naturaleza muerta
“Recogí los despojos esparcidos, que puse al pie del árbol tristemente, y atravesamos el bosque doliente, ya también para mí, por conocidos sus terrores.“ CANTO XIV La Divina Comedia, DANTE ALIGHIERI
Que Frankenstein era un monstruo, pero vivo, de pedazos inertes; que mi cabeza era un infierno y que para él ya estaba muerta, me dijo. Y yo sin poder dejar de mirarlo. Cómo llegué a él, me lo sigo preguntando. Por causa, azar o a fuerza de golpes quizás; pero viniendo de mí, incluso esa deducción, podría resultar una blasfemia poco seria. Cómo llegué a esto no resiste mayor análisis. Él hacía con las palabras lo que yo con el lápiz, y el resultado de esa conjunción era un mecanismo adusto de espejos enfrentados con todo lo inagotable de la inspiración atrapado entre ellos flotando infinito en el ínfimo espacio que auspiciaba esa distancia.
Que para él ya estaba muerta, qué ironía. Ese día habíamos hablado un rato sobre alguna insignificancia de órdenes sin demasiada estridencia. Pero sus órdenes no eran los míos. Él insistía sobre la relación entre los dibujos y los textos del libro; que si los cuentos iban a ser a partir de los dibujos o viceversa. No recuerdo exactamente qué concluyó, pero le dije que sí a todo porque en ese momento mi cabeza buscaba decidirse sobre si empezar por su cuello y seguir por la boca, o al revés. No fueron muchos ni extensos pero eso eran nuestros intercambios; la luz de su razón y la sombra de mis pensamientos. Una correspondencia poco arbitraria de contrastes inminentes. Un claroscuro de volúmenes toscos entre sus intenciones y mis ganas. Habíamos quedado en vernos a la hora de la siesta, pero llegó a casa con la noche en los ojos, pasadas las doce. Sus urgencias no eran las mías. Se deshizo en explicaciones. No lo escuché demasiado, pero le creí con énfasis y apuro. Él era sus relatos, y su lengua, una parábola obscena sobre el espanto. “Primero los dibujos, ¿entonces? Te toca a vos.”. Me tocaba a mí. En cuestión de minutos boceté unos cuantos como para allanarle el proceso porque sus tiempos no eran los míos. Y no me refiero a la velocidad de su marcha, sino a la arritmia en la secuencia de sus actos. Podía pasar horas con la mirada fija en su cuaderno abierto sobre la mesa, estatua sin ojos, reposado en una interminable diástole aletargada; y de repente, sístole. Explotaba palabras con el ardor de un vómito compulsivo. Sus tiempos no eran los
míos, no, pero era en eso, paradójicamente en eso, en donde radicaba la furia de su hermosura. Con material suficiente como para varias horas de trabajo, lo dejé solo inmerso en su fábula inconclusa y me fui al cuarto con la intención de dormir un rato para afrontar el relevo cuando tuviera que volver para dibujar otra tanda. Estaba todavía sorteando el estado de vigilia cuando lo sentí apagar la luz y acercarse. Se recostó discreto sobre el lado libre de la cama y me puso un papel entre las manos. Me incliné hacia el haz de luz que entraba por la ventana que daba a la calle y leí lo que, deduzco, era un esbozo primitivo sobre lo que en algún momento sería un horror desarrollado con la mayor de las elegancias. Pero solo deduzco porque, sin lugar a dudas, sus atisbos tampoco eran los míos. “He asumido que usted se niega a comprender mis motivos (1). Es probable que no crea lo que voy a contar (8). Las luces de la calle no funcionaban por la tormenta del día anterior (4). 22:19 hs. El asfalto estaba gris oscuro (2). Ni una gota de luz en la casa, ni en la calle, ni en ningún rincón de la ciudad (7). Su vida ha pasado de los interiores, noche, a lo exteriores, día (13). Ella hundía los dedos y la carne no le devolvía la presión; quedaban los pocitos marcados como cuando se aprieta la masilla fresca (3). No es miedo lo que la invade, es una exacerbación de la realidad (12). Hice a un lado las pesadas cortinas, abrí la ventana de par en par y me quedé en silencio
largo rato sentado en la silla (10). Pensaba en que algo tenía que cambiar (11). La dejaría que siga gritando pero eso implicaría otra noche sin dormir (6). ¿Cómo desaprovechar un momento prometedor cuando empezaba a sonar “Slave to Love”, de Bryan Ferry? (9) Le dije que siguiera durmiendo y me volví a la pieza. (5)” Que Frankenstein era un monstruo, pero vivo, de pedazos inertes; que mi cabeza era un infierno y que para él ya estaba muerta, me dijo al oído. Que te acuestes al lado mío no augura que te levantes de la misma manera, sentencié sin demasiada vehemencia. Sonrió a media asta, como las banderas de luto; no me miró, pero se durmió. Y ése fue su descuido. Respiraba espeso, caliente. Dibujé la idea en el aire y lo decidí: primero la boca, después el cuello. Separé los labios de su cara con la precisión de un beso y los monté sobre sus párpados. Le clavé la lengua sobre el mentón y los ojos sobre la frente. Cercené las piernas del torso, cosí sus pies a sus manos y los extremos libres de los muslos a sus orejas. Lo acomodé sobre las almohadas y cubrí con las sábanas el decoro de su sexo. En la boca –que ahora sonreía completa– metí su hoja y mis dibujos entre los dientes y enderecé su cuello con un tajo para ayudarlo a dejar de respirar. Me alejé unos pasos para contemplar nuestra obra por fin conclusa especulando cuál sería su reacción al verse, bendito monstruo quieto revelado a sí mismo y a mí misma. Cadáver exquisito, Naturaleza Muerta a flor de grieta con los volúmenes en desorden; húmedo, tembloro-
so, resbaladizo frente a mí que, húmeda, temblorosa, resbaladiza y fantaseando sobre la euforia de su catálisis ante el resultado, seguía ahí, irreversible, sin poder dejar de mirarlo.
escrito: no cambiaré una coma de mis declaraciones precedentes. He asumido que usted se niega a comprender mis motivos. Aún así, sería considerado de su parte admitir que yo no miento. El señor y la señora B eran mis vecinos, como ya le expliqué. La señora B nunca iba a misa. El esposo de la señora B tampoco iba a misa. Eso ya le dice bastante sobre ellos. Por lo demás, el señor B trabajaba en una editorial. Lo veía salir todas las mañanas. Llevaba un maletín de cuero negro y unos anteojos pesados. Salía a las ocho y quince. Saludaba amable y solo regresaba después del ocaso. REFRENDO MIS DICHOS EN ESTE
La señora y el señor B tenían dos hijos. A los hijos de la señora B les gustaba arrancar las flores de mi cantero. Yo me enojaba y les gritaba cada vez que lo hacían pero nunca escarmentaban. Las arrancaban y salían corriendo cuando me veían. Los hijos de la señora B eran ángeles rubicundos, tan bellos y gráciles que costaba creer que fueran tan endemoniados. Ellos desmentían nuestro barrio de casas bajas y gentes amables. Sí, los hijos de la señora B eran distintos a los demás. Supongo que se lo debían a su madre: la señora B, a todas luces, tampoco era una madre como las demás. La señora B no solamente no iba a misa, tampoco salía de compras: no iba a la panadería, ni al almacén, ni a la mercería, ni a ninguna otra tienda en la que era usual ver a las mujeres del barrio. La señora B salía muy poco de su casa; cada vez menos. A sus
hijos, gemelos y tan idénticos que daban miedo, los veía ir y venir de la escuela, siempre solos. Tocaban timbre y la señora B les abría, los saludaba con una sonrisa vaga y los hacía pasar. A mí me inquietaba la señora B porque tenía un parecido inconcebible con mi querida Josefina cuando era joven. Que en paz descanse, mi tesoro atormentado. Hubo un tiempo en que la señora B salía los domingos, sola, en horas de la tarde. Era curioso, porque no iba a ninguna parte. Solo caminaba, como deambulando. Después se sentaba en el banco de la plaza que daba a la iglesia y ahí se quedaba. Salía con unos atuendos pasados de moda y solía ponerse un sombrero negro, de cuya ala derecha pendía una margarita grande, también negra, que le tapaba parcialmente un ojo si se la miraba de frente. Su aspecto debía incomodar a las otras mujeres del barrio porque en raras ocasiones se le acercaban y, cuando lo hacían, intuyo que era más por curiosidad que por algún interés genuino en ella o en su familia. De todos modos, ella no les prestaba demasiada atención y se notaba que saludaba quedamente, como sabiendo deshacerse de las mujeres con la impostación de una mirada equívoca o con la leve agitación de su margarita negra. Yo las miraba desde mi ventana y era invariable: cuando la señora B agitaba su margarita, las vecinas se despedían raudamente y la señora B se las quedaba mirando, satisfecha. Pero al final la señora B ya no salía, o lo hacía muy poco. Las últimas veces se la había visto bastante deteriorada, con sus cabellos rubios abatidos y una expresión desvaída en su rostro inmaculado.
En el barrio no se hablaba mucho de la señora B, al menos no públicamente. En cambio, cuando venían a casa los Osorio, que vivían enfrente, o los Villalba, que vivían al lado, siempre hablábamos de los B. Al principio lo hacíamos con pudor, pero con el tiempo se nos hizo costumbre y era raro que nos juntáramos y no habláramos de ellos. Los Osorio eran amabilísimos, muy cultos y con un don de gente excepcional. Vivían con la sonrisa en los labios y daba gusto compartir una velada con ellos: eran felices y derramaban bonhomía. La señora Villalba era quizás la más llamativa del barrio. Su esposo era el director de la biblioteca general y a pesar de ser un hombre circunspecto, era un orgullo recibirlo en casa, porque era ejemplo de trabajo y educación para todo el barrio. Si bien mis hijos ya eran grandes y hacía tiempo que no vivían conmigo, solían venir a visitarme dos o tres veces al año. Cuando venían, me gustaba invitar a los Osorio y a los Villalba, porque los conocían de cuando eran niños y era inevitable que los compararan con los hijos de B. ¡Qué educados eran sus hijos!, me decían, y ¡mire qué jóvenes encantadores son ahora!, y entiendo que lo hacían por contraposición a los hijos de la señora B, porque acto seguido me preguntaban si ¿le siguen arrancando las flores, don Manuel? y yo ponía cara de vecino tolerante y hacía ademán de restarle importancia con la mano y eso encumbraba los ánimos porque enseguida la señora Osorio me decía que yo era demasiado benévolo y que tenía que ir a quejarme con el señor B. Entonces ensayaba una cara que dejaba en evidencia que hablar con los B no tenía ningún sentido y todos nos reíamos y el tema se instalaba en la mesa.
En general, los Osorio se mostraban consternados por la falta de modales de la señora B y no perdían ocasión en recordar el día en que la señora B había asistido sola al cumpleaños del señor Osorio –su marido estaba enfermo, había dicho–, mal vestida y bastante ebria, y que había terminado en la falda del pianista cantando un jazz impertinente con una voz de demonio excitado que nunca olvidaron. Contaban la historia y se reían. En mi fuero más íntimo, yo agradecía que hubieran referido el incidente, porque desde entonces tuve en claro que los ruidos guturales que a veces escuchaba de noche provenían de la garganta exaltada de la señora B, a quien empecé a imaginar ebria y poseída, tratando de entonar alguna extravagancia. La locura es muy triste, señor. Mi querida Josefina la padecía: la pobre andaba cohabitada. Eso es muy desagradable. Uno no tiene idea de cuántas almas circulan por la casa. Y le aseguro que de noche la cosa se pone peor. La cama es un verdadero infierno. Usted comprenderá lo doloroso que resultaba esto para mí, que me había casado tan enamorado y que habíamos sido plenamente felices en los tiempos en que criábamos a nuestros hijos. Cuando mi Josefina se extravió yo la llevaba mucho a misa y le pedía al cura que le hablara largo, pero eso que se le había instalado no la quería abandonar. Estaba empecinado en ella y la pobre no tenía descanso. Los Villalba eran menos locuaces que los Osorio, pero aún así se advertía que compartían una crítica velada hacia la señora B por su errático comportamiento como madre. Usted vea que los hijos de la señora B no solamente tenían conductas inadecuadas en el barrio, en relación a los vecinos, sino que además se los veía poco aseados en general, más bien sucios, a diferencia de los demás niños
que lucían siempre peinados y limpios. Esta situación despertaba un rechazo global hacia la señora B y como los Villalba no habían podido tener hijos yo creo que eso los hacía más sensibles a esta cuestión. Por mi parte, esos diablos no me despertaban la menor compasión; me parecían un caso perdido. Quizás no lo decía tan abiertamente por respeto a los Villalba, pero creo que igual nos entendíamos y éramos solidarios en nuestros sentimientos hacia los B. Una noche, el señor Villalba me invitó a cenar en su casa. Los Osorio también estaban invitados. Le dije que sí. Era un viernes de noche cálida y clara y los jazmines perfumaban la cuadra: un marco inmejorable para el encuentro con amigos tan valiosos. Cenaríamos en el jardín de los Villalba, poblado de magnolias, de hortensias y de rosas envidiables. Admiro la belleza de un jardín bien cuidado y la señora Villalba tenía un don innato porque había logrado acaso el jardín más bello del barrio. Elegí un Cabernet-Sauvignon de mi bodega personal y salí de casa. Salí contento, concentrado en ir directamente a casa de los Villalba, pero mi mirada se obstinó en recorrer mi cantero. Advertí que los cretinos habían arrancado más de la mitad de mis flores y sentí que algo me desbordaba, una furia febril. Fui directo a casa de los B y me adherí al timbre. Largo rato. Nadie abría. Lo recuerdo como si fuera hoy. Había luces, pero nadie abría. Están, pensaba. No abren. Y me invadía una indignación rabiosa. Y fue su cuerpo, lo sé. Porque miré de nuevo y vi el perfil de la señora B completamente desnudo contra el ventanal. Me turbó el alma, porque enseguida bajé la vista y cuando volví a mirar, la señora B ya no estaba. Y cuando me consumía en ese arrebato de impotencia, me vieron los Osorio, que cruzaban la calle. Me tomaron del brazo y me
llevaron a casa de los Villalba. Me obligaron a sentarme en el sillón mullido de la recepción al tiempo que la señora Villalba me abanicaba con una revista y todos me preguntaban si estaba bien. Cuando me vi en ese devenir, acabé sobreponiéndome, algo avergonzado. Al cabo sonreí, como queriendo quitarle importancia al asunto, pero nos pasamos la noche hablando de los B. Incluso, el señor Osorio se ofreció a hablar con el señor B en mi nombre y, por mucho que me negué, acabó convenciéndome de que era lo mejor. De hecho, al día siguiente, temprano a la mañana, cuando no hacía mucho que los pájaros habían cesado en sus desperezos matutinos, vi al señor Osorio de pie en la puerta de su casa, dispuesto a interceptar al señor B tan pronto se dispusiera a comprar el diario. Me invadió un pudor extremo. No podía aceptar que el señor Osorio intercediera por mí, así que me vestí y me acerqué a agradecerle y explicarle que yo mismo resolvería el problema. Me costó, pero logré que aceptara mi decisión. Pasé gran parte de la mañana repasando lo ocurrido la noche anterior: me desconocía tocando el timbre de los B como un adolescente malcriado; me preguntaba si realmente había visto desnuda a la señora B; me turbaba el recuerdo de ese cuerpo escultural, tan parecido al de mi querida Josefina, que en paz descanse. Decidí ir al vivero de don Antonio antes de que cerrara. Tenía que reponer las flores. Pasé la tarde en mi cantero. Planté margaritas, blancas. Y unas azucenas celestes, frescas. Miré satisfecho mi trabajo y justo pasó la señora Villalba que me felicitó y me instó a hablar con los B. Es injusto, me dijo, que le hagan esto a cada rato.
Yo estaba embarrado, y rendido, pero aún así consideré que la señora Villalba tenía razón. Además, ya no podía permitir que le hicieran esto a mi querida Josefina. Nunca había dejado de cubrirla de flores y no iba a permitir que esos malditos siguieran con la infamia. El resto usted ya lo conoce. Me aseé, me vestí y toqué timbre. Me abrió la puerta la señora B. Tenía puesto un camisón negro, de encaje, muy largo. Los cabellos rubios, sueltos, enmarañados. Me sonrió; me invitó a pasar. Le dije que gracias, pero que venía simplemente a comentarle un asunto puntual. No tuve tiempo de recular: la señora B me tomó del brazo y me hizo pasar. Encontré un desorden descomunal en esa vivienda. Imposible ordenar las imágenes. Vi ropa tirada, medias sueltas, libros, copas. Vi cuadros a medio hacer, sueltos, apoyados contra una pared, en el piso, sobre un sillón. Cuadros indescifrables, de cuerpos desnudos, cuerpos de mujer, cuerpos rotos, en pedazos. El recinto olía a jazmines, a óleos, a vodka. Miré a la señora B, traté de recomponerme, me costaba. Alcancé a preguntarle si ella pintaba. Me respondió con una carcajada sonora y comprendí que era ella la de las insolentes voces que me acompañaban de noche. Clavó sus ojos en los míos, como queriendo saber más de mi visita. Sus ojos –jamás los había mirado tan de cerca– parecían sueltos también. Como si orbitaran a su antojo, sin fondo. Eran grises. Del todo grises. Me perdí en esos ojos; me costaba armar una frase. Se parecían tanto a los de mi Josefina. Eran ojos de lluvia. Ojos frágiles. Quise decir algo sobre mi cantero y sobre sus hijos, pero mientras ordenaba las palabras sentí que era como hablar con un fantasma. Como si no me mirara; como si tampoco oyera. Solo sonreía una sonrisa cándida. Era la sonrisa de Josefina: ella estaba frente a mí y sus labios me reprocha-
ban. Y era feo lo que me decían: que le había dolido y que había pasado frío en mi cantero. Eso me decía. Una y otra vez. Y yo le negaba con la cabeza, y le decía que no, que lo había hecho para salvarla. Y cuando me quise tirar en sus brazos, y abrazarla, y decirle que la amaba, se me apareció otra vez la señora B. Cuando la vi, mis manos se aferraron a su cuello. Imposible soltarla, señor. La vi sacudirse, roja, los ojos enmarañados. Después cayó al piso, así, con los ojos ya tranquilos, como ustedes la encontraron.
22:19 hs. EL ASFALTO ESTABA GRIS OSCURO. Casi negro, espejado. Iban más de dos horas de lluvia continua. Andrea miró el reloj pulsera atado a su muñeca y abrió las puertas del laverap. El olor de la tormenta de verano era intenso. Se detuvo en el umbral y armó un nudo con sus brazos a la altura del pecho. Sus ojos apuntaban hacia el frente, con fuerza, como si tuvieran la cualidad de mirar más allá de las cosas. Algunas gotas rebotaban en las baldosas y le salpicaban las piernas flacas. Otras caían sobre la cerámica blanca del local formando un pequeño archipiélago. Andrea respiró hondo con el abdomen y pasó el secador hasta hacerlo desaparecer. 22:25 hs. Mientras escurría el trapo en un balde, Andrea vio salir a su marido de la rotisería Don Chicho. Con los brazos en alto Julio usaba una toalla de toldo. Frenó en el borde de la avenida. Los autos y colectivos avanzaban con las luces prendidas. Costaba calcular la distancia. Los faros se acercaban como meteoritos que nunca estallaban. Julio esperó que pasara una camioneta negra y alta: se mandó detrás. Andrea volvió a respirar. En cuatro saltos Julio estuvo al lado. Le tocó el hombro húmedo y le dijo: —No saben nada. 22:29 hs. Andrea se metió al laverap en el que trabajaban desde hacía diez años, por temporada, en ese
pueblo costero cargado de extraños. Miró otra vez su reloj pulsera y caminó hasta el mostrador. Las suelas de sus sandalias quedaron marcadas con barro en las baldosas blancas. —Voy a preguntar en los videos —dijo Julio desde la puerta. Luego agarró la toalla como si fuera la capa de un superhéroe precarizado, y volvió a entrar en la lluvia. Andrea dio vuelta varias hojas de su agenda, hasta que escuchó el ruido de la puerta al cerrarse y empezó a marcar un número en el teléfono. 23:01 hs. Cuando Julio volvió al laverap, Andrea seguía con el tubo pegado a la oreja, muda. Se miraron a los ojos: ambos encontraron la idéntica mirada nerviosa que llevaban desde hacía varias horas. Las mismas que Mauro llevaba desaparecido. 23:11 hs. —Nada —dijo Julio. Dejó la toalla en una silla y cerró las puertas del local, sin llave—. ¿Probaste al celular? —Te dije que lo perdió —dijo Andrea, mientras apretaba la tecla redial. En la mano libre tenía una lapicera azul. Con la punta golpeaba el cuaderno rayado donde registraban los pedidos. La hoja estaba llena de puntos. Algunos más azules y profundos que otros, por la repetición exacta del martilleo. También había líneas y trazos circulares. Con algo de imaginación se entreveía el contorno de una figura. Podía ser un hombre o un chico con un paraguas en la mano. Había puntos en las piernas, en el torso, en los brazos, en la cabeza. El hombre, o el chico, estaba agujereado, similar a los dibujos que descuelgan en los polígonos de tiro.
23:19 hs. Julio se acercó al mostrador. Andrea lo miró y abrió la mano izquierda en señal de stop. —Hola, hola —dijo, atropellada, cuando escuchó una voz del otro lado de la línea—. Llamo para hacer una denuncia por desaparición —continuó—. Un menor. Catorce recién cumplidos. Julio se esforzó en escuchar la voz que salía del otro lado del tubo: un murmullo entrecortado, como si estuviera captando una señal de radio lejos de la antena. —Soy su tía —dijo Andrea, luego de un breve silencio—. Su mamá está en Buenos Aires. Julio quería agarrar el teléfono, pero Andrea se aferraba a él: un pedazo de madera donde demorar su ofensiva. Julio buscó su propia madera. Del bolsillo de atrás de la bermuda sacó un paquete de Philips Morris. Lo golpeó tres veces contra el mostrador; una más fuerte que la otra. Cuando asomó el primer cigarrillo, lo apretó con los labios y lo mantuvo apagado en un costado de la boca. —¿Cómo que tiene que hacer ella la denuncia? —Andrea levantó el tono de la voz—. Le acabo de decir que está en Buenos Aires. Yo estoy a cargo. Yo y mi marido —miró a Julio y se tocó los labios finos con dos dedos—. Sí, le avisamos. Ya está saliendo para acá —mintió con la serenidad de un animal salvaje. 23:26 hs. Julio prendió el cigarrillo que tenía en la boca y se lo pasó a Andrea. El olor del tabaco se mezcló con el del fósforo apagado, supliendo el aroma del jabón en polvo del lavadero. —¡No diga pavadas! —Andrea golpeó el mostrador—. ¡No me venga con lo de las veinticuatro horas, por favor! —Julio notó que el murmullo del otro lado de
la línea se había apagado—. No podemos esperar ese tiempo, señor —continuó Andrea como retando a un empleado—. ¿En qué país vive? Veinticuatro horas en Argentina alcanzan para derribar a un presidente y para mandar en un barco a sus hijas a prostituirse en Miami. Julio acarició el muslo de su mujer: temblaba. Por un rato dejó que sintiera el peso de su mano. Después tocó la pava pegada al aparato del teléfono. Fría. Igual la agarró por la manija y sirvió un mate. La yerba, lavada. Los palos amarillos flotaban en círculos sobre el agua: rebotaban contra los bordes de metal. —Por favor, anote —dijo Andrea sacudiéndose el pelo—. Flaco y alto. Uno setenta más o menos. Brazos largos. Pelo castaño y ondulado, hasta los hombros. Ojos marrones y pestañas largas. Cuando salió tenía puesto un short blanco del club Temperley, y una remera negra… 23:32 hs. Las puertas del lavadero se abrieron a la par, empujadas por el viento o un fantasma. Andrea cerró la boca por primera vez desde que la habían atendido en la comisaría. Julio se acercó a la entrada. Con las manos grandes hacía señas de que estaba cerrado. Sin embargo, una chica con el pelo corto y su novio continuaron avanzando. —Disculpen —dijo Julio—, tuvimos un problema. Son más de las once, está cerrado. Les agradezco si pueden pasar mañana. —Vengo a buscar un bolsón de ropa —dijo la chica agitando el ticket del lavado completo—. Ya está pago. Por favor, recién volvemos de la playa y no tengo qué ponerme —dijo con una voz entrenada para ablandar piedras.
Julio miró a su mujer por sobre el hombro. Por un segundo no la reconoció: su pelo se había electrizado sobre la nunca y su nariz parecía haber tomado la forma del pico de un pájaro. Julio, apurado, como queriendo borrar una alucinación, buscó el número del ticket en el estante y les dio el bolso rojo. —Muchas gracias —dijo la chica sonriendo, con un pie en la vereda y otro en el local—. ¿Cierro? —preguntó con la pera apoyada en las botellas de cerveza que asomaban por la bolsa de plástico que tenía abrazada. —Yo me ocupo —dijo Julio. Luego giró el cartel rojo que decía “CERRADO” con letras blancas y miró hacia el mostrador. Algo parecido al alivio sintió al reconocer a Andrea sentada en el taburete. 23:37 hs. Detrás del vidrio la lluvia no menguaba. En lo alto, un relámpago quebró la oscuridad. Julio se quedó mirando la noche cerrada esperando una segunda raya de luz. Cuando sucedió, la alarma de una cuatro por cuatro estacionada en la puerta se activó de golpe. El sonido era un martillo golpeando en su cabeza. Julio dio la vuelta y caminó despacio hacia el mostrador, alejándose del ruido que venía de afuera. Antes de detenerse escuchó decir a su mujer: —…desde hoy a la mañana, alrededor de las once. Salió a hacer un reparto con la bici y no volvió. Reparto de ropa, tenemos un lavadero sobre la principal. La bici no dice mucho, pero si cobró los pedidos andaba con bastante plata encima.
Julio frenó en el mostrador. Miró la cresta que se había formado en la cabeza su mujer tras tanto manoseo, y se paró a su lado. —No, no discutimos, ya le dije —Andrea refunfuñó—. Tampoco se droga ni mató ni violó a nadie. Es un chico. No tiene problemas. No insista con pelotudeces, por favor. 23:45 hs. Julio prendió dos cigarrillos y le pasó uno a su mujer. —No, no puedo tranquilizarme si no hacen nada —Andrea tragó el humo de la primera pitada para poder contestar rápido. Julio se tomó el mate frío de un solo sorbo. —Perdón, estoy nerviosa —Andrea le dio otra pitada larga al cigarrillo y lo apagó adentro del mate, en la yerba mojada y sin gusto—. Por favor, hagan algo. 23:49 hs. Cuando Andrea colgó, el lavadero se sintió aún más vacío. Un vacío hondo, vertical. El local parecía estar hundido en el medio de la avenida, varios metros bajo tierra. Julio y Andrea miraban la puerta, el agujero que daba a la superficie. Pero estaba lejos, inalcanzable. Por más que intentaran trepar por las paredes o ayudarse a escalar no llegarían. No sabían cómo. Estaban pegados, en silencio, cuidando el oxígeno. Sentían la derrota en el cuerpo. La culpa era una palada de tierra sobre los hombros. Desde el fondo del pozo, escuchaban las voces de los transeúntes y los motores de los vehículos. Pensaron en pedir ayuda. Pero ya lo habían hecho y nada. Seguían inmóviles, dos pajarracos heridos dentro de una caja de zapatos.
00:13 hs. Un sonido los sacudió. Andrea miró fijo la puerta como un ave de rapiña. Sus ojos brillaban en la oscuridad, alumbrando con el resplandor la proximidad de las paredes. Julio se ajustó los pantalones flojos y buscó el origen del repiqueteo: unas manos delgadas golpeaban el vidrio. Julio y Andrea levantaron las cabezas hacia el cielo negro. Por el círculo del pozo, Mauro asomó la frente enrulada. Estaba empapado, con los ojos brillosos y rengueando. Julio tenía un cenicero de madera en la mano. Miró hacia la calle como si lo estuviera por arrojar. Andrea le acarició la espalda: la sintió suave y despareja, rellena de plumas. Julio, con el pico cerrado, buscó la llave para abrirle la puerta a Mauro. Y, antes de dar el primer paso, dejó el cenicero en el mostrador, con la mano tensa, seca, que la espera había convertido en garra.
I EL EDIFICIO TIENE SIETE PISOS,
pero claro, como yo estoy en la planta baja, todos caen derecho de la calle a descargarse en el stand: —Y eso que yo me porto como un duque, le paso dos mil pesos por mes por nuestro hijo, pero además, cada tanto lo voy a buscar al jardín… ¿vos tenés idea, vos sabés lo que es para un chico salir del jardín y que haya alguien esperándolo? Pero claro, ahora, como se consiguió una pija más grande, no le hace falta nada… —Tiene que ir al subsuelo, señor, acá vendemos libros… —Gracias, Doctora. El otro día cae una mina con todo el ojo en compota, tremendo piñón se había comido, yo estaba ahí leyendo un poco (porque después vienen, me preguntan y yo no tengo ni idea… como esa vez que cayó un tipo, gringazo, le faltaba nomás el olor a bosta, y me dice “¿sabés en cuál de los tomos está el abigeato?”… me mató, de qué me estará hablando, pensaba, enseguida me sonó a algo como infidelidad…lo miraba… tenía una pinta de pajuerano, esos gringos con los cachetes colorados, que me puse a buscar en el índice todo lo que es la parte de campo… a ver si aparecía algo, en una de esas lo de abigeato venía
por ahí… y mientras tanto le seguía dando charla a ver si le sacaba alguna pista… “porque, Doctora, si resulta que mis animales cruzan el alambrado y se van al campo del vecino, después el tipo me reclama que los animales son suyos”, tiró en un momento, y ah, por ahí va, me dije, no ando tan errada; al final lo encontré) y la mina con un tono todo lastimoso me dice: —Vengo a hacer una denuncia por violencia familiar. No, qué va a ser, no me diga, señora, no me lo había imaginado, pensé que venía de probarse el maquillaje para Halloween, o que le habían pegado un gomerazo, tenía ganas de decirle, yo no entiendo a esta gente tan desubicada, qué me tiene que andar contando, yo no soy su psicóloga; ahí nomás, cortante, le digo: —Es en el subsuelo. No es la primera que cae con el ojo en compota, y yo pienso: otra que tengo que mandar para el subsuelo, pero sí fue la única que dijo la palabrita, porque otras te dicen “vengo por esto”, y te señalan el ojo para que vos completes, o ponen un silencio así, para dejarla picando, como si fuera un tabú. Igual, con todo, las minas son más del ir al grano, los tipos tienen otro trato. Si viene un tipo y me dice Doctora yo no lo voy a contradecir. Es como que ellos necesitan el título para desahogarse. No me voy a poner a contarles toda la historia de por qué estoy acá, que hasta hace dos meses nomás vendía pan casero puerta por puerta, y mi amiga me invitó para que probara con esto de la editorial. Me gustó porque ya estaba podrida de estar todo el santo día amasando en
casa, y cuando ella me dijo que era en tribunales enseguida me vi pasar de estar toda enharinada tipo escalope a andar así como ahora, de alto gato, tetas a las amígdalas, y me viene bien… me clavo los tacos aguja que son como para sacar un ojo, me produzco, desde plancharme el pelo a depilarme todo; cada tanto alguno me quiere invitar a tomar un cafecito.Yo no veo mal eso de vestirse como un gato, al contrario.Es como que te levanta la autoestima, igual que cuando me dicen Doctora. Está lleno de tipos pero los que me parten la cabeza son los fiscales, son gente que sabe, que habla bien. Cuando no es por lo del subsuelo te preguntan por el juzgado diecinueve o cualquier otra cosa que yo no tengo por qué saber, como dónde están los baños, o laborales, vienen y te dicen “tengo una audiencia por un despido”, me muestran el acta y se despachan, “porque acá dice que me despidieron por tal cosa pero no es así”. Ahí los mando para arriba. Ya demasiado tengo con las consultas de los que vienen a comprar, como para andar pensando en todo. El otro día cayó un tipo que estaba buenísimo, bien de saquito, con un perfume importado que te volteaba, preguntando por la nueva ley de violencia familiar. Ahora están todos con eso, es lo que más sale. —¿Sabés en qué capítulo detalla lo del enterramiento? Ah, me quedé helada. Se ve que notó que me había dejado medio regulando, porque enseguida me preguntó si yo estaba sola. —No, ahora viene mi compañera en cinco minutos, ella hace más que está, seguro te lo va a saber decir. —No, me refiero a si estás sola en la vida.
Y me dejó la tarjeta. Tengo varias tarjetas, me gusta porque voy deduciendo algunas cosas por los apellidos. Cuando no vienen a consultarme, pero los veo medio con cara de desorientados, me acerco y les pregunto yo si necesitan algo; a veces hay tiempos muertos, no me gusta quedarme cruzada de brazos sin hacer nada. O me paso un rato mirando los divorcios: cae la mina con su abogada, se pone a cuarenta metros; cae el abogado con el tipo, también a cuarenta metros. Hacen todo así, a distancia, hasta firman los acuerdos de espaldas, para no trenzarse. O como esa vez que cayó un tipo con la madre y yo a la vieja ya la veía medio desequilibrada… se pusieron a subir esa escalera para el primer piso que encima es infinita y resulta que la vieja se desploma, le dio como un shock o algo así, era peso muerto… ¿Qué idea pueden haber tenido cuando llegaron a levantarla? Bajarla y dejármela sentada en el stand, para esperar que reaccionara. Justo pegado al stand hay un banco como de iglesia, y arriba una ventana que está siempre cerrada, no da a la calle, es interna, y como nunca la abren porque tiene unos vitreaux que son muy antiguos, nosotras aprovechamos para apoyar ahí las novedades. A la vieja la acomodaron en el banco, y, cuando lograron reanimarla, a la primera que miró fue a mí; todavía estaba medio ida, toda pálida, yo pensaba qué le pasa conmigo a esta señora, y ahí con una voz tipo ultratumba me dice: —Te arruiné el negocio. Ahora en verano con esto de la feria se va a cortar todo y nos la tenemos que rebuscar para seguir vendiendo. Entonces la onda es ir de comisaría en comisaría, llevar los libritos a los abogados que están en las unidades judi-
ciales. Ahí son todos jóvenes, recién egresados, muy fresquitos.
II En enero el edificio de tribunales está vacío. O casi. La Doctora accede por una puerta de servicio. Tiene una llave que usa cuando necesita más ejemplares de lo que vende: textos completos con los decretos, actualizaciones y reformas de las leyes judiciales. Estuvo todo el día dando vueltas por las comisarías, montada sobre tacos altos y cubriendo muchas distancias a pie para ahorrarse los viáticos. Las pantorrillas le hormiguean. Se inclina y las frota pero la fricción no las aviva; la piel está fría, tirante y lustrosa, como esa membrana en la que se embute el contenido de un chorizo. El tacto tiene algo familiar: recuerda cuando su padre diabético le pedía masajes sobre los pies entumecidos (ella hundía los dedos y la carne no le devolvía la presión; quedaban los pocitos marcados como cuando se aprieta la masilla fresca). Se arrastra hasta el stand de vidrio que está cubierto de polvo y descubre que tampoco allí hay ejemplares de la ley de violencia familiar. Mira hacia esa vitrina intocada y más polvorienta aún, donde están las ofertas y saldos de leyes caducas o sin las actualizaciones, libros de hace algunos años, la mayoría a catorce pesos. Piensa que no va tener más alternativa que reciclar esos tomos (que ella misma aconsejaba a sus clientes no considerar ni por asomo), y aplicarles el precio actual para no deschavarse.
Al lado de la vitrina está la ventana grande, interna y cerrada. La Doctora sabe que su compañera, quien controla el stock de esa vitrina, cuenta con la única llave, y que ahora está de vacaciones en Cabalango. Se mira el puño derecho confiando en que, de todo lo que tiene a mano, es el elemento con el que mejor puede dar un golpe limpio y preciso sobre el vidrio. Necesita vender unos cuantos ejemplares más, ella también se merece veranear en Cabalango. Calcula y decide que prefiere pegar de más. Recuerda esa vez en que estaba repartiendo pan en un barrio de la periferia y sentía los pasos de alguien que iba detrás de ella, cada vez más próximos, y que cuando recibió en la nuca un aliento que por alguna razón detectó como masculino, sin mirar giró y con un vértice de la bandeja que usaba para el reparto (una bandeja armada con madera de cajón de frutas, llena de astillas y clavos que se pasaban de largo), con un vértice de esa bandeja que le había hecho su padre para ayudarla, perforó la sien del desconocido que tenía atrás y lo sentó en el piso del impacto, dejándolo inconsciente y asegurándose luego de que ese sujeto, que ya regaba con sangre la calle aún por asfaltar del barrio nuevo, de plan, no le hubiera arrebatado el celular. Está a punto de atravesar el cristal con el puño, y un chistido parecido al de una lechuza, que llega desde su derecha, congela el impulso. Mira hacia la ventana siempre cerrada y los ojos de la Madre Admirable, la virgen cuya imagen en vitreaux ha sido durante décadas el fetiche del primer piso de los tribunales, esos ojos que normalmente se vieran de párpados caídos, se dirigen hacia ella más abiertos que nunca, con una fluorescencia que congela aún más a la Doctora, quien solo había visto un resplandor similar, por lo escalofriante, una vez en cierta discoteca, bajo la luz negra, cuando un hombre cua-
renta años mayor que ella le preguntó el nombre al mismo tiempo que pitaba de su cigarrillo, y los ojos se le dilataban y ponían muy blancos en medio del humo y la oscuridad. La Madre Admirable la mira encendida, como queriendo chuparle algo, igual que ese viejo. Y con una pronunciación que extiende esa especie de chillido de lechuza le advierte: —No lo hagás, gato barato. La Doctora siente una puntada a la altura del apéndice, el súbito dolor le hace perder el equilibrio sobre ese lado y se le tuerce el tobillo del pie derecho; el zapato con taco aguja se descalza y el pie da con el centro del arco en el borde interno de acrílico. Ella aprovecha para mirar hacia el piso y desviar por unos segundos el contacto visual con la Madre Admirable, que en ese momento emite un sonido de risa burlona y luego crea una pausa para repetir: —No lo hagás, gato barato. La puntada desaparece, y la Doctora, que todavía no ha erguido la vista, ve aterrizar entre sus pies una cantidad considerable de sus heces, que tienen la consistencia de un vómito. El animal print de los zapatos adquiere un tono de marrón más. Sin cambiar la dirección de la mirada acomoda el puño derecho delante de sus ojos, y recién entonces levanta la cabeza. El puño atraviesa el vidrio, y, por inercia, la extensión del codo se completa aunque ya no sea necesaria. La mitad del brazo queda adentro de la vitrina, y la fosa del codo se apoya sobre un borde del vidrio partido. La Doctora siente que una presión se libera a esa altura y la sangre empieza a manar; parte del líquido cae en el interior de la vitrina, enchastrando los libros en oferta. El chillido de lechuza de la Madre Admirable va
creciendo en intensidad. La Doctora siente una fuerza que succiona del brazo apoyado, hacia abajo, como si hubiera un imán gigante y poderoso colocado a esa altura en la parte del subsuelo. El dolor le provoca fogonazos en el entrecejo. Opone toda la potencia que cree tener contra esa atracción, en un intento de despegar su miembro, cuya forma ya no puede reconocer porque la única visión es la de la sangre bullente. El brazo no se mueve ni siquiera un milímetro, y a medida que los chillidos de la Madre Admirable aumentan en poder ensordecedor, la tracción desde el subsuelo insiste con más violencia. La Doctora desea gritar pero no lo consigue, ahora todo su abdomen es una sola puntada aguda: el diafragma permanece en contracción y le bloquea cualquier posibilidad de desahogo. La Madre la aturde. Siente que le falta oxígeno, como si estuviera a punto de desmayarse, y ahí es cuando un alarido se dispara y la nariz se le empapa de un olor de hormona. La distracción olfativa le sirve de anestesia durante esos segundos, luego la fuerza desde el subsuelo vuelve con un envión inusitado y el olor cambia por uno parecido al que salía de la olla donde su madre cocinaba los huesos para los perros. Esa es la última imagen que desfila por el cerebro de la Doctora antes de perder el conocimiento, y en ese instante se concreta la mutilación: el cuerpo se desploma separándose del antebrazo, que queda dentro de la vitrina oprimiendo un tomo amarillento y ocultando su título. Por ser ese ejemplar, excepto en la parte cubierta por la pieza humana, idéntico a los seis libros que están a su costado, hay elementos suficientes para deducir que el título es “Ley Provincial de Mediación”.
LEONARDO ATÓ CON CADENA Y candado el portón de rejas. Hacía pocas semanas que vigilanteaba el museo del municipio y todavía no se acostumbraba a aquella postal: el verde se mimetizaba con el derruido edificio en una simbiosis nostálgica.
Caminó dos cuadras de noche; las luces de la calle no funcionaban por la tormenta del día anterior. Atravesó una plaza por su diagonal y estuvo a punto de entrar en lo que comúnmente se conoce como el "centro" del pueblo. Estuvo a punto porque la voz de un transeúnte lo paralizó. «Leo». Si bien Leonardo no tenía puestos los anteojos para ver de lejos, no tardó en reconocer al desconocido: estaba más flaco, más alto y con el pelo hasta los hombros: un Jesucristo pueblerino. —¡¿Qué hacés Hilario?! —le dijo Leo agarrándole los pelos que caían en la nuca antes de abrazarlo. Hacía por lo menos dos años que el "loco" Hilario y Leo no se cruzaban en la calle, desde la época que frecuentaban los recitales de bandas heavys. Entre vinos y birras, forjaron una relación de amigos de vicios— ¡Hace un montón que no te veo! ¿Qué hacés? ¿Cómo estás? —Bien... Me acabo de clavar un ácido... Leonardo le vio los ojos y supo que no era una joda: sus pupilas dilatadas habían desplazado el iris a una fina línea marrón.
—¡Uh! ¿Y cómo es un viaje de esos? —No sé… se siente raro. ¿Para dónde vas? Leo dudó y sin embargo, le dijo la verdad: —Voy a un acto por el cumpleaños del pueblo. —Te acompaño —Hilario no dio tiempo a negativa. Caminaron hasta la esquina y doblaron a su derecha. Esa era la calle principal y por esa llegarían hasta el acto. El silencio era más incómodo que cuando tenés la sensación de que hay alguien en el mismo cuarto a pesar de que sabés que estás solo. Por eso Leo, que no era muy docto en las charlas, decidió animarse a sacar algunas preguntas para ver si se rompía el silencio: —Y… ¿Qué hacés de tu vida? —Nada… estoy pensando en hacer un juego… pero no me animo. —¿Por qué no te animás? —No sé… hay cosas más importantes. —¿Cómo qué? —La vida… creo. —Mmm… esa es buena; una buena razón, digo. Ambos eran una gran piedra de río: las personas que paseaban por el sentido opuesto los esquivaban y rodeaban como el agua alrededor de las grandes piedras. —Tengo un secreto —dijo Hilario—. Pero no sé si contártelo. —Si me lo contás ya no va a ser un secreto.
—¿Por qué? —Porque la única razón para que exista un secreto entre dos personas es que una esté muerta. —Tenés razón. —Hilario asintió enérgicamente. —¿Te acordás cuando nos conocimos? Vos estabas pelado y ahora parecés Jesús. ¿Cuántos años tenés ahora? —¿En qué año estamos? —En 2015. —Tengo muchos años. Leonardo no entendió. Se le notaba en la cara e Hilario captó la expresión. La expresión que dio paso para que su secreto se acabara. —Yo soy Lucifer… —la cara de Leo evidenció la sorpresa ante semejante afirmación— o Jesucristo, que es lo mismo. Leo aún no digería ni una palabra del disparate del loco Hilario; estaban a media cuadra de la plaza fundacional del pueblo y su mente, hábil, hilvanó: —¿Dónde están tus discípulos entonces? Se sentaron sobre un reflector de suelo que, desde abajo, realzaba con su luminaria la presencia de un edificio. —Vos sos uno. Vos sos Judas. —Yo no soy discípulo de nadie. Y Judas era bueno, pensá esto: Jesucristo sabía que lo iban a traicionar y si no lo hubieran hecho, no podría haber liberado a las almas atrapadas en el infierno y ni siquiera resucitar. Judas es un antihéroe.
—Tenés razón, otra vez. Observan durante una rato los bailes folclóricos y después a los trovadores a cueca y a tonada. —Entonces, si no sos mi discípulo: ¿quién sos? —El caído. —Ah, sos yo. —No. —No, es sí. —¿Sí es no? No me confundas: no soy vos. ¿Sabés qué? Te voy a decir la verdad: me dicen Edelmann. El caído del cielo, el expulsado del infierno. —¡¿Qué?! —A Hilario se le abrieron los ojos grandes como cuando a los protagonistas de las slasher movies se encuentran con el asesino por primera vez— ¿Me querés hacer comer el mal viaje? —Mirá… hace un par de años, iba al Colegio Católico “Madre Cabrini” que estaba en el barrio Estación y había un chico malísimo, Lucas. Durante la primaria me hacía la vida imposible. En fin, el día de la Virgen del pueblo teníamos por obligación ir a misa. »Hacíamos fila para comulgar. Más adelante estaba este chico. El cura le dijo: “Il corpo de Cristo” y Lucas no respondió. El cura se le quedó mirando y repitió un poquito más alto: “Il corpo de Cristo”. A lo mejor pensó que era una broma o algo, porque el chico de sexto que ese día era monaguillo me contó, después, que Lucas tenía una sonrisa pícara –que no sé si será verdad, aunque no me sorprendería porque a esa sonrisa la había visto muchas veces–. Entonces el cura le preguntó: “¿Qué pasa?”.
Lucas respondió: “Tengo al Legión adentro” y escupió la ostia y la punta de los dedos del cura que del espanto –o el asco– dejó caer todo al suelo. »La carcajada de Lucas rebotó por todas las paredes de la capilla y desplazó el silencio de los feligreses. Nadie podía creer lo que estaba pasando. “Hoy es el día de los siete y vamos a devorar sus almas”, dijo y empezó a contorsionarse, convulsionarse y retorcerse; su espalda se ensanchó, le aparecieron tumores en la frente –incipientes cuernos–, su altura creció y la dentadura pareja se deformó en una suerte de colmillos. Por el ensanchamiento de la espalda se le desgarró la camisa y pudimos ver cómo crecieron las alas. Era igual a la figura de los libros de demonios que había en la biblioteca. »No logro decidirme si el sonido que emitió era un grito o un rugido pero después, la atmósfera de la capilla se impregnó de azufre. Nuestros compañeros estaban igual de duros que la figura de la Virgen o Jesús. Vi cómo de sus manos nació una chispa. Una chispa de fuego azul y, enloquecido, lo lanzó en bolas al techo. Nuestros compañeros seguían paralizados y los escombros partirían sus cabecitas inocentes. »No sé por qué lo hice… fue instintivo, supongo... Yo… estiré los brazos y los levanté bien alto, con tanta fuerza que creí que se me iban a desarticular los hombros. Los pedazos quedaron suspendidos en el aire. La hermana Emerenciana observó el milagro de la salvación y reaccionó desalojando a gritos la capilla. Lucas me miraba, podía sentir sus ojos volcánicos sobre mí. Los escombros al suelo. Seguía sin entender. Y menos aun cuando en un parpadeo, Lucas se puso frente a mis narices y sus manos, devenidas en garras bestiales, desgarraron mi piel. Sentí
cómo el frío de su extremidad atravesándome contrastaba con el calor de la inocencia. »Caí al suelo. No, mejor dicho, un cuerpo cayó al suelo pero hubo una separación. Yo lo vi tirado, pero la parte consciente permanecía de pie. »Un vórtice se abrió no muy lejos y rápidamente, lo que en principio era un agujero, mutó en remolino. La succión era tan fuerte que no pude escapar y fui arrastrado. El loco Hilario estaba atónito ante el relato de Leonardo. —Culia’… ¿y qué pasó después? —le preguntó. La pausa sirvió para que Leo tuviera un respiro. Cada vez que tocaba esta historia se le resecaba la garganta y se le tapaba la nariz, eso le impedía hablar con la naturalidad y le imprimía a su voz una tonadita acordobesada. —Yo… digamos que descendí al sótano del infierno. »El agujero me arrastró. Sentí que en cualquier momento me iba a disolver. Mi cuerpo se afinó al mismo grosor que un diente de leche arrancado de la boca, además de alargarme como los bastones de caoba que llevaban los abanderados. »Lo siguiente que vi fue un camino angosto, con paredes de espinas. Había apenas un fulgor que me alcanzaba para ver un cachito más allá de la punta de la nariz; empero, me rodeaba una oscuridad total. Estiré los brazos para tantear lo desconocido y sentí un pinchazo. Quiero salir de aquí, quiero volver a la capilla. ¿Por qué me tocó
esto si yo soy bueno? Hago caso a mis papás, lloro cada vez que escucho lo que sufrió Cristo para salvarnos, cómo descendió a los infiern… En medio de esa palabra la claridad se asomó: Cristo, luego de ser crucificado, descendió a los infiernos a liberar las almas torturadas que ya habían cumplido su condena. O al menos esa es la historia que nos enseñó la catequista. »Lo siguiente que recuerdo fue la luz que salió desde adentro. Blanca en el centro y, conforme recorrías su radio, las tonalidades evolucionaban hasta un azul intenso. También recuerdo que se puso en marcha y que si no la seguía me iba a quedar de nuevo en la oscuridad. »Los rayos que se desprendían de la esfera que yo me esforzaba por no llamar alma, develaron que el camino tenía muros de espina. ¿Eran las mismas espinas de la corona de Cristo? Creo que nunca voy a poder responderlo. »Caminé, caminé y caminé por ese laberinto de espinas hasta que me percaté del comportamiento de las paredes: cada vez que pasaba el pensamiento de salir de ahí, ellas se me venían encima y sus puntas –más dolorosas que alfileres– querían atormentar cada célula muerta de mi piel. Por eso me enfoqué en seguir la luz y en desenfocar los pensamientos. »La esfera me guió hasta el dintel de una puerta; por sus rendijas escapaban el resplandor más rojo que haya visto en vida. »Los dedos me temblaban y no me decidía a girar el picaporte. No, no lo voy a hacer, pensé y la puerta se abrió sola. Lo que había adentro me dejó perturbadoramente paralizado:
»La habitación resplandecía de rojo sangre, el rojo más dañino para la vista. En el techo había unas varillas que desembocaban en ganchos; de uno, particularmente, colgaba una oreja que no podía definir, debido al resplandor, si era de chancho o de perro pitbull. A la derecha había repisas, de madera quizás; y sobre ellas, cabezas de chanchos ¡sí, sonrientes cabezas de chanchos! »En el centro de la habitación —¡oh, Dios!— un engendro de cuerpo de chancho con cabeza deforme y en el medio de su frente un cuerno de chivatón. Arriba del engendro, clavando sus garras, una gallina degollada, me observaba. Lo sentía, aunque su cabeza no estuviera ahí, sentía sus ojos. »A su lado y un poco detrás, un humanoide con cabeza de cabrón; sus pies terminaban híbridas entre raíces y pies de ñandúes. En una mano sostenía un cuchillo serrucho y la otra, la mano libre, gesticulaba un ademán para que me acercara. »—Adelante, no te va a pasar nada —dijo el engendro cara deforme—. Vení, acercáte. »Mi cuerpo respondió a la invitación moviéndose sin mi permiso. Una vez adentro el humanoide cabeza de cabrón me agarró de los pelos y mis pies, poco a poco, quedaron en el aire. »—Esperá; este tiene algo raro —me esnifó—. Es descendiente directo. »El otro, bufando, negó. Negó, supongo, que me propusieran el trato. »—Escucháme con atención: se nos escaparon siete, digamos, reos. Se hacen pasar por nuestro Legión. Te
propongo esto: te prestaremos poder de aquí, del sótano, para que los despedaces en tu mundo y a cambio te permitimos llegar a viejo, para que después pasés la eternidad acá. —¡Pará, Leo, ya te saqué la ficha! ¡Hijo de puta! Me había olvidado que sos escritor. Todo este flashe tuyo es para hacerme comer el mal viaje. —No, loco. Es verdad. ¿Querés que te lo demuestre? Si lo hago, la próxima habitación a la que entrés… bueno… vas a perder tu escepticismo. —Dale, mostráme —El “loco” Hilario no creía ni una palabra: ver para creer. —¿Ves ese auto rojo? Lee la patente —Decía DEI 666—. Ahí tenés una prueba. El loco la leyó: no probaba nada para él. —¿Y? —DEI. Desde El Infierno. —¿Y? —Ahora su pregunta era arrogante. —Mirá el azul… y el verde… y el gris —de repente, cada patente tenía las mismas letras y números pero el escepticismo de Hilario aún permanecía impertérrito— ¿Seguís sin creerme? —Ni un cachito. Leo aplaudió. Las parejas que bailaban una cueca se detuvieron en seco. Una pausa en un show sin cámaras. A Hilario se le vino el alma al bajo vientre y le aflojó. ¿Qué? ¿Es verdad? No, no, nooo.
—Disculpá, Leo. Tengo que ir al baño. —Se encaminó al edificio municipal. —Fue un placer conocerte —escuchó a sus espaldas. El loco cerró la puertita con traba, se bajó los pantalones y dejó que toda la naturaleza muerta cayera por el inodoro. Su sudor contrastaba con lo helado de la piel. Cuando Hilario terminó, se limpió y abrió la puerta. Afuera, lo esperaban el engendro cara deforme y el humanoide cabeza de cabrón en el sótano del infierno.
ANTES DE QUE ME DIGAS que soy una vieja loca, que tengo más años que la escarapela o que ya siempre te repito lo mismo, voy a necesitar que me escuches, Laura.
¿Te acordás de cuando eras chiquita y Rodri estaba vivo? Te encantaba hacer cosas en familia los domingos. Yo sé que todo lo que pasó después te volvió un poco más cerrada, menos asidua al contacto humano... Si hasta me sorprendiste cuando me dijiste que te ibas a casar, porque nunca te imaginé dejándote tocar por nadie, ni siquiera por un hombre. No me pongas esa cara, no te lo reprocho, nomás a veces siento que desde que tu hermano desapareció cambiaste tu forma de ser para siempre. No creo que haya sido el crecimiento, la pubertad o cualquier otra cosa. ¿La plata? Siempre fuimos una familia de clase media, no hemos tenido grandes deudas, pero tu padre laburó siempre muy bien como para que los problemitas económicos normales te cambiaran de alguna manera. Escucháme, Laurita, sé muy bien que sos todo una mujer y no tenés por qué mantener esta charla conmigo. Lo sé bien, pero voy a necesitar que me escuches de todas formas. Si esta noche, mañana o pasado me voy yo también, no quiero que te pierdas de lo que tengo para decirte. No me lo perdonaría aun estando muerta. No digo ninguna boludez, los doctores fueron cla-
ros: no es un tumor ni benigno ni operable. Pero no te preocupes por mí porque yo tuve una vida plena y supe, desde que tengo memoria, que me iba a morir algún día. Y no me pongas esa cara porque te cambié demasiadas veces los pañales como para saber que torces el labio cada vez que se te ponen los ojos en compota y amagás con largarte a llorar. Te necesito entera para esto. No tenés que responderme pero te veo dispuesta a escuchar, así que cerrá la puerta y sentáte acá cerquita que no quiero que toda la clínica se entere. Entre las cosas que te quiero dejar, hay una que requiere de un cuidado especial. ¿Te acordás de esa muñeca de trapo que compramos un domingo que fuimos al circo? No me acuerdo el nombre... bueno, ya vendrá. El tema es que te compré una muñeca que vos me habías pedido con mucho entusiasmo y hasta un poco de capricho. Claro, no espero que te acuerdes de todos los juguetes que tuviste pero esta muñeca tenía algo en especial, y era que después de comprártela, casi al instante, dejaste de quererla. Ah, viste, sí te acordás..., al parecer soy vieja pero no boluda. Bueno. ¿Sabés por qué dejaste de quererla? ¿No? Bueno, eso sí puedo aceptar que no te acuerdes. Esa noche te mandé a dormir de prepo con la muñeca. Si bien no había salido un ojo de la cara tampoco era de lo más barata. Y viste que papá era muy cuidadoso con la plata. Cuando se enteró de que nos habíamos quedado adentro del circo para gastar más plata de la que ya habíamos gastado no le gustó nada. Pero yo siempre fui compinche, de eso no podés quejarte bajo ningún concepto. Con vos y tu hermano, trabajábamos en equipo todos los días... Ay, pobre Gerardo, si siguiera vivo ya estaría despotricando como siempre que tenía alguna excusa para
quejarse. Esa noche me despertaste a los gritos, Laurita. Estabas dormida cuando llegué al cuarto, muy plácidamente dormida. Estabas toda roja y transpirada, y la tenías a la muñeca apretada muy fuerte contra el pechito. Ni te mosqueaste cuando prendí la luz pero tu hermano sí se despertó y me preguntó qué pasaba. Le dije que siguiera durmiendo y me volví a la pieza. Estaba acongojada, pero pensé que por ahí había sido un sueño mío nomás. Abandonaste la muñeca y la tiraste abajo de la cama para esconderla y no tener que jugar con ella. Y te pensaste que yo no me daba cuenta, pero yo sí sabía que había malgastado la plata pero tampoco podía obligarte a jugar con un juguete que no te gustara. Así que la muñeca desapareció, ¿no? Seguro ni te preguntaste cómo, claro. Me la llevé yo y la senté en la mesita de luz. A lo sumo podía hacerme compañía..., qué otra cosa si no. ¿Te acordás por qué habías querido la muñeca en un primer lugar? Sí, era de uno de payasos. ¿Te acordás cómo se llamaba? Era una payasa... "MalaNora", sí. Y si la memoria no me falla, nena, le decían así porque estaba siempre seria y no quería compartir el Nenuco con el que hacía el acto. Los payasos querían sacárselo y ella corría. Era grandota y tosca, parecía un hombre vestido de mujer. Y vos te reías de lo lindo, con esa risa gorda que siempre tuviste y que siempre voy a amar. Yo creo que dejaste de querer la muñeca de trapo de MalaNora cuando el hombre que nos la vendió nos contó la historia de la payasa. Tenía la cabeza gandooota, vos me decías. Y sí, era una chica enferma, pobrecita. La en-
fermedad que tenía, o había tenido, se llamaba hidrocefalia. Ay nena, obvio que había quedado turula, pobrecita. No digas esas cosas, pobres chicos, hay muchos así y no tenemos que reírnos de los que tienen la mala suerte de tener una enfermedad que los marque para siempre. Tenemos que ser agradecidos. Ahora sí te acordás por qué dejó de gustarte, ¿no? Sí, el vendedor era un imbécil, te miró con saña y te dijo que tuvieras cuidado porque a MalaNora la habían regalado al circo de muy chiquita... Por retrasada y fea. Y vos eras muy chiquita para escuchar ese tipo de cosas, ¡por favor! La cuestión es que yo misma me olvidé de la muñeca de MalaNora durante mucho tiempo. Hasta que papi murió. Sí, ya sé, no voy a revolver mierda del pasado, no es lo que busco. Pero quiero que entiendas bien cómo fue que llegué a hacer lo que hice. Papá me dejó un hueco al lado de la cama que nunca supe cómo llenar. Lo cierto es que lo único que me hacía sentir mejor era extender una mano y pasarla por encima de su mitad del colchón. Juraba y perjuraba que seguía calentito... Hasta la noche en la que, buscando no se qué, llegué a abrir el último cajón de la mesa de luz y estaba trabado. Cuando pegué el tirón, MalaNora voló y aterrizó con la cabeza. Se había cascado un poco, nada más que eso, pero estaba polvorienta y algo manchadita de humedad. Me miraba como con reproche, y esa noche dormí abrazada a ella. Descansé como hacía tiempo no descansaba. Al otro día conseguí ese cargo extra de preceptora, por lo que empecé a ganar mejor y se nos alivió la economía. Te juro que se lo atribuí a la muñeca. Era como mi amuleto,
¿sabés? Dormía todas las noches con ella y siempre al otro día algo bueno nos pasaba. Primero vino el trabajo, mejoró la economía, y la familia de Gerardo volvió a acercarse a nosotros para acompañarnos en nuestro tiempo de duelo. Los tres estábamos mejor... peleándola, pero juntos. Rodri pasó a tercero y vos empezaste la escuela. Ya se me estaban yendo de las manos, no eran más mis bebitos. Todo siguió igual hasta que una noche sentí algo que me rozaba los pelos del flequillo. Me pasé la mano, me acuerdo, pensaba que era el aire que se metía por la ventana. Pero era insistente y me levanté a cerrar la ventana. Cuando volví a la cama me dormí en el acto. Y tengo la memoria de haber sentido esas caricias hasta que me levanté. No es casualidad que haya soñado con papi esa noche, ni que la vida se me llenara de una paz que había creído jamás recuperaría. Todas las noches dormía con Norita, le contaba cosas que jamás le había contado a nadie y le pedía fuerzas para seguir adelante sin la presencia de Gerardo. Y ella me abrazaba con ternura desde que me iba a acostar hasta que me levantaba para ir a la escuela al otro día. Te quiero dejar la muñeca porque, desde ese momento en que la compramos, vino a nuestra vida para facilitarnos las cosas, y no es tan fácil dejar ir un amuleto así como así. Todo lo bueno que nos pasó se lo atribuyo a ella. Y tengo miedo de que todo empeore si dejamos de darle el cariño que se merece. Está viejita, gastada, pero es donde guardo todo el amor que vengo acumulando desde que la vida me dio un vuelco. Es como una alcancía, ¿viste? Pero de amor.
Ya sé que estás grande para dormir con una muñeca en la cama, pero yo lo hice siempre y no por eso soy menos adulta o menos madura. Lo que te digo es cierto, Laurita, la única noche que no dormí con la muñeca fue la peor que tuvimos. Sí, estoy bien, se me llenan los ojos de lágrimas nomás. La noche que Rodri desapareció, yo me había olvidado a Norita adentro del ropero. Ya desde que cerré los ojos me sentí rara, y cuando me acordé la vi a lo lejos, como asomándose por la puerta corrediza y suplicándome que la agarrara. Pero ese día había tenido problemas en la escuela y no quería saber nada con nadie. Estaba malhumorada y cansada, por lo que me di vuelta y me dispuse a dormir. ¿Ves? De vuelta esa mueca; si vas a hacer puchero, hacé puchero, pero no me mires con reproche. No le atribuyo lo de Rodri a la muñeca, no. No me estas escuchando. No me grites. No me grites, Laura. Y escúchame. Sí, a lo sumo soy una vieja de mierda que no puede abandonar el pasado, pero hay cosas que jamás te dije y que tenés que saber. Ya vas a tener a tus hijos y vas a sentir lo que yo sentí esa noche. No, no fue, nada de ya fue. Vas a escucharme porque es lo último que deseo, porque si esta noche parto no quiero que después digas que te hubiese gustado que te avisara. Si, ya se me pasa… alcanzáme los pañuelitos y la botella de agua. Esa noche tuve unos sueños horribles. Lo vi a papá ir y venir por toda la casa a los gritos. Y yo lo seguía y le
decía calmáte viejo que te va a hacer mal, que tenés que cuidarte el corazón. Y él me miraba de repente y no tenía ojos, o los ojos eran muy oscuros para que yo los viera. Una cosa horrorosa, Laurita. Me desperté acongojada, pero no me podía mover. Sentía esta presión sobre todo mi cuerpo, como si mil manos me tuvieran apretada contra el colchón y se dispusieran a mantenerme apresada hasta morirme. Después lo más feo. Aparece este… no sé. Esta sombra, una persona oscura. Se me acerca con mucho interés, mucha curiosidad y me dice algo que no logro entender. Quería gritar yo, Laurita, pero no podía hacer nada, mi cuerpo había dejado de ser mío por completo. Empecé a sentir algo caliente entre las piernas. Me había hecho pis. Y como los ojos era lo único que podía mover, los clavé en el ropero. MalaNora seguía igual. Su ojito negro brillaba con el reflejo del farol de la calle. Sí, el mismo farol por el que muchas veces no podía dormirme. Esa noche lo amé… Empecé a rezar mentalmente, y no bien empiezo a decir el Padrenuestro que un coro de risitas casi imperceptibles empiezan a sonar en mi cabeza. Como si se me burlaran, Laurita. Dejame terminar, por favor. Sí, ya sé que existe. ¿Cómo decís que se llama? ¿Alguna vez te pasó? Bueno entonces no podés saberlo. Es que no, no es lo mismo que dicen los científicos. No, Laurita, porque hay algo más. Por favor, déjame continuar… Parálisis de sueño, ya sé cómo se llama y sé que no soy la única en sentirlo.
No a todos les pasa. ¿Por qué? Te voy a decir por qué: porque cuando pestañeé, la muñeca se cayó del placard. No sé cómo, la puerta era corrediza, lo sigue siendo, y es dura, difícil de abrir. No me importa, ¿sabés? No me importa porque gracias a la muñeca fue que me sentí lo suficientemente segura como para poder moverme, y todo se desvaneció cuando ella intercedió en mi favor. Vos podés tener tus creencias, yo confío en Jesucristo y sé que él fue el que puso la mano…, el que abrió el placard, porque yo la necesitaba más que nunca. Si, hijita, fue la noche en la que Rodri se nos fue. Aunque la policía nos dijo que se había escapado y que todas las pruebas daban cuenta de eso, yo sé, muy en mi interior, tal vez porque soy madre, que mi nene jamás se hubiese ido de esa manera. Algo se lo llevó. Quizás hasta haya sido mi culpa, Laurita. Dejame llorar, que me hace bien. No es mi culpa, ni lo fue, porque el mal está en todos lados y solo Dios nos puede salvar de él… Pero mi responsabilidad era y sigue siendo proveerlos de todo el amor que tengo para que nunca los toque el dedo de la maldad. Y esa noche no lo hice. Esa noche debería haber abrazado la muñeca. Esa noche fallé como cristiana y como madre. Por eso es que te pido… por favor… Nunca dejes de darle tu amor a tus hijos. Es lo único que los puede salvar de las cosas malas que hay en este mundo. Y si aun así significa abrazar una muñeca cada noche, hacelo. Quizás en la muñeca hay un angelito de la guarda, o un pedacito del alma de la misma MalaNora…, un ser puro, bondadoso, que solo tuvo la mala suerte de no tener la salud que merecía; pero que es dueño del poder para pro-
tegerte. ¿Vas a abrazar a Norita? Prometemeló, aunque sea para dejarme tranquila. Gracias, Laurita. ¿Podes llamar al doctor? Necesito un calmante porque se me acelera el corazón. Me siento bien, no estoy descompuesta…, pero mejor prevenir que lamentar, ¿no? Gracias Laurita, acá te espero. Nenita, ya hice lo que querías. Cuidála, ¿dale? Ella es todo lo que más amo en este mundo. No dejes que ellos la toquen… A veces me pregunto, sabés, mientras te acaricio el pelo así, ¿qué hubiese pasado si jamás te comprábamos en el circo? ¿Habrían venido a verme de todas formas?, ¿o quizás les atrae el amor que tan fuerte canalicé a través de vos? Sos como una guardiana, un aura de luz destinada a preservar a mi familia del contacto con la oscuridad más oscura. Pero a veces me pregunto, Norita, si al mismo tiempo no sos una cadena, un ser de luz que nos esclaviza bajo su manto protector y nos asfixia… Un mal necesario para prevenir una maldad peor… Si jamás te hubiésemos comprado… ¿habríamos llamado su atención?
“Oh, vosotros, los que entráis, abandonad toda espranza”. La divina comedia, DANTE ALIGHIERI
NO TENÍA ESCAPATORIA. LAS PIERNAS se le partían de dolor y el sudor le nublaba la vista. Sin embargo, apretaba los dientes y se obligaba a seguir marchando. Renqueaba sobre la superficie de algún material desconocido y ardiente. De no ser por esta última característica, habría arriesgado a que era ripio: irregular y filoso, le cortaba la planta de los pies llagados. Desde aquellas brasas se levantaba un vapor asfixiante que lo mareaba y aturdía. ¿Estaría perdido y dando vueltas en círculos? A sus alrededores había otros cientos de peregrinos como él, miles. Muchos de ellos caían y se arrastraban, y ese arrastre les despellejaba la piel y los hacía sangrar. Cuando finalmente se rendían, se apartaban a los rincones, y ahí yacían, abandonando toda esperanza de liberación. Él no se permitiría caer. Aún no. Seguiría buscando la salida de aquella caverna. De pronto, una brisa le acarició la cara. ¡De qué gloriosa abertura vendría! Se lanzó en contra de la leve correntada, buscando su origen. No le importaba que la dirección fuera en pendiente ascendente, ni que la planta
de los pies se le abriera en peores heridas: dejaría atrás un camino con huellas de padecimiento, para pasar a otro de hierba fresca y cielo azul. Haciéndose paso a los empujones, comenzó a percibir que el aire se hacía cada vez más rancio. Se le instaló en la mente la leve sospecha de que para él no existiría el escape a ningún paraíso. Con lágrimas en los ojos, corrió y corrió hasta que, de golpe, el suelo se interrumpió en un profundo abismo. Se detuvo en el borde, pero la inercia del impulso con el que venía no le permitió tomar pleno control de la situación. Tuvo que hacer equilibrio para no caer, y cuando el peligro pareció haber pasado, la tierra se desprendió bajo uno de sus pies. Él se tiró hacia atrás, en una reacción instintiva de vida. La desilusión y desdicha quebraron su voluntad. Asomó la cabeza por el borde del abismo: una ráfaga de viento putrefacto y nauseabundo le produjo arcadas. Qué era lo que había allá abajo desde donde se alzaban suplicios, alaridos, y gritos cargados de ira y rabia ¿acaso era un río de sangre? Se levantó, con el último aliento. Dio la vuelta y se propuso desandar el camino. Buscaría la salida por otro lado. Dio uno, dos, cinco pasos y tropezó. Ya no tuvo fuerzas ni para amortiguar la caída con los brazos. Se llevó la mano a la cara y la encontró embadurnada. Se había partido el mentón. El cuerpo le pesaba toneladas. Ni siquiera podía mantener la cabeza erguida. Desde los rincones, él también empezó a gritar y a suplicar. Notó que los otros, sus iguales, llevarían tanto tiempo tirados y derrotados, que echaban raíces en el piso. Le aterró la idea de convertirse en árbol, o de yacer en aquel infierno durante toda su eternidad.
Raúl Rivarola se despierta sobresaltado. Está sudado y tiene las sábanas enredadas a su cintura. Su pecho se ensancha a pleno con cada bocanada de aire. Luego se desinfla, y el proceso vuelve a repetirse continuamente. La pesadilla de la que acaba de despertar ha sido muy vívida. Más que pesadilla, le parece haber vuelto del mismo infierno. Y lo que lo hizo regresar le gusta tan poco como aquel infierno. El lastre de su vieja, postrada en otro cuarto de la casa, clama por él: —¡Hijooo! ¡Hijooo! Mira el despertador, sobre la mesa de luz: las tres de la mañana. Mierda. La dejaría que siga gritando, pero eso implicaría para él otra noche sin dormir. Ojalá la vieja se hubiera ocupado de él una mínima parte de lo que él se ocupa de ella ahora. —Ahí voy, madre —le grita—. Ahí voy. Suspira. Se levanta a asistirla. Cruza el pasillo arrastrando los pies. Las maderas crujen con cada paso que va dando. Desde la puerta, se queda mirándola: piel y hueso bajo una delgada sábana. A eso quedó reducida Olga, su severa madre, pero eso sí, Olguita, para sus viciosas y apostadoras amigas. Vaya a saber si esas viejas arpías no habrían vendido sus almas al diablo, a cambio de las tantas fortunas de las que seguían disfrutando y gozando. Por algún motivo, simepreganaban. En cambio, existían otras desgraciadas, como Olguita, que lo habían apostado y perdido todo: campos; mansiones; departamentos…
todo, menos esta antigua casona de la bisabuela –bien de familia– que ya se caía a pedazos. —No te quedés ahí parado sin hacer nada —le recrimina Olga, apenas lo ve—. Dale, inútil... —y no la sigue con el bardo, porque se queda sin aire. Le cuesta respirar. Sufre espasmos y se retuerce. Raúl se le acerca, sin decir ni una palabra. El aliento ácido y amargo de los medicamentos lo repele, pero él sigue ahí, firme. Después de todo es su madre, la mujer que le dio la vida, debía olvidar la parte de cuando se la había cagado también, y tenerle consideración. La levanta, es liviana, y la cambia de posición. Luego le acerca el vaso de agua y la pastilla que están sobre la cómoda, entre la silla de ruedas y el andador. —Tenés que dejármelas a mano, inútil. ¿Todavía puede seguir siendo tan perversa? Puede, claramente. Pero Raúl no le contesta. Se limita a agachar la cabeza. Levanta levemente la vista y la observa: bebe despacio, con cuidado, procurando no derramar ni una gota. Es que sus brazos arrugados y venosos tiemblan. Todo su cuerpo tiembla. A veces cuando duerme, él nota que incluso hasta se sacude bajo las sábanas. Observa que en la mesa de luz de algarrobo, ennegrecida ya por el paso del tiempo, conserva una estampa del Niño en brazos de la Virgen. Al lado ve un portarretrato con una imagen amarillenta de ellos dos: madre e hijo. Entonces, angustiosos recuerdos le aprietan la garganta:
—Raúl Rivarola —le dice Olga, enervada. Estoy revisando tu bolso. No llevás campera, botas, ni buzo, por si llueve o hace frío. Te había dicho que los cargaras. —El paseo es solo por un día, mamá, y hay sol. Nadie va a llevar bolsos grandes. —¡¡¡OBEDECÉ!!! —le grita, y lo sacude de los pelos— ¡o te quedás! Y ojo con ser boludo y seguir viniendo golpeado por tus compañeros. No debería mandarte a ningún lado. No sabés hacer nada solo. —Pero yo quiero ir, má —solloza—. Ahora preparo mis cosas… La mañana del viaje él había llegado solo a la escuela. En realidad lo acompañaba Camila, su niñera, pero para el caso era lo mismo que estar solo. Todos sus compañeros habían ido con sus papás, que les daban besos y les compraban golosinas en el kiosco. En cambio su madre, ni siquiera había podido ponerse en pie a la hora de levantarse. Se había quedado dormida en el sillón del living, con la ropa de la noche anterior todavía puesta, y apestando a whisky. Una tarde de verano, Olga había vuelto hecha una furia y se las había agarrado con él. Lo peor era que delante de Pamela, la compañerita de la escuela que le gustaba y que había ido a su casa a merendar. —Escupí ese pedazo de medialuna que tenés en la boca, inútil. Comé fruta, alguna vez, carajo. Hasta Pamela estaba a punto de largarse a llorar.
—No, nena. No vale la pena, por un reto que le doy a este inútil —Le dice. Después se le acerca y le susurra al oído—. Es un cagoncito. Por las noches, se levanta de la cama. —Después se va alejando de Pamela y levantando la voz, para que él también la escuche —Por las noches, no sé si no se anima a ir solo al baño, o no se da cuenta de que necesita ir, porque hasta se mea encima. O no es así… ¡A vos te hablo, inútil! ¡MIRAME! Raúl toma bocanadas de aire. Para Olga, todas las mujeres que lo rodearon, siempre fueron el demonio. Le acomoda la almohada y vuelve a su pieza. Se revuelve en la cama. Saca un brazo de entre las sábanas en dirección a la mesa de luz. Palpa: una lámpara, libros y, ahora sí, el despertador. Lo sujeta y lo arrima hasta donde puede ver las agujas flúo: tres y media de la mañana. Se levanta y va al baño. Se encierra de un portazo. Fija la vista en el espejo del botiquín descolorido. Apenas se reconoce en el reflejo demacrado que le devuelve la mirada. Está peor de lo que creía. Tiene la sensación de ya haber vivido aquel momento. ¿Podría ser posible? ¿O sería algún otro síntoma de la falta de sueño, como aquellas visiones que tiene a veces por las noches de una niñita rubia que también habita la casa con ellos? Su mente simula un diálogo consigo mismo, sirviéndose de otras voces, las de amigos y conocidos. Siempre había oído ese tipo de voces en su cabeza cuando pensaba. Él supone qué le diría cada uno de ellos. Se
imagina, a través del cristal, a Lucio, su mejor amigo, preguntándole: —¿Cómo que ya viviste esto? —Me acuerdo… Déjà vu. —¿Ah, sí? ¿Cuándo? Raúl lo piensa y, al cabo de unos instantes, niega con la cabeza —Decime, ¿no tenías una mina, vos? Mariela se llamaba, ¿no? ¿Siguen? Deberías vender este caserón. Podrías estar viviendo en un departamento de lujo… con Mariela, claro. El geriátrico donde tiré a mi vieja es muy bueno. Te lo recomiendo. Un hombre vestido de blanco reemplaza a Lucio: —¿Qué pasó con Mariela? No la habrás plantado, por quedarte a cambiarle la chata a tu vieja, ¡eh! Deberías hacer con ella lo que te sugiere tu amigo… Qué es esa cara. Oh, perdón si tu formación conservadora te bloquea con la idea de los geriátricos. —Basta, Doc. —Basta vos de engaños. Estoy convencido de que plantaste a Mariela, por tu madre. Seguir así no te lleva a nada. Doc tenía razón, y le dio rabia. No sabía qué hacer con su madre, pero tampoco podía seguir con ella en esas condiciones. Lo mejor era que su madre se muriera. Así, su problema simplemente desaparecería y él podría seguir adelante como si nada. Se sentiría aliviado y liberado, la vida le resultaría más fácil. Que se muera. ¡Sí, que la vieja se muera!
De pronto, se odia por pensar así. Reprime aquel pensamiento que le había sobrevenido recargado maldad. Respira profundo. Intenta calmarse. Llena un vaso de agua. Abre el botiquín y se enfoca en un blíster de Clonazepam. Quiere silenciar las voces. Se toma uno, dos, cinco comprimidos. Luego clava una mirada perversa en el espejo: —Mi madre no necesita ningún geriátrico. Yo mismo voy a ocuparme de darle la atención que se merece. Escucha algo afuera. ¿Son niños jugando en el living? ¿De dónde salieron? Es el cantito de una niña. Se le eriza la piel. Sale en silencio, cruza el pasillo y baja las escaleras con cuidado, como un intruso que no quiere molestar. La luz de los jardines del fondo se filtra por los ventanales en el living: la biblioteca, los sillones, la alfombra roja, los modulares, el enorme reloj campana Moretz de pie, y ahí al lado, en la penumbra, ¡Dios Santo! otra vez aquella nenita rubia de sus visiones. A su vez, ella lo mira directo a los ojos. Raúl retrocede subiendo uno, dos escalones, al tercero tropieza y se cae de culo. La cintura le impacta contra la punta del escalón. Siente que el dolor crece, y ahí se queda quieto y apretándose durante unos momentos. La niña deja de observarlo, sale corriendo y se pierde en la oscuridad. Cuando él se recompone, se arma de valor y baja a buscarla. ¡Cómo puede ser que no haya nadie! Se precipita sobre los picaportes de puertas y ventanas en el living y la cocina. Se asegura de que estén bien cerradas. Y lo están, menos una en el living, al lado de la biblioteca. Esa es la única ventana que no cierra bien, y es por donde entra una leve corriente de aire.
Pone la pava silbadora al fuego y se sienta a la mesa. Tendría que dejar de ocultarle estos episodios a Doc. Las visiones deben ser un efecto colateral de su medicación… de ninguna manera va él a ver fantasmas. Nunca creyó en fantasmas y no iba a empezar ahora. El sonido del agua hirviendo lo saca de sus pensamientos. Apaga la hornalla y se prepara un té. No oye nada más que el tintineo de la cucharita removiéndose en la taza. Bebe. Disfruta del vapor caliente que emana la infusión sobre su cara. Sosteniendo la taza con ambas manos, recuerda a su amigo Lucio: —Deberías vender este caserón. Una ráfaga de viento hace vibrar las ventanas. Se asoma a la más próxima y nota que las ramas de los árboles se entrelazan a los cables del tendido eléctrico. Piensa que las ramas o árboles caídos pueden cortar cables y ocasionar incendios. Los cables de tensión cortados, colgando y balanceándose con el viento, siempre son peligrosos. —Esto también ya lo viví —se toma la cabeza, aterrado. Una mezcla de sueño y mareo, efecto de los Clonazepam, va apoderándose de él. Se masajea los ojos y la frente. Se siente obnubilado. Se corta la luz. Piensa que los cables ya no podrán causar ningún incendio, por más que las ramas los corten. Busca velas en la cajonera. Encuentra algunas y las enciende. Luego las coloca sobre platitos de pocillos y viejos candelabros dorados, y las reparte por toda la casa.
De manera automática, casi inconsciente ya a esa altura, deposita tres velas en la biblioteca del living, al lado de la ventana por donde entra una leve brisa. Las llamitas danzantes alumbran los libros “Otra vuelta de tuerca” de Henry James, “Fantasmas” de Peter Straub y “La divina comedia” de Dante Alighieri. Siente que hay algo ahí sobre lo que debe poner atención, pero no sabe bien qué, ni por qué. Pasa por delante del reloj campana Moretz. Faltan veinte para las cinco. Sube las escaleras, apoyando todo su peso contra la baranda. El sueño, mezcla de mareo y jaqueca, casi que lo voltea. Sube el quinto escalón y cruje. El quinto siempre cruje. Se da vuelta, como despertando de un ensueño y mira hacia atrás: debería haber ubicado las velas en otro sitio, y no sobre mesas de madera cerca de cortinas, ni sobre estantes de libros. Y mucho menos al lado de una ventana por donde entra una brisa que hace mover las llamitas. No supo bien por qué lo había hecho de esa manera. Había estado haciendo cosas en estado semiconsciente. Le dio pereza volver y reacomodar todo. Total no importaba. Nunca había pasado nada. Tampoco pasaría ahora. Se da vuelta y sigue su marcha, hasta encerrarse en su habitación. Raúl Rivarola se despierta retorciéndose de la tos. Parpadea con insistencia. Le cuesta aclararse la vista. Se refriega los ojos y se da cuenta de que está rodeado de humo. La casa se incendia. El reloj Moretz redobla sus campanadas de las cinco de la mañana.
Se quita la sábana de un tirón. La cabeza se le parte de dolor. Está mareado. Intenta levantarse de un salto, pero apenas le salen movimientos errantes. Cae. El placar, la cómoda, todo da vueltas para él. Se levanta con dificultad y enfila hacia la puerta, tambaleándose. A medio camino, se aplasta los dedos del pie contra el perchero de roble con abrigos. —¡¡¡AAAHHH!!! Queda tumbado en el suelo, boca arriba, y siente una nueva oleada de mareo. Sus ojos se entrecierran. Va a desmayarse, pero no se lo permite. Entonces se arrastra.Sus rodillas y codos sudados resbalan. Persevera. Clava las uñas, tira y se las parte. Sangra. Sigue adelante hasta que, por fin, llega a la puerta y abre. Constriñe los músculos de la cara, baja la cabeza y un sofocón lo abraza en estampida. Se levanta ardido y gimiendo. Tiene el pijama rasgado. Siente la piel tensa y cuarteada. Levanta la cabeza y el pánico lo paraliza: llamaradas enceguecedoras suben desde la cocina y el living. El humo, en el pasillo, le corta la respiración. Se quiebra en un nuevo ataque de tos. Se acuclilla y consigue, a duras penas, tomar alguna bocanada. Se cubre la cara con un brazo, como si de esa manera pudiera protegerse del calor y del humo. Abre una ventana. Respira aire fresco, pero no puede saltar porque está enrejada, igual que todas las de la casa. Continúa. Debe huir por la puerta principal, antes de que el fuego no se lo permita. Avanza hasta las escaleras chocándose contra la pared de papel áspera y descascarada. Al final del pasillo, ve aparecer a su madre en andador.
Si decide ir hacia ella, lo más probable es que el fuego los consuma a los dos: el piso de tablas arde y se resquebraja. Grita de angustia. Llora, pero comienza a bajar un par de escalones, solo. De pronto, la escalera tiembla. Se detiene y salta hacia atrás, justo a tiempo para salvarse del estrepitoso derrumbe. Queda tendido, inconsciente. Al volver en sí, ve ¡a su madre atrapada en una pira! Oye sus alaridos y llantos, siente el olor de los cabellos chamuscándose, la carne quemándose, la cara derritiéndose como cera. Ella le tiende una mano amorfa: antes de la derrota, un último reflejo desesperado de auxilio. Aturdido, suelta un grito de horror. Siente los labios resquebrajados, la piel llagada, los ojos hinchados y resecos. Sabe que no puede huir, hacia donde mira, solo hay fuego. Comienzan a arderle los hombros y la espalda. Separa sus brazos y los sacude, como si de esa manera pudiera sacarse las llamas de encima, pero el fuego se apodera también de ellos. Se agacha, en un acto instintivo por liberarse, y se revuelca con gritos desgarradores. Pero un momento… alguien aparece en un rincón. ¿Es la nena de sus visiones? Sí, es ella. Está seguro, así como está seguro de que las flamas no la dañan. Ella lo mira horrorizada, como quien contempla un espectáculo de lo grotesco… «Oh, Dios mío, ¡ella es real!» Se concentra en la pequeña. Se esfuerza por abstraerse del fuego durante un momento. Y de pronto comienza a ver, asombrado, que el pasillo es muy distinto a lo
que él conocía, que toda la casa es, en realidad, distinta, que está modificada. Se pregunta si entonces no habría sido él, en vez de la niña, quien espantara a los nuevos habitantes con sus paseos por las escaleras y el pasillo, los portazos en el baño, los intentos de abrir y cerrar ventanas… Nada más y nada menos que él, un fantasma, un alma en pena. Ahora comprende todo. Comprende que no había rociado en nafta a su madre y la había prendido fuego, porque tal violencia era innata suya, pero inconscientemente había prediseñado, aquella noche de la tormenta, un plan para que la casa se incendiara y su madre, al fin, lo dejara en paz. Él se había tomado demasiadas pastillas como para poder hacer algo, para justificar su inacción; había dejado las velas dispuestas para que ocasionaran el incendio. Y ahora, aún comprendiéndolo, no conseguía redimirse consigo mismo por el crimen que había cometido. La niña huyó horrorizada, y él gritó de bronca. En un ataque de ira, volteó cuadros, destrozó adornos y portarretratos y volteó sillaa. Se transformó en un tornado que arrasó con todo a su alcance. Desde aquel día, el espíritu de Raúl Rivarola espanta a cualquiera que ose invadirlo en su territorio. Y así es como las campanadas continúan castigándolo, noche tras noche, en la hoguera infernal.
a la cocina, porque no levantás la silla para correrla. La tumbás apenas sobre las patas de atrás y la arrastrás por el piso como si tuviera ruedas. Hace ya un rato largo que estoy acá sentada, con los antebrazos paralelos, extendidos sobre la mesa. Así me obligaba a sentarme mi mamá cuando era chica y me ponía en penitencia. Decía que apoyada en el respaldo se pensaba mejor. Sé que estás sentado frente a mí porque te escucho moverte, aunque no te veo. No hay luz. Ni una gota de luz en la casa, ni en la calle, ni en ningún rincón de la ciudad. Hasta que no empiece a amanecer, no nos vemos. —Estás ahí. —Sí. —¿Hace mucho? —No puedo dormir. CLARO QUE TE ESCUCHÉ LLEGAR
Envolvemos la taza de café con las dos manos, calentándonos. Pero hace calor. Sorbemos con ritmo: primero vos, después yo, y vos otra vez. Las tazas suben y bajan de la boca a la mesa: la tuya, la mía, la tuya. Coreográficos hasta el último sorbo, y entonces quedan las dos tazas apoyadas sobre el mantel. No vamos a lavarlas. —Parece mentira, ¿No? —A veces pienso que sí, a veces que más o menos.
—A mí me parece. Algunos pájaros caminan por las chapas calientes del techo del vecino. —¿Y las palomas? ¿No toman agua? ¿Por qué no se mueren las palomas? Volvés a agarrar la taza y te la llevás a la boca, por si algo más de café quedó condensado en el fondo. Faltan cincuenta y siete horas para el lunes. Racionar el agua debe ser más fácil en invierno. Las botellitas plásticas que repartió el Ejército casa por casa están enfiladas sobre la mesada. La faja de seguridad que las protege es púrpura. Las botellas están envueltas en nylon, en tres packs de seis unidades. Tres raciones diarias de trescientos centímetros cúbicos para cada uno. Apenas después de que trajeron el agua, atamos la cinta púrpura que nos dieron en el picaporte de la entrada del departamento y cerramos con llave hasta el lunes a las doce, como se indica en el Protocolo de la Clausura que publicaron en el Boletín Oficial. Parto el chocolate por la mitad. Junto con el dedo los pedacitos minúsculos que están sobre la mesa, y me los meto en la boca. Voy al cuarto y me acuesto al lado tuyo. Por las hendijas de la persiana entra un poco de luz: es una tarde soleada. Mordés el chocolate mirando al techo. Ya sé qué estás pensando: estás seguro de que en el geriátrico se van a quedar con el agua de tu mamá, y le van a dar menos de la que le corresponde. Te miro y sé que estás pensando
eso. Yo pienso en la enfermera, que en vez de pasar la Clausura con sus hijos, la tiene que pasar con tu mamá. Yo estoy pensando que, si estuviera en su lugar, también me tomaría su agua. —¿Qué creés que es? —No sé. Prefiero no pensar. —¿Ébola? —No sé. ¿No se contagia por el aire el ébola? Yo hace mil años que vi Epidemia y no me acuerdo de nada. ¿Vos la viste? —No me acuerdo. —Hacé memoria. Todos la vimos. —Lo que no entiendo bien es si la amenaza hablaba concretamente de agua envenenada o es una interpretación del Gobierno. —Yo tampoco. —Eso te mata. No saber es lo peor. Ojalá hubiera internet. —Ojalá hubiera agua. Termino de limpiarme y antes de cerrar la tapa del inodoro echo un chorro de lavandina. El sanitario guarda ya una acumulación que da asco. Y faltan dos días. Miro el botón de la descarga. Sé que el depósito está lleno de agua. ¿Será tan peligroso hacerla correr? Por más lavandina que usemos, pronto se va a sentir el olor por todo el departamento.
¿Cómo estará Berrinche? Vos también estás preocupado, pero tampoco decís nada. El Protocolo indica que las mascotas deben cursar la Clausura apartados de los humanos. Por eso cuando trajeron el agua le pusieron al perro un collar con un número y nos dieron una tarjeta de identificación. Nos preguntaron si era necesario ponerle bozal. —Se llama Berrinche, pero es porque es caprichoso, nomás. Es bueno. Es inteligente, además. Hace cuatro años, cuando fue la gran inundación, vimos cómo el agua lo arrastraba hasta que lo perdimos de vista. Pensamos que se había ahogado, y apareció una semana después, vivito y coleando. Es un gran perro. —Berrinche va a estar bien —digo, porque sé que vos también estás preocupado. —Berrinche va a enterrarnos a todos. Las indicaciones dicen que habrá dos horas de energía eléctrica por día. Aprovechamos para ver televisión. Solamente funciona la señal oficial. Ayer repitieron el informe del Protocolo, como si fueran las instrucciones de la azafata antes de que el avión despegue. Después pasaron Rápido y furioso, doblada al castellano. Se enciende de golpe la luz del cuarto: es la hora de la energía. Prendemos el televisor. Esperamos novedades, pero hoy pasan cuatro capítulos seguidos de Casados con hijos. —¿Hasta dónde creés que llega la Clausura?
—No sé… La Plata entera, y Berisso y Ensenada, seguro. —Y el Conurbano. Y Capital. —Antes del apagón yo escuché algo del sur de la provincia. —¿Y Uruguay? —Qué sé yo. Capaz también. Nos limpiamos el cuerpo con la punta de una toalla mojada con alcohol. Cambiamos las sábanas. Se siente bien. Miramos el cielorraso. Me acariciás el muslo derecho, con tu mano izquierda. Cuando salgamos de acá, voy a volver al gimnasio. Levantás con el índice el elástico de la bombacha, avanzás con el dedo y me mirás. —¿Te parece? Te subís encima mío y me besás. Pienso que no podremos bañarnos al terminar, pero también que, capaz, sea nuestra última vez. Te abrazo. Me sacás la remera y empezás a besarme. Me doy cuenta de que es ridículo que estemos vestidos, acá encerrados. Te acaricio el pelo y te dejo hacer y después te acompaño en el vaivén mientras escucho tu respiración sobre mi cuello. Me gusta tanto el olor de tu piel. Me gusta tanto tu forma de hamacarme así, sobre mí misma. Me acuerdo de la cara del tipo del Ejército que nos trajo el agua: tenía el pelo cortísimo y rubio, como un cepillito de cerda. Y ojos verdes y pequeños. Y fuerza para cargar todos los packs al mismo tiempo y dejarlos sobre la mesada. Y tu vaivén que me lleva y me trae y atraviesa la Clausura y acaba, o acabamos. Felices, hasta que de nuevo me acuerdo de que no nos podremos bañar.
Sacrificamos una botella de agua para hervir fideos. Los sacamos con un colador y guardamos la olla llena para otras comidas. Destapamos un vino. Llenamos las copas. Nos sentamos a cenar. Son las cinco de la tarde. Faltan dos días. Brindamos. —¿Qué pensás que pasa en la calle? Espiás por las hendijas de la persiana, como si la ventana cerrada del vecino de enfrente te dijera algo distinto de lo que ya sabemos: la Clausura. —No sé. Que no hay nadie, pienso. Que están vacías. —¿Patrullarán? —Andá a saber. —¿Cuánto falta? —Casi dieciséis horas. Ya estamos. Dormimos en intervalos cortitos, de menos de una hora. Camino hasta la cocina. La botella de agua que queda espera parada, rodeada de las otras, vacías. Saber que no podés tomar, da sed. Vuelvo a la cama. Hay algo en lo que estoy pensando recién ahora: ¿Qué vamos a hacer cuando salgamos? Me imaginé mil veces el fin de la Clausura: la calle desierta y la gente saliendo de sus casas, o la calle infestada de cadáveres deformes, con bulbos sanguíneos por todo el cuerpo, o la calle invadida por animales y alimañas. Abrir la puerta y que afuera nos espere un ejército de zombies. O que no haya nada, ni casas, ni edificios, nada. Pero una vez que vemos qué hay afue-
ra, ¿Qué hacemos? ¿Vamos los dos juntos a mi casa y después a ver a tu mamá, o nos separamos? ¿Vamos primero a buscar a Berrinche? ¿Recuperaremos enseguida la señal del celular? ¿Cuánto tardará en funcionar el transporte? Si vamos caminando, nos conviene pasar primero por el geriátrico, pero la verdad, muero por ver a mi papá. —Dos horas y treinta y siete minutos. Siento un adoquín adentro del estómago. Como cuando fui a dar el examen para sacar la licencia de conducir. Empezamos a prepararnos media hora antes. Primero elegimos la ropa. —Debe hacer calor… —Sí, pero ponete algo bien cómodo, igual. Y zapatillas. Apoyamos las prendas sobre la cama recién estirada. Después agarro dos toallas, las humedezco con alcohol, me quedo con una y te paso la otra. Nos frotamos las piernas, los pies, los brazos, las axilas. Nos vestimos. Me sujeto el pelo grasoso en una colita tirante: en cuanto pueda, voy a cortármelo. Vos te peinás para atrás, pero un mechón te cae igual sobre los ojos. Nos perfumamos. Cuando terminamos de vestirnos, faltan veinte minutos. —¿Y si lo mataron a Berrinche? ¿Y si mataron a todos los perros y gatos?
—¿Para ahorrar agua? No sé… a lo sumo le daban de la canilla, y se arriesgaban. Al final, no era seguro si era el agua, o si era por aire, o qué. —Yo estoy muerta de sed. —Ya falta poco. —Sí, ya sé. Yo hubiera salido diez, cinco minutos antes, pero vos sos tan metódico. Que hay que esperar a que suene la sirena, como dice el Protocolo, decís. Me parece una estupidez, pero no vamos a discutir en este momento. No se escucha nada, ningún ruido, en ningún lado. Abrimos la puerta y pasamos al pasillo. Una torre de aire fresco entra al departamento, o una de aire denso sale, no sé. Sabemos que nadie saldrá de las otras tres puertas de la planta baja: el C está desocupado, y los matrimonios del A y del D prefirieron hacer la Clausura en las casas de sus hijos. Nuestros pasos casi ni suenan. Nos acercamos a la puerta grande de la entrada. Antes era de vidrio, pero una vez que quisieron entrar ladrones el consorcio decidió cambiarla por una de madera, ciega, y poner en cambio una cámara, así desde adentro puede verse el afuera, pero no al revés. Ahora no hay luz, así que nadie puede ver nada desde ningún lado. Faltan segundos. Me das la mano. Me decís que apenas suene la sirena, vos salís primero. Asiento. El reloj marca la hora exacta. Sigue el silencio. Tal vez esté adelantado. Tal vez no sea exactamente la hora. No suena ni la sirena ni nada de nada. No hay voces, ni pasos, ni motores. Nada. Dejamos pasar, un minuto más, y otro, y hasta cinco. Nada. No puedo hablar. —Voy a salir.
Me mirás. En una mano tenés las llaves y en la otra el celular. Me explicás que vas a ir a ver qué hay en la calle, y volvés enseguida a ver qué hacemos. Te digo que bueno, con la cabeza. Que te cuides. Abrís la puerta y el sol entra cegando un poco mis ojos, que se acostumbraron a la penumbra. Cuando la cerrás, todavía veo formas, como fantasmas de luz sobre la pared. Escucho tus pasos bajar los tres escalones de la entrada, te escucho avanzar más allá, hacia la calle. Silencio, y después, los pasos apurados, tu carrera de regreso hasta la puerta, que se abre y te deja entrar, los ojos enormes, la cara crispada, irreconocible. Me besás en la boca, y en menos de un segundo volvés a salir. Solo. Cerrás la puerta. Escucho que das dos vueltas de llave, escucho algunos ruidos extraños y entonces sí, de pronto, tu grito absoluto, inconfundible, que se pierde a lo lejos.
por Damián Connelly TODO PASÓ UN VERANO DE
1992. Es probable que
no crea lo que voy a contar. Volver a la casa de la playa era como retroceder el tiempo a los peores días de mi infancia. Tenía que hacerlo, veía allí una oportunidad extraordinaria; algo que un escritor de poca monta, como yo, no podía dejar pasar. Buscando amenizar el viaje, Erika reprodujo todos y cada uno de mis antiguos cassettes grabados de Bruce Springsteen; solo repitió “The River” porque, en mi opinión, era el único que realmente le gustaba. Llegamos al amanecer. Horrible instante del día para levantar la vista. El sol era asesino de mis ojos cansados. Erika amaba la playa e insistía para no vender la casa pero yo odiaba ese lugar desde que tenía doce años. Le concedí una semana allí con el fin de darle el gusto; sería bastante tiempo, ordenaría esa pocilga y buscaría un hipotético comprador. Mientras yo trabajaba ella podría ir a saltar olas y quemar su piel blanca bajo los rayos ultravioletas de enero. Un excelente acuerdo. Al pisar las escaleras viejas comencé a recordar. Le había dicho a Erika que odiaba ese sitio, pero nunca le di los reales motivos. La respuesta a todos mis sufrimientos era un nombre: Antonin Samaras, mi finado tío, de quien fui único heredero de todas sus posesiones. ¿Por qué mierda este hijo de puta me dejó todo? Mi madre era una
zorra, así de simple; hizo que fuera a su morada al menos dos veranos seguidos porque decía que el cuidaría bien de mí. Antonin ilustraba cuentos de terror para niños y yo solía modelarle, aunque era hiperactivo, él siempre se las arreglaba para retratarme. Un día entró a la ducha conmigo e intentó tocarme. Mordí su mano y atravesé la playa desnudo, empapado de su sangre. Nunca más volví a esa casa y no quise contarle a mi madre por vergüenza; además, siempre estaba muy drogada para escucharme. Si hubiera hablado, quizás, lo hubieran metido preso. En síntesis: el jodido pedófilo de mi tío, según su abogado, murió solo y de cáncer en los testículos. Qué ironía. La casa era un cementerio de polvo gris molesto, madera y libros. Desayunamos en la playa; luego volví para comenzar a limpiar. Erika, con algo de culpa, se quedó leyendo. —¿Estás seguro? —Preguntó mientras achinaba sus hermosos ojos negros. —No hay problema, sabés que no me gusta el sol —contesté, queriendo complacerla. La verdad era que sí; anhelaba su ayuda para terminar cuanto antes, pero ya le había prometido su “semana de vacaciones”, así que debía pasarla bien. Comencé en el dormitorio, lugar relativamente pequeño en relación a las otras habitaciones. Sobre la cama de dos plazas veía revuelta una sábana amarilla con un olor horrible; posiblemente fuera el lugar donde habían descubierto el cadáver. También cubrían las paredes algunas repisas llenas de baratijas y una cajonera destartalada, sucia y vacía. Fue bastante fácil limpiar allí. Luego seguí
con el baño, donde trabajé en profundidad; nunca había visto tanta mugre junta. Decidí tomarme un descanso y fui a lo que solía ser el estudio de mi tío. Como lo recordaba, había un sillón negro de cuero grande y cómodo, donde solía recostarme. Ni bien posé la cabeza, mis ojos se cerraron y el pasado se acercó hasta ese lugar. Desperté cinco minutos después, sudoroso y con una migraña espantosa, sintiendo que algo había tocado mi pecho. Efectivamente, era una hoja de papel desgastada y amarillenta. La levanté; tal como presentí, era una de sus ilustraciones. Era yo mismo sosteniendo un libro y detrás había una especie de demonio o algo por el estilo; no podría definirlo bien, esa parte estaba borroneada, como si alguien hubiese intentado quitarla. Inmediatamente supuse que, al tener las ventanas abiertas, el viento había levantado los papeles del escritorio y la casualidad hizo el resto. Sin pensarlo mucho, tiré el dibujo junto a varias carpetas llenas de garabatos del pederasta borracho con la intención de que se vayan bien lejos de mi existencia. Unas horas más tarde, Erika volvió de la playa. Pidiendo disculpas anticipadamente por mi lenguaje, le diré que cojimos tan fuerte sobre ese sofá negro que me pidió que parara porque la lastimaba. Algo no estaba bien; quizás era bronca, o excitación, no tenía modo de saberlo. Llegó la noche y el cansancio nos atrapó. Después de comer algo rápido, armamos la cama para dormir. Un momento. Aquí es donde todo se vuelve raro y no sé si estoy muy orgulloso de lo que voy a contar. En realidad, es horrible.
Di vueltas; los mosquitos, las ganas de fumar otro cigarrillo o, simplemente los pensamientos no me dejaban en paz. Con tanto agotamiento no logré ponerme de pie. Todo empeoró. Soñé. Mi tío Antonin me alcanzaba un libro, como el que sostenía mi “yo” dibujado en la misteriosa ilustración voladora. Rápidamente sentí sus dientes y luego, mi boca llena de sangre. Me levanté exasperado y fui al baño. Cerré la puerta, no quería despertar a Erika. Vomité incalculables veces; luego entré a la ducha y un dolor intenso de cabeza hizo que lo supiera: un espíritu había penetrado en mí. Todo alrededor estaba muy sucio aún; puede ser que yo lo viera así por tantas historias vividas. El agua caía serena y hundí la frente en ella. Podía sentir la suciedad correr por los dedos de mis pies. De repente sentí una mano, me tocaba a través de la cortina de la ducha. Como dije al principio, es probable que no me crea pero así sucedió. Intenté salir, pero algo parecía abrazar mis piernas. Caí sobre la bañera, golpeando horriblemente la rodilla contra el borde. Sangre y roña se mezclaron; me levanté como pude. Desnudo, cubierto por mis fluidos y asustado, logré sentarme en el inodoro. En un momento tuve la idea de cortarme la pierna debido al dolor, era extremadamente intenso pero unos minutos después, sanó. Miré, quería saber si estaba bien. Me sorprendió observar que no había siquiera rastros de sangre. Luego me agaché a verificar de cerca la bañera y nada. Hasta la suciedad había desaparecido, todo lucía perfectamente limpio. Una locura, y solo fue el inicio. Cuando giré buscando una toalla, algo me atrapó. Sentí cómo una fuerza de otro mundo entraba en mi cuerpo, paralizándome. Quise moverme, pero no había caso. Atiné a gritar, llamar a
Erika, pero mi garganta estaba atada. Igualmente esta chica duerme como una piedra. En seguida mis manos comenzaron a moverse solas sobre mis pectorales; luego, mis pezones, moviendo los dedos lentamente a su alrededor. Una de ellas emprendió un juego con mi lengua, humedeciendo cada dedo. De inmediato, se abrieron camino hacia abajo, toqueteando mí estomago, mojándolo con mi propia saliva. Transpiraba; un sudor frío caía desde mi frente, inquietándome cada vez más. De repente, tomaron mis testículos con mucha fuerza primero y con suaves caricias luego. Mi pene se levantó bruscamente y mis manos lo atacaron, dejando escapar unas gotas de líquido seminal. A esto siguió una masturbación feroz. Agité el miembro con todas mis fuerzas. Mientras una mano continuaba estrangulándolo, la otra comenzó a meterse lentamente en mi culo, un dedo a la vez, tocando de manera desenfrenada mi ano. Me sentía víctima de una salvaje violación. Estaba desesperado e intenté detenerme pero no lo logré. Mi primera eyaculación llegó; junté el semen, que salía a chorros, y lo llevé hasta mi boca. Con lágrimas en los ojos, saboreé todo ese líquido. Algo dentro de mí reía a carcajadas y gozaba como nunca; yo lo recordaba. Con seguridad podía afirmar que su espíritu me había poseído. Eyaculé tres veces más. Comencé a sangrar, el dolor era impresionante pero ni siquiera podía gritar. En mi boca moría la esperma; mis labios emanaban un torrente de fluidos. Justo cuando estaba por desfallecer, Erika me salvó. Necesitaba ir al baño. Abrió la puerta de manera suave, como queriendo sorprenderme. Y quien se asombró fue ella.
—David… ¡Por Dios! ¿Qué te pasa? ¿Qué hacés? —Se notaba el asco que le daba verme así. Una imagen que perforó sus pupilas maravillosas. Todo alrededor se desplomó en segundos. Yo no podía responder, aun seguía masturbándome. Ella se acercó velozmente. —¡Pará, David! ¡Por favor! —Gritaba desesperada. Mis manos, descontroladas, la tomaron del cuello. Apretaron con fuerza y mis dedos se hundieron en su piel. Sus ojos parecían dos grandes pelotas de golf, sus pupilas negras habían desaparecido. Intentó golpearme, rasguñarme, pero ya no había nada que pudiera hacer. Hasta que sus pequeños brazos cayeron como los de un ahorcado que recién pateó su silla. Podía oír su garganta susurrar palabras incompletas. Creí escuchar un T… A… O… aunque quizás mi cerebro lo inventó solo para no sentirme tan mal. Segundos después, Erika yacía en el piso. Aun poseso, me agaché, tomé sus piernas, la di vuelta, separé sus glúteos y la penetré por el culo. Entré una y otra vez, con la fiereza de un animal en celo. A estas alturas, los dos comenzamos a sangrar. Lo único que logró tranquilizarme fue que Erika aun se movía y jadeaba; parecía tener alguna especie de convulsión. Después de eyacular un par de veces dentro suyo, el hijo de puta hizo que me levantara –ahora estaba seguro que era él–, y caminara hacia su estudio. Me obligó a abrir unos cajones y sacar todas las fotos que había ocultas en ellos. Ya no podía aguantar esto. En todas estaba yo siendo niño, durmiendo desnudo. Debajo de las imágenes había palabras que, al parecer, estaban escritas con sangre en un idioma que no supe comprender. Puso mi pene so-
bre cada una de ellas, para que las mee con sangre y las frote por todo mi cuerpo. Intenté serenarme. Debía conseguir un médico antes de que fuera tarde. Puse mi mente en negro; agoté hasta el último de mis pensamientos, sumergiéndome en una oscuridad cegadora. Ahí esperaba él, sentado en su sillón negro. —Yo sabía que me extrañabas… ¿Acaso no disfrutaste todo esto? JA, JA, JA. —Esa risa inconfundible del tío Antonin después de hablar, sacando su lengua y refregándosela por toda la boca. —¿Realmente lo olvidaste? —Escuché sorprendido, no podía entender de qué hablaba. En las sombras, se bajó los pantalones y me lo hizo ver. Era su pene ensangrentado. —¿No te acordás cómo te gustaba chuparla? ¿Y cuando me mordiste porque un día decidiste que ya no querías hacerlo más? Eh… Mmm… Para mí, lo seguís deseando. —Dijo mientras movía de un lado para otro su largo miembro cercenado. La furia me atrapó y corrí a su encuentro. Allí estábamos frente a frente, igual a lo que mis recuerdos me hacían creer que era. Puse mis manos alrededor de su cuello. —Dale… Ya sabes qué hacer. —Balbuceó muy seguro de sí mismo. Me agaché lentamente y agarré su verga. —¡SÍ! Yo tenía razón ¡Cómo disfrutás! —Gritó de alegría.
Pero no, a mí nunca me gustó ¿Será por eso que lo borré por completo? ¿Las pastillas del psiquiatra? ¿Hipnosis? No lo sé, pero estaba seguro de que eso era cierto, lo sentía. Debía hacer algo al respecto. Acerqué lentamente su pene a mi boca y ¡ZAZ! Se lo arranqué con todos los dientes, de la manera más primitiva posible. Antonin comenzó a gritar desesperadamente; cada alarido rasgaba una grieta y de cada fisura, una luz aparecía. Abrí los ojos. El sol acariciaba mi rostro. Me erguí tambaleando a causa del dolor, pero no pude mantenerme y caí sobre una pila de libros. Volví a incorporarme con dificultad y me di cuenta de que en el piso se encontraba el libro dibujado en la ilustración de mi tío, con unas inscripciones similares a las que tenían las imágenes, también escritas con sangre. Dentro apareció otra foto: él y yo, abrazados, desnudos. Nuevamente el sudor frío empapándome. Sin tiempo para lamentos, fui a ver cómo estaba Erika; por suerte, aun vivía. Y ahora, contándole esto, doctora, como le dije al principio, no espero que me crea. Pero es mi verdad. Pasó un tiempo, nunca más volví a saber de ella ¡Ja, ja, ja! ¿Cómo podría entender esto? Ni yo sería tan idiota. Solo espero que esté bien. En fin, hace poco comencé a paralizarme otra vez. No sé cómo, pero también logró encontrarme en este lugar. Ya no tengo fuerzas para pelear contra él. Si me disculpa, creo que Antonin ya está aquí.
—LAS CHICAS AMAN A LOS chicos malos —dijo el pibe—, y yo soy el más malo de todos.
Maggie lo miró de arriba abajo. No podía entender cómo ese alambre sin onda (¡Ese horripilante estilo grunge!), podía ser tan atrevido. Admitió que nadie solía encarar así, pero igual no hizo efecto. Frunció el ceño y quiso seguir su camino hacia la barra. El pibe se le interpuso. —De verdad, eh. Siempre hablo en serio. Maggie no lograba entender cómo en Disco Inferno, en el boliche más exclusivo, podían admitir a émulos de Michael Cera atropellados por un tren. Hasta ponía una cara similar a la del actor: al borde de la inexpresividad más exasperante, pero con un extraño aire de suficiencia. —Por cierto, soy Juan. ¿Juan? Hasta su nombre era menos que una cucaracha. Mejor llamarlo Cera. Ni siquiera daba para gastar energías en pedirle que volara. —Lo sé, no parezco amenazante, pero la apariencia nunca importa. Maggie comenzó a sentir vergüenza de que la vieran con ese espécimen.
—Si eso nunca importa —le dijo—, ¿por qué querés levantarte mujeres como yo? —Emm… —Cera sonrió de oreja a oreja, quedando más feo aún–. El asunto es que sé que te gustan los chicos malos, y yo soy mucho más que el chico malo promedio. —Sorry —le dijo Maggie, esbozando una sonrisa incómoda–, pero me espera mi novio. —Acá nadie viene con novio —Cera sonrió—. De hecho… —De hecho, me voy igual. Bye. Maggie aprovechó que un grupo de chicas se cruzó entre ambos y escapó. Llegó a la barra, se sentó y pidió un Cosmopolitan, al tiempo que el barman le guiñaba un ojo y le decía “bombón”. Solía provocar esas reacciones. Un Adonis de dos metros se le arrimó y pagó el trago. Maggie mantuvo su compostura, por supuesto, pero en el fondo ya había comprado, no tanto por el gesto caballeroso como por la contextura de camionero y esos mechones oscuros que le cubrían parte de la cara. Es cierto, hubo mejores platos en su lista de manjares, pero ahora se le antojó algo con qué sacarse el reciente mal gusto provocado por Cera. Además, ¿cómo desaprovechar un momento prometedor cuando empezaba a sonar “Slave to Love”, de Bryan Ferry? Pero antes de que el Adonis pudiera seguir, Maggie vio que aparecía él, Cera, y le tocaba el hombro. —Hey, yo estuve primero —dijo el descarado, siempre con esa cara de nada.
Maggie notó que el Adonis quiso fulminarlo con esos ojos de un verde intenso, pero el tarado no se inmutó. —Sí, yo estuve primero. El Adonis lo agarró de esa remera de por sí descuidada y lo arrastró a unos metros. “No aprende más”, pensó Maggie, y se giró y bebió un sorbo de Cosmopolitan. Fingió despreocupación, aunque esperaba que Adonis pronto se sentara a su lado. Pero quien sí se sentó fue Cera. —Muy blando, el camionero —dijo—, y más gentleman de lo que él cree. No te sirve. Maggie vio que Adonis se perdía, cabizbajo, entre un grupo de tipos, rumbo a la salida. —Mucho ruido —dijo Cera, haciendo una mueca–. Tengo la solución. Maggie notó que bajaba el volumen no solo de “Slave to Love” sino del gentío, como si estuvieran en televisión y acabara de apuntarlos un control remoto. —Listo, ya no tenemos que gritar para charlar. —¿Por qué conmigo? —dijo Maggie—. Hay miles de mujeres acá. Cera se acomodó, igual que quien tiene experiencia. —Para empezar —dijo—, tu belleza es ineludible, eso ya lo sabemos todos. —Me aburro. —Además, te estuve observando, y sé quién sos: Maggie, la inconquistable Maggie.
—Eso lo saben hasta en... —Y conozco tus apetitos. Los tiernos, los tibios, los caballeros, todos te provocan rechazo. Una rosa te produce vómito, una invitación a cenar te da diarrea… Uy, no quise ser tan gráfico, pero a lo que voy es que tus gustos no pasan por ahí. —Pero eso ya… —Lo tuyo son los chicos malos. Y entiendo que para cada chica es así. Es una especie de ley —Cera desvió la vista para fijarla en otro punto de Inferno—. Mirá, mirá a esos dos. De mala gana, Maggie obedeció. En la pista principal, un flaco elegante le hablaba a una rubia de buenas tetas. —Es atractivo, es inteligente, es perseverante, se viste algo mejor que yo... Pero es buen tipo. Está condenado. Ella parece divina, y lo es realmente, pero quiere emociones fuertes. Con ese nunca va a haber Ferraris a toda velocidad. Maggie pensó que eso se estaba volviendo una horrible parodia de una película de Quentin Tarantino, que en el fondo no era más que un sermón. Odiaba los sermones. —Ahora... Un momento, amo este tema —El volumen de la música subió un poco, justo cuando recién empezaba “This is Love”, de Whitesnake—. Ahora sí, mirá allá. Sentados en uno de los sillones del sector más privado, un rocker veterano quería levantarse a una modelo
mientras le daba pitadas a un cigarrillo y bebía un vaso de whisky. —Ella está sería, okey, pero en el fondo ya la tiene. La cautivó por su aspecto de Keith Richards y por las cantidades industriales que drogas duras que circulan por esas venas. Y te puedo asegurar que en ese vaso hay Jack Daniel’s, nada de baja calidad. Mirá, con la mano del vaso le acaricia la pierna, y ella no dice nada. Ahora se van a cojer en el toilette, o ahí mismo, en las sombras, como todo bad boy —Cera se mordió el labio inferior—. Un bad boy de manual, por cierto, porque su método está muy quemado. Maggie se hartó. —Aburrís —le dijo—. Aburrís, y eso es peor que tu fealdad. Además, me estás mostrando cosas que ya conozco y vivo y disfruto. ¡Obvio que también cojo con bad boys, pero nunca lo haría con vos! No sos un chico malo, pero sí sos obsesivo e irritante. Y quiso levantarse, salir de Disco Inferno. No logró ni mover un músculo: su cuerpo, del cuello para abajo, estaba paralizado. —Tenés razón —dijo Cera—. Di mil vueltas y te hice creer que soy un simple versero —negó con la cabeza, sonrió—. Nada más alejado de eso, aunque imagino que te estarás dando cuenta. Maggie quiso forcejear y liberarse, sin éxito. Su cuerpo la estaba traicionando. A su alrededor, todos seguían en sus asuntos de tragos y conquistas y besos y manoseos. El barman, trabajando y piropeando. —Y si esto no alcanza, mejor todo el arsenal.
Entonces Disco Inferno vibró. Las copas y botellas de la barra se sacudían hasta volcarse y rodar hasta el piso y hacerse añicos. La gente se miraba entre sí, desconcertada, aterrada. Las luces parpadearon, “This is Love” se fue apagando hasta que solo se escucharon gritos y estruendos. El techo y las paredes se desmoronaron, provocando lluvias de escombros que despedazaron los cráneos de galanes y damiselas. Aún postrada en la silla (lo único que quedaba del otrora boliche más exclusivo), Maggie tuvo claro que no era un simple terremoto, en especial cuando quedó al descubierto el afuera: un paraje apocalíptico bajo un cielo rojo sangre, que dejaba en contraluz los restos del edificio y al mismísimo Cera. El olor a azufre contaminaba el ambiente. —Okey —dijo la silueta, con la tranquilidad de quien acaba de demostrar su valía—, se me fue la mano con las tonalidades. El rojo se volvió menos intenso, de maneras que podía ver mejor a ese individuo y todo lo que acababa de provocar, lo que incluía un tétrico árbol con personas ahorcadas y un terreno saturado de cadáveres y de cuerpos moribundos en estado de descomposición. —Corregido. Bueno, esto es algo que mis colegas siempre usan para generar atentados, guerras y demás. Yo prefiero usarlo para estos menesteres, que ahora me preocupan más. Sigue siendo algo interesante, ¿no? No me sale todavía el control mental, y debo aprender cómo convertirme en un gato negro –se quedó pensativo–. Como sea, sigue siendo mejor que sacar un conejo de la galera… aunque eso no es de chico malo. Y lo del gato negro
quedó muy viejo y convencional… Volvamos a lo nuestro. Te dije que soy el chico más malo. ¡Te lo dije! Maggie se quedó mirándolo, el rostro endurecido. —Si no, fijate en dónde está el imitador de Keith. Ella notó que no todos los ahorcados estaban muertos: el rocker y el Adonis aún se retorcían. El barman había dejado de luchar; por entre sus pies chorreaba un líquido que podrían ser sangre, pis, vómito, diarrea o una asquerosa mezcla de todo eso. —Tiene algo de peli de terror barata, o de tapa de disco de Iron Maiden, pero es uno de mis trucos favoritos. Ojo, para los tiernos también hubo espacio. Con la punta de un pie señaló a uno de los moribundos entremezclados con los muertos del piso. Era el flaco; sus huesos al descubierto habían atravesado a lo que quedaba de la rubia. —La conseguiste, eh —le dijo Cera, y volvió a Maggie—. En fin, espero… Perdón, no puedo gozar sin música. Volvió a sonar Whitesnake. ¿Le pareció a Maggie o los cuerpos funcionaban como parlantes? —Dejemos “This is Love”, más acorde con este momento. En fin, espero tener tu atención. ¿Qué otro bad boy hace tanta magia como yo? No, Coverdale no cuenta. Coverdale, para empezar, no logrará ser el Amo algún día. Él no es como yo, ni nadie en estas tierras. Pronto voy a ser más fuerte que mis colegas. Son como Internet Explorer: obsoletos. Desconocen la renovación –se acercó a Maggie, le pasó una mano por un mechón–. Se necesita fuego nuevo, y yo soy la llama que, de una buena vez,
reinará entre los idiotas que mis colegas todavía llaman Mortales –rio–. Ni siquiera ese término se actualizó, fuck… Los reinados pueden ser algo solitario, así que por eso elegí a la señorita más difícil entre las más difíciles. La que creía degustar a los más salvajes y matones, la perla que se regodea en el barro. Y podría seguir con las metáforas, pero me aburren hasta a mí, de manera que solo agregaré… Ya tenés al chico más malo de todos. Maggie agarró del brazo a Cera, lo apretó fuerte. —Yo también estoy ansioso por… Maggie sonrió de costado, le guiñó un ojo. Cera pasó del placer a la comprensión… y de ahí al horror. El suelo tembló nuevamente. Cadáveres, futuros cadáveres, el terreno entero se convulsionó. El árbol con los ahorcados fue derribado. El cielo viró a un rojo suave, pero no menos lúgubre. Cera intentó soltarse, pero las uñas de Maggie se le clavaron en el brazo. Con solo desearlo, moldeó una gigantesca porción de muertos y de vivos, conformando una masa viscosa, palpitante, única. —¡No lo sabía, no lo sabía! —chilló Cera, como si eso le fuera servir para pagar por su imprudencia. La monumental masa de cuerpos fue moldeada de varias formas, ya que Maggie no se decidía: dragón, cancerbero, cíclope, hombre lobo, Johnny Depp… hasta que dio en el blanco.
—Se está pareciendo a… —empezó a decir Cera, pendiente del espectáculo que superaba todo el bagaje que suponía tener—. Se parece a… Coverdale, Dave Coverdale. El Dave Coverdale de los ’80, moldeado de chicos malos, chicos no tan malos, chicas que se hacían desear, de todo Disco Inferno. Un Dave Coverdale palpitante, colosal, que chorreaba sangre y semen. —¡Nunca quise hacerlo! —pudo balbucear Cera antes de que una enorme mano de cabezas voraces lo atrapara para llevarlo a aquella boca con millones de dientes compuestos de huesos quebrados, puntiagudos, listos para morder. Maggie permaneció en el asiento, distendida, contemplando tan divertida cucharada de humildad. Revelando su verdadera e imponente voz, dijo: —Chico inmaduro.
Como no puedo hacer el bien, si tal vez hago el mal… TIRO DE GRACIA
SON SEIS PASOS DESDE LA puerta hasta la cama y de allí, otros cuatro hasta la ventana; los recorrí para asegurarme de que todos estuviéramos allí: la puerta, la ventana, la cortina y la silla. Hice a un lado las pesadas cortinas, abrí la ventana de par en par y me quedé en silencio largo rato sentado en la silla, sintiendo el viento golpearme la cara. Es un mundo pequeño el que me toca. Ayer, otra vez, no escuché la lluvia. El sol debió brillar tibio allá donde no lo veo. Otro día sin lluvia, pensé.
Me inquietan estos días de calma, pienso. Me inquieta el silencio y grito precipitadamente, con una inercia poderosa: ¡hola! Los prefiero murmurándose cosas y ya no me importa que lo hagan dentro. Los prefiero cerca, sintiendo la ferocidad con la que me miran. Los prefiero acechándome, porque es insostenible este silencio. Me aturde la quietud del aire, la serenidad del viento y el sigilo de las sombras. Los prefiero afuera o adentro, ya no me importa dónde, atormentándome y no agazapados, esperando la lluvia torrencial.
Ahora que la noche pareciera haber llegado no me hace falta apretar fuerte los ojos para mantenerlos cerrados. Simplemente aflojo los músculos de los párpados para que descansen. Durante el día los cierro con fuerza porque la luz se filtra y puedo sentir su calor. Entonces tengo miedo de olvidarme y, sin querer, abrirlos. No sé qué podría pasar si los abro. Pero no tengo que hacerlo. Corté con los dientes un pedazo de la manta y me construí una venda. Entonces ya no tengo que tener los ojos cerrados, ni preocuparme por no abrirlos. Sin embargo la luz me llega como una caricia caliente. Afuera el viento mueve los árboles. Lo sé porque me llega el rumor de las ramas entrecruzándose en la confusión del monte. Una línea de aire frío me golpea en la frente porque la ventana está abierta a pesar de haberla cerrado con doble traba: todas las noches vuelve a abrirse y entran a la habitación las cosas que caben por una ventana. Y siento el cuarto llenarse de cosas. Y todos ocupan cada vez más lugar. Y yo en un rincón me cubro. Me tapo la cara con las manos. Ninguno dice nada, pasan cerca y me tocan la cabeza. Me rozan los brazos y me tiran de los pies y murmuran. Y de afuera se escucha un grito y de pronto todos parecen empezar a correr. No tengo sueño y todavía la lluvia cae intermitentemente. La siento, débil, golpear en las chapas. De seguir así podría no suceder nada, porque todo sucede cuando la lluvia es intensa. Sin embargo estoy acostado y alerta. Tengo las manos cruzadas sobre mi pecho y una manta me cubre hasta la cintura. Las circunstancias siempre son complejas y, de un momento a otro, las cosas pueden cambiar. Me acosté desnudo con el aroma que llega de afuera: siempre putrefacto y húmedo, espeso y rancio. Tengo en los labios la textura de las plumas de una gallina
y de las uñas me sale un olor pestilente, a cerdo, a barro y a cosas muertas. Debajo de la almohada encontré un papel, un poco duro y un poco arrugado. Cuando desperté el papel ya estaba ahí. Pero no puedo leer qué es, qué dibujos tiene o si es una postal. Quizá sea solo un papel. Yo tengo la sensación de que es importante. Por eso cada vez que me despierto lo tomo con mis manos y lo toco para ver si todavía sigue allí. Le toco los bordes y aprecio su textura. Huelo el perfume. Tiene olor a agua estancada. Pienso que es amarillo, que se mojó alguna vez y que el sol lo dejó seco y áspero. A veces pienso que allí hay un cuento o una historia de alguien que me conoce. Tiene que haber sido un escritor pienso, o un pintor. O mi abuelo, que me contaba historias de barcos flotando en la soledad lejana de mares despoblados y de montañas frías que cabían en pequeños cuartos. Pero no lo sé. Porque no puedo saberlo, ¿Cómo podría saberlo? Si mis ojos están cerrados. Si no puedo abrirlos. Todos los días me pregunto cómo se verá mi rostro. Qué aspecto tendrá. ¿Será mi retrato el papel que guardo debajo de la almohada? ¿Dirá mi nombre y cuántos años tengo? Yo muevo mis articulaciones. Muevo los músculos de mi rostro construyendo una sonrisa. Quiero sentir la contracción de las fibras y los nervios. Pero no siento nada, es difícil y lloro. Me toco el rostro con los dedos sucios y los huelo tan cerca que da la impresión de que un animal estuviera respirando mi propio aire. Me toco el cuerpo para reconocerme. Paso las manos por mis piernas hasta las rodillas y las siento flacas y desgarbadas. Me apreto los tobillos y el hueso parece una punta filosa. Los dedos largos y las uñas puntiagudas me pinchan. Sueño que atravieso la noche como una bestia salvaje mientras unos animales me persiguen. Otras veces sueño que desde
la profundidad de un pasillo alguien me llama y lo atravieso corriendo. El pasillo es largo y las paredes tienen un color que yo conozco, que ya vi en otro lugar pero que no puedo recordar. Es largo y angosto y húmedo. Al final hay una mesa y sobre ella una fotografía de gente que no conozco pero sé que es mi familia. Aunque tiene otros rostros y son gordos y parecen sucios y llevan puesta ropa que parece limpia, son mi familia, los puedo reconocer. Son ellos papá, mamá y mis hermanos. Las mujeres llevan largos vestidos negros. Tienen que ser negros porque son oscuros y la foto no tiene color. El hombre tiene un saco cruzado claro y un bigote lacio y largo, el pelo engominado y peinado hacia atrás. Está parado detrás de la señora. Tiene apoyadas las manos sobre el respaldo de las sillas. Reconozco los dedos, la cartografía de los huesos y la textura de las venas gordas a punto de reventar. Las mujeres están sentadas en sillas de maderas redondeadas y grandes y sus cuerpos parecen diminutos pero son gordos y deformes. Rodean una caja pequeña sobre el suelo y la escrutan con la mirada. La miran fijamente con el rostro inconmovible. No es una caja, es más grande, tiene el tamaño de un cajón de manzanas. Y hay una niña que mira hacia el frente. Y siento que me está mirando a mí. Pero no a cualquiera que observe la fotografía. Yo sé que me está mirando a mí. Que me estaba esperando. Y tiene una mueca de interrogatorio, o tal vez fuera el gesto de alguien que acaba de gritar mi nombre y estuviera esperando una respuesta. Yo sé que es a mí a quién llama, por eso corro a toda velocidad y atravieso el pasillo largo y profundo. Detrás de la nena hay alguien más. Apenas se ve y me da la impresión de que soy yo, pero que ellos no parecen notar mi presencia. Sin embargo no logro reconocerme del todo, porque siempre me despierto en ese preci-
so momento, justo cuando la niña vuelve a repetir mi nombre, justo cuando otra vez un grito salvaje se oye afuera. Y cada vez que despierto me invade un deseo profundo de abrir los ojos. Pero no puedo. No tengo que abrir los ojos. Entonces siento impotencia y lloro. Y me abrazo a mis rodillas y lloro hasta quedarme sin aliento. Afuera se oyen pasos a cada momento. Es el misterio de los pasos que se oyen, me digo. Me lo digo como si me contara una historia. Lo digo en voz alta para no tener la impresión de la soledad. Aunque no lo estoy, porque afuera los pasos se multiplican y me estremece la multitud rondando el cuarto. Los pasos son un movimiento métrico y acompasado que se oyen como en una coreografía. Me acostumbré a sentir esas presencias, a escuchar la cadencia de la zancada, los talones desnudos golpeando las tablas del suelo. A veces pienso que es mi hermana que llega con mi papá. Entonces los llamo y nadie responde ¿Papá? Cuando salga de acá, me digo, voy a ir a nadar al rio y tendré un conejo y le voy a enseñar a nadar. A veces sueño con eso. Que me sumerjo en un rio claro y calmo. Que buceo en su profundidad con la destreza de un pez. Que surjo de pronto y el día es oscuro y se oye la lluvia venir a lo lejos. Que el rio es ya un pozo de barro espeso y que una araña me mira. El conejo está del otro lado, blanco perfecto y a salvo. Y si lo miro la araña desaparece. Ellos están afuera, balanceándose en sus caballos. Gritándose cosas, mientras las mujeres lloran y corren. Yo estoy adentro y me digo: es el misterio de los pasos que se oyen. Y hago que se lo cuento a mi papá. Y le preguntó cuándo vendrá. Y a mi mamá le digo que me abrace fuerte y a mis hermanos que vamos a jugar.
¿Dónde estarán todos hoy? Cuando los escucho hablar salgo apurado con una fuerza débil y me desprendo de un gemido imperceptible que es el aire podrido entrando a mi nariz con dificultad. Salgo con los brazos extendidos hacia adelante y grito ¡Hola! ¡Acá estoy! Y el cuerpo se dobla frágil como una flor y siento que estoy a punto de caer. Y nunca se escucha nada. Cada vez que salgo parecieran esconderse y enmudecer y solo se oye mi respiración como un silbido tenue y que rebota entra los arbustos en la soledad. Y yo recorro el parque con los brazos estirados buscando. Y solo encuentro malezas. Y me choco pinos y tilos, me enredo en el sauce y caigo al piso y lloro. ¡Hola! ¡Acá estoy! Grito. Pero no hay nadie. Y vuelvo con los ojos que me arden. Lloro y me da frío. Regresar me lleva tiempo porque me pierdo y no sé cómo volver. Porque no puedo abrir los ojos. Porque no sé qué puede pasar si los abro. Los ruidos están afuera y cuando salgo desaparecen y me pregunto por qué. Adentro el viento mueve las cosas y siento sombras frías rodearme silenciosamente y tengo miedo de escucharles las palabras. ¿Qué pasará si me quedo escuchándolos mientras se susurran cosas afuera y los caballos desbocados galopan con ferocidad y las mujeres lloran desconsoladas y los nenes gritan un nombre que yo no conozco? ¿Y si decido quedarme dentro y no salir en busca de los ruidos para que se vayan? Yo no sé lo que puede pasar porque el ruido es el comienzo y no el final. El ruido se oye como una voz estrangulada, como alguien gritando mientras le apretan el cuello. Y pronto, casi en simultáneo, desciende como de una montaña una voz amistosa y dulce, y una mano caliente y suave apreta las mías, y me susurra al oído, me habla con ternura y delicia y yo pienso que es mi abuelo, que dice no abras los ojos,
no los vuelvas a abrir nunca más. Entonces yo los cierro con más fuerza, como si quisiera eliminarlos y me paro y camino hasta la silla. Son unos pasos breves. La silla está a los pies de la ventana. Por allí miro con los ojos siempre cerrados, y siento el aire metiéndose en mis poros, a veces lloro un poco y los ojos me rebalsan y el agua se escurre por unos agujeritos. Toco la ventana y está cerrada, sin embargo el viento me penetra y las lágrimas recorren como un río mi rostro. Me acuerdo que anoche miré y pensé en que la luna no estaba allí. Y que el campo se hundía a lo lejos en una hondonada profunda y negra. Y pienso que el mal no es un ruido extraño, o una sombra difusa atravesando una sala a media noche; tampoco el silencio quebrado por un grito espeluznante. El mal es una profundidad, un recuerdo confuso y la discontinuidad del tiempo. Es un lugar al que no se entra ni tampoco se sale. Simplemente se forma parte, se está dentro. El mal es una oscuridad, estoy seguro. Y el campo sigue siendo una oscuridad. Y yo estoy atravesándola. Sin embargo no soy yo quien transporta el mal. Él estaba aquí, mucho antes que yo. Antes de cerrar los ojos. Hay un ruido allá afuera. ¿Papá? ¿Mamá? La ventana está cerrada y no puedo abrirla. Estiro los brazos y la cortina pesada se agita y se llena de pliegues y arrugas, pero no puedo correrla. Flamea por el aire como una bandera en lo alto de una montaña. Estoy desnudo y tengo frío. Afuera hay un ruido, pero no son ellos con sus caballos y sus gritos. No son las mujeres corriendo, poniéndose a salvo. Es un ruido extraño que franquea el aire y envuelve al lugar. Un quejido que se quiebra y parece alejarse, hundirse en la profundidad para volver, como si tomara envión. Regresa con violencia y se reposa justo sobre mi oreja y es una explosión
aguda y también un olor putrefacto y siento que los ojos me brillan. Pero no puedo abrirlos. No tengo que abrirlos. ¿Papá? ¿Mamá? Voy hasta la puerta, pero también está cerrada. Vuelvo hacia la ventana. La cortina me cubre el cuerpo. La tela pesada tiene el olor impregnado del afuera; me cubre el rostro. Me envuelve. Es una tela pesada y larga que me cubre. Quiero tocar la pared pero no puedo escapar. ¿Papá? ¿Mamá? Y el ruido me aturde. Tengo los brazos estirados mientras quiero alejarme de la cortina olorosa y pesada, no puedo desprenderme, estoy atrapado. La ventana pareciera desaparecer. Esta cerrada y ahora no la encuentro. Estoy mareado dentro de la habitación. Esta todo cerrado y sin embargo una corriente violenta arremolina todo. Y las cosas se mueven. ¿Papá? ¿Mamá? Y enseguida todo es silencio. Pronto la calma otra vez. Una calma que me inquieta. La cortina parece ahora un débil papel pululando en el aire y puedo sacármela de encima. Estoy en el piso pero me incorporo. Estiro los brazos y alcanzo la silla. La ventana debe estar cerca, pienso. Camino lento pero con pasos firmes, estoy llorando y de los ojos me brota ardor. Me golpeo con la pared y empiezo a recorrer el cuarto. No alcanzo a dar con la ventana ni con la puerta. Todo parece herméticamente cerrado. Ya no hay viento y no se oye nada. La tela desapareció, también la ventana y la puerta. No está la cama ni la silla. Busco la fotografía y la encuentro en un rincón. La toco. Conserva la textura y el aroma. ¿Papá? ¿Mamá? Quiero abrir los ojos. Un frío inesperado y repentino me congela los labios y no puedo gritar. Unas manos grandes me toman por los hombros. Las toco y tienen pelos y pliegues rugosos y los huesos duros y picudos. Huelen como mis manos. Hace calor y me respira en el rostro. Balbucea. Yo grito, y todo lo que está a mi alrededor pa-
rece calentarse y arder en llamas. Hace calor y las manos que me sujetan están frías. Y siento su olor penetrarme la garganta. Lo siento enraizado en mis pulmones. Respiro un aire caliente y podrido. Ya no puedo respirar y me sale una tos seca y hay caballos que relinchan y se sacuden y voces que no puedo comprender allá afuera, o acá, cerca de mí, pero ya es imposible distinguir. Y yo grito pero mi voz es suave y entre el murmullo del campo mi voz parece un zumbido, apenas un sonido imperceptible. Y siento el campo arder y como los arboles se mueven y el frío, y el calor y la mano apretándome. ¿Papá? ¿Mamá? Quiero abrir los ojos.
I de la torre donde vivía en Puerto Madero, Diana, aburrida, pensaba en que algo tenía que cambiar. Y no era que ya no lo amara a Diego, su marido, ni porque creyera que él no le daba todo, pero quería recuperar la iniciativa, volver a sentir que tenía el dominio sobre su vida, volver a trabajar haciendo traducciones literarias, que era lo que la apasionaba, o imponer su idea de vivir en una casa con jardín; dejar de ser solo la mujer de. Así que por lo pronto me voy a comprar un conjunto de lencería bien seductor para volverlo loco a Diego cuando vuelva del viaje, pensó, y le iba a comprar un conejo a su hijo sin la necesidad de preguntarle a su marido; una mascota le va a venir bien a Santino, porque por alguna razón al chico no se le daba mucho eso de hacer amigos, y no podía pasarse el día jugando a la Play; le va a servir también para no extrañar a su padre en estos días largos de vacaciones. Santino, de ocho años, ladeó la cabeza intentando descifrar los pliegues que se le formaban en la nuca al chofer, como si fueran signos de un lenguaje encriptado. MIENTRAS EL AUTO SE ALEJABA
Un rato después, Diana, de cuarenta, observó con orgullo su cuerpo liso, sin pliegues, esculpido a costa de personal trainer, ante el espejo del probador y se llevó un conjunto rojo diminuto y con ligas, con mucha transpa-
rencia, que dejaba libre lo mejor de ella y mantenía firme los pechos, lo único que se le había caído en forma irremediable desde que amamantara a su hijo: porque me gusta lo natural y no creo en cirugías. Rojos también eran los ojos del conejo blanco que eligió Santino para llevar a casa. Cuando nos mudemos y tengamos parque, este animalito va a ser feliz, dijo Diana al salir de la veterinaria. ¿Y mientras tanto? Mientras tanto que se adapte. ¿Cómo le vamos a poner, mamá? Pongámosle Bunny, que es conejo en inglés. Como Bugs Bunny. Sí, pero con Bunny solo está bien. Acomodaron la jaula en el cuarto de Santino, abierta para que el animal no se sintiera encerrado, pero le costó adaptarse al departamento y no salió de la habitación; en los rincones dejó bolitas de caca que Mirta, la empleada, limpió sin entusiasmo. A la noche el conejo pareció ganar confianza, porque ella, entre sueños, lo escuchó moverse por debajo de su cama, del lado donde duerme Diego, cuando está. Durante el día siguiente Diana googleó sobre el cuidado que hay que brindar a los conejos, miró televisión y se encontró a tomar el té con unas amigas que hacía una semana que no veía. También llamó vía skype a Diego, porque lo extraño, y para torearlo un poco con el asunto del conejo, pero no lo encontró; en la oficina le dijeron que se había tenido que ir al medio de la selva a inspeccionar una tubería del gasoducto, y que iba a estar sin conexión hasta el día siguiente. Siempre es igual, pensó: desde la muerte temprana de su padre, Diego se había
acostumbrado a solucionar todo él mismo sin importar que tuviera mil subalternos que pudieran hacer el trabajo por él; me hubiera avisado, se dijo, se desilusionó, y después la maltrató un poco a Mirta, para tranquilizarse. A la mañana el conejo no estaba por ningún lado. A Santino lo notó preocupado por la ausencia a la vez que elusivo, lo que le hizo suponer que habría hecho alguna macana, pero su hijo le juró que él no tenía nada que ver. Al final apareció en el vestidor de su habitación, adentro de un placard cerrado, comiéndose ya el cuarto par de zapatos de su marido. Santino, decime la verdad, ¿vos lo pusiste ahí? No fui yo, fue Bugs. Bunny, dijo ella, se llama Bunny; esto es para problemas, pensó, ¿habré hecho bien en traerlo? Mandó al chofer a comprar unos pares iguales a los que el conejo había destruido, con la esperanza de que Diego no se diera cuenta. A su marido lo vio muy feliz de hablar con ella; me extraña, se aseguró, y dudó si contarle sobre el conejo pero lo hizo; a él no le cayó bien la noticia. Sostuvo un silencio demasiado largo. ¿Por qué no me lo consultaste antes?, preguntó. Me pareció que te iba a gustar, a Santino lo hace tan feliz; vení Santi, mostrale el conejo a Papá. No, dijo él, que no me lo muestre; estas cosas las hablamos antes, nos ponemos de acuerdo. Bueno, yo te llamé pero no te pude encontrar. ¿Y cuál era la urgencia? Diana se puso un poco nerviosa. Diego, vos te vas y viajás y viajás y el chico se siente solo; hasta sueña con que ya estás acá. No me gustan los conejos, dijo. Ya lo vas a ver, es muy lindo. No me gustan nada los conejos, insistió. Es blanco y tiene los ojos rojos. Hubo otro silencio. Diego
¿qué te pasa? Él subió un poco el tono y le dijo devolvelo. Pero Santino se va a poner triste. Ya se le va a pasar. Ella le preguntó qué tenía él en contra de los conejos y él le contestó después te explico. Ella le sugirió que tal vez él podía quedarse sin su sorpresa. ¿Cuál sorpresa? Después te explico, ¿te paso con tu hijo? Se fue a dormir preocupada porque no sé qué le voy a decir a Santino, y también por no saber si en la veterinaria iban a aceptar al conejo de vuelta. Para que le fuera más difícil, esa noche, semi dormida, se dio cuenta de que Bunny se había subido a su cama y dormía al lado suyo; sentía su respiración cálida… pero no quiso mirarlo porque le daba pena. A la mañana, cuando se despertó, el conejo estaba muerto. Lo acarició y estaba frío, así se dio cuenta; lo sacudió un poco y cayó cuan largo era. Diana sacó la mano y ahogó un grito; todavía tenía los ojos abiertos, pero parecía más flaco, y estaba como seco: esto es horrible, se dijo. Mirta limpió todo y metió al animal en una bolsa; la señora le pidió que lo escondiera de momento en la habitación de servicio. Dejó que Santino lo buscara sin suerte; creemos que Bunny se escapó, le dijo después, habrá salido por la puerta en un descuido; pero su hijo no la miraba a los ojos y parecía más asustado que triste. Entonces lo mandó con Mirta a comer un helado y se fue con bolsa y chofer a devolver el conejo a la veterinaria: se los puse sobre el mostrador y les hice un escándalo por haberme vendido un animal enfermo; más les valía que no fuera contagioso lo que tenía; exigió con vehemencia la devolución de MI dinero hasta que tuvieron que dárselo. Esa noche, quizás por tanta excitación, quizás porque se sentía
más segura de sí misma, durmió con profundidad y sin pastillas. Al día siguiente, como su hijo seguía con cara de susto, lo abrazó y le dijo: no te preocupes por el conejo, estoy segura de que va a estar bien. No me preocupa que Bunny se haya ido, le contestó Santino, lo que me preocupa es que Bugs no se haya ido con él. Que cómo Bugs, que quién es Bugs. Lo vi anoche, parado al lado de tu cama, y te miraba fijo.
II Bunny era casi fosforescente a los ojos de Santino. Aún con todas las luces apagadas el departamento jamás estaba en oscuridad absoluta; ya fuera por el brillo de la ciudad o la luna, siempre había un umbral de penumbra que hacía que fuera posible percibir los objetos más claros. ¿De qué tendrá miedo?, se preguntaba el chico desde la cama mientras veía al conejo saltar por la habitación cuidándose de no salir por la puerta. A Santino no le entusiasmaba el hecho de tener un conejo, esa había sido una idea de su madre; él hubiera preferido un perro porque los perros juegan y lo único que hacen los conejos es comer; aunque, eso sí, es muy lindo acariciar su pelaje suave, cosa que él hacía sin apoyar
mucho la mano porque le impresionaba un poco sentir los huesos de la columna del animal. Después de saltar de un lado para el otro un rato, Bunny se quedó quieto, la respiración dilatando y contrayendo su cuerpo a un ritmo mucho más lento del que se movía su nariz; sus ojos rojos ahora lo miraban y le hacían acordar a la ropa que se había probado su madre esa mañana y que él había visto por entre la cortina del probador, con vergüenza, mientras se encajaba en su cuerpo de vieja. Es vieja pero es linda mi mamá, se convenció, no como las brujas, y dejó que su respiración se acompasara a la del conejo, y que se le cerraran los ojos. Los abrió porque escuchó un ruido, pero no se despertó del todo. En ese estado de semi conciencia buscó con la mirada a Bunny por la habitación sin poder encontrarlo hasta que un nuevo ruido al otro lado del pasillo, en el cuarto de sus padres, le llamó la atención. Desde donde estaba veía el espacio entre la cama y la puerta del vestidor, y ahí, en el suelo, había un hombre arrodillado, de traje, con zapatos negros. No podía ver su cara pero por la posición de su cuerpo supuso que estaría buscando algo debajo de la cama. Volvió papá, pensó, ¡volvió papá!, y se durmió contento. ¿Tu padre?, claro que no, le contestó su mamá a la mañana siguiente, ¿por qué preguntás si sabés que faltan varios días para que vuelva?, debe haber sido un sueño. Durante el día Bunny se la pasó durmiendo; parece que los conejos tienen hábitos nocturnos, dijo su mamá y la notó un poco frustrada, pero ya al caer el sol Bunny
salió de la jaula y empezó a recorrer el departamento; eran salidas breves, como si se aventurara, y en seguida volvía a su habitación. Bueno, si querés te podés ir a dormir un poco más tarde así jugás con él. Jugar con él, pensó Santino, puedo ser un sabueso. Su mamá dormía cuando el chico se levantó de la cama y empezó a olfatear el suelo en cuatro patas buscando algún rastro de su presa; salió de su cuarto y olisqueó todo el living; giraba en círculos a veces, como había visto que hacían en los dibujitos animados, y hasta levantó la pata para hacer un pis imaginario debajo de la mesa del comedor. Esa noche al departamento lo iluminaba la luna, más fuerte que las luces artificiales de las calles y edificios, por lo que se le ocurrió aullar, aunque bajito, para que no se despierte mamá. Del conejo no encontró ni rastros hasta que entró al escritorio de su papá; apenas lo vio, el chico se quedó rígido, señalándolo con la nariz, con una de sus patas delanteras levantada; después corrió hacia él. Bunny emitió un chillido y quiso escapar, pero Santino fue más rápido y lo acorraló contra la biblioteca; igual lo dejó ir porque si no es aburrido. El conejo se encaminó hacia la puerta del escritorio y el chico fue detrás olfateando el suelo, pero de pronto vio que se quedaba quieto: dos piernas vestidas de traje y con zapatos grandes y negros le obstruían la salida. Santino mantuvo la nariz contra el suelo, sin saber cómo reaccionar, hasta que una mano de uñas afiladas, cubierta de pelaje blanco, agarró a Bunny y lo levantó; la siguió con la mirada y vio que el hombre de traje no era ningún hombre sino un conejo, o algo parecido, con orejas erguidas y los ojos rojos. La criatura, a quien Santino
casi en forma inmediata llamó Bugs, observó con curiosidad al animal que colgaba de su garra y se sobresaltó un poco al escucharlo emitir un chillido breve; después lo miró a él con gesto neutro y nariz agitada. El chico alcanzó a ver que lo que había tomado por pelaje blanco se parecía más a la pelusa que se forma en los alimentos en estado de descomposición; entonces Bugs entrechocó los dientes, dos veces. Debió haber sido un sueño, también, quiso creer Santino cuando el sonido de la aspiradora de Mirta lo despertó casi en seguida. A Bunny tardaron en encontrarlo, pero estaba lo más bien, en un placard del vestidor de sus padres. A la noche siguiente el chico se prometió mantener los ojos bien cerrados, como si las pesadillas fueran el resultado de tenerlos abiertos. Ya no le interesaba lo que hiciera o dejara de hacer Bunny, lo único que le importaba era que llegase rápido la mañana, y sin embargo… hacía rato que intentaba dormir cuando creyó escuchar el golpeteo fuerte de sus patas traseras contra el suelo, junto a la puerta de su habitación. Sin abrir los ojos se tapó la cara con la sábana y se dio vuelta en la cama para evitar mirar en esa dirección; los golpeteos siguieron un instante más y después le pareció que el conejo se alejaba por el pasillo a su espalda; entonces abrió los ojos, aliviado como si respirara de nuevo: del otro lado de la sábana, a contraluz del reflejo de la luna, vio una sombra de orejas largas que se acercaba a él.
Apretó los ojos y sintió un peso sobre el borde de la cama. Esperó y no pasó nada. Juntó fuerzas. ¿Quién sos?, le preguntó a la sombra, con voz aguda y temblorosa, sin respuesta; quiso mantener los ojos cerrados pero tuvo que abrirlos: la sombra estaba ahora junto a él, ladeando la cabeza como si intentara descifrar los pliegues que se formaban en la sábana. ¿Qué querés?, ¿por qué estás acá?, las frases le salieron como empujones para que la amenaza retrocediera. El conejo, o lo que fuera, hizo entrechocar sus dientes dos veces, levantó un brazo y señaló hacia la habitación de sus padres.
III El conjunto de lencería roja fue un éxito. La verdad que me sorprendiste, le confesó Diego, extenuado en la penumbra de la habitación, mientras Diana todavía le mordía la tetilla después del tercero. Me voy a tener que ir más seguido de viaje, le dijo, y ella lo mordió más fuerte. ¡Salí, salvaje!, la corrió. No te hagás el vivo vos, que lo que tenés que hacer es todo lo contrario. Ella se acostó al lado de él, boca arriba, desnuda salvo por las ligas y medias. Se sentía feliz, por el sexo y por tenerlo a él de nuevo durmiendo junto ella en la cama, pero más porque presentía que las cosas iban a cambiar para mejor. Ya lo hablamos mil veces, amor, dijo él, me fue muy difícil llegar al cargo que tengo y esta posición implica responsabilidades. Bla, bla dijo ella, sé que le pusiste esfuerzo pero la verdad es que todo se te dio como de milagro, y
tus responsabilidades son para con tu familia, ¡cojimos como conejos!, se secó la traspiración de la cara con el brazo, si no fuera porque Santino tiene sueño liviano mis gritos se hubieran escuchado hasta en la selva esa a la que fuiste. Y los míos, dijo él, todavía tengo tus uñas clavadas en mi espalda, y después se fastidió: así que milagro… no tenés ni idea… Hablando de conejos, lo interrumpió ella, ¿me vas a decir? ¿Qué querés que te diga? Ya sabés. No. Él se hizo el tonto un poco más, después le dijo otro día, ahora estoy cansado; ella le insistió hasta que lo cansó aún más y ya no tuvo fuerzas para negarse. Es una pavada en realidad, una serie de sueños que tuve cuando era chico, nada importante, pero me dejó una especie de miedo a los conejos. “Una especie de” dijo ella y se rio, ¿le tenés miedo a los conejos? Más bien respeto. Ella le dio la espalda y lanzó una carcajada. Él le dio una nalgada, pórtate bien, y le explicó que había tenido una pesadilla muy fuerte que lo había dejado marcado. ¿Pero cómo nunca me lo contaste? Bueno, no es tan grave, no es que voy a salir corriendo tampoco, pero no me gustan, nada más que eso. Contame ya, le ordenó Diana, y sintió la necesidad de verificar con la mirada que la puerta de la habitación estuviera cerrada, de la misma manera que lo había hecho antes de cada una de las tres veces que habían cojido esa noche. Al principio fue un sueño recurrente, aunque con variaciones: se trataba siempre de un conejo blanco antropomorfo, vestido de traje, que se le aparecía con la intención de llevarlo hacia algún lugar. El conejo tenía garras y ojos muy rojos, pero no tenía una actitud amenazante, sino que me invitaba a que lo siguiera. La primera vez se le había aparecido del otro lado de la ventana, aunque
vivía en un décimo piso; después en la puerta del baño, cuando salía de hacer pis; en el sueño, afirmó Diana, en el sueño, aclaró él; otras veces en la puerta de su habitación; otra más junto a su cama, llamándome con la mano porque no podía hablar; entonces lo seguí mientras se internaba en un bosque, y me perdí. El bosque parecía estar vivo, en el sentido de que todo él era una ella, y Diego tenía la sensación de estar moviéndose en las entrañas de una criatura inabarcable. La luna estaba alta en el cielo, y llena, de manera que podía ver aunque no tuviera una antorcha o linterna; como hoy, dijo Diana, sí, como hoy, confirmó él; caminó sin dirección durante lo que le pareció una vida, entre árboles y arbustos cada vez más apretados, hasta que vio a lo lejos el crepitar de unas llamas bajas. Me abrí paso hacia el fuego y llegué a un claro en el bosque; ahí había un caldero, y a un costado estaba el conejo, que cada tanto tiraba en el agua hirviendo unas hierbas de fragancia extasiante, y revolvía después, con una cuchara larga que tenía. Al acercarse, el conejo le indicó que se sentara, y entonces vio que en el suelo, frente al caldero, había otros tres chicos, uno de ellos con la cara oculta por una capucha; me senté junto a ellos, y esperé una eternidad a que el caldo estuviera listo. El conejo lo probó una vez más, dejó la cuchara a un lado y extrajo de un bolsillo interno de su saco un cuchillo de carnicero. Se acercó con su cara sin gesto, y Diego y los otros corrieron hacia el bosque, a excepción del de la capucha, que permaneció sentado tomándose de las rodillas sin mover un músculo. Llegué al borde del círculo de árboles pero no pude dar un paso más porque entre las sombras se multiplicó una infinidad de ojos rojos, iguales a los de mi perseguidor. Algo me obligó a darme vuelta y entonces vi que el conejo estaba justo a mi espalda con el cuchillo en
una garra, mirándome fijo y sin expresión alguna; Diego levantó los brazos, listo para recibir el golpe pero en vez de eso el conejo le ofreció tranquilamente el cuchillo. Me negué con un movimiento de cabeza, pero el conejo insistió con un ademán repetitivo, extendiéndolo hacia mí; entonces entendí lo que buscaba la criatura; tenía la sensación de que podía elegir, pero al mismo tiempo sabía que no podía negarme. A pesar de que se esforzó por no moverse, uno de sus brazos agarró el cuchillo y empezó a cercenar al conejo; era él y era los otros dos chicos a la vez; el de la capucha permanecía inmutable. Diego embistió con asco y lágrimas en los ojos, al principio, pero a medida que destrozaba al conejo, y me empapaba su sangre, me fue ganando un frenesí, acrecentado por la sensación de que su víctima, siempre inexpresiva, recibía cada golpe con disfrute a la vez que sufrimiento, y esto me daba tanto miedo que no podía hacer otra cosa que seguir cortando. El bosque entero gemía de placer. Diana lo miraba atónita, un poco asqueada; por supuesto que lo primero que hizo fue pensar en el tal Bugs con el que había soñado su hijo que, a pesar de no haberle contado mucho, parecía asustado. Pesadillas, sueños recurrentes, pensó, ¿podían heredarse de padre a hijo?, nunca había escuchado nada parecido, iba a tener que googlear al respecto al día siguiente. Decidió también no comentarle nada a su marido esa noche, para que pudiera descansar tranquilo de tanto viaje. Lo de que el bosque gemía de placer no lo soñaste de chico, lo interpretaste de grande, dijo. No, es lo que sentí en ese momento. Diana le manifestó su incredulidad al respecto. Él le contestó me voy a dormir que mañana trabajo desde temprano. Ni un día de descanso.
Ella se puso un camisón y fue a ver a Santino, que dormía; le dio un beso muy suave en la frente y volvió por el pasillo hacia su habitación. Al entrar dejó la puerta abierta e hizo lo mismo con la ventana, para que se formara corriente y limpiara el aire del vaho de los cuerpos transpirados, y de tanto olor a sexo.
IV Santino cerró los ojos apenas vio que su madre asomaba entre la penumbra alunada del pasillo. Sabe que esa noche algo va a ocurrir, pero a diferencia de las dos anteriores en que había hecho lo posible por evitar el peligro, ésta siente que tiene que estar alerta, porque va a depender de él cómo termine todo. Sin embargo, el beso de su madre, la calidez de sus labios, le transmiten tanta seguridad que se queda dormido casi al instante. Cuánto tiempo después se despertó no podía saberlo; sus noches se habían quedado sin horas desde que su despertador fosforescente se había quedado sin pilas. Tampoco podía saber si estaba despierto del todo o no porque, si bien sus ojos podían ver, sus músculos parecían no responderle. Bugs estaba apoyado contra el marco de su puerta, la cara en sombras, los brazos cruzados y una de sus piernas cruzada también delante de la otra. Santino pensó me prueba; quiso incorporarse pero no lo logró; solo se movieron sus párpados, con lentitud, hacia abajo.
Pero se levantaron ¿enseguida? Bugs caminaba con cierta elegancia por el pasillo hacia la habitación de sus padres y, como si al abrir los párpados Santino hubiese hecho algún ruido, frenó a mitad de un paso y giró la cabeza para mirarlo: no había maldad en su rostro, pero sí una distancia infinita. Santino hizo un esfuerzo descomunal por moverse, quería correr y abalanzársele, apagarle los ojos rojos de alguna manera, pero solo logró que sus puños, que estaban como piedras, se abrieran en garras tiesas, inútiles, y que su garganta se desgarrara en un grito inaudible. Bugs, que hasta ahí había mantenido la postura de caminata con un pie adelante y otro atrás, se enderezó, giró todo su cuerpo hacia él con gesto impaciente y empezó a patear el piso. El golpeteo le llegó a Santino como una corriente a través de la cama, y esta vez ni siquiera alcanzó a sentir que sus párpados se cerraban. Se despertó pero no abrió los ojos; sentía que la oscuridad era más densa del otro lado de sus párpados. Tengo que pensar en cosas lindas, se dijo, su cuerpo enraizado en la cama, y pensó en su madre: se recordó con la cabeza apoyada en su pecho tardes enteras, mientras ella jugaba al Sudoku o leía alguna revista de decoración; le acariciaba la cabeza y le decía: mi chiquito, Santinito mío, y a él secretamente le gustaba, aunque cada tanto se quejaba y le decía ya soy grande, mamá. Sus ojos se abrieron de golpe y pudo ver que Bugs, parado ya frente a la cama de sus padres, se peinaba la cabeza con sus uñas largas, y que la pelusa fungosa que sacaba de por debajo y entremedio de sus orejas la juntaba en su otra garra.
Santino dejó de recordar entonces y, en un intento desesperado por recuperar la flexibilidad de sus músculos, se puso a imaginar, a proyectar la felicidad de su madre en una casa con jardín, él corriendo por el parque con un perro nuevo, y la vio a ella sonreír con ojos llenos de amor al ver cómo jugaban a los sabuesos. Bugs lo miró de reojo, hizo un ovillo con la pelusa que había juntado y dio un paso adelante hasta quedar fuera de su vista. Santino sintió que el calor de esa sonrisa se le esparcía por el cuerpo y se levantó de un salto y corrió entre la luna hacia el conejo. Frenó un instante en la puerta: su madre estaba de espaldas; la boca abierta y la nariz dormida de su padre aspiraban un enjambre de filamentos iridiscentes que se separaban del ovillo de pelo. Bugs hizo un leve gesto de sorpresa al verlo, pero cuando intuyó que Santino quería interrumpir lo que hacía, no lo dejó dar más que un paso; su ceño se frunció en una mueca furiosa y su boca se abrió hacia él desmesurada, con un chillido ensordecedor que dejó al descubierto lo que al chico le parecieron hileras infinitas de dientes filosos que, ciertamente, no eran de conejo.
V Santino se sentó. ¿Había sido todo un sueño? Todavía era de noche pero pudo escuchar un ruido proveniente de la habitación de enfrente; se sobresaltó; era el
crujido que hacía la madera cuando alguien se levantaba de la cama. Segundos después lo vio pasar hacia el vestidor: usaba el piyama de su padre y tenía las orejas caídas y revueltas. Fue y vino muchas veces mientras se ponía el traje; al final se calzó el reloj que él y su madre le habían regalado para uno de sus cumpleaños; recién entonces le devolvió la mirada. Santino se acostó con un movimiento rápido, le dio la espalda y se tapó la cara con la sábana. Del otro lado, a contraluz del reflejo de la luna, pudo ver que se acercaba, con las orejas ahora erguidas. El chico apretó los ojos y sintió su peso sobre el borde de la cama. Juntó fuerzas. ¿Quién sos?, le preguntó de manera casi involuntaria. ¿No sabés quién soy, Santino?, le contestó con dulzura una voz familiar. ¿Papá?, dijo y miró. El conejo le destapó con suavidad la cara y se palmeó el regazo a modo de invitación. Santino luchó consigo mismo para no hacerlo pero aceptó y se sentó a upa de él. Así, de cerca, pudo ver que los filamentos de pelusa fungosa que recubrían su cuerpo se mecían con vida propia. ¿Qué querés? ¿Por qué estás acá?, le preguntó Santino en un susurro mientras el conejo le corría con la uña una lágrima que caía por su mejilla. ¿Vamos a jugar al bosque?, dijo sin que su boca se moviera. No hay ningún bosque cerca, contestó el chico. Sí, sí lo hay. El conejo entrechocó sus dientes dos veces, levantó un brazo, y señaló hacia la habitación de sus padres. Santino se niega a mirar, pero siente que lo llama una caricia húmeda y fresca.
NO ES MIEDO LO QUE la
invade, es una exacerbación de la realidad. En el fondo, es excitación. Espera que aparezca de un momento a otro. Cada poro sintoniza los sonidos próximos, los lejanos, el aire que se mueve en una dirección o en otra. El espacio exterior que se aparta y desaparece progresivamente, el interior, que se le vuelve encima. Espera el rebenque, el golpe, la patada en las costillas. El canil es húmedo. Huele a los restos de comida que deja, a mierda y orín. Está acostumbrada pero, aunque el tiempo pasa hace mucho, no deja de enojarse. La mejor parte es la noche, los sonidos de la noche, que son sordos, con un fondo espeso. El fresco que ayuda a disipar los olores. Es raro que de noche aparezca a castigarla. La memoria es un músculo vivo también y en algún lugar del cuerpo sabe que cuando hace noche, también hace equilibrio y hocico en la reja y ablandar los órganos que están siempre alerta. Ese mismo músculo asocia ladridos con castigo. Cuando ladra mucho viene la golpiza, pero hay días que el instinto es de supervivencia y otros, de rebelión. Y hay golpizas que no tienen nada que ver con los ladridos. Ladridos. No recuerda cuándo empezó a ladrar. No recuerda cómo. Ahora parece un acto mecánico, gutural, que viene desde la raíz del dolor o de la sed o del hambre. También viene de la rabia o de advertir la soledad en las uñas. Tampoco recuerda cuánto hace que no ve su propio
reflejo. No recuerda cómo es. La vista siempre se ocupa de las rejas, al frente, de la única claridad que aparece en el canil, o la cueva, o la trampa en la que subsiste hace no sabe cuánto. Igual son preguntas que aparecen cuando el tiempo entre castigo y castigo permite que la sangre se seque, se pueda apoyar sin tener que probar qué costado duele menos, solo en esos lapsos las preguntas son probables, apenas posibles. No recuerda cuándo empezó a ladrar, no recuerda cómo. No recuerda su imagen. No recuerda qué le gusta comer, si el agua alguna vez no fue verde al fondo del balde. Se adecua a la oscuridad. Se duerme. Sueña que camina en dos patas, que se llama Julia. Ladra y se llama Julia. Dice en el sueño que hola, que se llama Julia. Lo dice con un ladrido parejo. Se lo dice al amo que, ladrando también, le dice mové la cola, Julia, sos mi perra. Que mueva la cola, que es su perra. El sueño está invadido por la imagen del amo, no puede ver nada más, como en el canil. Apenas puede ver su propia lengua cuando se le sale mucho de la boca. Ahora el amo le pone una soga al cuello, ve el primer plano de las manos del amo abriendo el círculo de soga sobre su cabeza. Las manos son enormes, tiene los nudillos lastimados, enrojecidos. Julia mueve la cola, se agita, quiere lamerle las heridas al amo. Gime y se contornea con una felicidad canina, le lame los dedos y se apoya sobre las nalgas y se orina un poco de pura alegría canina y apoya en las piernas del amo sus patas sin pelos, con dedos humanos, con uñas humanas, con restos de esmalte rosado, rascando un pedido de amor con verdadera satisfacción canina. Entonces el amo saca su versión del amor de los pantalones. Se arrodilla frente a Julia, sosteniendo la cuerda y le pasa el pene por el hocico. Con la mano libre atrapa un puñado de
carne del plato, espantando algunas moscas. Se frota el pene con la carne. El amo ladra una vez más y le dice lamé, Julia, sos mi perra. Que lama, que es su perra. Y Julia lame y tiembla completa. Cuando siente el sabor de la carne quiere morder, entonces no solo lame, abre la boca, siente el pene en el paladar, y aunque sabe que no tiene que morder, el sabor de la carne la engaña, le hace una treta. Muerde apenas, muy suave. Pero el amo tira de la cuerda; es un tirón seco y Julia siente que se le cierra la garganta y tose una tos canina. El amo ladra perra hija de puta, lamé, te dije, lamé. Que lama. Que es una perra hija de puta. A Julia el ahogo le llega a los ojos como lágrimas. Ladra que perdón, que es el hambre. Entonces el amo afloja un poco la soga y Julia lame y lame y lame y lame. La lengua se le mueve en el recinto de la boca. Lame. La saliva que cae por las comisuras se mezcla con el ruido de la reja que se abre, las cadenas, una bota que se le estrella en la cabeza. Usa los ojos apenas, por el dolor, pero reconoce que volvió el día, que es momento de una sesión de golpes. Larga o corta, no se sabe aún. La bota le da en la oreja derecha, la aturde, la vuelve un ovillo en la esquina del canil, la vuelve un quejido, la vuelve un charco de meo que se le agranda debajo del cuerpo. Es su culpa, por no estar atenta; el golpe fue tan imprevisto que se mordió la lengua. Si se queda quietita, quizás sea más rápido. Siente la sangre en la boca que soñaba hace un minuto. Ladra un llanto. Julia ladra un llanto y ladra un no. El amo ocupa toda la puerta del canil y dice con palabras humanas que mirá como measte todo, que podrido está de limpiarle la mierda, que ojito con hacer ruido, que en cualquier momento se trae una perra de verdad que por lo menos le va a espantar ladrones y gatos. También son
humanos los restos de comida que le pone en el plato. Hay fideos, pedazos de carne, arroz, lechuga empequeñecida. Cuidado con los huesos, boluda, dice el amo. Que tenga cuidado con los huesos, que es una boluda. Pero Julia no se acerca, sigue reducida, sorteando minutos, advirtiendo que la oreja golpeada cada vez oye menos, que todo su lado derecho se vuelve hueco, sin rebotes, sólido, mudo. Levantate, Julia, no ves que te traje comida, perra de mierda. Que se levante, que le trajo comida, que es una perra de mierda. Y le ajusta una trompada en el hocico. El golpe le llega al cerebro. El amo le golpea los pensamientos erráticos y grises; el impacto empieza en la nariz, la hace aullar de dolor, pero el coletazo le tiembla en los sesos, en los dientes. Julia levanta los labios y se le ven las fauces y se enoja un poco. Pero el amo le ordena que se levante, que se de vuelta. Vení acá, le grita, y Julia se levanta despacio, gira sobre sí misma, ahora mira el fondo del canil en cuatro patas, escupe su sangre mezclada con mocos y lágrimas. Tose un ronquido canino que se alarga en una vocal indefinible. Por detrás, el amo se arrodilla en la puerta del canil y la cabalga como si no fuese un perro. Va y viene sobre las ancas de Julia, sostenidas apenas por las rodillas sobre el meo. La coge con tanta fiereza que no se sabe quién es el animal. Julia se despierta asustada por haber dormido demasiado, asustada por no estar atenta, asustada por existir. Es otra noche en el canil. Los sonidos acolchonados del mundo a su derecha le recuerdan la última visita del amo. El recuerdo también emana de los dolores cuando intenta moverse, de las rodillas raspadas y negras. También de los agujeros del cuerpo, que siempre están, pero después de cada visita se sienten, se ubican, se vuelven existentes
a fuerza de inflamación, hedor, humedad, repugnancia. Eso, Julia siente sus agujeros, los siente más profundos, más mortales porque no son ni huecos ni propios. Los agujeros de Julia son vasijas. Pasa una brevedad de noches. Algún tipo de fascinación le produce la atmósfera partida al medio por la sonoridad. Es como si el canil estuviera atravesado por su cabeza. Tiene una obstinación por escuchar, la atención puesta en el zumbido alojado en el oído mudo. Cuando traga, del lado callado del mundo, lo que escucha es su garganta; las palabras que dicen el paladar y la saliva le rebotan en las paredes esponjosas de la oreja que, además de afónica, está caliente, muy caliente. Y late. Entonces Julia quiso ladrar. Abrió la boca en un ronquido espeso, pero opaco, contenido. En la noche inmensamente quieta su voz deforme la asusta, así que se pasa la lengua por el relieve de las encías. Mientras reconoce las uniones entre los dientes tiene una imagen fugaz. Parece un recuerdo. Pero también parece un sueño. Se empecina en agarrar la imagen del borde, de la enagua, no quiere que se vaya. Entonces invoca, alude o inventa, no importa, pero en esa imagen Julia está enojada, quiere salir del canil, ladra inapropiadamente, todavía no hay tanta mierda ni le duele tanto el cuerpo. Julia todavía ladra palabras de humano y grita hijo de puta sacame de acá y cuando se cansa de eso dice por favor, te juro que no digo nada y después golpea la cadena que lleva al cuello contra las rejas y vuelve a gritar que la saquen de ahí. Tanto que el amo llega al canil hecho una furia, con un jarro de agua hirviendo. Lo trae envuelto en un trapo, para no quemarse, pero desde la reja le tira parte del agua a Julia, le cae en un hombro, en el brazo con el que intenta cubrirse. Y mientras ella grita la quemazón, acuclillada, retorcida, el amo entra al canil,
agarra con el mismo trapo un huevo duro que antes estaba hirviendo en el agua que la hace hervir a Julia. Mientras sostiene a Julia de la cabellera, le mete el huevo en la boca, el huevo humeante en la boca. La boca que cubre atando el trapo sucio alrededor de la cara. Es el primer bozal de la vida de Julia la perra. Sos mi perra, Julia, entendelo, dice el amo. Que es su perra, que lo entienda. Así atrapa Julia el primer recuerdo en muchos muchos días. Atrapa el sentido de su voz gutural, las cicatrices en las encías, la lengua hecha un muñón. Se asoma a la reja, no hay luces, entonces se anima a ladrar de rabia. Y después de algunos ladridos el zumbido se convierte en un hilo vibrante. Agudo. Más agudo. Y un poco más corvo. Más circular. Agrandándose. Se rompe como una gota de agua. El mundo vuelve a sonar a la derecha. No es miedo lo que la invade, es una exacerbación de la realidad. Julia acomoda un relato minúsculo, piensa. La tregua es suficiente para sanar moderadamente, recordar que existe un afuera del canil, así, en abstracto, pero que existe. En el fondo es excitación. Rabia. Las luces de la casa están ahí otra vez, es cuestión de tiempo, hay que estar alerta, no soy tu perra, hijo de puta. La puerta del mosquitero chilla. Viene el amo. Se llena de golpes en el pecho. Tiene los ojos tan pero tan abiertos de miedo y enojo. La reja, el amo empieza a abrir la reja. Tenés hambre, Julia, dispara al aire el amo. Con el quilombo que hiciste vino la cana, boluda. Algún pelotudo llamó a la cana por tus gritos, forra. Me borré unos días. Debés tener hambre. Mirá la mugre que hacés, la puta madre. El amo cambia el agua del balde, tira el fondo enmohecido al costado del canil. Vas a tener que aprender a bancártela calladita. ¿O querés otro huevo duro? Es un
monólogo. Julia sigue ovillada en el fondo del canil, pero con los ojos redondos de análisis. Dale. Venga, mi perra. Vení, mirá, hay morfi. Vení. El amo se sienta en la puerta del canil, le rasca los pelos sucios a Julia, podría decirse que en un gesto de cariño. Dale, boluda, vení. Julia no mueve la cola, no tiene alegría canina, pero va. Mete la cabeza en el balde, toma agua y siente el frío en la oreja que ahora escucha, el fresco en los ojos. Toma largo, sigue más para mojarse que para sacarse la sed. Bueno, bueno, ¿ya está?, pregunta el amo. Vení, dale. Y se abre los pantalones, se acomoda la pija dura, violácea, fuera de la ropa. Chupámela un poquito, Julia, despacio, ojo con morder. Julia se echa en el piso, entre las piernas del amo, y empieza a lamer. Primero muy lento, después más fuerte. Al amo se le caen respiraciones de placer, pero antes de seguir, la agarra de los pelos, le pone la soga al cuello. Sos mi perra hermosa, Julia, pero que no se te vaya la mano. Seguí. Y Julia sigue. Le chupa la pija con dedicación canina, le lame de vez en cuando los testículos, le chorrea la baba de pura dedicación canina, de las arcadas que le produce la pija en la garganta cuando el amo le aplasta la cabeza contra el vello que huele a toalla mojada y sucia. Con dedicación canina Julia besa, lengüetea, mama, succiona mirando la vuelta de soga en la mano del amo. Ve los dedos que se aprietan en el nido de la mano, la mano ajustarse un segundo en inmenso estúpido mecánico estertor que le va desde la pija hasta el cerebro, los huesos de la mano, la boca que se le abre y los ojos que se retuercen bajo las cejas. Es un segundo de espanto, de amargura, de terrible excitación que se aloja en las mandíbulas de Julia que muerde con la ferocidad con que la lengua se le anega de un odio salado.
La boca abierta le sirve al amo para gritar el desgarro. La mano suelta la soga, no cumple con la tensión necesaria y Julia corcovea hasta que se cae de espaldas, se arrastra boca arriba, patea el plato de comida, tira el balde de agua nueva, ve brotar el charco negro de entre las piernas del amo. Julia gruñe de agitación, ardor, impaciencia, dolor, desconcierto. Julia ladra no soy tu perra, hijo de puta, ladra no soy tu perra. Ladra con el muñón de la lengua enojado. Y corre dentro de la casa, tropezándose con todo a su paso, corre todavía encorvada, todavía casi perra. Se golpea pero no siente nada, va rodando hasta el final de un pasillo. Un pasillo que termina en un espejo. Apoya las manos tratando de encontrarse en la pobre imagen. Todo es lastimoso en su reflejo, las costillas tan afuera, los buches de pelo que le faltan, la sarna. Los ojos vacíos, huecos infinitamente negros en la cara de puro hueso, los colmillos que van más allá del labio inferior. La cavidad abierta del hocico, grieta inaudible del gesto muerto que Julia descubre en el espejo. No queda un solo rastro de humanidad. Llora los huecos vacíos de los ojos, la osamenta inflexible del no rostro. Gruñe y ladra, Julia, ladra, porque no es miedo lo que la invade, es una exacerbación de la realidad.
EL EMBARAZO LO CAMBIA TODO.
... Julián Alonso debe abandonar su puesto de seguridad en el turno noche, donde trabajaba casi por gusto: al tener casa propia, no había necesidad de pagar el alquiler ni de encarar nuevos proyectos. Leticia, en cambio, sigue como vendedora de seguros aunque invadida por el temor. Está contratada y, con el embarazo, teme que la echen. ... Él hace valer los cuatro años cursados en la carrera de agronomía –según el nuevo plan de estudios, esos años equivalen ahora a un título intermedio– y empieza a trabajar en perforaciones para agua de riego. La paga es mayor y hay perspectivas. Su vida ha pasado de los interiores, noche, a los exteriores, día. ... Las decisiones tomadas a presión y sobre la marcha nunca fueron su fuerte; es más, toda su vida, la de Julián, fue diseñada en un principio para evitarlas. Pero, en contra de todos los pronósticos, Julián se adapta. Le gusta la cuadrilla, con sus tipos definidos: el que fuma y no habla, el que habla de más, el que hace
chistes. Por otra parte, el trabajo duro removiendo yuyos y hundiendo el trépano, si no hasta las entrañas, al menos por debajo de la cáscara de la tierra, parece el adecuado para un hombre de su tamaño, alguien que, en el colectivo, se sienta solamente cuando las butacas dobles van vacías. Como resultado, puede despedirse sin preocupaciones de la gimnasia que hacía en el edificio, cuando, los martes y jueves, subía y bajaba los ocho pisos por escalera durante cincuenta minutos. ... Finalmente Leticia conserva el trabajo y hasta consigue dos meses de licencia que dedica por completo a cuidar y alimentar a su hijo Mauro. Cuando debe volver al trabajo, ella y su marido ponen una niñera: el dinero ya no representa un problema para los Alonso. ... Todavía más: hay suficiente para agrandar la casa. Toman un crédito y comienzan las obras. ... La idea es levantar dos habitaciones arriba del living y el dormitorio donde ahora duermen los tres. Era una casa donde difícilmente entraba un matrimonio. La había comprado el padre de Julián cuando su madre murió y poco después la dejó en herencia a su hijo, cuando Julián quedó solo en este mundo. ...
La construcción avanza a buen ritmo. Miguel, el albañil, trabaja sin ayuda pero con una concentración equivalente a la de diez hombres dispersos. Según lo que ha dicho el capataz de la cuadrilla de perforación, quien lo recomendó para el trabajo, Miguel era capaz de levantar una casa usando la tierra que pisaba y esperando a que lloviera. También le había dicho que Miguel no era el verdadero nombre del albañil. Bajo el sol (es un otoño luminoso), el albañil, cualquiera sea su nombre, parece impartir justicia al momento de poner el nivel y tirar las hileras de ladrillos. ... Una noche, poco después de empezar con las obras, Leticia dice: Esta noche voy a soñar, y apaga la luz de su velador con gesto reconcentrado, como de astronauta al momento de encender los controles. Desde siempre los pocos sueños de Leticia funcionaron a la manera de un oráculo que involucraba también a Julián. Juntos los descifraban y sacaban conclusiones profundas con vistas al futuro. Y esa noche, en efecto, Leticia sueña. Se trata de una visita al médico en una cámara frigorífica. Luego de recorrer un largo pasillo oscuro camino del cual Leticia supone que el sueño ha terminado, aparecen en una sala de azulejos blancos, iluminada hasta el último rincón. Entonces el médico, vestido con botas y delantal plásticos, invita a mirar una radiografía de Mauro. Eso era todo.
¿Qué hacía Mauro en la radiografía?, pregunta Julián. Nadaba en esa agua negra de las placas radiográficas, responde ella. Y sonreía. ¿Conocías al médico? ¿Lo conocés de la realidad? No, dice ella, era un tipo joven como nosotros. Un amigo. ¿Y yo estaba en el sueño? No, dice ella. No en cuerpo, pero sí en presencia. ... Significado del frigorífico como escenografía del sueño: es el medioambiente donde se movía el padre de Julián, de oficio carnicero. Significado del médico como protagonista del sueño: es un hombre que en ningún momento hace notar la importancia de su profesión, como en general ocurre. Más que un médico es un ser humano, incluso un amigo. Se trata, definitivamente, del padre de Julián dándoles la bienvenida al mundo adulto. Significado de la radiografía: es como si el padre de Julián estuviera recibiendo noticias, como si viera una foto de su nieto en el otro mundo. En el más allá, las radiografías son fotos. Significado de la actitud de ambos: la del padre: fraternal; la de Mauro: de bienestar y felicidad. Significado general del sueño: positivo, auspicioso. ...
El sueño de su mujer lo ha conmovido. Esa mañana, al bajar el trépano hasta las primeras formaciones rocosas, su fuerza no es la misma o, en todo caso, no hace el trabajo con la convicción de siempre. Julián debe mantener la herramienta fija en el lugar para que la perforación sea efectiva, pero el pico patina para un lado y para otro y dos veces sale eyectado de la tierra. El capataz pregunta qué le pasa. Una vez que el trépano ha encontrado agua, Julián siente que se desmorona. ... Cuando su madre murió, su padre dejó de salir a la calle y de cambiarse la ropa. Tiraba la ceniza del cigarrillo en el lado de la cama que correspondía a su mujer. El dormitorio se había convertido en su mundo, un mundo húmedo, de olor agrio y mal iluminado. Según Julián, su padre fue el culpable de la muerte de la madre, con su indiferencia y su terquedad. Ese fue el motivo de las pocas visitas de Julián, una sola que él recuerde, en que lo increpó por la vida que llevaba su padre, de encierro y postración. El padre, para subir la apuesta, mostró sus dientes manchados de nicotina y subió al techo “a tomar aire”. Y ya nunca bajó. ... Como cualquier otro hombre sobre la tierra, Julián sabe que un tramo de su día, aunque se trate de un día feliz, estará dominado por un pensamiento grave. Pero esa noche, cuando Leticia y Mauro están dormidos, Julián se sienta al borde de la cama: este pensamiento en especial lo ha perseguido el día entero. Se pone de pie en la oscuridad, rodea la cama y mira, durante un rato, a Mauro, su respiración regular aun-
que todavía algo superficial en comparación con el sueño adulto. Lamenta que su padre no lo conociera. ¿Y si su padre estuviera ausente por un tiempo determinado, acaso de viaje, y de pronto volviera recuperado, fuerte otra vez, habiendo dejado atrás los problemas que alguna vez los enfrentaron? Tuve un hijo, le diría Julián entonces. Mejoré la casa. Su padre se mostraría sorprendido y feliz. Para consolar la estremecedora visión, Julián se acerca a la ventana. Al otro lado de la calle, Miguel, el albañil, está mirando hacia la casa. ... Al día siguiente, Julián llama al trabajo y avisa que no irá a trabajar; está enfermo, no ha dormido en toda la noche. Después del comportamiento de ayer, al capataz no le cuesta creerlo. Mejorate, le dice el jefe, dormí todo lo que puedas que tu trabajo te va a esperar en el lugar en que lo dejaste. Lo dejé en el principio, dice Julián. Entonces vas a tener que empezar desde ahí, dice el capataz. Y ponerte a la par de los muchachos. Los muchachos, dice Julián, no pueden avanzar demasiado si yo no les abro paso. Entonces vas a tener que recuperarte rápido, dice el capataz.
... Julián recibe primero a la niñera y luego a Miguel, quien lo saluda con un movimiento de cabeza. Miguel pone las herramientas en un balde de albañil que ató con una cuerda y luego tira el otro extremo de la cuerda por el hueco donde irá la escalera. Después apoya un pie en el marco de la ventana y pega un salto al primer piso. Por último, desde arriba, sube el balde con la cuerda. Pudo pedir ayuda a Julián pero, por algún motivo, prefirió actuar como si él no estuviera ahí. Julián trata de imitarlo. Pone un pie en la ventana que de inmediato se zafa: su cuerpo es inapropiado para la maniobra. Mientras mira desde abajo el hueco de la escalera, se pregunta qué cuerpo humano sería el apropiado para la maniobra. ... Desde que se ha vuelto un hombre activo, Julián no es alguien que sepa qué hacer con su tiempo libre. Intenta recordar lo que hacía en su trabajo como seguridad del edificio, cuando las horas sobraban. Busca un libro pero no lo logra: antes de leer, prefiere perder el tiempo en hacer nada. Recorre en vano la casa buscando algo que arreglar. Prefiere no salir; ¿y si lo vieran? Se supone que Julián está enfermo. Miguel, grita Julián por el hueco de la escalera, ¿no necesitás nada? Miguel no responde. Y cuando Julián baja la vista, se encuentra con la mirada de la niñera. Venga con papi, le dice a Mauro, pero su hijo se hace un ovillo sobre el pecho de la niñera.
... Esa tarde, una vez que Mauro está de vuelta con su madre y Miguel, con la última luz, abandona la obra, Julián pide una escalera prestada al vecino y sube al primer piso. En la medida que examina con la linterna el trabajo de Miguel, los fantasmas parecen esfumarse. Las paredes están prolijamente revocadas, las puertas en su lugar, el techo sobre su cabeza. Cuando llega, ya de noche, a la pieza que será de su hijo, apaga la linterna y mira por la ventana con rejas hacia el corazón de la manzana. Todo ha sido producto de su fantasía, se dice, propio de un momento cargado: su padre, su hijo, la casa. Pero cuando prende otra vez la linterna encuentra a sus pies la mancha negra de un fuego. Un poco más allá, la piel de una culebra. ... Cuando Julián baja, su mujer y su hijo ya están acostados. Ella lo mira durante un rato cuando él entra en la cama. Qué, le dice Julián. Nada, dice Leticia al cabo de un momento. Dormí, agrega. No sé si voy a poder, dice Julián. Cerrá los ojos, entonces, le dice ella. Julián cierra los ojos. ... Leticia ha soñado otra vez.
¿Ya?, pregunta Julián. Las cosas, al parecer, se están moviendo demasiado rápido. ... Leticia se acerca a un río oscuro de montaña, que fluye todavía en el medio de la nieve. No lo había notado en un principio a causa de la ausencia de ondulación en los cuerpos blancos, pero ahora nota que junto a la orilla hay un oso polar; cuando ella se acerca, el oso gira la cabeza. Un paso más y la bestia usará sus dientes viejos, amarillos. Leticia se detiene en seco cuando nota que, desde las alturas, baja un bulto por el curso del río. Pensaba que seguiría de largo, a la velocidad de la corriente, pero el bulto se detiene delante de ella. Es un bloque de hielo. En su interior baja Mauro, que escribe un mensaje en la pared del cubo. Al cabo, sigue viaje río abajo al mismo tiempo que el oso sube la cumbre. ... ¿Qué decía el mensaje?, pregunta Julián. El mensaje era ilegible, dice ella. ¿Cuál era, entonces, el sentido encerrado en sus letras? El sentido no estaba en lo que decía el mensaje, sino en su caligrafía. Entonces más que un mensaje era un dibujo. Supongo, dice ella. ¿Y cuál era el sentido del dibujo?
Leticia no contesta. ¿Quién era el oso? Leticia no contesta. ¿Yo aparecía en el sueño?, pregunta Julián. No, responde Leticia. ... El resto de la mañana permanecen en la cama sin variar la posición, ella de espaldas y él boca arriba. De tarde, Leticia recupera el turno perdido en el trabajo pero Julián no se mueve del lugar. De noche ella vuelve a la cama sin hablar. Él escucha ruidos en el piso de arriba. ... Al día siguiente Julián vuelve al trabajo. El capataz le dice que ha vuelto justo a tiempo; un minuto más y hubiera puesto la perforadora en manos del primer candidato. Julián se ha calzado los guantes y ha cambiado la punta del trépano cuando el obrero que fuma y no habla se le planta enfrente. Es la construcción, ¿no?, pregunta. Julián lo mira. El albañil, agrega el obrero. Tenga cuidado con ese tipo. Si lo hubiera dicho el que habla de más o el que hace chistes, Julián hubiera seguido en lo suyo. Pero
tratándose del que no habla, Julián se pone de pie y queda cara a cara con él. ¿Qué pasa con el albañil? Alonso, exclama el capataz. Anda metido en cosas raras, dice el obrero que no habla. ¿Qué tipo de cosas raras?, pregunta Julián. Asiste partos, dice el que no habla. Dice que es capaz de reconstruir, tocando las paredes, la historia de una casa. Esta vez la voz del capataz suena cerca: Alonso, te quiero ya mismo trabajando. El obrero que no habla, que ya habló demasiado para su conducta habitual, se retira de la escena. El albañil que me recomendaste, le dice Julián al capataz y el jefe entiende de inmediato que las cosas no van bien en la obra. Qué sé yo, Alonso. Era lo que había a mano. Es un primo de un primo, ni siquiera es mi pariente. Nunca trabajó para mí. Julián, sin sacarse los guantes, se aleja hacia la tranquera que lo lleva a un camino comunal. ¡Alonso!, grita el jefe, pero Julián no mira atrás; está corriendo. ¡No te molestés en volver mañana, Alonso! ¡Va a haber otro tipo haciendo tu trabajo!
... Al entrar en su casa, con la camisa de grafa abierta y la camiseta que lleva debajo marcada con un collar oscuro de transpiración, Julián encuentra a la niñera depositando a Mauro en el balde y a Miguel subiendo el balde desde la cuerda hasta el primer piso. ... Cuando se abalanzó sobre el albañil, le cuenta a Leticia esa noche, la niñera se interpuso y lo increpó por no estar en el trabajo, lo que arrebató a Julián. Con todo, no importaba cuán enfurecido se mostrara: ni la niñera ni el albañil parecían enterarse. Nosotros tratamos de trabajar, había dicho la niñera, y ya van tres días consecutivos en que su presencia en la casa lo interrumpe. En ese momento Julián los tomó a ambos del brazo. A pesar de la diferencia de tamaño en su favor, Julián notó que Miguel era un hombre fuerte y que, si quería, hubiera podido resistirse. A esto Julián no lo cuenta. Cuando llegaban a la puerta, continúa Julián, la niñera dijo que su trabajo, el de ambos, no consistía solamente en levantar paredes y darle la leche y dormir a Mauro. Ellos cuidaban de la casa y cuidaban del bebé, y para hacerlo había que ahuyentar los peligros. Lo mismo que Miguel, Mauro, todavía en el balde, no emitió sonido alguno hasta que su padre azotó la puerta de calle. Entonces se largó a llorar. Todavía lo hacía. ...
Al día siguiente, Leticia repite la pregunta de la niñera: ¿No tenés que ir al trabajo? Julián no responde. Julián, dice su mujer. ... Miguel ya no trabaja en la casa pero, con el despido de Julián, tampoco hay dinero para terminarla. Entre los gastos del bebé y del propio Julián que, sin trabajo, ha pasado a convertirse en un segundo hijo (o al menos así se siente), apenas alcanza para comprar ladrillos, costear un día de trabajo y cubrir el hueco de la escalera. ... El piso superior ha quedado vacío y tapiado; las rejas en las ventanas y el hueco cubierto donde iba la escalera, impiden todo acceso. Es una zona, se diría, ciega de la casa, donde, en el mejor de los casos, una familia podría hacer desfilar sus sueños a futuro. Los sueños deben flotar a esa altura, dice Julián antes de apagar la luz pero su mujer no responde. Sueños a la altura del primer piso. Cuando apagan la luz, vuelven los ruidos en el piso de arriba. ... A mitad de la noche siguiente, Leticia se despierta sacudida por un temblor y no encuentra a su marido en el interior de la casa. Lo ve recién de salida hacia el trabajo, cuando todavía es de noche en la calle. Julián alumbra el
primer piso con su linterna y el haz de luz, que estuvo prendido toda la noche, empieza a fallar. Hay alguien ahí arriba, dice él. Julián, nos vamos a ir. Julián baja la vista y la mira. Hoy mismo, Mauro y yo nos vamos a lo de mi vieja. Soñaste otra vez, dice él, pero Leticia sigue camino. ... De huesos al trabajar, ese es el ruido que Julián escucha en el primer piso al comienzo de cada noche. O no exactamente: los huesos no suenan al trabajar, lo hace el músculo y de una manera imperceptible, como el movimiento de las mareas o la fuerza que mueve el mundo. Los huesos suenan después de permanecer inmóviles por un tiempo y, en frío, vuelven a la marcha. Julián recuerda cómo sonó el codo de su padre cuando tiró de su manga, apacible como estaba, con los ojos cerrados y sentado en el techo. ... Ya no pasa la noche en el interior de la casa. Vigila desde afuera el piso superior, aunque la linterna funciona unos pocos segundos por noche, cuando Julián extrae las pilas y las alimenta con un movimiento de fricción contra sus muslos. No pocas veces mira el cielo. En noches claras, cualquier tipo de mensaje puede leerse en las estrellas, uniendo puntos a conveniencia del espectador. Puede haber un oso polar ahí arriba, incluso un río de montaña
que todavía corre a pesar del frío extremo. Cualquier cosa, en definitiva, que pueda confundirse con el futuro. Él, sin embargo, se pierde en el viaje de una estrella a otra, y el hilo imaginario que empezaba a tenderse, pierde tensión y queda colgando. ... Cuando la cuadrilla abandona el trabajo y las explosiones de los ciclomotores se pierden a lo lejos, Julián entra en el campo y se pone al volante de la camioneta con vagón incorporado. ¿Qué posibilidades habrá de aplicar el trépano hacia arriba sin quedar sepultado bajo la piedra que cae? El clima está cambiando y, como en general ocurre en esta ciudad, la jirafa de los semáforos vuelven a moverse con el viento de la media estación. En los ojos de todos los hombres hay una red cuadriculada hecha con hilos de sangre a través de la cual se observa el tráfico. En algún momento, piensa Julián, será posible pasar hacia el otro lado. Habrá que resistir lo suficiente hasta lograrlo. Una vez en casa, maniobra el trépano hasta llevarlo al living, bajo el lugar exacto donde se tapió el hueco de la escalera. También espera a escuchar un ruido en planta alta. No vuela una mosca en este momento pero, si se escucha con atención, siempre es posible percibir un ruido extraño. Empiezan las obras.
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