Problemáticas de la educación contemporánea - Postítulo de Pedagogía y Educación Social

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Presidenta de la Nación
 Dra. Cristina Fernández de Kirchner Jefatura de Gabinete
 Dr. Juan Manuel Abal Medina

Ministro de Educación
 Prof. Alberto Sileoni Secretaría de Educación
 Lic. Jaime Perczyk Jefatura de Asesores de Gabinete del Sr. Ministro A.S. Pablo Urquiza Instituto Nacional de Formación Docente
 Directora Ejecutiva Lic. Verónica Piovani Coordinación Nacional de Tecnicaturas Superiores Sociales y Humanísticas Lic. Gustavo Wansidler


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Postítulo Pedagogía y Educación Social Problemáticas de la educación contemporánea PABLO PINEAU AGUSTÍN ANDRÉS INGRATTA


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Instituto Nacional de Formación Docente Directora Ejecutiva Lic. Verónica Piovani Tecnicaturas Superiores Sociales y Humanísticas Coordinador Nacional Lic. Gustavo Wansidler Área de Fortalecimiento Institucional Responsable Prof. Valeria Frejtman Línea de Desarrollo Profesional Responsable Esp. Marcela Browne Postítulo en Pedagogía y Educación Social Responsable General Esp. Marcela Browne Responsables Pedagógicas Lic. Marianela Giovannini Dra. Alicia Villa Entorno virtual de enseñanza y aprendizaje Asistente técnico pedagógico Lic. Alejandro Alfonso Módulo Problemáticas de la educación contemporánea Autores Dr. Pablo Pineau Esp. Agustín Andrés Ingratta Edición y diagramación Trad. Vanesa Frejtman Diseño Gráfico Dg. Natalia Gloverdans


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Indice INTRODUCCIÓN Y OBJETIVOS

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2.3.2.1. Justicia curricular

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CAPÍTULO 1. La educación como derecho

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2.3.2.2. Otras miradas complementarias

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1.1. La educación: entre el acceso y la censura

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1.2. Una revisión histórica

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1.3. Los derechos hoy

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1.4. De la imposición a la supresión de los derechos

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1.5. Pensar y generar prácticas pedagógicas que pongan el centro en la educación como derecho

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CAPÍTULO 2. Transmisión, autoridad y justicia 31 2.1. Transmisión intergeneracional

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2.1.2. La construcción de la transmisión

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2.2. Autoridad: el problema de la autoridad pedagógica

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2.2.1. La autoridad como imposición

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2.2.2. Críticas y propuestas

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2.2.3. La autoridad como satisfacción de demandas

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2.2.4. Una nueva propuesta: la apuesta a la autorización

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2.2.4.1. Las formas “a oferta”

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2.2.4.2. Las formas “a demanda”

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2.2.5. Reponiendo la trama

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2.2.6. A modo de conclusión

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2.3. Justicia y educación

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2.3.1. El reconocimiento de la pobreza

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2.3.2. ¿Cómo construir un currículum justo? El problema sobre lo que se enseña

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CAPÍTULO 3. La construcción de los sujetos 65 pedagógicos 3.1. Llenando de sentido el plural: infancias y adolescencias

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3.2. El sujeto pedagógico

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3.3. La construcción histórica de las edades

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3.4. ¿Expulsión o exclusión?

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3.5. La producción mediática de la infancia

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3.6. Tensiones de género

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3.6.1. El sexo como construcción cultural

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3.6.2. Una pedagogía queer

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3.7. Las nuevas configuraciones familiares

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3.8. Dar cobijo al enigma de lo nuevo

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3.9. Asistencia, cuidado y amparo al enigma de la infancia

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Por razones estrictamente gramaticales y para facilitar la lectura, en este Módulo usaremos el género masculino para referirnos tanto a varones como a mujeres.


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Introducción La educación argentina y latinoamericana está en tránsito. Ante el desafío de reformular sus horizontes, cada vez son más las voces que señalan que, frente al derrumbe del modelo neoliberal en vastas zonas de la región, empiezan a asentarse los cimientos de un nuevo contorno social. El protagonismo que alcanzaron los nuevos proyectos político-sociales se pone de manifiesto en su capacidad para incidir en la agenda política, instalando debates que hubiesen resultado -hasta hace muy pocos años- francamente impensables. En este contexto, se vuelve imperioso instalar un interrogante, orientador de las próximas acciones: ¿hacia qué futuro mira, y debe mirar, la educación argentina y latinoamericana en este presente? Esta pregunta cuenta, entre sus exigencias, con la de reposicionar la reflexión pedagógica en la historia y en los problemas argentinos y latinoamericanos, recuperando la especificidad local, nacional y regional y el valor que la región ocupa en el terreno internacional. Es necesario llevar a cabo una reflexión crítica sobre la actual situación educativa que aporte herramientas para la producción de prácticas concretas. Proponemos hacer esta reflexión en un camino a dos aguas entre la historia y la teoría, como formas de entender el presente e imaginar mejores futuros. En la segunda mitad del siglo XX, el concepto de “pedagogía”, tanto por las articulaciones que esta noción había establecido con posiciones políticas totalitarias y autoritarias en décadas anteriores, como por el avance de miradas tecnocráticas en el contexto de la Guerra Fría, fue sustituido por el de “ciencias de la educación”, como una forma de dotarle mayor “cientificidad” y eficacia, y también de sumar el aporte de otras miradas en expansión en aquellos tiempos como las de la psicología y la sociología. Sin embargo, en las últimas décadas, ha habido un renacimiento de la “pedagogía” como saber específico

sobre el hecho educativo que, en diálogo con otras disciplinas, aporta elementos para pensar y transformar la actualidad. Este módulo se ubica en esta última concepción, atendiendo a la necesidad de configurar identidades profesionales capaces de efectuar intervenciones en situaciones sociales complejas. Nos proponemos construir una mirada sobre “lo educativo” que lo comprenda como una instancia autónoma que, por lo tanto, goza de reglas propias a partir de las cuales se articula con otras instancias sociales. Ni variable dependiente ni variable independiente, la educación se inscribe en forma diversa y compleja en la trama social, en la que no existe un observador privilegiado. El tipo de relación que lo educativo establece respecto al resto de lo social -relación de determinación, traducción, subordinación, independencia, ambivalencia, etc.- es objeto de discusión y análisis en tanto no concebimos estas relaciones como esenciales ni fijas, y mucho menos inmutables a través del tiempo y de las distintas sociedades. En otras palabras, no podemos sostener que la educación siempre “reproduce” la estructura de clase, “subordina” lo cultural a lo político, o es absolutamente autónoma de lo económico, sino que dichas cuestiones deben ser analizadas en tanto casos concretos con regularidades y particularidades propias. Así, nos planteamos como objeto de análisis las complejas relaciones que la educación ha establecido con otras dimensiones de lo social -lo que clásicamente ha sido denominado “el contexto”- a lo largo del tiempo y las articulaciones que genera con el resto de las esferas de lo social (económica, política, social, cultural, ideológica, religiosa, artística, etc.) para poder dar cuenta de sí misma. Esta opción advierte sobre la necesidad de partir de un recorte -y consiguiente rescate- de “lo educativo” como una dimensión con cierta independencia, autonomía o identidad respecto del resto de los registros de lo social, con los que mantiene a su vez fuertes conexiones. Encontramos este propósito de fuerte contextualización socio-histórica en el primer capítulo del módu-


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lo: La educación como derecho. En él realizamos un rápido recorrido en torno a la posición que tomó la educación en la configuración de cada época, deteniéndonos en particular en las últimas décadas. Esbozamos también las líneas para pensar la educación como derecho. En el segundo capítulo titulado Transmisión, autoridad y justicia nos detenemos a pensar en ciertas preguntas universales y atemporales: ¿Qué, cómo y por qué transmitir? ¿Qué relación guarda la educación con la justicia?; preguntas que, a su vez, configuran en la contemporaneidad otro interrogante clave de las problemáticas educativas: ¿Cómo se construye la autoridad hoy? Aunque presentes y protagonistas a lo largo de todo el módulo, aparecen en forma explícita Los sujetos pedagógicos en el tercer y último capítulo. Insistiendo en la noción de “construcción social”, nos interesa entonces la construcción de estos sujetos pedagógicos contemporáneos; en ese camino pensamos las nuevas subjetividades en juego y nos preguntamos por la forma de darles cobijo.

Objetivos Se espera que los estudiantes: • Se sitúen en una perspectiva histórica para comprender la coyuntura actual de la problemática educativa en sus aspectos teóricos y políticos. • Conozcan e interpreten el marco teórico general del campo problemático de la pedagogía como un espacio interdisciplinar y complejo. • Identifiquen y conozcan los ejes principales del debate teórico-político contemporáneo. • Potencien la posibilidad de realizar lecturas críticas de las prácticas educativas y sociales que se traduzcan en el desarrollo de procesos de acción y transformación de su propia práctica educativa.

• Problematicen las respuestas clásicas que el discurso educativo toma frente a nuevas expresiones de diversos problemas a través de la incorporación de nuevas herramientas conceptuales que permitan repensar la sociedad contemporánea de la escuela actual.


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Capítulo 1 La educación como derecho1 1.1. La educación: entre el acceso y la censura 1.2. Una revisión histórica 1.3. Los derechos hoy 1.4. De la imposición a la supresión de los derechos 1.5. Pensar y generar prácticas pedagógicas que pongan el centro en la educación como derecho

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n este capítulo nos proponemos presentar un telón histórico que nos permita desplegar distintos interrogantes sobre diferentes épocas. ¿Cómo lograr el acceso a la educación? ¿Qué deben aprender los niños y niñas? ¿Qué tensiones se producen entre la homogeneización y el reconocimiento de las diferencias? ¿Qué hay más allá del acceso y la permanencia en el sistema educativo? ¿Qué oportunidades puede brindar la escuela? Cada pregunta cobra un peso mayor en una época histórica específica; veamos entonces cómo se configuraron y configuran las posibles respuestas.

1• Este primer capítulo se basa en el artículo de Pineau, Pablo (2008) “La educación como Derecho”, disponible en http://www.feyalegria.org.ar/articulos/ educacion_como_derecho_pineau.pdf


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1.1. La educación: L entre el acceso y la censura En uno de los Libros Capitulares del antiguo Cabildo catamarqueño (de comienzos del siglo XIX) consta que Ambrosio Millicay, mulato del maestro de campo Nieva y Castillo, fue penado con veinticinco azotes, que le fueron dados en la plaza pública, por haberse descubierto que sabía leer y escribir. (Ramos, 1911, tomo II: 497)

a historia de Ambrosio Millicay, sucedida hace más de doscientos años, nos sirve como punto de partida para pensar el problema de la educación como derecho. Por siglos, la educación había estado reservada para unos pocos que la utilizaban para su beneficio. Pero hacia los siglos XVIII y XIX, las luchas sociales incluyeron la democratización educativa como uno de sus objetivos, de modo que uno de los principios de la construcción del sistema educativo a lo largo de los siglos XIX y XX fue el de garantizar que no volvieran a suceder historias como las que cuenta nuestra cita inicial. La gratuidad y obligatoriedad escolar, la formación docente y la responsabilidad principal e indelegable del Estado como garante de la educación fueron algunas de sus acciones más representativas. Pero en la práctica, la sombra de Ambrosio Millicay se proyecta en forma amenazante; la tensión entre la ampliación y la restricción de derechos ha sido uno de los hilos conductores de la historia de la educación y de la política del siglo XX. A lo largo de los años, diversos Ambrosios Millicays fueron azotados en la plaza pública por haberse comprobado que sabían leer y escribir. Y, en oposición a la máxima pedagógica antigua, pareciera que para ellos la letra con sangre sale; el ejercicio de la violencia no tuvo tanto que ver con lograr que aprendieran sino con lograr que olvidaran. Hoy, los niños y adolescentes privados de sus derechos más elementales son Ambrosios contemporáneos, arrojados a situaciones de dolor, maltrato y carencias que, como los azotes al mulato, les quitan aquello que deberían tener asegurado por nacimiento. De esta forma, a los educadores nos toca muchas veces la tarea de “restituir” de derechos -sobre todo, del derecho a la educación- a estas poblaciones a las que les fueron robados. Para tal fin, en este escrito queremos aportar ideas para revisar qué es hoy el “derecho a la educación”, no como simple enunciación bienintencionada sino como clave desde la cual pensar e implementar prác-


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ticas pedagógicas que aporten a la construcción de un mundo más justo. Este documento no se propone como una guía donde encontrar medidas concretas a tomar, sino como una invitación a “frenar la urgencia” del devenir cotidiano para levantar un poco la mirada y ampliar el horizonte del debate que nos permita construir, resignificar, profundizar y criticar las estrategias diarias de intervención.

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omento de eflexión

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1 Tomando como ejemplo la historia de Ambrosio Millicay, identifiquen cuáles son los sujetos contemporáneos cuyos derechos son vulnerados. 2 Les pedimos que realicen una lista de tres sujetos históricos (por ejemplo: el colectivo de jóvenes militantes de la década de los setenta) y especifiquen para cada uno de ellos: A- ¿Cuáles fueron los derechos vulnerados? B- ¿Cuál fue la justificación utilizada para sostener el acto de vulneración?

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1.2. Una revisión L histórica

a concepción del hombre como poseedor de derechos es una creación del siglo XVIII. La Independencia de Estados Unidos, los comienzos de la Revolución Industrial y la Revolución francesa llevaron a pensar las sociedades con términos nuevos como soberanía popular, contrato social, delegación, división de poderes y, sobre todo, ciudadanía. Según estos nuevos postulados, todos los hombres nacen libres e iguales, lo que equivale a decir que llegan al mundo con las mismas atribuciones y garantías. Así, el “súbdito” del Antiguo Régimen monárquico, que establecía un vínculo de vasallaje con su señor al que no podía rebelarse, dio paso a la creación del “ciudadano”, individuo portador de derechos y deberes. Los derechos referidos a los sujetos remiten explícitamente a la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789 establecida durante la Revolución francesa. En ella se proclamaba la libertad, la propiedad, la seguridad y la resistencia a la opresión como derechos “naturales” e “imprescriptibles” de todos los hombres. Por “naturales” se entendía que son derechos que pertenecen al hombre por nacimiento, y que, por lo tanto, deben ser reconocidos por la sociedad y el Estado sin ninguna restricción. Estos derechos se dirigían especialmente a proteger a los individuos frente a los poderes absolutos -como las monarquías y los imperios-, por lo que se constituyeron más como “permisos” que como atribuciones; es por eso que muchas veces aparecen enunciados como “libertades”. En nuestro país, esto se cristalizó en la redacción de artículos constitucionales -como el artículo 14 de la Constitución Nacional de 1853- y otras leyes que les dan amparo legal y judicial contra potenciales abusos. Y en el caso educativo, se manifiesta en el derecho -en tanto “autorización”- de todos a aprender, independientemente de que este derecho se efectivice o no.


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omento de eflexión

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1 A continuación les proponemos leer un fragmento del capítulo XIII de Bases y puntos de partida para la organización política de la República Argentina (Alberdi, 1852), teniendo en cuenta que este libro generó fuertes precedentes en la Constitución de 1853. “Nuestros primeros publicistas dijeron: ¿De qué modo se promueve y fomenta la cultura de los grandes Estados europeos? Por la instrucción, principalmente: luego éste debe ser nuestro punto de partida. Ellos no vieron que nuestros pueblos nacientes estaban en el caso de hacerse, de formarse, antes de instruirse, y que si la instrucción es el medio de cultura de los pueblos ya desenvueltos, la educación por medio de las cosas es el medio de instrucción que más conviene a pueblos que empiezan a crearse. En cuanto a la instrucción que se dio a nuestro pueblo, jamás fue adecuada a sus necesidades. Copiada de la que recibían pueblos que no se hallan en nuestro caso, fue siempre estéril y sin resultado provechoso. La instrucción primaria dada al pueblo más bien fue perniciosa. ¿De qué sirvió al hombre del pueblo el saber leer? De motivo para verse ingerido como instrumento en la gestión de la vida política, que no conocía; para instruirse en el veneno de la prensa electoral, que contamina y destruye en vez de ilustrar; para leer insultos, injurias, sofismas y proclamas de incendio, lo único que pica y estimula su curiosidad inculta y grosera. No pretendo que deba negarse al pueblo la instrucción primaria, sino que es un medio im-

potente de mejoramiento comparado con otros, que se han desatendido. La instrucción superior en nuestras Repúblicas no fue menos estéril e inadecuada a nuestras necesidades. ¿Qué han sido nuestros Institutos y Universidades de Sud América, sino fábricas de charlatanismo, de ociosidad, de demagogia y de presunción titulada? Los ensayos de Rivadavia, en la instrucción secundaria, tenían el defecto de que las ciencias morales y filosóficas eran preferidas a las ciencias prácticas y de aplicación, que son las que deben ponernos en aptitud de vencer esta naturaleza selvática que nos domina por todas partes, siendo la principal misión de nuestra cultura actual el convertirla y vencerla. El principal establecimiento se llamó colegio de ciencias morales. Habría sido mejor que se titulara y fuese colegio de ciencias exactas y de artes aplicadas a la industria. (…) En nuestros planes de instrucción debemos huir de los sofistas, que hacen demagogos, y del monarquismo, que hace esclavos y caracteres disimulados. Que el clero se eduque a sí mismo, pero no se encargue de formar nuestros abogados y estadistas, nuestros negociantes, marinos y guerreros. ¿Podrá el clero dar a nuestra juventud los instintos mercantiles e industriales que deben distinguir al hombre de Sud América?” 2 Les dejamos algunas líneas para pensar el texto: ¿Qué dimensión cobra la “instrucción“ en la conformación de un país? ¿Qué relación puede establecerse con la noción de “instrucción” como derecho y obligación? Ya avanzado el siglo XIX, y con mayor fuerza en el siglo XX, estos primeros derechos “individuales” o “civiles” dieron paso a una nueva generación de derechos llamados los derechos “sociales” (derecho a la


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libertad de asociación, a las condiciones de trabajo, al salario digno, al sistema de salud, a la vivienda, etc.) que, en el caso de nuestro país, se plasmaron mayoritariamente en el artículo 14 bis de la Constitución Nacional y en las leyes que de él se derivan. En esta nueva posición, la sociedad y el Estado deben abandonar su función de simples “protectores” que limitan su accionar a permitir que los sujetos hagan uso de los derechos, para volverse los garantes efectivos de su ejercicio. Es decir, no sólo deben reconocerlos, sino también protegerlos, ampararlos y velar por su cumplimiento. Como explicábamos más arriba, para el caso educativo esto implicó ciertas medidas como el establecimiento de la obligatoriedad y la gratuidad escolar, la comprensión del Estado docente como su último garante, y la asignación de recursos públicos humanos y materiales para satisfacer tal fin. Finalmente, en las últimas décadas del siglo XX, se ha comenzado a hablar de los derechos “de tercera generación” o “difusos”, porque sus sujetos beneficiarios no son claramente identificables: puede ser la humanidad toda o un colectivo determinado; los derechos de los pueblos originarios, los derechos de la mujer, los derechos hacia la diversidad sexual, etc. Estos derechos se refieren también a los bienes comunes como el agua, el aire, la tierra; a la defensa de derechos colectivos, como el derecho a la cultura propia, o a temáticas más “abstractas” como la autodeterminación de los pueblos, la paz, etc. En educación, se vinculan, por ejemplo, al derecho a la educación multicultural, a la enseñanza en lengua nativa, y a la educación ambiental. Algunos artículos reformados o agregados en la Reforma Constitucional de 1994 le otorgan en nuestro país la garantía legal máxima, lo que se vio fortalecido por la actual Ley de Educación Nacional Nº 26206 sancionada a fines del año 2006. En función de esto, distintas declaraciones internacionales -desde la pionera Declaración Universal de los Derechos Humanos de 1948 hasta la de los Derechos del Niño, de la Mujer, de los Pueblos

Aborígenes, etc.- incluyen a la educación entre sus enunciados.

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El “Movimiento de los Pueblos para la Educación de los Derechos Humanos” sintetiza sus enunciados de la siguiente forma: • El derecho humano a la educación confiere a cada mujer, hombre, joven y niño el derecho a una educación básica libre y obligatoria así como todas las formas disponibles de educación secundaria y superior. • El derecho de protección para la no-discriminación de todas las áreas y niveles de educación como a un acceso igual de educación continua y capacitación vocacional. • El derecho a la información sobre salud, nutrición, reproducción y planificación familiar. • El derecho a la educación está ligado a otros derechos humanos fundamentales- derechos que son universales, indivisibles, interconectados, y interdependientes, éstos incluyen: -El derecho a la igualdad entre hombre y mujer y a la participación igualitaria en la familia y sociedad. - El derecho a trabajar y recibir salarios que contribuyan a un estándar de vida adecuado. - El derecho a libertad de pensamiento, conciencia y religión. - El derecho a un estándar de vida adecuado - El derecho a participar en la toma de decisiones y políticas que afectan a cada una de sus comunidades a un nivel local, nacional e internacional. - El derecho de cada miembro de las minorías étnicas para el goce y desarrollo de su propia


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cultura e idioma. - El derecho de cada miembro de las minorías étnicas para establecer y mantener sus propias escuelas y otros procesos de capacitación y establecimiento de instituciones educativas para enseñar y recibir capacitación en sus propios idiomas maternos. Fuente: www.pdhre.org/rights/education-sp.html Como hemos visto hasta aquí, a lo largo del tiempo la concepción de la educación como un derecho pasó de un simple “permiso” individual a una compleja red de garantías y facultades sociales y colectivas asociadas a la creación de mundos más justos.

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1.3. Los derechos hoy S

in duda, en los últimos tiempos las políticas de enunciación de derechos se han ampliado en forma considerable y han avanzado hacia nuevos campos. Pero, lamentablemente esta “hinchazón” de declaraciones parece haber estado acompañada más por su violación que por su cumplimiento. El contexto social y mundial actual, signado por muchas formas de discriminación y opresión, atentan contra el ejercicio de los diferentes derechos proclamados en esas declaraciones. En un trabajo de balance de la década de los noventa titulado “Ya nada será igual”, Beatriz Sarlo (2001) sostiene que durante las primeras siete décadas del siglo XX, “ser argentino” designaba tres cualidades: ser alfabetizado, ser ciudadano y tener trabajo asegurado. “Ser argentino” era una coalición ríspida entre una condición cultural, una condición política y una condición económica que se traducía en el ejercicio de derechos de distintos órdenes, en un especial uso de los recursos -tiempos, espacios, bienes-, y en compartir colectivamente una misma visión y un mismo horizonte de futuro. Más allá de los reiterados golpes de Estado, la ciudadanía como forma soberana se fue ampliando a lo largo del tiempo -la Ley Sáenz Peña de voto secreto y obligatorio y la ley de voto femenino de 1947 son ejemplos elocuentes-, lo que permitió el acceso de nuevos sectores a la arena política. La escuela pública gozaba de prestigio y reconocimiento, y Argentina mostraba con orgullo el crecimiento de sus tasas de escolaridad. Aceptar la condición de alumno y cumplir satisfactoriamente con las pautas planteadas por la institución eran una de las mejores garantías para lograr el ascenso y la inclusión social. El mercado laboral también fue expandiéndose, y se convirtió en una vía privilegiada de obtención y disfrute de las conquistas sociales. Tener trabajo era una de las mejores formas de asegurarse no sólo la manutención cotidiana, sino también el acceso a otros derechos asociados, como la salud, la vivienda y el esparcimiento.


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Esta situación se fue ampliando a lo largo del siglo XX, y su auge se dio aproximadamente entre los años 1945 y 1975. Argentina era entonces una sociedad rica que -si bien mantenía una fuerte desigualdad social y enfrentaba graves problemas por la falta de una distribución más justa de la riqueza- garantizaba a casi la totalidad de la población el ejercicio de sus derechos básicos, a la vez que prometía mejores futuros a las generaciones venideras. Pero hoy, en el siglo XXI, la situación ha cambiado radicalmente. Como dice Sarlo, “para [los] hombres y mujeres [que hoy son] menores de cuarenta años, ser argentino no presupone los derechos políticos y sociales anteriormente inscriptos en el triángulo identitario (de la ciudadanía, la educación y el trabajo)”. La autora sostiene que esta situación, si bien terminó de consolidarse en la década de los noventa, comenzó con la última dictadura militar iniciada en 1976. En ese entonces, se puso fin al largo proceso de ampliación de los derechos a la mayoría de la población mencionados anteriormente, y se inició la nueva situación de despojo. Para lograrlo, la dictadura impulsó un proyecto político basado en el estado de sitio, el terrorismo de Estado, la prohibición del accionar de los partidos y sindicatos, la represión de la sociedad, el abuso de poder, la sumisión de la justicia y la violación sistemática de los más elementales derechos humanos. Ese reordenamiento político fue acompañado por un reordenamiento económico que adscribía a las teorías monetaristas de la escuela de Chicago que privilegiaban al sector financiero. La apertura de los mercados, el fomento de las importaciones, la progresiva eliminación de los mecanismos clásicos de protección de la producción local y una pauta cambiaria desfavorable se combinaron para dar como resultado procesos de desindustrialización, concentración económica, desempleo y precariedad laboral. Por supuesto, el registro educativo no estuvo exento de esta situación. El gobierno militar instauró políticas educativas específicas con la finalidad de mo-

dificar algunas lógicas previas y volverlas afines al resto de los cambios sociales. Al respecto, Myriam Southwell (2002) sostiene que la última dictadura produjo un desmantelamiento del proyecto pedagógico hegemónico vigente desde fines del siglo XIX -al que la autora llama “modelo civilizatorio-estatal”que, a su vez, sentó las bases para el establecimiento del neoliberalismo en la década de los noventa. De acuerdo a sus planteos, el gobierno militar dislocó el proyecto educativo fundacional mediante tres operaciones: 1) el desarme del andamiaje del Estado docente – lo que quiere decir que el Estado Nacional cedió su lugar principal como garante y prestador del servicio educativo para transferirlo a los Estados provinciales y a los sectores privados-, 2) el quiebre del discurso educacional que había sostenido la expansión escolar vinculado al ascenso social, la igualdad de oportunidades y el derecho a la educación -lo que le implicó a las clases más desfavorecidas la pérdida de la movilidad social a través de la escolarización-, 3) la represión mediante el terrorismo estatal -lo que implicó el armado de una importante estrategia represiva que iba desde la desaparición forzada de docentes y alumnos hasta el control de la vestimenta diaria, pasando por censura de libros y cesantías varias. En resumen: hace pocas décadas, “ser argentino” se vinculaba al ejercicio de tres derechos considerados básicos e incuestionables: trabajo, representación política y escuela. Esto no implica que en el pasado esto estaba garantizado para todos, sino que se había constituido un imaginario en el que estaba presente la aspiración y posibilidad de lograrlo. Ese fue el patrón con el que se constituyeron las identidades de numerosas generaciones de argentinos. Pero el modelo de ajuste económico, privatización y desregulación iniciado por la dictadura, y puesto en plena vigencia en la década del noventa con su co-


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rolario en la arrolladora crisis del 2001, dieron lugar al empobrecimiento de amplios sectores de la población y a una creciente polarización social que implicó la pérdida de los viejos soportes colectivos. En este nuevo contexto, los individuos que antes actuaban, pensaban y sentían en el marco de estructuras sociales y normas -como las familias, los sindicatos, los partidos políticos, etc.- que les otorgaban identidades, seguridades y obligaciones, y sobre todo les garantizaban sus derechos, ahora tenían que hacerlo en la incertidumbre del capitalismo flexible, caracterizado por la pérdida de las certezas tradicionales y de las viejas redes de contención. Podemos decir que había caído el modelo de sociedad integrada por la acción política de un Estado capaz de articular inclusivamente al conjunto de la población y garantizar el ejercicio de derechos. El individuo aparecía entonces fragilizado por la falta de recursos materiales y protecciones colectivas que en ciertos sectores se transformó directamente en desafiliación o exclusión social. Estaban “a la intemperie”, según la expresión de Duschatzky (2007). Esta progresiva individualización de las distintas esferas sociales -el pasaje de los espacios colectivos de contención a la total des-sujeción de los individuos- tenía su correlato en la idea de la responsabilización individual por la propia vida. Situaciones como la pobreza o el desempleo dejaban de ser entendidas como temas sociales para pasar a ser comprendidas como problemáticas individuales, lo que redundaba en mecanismos de culpabilización de las víctimas. Por ejemplo, se estigmatizaba a la infancia marginada como un “peligro social” o como una “población en riesgo”, y no se comprendía su situación como el resultado de los procesos de segregación social: el adolescente excluido era culpabilizado por su exclusión, como si fuera producto de su decisión personal y no una consecuencia del modelo social. Así el “problema” era “los pobres” y no “la pobreza”, “los desocupados” y no “la desocupación”, los “delincuentes” y no “la delincuencia”. Los

derechos se esfumaban como bien social para volverse una propiedad personal limitada a pocos, y se imponía un imaginario social que consideraba que los derechos más “individuales” -como la propiedad y la seguridad- eran prioritarios a los derechos colectivos como la educación y la salud. Esto impactó en muchos planos de la vida cotidiana y educativa de los sujetos. Por ejemplo, se redefinió la concepción de la “familia”, y en especial su vínculo con el sistema escolar. Históricamente, la escuela funcionó como espacio para la homogeneización colectiva en el proyecto de nación común. En este contexto, la escuela debía cumplir con su función de “normalización” y “homogeneización” por medio de la escolarización de cada alumno “más allá de la familia que tuviera”. La maquinaria escolar procesaba -muchas veces mediante la negación y la persecución- las diferencias de origen de sus alumnos y docentes para imponerles un imaginario “civilizado”. Para su propuesta, debían formarse sujetos que amaran la cultura escrita, tuvieran al higienismo y al “buen gusto” como sus símbolos culturales más distinguidos, y se opusieran tanto al lujo y derroche aristocrático como a la sensualidad y “brusquedad” de los sectores populares. Quizá uno de sus mejores símbolos sea el guardapolvo blanco, elemento que condensa posiciones estéticas, éticas y políticas, y que -como demuestra Dussel (2003)- no fue una imposición del funcionario sino un invento de los propios maestros en sus campañas civilizatorias, surgido para ocultar y unificar diferencias sociales y culturales de los alumnos que entraban a la escuela. Las familias de origen de los alumnos, con mayor o menor resistencia, fueron aceptando -en algunos casos sin tener otras opciones- la autoridad de la escuela como garante del mejor futuro para sus hijos. Si bien este mandato de la escuela ha sido central y persiste en el presente, adoptando matices en el marco de las transformaciones contemporáneas, la confianza de la escuela en su actuación sobre las familias se encuentra actualmente en duda. Lau-


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ra Cerletti (2006), investigadora en el tema, advierte sobre la actual reiteración en el discurso de los docentes de sectores populares que de a poco se va extendiendo a otras poblaciones- de la idea de que “si la familia no está, la escuela no puede”. Es decir, ante la ausencia de una familia “bien constituida”, la escuela afirma que no puede cumplir con sus objetivos. Como se comprende, esto implica un cambio absoluto con respecto a la confianza en el poder “normalizador” de la escuela. En consecuencia, la solución a los problemas de los alumnos -de aprendizaje, de conducta, etc.- tiende a situarse por fuera de la escuela para ubicarlo en la familia -o, más aún, es su “falta” o “ausencia”-. Así, como sus causas son explicadas en términos ajenos a lo escolar, también lo son sus posibles soluciones, que se tramitan mediante derivaciones varias: médicas, sociales, psicológicas, judiciales, etc. Se genera entonces un círculo vicioso: se culpabiliza a las familias, considerándolas causantes de los problemas escolares, y a la vez se las responsabiliza de la búsqueda de su solución. Las familias “carenciadas” de recursos -muchas veces al límite de la sobrevivencia- son quienes deben conseguir los recursos para resolver la situación. Este círculo vicioso habilita discursos y prácticas cargados de imposibilidad o impotencia que se acompañan con sentimientos de angustia y desesperanza por parte de padres o sustitutos, alumnos o docentes. Otro cambio importante a tener en cuenta se relaciona con la constitución social de las edades. Históricamente, en las sociedades occidentales, la infancia y la juventud fueron etapas signadas por una “moratoria social” que les permitía a esos sujetos retrasar su participación en la totalidad de las experiencias de la vida social -como son el trabajo, la obtención de recursos, la reproducción, el cuidado de otros, etc.- para dedicar ese período a su preparación y formación para la “vida adulta”. Los niños y jóvenes debían educarse para volverse hombres y mujeres en el futuro; la adultez era el resultado de un proce-

so educativo que los habilitaba para el ingreso pleno a la vida social. Conjuntamente, se desarrolló a lo largo de la historia en el plano educativo una segmentación institucional de atención a la infancia y la juventud -y, por continuidad, a sus familias- basada en dos circuitos diferenciados: por un lado, estaba la escuela “común”, destinada a los sectores incorporados -la clase media urbana, los trabajadores estables, los inmigrantes que aceptaban las normas-, y por el otro estaba un sistema de atención-internación para los menores provenientes de los sectores que fracasaron en la adaptación a las condiciones del modelo social. Para ellos se construyó la figura del “menor jurídico”, compuesto por aquellos niños y adolescentes que no estaban bajo la tutela familiar sino bajo la tutela estatal por causas varias -orfandad, abandono, delincuencia, enfermedad grave, “condición de calle”, etc.-, a quienes estaba destinado una red de instituciones educativas de atención e internación de menores. Al primer circuito concurrían los niños y adolescentes “normales”, mientras al segundo lo hacían quienes portaban alguna “anormalidad” causada por supuestas causas biológicas, psicológicas, familiares, sociales, culturales, etc2. Más allá de estas diferencias, debe aclararse que ambos circuitos eran considerados capaces de lograr la inclusión social de los sujetos que le habían sido destinados. Por otra parte, a lo largo del siglo XX, en especial en las poblaciones urbanas, se constituyó una nueva etapa vital casi inexistente previamente: la pubertad o adolescencia. Un nuevo espacio se abrió entre la juventud y la niñez, identificado con la indeterminación, el desasosiego y la angustia existencial, con cambios corporales que incluían el despertar sexual, con la necesidad de rebelión y de generación de proyectos personales, con utopías, mesianismos y situaciones de elección personal. Ahora bien, la adolescencia, entendida como ampliación del período de postergación de la asunción plena de responsabilidades sociales, familiares y personales, es una

2 • Por supuesto, si bien estos canales estaban diferenciados, en la práctica concreta se verifica que muchos sujetos pasaban de uno a otro con cierta facilidad. Como explicaremos más adelante, esta situación es aún más común en la actualidad.


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característica reservada para los sectores con mayores posibilidades económicas. Diversos estudios demuestran que la posibilidad o no de “ser adolescente” -más allá de la marca biológica- está muy relacionada a factores sociales y culturales; como el lugar de residencia, la tenencia de hijos o la necesidad de obtener recursos para la propia supervivencia. Por eso, la adolescencia fue principalmente un fenómeno de los sectores medios urbanos que puso en jaque a la escuela secundaria durante décadas, que había sido estructurada a mediados del siglo XIX cuando dicha etapa no formaba parte del trayecto “normal” de crecimiento de los alumnos.

tener penarauenta c

Para profundizar acerca de la construcción social de los derechos de los niños, jóvenes y adolescentes sugerimos la lectura de: 1 Carli, Sandra (2002) Niñez, pedagogía y política. Transformaciones de los discursos acerca de la infancia en la historia de la educación argentina (1880-1955). Bs As, Miño y Davila. 2 Margulis, Mario y Urresti, Marcelo La construcción social de la condición de juventud, disponible en http://www.perio.unlp.edu.ar/catedras/ system/files/mario_margulis_y_marcelo_urresti_-_la_construccion_social_de_la_condicion_de_juventud_urresti.pdf

En términos materiales, el empobrecimiento y polarización social han afectado de modo singular y dramático a miles de infantes y jóvenes que viven en condiciones de pobreza extrema, trabajan o hacen changas, sufren el abandono o el maltrato fa-

miliar o de otros adultos, deben hacerse cargo de sí mismos y de sus hermanos, han vivido de cerca la experiencia de la muerte, han sido maltratados por las fuerzas de seguridad o han transitado por alguna institución de minoridad. En términos simbólicos, este proceso implicó la pérdida de la aspiración compartida a un horizonte de futuro de acceso a los derechos. Esto les ha provocado la pérdida de la experiencia común denominada el “tiempo de infancia” (Redondo, 2004: 125), -que podemos ampliar al “tiempo de la adolescencia” y al “tiempo de la juventud”-, asociado a esa etapa de formación y cuidado al que tienen derecho todos los miembros de las nuevas generaciones. Existe en el contexto descripto una redefinición actual de la juventud como el lapso que media entre la madurez física y la madurez social en la que se goza homogéneamente de la “moratoria social”. Hoy, esto se encuentra muy diversificado entre los distintos grupos sociales. Por ejemplo, los sectores populares ingresan al mundo del trabajo no sólo muy tempranamente respecto a otros sectores sociales, sino también en forma inestable y precaria. También es frecuente, en estos sectores, comenzar a tener hijos en una edad muy próxima al desarrollo sexual, abandonar temporal o totalmente el hogar de crianza, tener que responsabilizarse por la propia supervivencia, enfrentar conflictos legales y penales, etc. Así, la “moratoria social” como marca pretendidamente abarcativa de toda la juventud enfrenta nuevos desafíos. Por ejemplo, muchos jóvenes de las clases populares tienen abundante “tiempo libre” como producto de la falta de propuestas integradoras, pero éste no puede confundirse con el que surge de la “moratoria social” de la que gozan otros sectores sociales, que propone un “tiempo libre” socialmente legitimado, una etapa de la vida en que se postergan las demandas externas, un estado de gracia durante el cual la sociedad no exige totalmente. Esa espera, en cambio, no es un “tiempo libre” productivo, sino un tiempo de impotencia lleno de circunstan-


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cias desdichadas que empujan hacia la marginalidad, la delincuencia o la desesperación. Por eso, en el plano de los derechos, es necesario reestablecer la “moratoria social” para todos los adolescentes y jóvenes como momento de formación para el goce pleno de sus derechos tanto actuales como futuros. A su vez, estos procesos de diferenciación se ven atravesados por tendencias de homogeneización cultural propuestas por el consumo y los medios de comunicación. Pero como esta homogeneización sólo se da en términos de valores, aspiraciones y vínculos y no en el plano material de la distribución de la riqueza y los bienes, no genera mecanismos de integración sino de segregación social. En sus programas y publicidades, los medios presentan una imagen del adolescente “normal”, claramente asociada a un sector minoritario, que se propone como deseo e imagen a alcanzar por el resto mayoritario de grupo de edad que no posee las mismas condiciones económicas, sociales, familiares, culturales o personales que esos personajes. La adolescencia y juventud se presentan alegres, despreocupadas, bellas, vistiendo las ropas de moda, viviendo romances y sufriendo decepciones amorosas, habitando un mundo altamente tecnologizado, y manteniéndose ajenas a las responsabilidades de la vida supuestamente adulta (marcada por el trabajo, la descendencia, la supervivencia, etc.) ubicada en su tiempo futuro. Desde esta perspectiva mediática, sólo podrían ser jóvenes quienes pertenecen a sectores sociales relativamente acomodados; los otros carecerían de juventud. Hoy, el circuito “normal” por el que circulan los grupos integrados, cuantitativamente menor a sus valores históricos, se construye con los tramos más estables y duraderos de “infancia - adolescencia (prolongada) - juventud (prolongada) - adultez”. Mientras que, por otro lado, se construye el circuito degradado por el que circulan las mayorías no integradas, compuesto por los tramos más cortos e inestables de “minoridad - adultez temprana”. Esta situación se basa en un reparto diferencial y desigual de derechos: mientras

los miembros del primer circuito gozan de ellos, el segundo se construye mediante su ausencia. Es más, podría plantearse que este segundo circuito se produce privando a los sujetos de los derechos que les corresponderían a si pertenecieran al primero: la “minoridad” se construye quitándoles infancia y la “adultez temprana”, quitándoles adolescencia y juventud.

omento m de reflexión

Hasta aquí hemos descrito muchas de las tensiones entre homogeneización e igualdad.

1 Les proponemos integrar lo trabajado a partir de la reflexión sobre los siguientes conceptos: circuitos diferenciados - homogeneización - diferenciación – igualdad de oportunidades – infancias – juventudes – ciudadanía – trabajo – educación – derechos – obligaciones – moratoria social 2 ¿Se animan a sintetizar las reflexiones en un dibujo? Para comprender mejor estos procesos nos es útil una categoría acuñada por Guillermo O’Donnell (2004): la noción de “ciudadanía de baja intensidad”. Con ella se refiere al hecho de que, a pesar de que en términos formales todos tenemos los mismos derechos y libertades, a muchos les son negados de hecho: por ejemplo, hoy son muchos los sujetos y familias que no disfrutan de protección contra la violencia policial y las variadas formas de violencia privada; se les niega acceso igualitario a las agencias del Estado y los juzgados; sus domicilios pueden ser invadidos arbitrariamente y, en general, están forzados a vivir una vida no sólo de pobreza sino de humillación recurrente y de miedo a la violencia, muchas veces perpetrada por la fuerza de seguridad


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que supuestamente deberían protegerlos. Estos sectores, que muchas veces ven limitadas sus expectativas a la simple sobrevivencia diaria -como conseguir qué comer esa noche o no morir en algún calabozo por “gatillo fácil”-, relegan las posibilidades que la educación puede brindarles de tener una vida futura mejor basada en el ejercicio de sus derechos. Como señalan Finnegan y Pagano (2007): “En buena medida, la posición social de los sectores populares en el actual contexto limita la vida de estos grupos, donde lo central de su cotidiano es la búsqueda del ingreso económico. Dicha situación reduce las aspiraciones y posibilidades de incluirse en instituciones educativas y restringe, del mismo modo, los procesos de disputa del capital cultural [...] Estimamos que la búsqueda del recurso/ingreso económico trae aparejado que las relaciones de los/ as chicos/as con los bienes educativos y culturales pasen a un segundo plano o bien se hallen por fuera de sus expectativas e intereses”. En consonancia con esto, Gabriel Kessler (2004) construye el concepto de “escolaridad de baja intensidad” para describir el vínculo educativo que establecen con el sistema educativo muchos adolescentes de los sectores marginados. Son alumnos que, si bien continúan inscriptos en la escuela a la que concurren con mayor o menor frecuencia -muchas veces menor-, no realizan casi ninguna de las actividades escolares que se supone debe hacer un alumno; como cumplir la tarea, estudiar, tomar apuntes, llevar los útiles, mantener la regularidad, someterse a evaluaciones, etc. Se limitan a estar en las aulas en forma intermitente. Es decir, no se “enganchan” con la vida escolar. Esto produce entonces un círculo vicioso que provoca malestar en todos los sujetos intervinientes que se sienten incómodos en esa situación. Así lo describe Kessler: “Del lado de la escuela se adopta una suerte de arreglo de compromiso ya que, al no poder controlarlos y al mismo tiempo intentar no expulsarlos del sistema sin el título, renuncian a toda exigencia con tal de que salgan lo antes

posible de allí. Del lado de los jóvenes, esto parece ser la confirmación más acabada de que la institución escolar ‘no sirve absolutamente para nada’ ya que aun sin estudiar logran no sólo pasar de año sino incluso obtener el título”.


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1.4. De la imposición V a la supresión de los derechos

olvamos al tema de los derechos para analizar los cambios que presentamos en el apartado anterior. Beatriz Sarlo (1998) sostiene que la paradoja de la “imposición de derechos” fue la base de la propuesta escolar en su “época de oro”. La escuela fue históricamente una maquinaria que combinó prácticas autoritarias -la imposición- con democráticas -los derechos-, en un equilibro muy inestable que imponía derechos aún sin el acuerdo de los sujetos involucrados. Para dicha posición pedagógica, el mejor futuro posible -al que tienen derecho todos los sujetos- sólo se construye a partir de la negación del pasado, entendido por tal a la “historia incorporada” de los sujetos que se deben educar. Por eso, en aquel entonces, en la escuela, el mandato hacia el otro -nativo, inmigrante, aborigen, joven, trabajador- era: “Vení a la escuela, acá está, éste es tu pupitre, éste tu libro de lectura, acá está tu maestro formado, en este lugar te vamos a enseñar a leer y a escribir, para que seas un ciudadano, para que progreses, mejores y decidas los destinos del país, pero para eso debes dejar de lado todo lo que sos afuera de la escuela, tenés que someterte a la operación de extirpación de todas tus marcas sociales y culturales”. Esto tiene aún mucha presencia en las aulas. Por ejemplo, cuando un docente dice hoy frases como: “Yo tengo una muy buena propuesta pedagógica, pero con estos chicos no se puede”, está retomando la matriz fundacional, porque les ofrece a sus alumnos lo mejor que tiene -los derechos-, pero sólo a condición de que ellos cambien -la imposición-. En el momento que sostiene que su propuesta pedagógica es buena está afirmando qué es lo mejor que posee. El problema es que para gozar de sus ventajas, los alumnos tienen que dejar de ser quienes son histórica y culturalmente en forma total y absoluta, por lo que se manifiesta una dificultad para pensar proyectos a partir de los sujetos concretos que asisten a la escuela que les permita salir de las situaciones de vulnerabilidad en que se encuentran.


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Hoy, esta situación de “imposición de derechos”, -por la que niños y adolescentes son convertidos en alumnos-, convive con la “sustracción de derechos” que los convierte en menores judicializados o en adultos tempranos. Esto los quita del lugar de alumno, supuestamente asociado a la infancia y la adolescencia “normal”, y les priva de los derechos que dicha situación debería garantizarles. Por todo esto, uno de los principales desafíos que actualmente enfrentamos los educadores es aportar a la restitución de los derechos que han sido sustraídos a vastos sectores de la sociedad -en especial a niños y jóvenes- en una forma que, a su vez, supere el viejo dispositivo de la imposición homogeneizante. Para eso, debemos ser capaces de generar propuestas educativas que les permitan construir nuevos soportes y anclajes; debemos lograr habilitarles la posibilidad de acceso a nuevos lugares en lo social, lo cultural y lo político, propiciando la conexión (y muchas veces, la reconexión) con los entramados sociales que les garanticen el ejercicio pleno de sus derechos.

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1.5. Pensar y generar P prácticas pedagógicas que pongan el centro en la educación como derecho

oner el foco en comprender la educación como derecho implica tener como punto de partida la comprensión del otro como “sujeto de derechos”. El otro-alumno no es un sujeto incompleto, un futuro peligro social o un “portador de intereses”, sino alguien que posee ciertos derechos, con “derecho” a ejercerlos, ampliarlos y sumar nuevos. Entendemos, entonces, que la función de la educación es brindar herramientas, experiencias, saberes, estrategias, etc. para llevarlo a cabo. Si, como dice Hanna Arendt (1974), las sociedades democráticas son aquellas que garantizan a sus miembros el “derecho a tener derechos”, la educación debe ser entendida como “un derecho que da derechos”. En cierta forma, recuperar los “derechos de los sujetos” nos lleva a revisar algunas posiciones pedagógicas vigentes que ponen el centro en los “intereses de los sujetos” como garante de la construcción de mejores sociedades. En muchos casos, los “intereses” de los alumnos son comprendidos como elementos innatos y asociales a los que debe someterse la totalidad del accionar educativo. Esto es, no se concibe lo que interesa a los alumnos como producto de experiencias sociales como el consumo y los medios de comunicación, sino como marcas identitarias propias y personales, “verdaderas”, que deben ser respetadas a rajatabla, por lo que todo intento de cuestionamiento y modificación es una práctica educativa autoritaria entendida como “imposición”. Por eso, muchas veces la pedagogía centrada en los intereses cree que la mejor educación es aquella que les enseña a los alumnos lo que ellos -de antemanoquieren aprender. A nuestro entender, estas posiciones son mezquinas porque se corren de la función de “abrir el mundo” a las nuevas generaciones que implica todo acto educativo, y que, por tal, dificultan el ejercicio de ciertos derechos. En una posición que acerca peligrosamente la educación al marketing y el gerenciamiento empresarial, y convierte a los alumnos y la comunidad en “consumidores inteligentes” que saben todo lo que necesitan, por lo que concu-


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rren al mercado educativo a saciar “demandas previas” incuestionables, a cuya satisfacción debe limitarse el acto educativo. Philippe Meirieu (1998), un pedagogo francés actual especializado en la formación docente, critica fuertemente las prácticas pedagógicas basadas en los “intereses del sujeto” con los siguientes argumentos: “Atender sus peticiones, someterse a sus necesidades, proponerle [al alumno] tan sólo aquello que tiene ganas de hacer y que ya es capaz de hacer, es arriesgarse a mantenerlo en un estado de dependencia, incluso en una vida vegetativa en la que, privado de exigencias, se dejará caer al nivel más bajo. La educación, entonces, se reduciría a la contemplación embobada de unas aptitudes que se despiertan; ratificaría todas las formas de desigualdad y dejaría a los ‘hombrecitos’ completamente inermes, incapaces de entender lo que ocurre, privados de voluntad y prisioneros de sus caprichos y de toda clase de manipulaciones demagógicas”. En este sentido, nos parece útil repensar lo que Silvia Serra y Evangelina Canciano (2007) llaman “el tamaño de la operación pedagógica” para referirse al horizonte de acción que otorgamos a nuestras intervenciones. Las operaciones pequeñas generalmente se limitan al plano enunciativo y utilizan las condiciones de partida como el marco al cual deben “adaptarse” o “adecuarse” las propuestas, lo que reduce sus posibilidades. Al respecto, las autoras señalan: “Si establecemos una relación muy estrecha entre [los] términos [educación y posibilidades de inserción laboral], corremos el riesgo de adaptar la educación, para que resulte exitosa, a los requerimientos de una región o de un medio específico. Históricamente, la operación pedagógica supo ser mucho más amplia que la de aportar a una exitosa inserción en el mercado de trabajo, y esa amplitud permitió abrir nuevos horizontes, hasta el momento no imaginados por los sujetos. Con el aditamento de que hablamos de mercado de trabajo, el que suele exigir competencias no cuestionadas, y donde opera con todo rigor la ofer-

ta y la demanda. Si hacemos depender el éxito de la educación de las condiciones (socioeconómicas, étnicas, culturales, familiares, etc.) en las que el sujeto se encuentra inmerso, sólo la modificación de esas condiciones, cuando ellas sean desfavorables, hará posible un sujeto educado. El riesgo aquí es insistir en la ‘reproducción intergeneracional de la pobreza’, más allá de toda educación. La dimensión política de toda educación y su capacidad de instituir nuevos futuros es obviada al encuadrar el ‘deber ser’ de los procesos educativos en cálculos y principios de determinación, que muy lejos están de aportar a la institución de una sociedad de iguales”. Creemos que pasar de una educación basada en los “intereses del alumno” a otra basada en los “derechos del alumno” amplía el tamaño de la operación pedagógica en la construcción de sociedades más justas. Por eso, la pregunta principal para poner a los sujetos en el centro de la propuesta no es “¿qué tiene interés en aprender?” sino “¿qué tiene derecho a aprender?”. Enseñarles sólo lo que ya les interesa aprender es dejarlos en el “estado de dependencia” que señalaba Meirieu en el pasaje citado más arriba. El interés debe ser, en el mejor de los casos, el punto de llegada y no el punto de partida de nuestra tarea; la idea no es hallar sino generar intereses. También debemos ampliar el rango de la operación pedagógica dentro de la concepción del derecho a la educación. Podemos pensarlo desde una intervención poco potente que se limite a su enunciación casi en el plano de las “libertades”, casi como un contenido más de Formación Cívica, o podemos ampliar su tamaño para volverlo la base de una práctica educativa que genere futuros más justos.

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omento de eflexión

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Existen en el decir corriente expresiones tales como: “Educación para pobres”, “Que esto no lo


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aprenda porque no le sirve de nada”, “A los chicos hay que enseñarles lo que ellos piden”, etc. 1 Encuentren otras expresiones similares del decir corriente relacionadas con este apartado, luego traten de desandarlas y proponer contraargumentaciones. 2 Armen un diálogo hipotético entre dos personas, una sosteniendo las frases presentadas, y la otra intentando desarticularlas a partir de lo trabajado. Un buen punto de partida hacia ese horizonte es la ampliación del sentido dado a los derechos. Para tal, Rosa María Torres (2003) propone una visión “ampliada” de la educación y del derecho a la educación, basada en los siguientes puntos: • Derecho no sólo de niños y niñas sino de toda persona • Derecho no sólo a acceder a la escuela sino a la educación • Derecho no sólo a acceder a la educación sino a una buena educación • Derecho no sólo a acceder a la educación sino al aprendizaje • Derecho no sólo al aprendizaje sino al aprendizaje a lo largo de la vida • Derecho no sólo al acceso sino a la participación Así, el derecho a la educación suma nuevas dimensiones, como la mayor cobertura posible, la invitación de pensarlo más allá de la escuela, la noción de “buena” educación y la necesidad de instrumentar formas de participación de los sujetos involucrados que lo saque tanto de la “escolaridad de baja intensidad” descripta por Kessler como de las propuestas pedagógicas limitadas a satisfacer las “demandas” e “intereses” de los sujetos o las comunidades. Las propuestas de poco tamaño han producido

también un conjunto de “pedagogías de la pobreza” que, a nuestro entender, obturan la posibilidad de generar sociedades más justas. Su operación principal es la siguiente: se determina a priori cómo es el “alumno pobre” en términos de carencia, peligrosidad o riesgo, y desde ese diagnóstico se establecen las propuestas pedagógicas a aplicar adecuadas a sus características, siempre cargadas de altas dosis de “prevención y compensación”. De esta forma, se acorta el tamaño de la operación pedagógica al ubicarlos en el lugar de “peligrosos sociales” en lugar de habilitarlos como sujetos de derecho. Para esas posiciones, ser “pobre” es más importante que “ser alumno”. La pobreza es así naturalizada como condición inmodificable y constitutiva de los sujetos y no es entendida como un efecto de ciertas políticas que puede ser modificado por otras. En oposición a esas posturas, estamos proponiendo recuperar el horizonte de igualdad que implica la concepción del otro como sujeto de derecho para pensar desde allí propuestas pedagógicas que no sólo prevengan, sino que, sobre todo, habiliten situaciones que permitan la irrupción de algo nuevo, no predecible de antemano, que aporte a la construcción de situaciones de mayor justicia. Es necesario entonces dejar de pensar la pobreza como una determinación que se instituye como natural y volver a mirarla como el producto de una operación social desigualitaria e injusta. Es necesario mirar de otro modo el punto de partida de los alumnos y el propio y confiar en que la educación abrirá posibilidades aún no conocidas. Esto significa dejar de tener una mirada que estigmatiza a la pobreza para pasar a otra que habilita enigmas para un futuro. Es una apuesta a que, frente a situaciones de desigualdad, pobreza y exclusión, los docentes recuperemos la posibilidad de desligar a nuestros alumnos de la profecía del fracaso futuro con la que llegan y de resituarlos en el lugar de la posibilidad, confiando en que ellos pueden aprender, que van a hacerlo y que nosotros vamos a poder enseñarles.


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Para esto es necesario redefinir en términos no autoritarios el vínculo necesariamente asimétrico que implica todo vínculo pedagógico. Para tal, proponemos que la diferencia básica que implica la educación debe combinarse con el plano de igualdad que establecen los derechos de los sujetos intervinientes. Esto es, debemos reconocer que en cada acto educativo se encuentra un registro de la igualdad -los derechos- junto con un registro de la asimetría -la operación de transmisión de la cultura-. Al respecto, Jacques Ranciere (2003) sostiene que: “La igualdad no es un fin a conseguir, sino un punto de partida. Quién justifica su propia explicación en nombre de la igualdad desde una situación desigualitaria la coloca de hecho en un lugar inalcanzable. La igualdad nunca viene después, como un resultado a alcanzar. Ella debe estar siempre delante. Instruir puede significar dos cosas exactamente opuestas: confirmar una incapacidad en el acto mismo que pretende reducirla o, a la inversa, forzar a una capacidad, que se ignora o se niega, a reconocerse y a desarrollar todas las consecuencias de este reconocimiento. El primer acto se llama atontamiento, el segundo, emancipación. Esto no es una cuestión de método, en el sentido de las formas particulares de aprendizaje, sino, propiamente, una cuestión de filosofía: se trata de saber si el acto mismo de recibir la palabra del maestro -la palabra del otro- es un testimonio de igualdad o de desigualdad. Es una cuestión de política: se trata de saber si un sistema de enseñanza tiene como presupuesto una desigualdad a ‘reducir’ o una igualdad para verificar”. Esto nos lleva a una comprensión compleja de “la igualdad” que implica tanto valorar la singularidad de cada uno -sin por eso negar o convalidar la desigualdad social- como reconocer un territorio común que nos une en términos colectivos. En este sentido, sostenemos la idea de que la educación no sólo debe resistir a la desigualdad sino que debe abrir en cada momento una oportunidad para construir una vida más justa para todos. Como sostiene

Graciela Frigerio (2006), la educación “se rebela y se resiste a ser cómplice de transformar las diferencias en desigualdades”. Esta “igualdad de base” que implica pensar la educación como derecho se articula con generar espacios de cuidado basados en una apuesta en confiar en las posibilidades de aprender del otro -contra todo diagnóstico “objetivo” que pronostique lo contrario-, y con brindar conocimientos como medios de orientación para interpretar los contextos y permitir la comprensión de la propia historia. Esa confianza implica ofrecerles herramientas que les permitan procesar el mundo que les es dado, compuesto por elementos tan disímiles como los discursos mediáticos, la sociedad de consumo, la promulgación de derechos y sus cotidianeidades a veces insoportables. Desde nuestro lugar de educadores podemos proponer modos de lectura críticos acerca de estos discursos y situaciones. A través de relatos, juegos, palabras y números podemos intermediar entre la crudeza de los hechos de la realidad y su significación por parte de los alumnos. Desde ese lugar, resulta posible también ampliar la oferta cultural, dando lugar a otros temas, miradas y propuestas. Sin duda, interceder entre ellos y el mundo dándoles herramientas para entender, interpretar y discutir la realidad es una de las mejores formas de cuidado que podemos desplegar en la enseñanza. Frente a la crudeza de ciertas condiciones sociales, la educación tiene una función central: transmitir conocimientos, palabras y herramientas que no dejen a los niños solos frente a situaciones críticas y les permitan situarse en una trama de significados que los habilite para comprender esa realidad. En el marco de una extendida exclusión social, ésta es una de las formas de inclusión que podemos llevar adelante los educadores y que se diferencia radicalmente de la postura que considera que nada se puede hacer con esos niños, para quienes la educación no sería más que un compás de espera en el destino de exclusión (social, económica, laboral, política) que los espera


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en su vida adulta. Proponemos recuperar la confianza que nos lleva a correr a los sujetos de la “situación de riesgo” en que son estigmatizados, para instalarlos en el horizonte de la igualdad y la sorpresa. Para eso, es necesario enriquecer la propuesta pedagógica, no sólo mediante la incorporación de determinados contenidos, sino también apelando a diversidad de materiales y elementos que tengan la capacidad de generar otros conocimientos, problemáticas, posibilidades e interrogantes. “Confianza”, “amparo” y “cuidado” son términos que los educadores debemos tratar conjuntamente. Como hemos intentado señalar en este trabajo, las generaciones adultas tienen la obligación de “amparar” a las generaciones jóvenes para que puedan educarse. Perla Zelmanovich (2002), una psicoanalista dedicada a la educación, sostiene que el “cachorro humano” viene al mundo muy indefenso, por lo que debe haber quien lo reciba y ampare hasta que pueda ocuparse de sí mismo de manera independiente. A diferencia de otras especies animales, el desamparo -al que diferencia del abandono- es la condición “natural” con la que llegamos al mundo; los humanos no nacemos listos para valernos por nosotros mismos sino que, para poder hacerlo, precisamos un “andamiaje” que lleva tiempo incorporar y que, probablemente, no puede darse por terminado nunca. En las circunstancias en que el desamparo se mantiene o vuelve a producirse -como en ciertos casos de abandono o maltrato-, los sujetos quedan desprovistos de estas herramientas, con graves perjuicios para el ejercicio pleno de sus derechos. Por eso es tan importante que haya alguien ahí esperándonos. Dar amparo tiene que ver con instalar una red de significaciones ante una realidad inexplicable que proteja, resguarde y posibilite el acceso a la sociedad y la cultura, que brinde a los sujetos las herramientas necesarias para que puedan incorporar e incorporarse en ellas aún en las situaciones más extremas y penosas. No tiene que ver con engañar, sino con ayudar a establecer una distancia necesa-

ria con los hechos que permita aproximárseles sin sentirse arrasados por ellos. Esa es la función de la educación: intermediar entre la realidad y los alumnos enfatizando los significados políticos, sociales y comunes de sus vivencias como forma de no “quedar pegados” a la crudeza y dolor de la realidad de la pobreza, y dar palabras, juegos y herramientas para pensar esa condición como responsabilidad colectiva. Este modo de intermediación habla de incluir las situaciones personales en marcos colectivos; y, desde esas perspectivas, habilitar sus análisis como tema común a todos permitiendo y acompañando su simbolización. Por eso, es importante que el espacio educativo marque una cierta diferencia con el entorno en el que se encuentra como una forma de “suspender” en su interior las reglas externas y así poder establecer la distancia necesaria que habilite nuevas comprensiones. Para el caso específico de los adolescentes, Zelmanovich sostiene que es necesario pensar que sus “personajes” muchas veces son “ensayos de subjetividades” y no identidades fijas e inmutables ya asumidas para el resto de sus vidas. Esos ensayos tienen mucho de “juego” y “exploración” personal, por lo que no pueden ser tomadas como estigmatizaciones definitivas. Por eso, sostiene al respecto que el “derecho al amparo” de los jóvenes debe ser una respuesta a las manifestaciones juveniles esperables como el exabrupto, el recurso de la violencia verbal y física y los actos intempestivos, los que muchas veces se ven estimulados por las malas condiciones materiales de vida. Si el adulto se limita a confrontar al adolescente con la supuesta realidad de ese “personaje” con el que el chico se encuentra identificado en ese momento, no logrará otra cosa más que reforzar la alienación. Se trata de dar lugar para el ensayo. Esto no implica que esos “exabruptos” deban ser tolerados o permitidos, sino que es necesario habilitar algo más que su sanción. Por ejemplo, tratar de habilitar un “acá no” como forma de respeto mutuo y, sobre todo, como condición para que otras cosas


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novedosas puedan suceder en ese espacio. “Acá no se habla así”, porque de esa forma podemos conocer o inventar nuevas formas de hablar; “acá no se canta eso”, porque así podemos cantar otras cosas; etc. Esas marcas y limitaciones deben pensarse más como circunstancias de aparición de algo nuevo que como actos represivos que buscan inútilmente frenar el cumplimiento de un destino prefijado del cual los adolescentes no pueden ya escapar. En esta noción de “destino no elegido” radica la potencialidad de la educación para la formación de mundos más justos. Por eso, George Steiner (2004) sostiene: “Hasta en un nivel humilde - el del maestro de escuela- enseñar, enseñar bien, es ser cómplice de una posibilidad trascendente. Si lo despertamos, ese niño exasperante de la última fila tal vez escriba versos, tal vez conjeture el teorema que mantendrá ocupados a los siglos”. La “posibilidad trascendente” se vincula con la idea de inaugurar algo nuevo, de poder romper con un destino supuestamente prefijado. Y ser docente es ser “cómplice” de ese hecho; no haber sido su autor, su único responsable, sino un participante de un proyecto que involucra a otros, y especialmente a nuestros alumnos. Es creer que el acto educativo vale la pena, y que puede inaugurar condiciones nuevas e inesperadas.

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Capítulo 2 Transmisión, autoridad y justicia 2.1. Transmisión intergeneracional 2.2. Autoridad: el problema de la autoridad pedagógica 2.3. Justicia y educación

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os momentos educativos ponen en juego un saber, una experiencia, una tradición que se cree importante y vital para un otro. En ese proceso de transmisión nos encontramos con la necesidad de autorizar nuestro rol y mensaje, de dimensionar la relevancia que tiene la distribución de ese saber para nuestra sociedad. Preguntas en torno al proceso de transmisión, a la construcción de la autoridad y a la justicia curricular son las que nos ocuparán en este capítulo. Preguntas que se producen desde los tiempos de Herodes hasta nuestros días, pero que al situarlas en el contexto socio-histórico contemporáneo cobran un relieve determinado y particular.


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2.1. Transmisión E intergeneracional

n este apartado nos detendremos en los aportes que realiza Jacques Hassoun (1996) a lo largo de su obra Los contrabandistas de la memoria. Trabajaremos alrededor de la idea de “transmisión intergeneracional”. Está muy difundida la creencia de que otrora la transmisión de una cultura, de una historia, de las tradiciones, se desarrollaba en forma natural, sin inconvenientes; lo que implica creer, entonces, que hoy esa naturalidad en la transmisión se ha perdido. Nuestra misión aquí es poner en cuestión este supuesto y lograr comprender qué hay de similar y qué de diferente en las formas de transmisión a lo largo del tiempo. La idea de un pasado en el que existía una reproducción en la transmisión, la imagen bucólica y nostálgica de nuestros antepasados rurales transmitiendo sin inconvenientes la cultura, es falsa. Es común a todo cambio de algo antiguo por algo novedoso una cuota de temor, de vacilación, de peligro por la pérdida de una estabilidad: “el origen de este malestar es el desgaste psíquico que lo nuevo exige siempre a la vida psíquica y la incertidumbre llevada hasta el extremo de la expectativa ansiosa, que lo acompaña” (Hassoun, 1996: 10). ¿Qué necesidad de emprender tan desgastador camino? En cada generación late la necesidad de transmitir a los nuevos de nuestra sociedad lo que nos han dado nuestros ascendientes. Esta necesidad se puede rastrear a lo largo de la historia; Hassoun menciona a modo de ejemplo la forma en que los beduinos se interrogan al cruzarse: ¿a dónde vas, quién eres, de dónde vienes? Se traduce un interés que excede lo geográfico y que se inscribe entonces en el recorrido personal relacionado con lo que se ha transmitido. Hasta aquí hemos hablado del carácter universal de la idea de transmisión, pero también nos preguntamos por su diferenciación: ¿Existen distintos momentos en la historia de los hombres y las mujeres que marcan diferentes tipos de transmisión? Si bien la herencia de la cultura es constante, hay momentos críticos en los cuales el valor de la transmisión


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toma dimensiones estructurantes. Es ahí, en la conmoción, en el conflicto, en la guerra, en la migración masiva, donde la idea de transmisión de vuelve vital. Esta asociación que establecemos entre crisis y transmisión también es histórica y universal; todos somos conscientes, y así lo fueron nuestros antepasados, de que somos mortales. Es para garantizar un mínimo de continuidad que Hassoun afirma en relación a la cultura: “Somos sus depositarios y sus transmisores. Somos sus pasadores” (Ib.: 15). ¿Cómo pensar la transmisión más allá de la reproducción? Lo que hemos heredado es modificado de acuerdo a las particularidades de nuestra vida. Somos siempre distintos a quienes vinieron antes que nosotros y seguramente nuestros descendientes tomen caminos diferentes a los nuestros. Sin embargo, la transmisión existe y se inscribe en esa doble diferencia. Para dar cuenta de una buena transmisión, Hassoun utiliza el término “transmisión lograda”; ésta “ofrece a quien la recibe un espacio de libertad y una base que le permite abandonar el [pasado] para [mejor] reencontrarlo” (Ib.: 17). Una transmisión lograda es, entonces, la posibilidad de reconocer y tramitar las dificultades que se producen en la conciliación entre la historia pasada de cada uno y el deseo subjetivo, personal, del aquí y ahora. En términos más limpios: una transmisión lograda prepara a nuestros chicos y chicas para hacer frente a las dificultades que se dan a lo largo de la vida. ¿Qué sucede cuando un pibe o una piba ignora su pasado? ¿Qué sucede cuando su historia es un enigma que se le es negado? Supongamos por un momento la infinidad de niños que nacen en Argentina y cuyos padres son extranjeros. Comparten su vida cotidiana, en su primera socialización, un espacio común familiar, una cultura, unas costumbres, una historia para enfrentarse. ¿Quiénes son ellos? ¿De dónde vienen? ¿A dónde los llevan sus padres? Es habitual que se nieguen las historias de los padres sobre su emigración, sintiéndose, en muchos casos, como extranjeros que no tienen derecho al

éxito, a la movilidad social o a la felicidad. Es así como muchas veces miles de argentinos hijos de inmigrantes se sienten foráneos en el centro mismo del país en el que han venido al mundo; siendo la escuela, entre otros tantos aparatos culturales, una de las instituciones con más peso en potenciar ese sentimiento de fracaso. Sin embargo, es en la escuela misma donde reside la posibilidad de poder simbolizar aquello que muchos padres no pueden contar a sus hijos sobre su propia historia, de estimular una “transmisión lograda” que hable del pasado y del presente: la existencia se torna menos dolorosa si se escucha a los padres, a los docentes, a quienes nos quieren y rodean hablar de la propia historia y de la cotidianeidad compartida. ¿Cómo posicionar la historia de nuestros chicos en contextos tan distintos, en tradiciones culturales tan opuestas? La mera enunciación de las raíces o la postal folclórica no satisfacen los requisitos para una buena transmisión: “no será entonces sino una burla mentirosa adecuada para crear una rebeldía radical, una marginalidad o una desesperación extrema, acompañadas de una tentación a reconstruir, en otro tiempo y en otro espacio, un modelo pasatista […] ¿todas estas situaciones no nacen de la nostalgia por un pasado enigmático y de un presente vivido como discordante al que los padres [podríamos tomarnos la licencia y ampliar la idea a todo proceso educativo] no han podido en verdad enfrentar?” (Ib.: 23). En este contexto, en el que una generación se siente huérfana de historia y la otra, incapaz de transmitir algo, es donde son más fértiles los razonamientos de extrema derecha, que permiten llenar velozmente de contenido “nacional” ese espacio vacío. “Romper el silencio, ¿no es transmitir?”, se pregunta Hassoun. ¿Qué acciones desarrollamos para que se rompa ese silencio, para que un niño pueda indagar sobre sus orígenes y para que se produzcan en nuestros momentos educativos columnas de porqués que traccionen la historia oculta en las sombras? Los ejemplos más drásticos que se suceden a la


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hora de pensar en torno a la transmisión se basan en los cambios geográficos movidos por eventos traumáticos: pérdida del trabajo, guerras, dictaduras, desastres climáticos, etc. Sin embargo, Hassoun, insistiendo en la idea de que transmitir es un imperativo constante de todas las sociedades en todos los tiempos, afirma que: “todos somos exiliados de nosotros mismos y de nuestra historia, sea cual fuere nuestro grado de sedentarismo” (Ib.: 27).

2.1.2. La construcción de la transmisión

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etomemos el peligro de la reproducción que esbozamos en el apartado anterior: “¿Existe algo más ridículo, más insoportable que ver esos clones, que, como si fuesen sombras, imitan con la mayor seriedad a sus padres o sus ancestros?” (Ib.: 141). A esto podemos llamarlo mimetismo, una acción ridícula que fuerza una reproducción que nunca puede ser tal. La transmisión -en un sentido amplio y necesariose asocia a un saber-vivir; desde las posibilidades de trabajar la tierra hasta poder asimilar determinadas normas de escolaridad, saber que un fruto es venenoso, entonar una canción religiosa, y así la lista nos resulta infinita. ¿Cómo hacer esto sin caer en el mimetismo o en calcomanías de los adultos en los chicos? Hassoun utiliza un término que es ilustrativo y da nombre a su obra: el discurso de la transmisión, la herencia, opera clandestinamente a modo de “contrabando” de medianoche en la frontera. La homogeneidad entre sujetos deja de ser un valor supremo: “es más hacia la diferenciación que hacia la especificidad que se dirige la transmisión […], aquella que permite aprehender plenamente lo que me diferencia de quienes poseen una historia similar a la de los míos, pero que también me diferencia

de aquellos cuya genealogía es diferente y entre los cuales transcurre mi vida” (Ib.: 150). Repongamos las posibilidades presentadas hasta ahora. Toda transmisión implica la presencia de tres generaciones. Analizamos la opción más maniquea del mimetismo: “reproducción minuciosa de los gestos de las generaciones precedentes, fijando el tiempo y el espacio, instalándose en un tensión imitadora de sus antepasados, sean cuales fueran las circunstancias exteriores” (Ib.: 156). Otra posibilidad radica en abrir una grieta temporal, un paredón que niega el pasado; aquí los sujetos niegan su trayectoria. Por último, están los contrabandistas de la memoria que “se dejan trabajar por la herencia sin importarles la profundidad del abismo que los separa de sus ascendientes” (Ib.: 157). Estos contrabandistas reconocen que toda transmisión es del orden de la creación: “si la repetición inerte implica con frecuencia una narración sin ficción, la transmisión reintroduce la ficción y permite que cada uno, en cada generación, partiendo del texto inaugural, se autorice a introducir las variaciones que le permitirían reconocer en lo que ha recibido como herencia, no un depósito sagrado e inalienable, sino una melodía que le es propia. Apropiarse de una narración para hacer de ella un nuevo relato, es tal vez el recorrido que todos estamos convocados a efectuar” (Ib.: 178). Existe una cita, ya casi canónica en el mundo de la educación que ilustra a estos contrabandistas de la memoria. Eduardo Galeano (1993) nos cuenta: “A orillas de otro mar, otro alfarero se retira en sus años tardíos. Se le nublan los ojos, las manos le tiemblan, ha llegado la hora del adiós. Entonces ocurre la ceremonia de la iniciación: el alfarero viejo ofrece al alfarero joven su pieza mejor. Así manda la tradición, entre los indios del noroeste de América: el artista que se va entrega su obra maestra al artista que se inicia. Y el alfarero joven no guarda esa vasija perfecta para contemplarla y admirarla, sino que la estrella contra el suelo, la rompe en mil pedacitos, recoge los pedacitos y los incorpora a su arcilla”.


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1 Les proponemos la lectura de la siguiente reseña3 del cortometraje “El imperio de los colores”4 La conmovedora historia de Fidel, un niño boliviano de película Su humilde y, a la vez, muy rica vida es un disparo al blanco para comprender las penurias por las que tienen que atravesar los inmigrantes del altiplano. Fidel tiene 13 años y cada día le pone el cuerpo y el alma a la dolorosa adaptación por la que deben atravesar quienes, apremiados por la más aguda miseria, dejan para siempre sus lugares de origen y deciden radicarse en estas tierras. Es boliviano, nació en Potosí y desde hace tres años está en Río Cuarto. Muy pobre e hijo de padres separados, se convirtió en el protagonista de “El imperio de los colores”, una película que duele y cautiva por su realismo sobre la inmigración latinoamericana en la ciudad. “En la escuela no me llevaba bien con los chicos… me decían andate a tu país, qué haces acá, no te entiendo lo que hablás… me dibujaban cosas en el pizarrón, me insultaban…”, relata n una de las escenas más duras del corto, este chico que vive en una precaria casita de la calle Río Juramento al 600, en el barrio San José de Calasanz, y cuyo único sostén es su madre, que habla en quechua y su dificultad para comunicarse en español se traduce en problemas para conseguir trabajo. Su humilde y a la vez muy rica vida, a pesar de tan corta edad, es un disparo al blanco para comprender las penurias por las que

tienen que atravesar los llegados del altiplano, una realidad que “El imperio de los colores” torna vívida, a partir de recorrer tres pequeñas historias de inmigrantes bolivianos en Río Cuarto. El documental, que llegó al gran público a través de la pantalla de Canal 13 el fin de semana anterior, instala la idea de que toda migración arrastra a la construcción de una nueva realidad y se detiene en este niño, que con su bicicleta deambula por la ciudad en busca de protección social. A lo largo de 23 minutos, el valioso producto audiovisual realizado y producido por Marcos Altamirano y Hugo Curletto, de la Universidad Nacional de Río Cuarto, resalta los aspectos positivos del fenómeno de la migración como una estrategia de vida, como un derecho esencial e inalienable que contribuye a la inclusión social y el respeto por la diversidad cultural. “Mi nombre es Fidel Mamanillo Cruz, tengo 13 años y vengo de Bolivia”, dice en el filme el niño, mientras sale de la casa que alquilan -de techo bajo, con los ladrillos blocks al desnudo, piso rústico y construida varios metros por debajo del nivel de la calle- y se monta en su bicicleta de color bordó, para luego transitar las calles de la ciudad, mientras se escucha su relato: “Nosotros teníamos unos familiares que vivían acá, que nos esperaron en la llegada de Bolivia. Y nos llevaron a su casa. Ahí vivimos casi una semana… y después de algunos meses mis padres se pelearon, discutieron por problemas, cosas de ellos… y mi mamá y mi papá se separaron… No teníamos plata para vivir y mi papá vivía en otro lado… mi mamá se fue a buscar trabajo y no la aceptaban porque no podía hablar y no tenía documentos. Y después yo hice unos trámites para el documento, para que trabaje mi madre… ella sufría porque no podía hablar… ahora entiende un poco…”. Luego se lo ve tocando el siku, cuyo sonido se escucha

3 • Fuente: www.puntal.com.ar/v2/article.php?id=70690 4 • El imperio de los colores. Río Cuarto. 2010. 23 minutos. Documental. Realización: Marcos Altamirano y Hugo Curletto. Producción: Marcos Altamirano. Cámara: Hugo Curletto. Sonido: Gastón Molayoli. Edición y Postproducción: José Tabarelli. Música original: Kayab. Trailer en la web: http://vimeo. com/14056886


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mientras Fidel confiesa que le gustaría volverse a Bolivia y que extraña los amigos, el paisaje, las fiestas y a todos los que lo querían. “Yo lloraba mucho y pasé un año sin ir al colegio” “Una de las cosas que más extraño de Bolivia es la comida y a todos los que me quieren y que se quedaron allá, familia y amigos. Y extraño cómo son las ciudades y cómo te hablan las personas. Pero no hay trabajo, allá se vive de las minas y cuando se acaba eso se queda toda la familia sin trabajo”, dijo este chico a PUNTAL que, tras el certero golpe que produjo con su aparición en la pantalla del canal abierto de Río Cuarto, fue al encuentro del pequeño protagonista de esa gran historia. “Ya nos estamos acostumbrando, aunque no es fácil. Al principio fue muy duro. Yo estaba todo el tiempo encerrado en la casa. No salía, porque me daba miedo que me trataran mal. El acento que llevamos nosotros genera risas, a veces insultos. Yo lloraba mucho y pasé un año sin ir al colegio”, contó Fidel Mamanillo Cruz, aunque rápido agrega: “Los chicos son así. Antes no entendía por qué me decían esas cosas, pero ahora los entiendo, porque siempre se dicen estas cosas. Ahora ya casi me siento como ellos. Al principio fue mucho más difícil, porque no conocía nada, ni a nadie”. “Antes, estábamos todos juntos y mi papá trabajaba de ayudante -de albañil-. Él empezó a hacer eso porque no conocía nada de acá y además mi papá y mi mamá no tenían documentos y se les complicó para trabajar. Primero fuimos a vivir a Banda Norte, después nos vinimos para acá. Un año vivimos todos juntos, después ellos se separaron. Y mi mamá tenía que trabajar, pero necesitaba el documento…”, narró Fidel, mientras su madre lavaba ropas a mano, en una batea en el patio de esa humilde vivienda. Y, de vez en cuando, él la actualizaba sobre la conversación con una síntesis en

quechua, que la mujer escuchaba con atención, mientras asentía con la cabeza. “Ella ahora está hablando algunas palabras en español y entiende más, pero hasta hace poco no podía comunicarse…”, indicó este niño, que se comporta casi como un hombre y que decididamente ha tomado las riendas de la integración en esta sociedad y se ha convertido en un comprometido guía de esa familia, un prematuro jefe de hogar, al tiempo que dijo: “Mi madre se quedó sin empleo en el vivero donde trabajaba y se está dedicando a limpiar casas. Pero no es mucho. Ella anda buscando trabajo. Yo no trabajo, porque no hay nada para mí. Pero cuando mi mamá estaba en el vivero iba a ayudarla. Y ahora ya no tengo tanto tiempo, porque comencé a jugar al fútbol para Atenas, voy dos días en la semana y los sábados, y estoy estudiando”. Agregó: “Con ella me comunico todo el tiempo en quechua, aunque prefiere que le hable en español para aprender un poco más. Pero como ella me habla en quechua, yo le respondo igual (risa…)”. Y siguió: “Ella nunca pudo ir a un colegio, es del campo y no estudió. Y, como no fue a la escuela, sólo aprendió a hablar como en la casa”. “Esto es algo que la complicó para conseguir trabajo. Ella no podía hablar y la gente no la entendía. Ahora ya entiende más y habla poco, pero mucho más que antes”, acotó el chico, que fiel a una de las características salientes de sus paisanos, marca bien las eses al hablar, tiene la piel del color de la tierra, los ojos rasgados, con un lóbulo en su parte inferior, el cabello negro y lacio, la boca carnosa y oscura y una mirada piadosa a la vez que vivaz y tímida. Fidel juega al fútbol en Atenas en la categoría '97, como volante. El 25 de octubre va a cumplir 14 años. Y cursa el tercer año en el Ipem N˚27, donde almuerza los días de semana. Dice que le


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va bien en la escuela y que le gusta estudiar. “A mí me encantaría ser futbolista, pero no sé si va a ser posible. Si no puedo, me gustaría estudiar para contador. Quisiera ir a la Universidad, porque nadie de mi familia pudo hacerlo. Mi mamá no fue a la escuela y mi papá hizo el primario nomás”, contó. “Ya no bajan de los barcos. Ahora llegan en colectivos. La mayoría proviene del altiplano. Las causas principales que influyen en la decisión migratoria se relacionan con aspectos económicos, laborales y familiares. Toda migración arrastra a la construcción de una nueva realidad”, indica uno de los mensajes que aparecen en este producto del Instituto de Desarrollo Regional y la Dirección de Comunicación y Cultura de la Facultad de Ciencias Económicas, realizado en el marco del Proyecto “Planificación y gestión territorial del desarrollo del aglomerado Río Cuarto. Situación actual. Escenarios futuros y estrategias políticas”, dentro del Programa “Sistemas productivos locales y ciudades intermedias. Dinámica actual y escenarios futuros en el aglomerado Río Cuarto”. Se indica que “la llegada considerable de inmigrantes latinoamericanos se produjo en la década del noventa, con lo cual se modificó la composición étnica de las comunidades extranjeras en Río Cuarto, donde residen pobladores provenientes de Paraguay, Perú, Chile, Uruguay, Colombia, Brasil, Venezuela, Ecuador, Cuba, República Dominicana”. Y agregan: “Sin embargo, sólo se identifica como colectivo al boliviano, ya que hubo una importante entrada de gente. Crearon su propio barrio, mantienen sus costumbres, consolidan el reclutamiento mediante redes migratorias, fortalecieron su territorio y generaron riqueza. Mantienen escaso contacto con el resto de la sociedad riocuartense… Se establecieron en el cinturón verde de la ciudad y, aprovechando el amplio mercado de ese sector,

más la escasa productividad local, influyeron en la economía mediante la producción y comercialización fruti-hortícola. También llegó otro grupo vinculado con la construcción y los hornos de ladrillos, aunque con más precariedad laboral”. Siguen: “La condición de extranjero provoca mayor vulnerabilidad y tiene una expresión crítica en la ausencia de derechos que afecta a inmigrantes irregulares, en general, y más profundamente a mujeres y niños”. “En el imaginario social, la idea de crisol de razas que forman el origen del pueblo argentino, pareciese excluir, en cierto modo, a los oriundos de países latinoamericanos, arribados al país en las últimas décadas del siglo XX. Si bien hoy no hay plena aceptación ciudadana, se comienza a ver que la presencia de estos inmigrantes contribuye con la identidad y la economía de la ciudad; la década del noventa estuvo signada por reacciones xenófobas y obstáculos en el acceso al trabajo, la salud y a la educación”. “El desafío para el futuro es reconocer y aceptar los aspectos positivos del fenómeno de inmigración como una estrategia de vida, como un derecho esencial e inalienable, que contribuye a la inclusión social y el respeto por la diversidad cultura,”, concluyen. Protagonista del documental Sobre su trabajo en “El imperio de los colores”, Fidel dijo que conoció a Marcos Altamirano, el realizador del documental, a través de un amigo que se hizo en la Defensoría del Pueblo, donde fue a golpear las puertas para tramitar los documentos para él, su hermano y su madre. “Fuimos charlando y se dio así nomás. Lo disfruté, pero tenía miedo, porque nunca me habían filmado. La cámara me seguía por toda la ciudad y la gente me miraba. No lo pensé mucho al principio”, comentó.


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La madre se llama Eugenia y aunque parece tener muchos más, es una mujer de apenas 37 años, que trabaja como empleada doméstica por diez pesos la hora. Y para llegar a una de las casas camina durante una hora, sacrificio del que la suele salvar su hijo Fidel que la lleva en la parrilla trasera de su bicicleta. Su hermano más chico tiene 12 años, va al colegio Almirante Brown, y ahora a esa humilde casa se sumó su hermana María, de 18 años, que acaba de separarse de su marido y fue en búsqueda de refugio para ella y su hijito de un año y medio. “Todavía no tenemos los documentos que tanto necesitamos. La verdad, se nos complica para recibirlos. Tenemos que ir a Córdoba, nos dijeron que los teníamos que esperar acá, pero como no nos llegaron vamos a tener que viajar para reclamar, aunque no sé con qué plata, porque no tenemos”, indicó Fidel, a la vez que agregó: “Tenemos que pagar la luz y el alquiler de 300 pesos y comprar la garrafa de gas. Mi mamá trabaja, pero a veces no comemos mucho y a veces no hay nada. De la Municipalidad nos dan un bolsón, pero no nos alcanza”. 2 Analicen la nota en función de las ideas desarrolladas. Localicen las distintas generaciones en juego y los roles que ocupan. 3 ¿Qué ejemplos de la historia argentina se muestran como puntos críticos o de inflexión en los relatos de transmisión? 4 Elaboren un ejemplo de trasmisión mimética –copia o reproducción-, y otro de transmisión lograda – “contrabandistas de memoria” en los términos trabajados. Pueden basarse en la biografía personal, ajena o en una construcción hipotética.

5 En los ejemplos que pensaron en el punto anterior, ¿qué papel juegan o podrían jugar las diversas instancias educativas?


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2.2. Autoridad: E el problema de la autoridad pedagógica

n este apartado nos proponemos analizar el problema de la autoridad pedagógica, entendida como una de las principales temáticas teóricas educativas actuales, por lo que puede pensarse como eje común del conjunto de los temas que desarrollaremos. ¿Qué es lo que nos autoriza a educar? ¿Por qué consideramos que podemos ponernos delante de los otros para acompañarlos y guiarlos en un proceso educativo? ¿Qué relación guarda la autoridad con la transmisión? ¿Cómo se construye hoy una autoridad pedagógica igualitaria, que establezca las distancias óptimas entre los sujetos que participan? Estas son algunas de las preguntas que debemos tener latentes a lo largo de la lectura. Vivimos en una época supuestamente signada por una “crisis de la autoridad”, que en el terreno educativo lleva, por lo general, a la consolidación de dos posiciones antagónicas: o bien se trataría de “recuperar” una autoridad perdida, aquella sostenida en otros tiempos dorados, con otras instituciones, otros sujetos y otros proyectos políticos más sólidos y menos dispersos, o bien habría que “abandonar” el intento de toda refundación de autoridad, accediendo al aplanamiento de las relaciones maestro-alumno y a la total simetría generacional/relacional. Estas dos posiciones tienen efectos en el modo de plantear posibles formas de establecer relaciones pedagógicas, investigar acerca de la autoridad y promover desarrollos profesionales. A diferencia de estas dos posiciones, proponemos pensar una alternativa que no renuncie al lugar de autoridad de aquel que enseña como condición de producción de sociedades más justas -que se distancia tanto de la copia fiel del pasado signado por el vínculo autoritario como de la fuga a modelos más próximos a un presente consumista- para inaugurar un modo responsable, habilitante, emancipador, que se traduzca en múltiples formas de hacer lugar a la igualdad como potencia, a partir de la comprensión de la autoridad como “autorización”.


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2.2.1. La autoridad como imposición

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a historia, y muchas veces nuestra propia biografía, nos ha hecho desconfiar del término “autoridad” cuando se lo aplica a temas educativos: rápidamente se desliza hacia autoritarismo, y desata recuerdos e imágenes desagradables, silencios obligados y hasta humillaciones diversas. En estos casos, la autoridad pedagógica aparece pura y exclusivamente como un acto de imposición absoluta, omnímoda y omnipotente, un “porque lo digo yo”, sin ningún lugar a un porqué, a una explicación, a un diálogo. Como todo, esta situación tiene un origen histórico. En la modernidad comenzó el proceso de diferenciación de las edades, y el colectivo “infancia” -y más tardíamente “juventud”- fue separado del de los mayores. Así, se aportó a la construcción de su especificidad diferenciándola de la adultez. Los menores fueron comprendidos como seres incompletos, lo que los convirtió en sujetos que debían ser educados en instituciones específicas. Se construyó un sujeto pedagógico, el “alumno”, y se lo volvió sinónimo de infante normal. Desde entonces, educar se entendió como completar al niño para volverlo adulto. Esto llevó a una infantilización de todo aquel que, en cualquier circunstancia, ocupara el lugar de alumno (por ejemplo, el adulto analfabeto, el adulto que se forma o capacita para trabajar como docente, el adulto que concurre a actividades educativas comunitarias, etc.). En este marco, la autoridad aparece como un dato natural y evidente, como una relación desigual constituyente del vínculo. Esta concepción se condice con la definición de educación presentada por Emilio Durkheim en 1911: “La educación es la acción ejercida por las generaciones adultas sobre las que todavía no están maduras para la vida social. Tiene por objeto suscitar y

desarrollar en el niño cierto número de estados físicos, intelectuales y morales, que exigen de él la sociedad política en su conjunto y el medio especial al que está particularmente destinado”. Esta posición determina con fuerza el lugar del educador (las generaciones adultas) y del educando (las que no están todavía maduras para la vida social); lugares que son tomados, en forma prioritaria, por los adultos y los infantes respectivamente. Partiendo de una separación absoluta entre los sujetos intervinientes, se construyó así una figura docente sin fisuras, que debía constituirse en ejemplo -físico, biológico, moral, social, epistémico, etc.- de conducta a seguir por sus alumnos. El alumno se definió como el sujeto incompleto, imposibilitado de responsabilizarse por sus actos, sobre el cual el docente estaba habilitado a ejercer su autoridad. Dice Durkheim (1984): “La sociedad encuentra a cada nueva generación en presencia de una tabla casi rasa, en la cual tendrá que construir con nuevo trabajo. Hace falta que, por las vías más rápidas, al ser egoísta y asocial que acaba de nacer, agregue ella otro capaz de llevar una vida moral y social. He aquí cuál es la obra de la educación, y bien se deja ver toda su importancia”. Así, docente y alumno aparecen como las únicas posiciones de sujetos educativos posibles. El maestro se presenta como el portador de lo que no porta el alumno, y el alumno -construido sobre el infanteno es comprendido nunca en el proceso pedagógico como un “igual” o “futuro igual” del docente, sino indefectiblemente como alguien que siempre -aun cuando haya concluido la relación educativa- será menor respecto del otro miembro de la díada. La desigualdad es la única relación habilitada entre los sujetos, negándose la coexistencia de planos de igualdad o de diferencia. Esto estimula la construcción de mecanismos de control y continua degradación hacia el subordinado: “el alumno no estudia, no lee, no sabe nada”. Cabe agregar, finalmente, que cuando este tipo de relación se establece entre el alumno y el docente, también se entabla entre el do-


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cente y sus superiores: la autorización sigue un camino jerárquico de un solo sentido, en el que los “ya autorizados” autorizan a “los nuevos”. Al respecto, un profesor puede decir “a mí no me tienen que autorizar mis alumnos porque ya me autorizaron mis docentes”, basándose en que entiende el proceso educativo como una operación mediante la cual los ya-Completos completan a los aún-Incompletos. De esta forma, el profesor se funde en la autoridad. Históricamente, esta situación se materializó en la obtención “de una vez y para siempre” del título habilitante. Su tenencia autorizaba al portador a enseñar, y era dado y controlado en forma monopólica por el propio aparato escolar con una fuerte intervención estatal. El “título habilitante” marcaba una clara línea divisoria y establecía una jerarquía de autoridad entre quienes habían sido formados por las instituciones autorizadas y quienes podían ejercer la docencia de manera transitoria hasta tanto el cargo fuera cubierto por alguien con autoridad plena. Así, el docente gozaba de una autoridad “vitalicia” otorgada por la tenencia de cierto capital institucionalizado que se materializaba en el título habilitante expedido por el Estado. En esta concepción, el docente se siente autorizado a enseñar lo que enseña “porque así lo dicen los que saben”. La “actualización en contenidos” y la constitución del “buen gusto” son sus dispositivos de legitimación más frecuentes, en cuyos debates ocupan un lugar primordial la determinación de los saberes erróneos y obsoletos que deben ser quitados de la escuela, la inclusión de los conocimientos “de punta” y el armado de un cierto canon escolar de saberes y experiencias validadas por la Academia.

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Les proponemos la lectura del siguiente posible modelo de reglamento escolar5. Disciplina • Formar en la fila, mirando la nuca del de adelante, porque sólo querían ver una cabeza. • Ubicarse entre dos, uno un poco más bajo y otro un poco más alto. Pararse dentro de una baldosa, tomar distancia y estirar el brazo apenas rozando el hombro del compañero. • Levantar la mano para pedir la palabra. Y esperar que sea dada. Pararse cuando entra un adulto. Y merecer su generosidad para volver a sentarse. • Cortarse el pelo a dos dedos del cuello de la camisa. Atarse y recogerse el cabello. Sacarse el flequillo de la cara. • No usar jeans, ni pulseras, ni aros colgantes. Bajar los ruedos de los delantales, tensar las medias tres cuartos, subir la corbata hasta el tope, ajustarse el último botón de la camisa. • Referirse al otro de “Usted”, y recibir el mismo trato. • Saber que no se estaba en la cancha. • El silencio ante todo: era a la vez el punto de partida, la necesidad y el objetivo de la tarea. Un silencio que se buscaba siempre y en todo lugar, que tapaba las voces interiores, que a veces se escuchaba tanto que ensordecía. • Quietud permanente que sólo debía interrumpirse con movimientos medidos, controlados y coordinados. • Empujones, golpes menores, palmadas, tirones de orejas y patillas. Plantones, demoras y retenciones. • Degradaciones sutiles y efectivas, humillacio-

5 • Fuente: Di Pietro, Susana y Pineau, Pablo (2008): Aseo y presentación: un ensayo sobre la estética escolar, Buenos Aires, edición del autor.


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nes y sadismos varios. Sentirse expuesto ante los otros, ante los pares, ante quienes luego sacarían provecho de la situación. De adultos, insólitamente, algunos añoran esos muros que encerraban hasta ahogar, extrañan la separación entre alumnos y docentes, entre hombres y mujeres, reclaman el retorno de esa autoridad absorbente y lamentan la pérdida de aquel orden opresor que les daba seguridad y garantías tan grises como el color de esas paredes. 1 Busquen datos en su biografía que podrían ampliar esta posible lista de normas. 2 “La disciplina es la forma extrema de la forma de autoridad pedagógica moderna”. ¿Qué argumentos pueden esgrimir para consolidar esta afirmación?

ara p mirar

No sólo la literatura, sino también el cine, ha dado muchos ejemplos de esta concepción de “autoridad” presente en el acto educativo. Les proponemos ver dos clásicos como ejemplos, y analizar allí la concepción de autoridad presente: • “Los cuatrocientos golpes (Les quatre cents coups, 1959), dir: François Truffaut. • “El Muro” (The wall,1982), dir: Alan Parker Otras opciones pueden encontrarse en el Archivo Fílmico Pedagógico, http://www.buenosaires.gov.ar/areas/educacion/cepa/filmico. php?menu_id=16817 Observen la lista de películas relacionadas con el eje de Autoridad, ¿agregarían otra? ¿Por qué? Descríbanla brevemente focalizándose en la

construcción de la autoridad. En caso de no encontrar en su memoria películas, pueden basarse en obras literarias, series televisivas, etc.

2.2.2. Críticas y propuestas

A

lo largo del siglo XX se fueron constituyendo críticas a la concepción de la autoridad como imposición. La mayoría de ellas se refirieron al lugar que se daba al alumno en tanto sujeto sobre el que se aplica una autoridad decidida y ejercida por otros. En algunos casos -como explicaremos más adelante- estas críticas fueron utilizadas para construir la concepción de educación como satisfacción de demandas, muchas veces traicionando las posiciones político-pedagógicas de quienes las habían enunciado. Lorenzo Luzuriaga, un pedagogo español que se exilió en la Argentina luego de la Guerra Civil, proponía en la década del cincuenta -en clara oposición a la concepción durkheimiana- un rescate de la juventud como motor de cambio social, contra una generación adulta que debía aceptar su fracaso como condición imprescindible para la construcción de una “nueva educación”. En sus propias palabras: “En un mundo dividido como el actual, con conflictos agudos y antagonismos al parecer irreductibles, la juventud es nuestra última esperanza. El fracaso de los adultos al promover o no evitar dos guerras mundiales en poco más de veinte años es demasiado evidente para que podamos tener fe en los hombres actuales. Al mismo tiempo, los problemas de la posguerra en todos los órdenes -políticos, económicos, sociales- se han ido acumulando de tal modo, que los adultos de hoy parecemos incapaces de resolverlos. […] La juventud es nuestra última esperanza, nuestra única solución. Es necesario que los adultos, en vista de sus fracasos, se retiren humildemente a un segundo plano y que dejen la


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escena a las nuevas generaciones para que ensayen, actúen e incluso se equivoquen. De los yerros vendrán los aciertos. Tiempo tendrán para rectificar sus errores, que desde luego difícilmente serán mayores que los nuestros” (Luzuriaga, 2002: 111 y ss.).

ara pescuchar

En 1990, Ignacio Copani cantaba “A quién le importa”, una canción de protesta ya un tanto demodée, en la que un alumno cuestionaba la selección curricular propuesta por la escuela. En 1973 , Sui Generis, también desarrolló un himno que cuestionaba distintas dimensiones de la vida escolar. Les proponemos escucharlas: • “A quién le importa” Ignacio Copani. Disco: Copani (1990) http://youtu.be/DriXoILGwtE • “Aprendizaje” Sui Generis. Disco: Confesiones de un invierno (1973) http://youtu.be/OK2x2lLsljw

omento m de reflexión

1 Busquen textos, imágenes, historietas o canciones en los que puedan encontrarse impugnaciones a la concepción clásica de autoridad. Identifiquen regularidades entre ellos (época de escritura, género al que pertenecen, autores y movimientos, etc.). 2 Tomen las citas presentadas de Durkheim, Luzuriaga, Copani y Sui Generis. Indaguen en sus períodos de producción y establezcan relaciones entre las situaciones contextuales y sus consideraciones sobre la autoridad pedagógica.

2.2.3. La autoridad como satisfacción de demandas

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n las últimas décadas, las críticas a estas formas de autoridad condujeron a la generación de nuevas formas en las que, a diferencia de los casos anteriores, la autorización no se presenta como un dato previo al encuentro educativo sino como el resultado de su puesta en práctica. La escuela pierde su poder de autolegitimación como espacio educativo, como institución que tiene algo específico y distinto que decir, y ahora son los sujetos involucrados (los alumnos, las familias, la comunidad), entendidos como consumidores, quienes en última instancia la autorizan en función de la satisfacción de sus demandas. Quedan habilitadas así formas de “autoridad a demanda”. En las últimas décadas, la llegada de las teorías empresariales al campo educativo parece haber fundido el concepto de “Autoridad” en el de “Control de Calidad”. En consonancia con esto, las políticas reformistas de los noventa caracterizaron a los modelos anteriores como “gestión burocrática” ejemplificados en currículum centralizados que no se aplicaban o se aplicaban mal. Uno de los modelos que se contrapuso fue el de la “gestión por resultados” mediante definición de estándares o dispositivos de evaluación de la calidad según parámetros internacionales supuestamente objetivos. Junto a esto, la “autoridad vitalicia” que otorgaba la tenencia de un cierto capital institucional -ejemplificado en el título habilitante- comenzó a ser horadada por el discurso de la profesionalización docente y por la generalización de la idea de la obsolescencia de los conocimientos que trasmiten las agencias educativas. Por ejemplo, en los últimos años se ha introducido en América Latina la discusión sobre las carreras docentes, en cuyo marco se cuestiona la idea de que sea el título y la antigüedad -es decir, la acumulación


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de experiencia reconocida bajo la forma del “ascenso” y de aumentos de salarios- la forma principal del reconocimiento de la trayectoria profesional. Asistimos entonces a la intensificación de los requisitos de capacitación y de actualización profesional y, más recientemente, a las propuestas que insisten en la necesidad de que los docentes se sometan a evaluaciones periódicas. En la misma línea se encuentra la tendencia a asociar carreras docentes a los resultados en los aprendizajes de los alumnos. La autoridad vitalicia que se consolidaba e incrementaba por el paso del tiempo es suplantada por una noción de autoridad que debe ser validada y renovada periódicamente, lo que en algunas propuestas implica someterla a criterios externos como es el cumplimiento de “estándares” para los docentes y para los alumnos. Si bien en estos temas están imbricadas numerosas dimensiones, nos interesa recorrerlas desde la perspectiva de la autoridad, ya sea estatal, docente e incluso curricular. Tanto las propuestas de evaluación de desempeño como aquellas que proponen asociar las carreras profesionales al rendimiento de los alumnos, desplazan la autoridad de una legitimidad burocrática -que como tal se asienta en normas y en procedimientos-, hacia una legitimidad basada en la responsabilidad por los resultados cercana al “control de calidad”, es decir, en una autoridad sostenida en el cumplimiento de compromisos verificables establecidos previamente.

2.2.4. Una nueva propuesta: la apuesta a la autorización La enorme confusión en la que actualmente estamos inmersos en los espacios en los que se desarrolla la educación, es decir, la familia y la escuela, procede al menos en gran parte de esta circunstancia ineludible. En la educación, nos relacionamos, en efecto, con seres ante

los cuales nos encontramos, por la fuerza inexorable de las cosas, en una situación de diferenciación natural connotada en términos de superioridad, y tenemos incluso la impresión de que no existe una educación, familiar o escolar, sin una dimensión de disimetría, sin el reconocimiento de una especie de desnivel que es el único que parece hacer posibles la autoridad y la transmisión. Sin embargo, también sabemos que no podemos ni debemos vivir en adelante esta relación en la modalidad que va vinculada, en las sociedades tradicionales, a la relación de los superiores naturales (o quienes se presentaban a sí mismos de ese modo) con los inferiores. Y no podemos hacerlo en la medida en que, también aquí, el trabajo de la igualdad ha llevado a cabo su labor, aunque por otras vías. [....] Toda la dificultad reside entonces en esto: el régimen de la equiparación, que ya forma parte de las costumbres, encuentra por sí mismo sus propios límites que no puede, sin embargo, fijar con claridad. (Jacquard, Menent y Renaut, 2004)

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ás allá de estas críticas, también sabemos que es imposible una propuesta educativa sin autoridad. De acuerdo a Richard Sennett (1982) la autoridad no es sólo cuestión de la credibilidad y la legitimidad que tiene quien la ejerce, sino también de las necesidades por parte de quienes la padecen de sentirse habilitados por ella. Como sostienen los autores en la cita que encabeza este apartado, la caída de las formas tradicionales y autolegitimadoras de la autoridad educativa debe permitir la construcción de nuevas formas que den respuesta a los cuestionamientos, sobre todo respecto del establecimiento de nuevos posicionamientos en el plano de la igualdad entre los sujetos intervinientes. El docente debe hacerse cargo de su ineludible ejercicio de autoridad para la concreción del acto educativo, y las instituciones educativas deben volverse un lugar autorizado pero no autoritario, que no disuelva las asimetrías sino que las vuelva motor de trabajo, y las ponga en diálogo y fricción con las otras formas de rela-


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ción (igualdad, diferencia, autonomía) entre alumnos y maestros. Etimológicamente, el término “autoridad” -autoritasproviene de la palabra latina auctor -autor-, que a su vez viene del verbo augere, que significa “hacer aumentar, hacer crecer”. Es decir, que el origen de la palabra no es “mandar”, sino “hacer crecer”. Ya hemos dicho que la cadena principal de interpretación fue “autoridad-autoritarismo-imposición-desigualdad plena”. Pero vale recordar que pueden pensarse otras más fértiles a la hora de problematizar esta cuestión, y que están presentes en la raíz del término. Específicamente, creemos fértil indagar en la cadena “autoridad-autorizar-autorizarse”. Analicemos a continuación algunas de las respuestas actuales posibles. Por supuesto, debe recordarse que no son excluyentes entre sí, y en las prácticas concretas admiten miles de matices.

2.2.4.1. Las formas “a oferta” La autorización estatal

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os estamos refiriendo aquí a la operación de autorización del docente mediante la esfera política de los Estados modernos. La concepción de la educación como un juego de deberes y derechos, la constitución del Estado educador como su garante, el establecimiento del andamiaje jurídico -leyes y decretos- y administrativo -Ministerios, secretarías y demás instancias burocráticas- fomentan esta concepción. El Estado se vuelve el gran agente de determinación curricular, basado en su condición de ser el órgano representativo de la soberanía popular. De esta forma, sanciona la enseñanza obligatoria de ciertos saberes que se consideran necesarios para la formación de la ciudadanía. Su materialización son los planes y currículos “oficiales”. El docente se siente entonces

autorizado a enseñar lo que enseña “porque está en el programa”. El supuesto es que quien lo ha determinado en la esfera estatal goza de la legalidad y la legitimidad para hacerlo, y de esta forma irradia la autoridad a los que deben llevarlo a cabo. A su vez, habilita dispositivos de control sobre el resto de los elementos, como la aprobación de los libros de texto. Esta forma de autorización muestra sus facetas más conflictivas especialmente en aquellos campos del saber más “opinables”, en los cuales no hay un claro referente académico. Un ejemplo clásico en la escuela media es la enseñanza de los saberes vinculados con la educación sexual o con la formación ciudadana. Para el caso argentino, el de la formación ciudadana es uno de los que más ha cambiado de denominación a lo largo de los años en consonancia con los cambios políticos. Se lo ha llamado Instrucción Cívica, Doctrina Nacional y Cultura Ciudadana, Educación Democrática, Estudios de la Realidad Social Argentina (ERSA), Formación Cívica, Formación Moral y Cívica, Educación Cívica y Formación Ética y Ciudadana, entre otras. Así, esta posición hace que la problemática educativa quede demasiado sujeta a los avatares políticos, y -como nuestra historia lo demuestra- esto puede favorecer procesos sociales autoritarios al no existir formas de contralor del accionar estatal.

La autorización académica En este caso, nos referimos a la operación por la que quienes están autorizados a determinar qué enseñar son aquellos que ocupan un sitial destacado en la producción de saberes “académicos” -sean científicos o expresivos-. Son los expertos, los “sabios”, quienes otorgan la autoridad al docente. Universidades, centros de investigación y asociaciones científicas, así como las instituciones legitimadas del campo artístico -críticos literarios, museos, fundaciones- construyen un cierto “buen saber” científico y estético que la escuela debe trasmitir. En este


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caso, el docente se siente autorizado a enseñar lo que enseña “porque así lo dicen los que saben”. La “actualización en contenidos” y la constitución del “buen gusto” son sus dispositivos de autorización más frecuentes. En sus debates, ocupan un lugar primordial la determinación de los saberes erróneos y obsoletos que deben ser quitados de la escuela, la inclusión de los conocimientos “de punta” y de las nuevas teorías y el armado de un cierto canon escolar de saberes y experiencias validados por la Academia. Desde perspectivas críticas, es posible denunciar que la supuesta “objetividad” que otorga la cientificidad a esta forma de autoridad en realidad encubre luchas sociales e impone como válida para el conjunto una visión del mundo que responde a un cierto grupo. Un buen ejemplo de esto es, sencillamente, considerar que la ciencia es el mejor saber posible. A la autoridad estatal y a la autoridad académica es necesario sumar, para algunos casos concretos -a veces en sintonía y a veces en oposición- la autoridad eclesial, que hablita su imprimatur para la enseñanza y circulación de ciertos saberes. Más allá de sus diferencias, estas tres formas de autorización, que dominaron los debates en el pasado, comparten su condición de ser formas “a oferta”; esto es, formas con una fuerte capacidad propositiva que generaba prácticas educativas que creían tener “algo bueno para dar a sus alumnos”. Por supuesto, esto fue una puerta abierta a variadas y creativas formas de represión, censura y autoritarismo.

2.2.4.2. Las formas “a demanda” La autorización psicológica

E

sta forma de autorización pedagógica pone su centro no ya en los saberes a trasmitir, sino en

los alumnos a los cuales va a enseñársele. Así, lo que se enseña está autorizado por su capacidad para responder a las características individuales y personales de los alumnos, tales como su nivel evolutivo, sus intereses y gustos, la cercanía a sus mundos y prácticas, o la utilidad y aplicación que puedan darle. La psicologización de la pedagogía a lo largo del siglo XX fue la base del fortalecimiento de esta posición, ejemplificada en la canción de Ignacio Copani presentada más arriba. Esta forma de autorización abre una instancia de negociación con los alumnos entre lo que se pretende enseñar y lo que ellos quieren/pueden aprender. A diferencia de los casos anteriores, la autorización no es un dato previo al encuentro educativo, sino un resultado de su puesta en práctica: el docente no está autorizado de antemano; debe autorizarse en el acto. En los últimos años, al calor del neoliberalismo y de ciertas lecturas autodenominadas “constructivistas”, esta posición muchas veces fundió ambos términos y creyó que debía enseñarse lo que los alumnos querían aprender. Se habilitaron formas pedagógicas de “satisfacción de la demanda”, o de “atención al cliente”, que pusieron en duda la función escolar de “abrir el mundo” a las nuevas generaciones. Philippe Meirieu (1998) critica fuertemente las prácticas pedagógicas basadas en los “intereses del sujeto” al sostener que: “Atender sus peticiones, someterse a sus necesidades, proponerle tan sólo aquello que tiene ganas de hacer y que ya es capaz de hacer, es arriesgarse a mantenerlo en un estado de dependencia, incluso en una vida vegetativa en la que, privado de exigencias, se dejará caer al nivel más bajo. La educación, entonces, se reduciría a la contemplación embobada de unas aptitudes que se despiertan; ratificaría todas las formas de desigualdad y dejaría a los ‘hombrecitos’ completamente inermes, incapaces de entender lo que ocurre, privados de voluntad y prisioneros de sus caprichos y de toda clase de manipulaciones demagógicas”.


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La autorización institucional También en los últimos años se vio fortalecida una posición que basa la autoridad del docente en los acuerdos que éste pudo alcanzar con los sujetos con los que se relaciona. A diferencia de las posiciones “a oferta”, en las que los criterios de autoridad eran muy lejanos -el Estado, la Ciencia, la Academia, el Dogma-, esta posición se basa en la cercanía de concertación de los involucrados directos. La propuesta del docente es un acuerdo idiosincrático entre sus propias posiciones, las de sus colegas, las de los directivos y las de los alumnos y los padres, englobados todos en el término “comunidad escolar”. A su vez, implica un trabajo del sujeto en la autorización, que ya no le es externa y dada por un ajeno, sino resultado de su propio accionar. Una de sus manifestaciones materiales son los PEI (Proyecto Educativo Institucional), entendido como los acuerdos alcanzados por las partes involucradas. El docente se siente autorizado a enseñar lo que enseña porque está en el PEI, un contrato pedagógico de validez local. En esta operación lo comunitario sustituye a lo general, a lo “objetivo”, como criterio de autoridad. Como en el caso anterior, esta forma de autorización puede ser fuertemente solidaria con las posiciones neoliberales, al sostener que lo que la escuela debe enseñar es lo que la comunidad quiere aprender y así limitar su accionar a responder a su horizonte de expectativas cercano. Su mayor riesgo es la atomización y fragmentación del sistema, en el que cada escuela enseña lo que considera, perdiendo la dimensión de lo común que implica toda propuesta educativa democrática. Dice Meirieu (1998) en defensa de la universalidad del currículum: “Porque sería una extraña educación aquella que renunciase de golpe al horizonte posible de una dimensión universal en la que pudiera haber concordancia entre los hombres […] Enseñar es tratar de comunicar lo más grande y lo más hermoso que los hombres han elaborado pero también es,

por definición, tratar de comunicárselo a todos”. A estas últimas formas de autorización “a demanda”, podemos sumar la llamada “autorización familiar”, vinculada a la idea de la autoridad incuestionable de “la familia” en las cuestiones educativas. Por un lado, esta posición se basa en una concepción “ideal” y ahistórica de la institución familiar y, por otro, limita las posibilidades de ampliación de los universos culturales con los que concurren sus alumnos. En muchos casos, los “intereses” de los alumnos, las familias o las comunidades son comprendidos como elementos innatos y asociales a los que debe someterse la totalidad del accionar educativo. Esto es, no se concibe lo que interesa como producto de experiencias sociales como el consumo y los medios de comunicación, sino como marcas identitarias propias y personales, “verdaderas”, que deben ser respetadas a rajatabla, por lo que todo intento de cuestionamiento y modificación es una práctica educativa autoritaria entendida como “imposición”. A nuestro entender, estas posiciones son mezquinas porque se corren de la función de “abrir el mundo” a las nuevas generaciones implicada en todo acto educativo y, por consiguiente, dificultan el ejercicio de ciertos derechos. En una posición que acerca peligrosamente la educación al marketing y al gerenciamiento empresarial y que convierte a los alumnos y la comunidad en “consumidores inteligentes” que saben todo lo que necesitan, por lo que concurren al mercado educativo a saciar “demandas previas” incuestionables, a cuya satisfacción debe limitarse el acto educativo.

2.2.5. Reponiendo la trama

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emos realizado una genealogía de la escuela que encuentra su presente en crisis. Esta crisis radica en la naturalización que se hace de la escuela y es por eso que nos interesa pensar en términos de


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genealogía, que en nuestros días se expresa como el pasaje de la “autorización por oferta” a la “autorización por demanda”. Como vimos, por un lado, a lo largo del siglo XX fueron hegemónicas las formas de legitimación sustentadas en la autoridad estatal, académica y eclesial, que tenían en común la cualidad de basarse en “la oferta"; es decir, formas con una fuerte capacidad propositiva que producían una escuela convencida de tener algo bueno para dar a sus alumnos, y que, a su vez, posibilitaban distintas formas de represión y autoritarismo. Por otra parte, el afianzamiento de las teorías neoliberales y empresariales en el área educativa concatenaron la idea de autoridad con la de control de calidad, lo que hizo que la escuela pierda su poder de autolegitimación como espacio educativo, como institución que tiene algo específico y distinto que decir, y situó a los sujetos consumidores (los alumnos, las familias, la comunidad) como quienes en última instancia la autorizan en función de la satisfacción de sus demandas. Quedan habilitadas así formas de autoridad “a demanda”. La idea de formación permanente y de organismos externos de evaluación se instala en el sistema educativo. En simultáneo con esta búsqueda externa de eficiencia -búsqueda en el modelo empresarial- se produce una recapitulación en los mecanismos de legitimación docente: desdibujada ya la tríada Estado-Academia-Iglesia, la escala se acota: la propuesta pedagógica del docente pasa a ser un acuerdo idiosincrásico entre los miembros de la “comunidad escolar”. A su vez, el sujeto queda implicado en la autorización, ya que deja de ser externa y dada por alguien de afuera para pasar a ser, en parte, el resultado se su propia práctica. Lo común cede frente a lo local y cercano: la atención a las demandas particulares. En este análisis aparecen de vuelta las categorías de lo particular (autoridad como cualidad, autoridad carismática) y lo general (efecto institucional, autoridad burocrática). La atención a la diversidad y a las necesidades par-

ticulares de cada población, permiten encontrar fácil respuesta en el paradigma neoliberal, produciéndose una segmentación cualitativa más que cuantitativa. Ahora bien, dicha segmentación se materializa en fragmentación: el mapa educativo se interpreta como la yuxtaposición de distintos nichos que demandan un tipo de educación; la analogía con el supermercado es evidente. ¿Cómo se ven validados estos conocimientos? De la habilitación del Estado se ha pasado a una habilitación del mercado: todo puede ser ahora enseñado; siempre y cuando haya quien esté dispuesto a aprenderlo. ¿Qué tipo de reconocimiento que no sea económico se podrá percibir? ¿El tipo de reconocimiento que los docentes reclamamos se ajusta a la concepción neoliberal del conocimiento? ¿Cómo se lee e imparte el reconocimiento cuando la educación tiende a ser la satisfacción ciega de una demanda?

2.2.6. A modo de conclusión Hasta en un nivel humilde -el del maestro de escuelaenseñar, enseñar bien, es ser cómplice de una posibilidad trascendente. Si lo despertamos, ese niño exasperante de la última fila tal vez escriba versos, tal vez conjeture el teorema que mantendrá ocupados a los siglos. (Steiner, 2004)

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n este apartado hemos revisado la problemática de la autoridad pedagógica desde la perspectiva de la autorización del docente, en una fuerte tensión entre el autoritarismo castrador (“porque lo digo yo”) y la demagogia condescendiente (“porque vos lo querés”); entre la autorización externa jerárquica y la autorización local situacional; entre la autorización “de una vez y para siempre” y la autorización inestable y en construcción. En debate a la vez con la concepción “natural” de la autoridad y con las nociones que provienen del neoliberalismo y sus discursos asociados, proponemos


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nuevas formas de autoridad docente que acepten su condición de puesta en discusión, que no por eso se deriven de otros externos al propio sujeto, como los estándares objetivos, la evaluación de resultados, la satisfacción de las demandas de los alumnos o la comunidad ni la adecuación a los intereses de aquellos. Creemos que el docente debe ser alguien que se sienta autorizado a serlo. Y, como tal, que se sienta capaz de autorizarles mundos a sus alumnos. De acuerdo a esto, como sostiene la cita de Steiner, la mejor forma de autorización es la que se desprende de creer que el acto educativo vale la pena y que puede inaugurar condiciones inesperadas. Así, si en la primera clase es lícito que el docente determine qué enseñar en uso de su autoridad pedagógica, debe ser un fuerte objetivo que a lo largo del desarrollo del curso se expliquen los porqués y, a su vez, aceptar que los alumnos pueden comprenderlos, pero no necesariamente compartirlos. Y que también, en este último caso, no necesariamente el docente debe modificarlos. En ese juego irreductible de posiciones y sujetos, los habremos autorizado a crecer. Y lo habremos hecho nosotros también.

res. Esos intérpretes se animan a “legislar” sobre lo que vale la pena enseñar y aprender, a construir una autoridad cultural y pedagógica, y al mismo tiempo evitan la tentación autoritaria sosteniendo que esas normas permanezcan abiertas a lo que las nuevas perspectivas y generaciones van aportando.” (Dussel y Southwell, 2008)

Frente al sentimiento de crisis, ocurre habitualmente una solución instantánea: volver a la situación donde la autoridad no estaba en cuestionamiento; pero la añoranza del pasado, la vuelta a la tradición, no es efectiva. Una construcción contemporánea posible, sin caer en el autoritarismo, es la que proponen Dussel y Southwell: “En vez de convertirnos en celosos guardianes de un pasado al que no deberíamos querer volver, habría que buscar autorizarnos como intérpretes y puentes que dibujen otros cruces entre las generaciones y entre los sabe-

2 ¿Qué ejemplos encuentran para cada una de estas categorías? ¿Cuáles de los conceptos de estos dos autores se relacionan con los presentados en los apartados previos? Autoridad. Acción y autonomía. ¿En qué se piensa cuando en la actualidad se habla de autoridad? Cuáles son los parámetros y perspectivas al momento de concebir en la escuela quién es el que “manda” y quién el “subordinado”. Qué paradojas y contradicciones se presentan en el discurso escolar cada vez que se invoca (casi como a los dioses) a la imprescin-

omento m de reflexión

1 ¿En qué situaciones cotidianas de su práctica o de colegas pueden visibilizar esta tensión? Tenti Fanfani (2004) encuentra un par de oposición para pensar la autoridad: cualidad intrínseca de los sujetos vs. efecto institucional. Senett (2006) presenta también un par de análisis, partiendo de una concepción weberiana de la autoridad: autoridad burocrática -la institución se hace responsable de mí, y es por ello que obedezco voluntariamente- vs. autoridad carismática –la relación me completa en lo que carezco, y es por ello que obedezco voluntariamente. Ahondando en la crisis de autoridad, el autor la lee como el divorcio entre poder y autoridad -cualesquiera de las dos antes mencionadas-; para esto elabora el concepto de institución mp3, donde las relaciones de poder existen, pero aparecen invisibilizadas.


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dible autoridad docente. El texto de Estanislao Antelo y María Aleu propone algunas claves para reflexionar estos temas desde dos ejes tan controvertidos como necesarios de presentar en la discusión cotidiana de las instituciones educativas: la acción y la autonomía. A continuación les sugerimos la lectura del artículo “Autoridad. Acción y autonomía” de Antelo y Aleu, publicado en la revista 12(ntes) Acción ¿Por qué sujetarse a la autoridad en un mundo que premia la autonomía, la iniciativa, el emprendimiento, la competencia técnica, y el pasaje a la acción? ¿Por qué dejarse guiar en un mundo que condena la inacción, la incompetencia, la apatía, la inhibición y la dependencia? ¿Por qué los niños y jóvenes que habitan nuestras escuelas deberían refrenarse, someterse, doblegarse o inmovilizarse cuando anhelamos exactamente lo contrario: incentivarlos, estimularlos, motivarlos, hacerlos capaces y competentes? Dios está de paro. Ese es el rumor que se escucha a toda hora. Todo está permitido y eso parece ser una auténtica tragedia. A causa de la renuencia del Sr. a proseguir con su trabajo todo parece estar perdido y hacen falta retornos, volveres, restauraciones, presencias. Es ahí donde se acostumbra a situar la autoridad, primera en la lista de objetos perdidos. Retornos de valores, manos duras, límites y leyes. Volver al viejo orden, a la vieja disciplina de la vieja escuela, a los viejos principios, a los viejos ayeres, y al viejo y respetuoso respeto. Restauraciones de la asimetría que separa maestros de alumnos y que a causa de la excedida democracia, se ha degradado. Porque según dicen todo se degrada. Y por último, presencias: de los padres, de las autoridades, de los amos, en fin, de alguien que venga a

poner un poco de orden. Sabemos que estos reclamos se manifiestan con honda preocupación. Se escriben libros trágicos, se piden cabezas, se señala con el dedo. Es el vocabulario básico sobre la autoridad. Vocabulario básico, complaciente y fútil. La perorata restauradora que a toda hora nos embarga, choca con la misma piedra: el mundo que condenamos es el que alegremente fabricamos. Despreciamos nuestra simiente, aquello que, solícitos, hemos ayudado a nacer. Les dijimos a los nuevos que sólo tenían que hacerlo y lo hicieron. Los retoños, que se resisten a la domesticación, son nuestro más despreciado tesoro. Podemos entonces lanzar renovadas escatologías al ruedo. El fin del mundo, el desenfreno del libre albedrío, el caos, la definitiva corrosión, The End. Podemos resignarnos a las nuevas reglas, porque es totalmente falso afirmar que no hay más reglas, límites y autoridades. Podemos activamente disfrutar de la nueva y atlética consigna: el límite lo ponés vos. Pero además podemos pensar. Sólo se tiene autoridad sobre lo que puede reaccionar. La autoridad supone la posibilidad de una oposición y la renuncia conciente y voluntaria a la realización de esa posibilidad. Si no existe la posibilidad de reaccionar no hay autoridad. La definición (que es de Alexandre Kòjeve) toca el meollo de la cuestión. La autoridad es una relación social y en esa relación, voluntariamente, una de las partes suspende la acción. El ejemplo tenía que ser escolar; el dedo que señala la puerta y la consabida frase: se va inmediatamente de acá…Y el otro se va, sin chistar o a regañadientes, increíblemente, pudiendo no irse, se va. Con frecuencia olvidamos que se puede reaccionar. Es lo que hace Facundo. Reacciona y le propina feroz golpiza a su maestro. Facundo el primitivo desenfrenado que está en y entre nosotros.


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No hay Autoridad cuando hay fuerza bruta. No existe Autoridad no reconocida. Toda Autoridad es legítima. Para tener autoridad no hay que hacer nada. Esas son las coordenadas elementales sobre la autoridad cuyo estudio puede ofrecer otro destino que la degradación y el fin del mundo. La brevedad que se nos ha solicitado impide la paciencia argumental pero digamos que la novedad consiste en la omnipresencia de una patología que administra nuestros actos: la patología de la acción que es también patología del espacio público. Estudiada por Alain Ehrenberg en su instructivo libro denominado “La fatiga de ser uno mismo”, enseña, sin miramientos, la constancia del exceso en las ciudades en las que vivimos. El imperativo es el tú puedes. Sólo hazlo. Es en esa ruta donde localizamos y explicamos los problemas escolares ligados al movimiento: hiperactividad o inacción. Nos sorprende que los niños enfermen de movimiento al mismo tiempo que los exhortamos a moverse. Patología de la acción que nos recuerda a cada instante el esfuerzo enorme que la vida en comunidad requiere. Los viejos entrenan a los nuevos en el arte de soportar lo que no se comprende y en la renuncia voluntaria al exterminio. Uno aprende a lidiar con la perturbación de lo que se aproxima demasiado. Eso se llama ser educado. Un educado es el que deliberadamente se deja guiar. Es el que practica diversas formas de la renuncia. Practica la autocoacción pudiendo no hacerlo. Se deja amansar. Pero hay cada vez menos de esto. Este mundo regala surtidos de monos primitivos, sin coto. Nos sorprende que una madre entre a una escuela y acabe con las carótidas de una maestra al mismo tiempo que la invitamos a pasar a la acción. Nos sorprende el estallido recurrente al mismo tiempo que, complacientes, disfruta-

mos y elogiamos diversos estallidos por venir. Nos sorprende el desenfreno al mismo tiempo que elogiamos las capacidades y el aguante. El programa básico para vivir en comunidad se ha vuelto extraño. Sabemos que la calma, la espera y el refrenamiento fueron el remedio educativo para esa tendencia, indestructible en la cría sapiens, a la indocilidad. La educación, esa sujeción primordial, hubo de ser suficientemente efectiva a la hora de amansar a las criaturas. Todo quiere indicar que ya no funciona. Los exacerbados y excesivos no son sólo niños y jóvenes. Ellos, como ha sido desde siempre, siguen a tientas nuestras instrucciones. Los promotores de lo que despreciamos somos nosotros, adultos. En educación la responsabilidad es siempre adulta y es por eso que una educación acaba cuando el otro puede responder por sus actos. Se puede ser un exceso viviente, pero eso tiene un precio. Y en lugar de mandar las autoridades escolares (que renuncian a presentarse como autoridades y prefieren ser denominados gestores) res) tienen una modesta obsesión: que no pase nada. Lo mejor es no hacer nada. Se celebra que no pase nada. Una buena gestión es la que tiene menos siniestros. Como decía una directora en voz baja, en una reunión sobre la violencia escolar: nosotras (las directoras) tenemos nuestras casas como Bien de familia. Y eso es todo. ¿Dónde habremos de encontrar las fuerzas capaces de enfrentarse al desenfreno que activamente (muchas veces en las escuelas pero no sólo en las escuelas) hemos promovido? ¿En las escuelas? Autonomía Hoy en día la dependencia parece ser algo de lo que uno no debería enorgullecerse. Es lo que Marge le reprocha a Homero Simpson cuando


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en un intento por salvar su matrimonio él le confiesa: “ya sé que es lo que tengo para darte y que ningún otro podría, mi total y absoluta dependencia”. Pero no siempre la dependencia fue considerada una experiencia humillante, sobre todo porque no se presentaba como una responsabilidad de los sujetos. Uno era, por así decirlo, lo que le tocaba en suerte: rey, emperador, maestro o preceptor. La autonomía parece ser (o haber sido) el hechizo de la modernidad, su encanto. Era la promesa que llegaría en principio con el simple paso del tiempo, con volverse adultos y en la que la escuela desempeñó un lugar fundamental. Una promesa asentada en el extraño supuesto de que el sometimiento consentido de los alumnos a valores y reglas canónicas los convertiría en hombres libres. Quizás, la lucha por liberarse, por emanciparse de las ataduras que constreñían la libertad de los individuos parece haber triunfado y la estabilidad y seguridad que brindaban las normas, ceden ante otras que incitan a cada uno a la iniciativa individual, volviéndolos únicos responsables de sus actos y sobre todo, de sus elecciones. Pero se trata más de una libertad individual concedida que conquistada. De la abundancia de individuos sujetos (atados, amarrados) a los efectos de sus propias decisiones, de individuos que deben autorregularse, autodirigidos, auto programables, autogobernados. Se trata de lo que algunos describen como procesos de individualización de la acción, de la desregulación y privatización de las tareas y responsabilidades de la modernización, de la ineficiencia de las leyes y tradiciones para explicar y predecir el resultado de lo que somos y las consecuencias de lo que hacemos. Somos propietarios de nosotros mismos. ¿Qué lugar tiene la autoridad en un mundo que celebra la autono-

mía y sus derivados? En una sociedad de individuos la autoridad ya no manda, se trata mas bien de múltiples autoridades que no logran conservar su lugar por mucho tiempo, de múltiples referentes que son juzgados con un único parámetro relativo y cambiante: el que construye uno mismo, el del individuo soberano. Lo que parece reinar son autoridades autónomas, individuos exitosos en el dominio de sí mismos que practican diariamente el ejercicio del desapego, militantes incasables de la lucha contra la dependencia. Como señala Richard Sennett, se trata de una de las formas del poder moderno, de un poder sin protección, de figuras de autoridad que no pretenden cuidar de nadie. De sujetos capaces de juzgar con calma y distancia a otras personas sencillamente porque no buscan desesperados su aprobación. La autonomía y el dominio de sí inspiran respeto, engendran una fuerza que tiende a intimidar y fascinar a los demás y los coloca en una situación de sumisión voluntaria. Los jefes contemporáneos son jefes no jefes, jerarcas sin jerarquías, mandones sin mando, gente como uno. La Autoridad es el coach, emprendedor y motivador, autónomo hiperactivo las 24 hs. Gente móvil ocupada haciendo cosas relevantes que se jacta de estar más cerca de la realidad y cuya actividad principal es la reunión. Autoridades que no dan órdenes sino que ejercen influencia, que coordinan, gestionan y practican una política impersonal, que demuestran hasta que punto están en dominio de sí mismos mediante actos de indiferencia hacia los otros. Sujetos que parecen no precisar aferrarse ni depender de otros, o mejor dicho, no hacerse historia con nada ni con nadie. Sujetos autónomos, librados a su propia ley, escuelas que promueven la autonomía, que exhortan a sus alumnos hacia la independencia


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pero que al mismo tiempo insisten en trabajar sobre la comprensión, la importancia del vínculo y el respeto por la diversidad. La escuela se encuentra cuanto menos, en un terreno ambiguo. La pregunta es ¿qué puede hacer la escuela para que su pretensión de formar sujetos críticos y autónomos no clausure su intento de establecer vínculos, de enlazar a viejos y nuevos? ¿Cómo lidiar diariamente en las escuelas con sujetos independientes, autónomos, autoregulados? ¿Será la promoción del par acciónautonomía la solución? 3 Reflexionen en torno al carácter relacional que se le da al concepto de autoridad, ¿qué se le opone a una mirada relacional? ¿Qué tensiones existen entre autonomía y dependencia a la hora de construir una relación de autoridad?

omento m de reflexión

1 Les sugerimos la lectura de la entrevista realizada a Jorge Apel6 sobre el concepto de autoridad, publicada en la revista 12(ntes). A través de sus palabras, Jorge Apel nos plantea la nueva situación por la que atraviesa la autoridad docente hoy. La analiza desde diversas perspectivas y nos invita a reflexionar sobre cómo reconstruirla en el marco de un nuevo contexto, aportándonos ejemplos concretos de experiencias que nos ayudan a enfocar el problema desde un nuevo ángulo. 12(NteS): ¿Qué Sucede con la autoridad hoy en las escuelas? ¿Observa cambios en comparación con lo que sucedía en otras épocas? Jorge Apel: Creo que para responder esta pregunta es importante primero pensar en cómo

construimos la idea de autoridad. Y viene a mi mente una situación que viví hace unos años. Estaba yo en la escuela con un grupo de chicos que iban a ser abanderados, entonces estaban todos preparándose, había una madre sacando fotos, y como parte de una práctica tradicional, yo los estaba arreglando, peinando, acomodando, porque iban a estar expuestos públicamente. Entonces les decía: “cuando vayan con la bandera van a estar al frente, todos los van a ver, los van a aplaudir, tienen que pararse bien, firmes, derechitos…” Y una mamá me preguntó por qué les decía “firmes”, por qué un alumno para ir a la bandera tenía que estar firme, si firme era una expresión militar, era de otro ámbito, no del ámbito educativo. La verdad es que me hizo pensar mucho y lo traigo a colación ahora porque la relación de autoridad, si bien tiene instancias culturales generales -mucho más ahora con la globalización-, tiene mucho que ver con nuestra historia y con nuestra forma de pensar y de ver las cosas. Y a mí me había quedado un esquema mental de lo que es estar cerca de la bandera correctamente, que significaba cierta relación con una autoridad militar. O sea que no es lineal lo que nosotros vamos construyendo como idea de autoridad: es social, es general, es personal, y estas dimensiones se van interceptando constantemente y uno va creando una determinada idea de autoridad. Es decir que la idea de autoridad deviene de muchas circunstancias. Pero con respecto a la autoridad docente, y respondiendo su pregunta, creo que estamos muy devaluados hoy en relación a antes. Habría que definir qué es “antes”, porque hubo muchos antes, pero por establecer algún parámetro, podríamos hablar de 20 años atrás. 12(NteS): ¿A qué se debe, a su criterio, esa

6 • El entrevistado es Lic. en Psicología y Especialista en Didáctica (UBA). Ex director de la escuela Jean Piaget A-61. Participa en la Asesoría Pedagógica de la Facultad de Farmacia y Bioquímica (UBA).


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devaluación? J.A.: La devaluación de la autoridad docente viene de varias causas. Por un lado, la autoridad del conocimiento. Los docentes como autoridad de conocimiento estamos muy amenazados por diversas circunstancias. Una de ellas es que ahora hay muchas fuentes de información al alcance de la mano. La televisión es una fuente de información y los chicos saben muchísimas cosas por ella. No saben con el estilo y el modo que demanda la organización curricular, pero saben mucho y entonces no somos la única palabra autorizada, hay muchas palabras dando vuelta. Otro ejemplo es Internet, que no sólo tiene palabras sino una memoria prodigiosa, envidiable. La tecnología permite guardar lo que uno quiera y poder convocarlo y allí está. Eso es fantástico: en comparación con la capacidad de la memoria humana y con la capacidad del docente de almacenar información, es increíble lo que permite Internet. También estamos devaluados como sostén de autoridad en función de que los conocimientos cambian muy rápido y se acumulan muchísimo. Se producen exponencialmente, entonces sabemos mucho menos, nuestra ignorancia ha aumentado muchísimo, más que nuestro conocimiento. Somos mucho más concientes de lo que no sabemos. Ya no “nos la creemos” tanto. O sea que la valoración propia del rol cambia y es menor. Entonces, desde el punto de vista de la autoridad de conocimiento, hemos realmente cambiado por esta variedad de circunstancias. Por otro lado, podemos hacer este mismo análisis con respecto a otro aspecto de la autoridad: la que nos asigna el Estado, como capaces de ejercer sanciones desde distintos ángulos, ya sea disciplinariamente o por la carencia de conocimientos, es decir, calificar. Esta dimensión reglamentaria tampoco es igual que antes, ha sido claramen-

te atacada desde varios frentes. No estoy quejándome de estos “ataques”, sino tratando de describir la situación, ya que muchos de ellos son positivos. Por ejemplo, el consejo de convivencia es una clara muestra de que nuestro poder absoluto, tal como el de los reyes, ha sido cercenado y que tenemos que acordar con otros actores institucionales, incluso con los propios alumnos, con aquellos que son objeto de educación. O sea que desde el punto de vista formal la autoridad ha sido claramente acotada por otras instancias que fueron creadas. Desde el punto de vista exterior a la escuela también hay una serie de derechos individuales que surgen con fuerza en diferentes lugares del mundo y que la gente los invoca en función de respetarse a sí misma y hacer respetar sus derechos. Tenemos muchas más limitaciones para hacer cosas. Por ejemplo, es muy difícil que un docente quiera salir a pasear con sus alumnos porque su autoridad con los chicos es severamente cuestionada fuera del ámbito de la escuela desde el punto de vista legal, si hacemos cualquier cosa mal, somos punibles de sanción, incluso cárcel, y no estoy hablando de brutalidades sino que estoy hablando de que hay un accidente y se cuestiona si procedimos bien o mal y estamos personalmente afectados y no sólo como representantes del Estado. Desde esta perspectiva también la autoridad ha cambiado, no es lo mismo que antes. Y hay un tercer factor, no menos importante, y es que la autoridad, no la del conocimiento ni la reglamentaria, sino la autoridad moral ha sido cercenada. Cuando yo era chico, en Santa Fe, mi maestra salía caminando de la escuela y ninguno de los chicos se atrevía a pasar delante de ella. No ibas a pasar a la maestra, era la señorita, y ese gesto simbolizaba cierto concepto de


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autoridad. Por supuesto, esta pérdida de autoridad va ligada a varias situaciones, la retribución económica es distinta, el docente ha perdido prestigio y no sólo en términos de conocimiento sino también prestigio social. Antes se iba a consultar al docente para algunos problemas. Esto ahora no es así. Y también ha perdido vigencia la pasión por el aprender. Los chicos y los adolescentes muchas veces no tienen pasión por aprender, como plantea el pedagogo español Del Río. Él estudia por qué hay menos pasión por aprender, menos ganas. Sin pasión por aprender, es muy difícil enseñar. No hay autoridad que valga si el otro no quiere aprender. Al mismo tiempo hay un cambio familiar, hay otra estructura familiar, y por lo tanto la relación escuela-familia también ha cambiado y consecuentemente también se modifica nuestra relación de autoridad. Son razones de diferente orden que hablan del cambio de la autoridad en la escuela. 12(NteS): Frente a este panorama, una actitud habitual suele ser la nostalgia, ¿cómo hacer para construir una autoridad válida dentro de la escuela en estas nuevas condiciones sin caer en una queja por todo lo que es distinto? J.A.: Hay un estudio de Lidia Fernández en el cual ella analiza el quiebre en el Bajo Flores – CABA- en la época del 2001, en donde la escuela resistió como pudo mientras otras instituciones no resistían, y su estudio se centra en las consecuencias de esta crisis desde el punto de vista de los docentes. En su artículo, Prácticas educativas en los márgenes, plantea que los docentes resistieron mejor en aquellas escuelas en las que había algún equipo docente mínimo, alguna confianza entre el grupo y en la dirección. Creo que allí ya hay una forma de salir, de paliar esta circunstancia mientras el

modelo escolar está modificándose. Considero que estamos atravesando ese proceso de cambio, lo cual hace que estemos en medio de la confusión y por lo tanto sea muy difícil hacer algo coherente al encontrarnos en un momento en que la escuela está virando de un modelo a otro. En medio de esto la posibilidad de fortalecerse es a través de trabajar en grupos de docentes y esa me parece una fortaleza real pero que es muy difícil de lograr porque no hay una acción deliberada para que los grupos docentes se constituyan como tales. Creo que cuando sucede es de manera ocasional porque justo coincide una matriz de grupo social que en una escuela determinada se lleva bien y entonces puede interactuar y a su vez se encuentra con cierto pensamiento, cierta modalidad del directivo que está con ese grupo. Pero esto es azaroso, es una coincidencia fortuita cuando en realidad debería ser la manera en que hoy por hoy se puede solventar la nueva situación: con los grupos docentes en primera instancia. El grupo es una fuerte posibilidad de que el docente esté mejor, tenga más autoridad, esté más sostenido dentro de la escuela. 12(NteS): Usted al inicio de esta entrevista decía que uno suele acercarse a ciertos conceptos en función de su propia historia o biografía, tanto de alumno como de docente, y en este sentido la idea de autoridad uno la naturaliza cuando es en realidad una construcción generada por ciertas prácticas y experiencias. Si uno repiensa la autoridad hoy, ¿en qué debería basarse la autoridad docente? J.A.: La primera respuesta que se me ocurre es no lo sé; no tengo una respuesta prearmada, definida. Me parece que por lo que venimos diciendo, la idea de autoridad se arma desde modelos que están dentro de uno y los mode-


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los actuales de autoridad son muy difíciles de aceptar socialmente. Esto complica porque los modelos sociales influyen mucho en cualquiera de nosotros. ¿De qué hablamos hoy cuando hablamos de autoridad? ¿De barrabravas? ¿De invasión a Irak? ¿Del Papa disculpándose por sus dichos sobre los musulmanes? ¿De qué autoridad y forma de elección de la autoridad hablamos hoy? Si pensamos qué modelos sociales de autoridad tenemos hoy, es muy complicado. Pero si no pienso en modelos, y pienso en cambio en alguna experiencia reciente que tenemos, me parece que hay una punta interesante para tener en cuenta. El docente tiene una situación que creo que a veces él desconoce y es que todavía hay una utopía dando vuelta, de la cual el docente no es consciente a veces y no siempre se puede poner en palabras pero que es parte de la profesión misma. A veces es tan poco consciente que, si uno lo pone en palabras, incluso no sé si el propio docente que la sostiene me cree. Esa utopía es que a esa persona que está ahí delante de él y que es su alumno, tiene que irle bien en la vida. No se sabe qué es la vida, no se sabe qué es irle bien, pero hay una serie de preceptos morales que son importantes y que son lo que los docentes siguen enseñando en el aula. Voy a dar un ejemplo de esto. Vengo de una serie de talleres en el interior por un trabajo de la Secretaría de Medio Ambiente. Los docentes tenían que hacer planes de clase con relación al ambiente circundante, tema complejo si los hay porque plantea una encrucijada entre lo político, lo social, lo cultural, lo económico, el concepto de natural, de desarrollo, de sustentable… Y uno veía allí a esos docentes y sus propuestas, y encontraba esto de lo que estoy hablando, esa utopía estaba presente. Pienso

en una docente en particular, callada, muy sencilla, muy modesta, con 25 o 30 años de experiencia, piel oscura de caminar al sol, profesora de escuela de adultos, 25 alumnos, 15 de los cuales son adolescentes de 18 años repetidores a mansalva y el resto de edades variadas, de los cuales hay dos de 80 años que nunca van a aprobar pero que van todos los días a la clase porque a la escuela “hay que ir”. Esta profesora hizo un plan de clases que tenía como eje la Laguna Negra, que es una laguna de aguas servidas, de cloacas, que está entre Rawson y Trelew. Creció mucho, nadie se ocupa, pero los alumnos de la señora vienen con picaduras porque viven al lado. Entonces ella quiere hacer un trabajo sobre la Laguna Negra para que los alumnos hagan algo para todos y para ellos también y además quiere enseñarles que no es bueno estar picados por los insectos de ese lugar. A mí me parece que eso es lo que hay que hacer, o sea tomar los problemas puntuales, reales, ver cómo se participa, enseñarles a participar, creer que algo se puede mejorar. Ella cree que puede hacer algo con eso. Sin escándalo, ella hace su plan de clases y me parece que esa es una reserva que tiene la escuela. La escuela no se valora a sí misma, se ataca todo el tiempo planteando todo lo que le falta, pero a la educación siempre le va a faltar, por definición de educación. Entonces más allá de eso, esta es una posibilidad de repensar. Esta profesora no se basó en un modelo de escuela anterior, es decir, acumulativo de conocimientos: el análisis de las causas, el estudio del mosquito… Se basó en una acción posible, en un estudio para una acción concreta y en una toma de decisión. Me parece que del modelo enciclopedista vamos a ese otro modelo, este es el pasaje. Y yo creo que a esta profesora la van a respetar. Ella está haciendo su trabajo, no se está planteando cómo recuperar


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autoridad, sino que está llevando adelante una experiencia con sentido y cuando uno hace algo que tiene sentido, te escuchan. 2 ¿Encuentran ecos o discrepancias con las experiencias o miradas de Jorge Apel?

omento m de reflexión

Les proponemos la lectura de dos casos hipotéticos, con claro anclaje en la cotidianeidad de la escuela, para luego reflexionar en torno a las siguientes preguntas: 1 Pensar los cambios en las formas de construcción de la autoridad en el contexto de las transformaciones sociales y culturales. ¿Qué relación pueden establecer entre estas situaciones con la sensación de “crisis de autoridad”? 2 ¿Cómo construyen la autoridad cada uno de los docentes de los dos casos? ¿Qué tensiones aparecen con otros actores de la institución? 3 ¿Qué lugar ocupa el conocimiento en la construcción de la autoridad en cada una de las situaciones? 4 Analizar las tensiones que aparecen entre las representaciones de joven y alumno construidas por la escuela y otras vivencias de juventud que pugnan por ingresar en ella. ¿Cómo quedan posicionados los jóvenes en cada una de estas situaciones? ¿Qué lugar ocupa el proceso de transmisión en los dos casos? Caso 1: En una escuela media pública, un profesor propuso a los alumnos de un curso el siguiente

intercambio: él les garantizaba que aprobaban un examen parcial si ellos consentían en que les cortara el pelo. El docente sostenía que el pelo largo en los varones era propio de “maricones”. Algunos chicos aceptaron el intercambio y otros no. El propio docente llevó a la clase un guardapolvo blanco y elementos de peluquería y procedió a cortar el cabello a los que aceptaron la propuesta. Cuando el hecho tomó estado público se hicieron sentir las protestas de padres y alumnos y se generó una situación de malestar entre los docentes. Como resultado de todo esto, el profesor recibió tres días de suspensión, tras lo cual presentó una demanda legal hacia la escuela. Caso 2: El profesor Martínez descubrió que Horacio le "robó" el libro que había dejado sobre el escritorio, ya que sólo él se había quedado terminando el examen para poder salvar la nota del primer bimestre. No se trataba de un libro cualquiera. Era el "abc" para preparar sus clases de historia del Siglo XX y tenía anotaciones suyas de cuando fue a escuchar a su autor, el profesor Erick Hobsbawm, que había estado de paso por Buenos Aires. Para él, había sido una experiencia que le cambió la manera de pensar los temas y de dictar sus clases. Cuando se dio cuenta de lo ocurrido, comenzaron sus devaneos. En primer lugar, el profesor Martínez sintió la preocupación por el libro, un hito en su trayectoria profesional. Luego, pensó en cómo afrontaría la situación con ese chico, Horacio, a quien todos en la escuela catalogaban como el "pibe chorro" y por quien él había apostado —contra la opinión de sus colegas— para ayudarlo a salirse de ese drama de vivir en los márgenes. Y el libro dejó de ser la prioridad de sus devaneos porque lo que verdaderamente angustiaba al profesor era cómo salir de la


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situación, sosteniendo su apuesta por Horacio. El profesor Martínez abrió la primera clase del segundo bimestre comentándoles a sus alumnos cuánto le había gustado prepararla, ya que se refería a un tema que él, dos años atrás, pensaba de una manera muy diferente. Así les comentó a sus alumnos que, a partir de escuchar al autor del libro La historia del Siglo XX en una charla a la que había tenido oportunidad de asistir, su manera de pensar el tema había cambiado radicalmente. Había descubierto que se podía pensar el siglo ya no convencionalmente, sino por los acontecimientos que marcaron quiebres en la historia. En este caso, el autor del libro proponía pensar al "corto siglo XX" entre la primera Guerra Mundial y la caída del muro de Berlín. Un siglo de apenas setenta y cinco años. ¡El corto siglo XX! ¡Cómo se había asombrado al escucharlo! El profesor les contó a sus alumnos, también en esa clase, que había recurrido a unos apuntes que guardaba de aquella charla, porque no había encontrado el libro para preparar el tema, a pesar de haber dado vuelta su biblioteca. Ese libro que tanto significaba para él puesto que le había "dado vuelta" su manera de pensar el tema y su materia. Horacio permanecía callado. A la salida, en la esquina de la escuela, el muchacho salió al cruce:—Profesor, el libro lo tengo yo. —Te debe haber gustado tanto como a mí, seguramente...

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2.3. Justicia E y educación

n este apartado nos proponemos reflexionar en torno a dos ejes: a) la tensión nosotros/otros y las consecuencias simbólicas y materiales de los nombres que utilizamos para nominar; b) la pregunta por la formación de un currículum justo.

2.3.1. El reconocimiento de la pobreza

E

s muy habitual oír en distintos espacios de la educación, la frase “a mí no me prepararon para esto” (Serra, 2004), en relación a la presencia de la pobreza material en aulas o talleres educativos. Se articulan, entonces, diversas respuestas frente a la pregunta: “¿qué hacer con el otro? (cuando el otro es pobre)”. Veamos las distintas respuestas que da la autora Silvia Serra a esta situación que ella plantea. Pensemos, primero, en la institución escolar de fines del siglo XIX y principios del siglo XX: la pobreza era leída como un déficit que la educación venía a suplir. En simultáneo, el tener ese carencia “marcaba el territorio donde los sujetos estaban inscritos, nos hablaba de sus raíces, de sus filiaciones y de sus herencias” (Ib.), y sobre eso se operaba, intentado homogeneizar -disciplinamiento, ciudadanización, civilización, ficción de ciudadanía universal- los rasgos distintos que se percibían como amenazadores; entonces, en esta primera respuesta afirmará que “la educación se dirigía al pobre en la operación de construir un Nosotros” (Ib.). En segundo lugar, se ubica un abordaje contemporáneo: “la operación actual consiste en ubicar al pobre como el Otro, a través del énfasis en sus características diferenciales” (Ib.). Una aproximación demagógica se dirige hacia una “atención a la cultura de la pobreza que reconfigura la operación pedagógica y, en nombre del respecto y de la atención a las diferencias, se desdibuja el nosotros y con él la ilusión de


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la igualdad” (Ib.). El Otro se construye con cimientos firmes a partir del principio que equipara la carencia de bienes materiales con la escasez de bienes simbólicos y la posibilidad de educarse. En línea con esta segunda respuesta, Kaplan (2004) afirma que “todos […] entran por la misma puerta a la escuela; aunque no a todos se los señale de igual modo mientras van entrando” (Ib.: 69), en clara alusión a la prácticas diferenciadoras que se realizan frente al conjunto de alumnos que se considera pobre. Sin embargo, el autor reconoce que existen ojos que “al mirar a los alumnos mientras van entrando, comienzan a imaginar cómo podrían contribuir a des-marcarlos, a superar las profecías de un aparente inexorable fracaso” (Ib.). El problema de las nominalizaciones, sostiene, más allá de la performatividad propia de cualquier palabra, es que “designándolo como ‘pobre’, lo cierto es que la pobreza puede ser tratada como nota esencial del alumno. […] La pobreza individualizada o individualizante -que no es lo mismo que la denuncia de la condición socio-histórica de la pobreza de ciertos individuos o grupos- aparece como el primer término de la relación con la escuela y como constitutivo de su personalidad social, operando como una suerte de carnet de identidad originario” (Ib.: 70). El riesgo de pensar en categorías dicotómicas totalizantes -pobres por un lado, no pobres por el otro-, no es lo que la categoría hace visible, sino lo que oculta, ya que inhibe la visibilización de las relaciones sociales construidas históricamente, el cómo y el porqué, que dieron origen a esa desigualdad. De esta manera, se naturalizan con etiquetas distintas situaciones que son, en realidad, construcciones socio-históricas. Por último, permitámonos considerar una alternativa, en el abordaje de la pobreza por parte de la educación, que intente evitar el Nosotros homogeneizador (“todos deben ser igual a mí”) y el Otro paralizante (“el otro distinto y amenazante”): esta tercera respuesta es pensar la alteridad como enigma o incóg-

nita. “No admitir tan rápidamente los diagnósticos que se ofrecen […], desdibujar las jerarquías presentes en el binarismo Nosotros/Otros […], ubicarnos a nosotros mismos como otros” (Serra, 2004). Nótese las similitudes que tiene este planteo con lo que trabajaremos en el capítulo 3 en relación a la infancia como enigma.

2.3.2. ¿Cómo construir un currículum justo? El problema sobre lo que se enseña

N

os proponemos a continuación identificar las respuestas que diversos autores han planteado frente a esta misma pregunta. Creemos que los diferentes abordajes no son contradictorios entre sí, sino que ponen el foco de atención sobre distintos ejes.

2.3.2.1 Justicia curricular

R

obert Connell (1997) sostiene que es primordial establecer una estricta relación entre las esferas educativas y la justicia social: no todos acceden a la totalidad de los niveles. El sistema educativo no sólo reparte bienes culturales, sino que conforma, a partir de sus títulos y diplomas, las sociedades futuras. Que la sociedad sea justa, entonces, depende en buena parte del sistema educativo. Por último, es imposible separar la justicia de la educación, ya que ésta es en sí misma una empresa moral, es una práctica para la acción. Connell reconoce que usualmente el debate gira en torno a la justicia distributiva: a cuántos y cuánto. Sin embargo, esto es insuficiente; es necesario reflexionar sobre la relación entre los contenidos y la distribución. Es por eso que


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debemos pensar no sólo en una justicia distributiva, sino también en una justicia de índole curricular. Puesta ya la atención en los contenidos -que no son ni más ni menos que producciones de carácter social- pensemos en cómo éstos se seleccionan. Los aportes de las últimas décadas en torno a la arbitrariedad cultural en su selección son un avance, aunque esta mirada puede desembocar en los peligros del relativismo epistemológico -no todo vale lo mismo-. Más allá del carácter relativo y contextual de todo contenido, lo que merece más atención es su carácter no neutral. Y es en este punto donde el autor expone su necesaria falta de neutralidad afirmando que es imprescindible formular un currículum contrahegemónico; que es necesario incorporar la posición de las personas menos favorecidas en la estructuración del currículum. Con ese propósito en mente, el autor propone tres principios para la creación de ese currículum contrahegemónico: a) plantear los temas desde los intereses de los menos favorecidos; b) contenidos que apunten a una voz común; y c) para articular los dos principios anteriores -¿cómo lograr el currículum común que se requiere para la participación democrática y, a la vez, hacerlo desde la posición de los menos favorecidos?- es necesario advertir el carácter histórico de la igualdad. Detengámonos en cada principio: a) Los intereses de los menos favorecidos: “plantear los temas económicos desde la situación de los pobres, y no de los ricos. Establecer cuestiones de género desde la posición de las mujeres…” (Ib.: 64). Este acto sonoro, opuesto al silencio de la anestesia, promueve un currículum contrahegemónico. Un currículum contrahegemónico es, entonces, partir desde la posición de los menos favorecidos, pero, también, hacer esa perspectiva universal. b) Participación y escolarización común, la voz común. Es propio de muchos currículum sostener en sus propósitos la preparación de futuros -¿por qué no decir también presentes?- ciudadanos para la

activa vida democrática. Esto fue malinterpretado o intencionalmente utilizado, asociando la escolarización común con el control de la población. Sin embargo, el argumento sostiene la existencia de un currículum común -para todos y todas- que incluya los contenidos para una vida democrática, tales como el trabajo sobre “la toma de decisiones colectivas, […] la comprensión de las culturas y los intereses de otros participantes” (Ib.: 67). c) La producción histórica de la igualdad. Pensemos cómo articular los dos principios previos; es decir, cómo lograr el currículum común que se requiere para la participación democrática y, a su vez, hacerlo desde la posición de los menos favorecidos. “Se puede manejar el conflicto entre ambos -principiosen forma productiva, advirtiendo el carácter histórico de las estructuras sociales que producen la desigualdad” (Ib.: 69). Se sugiere entonces el análisis histórico de las condiciones que promueven la desigualdad. Más allá de estos tres principios sobre la construcción de un currículum contrahegemónico, es relevante mencionar que exceden la convicción política o la justicia social. Connell encuentra una profunda convicción epistemológica-científica en esta construcción: su incorporación produce una revolución conceptual sobre los conocimientos existentes; es intelectualmente mejor. A modo de ejemplo, merecen mención las variadas ramificaciones en todos los campos que produjeron los estudios feministas y de género.

omento m de reflexión

1 Elijan un contenido que crean se ajuste a los tres principios propuestos, elijan otro que no lo haga y desarrollen los motivos.


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2.3.2.2. Otras miradas complementarias

S

e presentan a continuación debates que enriquecen la pregunta por la formación de un currículum justo. En primer lugar, Michael Apple (1981/1997) pone atención, entre otras tantas dimensiones, a la forma curricular. Le interesa, en especial, notar cómo la lógica empresarial entra en la organización de los contenidos a partir de un control particular y logra instalar una lógica de desadiestramiento. ¿Cuántos de nosotros hemos notado lo llenas que están las aulas y bibliotecas de “módulos” prediseñados? Son coloridos, vistosos, fáciles de usar y no dan lugar al error: en este control técnico, todo está pautado, reglado y evaluado desde un lugar ajeno al de la implementación. ¿Qué consecuencias guarda esto sobre los docentes? Un profundo desadiestramiento que los transforma en meros ejecutores de paquetes curriculares. Sobre los alumnos, propicia un individuo posesivo, elemento típico de las economías corporativas. No es difícil encontrar en nuestra práctica o experiencia educativa situaciones similares a las que describe Apple. Sin embargo, el autor reconoce que hay lugar para las resistencias; lo primordial es hallarlas y estimularlas. Apple cree en la importancia de hacer un mapa, una topografía del terreno en el que se desatan estas luchas por la hegemonía: un terreno signado por el control técnico, el desadiestramiento, la transformación del trabajo, la contradicción de clase de los docentes, pero, también, un terreno de oportunidades. Por otra parte, para Edgardo Lander (2003) preguntarse por un currículum justo es preguntarse por los saberes que operan y viven en él. Este autor reconoce el peso que tuvo el neoliberalismo en la educación y se pregunta: ¿qué mecanismos tuvieron que librarse para que el neoliberalismo exceda el ámbito de la

economía y sea percibido como única cosmovisión posible? ¿Cómo se logró la naturalización de la sociedad neoliberal? Al desandar este camino encuentra dos grandes dimensiones: por un lado, la sucesiva separación de la realidad en campos académicos cada vez más específicos, acotados y separados del resto y, por el otro, la organización de los saberes modernos con la organización del poder colonial e imperial típicos del mundo moderno. La narrativa que tiene punto cúlmine en nuestros días, comenzó entonces con la conquista española de América; a partir de ella se instituyó la constitución colonial de los saberes, de la memoria y del imaginario. Por su parte, Boaventura de Sousa Santos (2008), en consonancia con los otros autores presentados, localiza el problema de la construcción de un currículum justo sobre la pregunta acerca de la forma en que conocemos. La posmodernidad puso en crisis la matriz positivista con la cual se construyó la ciencia moderna. Es por eso que -aquí hay que remarcar las semejanzas con el discurso de Connell en relación a la revolución de la ciencia- propone conocer desde el sur: no sólo en sentido geográfico, sino como postura epistemológica. Además, pensar desde el sur permite ver un desarrollo no occidental del mundo, con otras temporalidades; superar el colonialismo como estructura que rige nuestras relaciones sociales. Por último, Bolivar (2005) asocia la pregunta por un currículum justo con la igualdad. Pero, ¿qué entendemos cuando decimos igualdad? ¿Igualdad de qué? ¿Igualdad de oportunidades, de enseñanza, de conocimiento y éxito escolar, de resultados? De todas las dimensiones de la igualdad podemos detenernos en la igualdad de oportunidades. Sin embargo, es necesario hacer una distinción en relación con las ideologías que la propugnan ya que las respuestas a la pregunta por la igualdad serán distintas: así, por ejemplo, un conservador puede asociar su respuesta a la educación privada o al uso de becas estímulo a los alumnos ‘brillantes’, mientras que una


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respuesta más progresista oscilaría entre la gratuidad y la discriminación positiva.

m

omento de eflexión

r

“La señora Claribel de Los Arcos se reúne con sus nuevos vecinos, una joven pareja a tomar el té en su amplia casa de campo. La joven pareja es recibida y atendida por Miriam, una mujer de 33 años que trabaja con la señora Claribel hace 16 años; la empleada viste un uniforme de mucama típico de principios de siglo XX. Entre medio de charlas sobre la historia del barrio y variados chismes, se aparece debajo de una mesita llena de masas secas y pequeñas tortitas una niña de tres años, tiene un chupete y está vestida igual que Miriam. Claribel, distendida, presenta a la niña como la hija de Miriam. La dueña de casa nota en la mirada de sus invitados algo incómodo, no dejan de ver la ropa de la niña, idéntica al uniforme de la madre. Claribel suspira entendiéndolo todo, luego les explica: para nosotros es una más de la familia, le compramos su uniforme chiquito monono, el jueguito de escoba y palita, la mandamos a la escuelita, ella y su mami son parte de mi historia. Los invitados mantienen los ojos abiertos expresando su asombro e incomodidad.” 1 ¿Cómo se construye en el relato la tensión nosotros/otros? ¿Qué sería construir un currículum justo en ese contexto? ¿Qué argumentos esgrimiría la pareja incómoda y la señora dueña de casa? 2 Les sugerimos esbozar un texto y un dibujo de la situación a modo de respuesta y reflejo de todos los interrogantes presentados.

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Capítulo 3 La construcción de los sujetos pedagógicos 3.1. Llenando de sentido el plural: infancias y adolescencias 3.2. El sujeto pedagógico 3.3. La construcción histórica de las edades 3.4. ¿Expulsión o exclusión? 3.5. La producción mediática de la infancia 3.6. Tensiones de género 3.7. Las nuevas configuraciones familiares 3.8. Dar cobijo al enigma de lo nuevo 3.9. Asistencia, cuidado y amparo al enigma de la infancia

La educación tiene que ver con la natalidad, con el hecho de que constantemente nacen seres humanos en el mundo. (Arendt, 1996)

E

n este capítulo nos proponemos presentar algunas de las problemáticas actuales en torno a la construcción de los sujetos pedagógicos, que in-


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cluyen las cuestiones etarias, las diferencias sociales y culturales y la reconfiguración actual de ciertas instituciones modernas como la familia, la escuela y el género. En la actualidad, los sujetos pedagógicos modernos -resumibles en la categoría “alumno” y “docente”- se presentan en crisis, por lo que es necesario complejizar su construcción para la elaboración de nuevas prácticas educativas. En los apartados siguientes presentaremos algunas de estas impugnaciones contemporáneas y las respuestas que se han generado.

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3.1. Llenando de sentido P el plural: infancias y adolescencias

revio a nuestro recorrido histórico en torno a los sentidos atribuidos a las infancias y adolescencias, nos proponemos reflexionar sobre lo novedoso y plural que hay en ellas: ¿qué queremos significar cuando hablamos de las nuevas infancias y adolescencias? Surge la pregunta: ¿de dónde proviene el carácter novedoso y múltiple? Nos ayuda a responder esta pregunta Kántor (2008): “Las adolescencias y las juventudes siempre fueron ‘nuevas’; ellos/as son ‘los nuevos’ entre nosotros, como nosotros fuimos los nuevos para los de antes” (Ib.: 16). Este sentido clásico y casi universal asocia lo nuevo al recambio, pudiéndose aplicar en cualquier contexto histórico y cultural. Sin embargo, existe algo sustancialmente novedoso para los nuevos de nuestra época: “la brecha socioeconómica sin precedentes entre los nuevos […], la brecha cultural sin precedentes entre diferentes generaciones contemporáneas” (Ib.: 16). Es esta distancia, esta distribución inequitativa de recursos económicos y diferenciación de circuitos culturales, lo que define a nuestros nuevos, a nuestras infancias y adolescencias. Complementariamente, podría pensarse el uso del plural como consecuencia de las pasiones de las políticas neoliberales -irónicamente multiculturalistas-: un reconocimiento casi lúdico y “marketinero” de la diversidad cultural, que permite la instalación de políticas focalizadas que dilapidan la posibilidad de universales comunes; surgen así millones de individualidades particularizadas, que se ven impedidas de formar un colectivo que ponga en relieve sus demandas, sus visiones del mundo y sus derechos. En franca oposición, el sentido que le debemos otorgar es otro: lo plural pone de relieve, denuncia, la imposibilidad de que una expresión en singular aúne las desigualdades de nuestros nuevos. Por último, quisiéramos sumarle una cualidad solidaria que define lo novedoso: lo adolescente, lo joven, y la infancia -otrora, el recambio y la diferencia casi neutral- se desplazan de lo extraño a lo hostil; el paradigma de la infancia y la adolescencia como libera-


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dora del mal de la sociedad, como fuerza de cambio y como esperanza, ese paradigma, está estallado. Lo infantil, lo joven, lo adolescente, lo nuevo, lo singular y lo plural tienen acepciones que estigmatizan y otras que invitan a pensar sujetos plenos de derecho. Es necesario, entonces, que en este redireccionamiento del discurso sobre los nuevos jóvenes y adolescentes podamos pensar nuestras acciones pedagógicas.

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3.2. El sujeto T pedagógico

oda propuesta pedagógica define y recorta a sus sujetos intervinientes. Esto es, los sujetos pedagógicos no son un dato previo al acto educativo, sino que son una construcción de y sobre los sujetos sociales que participan del acto educativo: se recorta una población determinada y se imprimen sobre ellas determinadas características. En ese sentido, Puiggrós (1990) entiende por “sujeto pedagógico” a la relación entre educador y educando, producto de la vinculación entre los sujetos sociales que ingresan a las situaciones educativas. El sujeto pedagógico, entonces, excede la figura de alumno o docente particular, y reúne a la totalidad del discurso pedagógico, de la misma forma que cuando nos referimos a sujeto social no lo hacemos pensando en un individuo concreto. El sujeto pedagógico explicita y argumenta la relación compleja entre educador y educando, resultante del abanico producido por la vinculación entre ambos. Es así que podemos hablar de la forma en la cual el discurso pedagógico del siglo XIX -cuyo exponente más influyente fue Domingo Faustino Sarmiento- construye al alumno o a la docencia de un modo particular, distinto, por ejemplo, al aprendiz peronista, al docente de la Carpa Blanca de la década de los noventa, al alumno del bachillerato popular del siglo XXI, etc. Es aquí donde distintos discursos, miradas y poderes se disputan y tensionan el sentido de los sujetos pedagógicos: decimos que educador, docente, alumno, educando, infancias, adolescencias son, todas y cada una, construcciones histórico-sociales. Los discursos educativos interpelan y construyen sujetos pedagógicos “ideales” a partir de específicas operaciones de identificación, ordenamiento, jerarquización, ocultamiento o negación -entre otras operaciones posibles-, y han construido dispositivos verbales, materiales, epistemológicos, espaciales, etc. para lograr tales fines. Esa construcción tiene efectos en el futuro, es performativa y predictiva, porque generalmente viene acompañada de un “mandato” o una “profecía” sobre dicho sujeto. Se espera que


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actúe en la forma asignada por esa relación de construcción, que cumpla con todas y cada una de las características que se le atribuyen. Son preguntas pertinentes para cualquier acto educativo: ¿qué sucede cuando la profecía no se cumple? ¿Qué consecuencias implica la permanencia de antiguos modelos ideales para la visibilización de subjetividades emergentes? ¿Cómo atraviesan sus días los sujetos que no se ajustan a los parámetros ideales establecidos? Entonces, ¿qué cobijos pedagógicos podemos construir para el desarrollo de subjetividades plenas? Como sugieren las preguntas previas, los sujetos concretos no terminan de reconocerse en esas interpelaciones y modelos ideales, lo que impide que dicha operación de normalización suture. Por ejemplo, el sujeto pedagógico “alumno” heredado del modelo escolar del siglo XIX implica una especial relación con los niños concretos a los que se dirige que privilegió ciertas marcas sobre otras en su construcción, a la vez que desconoció otras que fueron recuperadas posteriormente; como la condición de sujetos sexuados, la pertenencia a pueblos originarios, la identificación con los distintos géneros, la capacidad de construir hipótesis, etc. Al decir de Dubet (2006), la escuela común se creó como un dispositivo de producción de “alumnos”, en tanto sujetos homogéneos carentes de marcas previas -la famosa imagen de la “tábula rasa”-, que debían incorporar ciertos saberes establecidos para su inclusión social. Pero a lo largo del siglo XX, distintos discursos -la nueva escuela, el psicoanálisis, la sanción de los derechos de la infancia, etc.-, fueron volviendo “niño” al viejo sujeto pedagógico “alumno”. La entrada del “niño” a la escuela implicó la inclusión de estas dimensiones culturales, sociales, subjetivas, etc. -el ingreso de sus derechos, de su cultura, de su familia, de sus intereses- y puso en jaque al modelo fundacional, obligando a la búsqueda de nuevas soluciones.

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3.3. La construcción H histórica de las edades

istóricamente, en las sociedades occidentales, la infancia y la juventud fueron etapas signadas por una “moratoria social” y una “moratoria vital” (Margulis, M., 2001). Por “moratoria vital” entendemos la cantidad de capital energético y vital de los jóvenes, esa posibilidad de “tener años” y energía a caudales por delante. Si bien esta propiedad es de todos los jóvenes, pertenezcan o no a las clases populares, es sometida a una lógica de mercado e intercambio en la sociedad: la “moratoria vital” se transforma en el siglo XXI en un tipo de “capital vital”. Así, la juventud es poseedora de un bien ansiado por la totalidad de la sociedad -esto pueden verse en las publicidades de moda, que tienen como destinatarios tanto a los niños más pequeños como a los adultos de la sociedad que confluyen en un punto medio que tiene su síntesis en la vestimenta juvenil y adolescente-. Por otra parte, la “moratoria social” es entendida como un “permiso de espera” que gozan los jóvenes y que les retrasa positivamente su participación en la totalidad de las experiencias de la vida social -como el trabajo, la obtención de recursos, la reproducción, el cuidado de otros, la asistencia a ciertos rituales, el consumo de ciertas sustancias, etc.- para dedicar ese período a su preparación y formación para la “vida adulta”. Desde esta perspectiva, esta “prohibición” del presente incluía una “promesa” de mejora en el futuro. Los niños y jóvenes debían educarse para volverse hombres y mujeres. La adultez era el resultado de un proceso educativo que los habilitaba para el ingreso pleno a la vida social en las mejores condiciones posibles. Como sostiene la definición de Durkheim, “La educación es la acción ejercida por las generaciones adultas sobre las que todavía no están maduras para la vida social” (ver apartado 2.2.), esos momentos vitales debían dedicarse a la educación, en tanto preparación para dicha inclusión en el mundo adulto. En el primer capítulo de este módulo se problematizó el desarrollo histórico sobre la construcción de las


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diversas juventudes configuradas en el siglo pasado. Vimos la forma en que se dieron los procesos de diferenciación -construcción de juventudes normales y anormales, alumnos y menores jurídicos, jóvenes de clase media y de clases populares- junto con procesos de homogeneización cultural -fuerte presión mediática por imponer un conjunto de valores universales sobre la sociedad globalizada-. Junto con estos movimientos dicotómicos y complementarios de homogeneización y diferenciación cultural, las últimas décadas del siglo XX se vieron acompañadas por procesos de empobrecimiento de gran parte del país y, simultáneamente, concentración de la riqueza. Es allí donde surgen dos figuras que desplazan la construcción de alumno que supo ser sinónimo de infante: el niño de la calle y el niño consumidor. La convertibilidad, la transnacionalización de la economía y los movimientos globalizantes posibilitaron que los gustos de los niños más afortunados en el plano material se acomoden fácilmente a los caprichos de un mercado globalizado, mientras que los excluidos de un país en constante desindustrialización debían hacer suyo lo único que no es privado: la calle. Sin embargo, la oposición no es tal, ya que existe cierta solidaridad en la que todos son considerados consumidores. Este niño de la calle, además de tensionarse con el consumidor, puede ser reinterpretado por los medios de comunicación como niño peligroso o niño víctima. Lo llamativo de estas dos nuevas figuras son las implicancias analíticas. Podemos detenernos aquí a reflexionar en las distintas representaciones mediáticas de estas infancias: por momentos se construye al niño peligroso para que el sujeto-espectador se paralice, se horrorice de la situación imposibilitándose cualquier contextualización histórica del hecho, piense sólo en el presente y los efectos a futuro; desde el otro vértice, se construye el niño víctima que apela a la compasión social, a la canalización de mayores demandas de justicia inmersas en una realidad mediática vaciada de historia.

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3.4. ¿Expulsión o H exclusión?

emos tensado el hilo hasta la imposibilidad de la experiencia escolar, ¿qué sucede cuando éste se corta? ¿Cómo se rearma una trama no necesariamente escolar, sino educativa en sentido amplio? ¿Cómo pensar con los expulsados de toda oferta pedagógica, incluso las degradadas por la sociedad? Estas preguntas nos invitan a reflexionar sobre la adjetivación que se les otorga a estos sujetos: ¿excluidos o expulsados? Duschatzky y Corea (2001) piensan a los jóvenes desde la expulsión, argumentando que el término pone de relieve la relación entre el estado de exclusión y las causas que lo generaron. Se habla de expulsados, entonces, porque remite a un acto ajeno a ellos, el haber sido expulsados por la sociedad. Se pone de manifiesto que es el resultado de una producción social que podría ser de otra manera. Además, si se limita la caracterización en la exclusión, se hablaría sólo desde el déficit; lo que no se es o lo que no se posee. Este posicionamiento en torno a la nomenclatura no hace más que reiterar las condiciones sociales y culturales específicas de producción de subjetividad. Si hablamos del carácter situado -es decir, contextual e histórico- de la juventud, y ponemos la lupa sobre nuestra contemporaneidad, podemos volver a insistir en la existencia de una alteración en la base de la constitución subjetiva de los jóvenes como consecuencia del desplazamiento de la promesa estatal y el avance de la promesa del mercado. En ese corrimiento de promesas que tuvo su apogeo en la década del noventa es donde se insertan los jóvenes expulsados, y es en ellos donde emergen nuevos significados para términos tales como choreo, ranchada, ser mujer, etc. Por ejemplo, Duschatzky y Corea, a partir de un vasto trabajo de campo, analizan el significante choreo, descubriendo que el significado otorgado por los jóvenes marginales en situación de calle toma al choreo como elemento que potencia la cohesión del grupo/ranchada frente al vacío de ofertas asociativas por parte del resto de la sociedad. Remarcan que el robo no se produce


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sólo por las condiciones de necesidad: en el marco de la constitución de la grupalidad, el choreo es un sistema referencial que permite organizar al grupo. En esta línea de resignificación, si pensamos que la competitividad y la sociedad de riesgo son los valores de la clase profesional del siglo XXI, “el aguante” y “el ventaje” son sus correspondientes en los chicos marginales. En estos chicos sin referente familiar adulto en su vida cotidiana, ¿qué peso cobra la fraternidad? La relación con los pares no es una resignificación de la institución familiar, sino que tiene características disruptivas frente a la ineficacia simbólica del modelo clásico, ya que los vínculos fraternos en estos chicos pueden tener mayor fuerza -ya que son los portadores de los patrones de identificación- frente a una institución familiar que opera como un significante vacío para ellos. A diferencia de los valores producidos por una genealogía cultural, en estos contextos los valores nacen de la experiencia y su peso se gana con la eficacia para sobrevivir en situaciones concretas. La experiencia es la única productora de los valores compartidos por los chicos. Si retomamos la definición de educación producida por Durkheim, podemos notar que la ranchada no prepara para salir al mundo, sino para defenderse de él.

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3.5. La producción E mediática de la infancia

n el breve y rápido recorrido histórico que hemos hecho, se manifestó la relevancia de pensar en las infancias y adolescencias como construcciones sociales. En las últimas décadas, el discurso mediático ejerció un peso significativo en dichas construcciones. Por ello, decidimos detenernos en la forma en que se dan las producciones sobre las infancias y adolescencias "peligrosas" en el plano mediático. Corea (1999) analiza la producción mediática de la infancia, notando la forma en que la lógica del discurso mediático presenta una crisis de la infancia que imposibilita la percepción del agotamiento del modelo pedagógico fundacional ya descripto: “el tratamiento discursivo que proponen los medios de la crisis de la infancia reprime la percepción del agotamiento de las instituciones que la forjaron. Se cumple una vez más una ley del funcionamiento discursivo: la repetición de enunciados reprime la legibilidad de sus condiciones históricas de enunciación” (Ib.: 10). ¿A qué hace referencia esta ley, este principio de repetición? ¿Qué es lo que se repite? Son habituales, por ejemplo, las declaraciones por parte de diversos medios sobre los hechos de violencia o delito infantil y juvenil. En dicha repetición no se traslucen -más bien, lo opuesto, se invisibilizan- las condiciones que dan lugar a determinados actos que pueden ser considerados violentos. Además, genera un mundo peligrosamente falaz donde, por un lado, la repetición de casos es suficiente para corroborarse a sí mismo y, además, produce una teoría explicativa o causal: la violencia existe por repetición, porque los chicos vivieron situaciones violentas, y así sucesivamente. Así, este principio de repetición no termina por explicar nada, ya que sólo es capaz de autoexplicarse. En consecuencia, es conveniente pensar la repetición sistemática de las características “violentas” como síntoma del agotamiento de las instituciones que dieron forma a la infancia y adolescencia, antes que entenderla como principio y propiedad constitutiva de los nuevos de nuestro tiempo.


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Paula y Juan en el baño: un caso, tres miradas.

3.6. Tensiones de género B

años, vestimentas, juegos, roces, miradas, noviazgos, amistades, abrazos. Los espacios educativos, en tanto lugar de encuentro de personas, encierran infinidad de situaciones que los transforman en sede donde las distintas posturas en torno al género, a la orientación sexual y a la sexualidad se hacen presentes. Leamos la siguiente construcción ficcional para comenzar a problematizar distintas perspectivas: Corría diciembre en una escuela media, una persona se acerca comentando sus deseos de terminar la secundaria. Mantiene una reunión con la rectora del colegio, se presenta como Paula, pero le aclara que en el DNI figura como Juan. La directora la inscribe y mantiene conversaciones con algunos de los profesores de la escuela con el fin de que Paula pueda ser integrada de la mejor manera posible. Hablando con los preceptores, se encuentra con un primer interrogante: ¿cómo la anotamos en el registro de asistencia de alumnos? Después de mucho conversar este tema se decide anotarla con el nombre que figura en el documento, pero habla con los preceptores para que al tomar lista, respeten el nombre de Paula, con el cual ella se identifica, informando de esto también a los profesores. Las clases se inician y con el correr de los días se comienza a producir una fractura en el cuerpo docente: por un lado están quienes aceptaron llamarla Paula y por otro quiénes no aceptan llamarla así y eligen llamarla Juan. Las discusiones se suceden día a día en la sala de profesores sin resolución. En forma simultánea se va formando un nuevo interrogante, ¿A qué baño debe ir Paula? La directora se reúne con un grupo de profesores para plantearlo. Se escuchan las siguientes opiniones: están quienes sostienen que no puede ir al baño de hombres, ya que se viste como mujer; otros, en cambio, opi-


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nan que si va al baño de mujeres, los padres pueden elevar quejas; frente a la posibilidad de que vaya al único baño restante, el de los docentes, algunos docentes sugieren que eso sería discriminarla, ya que no la integran al mundo escolar como al resto de sus compañeros y compañeras. La directora, desbordada, decide pedir ayuda a la supervisora de su zona. En una primera lectura llama la atención el tratamiento de la situación como “problema” por parte de los miembros del colegio, incluyendo a la directora: desde un lado se opera bajo la regulación sexista y heteronormativa más llana, por el otro -y aunque sea imposible de saber, suponemos con las mejores intenciones- se transforma a Paula en un objeto exótico. Sea cual sea la postura, la educación sexual reinante en el colegio -por más que sea tácita- es de corte moralizante, es decir con notas normativas y prescriptivas (Weeks, 1998). En esta historia hipotética, que seguramente se hace carnadura en diversas instituciones, un tema cotidiano como el uso del baño -que pone en evidencia la condición corporal y sexuada de los sujetos- permite analizar diversas posiciones en torno a las tensiones de género que se suceden en la escuela. Nuestro propósito es ver, a la luz de este caso, la forma en que se definen y articulan las categorías de género, sexualidad y orientación sexual. Una primera postura se encierra en la matriz esencialista, para ella: 1- hay sólo dos sexos, masculino y femenino; 2- el sexo tiene como fin la reproducción; 3- la familia es la unidad elemental natural. ¿Qué elementos aparecen en la situación vivida por Paula? ¿Cuáles de estas máximas aparecen? Bajo esta mirada, no hay lugar para la construcción, creación o aparición de nuevas características en la construcción de subjetividades: el género no se despega de la sexualidad ni de la orientación sexual, ninguno es independiente del otro. Podemos representarla en el siguiente diagrama, donde cada eslabón lleva inevi-

table y solamente al siguiente: Existencia de pene → Se esperan una personalidad viril, determinado uso de ropa, un gusto especial por el deporte, cierto control de las emociones (género) → una atracción sexual hacia las mujeres (orientación sexual heterosexual) → una sexualidad con fines reproductivos. ¿Es homologable la postura de la directora con la de esta matriz? Podríamos decir que, si bien busca escapar a este posicionamiento rígido, nos permite pensar desde una matriz de género clásico: el género como lectura cultural del sexo; sin embargo, este último es dicotómico por naturaleza. Es decir, en esta primera aparición se extrapola el género a todas las dimensiones de la vida, se lo toma como una construcción cultural y, en consecuencia, hay una ruptura trascendental con la matriz esencialista, ya que reconoce la posibilidad de distintas maneras de sentir, vestir y amar no condicionadas con la genitalidad de nacimiento ni con la cultura establecida reinante. Sin embargo, podemos afilar los argumentos y reconocer que en esta segunda matriz no se cuestiona la naturalidad del sexo: “en todas estas perspectivas, el cuerpo y el sexo quedan del lado de lo que ‘es’, mientras que el género como teoría, en su fabricación cultural y simbólica, es erigido dando por sentados esos cimientos, lo cual impide conceptualizar a los cuerpos más allá de la ideología de lo dado” (Alonso y Morgade, 2008: 22-23). Alejándonos de estas dos miradas, afirmamos que se puede ir por otro camino y suponer que el sexo también es construido. ¿En qué sentido? El reconocimiento y la visibilización de la intersexualidad -coexistencia de ambos aparatos genitales simultáneamente- es un detonante que cuestiona la naturalidad de los sexos: “la paradoja de la ambigüedad anatómica pone en cuestión que macho y hembra sean datos biológicos que fuerzan la cultura de dos géneros. Más bien sugieren una cultura dicotómica que fuerza no sólo la interpretación de los cuerpos


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sino su misma apariencia” (Cabral y Maffia, 2003: 88). Si bien no hay aquí casos de intersexualidad y no se lleva a cabo un disciplinamiento quirúrgico -nadie sugiere, por ejemplo, que Paula adecue su sexo para “encajar” en alguno de los baños-, sí existe un claro disciplinamiento social: con todas las medidas y debates planteados lo que queda claro es que la forma en que está siendo Paula no es correcta, es diferente de la del resto del colegio, y debemos encontrar la manera de que ella encaje en la institución. Perturba en la institución que el fenotipo -la apariencia, lo que se ve y, en este caso, lo que se decide mostrar- no se corresponda con la construcción que se hizo en torno al genotipo -base biológica-. De todas formas, como la genitalidad de Paula es típica a la asignada a los hombres, el argumento reinante se basa en un “imperativo biológico” -común a la matriz esencialista- “misteriosamente ubicado en los genitales” (Weeks, 1998: 18). Sin embargo, los sentimientos de Paula hacen caso omiso a ese imperativo. En suma, vimos los modelos esencialistas -la “verdad de nuestro ser”, a partir de lo cual todo lo posterior puede ser juzgado en relación al molde esencial “hombre” o “mujer”- en algunos preceptores y docentes que no querían llamarla por el nombre con el cual se sentía representada; este modo de juzgarla es reduccionista -asume que la complejidad del mundo de Paula, y de cualquier otro u otra, se limita a la genitalidad- y determinista -supone un modo de vida correcto que se desenvuelve sobre la base biológica naturalizada-. Una frase contundente que puede sintetizar esta postura es la siguiente: “Los hombres son hombres, y las mujeres, mujeres” (Ib.). También ubicamos a la directora -con sus cuestionamientos y su buena voluntad- en los primeros estudios de género -la posibilidad de incorporar una lectura cultural del sexo-. Las consecuencias son dobles: defensivas y preventivas. Son defensivas en tanto y en cuanto hacen saber a Paula de su extrañeza. Son preventivas en tanto y en cuanto sientan jurisprudencia: Paula no se ajusta al colegio; su com-

portamiento no es adecuado; en caso de que alguien actúe igual -consciente o inconscientemente-, ya sabrá el trato que recibirá. Por último, esbozamos una tercera posición de la cual no encontramos interlocutor en nuestra historia: la posibilidad no sólo de hacer una lectura cultural del sexo, sino también pensar el sexo como construcción cultural -esta perspectiva será desarrollada más adelante-.

3.6.1. El sexo como construcción cultural

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a sea desde una perspectiva de género clásica o desde una biologicista, las asignaciones implicadas en el contrato afectan la relación entre los géneros en un sentido definitorio: son dichas asignaciones un par de antípodas -con ánimos renovadores, aunque eufemísticos, es pertinente también la imagen del gradiente- que permiten definir, por mera negación, un género opuesto. En simultáneo, los géneros se enquistan en sí mismos, estimulando la concepción dicotómica ya planteada. Ahora bien, Butler (Freire, 2009), teórica pionera en feminismo y teoría queer, pondrá objeciones a estos planteos. Su intención será “despolarizar” sexo y género. La categoría sexo siempre se presentó como dicotómica: genitalidad del hombre o de la mujer. Para llenar las insuficiencias de análisis, el género resultó efectivo a la hora de llenar ese vacío: más allá de la genitalidad natural, también se hacen presente -y sin relación con el sexo- características femeninas o masculinas, entendidas éstas como construcciones culturales propias de cada sociedad. Butler sugiere que en ambas -sexo y género- rige la matriz bipolar heteronormativa. ¿Es entonces la incorporación de la construcción cultural de género suficiente? ¿No permite volver a justificar la ley del deseo de la matriz esencialista -deseo a mi opuesto- ya no


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desde el sexo, sino del género? Es frente a estas preguntas que surgen las críticas de Butler, llevándonos a cuestionar la matriz que se toma para analizar las construcciones sociales o materiales. Sólo se accede a dichas construcciones a través de discursos, prácticas y normas; Butler acusa así la forma en que sexo y género pueden ser funcionales a una matriz heteronormativa cultural, sexual y epistemológica -posiciones opuestas y complementarias dan fuerza a una ciencia del sentido común-.

3.6.2. Una pedagogía queer El corpus de conocimientos sobre el niño es, en realidad, una construcción que parte de un ideal de niño: aburguesado, masculino, blanco y heterosexual. Entonces, estas construcciones toman un conjunto acotado. Claro está que surgen operaciones lingüísticas que pretenden paliar la situación; tal es el caso del uso del término “infancia” como forma de poner en evidencia la existencia de otros y otras. Interesa entonces detenerse en las características relativas al género que se suponen naturales; es decir, analizar los estereotipos de género que pesan sobre las/os niñas/os: la niña como potencial, futura mujer y madre, la infancia como antesala del ser adulta; el niño como oposición violenta a la supuesta pasividad femenina, en un ponerse a prueba constante. Así, la mujer se asoció a los “sentimientos” y el hombre, a lo “cerebral”, pudiendo él construir “la” cultura. Los contenidos y disciplinas escolares, junto a las formas de abordarlos, también se alinean según las asignaciones de género: varones que justifican la complejidad de un tema en la falta de estudio, mientras muchas mujeres creen en limitaciones personales que se sintetizan en la frase “es un tema que a nosotras nos cuesta más”. Las áreas más valorizadas en la sociedad son relacionadas con lo mascu-

lino y las menos, con lo femenino; por ejemplo, las ciencias se vinculan a los chicos y las artes, a las chicas; al interior de cada disciplina se distinguen ramas más masculinas y otras más femeninas; se promueve la idea de que las chicas son más meticulosas, honestas y trabajadoras, mientras que los hombres son más activos, asertivos en la comunicación y toman roles protagónicos. Este diagnóstico, junto al análisis de la situación, pone en evidencia la urgente necesidad de pensar en una pedagogía que albergue a los sujetos que se escapan a esta mirada heteronormativa. ¿Cómo salir del exotismo, de la diversidad en tanto muestra de lo otro, visto desde la normatividad? ¿Se puede pensar al cuerpo más allá de nuestras palabras? Es decir, ¿cómo se niega el cuerpo como naturaleza prediscursiva, cómo se niega esa creencia de que el género es construido pero el resto es “natural”? ¿Cómo correr al género desde una proyección difusa del sexo pensado dicotómicamente -características femeninas o masculinas-, hacia un género pensado como “peligro”? Para problematizar e intentar responder algunas de las preguntas presentadas, la teoría queer -raro, inusual- nos da una idea: “una pedagogía queer supera la instancia en que la multiculturalidad, la homosexualidad o el género son toleradas o incluidas meramente como creaciones “exóticas”, como menciones necesarias en un currículum con corrección política” (Alonso y Morgade, 2008: 25). No se trata sólo de visibilizar diferencias de superficie políticamente correctas, sino de producir la diferencia, de trabajar con la inestabilidad y precariedad de todas -sí, todas, la de Paula, la Directora, los preceptores y preceptoras, los docentes-. El eje de la pedagogía queer es el corrimiento de la diferencia hacia uno mismo: la diferencia al interior de uno/a como elemento constitutivo y desesencializador. Esta postura radical excede el conflicto del baño analizado: es una forma amplia de entender a la educación; de ahí que decimos pedagogía queer. Dar cobijo a lo que


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percibimos como distinto es positivo, pero, más allá de eso, ¿cómo generar las condiciones para la producción y aparición de la diferencia? Notemos que esta pregunta es propia de todo acto educativo que dé lugar a los y las nuevas en la sociedad. Una pedagogía queer, entonces, sería capaz de poner en la superficie pedagógica el cuestionamiento, la incertidumbre y la desnaturalización como propósitos y estrategias del acto educativo; es poner el foco en preguntas que perturben, que molesten; es, quizás, reponer la libido -la energía- en el proceso de enseñanza-aprendizaje. Reiteramos: el pensar la sexualidad como una construcción histórica y social también es parte de la pedagogía queer, aunque esto no sea todo. “[L]o que definimos como ‘sexualidad’ es una construcción histórica, que reúne una multitud de distintas posibilidades biológicas y mentales […] que no necesariamente deben estar vinculadas, y que en otras culturas no lo han estado” (Weeks, 1998: 19), entonces, la sexualidad puede entenderse como “las maneras múltiples e intrincadas en que nuestras emociones, deseos y relaciones son configurados por la sociedad en que vivimos” (Ib.: 28). Parados desde la idea de construcción social, los esencialismos caducan de inmediato. Ahora bien, ¿qué implica hacerse cargo de la inestabilidad de los cuerpos? ¿Cómo hacemos visible lo no hegemónico sin transformarlo en exótico? ¿Cómo pensar la sexualidad como producto histórico, de luchas e intereses? Hay casos donde la acción más propositiva es la aparente inacción, es decir, donde se hacen cosas para que nada cambie: ¿No es éste el caso de la escuela analizada? ¿Hay que hacer algo con Paula? ¿Demostró ella algún tipo de incomodidad en la escuela? ¿Siente dificultad en el proceso de aprendizaje? Todas estas preguntas no llegan a tener respuesta, ya que todas las acciones que se toman se hacen en torno al nombre y a la ropa que decide usar Paula. No se intenta pecar de inocente, pero, una primera acción puede ser

la inacción hasta que realmente surja algún conflicto. Esto no implica una naturalización ahistórica que no reconozca las luchas y desigualdades que sufren gays, lesbianas, travestis, transexuales e intersexuales en su paso por las instituciones educativas, más bien, todo lo contrario. Quizás las acciones no tengan que ver directamente con el baño, sino con generar condiciones para que los debates y segregaciones en torno al uso del baño no aparezcan. Si nos ponemos propositivos, si pensamos acciones concretas para el trabajo de la situación presentada, podemos afirmar que la escuela requiere de un programa sistemático de educación sexual integral. Podemos sintetizar los aspectos esenciales a introducir: incorporar un enfoque de género que problematice e historice expectativas, estereotipos y desigualdades en torno a lo femenino y masculino; reconceptualizar la mirada acerca de los cuerpos; desnaturalizar la violencia cotidiana; incorporar la dimensión del placer y del cuidado de uno y de otros y otras; todo esto articulado/enfrentado a las argumentaciones esencialistas y sus silogismos -analogía con el mundo animal, la tiranía de las mayorías/promedios, el agujero negro llenado por la biología “aséptica”-, y también, teniendo presente la relación que existe entre dominación y subordinación en el mundo de la sexualidad -incluyendo las variables de clase, género y etnia-. El objetivo último, entonces, es la justicia de género; esto es el “reconocimiento y redistribución de saberes y poderes sobre el propio cuerpo y el cuerpo de los/as otros/as, ya sean niños/as, adolescentes, jóvenes y también para el ‘cuerpo docente’ en todos sus sentidos” (Fraser en Alonso y Morgade, 2008: 38).

tener penarauenta c

Nuestro país cuenta con una Ley Nacional de Educación Sexual, esto quiere decir que todas las jurisdicciones deben incorporarla en todos


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sus niveles y modalidades. Sugerimos la lectura de los materiales propuestos por el Ministerio de Educaciรณn Nacional. En la web: http://www.me.gov.ar/me_prog/esi. html

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3.7. Las nuevas E configuraciones familiares

l impacto de los distintos planos históricos, económicos y culturales presentados hasta ahora, tiene consecuencias en muchas dimensiones de la vida cotidiana y educativa de los sujetos. En este apartado nos interesa pensar la forma en que es redefinida la “familia”, y en especial su vínculo con el sistema escolar. Existe una larga discusión sobre qué se entiende por “familia”. En algunos casos, hace referencia a vínculos sanguíneos -lo que tradicionalmente se llama “el linaje”-, en otros, a vínculos de cohabitación, y en otros, a compartir “la olla”, es decir, a acceder y participar conjuntamente en la alimentación básica. Esta situación impide el armado de una definición única y ahistórica, aplicable a todos los momentos y culturas. A su vez, la caída del modelo de familia nuclear burguesa, compuesta por dos generaciones de integrantes -madre, padre y un número pequeño de hijos-, que se repetía en cada generación, ha dado lugar a nuevas formas como las familias ensambladas, las familias monoparentales, las familias sustitutas, las familias compuestas por más de dos generaciones, las familias separadas y las familias homoparentales, entre otras opciones posibles. Por estas situaciones, las actuales definiciones de familia no se refieren a marcas identificables “objetivamente” en todos los casos, sino a marcas “subjetivas” de los sujetos. Esto es, la familia de cada sujeto está compuesta por aquellos otros que ese sujeto considera su familia por los motivos que sean. Se prefiere entonces hablar de “familias” o “tipos de familias” en plural para dar cuenta del mosaico de opciones y realidades contemporáneas. Al ser las familias productos sociales, sus configuraciones no pueden ser ajenas a los cambios que se producen en la sociedad. En consonancia con el diagnóstico que se hace de la educación, suele escucharse que la familia está en crisis, que los cambios producidos en el siglo XX y principios del siglo XXI han desarticulado su poder aglutinador y de contención de la infancia. ¿Puede pensarse en tér-


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minos de crisis general de la familia o, en otros términos, esa crisis habla específicamente de un tipo de familia nuclear? La segunda mitad del siglo XX tuvo como eje transformador de la dinámica económica y cultural al proceso de globalización. ¿Qué cambios produjo? Por un lado, es más usual encontrar hogares unipersonales en las grandes ciudades y otros hogares monoparentales. Pero, por lo otro, si ponemos la atención en las funciones y no en la composición se abre otro campo de nuevas familias: aquellas que se redefinen al cuestionar los típicos roles asignados al hombre y a la mujer, transformándose así la organización y responsabilidad de los miembros de la familia.

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3.8. Dar cobijo al H enigma de lo nuevo

emos comenzado este capítulo con una cita inocente y provocadora. Hemos sugerido que la educación guarda íntima relación con el nacimiento de nuevos y nuevas entre nosotros. ¿Es ésta una afirmación obvia y trivial? ¿Qué entendemos por nacimiento? ¿Podemos establecer relaciones entre el nacimiento y la novedad? ¿Entre la novedad y el enigma? Larrosa (1994) nos permite problematizar estas preguntas a través de un provocador artículo cuyo título nos es clave para repensar todos los contenidos trabajados: "El enigma de la infancia". Este enigma es tan contemporáneo como lo fue para todos los hombres y las mujeres a lo largo de la historia. Nuestro propósito aquí es pensar los enigmas de nuestras infancias y adolescencias. Usualmente, pensamos a las infancias y adolescencias como algo que nuestros saberes ya han capturado: las podemos explicar, prever, intervenir, nombrar. Nuestros chicos y chicas se transforman en objeto de estudio, en blanco de nuestro poder como sociedad. Desde este posicionamiento, pareciera que le imprimimos un molde a nuestra infancia en función de los distintos modelos históricos y culturales vigentes. Sin embargo, y al mismo tiempo, la infancia es lo otro: “Es insistir una vez más: los niños, esos seres extraños de los que nada se sabe, esos seres salvajes que no entienden nuestra lengua” (Ib.: 166). Es reconocer que hay algo que se nos escapa, que se cuela entre los dedos: la aparición de lo nuevo. Entonces, acordamos en pensar la infancia más allá de los saberes certeros que creemos tener sobre ella, pero tampoco podemos definirla como aquello que no sabemos aún: el trabajo no consiste en reducir lo que todavía hay de desconocido y salvaje en los niños. Pensar a la infancia como enigma, como lo otro novedoso, “nos lleva a una región en la que no rigen las medidas de nuestro saber y de nuestro poder” (Ib.: 167). En ese sentido, esto no sólo tiene impacto en la construcción de subjetividad de las y los nuevos, sino que también es motor epistemológico de la sociedad, permitiendo la aparición de la novedad.


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No es cuestión de desandar por completo la definición propuesta por Durkheim, es real y necesario crear desde el nacimiento condiciones para que el niño comience a ser uno de nosotros en tanto miembro de la sociedad; en términos de Larrosa: “la educación es el modo como las personas, las instituciones y las sociedades responden a la llegada de los que nacen” (Ib.: 169). ¿Qué sucede cuando se impide la aparición de la novedad y se fuerza la incorporación de la infancia al mundo adulto como copia impuesta? A lo largo de la historia, las formas de normalización, estos “totalitarismos”, van mutando. En relación a esto, Larrosa sostiene que “nuestro totalitarismo consiste en la captura pragmática de la novedad, en su administración y en su venta en el mercado del Futuro. La espera de lo inesperado que tiembla en cada nacimiento se ha convertido en nuestro mundo en la fabricación y la administración de la novedoso” (Ib.: 173). Podría pensarse entonces que el rol de la escuela estriba en pasar de lo posible a lo real. Sin embargo, el poder es el que hace que lo posible se mueva hacia lo real y es posible lo que está al alcance de nuestro poder. ¿Qué novedad puede surgir si lo posible está dado de antemano por nuestros conocimientos? Retomando la definición clásica de Durkheim que marcó profundamente el pensamiento pedagógico, podemos ver cómo, desde esta mirada, la educación es casi un proceso técnico: el resultado debe producirse según lo que ha sido previsto antes de empezar; la educación será entonces el pasaje de lo posible a lo real. Larrosa transforma este pasaje entre lo posible y lo real, para resignificarlo en la transformación de lo imposible a lo verdadero. ¿Qué sentido cobrará cada término? Lo imposible es lo que se escapa de nuestro saber y de nuestro poder, no es una acción técnica. Y, por otra parte, la verdad no es aquella basada en la razón tecnocientífica, positivista, donde la concordancia entre los hechos y las proposiciones reina. ¿Qué es la verdad, entonces? Está íntimamente relacionada con el naci-

miento que escapa a lo posible, que no está determinado por lo que sabemos o lo que podemos: “La verdad de la infancia no está en lo que decimos de ella sino en lo que nos dice en el acontecimiento mismo de su aparición entre nosotros como algo nuevo […] la verdad no es tanto la cualidad de una proposición como el acontecimiento que se da en el instante mismo en que nuestras verdades se nos muestran como mentiras” (Ib.: 176). Cuando un niño o una niña alcanzan lo singular e irrepetible, hemos logrado un acto educativo que permitió el pasaje de lo imposible a lo verdadero.


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3.9. Asistencia, “A cuidado y amparo al enigma de la infancia

sistir es responder, estar en un lugar. El que asiste, está presente” (Antelo, 2005). Esta situación invita a preguntarse: ¿Cómo se configuran el cuidado, la asistencia y la enseñanza? ¿Qué se enseña cuando cuidamos? ¿Cómo es entendida la asimetría? Southwell y Dussel (2005) problematizan estas preguntas realizando un desarrollo de la relación entre cuidado y enseñanza, para luego sugerir un vínculo que articule en forma positiva -creadora- las tensiones que generan entre sí y hacia afuera. Desde una mirada clásica, la relación sugiere una equivalencia entre educación y cuidado del afuera, una guía para desenvolverse en el mundo adulto ajeno al niño. Otra acepción surge en el siglo XX. La medicina impone la idea de un cuidado preventivo, reparativo, del afuera y de los otros, mientras que en la postrimería del siglo, la relación implica una idea asistencialista del cuidar; las consecuencias de esto son la instalación de una asimetría -entendida ésta como desigualdad irremediable- entre cuidador y cuidado. Como punto de partida, las autoras instalan la necesidad de establecer equivalencias entre cuidado, conocimiento y asistencia. Avanzan también sobre la idea de reconocerse dador y necesitado de cuidado, de la real existencia de la asimetría entre adultos y jóvenes, de pensar el conocimiento como algo inacabado e inacabable, del cuidado que no parte del miedo. El adulto -y en particular, el docente- debe ser, entonces, responsable, dador y receptor de cuidados que reincorporen en su discurso y en sus acciones al amor como un dar impersonal y a la justicia en su carácter de distribuidora de igualdad. Zelmanovich (2003) enfatiza su trabajo en la necesidad de un amparo para niños, jóvenes y adultos. Ahora bien, reconoce asimetrías estructurales entre ellos: la diferencia radica en la posibilidad de asumir la propia responsabilidad. En lo que respecta a los niños es menester reinstalar la diferencia en su dimensión de amparo y de protección, sin caer en autoritarismo. El adulto es el mediador, provee de la comida y de los significados,


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pasajes para el desarrollo biológico y cultural respectivamente. Los jóvenes ensayan al amparo de un adulto. Ellos y ellas están expresados claramente en el drama subjetivo: los jóvenes van procurando, ensayando, un lugar, un nombre para afrontar el mundo adulto; el término drama da cuenta de ese ensayo, de ese sujeto que se está constituyendo, ensayando. Frente a estos ensayos, el amparo que debe brindar el adulto consiste en reconocer el deseo que subyace en los jóvenes para afrontar el mundo, ya que “vislumbrar la posibilidad de un deseo es abrir una dimensión en la que algo por venir es posible” (Zelmanovich, 2003: 57). Asistencia, cuidado y amparo -términos que introdujimos en nuestro primer capítulo sobre la educación como derecho- permiten “traer a los vínculos pedagógicos esa fuerza motora de los seres humanos, esa señal de nuestra fragilidad e incompletitud pero también de nuestra fortaleza, de aquello que nos conmueve al punto de dejarnos sin apetito o de querer devorarnos la Tierra” (Dussel y Southwel, 2005).

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