemos por la reforma impulsada por Humboldt a la decadente universidad alemana del siglo XVIII. Basado en las reflexiones de Schleiermacher, Fichte y, remotamente, en las ideas de Kant, el proyecto humboldtiano propone un nuevo sentido de la universidad en el proyecto general de un nuevo orden político y social. Humboldt describiría esta nueva función de la universidad (en contraste con aquella centrada en la formación de las cuatro profesiones clásicas) en el primer párrafo de su memorandum con las siguientes palabras: El concepto de instituciones científicas superiores como cumbre en la que converge todo lo que acontece inmediatamente para la cultura moral [moralische Cultur] de la nación, descansa en que estas están destinadas a elaborar la ciencia [Wissenschaft] en el


sentido más profundo y más amplio de la palabra, y a suministrar a la formación espiritual y moral [geistigen und sittlichen Bildung] un material que, aunque no haya sido elaborado premeditadamente para que sea apropiado para ésta, sí que resulta apropiado por sí mismo para su utilización en esta formación (Humboldt, 2005, 283).

La cita hace énfasis en dos funciones ideales de la universidad: la elaboración o generación del saber (la Wissenschaft) y la formación de una cultura moral y espiritual (Bildung). El peso que pone Humboldt sobre los hombros de esta institución como parte irrenunciable de su proyecto nacional pareciera, por lo visto, no ser despreciable. Esta institución debía constituirse como la punta de lanza intelectual y moral del nuevo proyecto nacional que, por medio de la enseñanza e investigación del saber (la Wissenschaft), formaría a los nuevos intelectuales destinados a elevar la cultura moral de la nación. ¿Pero cómo planea Humboldt conseguir esta tan anhelada formación ética e intelectual, de cara a su proyecto nacional? ¿Qué elementos lograrían tal propósito? Para responder esta pregunta se hace necesario avanzar un poco en la comprensión idealista del saber que permeaba por aquel entonces a la universidad. Dos características lo identificaban: la comprensión del saber como una totalidad y la comprensión de este saber a partir de la filosofía. El saber es total, dirían los idealistas, pues no es posible comprenderlo si se lo mira aisladamente. Todo el saber está íntimamente conectado y también las respectivas disciplinas. Por otra parte, no es posible concebir este saber pensaban los idealistas- sino desde la filosofía, como aquella disciplina o quehacer intelectual que fundamenta e inspira al saber y que lo engloba. La filosofía como pensar de esa totalidad envolvía en sí al resto de las disciplinas y las fundamentaba. Es más: no sólo las fundamentaba sino que también les poseía la capacidad de transformar al individuo (especialmente en las disciplinas humanistas) en su carácter y en su conducta toda vez que el estudiante o académico entrara en contacto con este saber filosófico. De allí que tome sentido el proponer la investigación y enseñanza de la Wissenschaft en la universidad. (como una unidad. Introducir aquí). Podemos así entender que lo que para muchos resultaba extraño (relegar lentamente la investigación a las universidades en detrimentro de la investigación en academias) comenzó a tomar sentido. Subyacía, en el fondo de esta propuesta, la convicción de que la formación moral y, por qué no decirlo, la formación ciudadana del individuo no provenía de la sola transmisión de prácticas ciudadanas o de simples conocimientos éticos sino, preferentemente, del contacto asiduo de los estudiantes y docentes con la búsqueda de este saber filosófico. Asimismo, esta idea de la universidad empieza ya a dibujar la


necesaria unidad que debía tener la investigación con la docencia: (explicar pq). (Agregar del último capítulo de la tesis). Volvamos entonces a las preguntas: ¿Cómo planeaba Humboldt conseguir esta tan anhelada formación ética e intelectual, de cara a su proyecto nacional? ¿Qué elementos lograrían tal propósito? Quizás el elemento fundamental para este propósito era la concepción filosófica y transformadora del saber y la integración de la investigación a la enseñanza universitaria como medio para conseguir tal formación. Este proyecto de universidad, centrado en la Bildung y en la investigación tardará al menos ochenta años en comenzar a tener algunos problemas. 3. Transformación del sentido de la U y del saber La fundación de la Universidad de Berlín en 1810 es el comienzo de una tradición que influyó en la consolidación de muchas de las universidades alemanas del siglo diecinueve. Este grupo de hombres sostuvo con firmeza desde el idealismo la necesidad de elevar la cultura personal y moral como un valor fundamental de la sociedad y se concretó en el levantamiento de universidades, como la de Berlín, que se orientaban a elevar esta moral y cultura alemanas. Sin embargo, la larga travesía del idealismo alemán como aquel discurso que dio sentido a las universidades alemanas es explicada por Fritz Ringer Fritz Ringer, a lo largo del libro El ocaso de los mandarines alemanes como el resultado de la defensa de los intereses de un cierto un grupo conservador que se amparó en una idea de la educación para mantener mecanismos de selección de las instituciones, oponerse a la masificación de las universidades y proponer un saber que se opondría a los cambios que traería consigo la industrialización. Ni la revolución de 1848 pudo derrotar los privilegios que esta misma clase otorgaba a sus descendientes ni la visión purista e idealista que predominaba en las universidades. Hacia 1885 la importancia de las universidades para alcanzar puestos de poder y prestigio era realmente notable, pues sus títulos constituían casi una condición para pertenecer a la nobleza y al poder político. Pero la tranquilidad de esta clase letrada de funcionarios, clérigos, profesionales, académicos y maestros de escuela vino a ser amenazada y, por qué no decirlo, terminantemente perjudicada con la llegada, hacia fines del siglo diecinueve, de la industrialización, la masificación de las universidades, la especialización del saber, el pensamiento tècnico y la consecuente imposibilidad que tuvieron de mantener un discurso y una práctica que asegurara los privilegios que habían conseguido. En las tres


primeras décadas del siglo veinte, pasando por la primera guerra, este grupo cultivado vio caer el sentido que habían impreso a las universidades inspiradas en la de Humboldt. Dichos procesos que acompañaron a la industrialización, aunque pueden ser descritos de manera separada, concurren inevitablemente unos con otros en las mismas consecuencias: la imposibilidad de sostener el espíritu filosófico idealista como base de la comprensión total y pura del saber, la revalorización del saber práctico por sobre el saber teórico y la intervención de nuevos agentes que determinarán el nuevo sentido del saber y las funciones de la universidad. En primer lugar, valor de la cultura individual y de la cultura nacional que proponía Humboldt vino a ser desplazado por nuevos intereses que comenzaron a reinar en la sociedad. El advenimiento de la industrialización y la masificación de las universidades, precedido por lo que Jorge Millas llamó “el interés y la capacidad para una comprensión y dominio racional del mundo físico” que alimentó el pensamiento técnico, hicieron que dichas valoraciones idealistas fueran desplazadas o de suyo menospreciadas por el espíritu de la nueva era. Pues, por una parte, tanto la superespecialización de los investigadores en diversas disciplinas como la ampliación de los campos de conocimiento, y, por otra parte, la transformación de las disciplinas por medio del método científico y la instauración del pensamiento técnico, hicieron que se hiciera difícil sostener la idea de la filosofía como base del quehacer universitario. La totalidad se perdió de vista y se hizo cada vez más difícil hablar de la unidad del conocimiento. La filosofía se convirtió cada vez más en filosofía de las ciencias y el espíritu filosófico idealista se vio profundamente afectado por el creciente desencantamiento que promovía un mundo en donde todo hallaba su explicación en causas físicas o naturales. Consecuentes con el espíritu del progreso, los nuevos grupos de poder fomentaron la generación de carreras profesionales y centros de investigación que estuvieran en consonancia con el progreso económico, desplazando de paso a la formación ética y cultural que el idealismo promovía. Asímismo, la técnica se convertió en reina del quehacer universitario, tanto del docente como del investigador. Según Lyotard: “Lo que se produce a fines del siglo XVIII, cuando [ocurre] la primera revolución industrial, es el descubrimiento de la recíproca: no hay técnica sin riqueza, pero tampoco riqueza sin técnica. Un dispositivo técnico exige una inversión, pero, dado que optimiza la actuación a la que se aplica, puede optimizar también la plusvalía que resulta de esta mejor actuación. Basta con que esta plusvalía se realice, es decir, que el producto de la actuación se venda. Y se puede cerrar el sistema de la manera siguiente: una parte del producto de esta venta


es absorbido por el fondo de investigación destinado a mejorar todavía más la actuación. Es en ese momento preciso en el que la ciencia se convierte en una fuerza de producción, es decir en un momento de la circulación del capital. “(Lyotard, 1991, 38)

Esta revalorización de los conocimientos en función de su acometido prácticotécnico y, finalmente, monetario, no sólo afectó la orientación de la investigación de las universidades alemanas, desarrollando preferentemente aquellas que proporcionaran conocimientos útiles al progreso, sino también a las disciplinas o carreras que se ofrecían en ellas. Financiadas por privados o por el Estado, nuevas universidades como la de Frankfurt (1914), Hamburgo (1919) o Colonia (1919) comenzaron a desarrollar currículums orientados más a los sucesos de la vida práctica que por la motivación formativa o cultural de los idealistas. Al igual que en el resto de Europa, las carreras profesionales con orientación práctica comenzaron, al alero de la industrialización, a tomar un lugar muy relevante en las universidades al costado de las ya tradicionales carreras de medicina, derecho, teología y filosofía o letras. Al mismo tiempo, carreras especiales del ámbito de las ciencias naturales también tomaron espacios de la vida universitaria y la preocupación de los académicos, comenzando a desplazar la antigua formación de sabios que había propuesto el idealismo alemán. El mismo Estado, según Heidegger, “terminó viendo en las universidades cada vez más al establecimiento educador práctico-técnico para sus funcionarios públicos. Cada una de las Facultades individuales se convirtieron en organismos de fines, en escuelas profesionales” (Heidegger, xxx, 8). Lo que sucede en Alemania, por lo tanto, con la llegada de la Industrialización es la pérdida de un determinado grupo intelectual (específicamente el de las universidades) de su capacidad de influir en la determinación de las funciones de la universidad. Esto porque ya no era posible sostener (como tampoco lo es posible hoy) la idea de un saber comprendido como filosofía y como una totalidad. Menos aún se siguió creyendo que este pudiese transformar éticamente a quien lo estudiase. Y, a este paso, la Universidad que Humboldt había propuesto perdía su sentido y, comenzaba a reinar, en su reemplazo, una universidad concentrada en la formación de profesionales y en la investigación un tanto a merced de los intereses de los nuevos grupos de poder.


4. Consecuencias del cambio para la docencia y la investigación La comunidad académica de principios de siglo había intentado justificar la existencia de la universidad asignándole una cantidad excesiva de funciones o tareas. A raíz de ello, Max Scheler, ya en 1921, proclamaba la necesidad de “abrir el paso a una lenta separación y distribución de las tareas fundamentalmente distintas, que se hallan, hasta ahora, a cargo de las universidades” (Scheler, 1959, 361). La razón que esgrimía era que dicha acumulación de funciones había llevado a la universidad a incurrir en contradicciones o tensiones existenciales (Scheler, 1959, 356) que le impedían llevar a cabo de buena manera sus tareas fundamentales. a. El docente investigador de Humboldt

Una de las tensiones que ahora revisaremos pone también de manifiesto algunos problemas estructurales que vive la universidad postindustrial. Dicho problema se origina, según mi opinión, en la permanente búsqueda de la comunidad académica de algunos valores de origen idealista que entran en contraste con las tareas que el mundo contemporáneo le ha impreso a la universidad. Una de ellas es la unidad de la docencia y la investigación. Muchas veces, la dificultad de evaluar el desempeño de las universidades radica en la falta de precisión de las tareas que esta cumple y, por tanto, de los resultados a evaluar. Esta falta de precisión del quehacer universitario evoca también la ausencia de una reflexión profunda sobre la razón de ser del trabajo académico y el rol que los propios docentes o investigadores juegan en este espacio de institucionalización del saber. Por una parte, no parece haber unanimidad en que la investigación produzca sus mejores frutos en el espacio universitario y que, por tanto, deba sea realizada en él. Y menos parece haber una clara conciencia por parte de las universidades mismas respecto a las tareas que sus docentes deberían cumplir. Se argumenta que la formación es su principal misión pero, de hecho, la capacitación profesional es sin duda su principal preocupación. Por otra parte, ser hoy un reconocido investigador o un destacado docente parecieran no ser características exigibles de una misma persona. En resumen, a una falta general de la comprensión del sentido del quehacer universitario se sumaría la desorientación del quehacer de los docentes e investigadores. Y es que ¿cómo podríamos comprender el sentido de la investigación o


de la docencia sin un marco de referencia que permita evaluarlos? ¿Según qué se es un buen o mal docente/investigador? ¿Es razonable evaluarlos excluyendo su concordancia con la tarea última de la universidad, sea cual sea que esta sea? Esta esquizofrenia entre el ideal y la práctica llegó, en efecto, a repercutir duramente en las discusiones sobre el sentido de la universidad. Y quizás el principal motivo de esta tensión entre lo ideal y lo real anida en que los valores que los idealistas alemanes implantaron en el mundo académico —valores que aún hoy pueden escucharse en los discursos rectorales— siguen siendo un marco de referencia al cual se aspira como ideal de la universidad. En efecto, para Humboldt y sus contemporáneos las preguntas que hemos mencionado anteriormente estaban más o menos resueltas. Las características del saber idealista hacían que la docencia y la investigación fueran tareas que podían confluir en los objetivos últimos de la universidad. Es más, la formación de nuevas generaciones científicas con un carácter moral y espiritual (geistig) era un objetivo que sólo podía lograr la unidad de la búsqueda del saber (investigación) y de la reflexión interna de este saber en el proceso de aprendizaje (docencia) por parte de los estudiantes. 1De allí que todo descanse, según Humboldt, “en alcanzar el principio de considerar la ciencia como algo todavía no encontrado en su totalidad y como algo que nunca podrá ser descubierto por completo, y en buscarla incesantemente como tal”. En primer lugar, fue problemático para la docencia universitaria el hecho de que el saber perdió, al tiempo que fue visto en función de su aplicación y utilidad práctica, el valor transformador o útil para la praxis ética del hombre y su valor cultural como herencia y riqueza de la humanidad para su propia perfección. Con ello, el rol del docente ya no era el mismo. Al docente se le exigió la entrega de habilidades o conocimientos para la vida profesional y el dominio de un campo específico de saber. Su misión sería la de formar profesionales de la salud, profesionales de la ingeniería, especialistas en organización de la administración pública y de empresas, profesionales en derecho, en ciencias sociales y culturales, etc. Lo que se esperaba de un buen docente, por tanto, era manejar un determinado saber y habilidades para una determinada profesión. A ello agregamos la necesaria capacidad pedagógica para transmitir tales conocimientos y el necesario vínculo que debía tener con la realidad, frente a la cual se le exigía tener respuestas para aquellos interesados en ocupaciones


prácticas. Es paradójico, según Scheler, que sean los mismos académicos quienes insisten en que la universidad tenga este ideal de formar investigadores y, no obstante, dediquen la mayor parte de su tiempo a la formación profesional. La paradoja se resuelve, sin embargo, cuando damos cuenta de la mala conciencia de los mandarines: “[…] ellos saben también que han de ser valorados en primer término, mucho menos por sus aptitudes y su profesión, que por su rendimiento científico. La profesión docente es para la mayoría de ellos una cosa subordinada” (Scheler, 1954, 349). Y esta es la primera tensión manifiesta de la universidad moderna que, como bien dijo Scheler, “bajo la presión de las circunstancias, ya no es más una universitas, sino una suma de escuelas especializadas; la que al mismo tiempo, sin embargo, no quiere ser una escuela especializada sino instituto de investigación realizada por investigadores” (Scheler, 1954, 349).

Es más, la formación de nuevas generaciones científicas con un carácter moral y espiritual (geistig) era un objetivo que sólo podía lograr la unidad de la búsqueda del saber (investigación) y de la reflexión interna de este saber en el proceso de aprendizaje (docencia) por parte de los estudiantes: en cuanto se cesa de buscar propiamente la ciencia, o en cuanto se imagina uno que ésta no precisa ser extraída de lo profundo del espíritu sino que puede ser alineada, acumulando extensivamente, entonces ya está todo irremediablemente perdido para siempre. (...) Pues sólo la ciencia, que surge de lo interno y en lo interno puede arraigar, transforma también el carácter, y al Estado, al igual que a la humanidad, no le va tanto en el saber y el hablar como en el carácter y el actuar (Humboldt, 2005, 285). Es en este texto donde se manifiesta la totalidad del pensamiento humboldtiano sobre la universidad en su vínculo indisoluble con el saber (Wissenschaft) y la genial iniciativa e integrar la investigación como un quehacer fundamental de los docentes y, de manera secundaria, de los estudiantes. Recordemos que en ese entonces la universidad alemana no era el lugar en donde se generaban nuevos conocimientos. Las Academias, institutos destinados a la elaboración del saber puro, era el lugar donde, por antonomasia, sucedía la investigación. Humboldt, en cambio, cree que esta labor de investigación puede llevarse a cabo de mejor manera en la universidad y, de hecho, la


considera fundamental para lograr la Bildung de los que allí concurrieran. La novedad fue poner el ideal del buen investigador, del desarrollo de la ciencia, en la universidad. De allí que todo descanse, según Humboldt, “en alcanzar el principio de considerar la ciencia como algo todavía no encontrado en su totalidad y como algo que nunca podrá ser descubierto por completo, y en buscarla incesantemente como tal” (Humboldt, 2005, 283). Y para que ello ocurriera no parecía necesario contratar docentes que, al mismo tiempo, fueran investigadores, sino sólo buenos docentes que los introduzcan y les transmitan ese saber total y sus conexiones, al mismo tiempo que los motiven a reflexionarlo. El ideal de poseer en la universidad docentes que fueran, al mismo tiempo, investigadores sólo se entiende en el contexto de perpetuar generaciones que en el futuro se dediquen a ampliar la ciencia en su conjunto. El centro es, por tanto, el progreso científico: el concebir la ciencia como algo inacabado y que debe ser incesantemente buscado. Ese era la semilla que los académicos debían plantar en el espíritu de los estudiantes: la semilla de la investigación científica, la semilla que hará brotar, en el futuro, caudales de nuevos conocimientos para la ciencia. La labor académica de formación (Bildung) estaba, de alguna manera, subordinada a la perpetuación de generaciones que se dedicasen a buscar nuevos conocimientos. Pues la universidad, a la que le estaba encargada la formación cultural y moral de la nación, sólo podía subsistir si esta hacía suya la tarea de formar hombres interesados en la ampliación del conocimiento que, en este contacto asiduo, transformaran —siguiendo el ejemplo de sus maestros— también su carácter y altura moral. Las preguntas antes mencionadas estaban entonces bastante resueltas. La investigación era valorada por su aporte a la ampliación de los conocimientos y por su aporte al objetivo último de la universidad de formar sabios investigadores con altura moral. La docencia, por su parte, compartía con la investigación este último objetivo al mismo tiempo que se ocupaba de que las nuevas generaciones aprendieran la totalidad del saber que se había cultivado en las cabezas académicas de la universidad. Ambas constituían, por tanto, una unidad necesaria en los académicos para lograr la formación de nuevas generaciones de investigadores que hiciesen suyo este doble llamado amoroso de la ciencia: dejarse transformar por ella y no cesar nunca de buscarla. Es entendible, entonces, que la universidad de Humboldt sea por muchos llamada la universidad de la investigación, pues el principio que internamente determinaba su actuar era considerar la ciencia como algo que debía ser incesantemente buscado. Sólo


ello podría lograr la tan anhelada elevación de la cultura nacional. El principio de unidad de docencia e investigación, del que Humboldt nunca hizo mención, corresponde, entonces, al fundamento último de la universidad idealista alemana. b. El nuevo docente, el nuevo investigador Tanto hoy como en la época posterior a la industrialización, la universidad se encuentra sometida a condiciones que difieren radicalmente de las que Humboldt propuso. A pesar de que el modelo humboldtiano fue el que inspiró a muchas naciones a concebir la labor universitaria como una inevitablemente unida a la formación y a la investigación, hoy difícilmente podría sostenerse la vigencia del modelo idealista tal cual fue formuladoSin embargo, tanto el horizonte general de la universidad humboldtiana como el principio de la unidad de la docencia y la investigación, que Jaspers intenta actualizar en la década de los sesenta, ya parecían un asunto controversial en las discusiones a principios del siglo veinte en Alemania. En ese entonces, algunos pensadores como Max Scheler o Max Weber pusieron sobre la mesa la tensión entre los ideales de la tradición y los cambios que la industrialización había provocado en el claustro académico. Y es que estas instituciones se habían convertido, ya a principios del siglo veinte, en algo completamente distinto a lo que Humboldt o Jaspers desearan. Como lo hemos mencionado en el capítulo anterior, los nuevos conocimientos, al servicio de la técnica y la riqueza, hicieron que las universidades, a fuerza de las circunstancias, se transformaran en instituciones capacitadoras de profesionales y en un conglomerado de escuelas especiales que ejercían la tarea de generar nuevos conocimientos al servicio del progreso económico. Las causas de este cambio de estatuto del saber en la era industrial ya las hemos vislumbrado en el capítulo anterior: aumento del pensamiento técnico, expansión de los conocimientos, especialización de la investigación, masificación de la enseñanza universitaria; con las respectivas consecuencias: revalorización del saber práctico, pérdida del sentido idealista y el surgimiento de nuevos grupos de poder. Todas estas circunstancias llevaron a algunos filósofos a considerar de una manera completamente distinta el problema de la enseñanza del saber superior y la organización de la investigación. En primer lugar, fue problemático para la docencia universitaria el hecho de que el saber perdió, al tiempo que fue visto en función de su aplicación y utilidad práctica, el valor transformador o til


para la praxis ética del hombre y su valor cultural como herencia y riqueza de la umanidad para su propia perfección. Con ello, el rol del docente ya no era el mismo. Al docente se le exigió la entrega de habilidades o conocimientos para la vida profesional y el dominio de un campo específico de saber. Su misión sería la de formar profesionales de la salud, profesionales de la ingeniería, especialistas en organización de la administración pública y de empresas, profesionales en derecho, en ciencias sociales y culturales, etc. Lo que se esperaba de un buendocente, por tanto, era manejar un determinado saber y habilidades para una determinada profesión. A ello agregamos la necesaria capacidad pedagógica para transmitir tales conocimientos y el necesario vínculo que debía tener con la realidad, frente a la cual se le exigía tener respuestas para aquellos interesados en ocupaciones prácticas.

En segundo lugar, estos cambios

fueron también problemáticos para la investigación. Como bien mencionó Ortega y Gasset en su libro La rebelión de las masas, “para progresar, la ciencia necesitaba que los hombres de ciencia se especializasen. Los hombres de ciencia, no ella misma. La ciencia no es especialista” (Ortega y Gasset, 1989, 143). La llegada del siglo veinte ya traía en sus hombros el destino del académico alemán: la especialización para el progres de la ciencia. La investigación poco a poco se convierte en un objetivo autónomo de la institución universitaria (es decir, no ligado necesariamente a la docencia) a razón de subordinarse a objetivos de aplicación práctica, desarrollo de nuevas tecnologías para generar nuevos descubrimientos o especialización. Signo de ello es que nacen, al costado de la universidad, numerosos centros de investigación que realizan descubrimientos y reciben cuantiosos aportes estatales, muchas veces con gran éxito. El designio contemporáneo que guía a las universidades, el publish or perish, proviene sin duda de los procesos desencadenados en esta época. Existe, por ende, en la universidad posindustrial, un proceso de diferenciación de sus funciones las que, no obstante, intentan permanecer unidas bajo e alero de la concepción idealista de la universidad. Pasemos ahora a ver las tensiones que dicho escenario trajo para la universidad alemana de principios de siglo veinte. Max Scheler fue quien primero advirtió las complicaciones que la industrialización traía para el principio de la unidad de la docencia y la investigación y para el horizonte general de la universidad alemana. Según él, la universidad se había convertido en una institución con poca conciencia de la labor que ella misma realizaba. Al tiempo que el filósofo criticaba la sobreabundancia de funciones que ejercían las universidades (la


formación de profesionales, la investigación, la generación de cultura y la educación de las masas), reprochaba que la universidad siguiese teniendo como ideal el formar investigadores: ‘[T]odavía sigue afirmándose, por parte de los profesores —así se expresó alguna vez Becker— que la universidad sólo debe formar investigadores, esto es, sabios’. Y continúa: ‘La universidad, sin embargo, es un lugar de educación para las profesiones que tienen una base científica. El 95% de nuestros estudiantes no investigarán jamás en su vida’. Y no obstante, esta juventud no es educada e instruida en la universidad con la intención dirigida a su formación profesional, sino con la intención de hacer de ellos pequeños investigadores (Scheler, 1959, 348). Es paradójico, según Scheler, que sean los mismos académicos quienes insisten en que la universidad tenga este ideal de formar investigadores y, no obstante, dediquen la mayor parte de su tiempo a la formación profesional. La paradoja se resuelve, sin embargo, cuando damos cuenta de la mala conciencia de los mandarines: “[…] ellos saben también que han de ser valorados en primer término, mucho menos por sus aptitudes y su profesión, que por su rendimiento científico. La profesión docente es para la mayoría de ellos una cosa subordinada” (Scheler, 1954, 349). Y esta es la primera tensión manifiesta de la universidad moderna que, como bien dijo Scheler, “bajo la presión de las circunstancias, ya no es más una universitas,sino una suma de escuelas especializadas; la que al mismo tiempo, sin embargo, no quiere ser una escuela specializada sino instituto de investigación realizada por investigadores” (Scheler, 1954, 349). Las consecuencias de esta errada autoconciencia universitaria se hicieron y se siguen haciendo sentir, tanto en la docencia como en la investigación. Quienes desearan ser docentes profesionales serían evaluados, en primer lugar, como investigadores. Y como su valor estaría en ser antes buenos investigadores que buenos docentes, probablemente carecerán “del menor interés por la única animación espiritual que puede poseer la transmisión del conocimiento: la metodología pedadógica rigurosamente elaborada de la enseñanza” (Scheler, 1959, 349). La ocupación científica les es tan apremiante que “no hacen ni siquiera bien aquello que implica para ellos una pérdida de energía para la investigación” (cfr. Scheler, 1959, 350). En efecto, aún hoy estas mismas consideraciones podrían hacerse válidas, sobretodo, para las disciplinas profesionales. Las consecuencias de la era industrial para el investigador no son más tranquilizadoras. En vista de la especialización que le es requerida y de las horas que debe destinar a esta especialización, no le resulta cómodo el trabajo docente. El profesor universitario se


siente propiamente un investigador y “rara vez posee su espíritu un contacto con lo actual y con la realidad, para poder referirse precisamente a aquello que exige la formación profesional” Millas atacó el lugar común de poner como norte de la universidad a la investigación científica. No entraremos, en este lugar, en el detalle del pensamiento de Jorge Millas. Bastará destacar que, al igual que a los filósofos alemanes de principios de siglo, le incomodaba la idea de una universidad únicamente abocada al fetiche de la investigación. Al respecto decía: “martirizar al docente bien formado, al buen profesor, al eficiente maestro, con esta exigencia de pedantes, me parece irresponsable. Peor todavía la peor versión de lo mismo, el dicho de que sólo puede enseñar con verdadera autoridad quien contribuye a enriquecer el conocimiento con su aporte personal” (Millas, 1981, 103). De esta manera, Millas se manifiesta contrario a juzgar al docente por medio de un criterio científico. Pues, según su opinión, si uno tiene algo verdaderamente nuevo que decir, interesará más, precisamente por eso, y deberá escuchársele aún más, por la presunción de que siga revelando cosas nuevas, pero no porque tenga una autoridad de principio respecto a todo un campo de conocimientos. Allí donde la ciencia sigue intacta, en todo aquello que su pensamiento no toque, y que será a no dudar lo más, tiene tanta autoridad docente como otro cualquiera que domine la disciplina (Millas, 1981, 103). Años después, alrededor de 1930, Ortega y Gasset repite esta misma inquietud: [U]no de los males traídos por la confusión de ciencia y Universidad ha sido entregar las cátedras, según la manía del tiempo, a los investigadores, los cuales son casi siempre pésimos profesores, que sienten la enseñanza como un robo de horas hecho a su labor de laboratorio o de archivo. Así me ha acontecido durante mis años de estudio en Alemania: he convivido con muchos de los hombres de ciencia más altos de la época, pero me no he topado con un solo buen maestro (10). ¡Para que venga nadie a contarme que la Universidad Alemana es, como institución, un modelo! (Ortega y Gasset, 1936, 72).La universidad, para Ortega, debería enfocar su tarea educativa en la enseñanza de las profesiones y la transmisión de la cultura. Y por eso propone “separar la enseñanza profesional de la investigación científica y que ni en los profesores ni en los muchachos se confunda lo uno con los otro, so pena de que, como ahora, lo uno dañe a lo otro. (...) La pedantería y la falta de reflexión han sido los grandes agentes de este vicio de “cientificismo” que la universidad padece” (Ortega, 2001, 14).


Lo que molestaba a Ortega era la cientifización de las universidades que habían dejado de lado otras funciones que le eran igualmente importantes, como lo es la verdadera formación profesional: cualquier pelafustán que ha estado seis meses en un laboratorio o seminario alemán o norteamericano, cualquier sinsonte que ha hecho un escubrimientillo científico se repatría convertido en un «nuevo rico» de la ciencia, en un parvenu de la investigación; y sin pensar un cuarto de hora en la misión de la niversidad, propone las reformas más ridículas y pedantes. En cambio, es incapaz de enseñar su «asignatura» porque ni siquiera conoce íntegramente su disciplina. (Ortega y Gasset, 1936, 72)


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