Viaje al país Tierra Adentro Por casi tres siglos fue la ruta de Santa Fe a la ciudad de México para el transporte de plata, mercurio y productos agrícolas. Sus vestigios a lo largo de 2,900 kilómetros son ahora Patrimonio de la Humanidad. Los autores recorrieron el Camino Real de Tierra Adentro, que incluye minas, haciendas y pueblos perdidos en las montañas y el desierto, en un viaje único que revive la antigua Nueva España.
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texto:
Témoris Grecko y Vivienne Stanton
Los jóvenes no tenían idea de lo que preguntábamos, dónde estaba la hacienda de un hombre del que nunca habían oído hablar. Pero en esa pequeña plaza del pueblo de Pánuco, al norte de la ciudad de Zacatecas, un anciano de piel morena de sol, con los ojos cubiertos por una película húmeda que aún permitía ver los iris de color azul, nos sonreía desde una banca.
bierno mexicano y promotor de la candidatura del Camino Real ante la Unesco, nos explicó que el intinerario cultural es un eje sobre el que se integran distintas expresiones en el tiempo y en el espacio, no sólo materiales sino también inmateriales: el valor de una hacienda que parece aislada por aquí sólo se entiende si se la vincula con la mina que está allá, el presidio militar que las protege y la población que se encuentra más lejos. Por ahí circulan no sólo mercancías o personas, sino también ideas y conceptos.
Buscábamos el lugar donde nació Juan de Oñate, el llamado “último conquistador”, quien en 1598 empujó la frontera de la Nueva España hasta los lejanos desiertos del norte. Así alargó hasta más de 2,000 kilómetros el Camino Real de Tierra Adentro, una fantástica ruta colonial que, entre los siglos xvi y xix, fue el único vínculo de comunicación entre la Ciudad de México y Santa Fe de Nuevo México. Ciudades como Querétaro, San Miguel de Allende, Guanajuato, San Luis Potosí, Zacatecas, Durango, Chihuahua y Albuquerque quedaron así unidas. El 1 de agosto de 2010, la Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura le otorgó al Camino Real el reconocimiento como parte del Patrimonio Mundial de la Humanidad, en calidad de itinerario cultural. La mayor parte de los sitios que tienen esta altísima categoría están claramente delimitados para nuestros ojos, como Casas del pueblo fantasma ocurre con monumentos, edificios Noria de San Pantaleón. Una cerca o bellezas naturales, por lo que el de palos resecos en las dunas de concepto de itinerario nos resultaSamalayuca, Chihuahua. Y un ba un poco extraño. vaquero en la carretera DurangoParral. Sin embargo, el arquitecto Francisco López Morales, director de Patrimonio Mundial del go-
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Recorrimos el Camino a lo largo de seis semanas, una aventura que nos convirtió en detectives de una historia ya casi olvidada. Excepto para algunos que no pierden la memoria, como aquel hermoso abuelo de Pánuco: “La hacienda grande”, dijo. “La hacienda del buen suceso. Sigan la calle hasta que se acabe el pavimento. Avancen por el lodo. Al pasar el arroyo, verán los viejos muros de adobe”. Viejos y envejecidos: hace siglos que nadie se ha ocupado de recoger sus numerosos bloques dispersos. De la casa principal sólo quedan los cimientos y fragmentos de las paredes. La yerba se ha apropiado del espacio y es alfombra para el estiércol del ganado. Por la acequia corre agua desde hace casi 500 años, pero ya no es fresca: huele mal y tiene color gris. Quedó muy atrás en el tiempo lo que el anciano de la plaza recuerda como “buen suceso”.
Pueblo desfantasmado
En contraste, la magnificencia actual de Zacatecas, adornada por mineros enriquecidos que no pensaron que sus palacios tenían que ser menos ostentosos que las catedrales de los curas, queda como testimonio de la obra de Cristóbal de Oñate, padre de Juan y uno de los fundadores de la ciudad. La competencia arquitectónica entre opulentos apellidos de recién adquirido prestigio nobiliario, y entre órdenes religiosas, quedó labrada en ornamentadas edificaciones de cantera rosa. Esa riqueza provenía del trabajo casi inhumano de miles de indígenas y españoles. Casi nadie recuerda ya la otrora famosa mina de la Noria de San Pantaleón, enclavada en la Sierra de Órganos, a medio camino entre Zacatecas y Durango. Lo que esperábamos que fuera un pueblo fantasma estaba repleto de gente engalanada, música duranguense, puestos de feria. La gente se apretaba para entrar a la pequeña capilla. La mina estaba cerrada,
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Al norte de Las Cruces, los viajeros entraron en una región que hoy se conoce como la Jornada del Muerto: 150 kilómetros de tierras extremadamente áridas, infestadas de víboras venenosas, sin abrevaderos ni árboles...
y emoción, tratábamos de imaginar los días en que era el paso cotidiano para cientos de trabajadores La mina permanece en su estado original. Dos guías nos llevaron a través de pasadizos, que iluminaban con antiguas lámparas de keroseno, y nos advertían de no caer por tal profundo pozo, o de bajar la cabeza para no rompérnosla con un súbito saliente de roca desnuda. Los mineros laboraban a pico, rompiéndose los huesos con las vibraciones de cada golpe, y otros sacaban la piedra en sacos de yute que sostenían con un cordón sujeto a la frente. Ochenta kilos en cada viaje, de los que hacían cinco o seis al día, subiendo y bajando por una larga
pero chicos y grandes jugaban a explorar los cauces secos y escalaban los cerros de desperdicio. “Ustedes tuvieron suerte, porque hoy es la fiesta del santo”, nos dijo Héctor Guzmán, un hombre amable que guiaba a sus cuatro hijas, de entre 5 y 25 años. “Nuestros padres nos acostumbraron a venir cada año. Pero la gente se marchó cuando se acabó el mineral”. Las paredes de las casas se caían como los muros de la hacienda de los Oñate.
La mina del puente colgante
Durango tiene el privilegio de sus cielos, tan claros que enormes distancias semejan al ojo un par de kilómetros. Y bajo su luminosidad refulgen los horizontes, brillan los extensos campos verdes sobre tierra roja. Es verano, tiempo de lluvias, y la naturaleza se ha alebrestado en colores. Cuando Oñate pasó por ahí, siglos atrás, ya existía el centro minero de San Juan de Avino,
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donde hoy sólo nuestro coche nos sugiere que ya estamos en el siglo xxi. Los indígenas tepehuanes venden verdura en la pequeña plaza, los viejos transportan leña en carretillas de madera. En el fondo, del cuerpo blanco y macizo del templo se eleva una torre de cantera. A la mañana siguiente, en el pueblo de Mapimí, desayunamos burritos de carne asada y café en un pequeño merendero, atendido por la misma pareja de ancianos que lo montó en 1957 y que nos explicó cómo ir a la mina de Ojuela. Hay que llegar hasta el pie de la sierra y subir por una terracería abierta a golpe de dinamita por el costado de la montaña. Entre neblinas, se nos aparecieron lentamente un portal de sólida piedra, los muros sin techo de construcciones abandonadas y una portentosa estructura de hierro que sostenía un delgado sendero de madera sobre el vacío nuboso. Este puente colgante, de 315 metros de largo y 95 de altura, es una hazaña de ingeniería de fines del siglo xix. Mientras lo cruzábamos con calma
sucesión de troncos con muescas. Manuel, un muchacho de 17 años, nos describió el proceso con detalle porque en el México del siglo xxi, él y muchos todavía trabajan así.
Sahara chihuahuense
En el norte de Chihuahua, uno se siente en el Sahara: la carretera que conecta con Ciudad Juárez atraviesa la parte más angosta de una extensa zona de dunas de arena. No tuvimos que alejarnos mucho para imaginar que estábamos perdidos en busca de un camello. Una vía de ferrocarril se perdía en el horizonte, delimitado por lejanas montañas azules. Los restos de una cerca antigua, hecha de maderos a los que la resequedad les negó el descanso de ser desintegrados por el moho, se agachaban, rendidos a fuerza de puntillosos golpes de arena. La zona es conocida como médanos de Samalayuca y fue un obstáculo mayor para Juan de Oñate y su enorme caravana. El 10 de marzo de 1598, tras reunir a su hueste en el Valle de Allende, cerca de Parral, Chihuahua, el aventurero emprendió el viaje con sus estandartes reales de colores carmesí y dorado, tres piezas de artillería, 129 soldados, 10 misioneros, decenas de familias y sirvientes (hasta sumar unas 500 personas en total), más de 100 carretas y siete mil animales de granja: un pueblo en movimiento. Una familia zacatecana en
Noria de San Pantaleón. Una parcela cerca de San Juan de Avino Y un sencillo monumento, cerca de Socorro, Nuevo México, que recuerda a los caídos en las duras travesías desérticas.
Nuevo México: rojo o verde
Llegaron a la orilla del Río Bravo, 50 días después de haber salido
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ojos azul pálido y tupido bigote Habsburgo, apade Valle de Allende. Hoy es un viaje de ocho horas sionado del Camino Real, que nos llevó a buscar en auto. El 30 de abril, celebraron misa y declarahuellas de la antigua ruta. Le preguntamos cómo ron, en nombre de Dios, Jesucristo y la Virgen, que: sería la vida en la caravana de Oñate. “Imagino que “Yo, Don Juan de Oñate, gobernador, capitán genehabía un montón de esposas que no les hablaban a ral y adelantado de Nuevo México, tomo y apresus maridos”, respondió. “Tenían que caminar 16 ó hendo los dichos Reynos y Provincias de la Nueva 20 kilómetros cada día, detenerse a levantar el camMéxico... con sus montes, ríos y riberas, aguas, pamento, ir por ahí a buscar leña, conseguir agua, pastos, vegas, cañadas, abrevaderos”. La historia no matar una oveja, cocinar. Ellas vivían en España y menciona si los habitantes tenían idea de que sus los hombres las trajeron: ‘mira mi amor, aquí está tierras eran ahora propiedad de los recién llegados. la casa de tu sueños, en medio del desierto, sin Siglos después, ese punto, Ciudad Juárez/El Paso, siagua, con los apaches que te quieren matar’”. gue siendo zona de conflicto, de roce de culturas y de muros que dividen una tierra que es idéntica en ambos lados. E inhóspita. Al norte de la actual población de Las Cruces, los viajeros entraron en una región que hoy se conoce como la Jornada del Muerto: 150 kilómetros de tierras extremadamente áridas, infestadas de víboras venenosas, sin abrevaderos ni árboles. Las caravanas de los siglos xvii y xviii, que en esta parte pasaban sólo cada seis meses, no encontraban una carretera, sino una ruta marcada por puntos de referencia: hay que pasar al oeste del cerro con tal forma, cerca de tal cañada, por donde se ven muchos álamos. A nosotros se nos hacía casi imposible distinguir las señales, tomamos desvíos incorrectos, nos topamos con bloqueos insuperables y agradecimos contar con botellas de agua y aire acondicionado. Oñate, el último conquistaLa Jornada se llama así por un dor, llegó a Albuquerque, Nuevo alemán que fracasó al tratar de México... a encontrar un cohete atravesarla, 300 años atrás. Como espacial. El pueblo de San Juan de muchos otros. Avino, Durango, y una hacienda en ruinas en Navacoyán, Durango. Al final se encuentra el pueblo de Socorro. Ahí conocimos a Paul Harding, un ingeniero de
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Un centenar de kilómetros más adelante, frente al museo de la ciudad de Albuquerque, hallamos un gran monumento de bronce con estatuas de tamaño natural que representan la caravana de Oñate: atrás se ven el carro tirado por bueyes, los hombres empujándolos y las mujeres cuidando a los niños y las ovejas; al frente están los caballos, los soldados, un fraile, un indio y Oñate al tomar posesión de esos extensos teritorios, de sus riquezas y habitantes, y de... un cohete espacial. Porque tuvo que conformarse, a final de cuentas, con levantar su capital en un territorio sin riquezas. El pueblo indio de Ohkay Owenge, que él quiso que se llamara San Juan de los Caballeros, jamás pudo consolidarse como centro político ni económico. Hoy apenas tiene unos caseríos modestos. Oñate volcó su frustración en un maltrato a los indígenas que dejó cientos de muertos y eventualmente provocó que lo juzgaran en España.
Tristes son las ruinas de la hacienda en que nació, triste fue el final de su historia. No el de la nuestra, sin embargo. En esta última parte del viaje conocimos al cálido pueblo nuevomexicano, del que sus hermanos del sur casi nos hemos olvidado. En un restaurante de Socorro, Harding nos lo mostró en su complejidad: los comensales eran anglosajones e indios, es decir, los últimos y los primeros en llegar a estas tierras. También estaban los herederos de los colonos de Oñate, que hablan un castellano antiguo. Los nuevomexicanos no se dividen tanto por etnia o lengua como por una sencilla opción culinaria: todos comen burritos y otros platillos mexicanos. Pero a algunos les gusta condimentar con chile rojo. A otros con chile verde. Habíamos recorrido todo el Camino Real de Tierra Adentro y, agotados, comimos lo que nos pusieron enfrente.
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