pobre diablo
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ADVERTENCIA Este no es simplemente un prólogo, para nada. Hoy me siento en la obligación de advertirte. Antes que nada, quiero hacerte una aclaración, una recomendación y por qué no, contarte un poco sobre lo que puede suceder a continuación. Siempre nos dijeron que las historias personales ayudan a que nuestros caminos sean más claros. Te voy a ser franco y directo, adentro, escondido entre estás trece historias, te espera EL DIABLO. ¿Cómo puede ser eso?, pues así como suena. El Diablo está entre estas páginas, salta de una hoja a otra, se esconde entre palabras y de a poco irá colándose en tu mente, lo sé, porque yo ya leí este libro que tenés entre tus manos y lamentablemente el Diablo ya está en mi inconsciente, ¿o siempre estuvo ahí?, me cuesta a estas alturas ver con claridad de qué lado pararme.
Eso justamente es lo que te vas a cuestionar en cada relato. Yo podría ser buena gente y anticiparte quién y cómo es el Diablo, pero lamento decirte que va a depender de vos y la unión que se forme entre relato y mente, porque el autor es solo una parte de la historia; es el emisor, con sus pensamientos, sus verdades y sus delirios; la otra, la que complementa la fantasía, la hacés vos, sí, como lector sos la parte necesaria de todo escritor, vos y tus inquietudes, tu interpretación y cómo reflejás esas palabras en tu mente; es ahí cuando más vulnerables estamos, cuando abrimos la cabeza para adentrarnos en la aventura de leer y justamente en ese momento el Diablo puede entrar y una vez conquistada su nueva morada (tu imaginación) hacer lo que quiera con ella. Ahora aclaremos otro punto, también te esperan cosas buenas, principalmente historias de esas que se guarda en nuestro ser, un puñado de relatos que se hacen recuerdos en nuestra mente. Pienso que esa es la mejor parte de leer cuentos cortos. De chico siempre tuve admiración por la recopilación de relatos (más allá del gusto por las novelas), los cuentos cortos siempre me han fascinado por el simple hecho de poder vivir esos pequeños momentos, sin necesidad de tener todo un preámbulo de los personajes o situaciones, no, estar en el cénit del horror, en el ápice del conflicto, poder ser varias personas a la vez o por qué no, poder reírse de la desgracia ajena... sentirse aliviado de que eso le sucede a otra persona y no a nosotros, pero ojo, porque de esa manera quizás es como el Diablo quiere que actuemos.
¿Él está ahí, o siempre lo estuvo? Somos nosotros los que caminamos mirando por sobre el hombro viendo sombras, los que observamos el cielo temiendo que, en el vuelo, alguna criatura nos mire a los ojos... Ese tambor que suena a lo lejos es la melodía perdida de algún corso siniestro o es el latido de un corazón anciano que está por apagarse. Tal vez es la historia que nos contaron o nos hicieron contar, quizás solo es meter nuestras narices demasiado en lo que no nos incumbe, quizás todo el terror externo que creemos ver es solo nuestro interior manifestándose... quizás solo estoy delirando, o tal vez te estoy dando pistas de lo que estás por descubrir. Un lector es un viajante, uno que emprende un camino fortuito hacia lo desconocido, al terminar el prólogo o esta advertencia, quedás al descubierto ante el camino y aceptás la verdad: querés mirar cara a cara a este Diablo, al fantasma negro, a la entidad, a lo que sea que esté ahí... ¡buen viaje! Y al cerrar el libro, espero te des cuenta de que buscamos en el exterior los fantasmas que siempre estuvieron adentro.
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“Hoy hacia el anochecer Me adentré un poco con la niña ciega En el bosque donde todo es Sombra y oscuridad. ………………………………………….. Y el miedo que tenía no se ha ido.” OPAL WHITELY
San la Muerte por la puerta de calle de mi edificio. Vengo de sacar unas fotocopias y ellos están entre el vano de la puerta y la puerta. El viejo de abajo, que porque está solo y no tiene nada que hacer se la pasa en el hall y casi reemplaza al portero, los deja pasar. Pasen, les dice. Son chiquitas, enanas, las brujas. El San la Muerte, también. Chiquitos y sangrientos. El viejo, no. Me asombra la naturalidad con la que les dijo pasen. Afuera llueve a cántaros, el viento achata las plantas. Me los quedo mirando. Las caras pintarrajeadas, el esqueleto debajo del manto negro y esa suspicacia que tienen las brujas para hacerse las simpáticas y es mentira. Se me pone la piel de gallina. La madre de los chicos que viene detrás me dice que vuelven de una fiesta de disfraces y que van a pasar por los departamentos a pedir dulces. Está encantada con la alegría de sus hijos, una alegría que da miedo. Se me viene Marquitos a la cabeza. Por eso y por los búhos. ¿Qué sentía Marquitos cuando se vestía de diablo, eh? ENTRAN TRES BRUJAS Y UN
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Me lo pregunto mientras me acuerdo de los búhos que esta mañana se posaron en la ventana de la cocina y están ahí y no logro espantarlos. Me aterran los disfraces, odio a los búhos. Me descompongo en Carnaval. Los búhos le gustaban a Marquitos cuando éramos chicos. El abuelo se los había traído de Cacharí, cuando yo aún no había llegado al pueblo y mucho antes de que lo encontrara en el baño del colegio con el profesor de gimnasia tocándole el pito. Marquitos tenía la cara roja y decía no no no y el profe qué hacés nena en el baño de varones, rajá de acá. Camino rápido hacia el ascensor del fondo para salvarme, pero las brujas y el San la Muerte se meten corriendo en cuanto abro la puerta. El viejo, también; entra detrás de ellos y le pone a la bruja más chiquita la mano sobre el hombro. Una mano ganchuda que le busca el cuellito para hacerle cosquillas. La madre se queda en la planta baja charlando con una vecina. Dulce o castigo, grita la bruja más chiquita que le tira de las puntas del saco al viejo y se ríe con una boca carnosa a la que le faltan tres dientes. Tiene unos ojos negros, enormes. Estos chicos son divinos, dice el viejo mirándome. La cosa es cuando crecen, ¿no cree? Sin contestar, me aprieto en el fondo del cuadrilátero mientras una gota de agua me corre por la espalda; la piel de gallina. Se bajan en el primer piso, saltando y gritando dulce o castigo. Yo vivo en el quinto.
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Marquitos Martins. Tenía tres búhos. Amaestrados, decía él cuando yo iba a jugar a su casa porque era nueva en ese pueblo de calles de tierra y no tenía con quien jugar y porque según mi madre era una familia de desprolijos y a mí me encantaba ese desorden. En el patio tenían una pila de escombros bien alta que nunca sacaban y a mí me gustaba subirlos disfrazada de Reina de Saba. Los disfraces, el de Reina de Saba y el de Diablo, los habíamos encontrado en un baúl que el abuelo había dejado en el galponcito del fondo junto a una pila de revistas en inglés. Ahí, en una Life del 72’, vimos a la Reina de Saba en un grabado. Marquitos entendía el inglés y me tradujo. Su abuelo era un inglés de Inglaterra, que había trabajado en el ferrocarril y se había tirado a las vías antes de que yo llegara al pueblo. Además de los búhos, toda la familia tomaba sol desnuda. Si alguno andaba en cueros cuando yo llegaba decían disculpá, somos nudistas. Me costaba mirarlos, por eso, y porque se debe haber dado cuenta de que bajaba los ojos, cuando yo llegaba a jugar, Marquitos se vestía. Siempre con el mismo disfraz de Diablo, invierno y verano. No te da calor, le pregunté un día de enero. No, me encanta, dijo, me protege. Es atérmico. A qué. Que no le entra el calor, nena. Solo se lo sacaba para ir a la escuela. Para entonces él tenía 8 y yo 7 y medio y todavía no había pasado lo del profesor de gimnasia. Las brujas y el San la Muerte ya andan por los pisos pidiendo dulces. Oigo los timbres y las tres vocecitas gritando juntas dulce o castigo y las puertas que se abren y se cierran y la alegría histérica altisonante de los vecinos. Después, silencio y el ascensor que sube con un envión y 9
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se detiene de golpe en el piso siguiente, la puerta de tijera que se abre y se cierra y golpea contra el marco y una carrerita corta y luego un timbre, dos, y un silencio expectante momentáneo y así. Los búhos están inquietos en el borde de la ventana. El viento les revuelve las plumas. Picotean el vidrio, se picotean. Empujan. Al disfraz de Diablo le faltaba un cuerno pero Marquitos lo había reemplazado con un espolón de búho. Los búhos se le subían encima a Marquitos, uno en cada hombro, el tercero sobre la cabeza. Mi abuelo los enseñó, decía, me dijo cómo hacer. A él lo protegían. Cada vez que se iba en la zorra a revisar los rieles se los llevaba. Los prefería a la escopeta. Me defienden de los vagos, me contó, comen ojos. Marquitos los entrenaba con una paciencia bárbara. A veces eran las lombrices. Dejaba a los búhos sin comida, toda una noche encerrados en la jaula. Cuando los sacaba, ponía tres lombrices sobre una hoja de diario y les decía pique pique y los búhos se abalanzaban sobre las viboritas grises y ciegas. Hubo un tiempo en que se le dio por los ojos de los zapos, pero después de lo del profe de gimnasia en el baño del colegio, yo ya había cumplido los 8, empezó con los gatos. Tienen maldad, decía. Cuando un gato caminaba por el tapial de su casa, Marquitos les decía pique pique solo moviendo los labios y sin sonido y los pájaros estuvieran donde estuvieran al instante sobrevolaban al animal en vuelos rasantes, después un maullido y el gato caía ensangrentado y sin ojos. Creo que para entonces los búhos le leían el pensamiento, porque ya no era necesario que los llamara; en cuanto olían que su amo 10
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estaba en peligro o enojado aparecían de la nada y se le posaban. De esto me di cuenta la mañana de mis 9 años en el colegio. Nuestro salón tenía una ventana que daba al patio, justo frente a la puerta del baño de varones. Estaban por cantarme el feliz cumpleaños y cortar el bizcochuelo de crema y dulce de leche que mi mamá me había preparado y que a Marquitos le encantaba, cuando el profe de gimnasia pidió permiso a la maestra para sacar a Marquitos Martins del aula porque tenía que practicar pases de básquet. Tuve un mal presentimiento y me asomé a la ventana. Los vi atravesar el patio y cómo el profe lo empujaba para meterlo en el baño. Marquitos miró hacia el salón y me vio mirando. Le vi los ojos de terror y vergüenza. Dos minutos después, los tres búhos sobrevolaban el patio, se metían por la ventana sin vidrios y al instante salía el profe corriendo, moviendo las manos, espantando plumas. Llevaba la cara ensangrentada. Enseguida llegó Marquitos al aula y se sentó en su banco, temblando. Le alcancé una porción de torta que a él le gustaba tanto pero no quiso comerla. Cuando dos días después apareció el director a decirnos que el profe de gimnasia se tomaba una licencia porque se había lastimado un ojo con el batiente de la ventana del baño de varones, me di cuenta de todo. Están en el tercer piso donde vive la paralítica que grita y se pelea con el hijo y se putean. Le tocan timbre, rajen de acá, oigo, rajen y oigo también la carrera de las brujas y el San la Muerte hacia el ascensor que se ha ido a otro piso y que no viene no viene y ahora los oigo escapar escaleras arriba, jadeando, gritando dulce o castigo dulce 11
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o castigo y ruido de ollas que ruedan en el tercero o de alguien que cae y llora y putea. Y de repente la voz del viejo que se ve que ha decidido acompañarlos. Ya están en el cuarto piso. Me asomo por la baranda de la escalera y los veo caminar en puntas de pie, riendo bajito, el San la Muerte levanta la cabeza de calavera; le veo ensangrentada la boca de hueso. Lame y lame una manito de caramelo de frutilla. A Marquitos lo dejaban de lado en los recreos y no lo invitaban a los cumpleaños; decían que era raro, que su familia era rara y que el viejo Martins se había acostado entre las vías y dejado que el tren lo pisara porque tenía varias muertes encima. Un relámpago y un trueno hacen temblar las ventanas, los búhos apretados cuerpo con cuerpo pican el vidrio con sonido de lluvia sobre chapa. El día de la fiesta de disfraces en lo de Laurita cayó en Carnaval. A Laurita la queríamos todos, tenía unos ojos enormes y preciosos. Marquitos estuvo la semana entera arreglando el traje de Diablo, lo lavó y le hizo coser un cuerno nuevo, bien rojo, que discordaba con el otro descolorido por el uso. Estaba seguro de que en cualquier momento le tocarían el timbre para traerle la invitación. Yo no quería desanimarlo. Laurita no lo invitó, y en un pueblo tan chico donde todo el mundo se entera de todo, fue imposible ocultarle que a mí sí me habían invitado. No me importa, me dijo. Tengo mucho trabajo con los búhos, mañana. 12
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A la fiesta fui vestida de Reina de Saba. Los chicos se rieron, no la conocía nadie. Laurita se había vestido de bruja, con bonete de estrellas y escoba voladora, era el centro de la fiesta. A la mesa de dulces y sanguchitos la pusieron en el patio y los chicos jugábamos alrededor a la escondida y a la mancha. No sé bien cómo fue, pero primero vi asomarse en el borde del tapial la cabeza chiquita de diablo de Marquitos, los dos cuernos y sus ojos que nos se querían perder la fiesta, también a Laurita que gritaba te vi te vi Marquitos Martins te vi y a los chicos dándose vuelta y señalándolo y la cara de terror y vergüenza de Marquitos Martins y de repente los búhos sobrevolando el patio en vuelo rasante y los gritos y la sangre y el ojo redondo enorme precioso de Laurita en uno de los picos. Los búhos están inquietos. El viento sopla afuera con fuerza y los aprieta contra el vidrio. Pican, se pican. Uno de ellos, el del medio, sangra. Desde el pasillo oigo el ascensor que sube hacia mi piso y la alharaca de las brujas y el San la Muerte al grito de dulce o castigo. También, el rumor de los vecinos. La conversación del viejo. Que no vengan, ruego, que no vengan. Marquitos Martins apareció esa noche boca abajo, flotando en el tanque de agua de la escuela con el disfraz puesto. Dos meses después la familia se fue del pueblo. El comerciante que compró la casa desarmó la jaula y espantó a los búhos que famélicos estaban a punto de comerse entre ellos.
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Entonces fue cuando empezaron a rondarme. Los vi una mañana sobre el borde de la ventana de mi cuarto mirándome, picoteando el vidrio. Mi hermano los espantó con un aire comprimido pero los pájaros continuaron siguiéndome de lejos cuando iba al colegio, cuando salía a comprar pan. Me vigilaban. Se lanzaban en picada desde algún techo en vuelo rasante. Nunca me hicieron nada, a lo sumo me obligaban a agacharme para que no se me enredaran las garras en el pelo. En ese tiempo soñaba con Marquitos vestido de Diablo y me despertaba empapada. La última vez que los vi fue durante el baile de egresados de séptimo, posados sobre un parlante en la pista al aire libre del club. No volví a disfrazarme, jamás. A mi padre el Banco Nación lo trasladó a Buenos Aires. Después me olvidé de ellos hasta hoy. Ya están en el quinto. Ya los oigo tocar la puerta de mi vecino. No tengo que sentir terror ni nada, respiro, respiro para tranquilizarme para que no me presientan para que se vayan, las brujas y los búhos. Creo que los búhos le leían el pensamiento a Marquitos y que Marquitos no pudo con ellos. Se ahogó por eso, seguro. Lo protegían como quieren protegerme ahora. No me animo a abrir la ventana para espantarlos, me aterran sus ojos saltones, su fidelidad irracional, sus picos ganchudos de cortalatas. Afuera arrecia la lluvia, el viento hace vibrar el marco de las ventanas. Tocan el timbre, me tocan el timbre, dulce o castigo dulce o castigo, gritan, se ríen. Váyanse, digo, que se vayan ruego. Ahora golpean la puerta con sus nuditos chiquitos que parecen piquitos de gorriones sobre el piso de baldosas y pican los búhos las ventanas. Patean la puerta, con patada dura y grito de se14
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ñora abra sabemos que está ahí y reconozco la voz del viejo que se impone a las risas. Abra, abra que son chicos deles el gusto, y yo pegada a la puerta le susurro no no no y me acuerdo de Marquitos en el baño de varones que decía no no no y el viejo que golpea ahora con toda la mano y yo que le susurro no puedo abrir es por el bien de ellos por su bien por el bien de todos, y entonces el viejo se prende al timbre y los chicos ríen y el timbre que no deja de sonar y los búhos que alborotan afuera y entreabro apenas la puerta para que me vean, para que vean que no es descortesía que es para mejor. Y el aire del pasillo y la corriente que presiona desde afuera abre las ventanas de la cocina y ya están los búhos sobre los ojos y los brazos y los pelos de las brujas y del San la Muerte y del viejo y sobre mí, en vuelo rasante.
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niño va nacer en el subsuelo de un shopping que todavía no se construye. Un shopping que recién en unos meses va a tener su nombre: los ejecutivos de cuenta y los creativos de la marca todavía no se ponen de acuerdo, en ese tira y afloje que tiene más de ego que de sentido común. La profecía también dice que será de madrugada. Que un sereno se aparecerá caminando por un pasillo en sombras. Un haz de luz de linterna moviéndose. Los pasos caminando sobre el silencio. Esa ruta transitada solo por personal autorizado, después una puerta que dice acceso restringido, otra puerta que no dice nada, que será abierta por las manos del sereno, con unas llaves que abren todas las puertas. Que se escucharán unos ruidos, también dice la profecía, entre cajas y cartones, todos con el logo de Benetton, justo ahí, al ladito de la sala de los generadores eléctricos, equipos que todavía no llegan al país, pero que en unos años un empresario con visión de negocio importará desde China, en unos barcos que parecen ballenas de acero. Pero la cuestión acá es el movimiento que el sereno va a tener que ver entre cajas de ropa que será hecha en algún país asiático, por asiáticos de ojos que no se cierran hace días, en trabajos como cárceles, para juntar plata y poder comprar cosas parecidas a las que fabrican. Pero volvamos a ese movimiento, a ese sacudón entre las cajas, ese gritito que se ahoga y se contiene, que nuestro sereno iluminará con la linterna hacia ahí, donde algo raro pasa. Después LA PROFECÍA DICE QUE EL
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verá unas piernas desnudas. Abriéndose en ese depósito que tendrá el local número 27. Serán las piernas de un sistema preñado. La multiplicación de las cosas. La profecía dice que el vientre expulsará un cuerpo bañado de sangre y misterio, que la boca sin dientes expulsará un llanto de esos que espeluznan, para que el sereno pierda esa cualidad con la que carga su nombre. Querrá dar aviso por handy a la guardia de Planta Baja. Se le caerá el handy del cagazo. Se le caerá después la linterna. Rodará el haz de luz hasta aquietarse en la pared. Cajas y gritos y piernas quedarán a media sombra. Acto seguido, el pobre hombre hará la señal de la cruz y deseará estar tomando mate con la Sonia en su casita en Ciudadela. Pero no estará en ese momento con la Sonia en Ciudadela y entonces deberá salir corriendo por el pasillo, después puertas, después escaleras, pero en ese depósito de la marca Benetton seguirá la puja, las piernas llenas de grasa y sangre, el cordón umbilical todavía atando a ese sistema de vida al niño, los dientes marrones cortarán el cordón, la boca se llenará de líquido viscoso, todo pasará entre las sombras. Y la cuna del niño estará hecha de nylon con bolitas de aire, tapado con algunos trapos de piso. Un pesebre sin animales ni María ni José ni ningún orden místico que venga de ningún cielo porque en el subsuelo el cielo no existe. Y ese negro maldito, que nacerá adentro del shopping más exclusivo de la ciudad, será el hijo no deseado de un sistema lleno de beneficios y descuentos y promos dos por uno en cafés y restos los días martes y miércoles. Y al rato quién volverá: el sereno. Con uno de los loquitos de seguridad. El loquito medio dormido, medio hinchado las pelotas. Jurará el sereno que la mujer y el niño estaban ahí hace unos segundos. Pero una divina providencia hará que jure con olor a alcohol y delirio y que señale ahora 18
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hacia un lugar donde todas las cajas están acomodadas y no hay rastros de manchas ni nada. Verá el número 27 en la puerta, volverá a jurar una, dos, cien veces. Hasta que unas semanas después le den una patada en el orto con un telegrama que le dejarán debajo de la puerta de su casa en Ciudadela. Y cuando vuelva a su puesto de trabajo no lo dejará entrar el mismo loquito de seguridad, por órdenes de arriba, le dice, y señalará al cielo, como si las órdenes siempre vinieran de arriba, pero para entonces ya no importarán ni el loquito ni el pobre sereno ni siquiera los de arriba, sino lo que unos meses después verán los tipos del carro atmosférico que son contratados para arreglar las pérdidas en los baños del subsuelo, que se encuentran con todos los caños de malla metálica hechos mierda, como si las ratas se los hubieran comido, pero uno de ellos dirá que no hay rata que haga esto, y otro dirá que eso lo hizo una mano humana con un cuchillo, para que más tarde vuelvan y cambien los caños y todos contentos otra vez en el primer subsuelo, y ya nada de perdidas ni olor a mierda, porque se mandarán a colocar aquí y allá aromatizantes con fragancia a Piña Colada, para que la gente crea que está en el Caribe y no cagando comida chatarra procesada en un cubículo de uno por uno en el subsuelo de un shopping. Otra cosa que dice la profecía es que ni las cámaras ni el ojo humano podrán detectar la presencia de ese hijo maldito de una paraguaya de limpieza y un hombre hecho y derecho de Barrio Norte, que la puso, la pone y la seguirá poniendo siempre donde pueda, porque su mujer es adorno de carne y botox, un brillo vomitivo para él, pero necesario y espectacular, un orgullo triste que saca a relucir de vez en cuando, un hombre hecho y derecho que no se enterará de la realidad de ese hijo, de ese engendro, hasta que la paraguaya de mierda esa, como él 19
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le dice, una mañana se acerque al baño, cuando él, como siempre, se encierra en el mismo cubículo para que le tiren la goma, y ella, la indiecita linda y picante, entre chupada y chupada, le diga que está embarazada y él, sí, sí, seguro, y le agarre la nuca y la haga seguir chupando, para después decirle que ni se le ocurra, y en la pose que está, le tire no una sino varias patadas al estómago a la chica, buscando demoler todo rastro de vida, aunque también piensa que la loca esta debe haber cogido con otro negro de por ahí, y ahora le pasa el fardo a él, pero igual le da rodillazos en la panza, sea o no de él, mejor interrumpir, pero no sabe que hay algo que ya se gestó, algo mucho más profundo que su conciencia, algo que no se puede negar ni evitar, porque está escrito, porque será el hijo del sistema, ése que cambiará todo para siempre, un hijo maldito, que crecerá entre cajas de productos en los subsuelos, sin ver la luz, amamantado entre cajas de zapatillas importadas, entre smartphones y tablets en sus envoltorios originales, creciendo en las sombras, como un mito, una bestia bebé que se moverá por los ductos de aire, y los empleados de locales hablarán con los propietarios para que se reclame a administración por un control de plagas más eficiente dentro del sistema de aire acondicionado, pero no serán ratas ni lauchas, será este niño, acostumbrado a moverse a través de ángulos a los que no apuntan las cámaras, un anonimato que aprenderá desde la cuna, cuando la paraguaya lo lleve por el shopping en las madrugadas, de la manito, las espaldas pegadas contra las paredes, caminando en líneas rectas, doblando, curvas y líneas que no permiten la visualización a través de la red de video, trazando caminos invisibles, para hidratarse de bebederos y alimentarse de sobras, creciendo hasta volverse un niño, un primitivo de aldea globalizada que cree 20
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que su mundo posible es ese shopping, que cruzando el umbral de las vidrieras, donde están los aparatos electrónicos o los elementos de decoración, los juguetes o los maniquís, cruzando todo eso, ahí está ese cielo, lo intocable, las estrellas que nunca podrá alcanzar, hasta que un día su mano toque el vidrio, y el vidrio no queme como le decía esa mujer que olía a desinfectantes y lo llevaba de la mano con los guantes amarillos de goma puestos, y entonces piense que es posible conquistar esa otra realidad, pensando que los maniquís pueden ser algo parecido a él, o quedándose horas y horas mirando pantallas gigantes con imágenes, como un chupete eléctrico, así, se irá criando y creando la bestia, cada día más fuerte, más indetectable para las cámaras, más mito para la empresa de seguridad, que verán una sombra al final del pasillo, un movimiento allá en el estacionamiento, un susurro en la noche, para que después todo siga igual y nadie haga nada, porque no hay nada que hacer. La profecía no deja lugar a dudas para hacer referencia a los primeros intentos de contacto de la bestia con ese nuevo mundo. En diferentes locales y en distintos lapsos de tiempo aparecerán roídas prendas de ropa, meos sobre las alfombras, cagos sobre los puestos de caja, vómitos acá y allá, y hasta alguna mancha de sangre, en paredes o sobre las estanterías de negocios de decoración para el hogar: y todo eso será descubiertos con espanto por clientes que buscan lo virgen de un shopping, ese olor a nuevo de las cosas, las etiquetas, los papeles de seda envolviendo algo más que la prenda que van a usar esa misma noche en esa fiesta. Entre personal de limpieza se contará siempre la historia de una paraguaya que trabajó en los primeros años del shopping y que estaba del orto. Una doña que decía que su hijo era el rey del laberinto, y que terminó internada, porque un 21
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día entró local por local a grito pelado, proclamando a su hijo, al rey, al heredero del trono de todas las marcas habidas y por haber, todo, ante la mirada de clientes muy satisfechos, pero en ese entonces, ya no tanto, porque ahora los ojos de todos veían cómo el personal de seguridad se la llevaba de una buena vez. Pero lo que no dice la profecía es lo que se negará siempre: que los de arriba, contratarán medio desde la clandestinidad, a un brujo indígena. Que este, durante varias noches, realizará otro tipo de limpieza al shopping. Al principio se moverá custodiado por dos empleados de seguridad y un cerrajero, después ya solo, siendo tomado también por el personal que antes lo custodiaba, como otro loco más. Sabiendo que son sus últimos días de trabajo de limpieza en el shopping, ya que los de arriba no le van a pagar un peso más por esa locura que vaya a saber a quién se le ocurrió, así, como manotazo de ahogado, decide seguir su instinto, o la pista que alguien le tiró una vez, que revisara por la zona de los generadores eléctricos, que esa energía maligna, podría haberse originado allá. Y en esa última madrugada, el brujo indígena, bajará varios pisos, cruzará varias puertas, no encontrando nada en la zona de esas máquinas generadoras, para salir a un pasillo iluminado por la desidia, y encontrar una puerta, un depósito con el número 27, para girar la manija y advertir que no está cerrado con llave, caminando ya entre hileras de cajas de productos, hasta toparse con una pared, una pared que golpea y es hueca, porque ahora la corre, y es pared falsa, y prenderá la linternita que tiene su celular, para ser testigo de un cuartito con un colchón, y en el colchón, debajo de unas camperas y unos tapados y unos plásticos, descubrirá el bulto, un bulto que es un maniquí, rodeado de folletos instructivos de diferentes productos, con bolsas con montones de eti22
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quetas arrancadas de prendas y con pilas y pilas de diarios, los mismos que tiraron durante años los del Starbucks del último nivel. Para después escuchar un ruido a sus espaldas. Para que le tiemble la mano. Para iluminar y ver montañas de cajas. Hasta que la lucecita le apunte a un hombre con los pelos y la mirada sin control, que lo abraza y ya no lo va a soltar nunca, para decirle en su idioma de bebé adulto Papito, papito, por fin llegaste, papito. Y que después se cierre la puerta falsa, tapando los últimos gritos del brujito que es arrastrado hacia las oscuridades del cariño del rey del laberinto de las compras.
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Aquél fue uno de los peores días de mi vida pero nada iba a cambiar. El momento de debilidad, BOB CHOW.
RECIÉN CUANDO VI CÓMO EL profesor
le destrozaba la cara con una madera a Gastón, mi mejor amigo, comprendí, justo en ese momento, que todo esto estaba pasando de verdad. Lo golpeó con toda su furia hasta que lo mató. Fueron unos pocos golpes, no le llevó demasiado tiempo. Cuando Gastón dejó de respirar, nos quedamos en silencio. Parecía que cada uno de nosotros se estaba despidiendo de él o recordándolo. Y era una sensación sumamente extraña para todos porque todavía estábamos nerviosos, lo pude ver en nuestras caras, y, a la vez, parecíamos un poco aliviados. Un rato antes, estábamos en la cocina preguntándonos qué pasaba y en un descuido él apoyó la mano en la ventana y ahí recibió la mordida. La transformación de Gastón había sido muy rápida. Así que fue casi un milagro que el profesor actuara con tanta velocidad. Todos nos acostumbrábamos con dolor a los cambios que estaban ocurriendo a nuestro alrededor.
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Por supuesto, sentí culpa. Pero me alejaba de esa sensación porque todavía no quería pensar en eso. La cocina no era un lugar seguro. Nos dimos cuenta de eso sin tener que decirlo. Preguntamos ansiosos en qué otros lugares de la escuela nos podíamos esconder. Empezamos a tirar opciones sin pausa: la biblioteca, los salones, la dirección, la preceptoría. Nada nos convencía ni nos daba seguridad. Lo miramos al profesor. No supo bien qué decirnos pero él era el único adulto. Era importante lo que tenía para decirnos. ¿Quién otro conocía mejor la escuela? Antes de salir, agarramos cuchillos y todo lo que pudiera servirnos como arma. No había demasiado para elegir. Eso fue una idea del profesor. Cuídense, fue la palabra que utilizó. De a uno fuimos saliendo y yo, cuando no quedaba nadie adentro, miré por última vez a Gastón. Quería decirle algo pero no me salió ni un sonido de la boca. Me resultó raro que no me cayera la ficha de ninguna emoción sensible. ¿Qué me pasaba adentro? ¿Lo quería realmente? Si él era el único con el que pasaba mi tiempo… Seguimos al profesor. Estábamos tan nerviosos, yo al menos, que parecía que recorríamos la escuela por primera vez, como si fuéramos alumnos nuevitos en su primer día de clases buscando el salón al lado de nuestra mamá. Mirábamos para todos lados. Estábamos alertas como nunca antes.
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No sabía que la escuela contaba con un sótano. Nos costó encontrarlo. Pero, finalmente, ahí estábamos todos sentados, con el pecho que se inflaba y desinflaba como un fuelle fuera de control. El profesor, en cambio, parecía entero y se quedó parado trabando la puerta con el cuerpo. Respiraba casi con tranquilidad y no tenía ni una gota de transpiración. Parecía que intentaba concentrarse en algo, como si hiciese fuerza para no volverse loco. Presté atención. Sus labios se movían de una manera imperceptible: murmuraba. Lo miré con más fuerza para tratar de entender qué decía. ¿Estaba rezando? ¿Era eso? No sabía que era religioso. Me gustó eso, que buscara ayuda de ese modo. Siempre me había parecido un gordo pelotudo cuando lo cruzaba por los pasillos y de golpe, en ese instante, ya era otra persona ante mis ojos. Más íntegra y que, para mi sorpresa, inspiraba algo de respeto. Le pregunté, para hablar de algo, qué materia daba. Me respondió, descolocado y luego de un silencio medio largo e incómodo, que enseñaba Geografía. Una que yo tenía previa. Siempre me había parecido una materia de mierda. Cerré los ojos para tratar de recordar cómo había empezado mi día esa mañana, cómo era mi mundo de antes. Y lo único que me daba vueltas en la cabeza era la cara de Gastón completamente trasformada primero y después abierta y rota como un huevo de pascua lleno de confites. Me salió tocarme los pómulos y la mandíbula para probar la consistencia: ¿tan débil eran nuestros huesos?, me pregunté en silencio.
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Me vino un recuerdo. Gastón había sido mi amigo desde jardín de infantes, salita verde, y mi vecino, a dos casas de la mía. Yo le contaba todo. El pacto era sin secretos, confianza absoluta sin límites ni juicios. Y eso incluía, porque yo nunca tuve mucha vida encima, hablarle de lo mierda que era mi familia conmigo. Ese fue un odio que lentamente fue trasladándose hacia todo el barrio, y luego de forma natural, al mundo. Era una mancha que se esparcía por toda mi vida sin dejarme en paz. Del futuro ni hablábamos. Otro recuerdo. Una vez planeamos asesinar a mi padrastro porque se creía el dueño de la casa y nuestros tiempos, ya no daba para soportarlo más. Nos pareció una buena idea sacarlo de nuestro camino para andar tranquilos. Consideré que era mi trabajo ya que mamá no podía ni siquiera mirarlo a los ojos y le obedecía como a un general en una campaña del desierto. Entonces, Gastón trajo un veneno de ratas de la ferretería de la madre (“según la vieja, este es el más fuerte de todos”) y me dijo que se lo podíamos poner en la comida de la noche. Nunca me había sentido tan nervioso: estaba cerca de mi libertad y la de mi familia. Anduve dando vueltas con la bolsa de veneno bien apretada en la mano. Vi cómo mamá hacía la comida y que en un momento se distrajo y vi mi oportunidad. Al final me cagué todo y no hice nada. Cuando llamé para contarle me dijo que era lo mejor, que la cárcel era una mierda, ya lo habíamos visto en las películas. Le dije que sí pero, en realidad, me sentí humillado profundamente. Después vino el último recuerdo.
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Era de la noche anterior. Durante semanas estuvimos pensando si hacerlo o no. Nos decidimos. Llevamos los libros de magia negra, que Gastón le había robado a una tía, lo que habíamos comprado (mesas de tres patas, telas oscuras, discos de black metal, velas negras) y nos pusimos a invocar a “alguna fuerza que nos salve”. Tanit, Baal-Hammon, Baal-Zebub y Chaac eran los nombres a los que les pedíamos. En mi cabeza, y en mi alma, estaba pidiendo la muerte de mi padrastro y eso se convirtió en algo más intenso y quise que desaparecieran todos en mi casa. Con los libros abiertos decíamos unas palabras que parecían impronunciables, rodeados de velas negras, en mi pieza a oscuras y pidiendo que se mueran también los vecinos, nuestros profesores, en fin, el planeta entero. Y cuando terminamos de pedir y leer todo en voz alta, nos reímos imaginando toda esa destrucción como si fuera la cosa más hermosa de todas. Se sintió bien ser los directores de esa película. Aunque sea por un rato. Gastón me preguntó antes de irse a su casa: —¿Te imaginás si se cumple? —Es todo mentira eso —le contesté haciéndome el seguro y superado sin saber del peligro que se venía. Lo cierto es que esa noche un llanto venía de la pieza de mi mamá. Le pregunté qué le pasaba. Me dijo que era la cabeza, le dolía mucho. No quería ir al médico. Estaba sola. Le pregunté por mi padrastro. Me dijo que no había vuelto, algo muy raro, y que me fuera a dormir. Se levantó para darme un beso y vi que tenía la mitad del brazo izquierdo de un color distinto. Y su piel parecía sumamente arrugada. Me alejé de ella sin decirle por qué.
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De pronto, sentí una mano en la cabeza que me interrumpió el recuerdo. Me asusté como si me hubieran descubierto de algún delito. Levanté la cabeza y era el profesor. Tranquilo, dijo, está bien. Me dio un paquete de pañuelos descartables al que le quedaban solo dos. No me sequé las lágrimas, me los guardé por las dudas. Escuché que uno me dijo “maricón”. Sabía quién era. Me le fui al humo y lo único que conseguí, antes de que nos separara el profesor, fue recibir dos piñas bien puestas en la boca y una más dolorosa en el ojo. El Tanque sabía pelear porque había pasado una temporada en el campo de su tío en Arrecifes y nos había dicho que era peor que Alcatraz, lo trataba como a un esclavo. Yo no tenía ni idea de cómo cerrar un puño con fuerza, era un pichoncito. ¿De dónde había sacado la fuerza para enfrentarlo? Definitivamente las cosas estaban cambiando. Mi boca se llenó de sangre y el ojo me ardía, y no lo pude abrir hasta que pasaron unos cuantos minutos. “Qué pendejos de mierda que son”, nos dijo el profesor con una decepción enorme. Y ninguno de nosotros se enojó ni un poco, más bien todo lo contrario: nos quedamos en el molde. “Ahora no, ahora no”, dijo después el profesor y volvió a la puerta. “Pedile disculpas”, le ordenó al Tanque y nos sorprendimos cuando le hizo caso. “Tenemos que estar bien juntos ahora, pendejos, ¿entienden lo que significa eso?”, terminó de decir el profesor y empezaron los ruidos.
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Hicimos silencio como si el sonido y las palabras fueran nuestros enemigos o como si fuéramos un ejército entrenado en la oscuridad de un campo minado. El profesor nos miró y nosotros entendimos: nos pusimos bien en guardia. Miré su pie y su cuerpo y su mandíbula. Le estaba costando mantener la puerta cerrada. Yo tenía agarrado con las dos manos una cuchilla con el mango blanco que tenía inscripto el nombre “Nilda”. Era la portera culona. Nos la pasábamos hablando de ese culo, de su cara de reventada y de que siempre andaba con una remera de la Bersuit. ¿Cuántos años tenía? Nunca lo íbamos a saber. ¿Sería todo recuerdos en adelante? Fue una pregunta que se me perdió sin respuesta porque la puerta había cedido y aparecieron unos dedos que el profesor intentó rebanar hasta que cayeron dos. Pero la puerta no se cerró. Miré más abajo y había un pie trabando. ¿Cuántos son?, me pregunté. “Abralá” dijo el Tanque decidido. Y el profesor sin mirarlo dejó que entre eso que entró, y no era más que uno así que entre todos le metimos los cuchillos por todo el cuerpo. Pero solo dejó de moverse cuando el profesor le dio dos puñaladas en la frente. De algún modo, sabía lo que hacía. “Acá tampoco es seguro”, dijo el profesor. Esas obvias palabras nos sacaron de la hipnosis que sentíamos por el cadáver. Era la primera vez que matábamos a alguien. Me acordé de mi padrastro por un segundo. Aunque no podíamos decir que eso era una persona. Su piel, su rostro, sus miembros, todo parecía derretido. “Era nuestra vida o la de él”, dije en voz alta como si estuviera disculpándome con alguien. “Estamos todo en la misma ahora”, dijo el profesor y me apoyó la mano en el hom31
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bro, con orgullo. Hacía mucho tiempo que alguien no me transmitía afecto de esa manera simple. Supe que podía confiar en alguien así. Nos paramos todos menos el Tanque que empezó a revisarle los bolsillos al muerto. “¿Qué hacés? Dejalo”, dijo el profesor. Como vio que el Tanque no le hacía caso le quiso agarrar las manos. “Pará, pará un poquito, pará, seguimos siendo los mismos”, le dijo como una oración el profesor y ocurrió algo más increíble que lo que había pasado hacía unos segundos: al Tanque se le cayeron unas lágrimas y dejó de forcejear. El profesor lo abrazó y le dijo algo al oído que nadie escuchó. Subimos las escaleras en fila, en silencio. Esa era una regla que nunca habíamos cumplido en nuestras vidas escolares. Jamás les habíamos hecho caso a los profesores, ni a los preceptores, ni a la directora, ni a nadie. Hacíamos lo que se nos cantaba con una impunidad adorable, ilimitada. Eso del orden y el crecimiento no era para nosotros. Y ahí estábamos en ese momento: haciéndole caso a las órdenes del pasado como quien ve fantasmas y les sigue la huella. El profesor iba adelante y nos dijo que nos pegásemos a la pared. ¿Para qué? No lo sé. Pero no pregunté, lo hice con una fe ciega. Y sentir la pared detrás de mí me dio una calma muy rara. Era un flanco menos para cuidar. Por las ventanas se los veía a ellos deambular en la calle y chocarse con las cosas. Comerse partes de cuerpos, de animales.
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¿En serio habíamos provocado todo esto con Gastón? Un libro, unas palabras, ¿puede causar algo así? El sol estaba que ardía, parecía estar a unos pasos de nosotros. ¿Cómo podía ser que en un día tan luminoso hubiera tantas personas muertas ahí afuera? “Adelante, siempre adelante, Ramiro”, dijo el profesor y me llamó la atención que supiera mi nombre. Llegamos a los baños y el profesor se metió primero y nos dijo que lo cubriéramos. Al rato salió y dijo: “Agua y meo, ya, pendejos”. El Tanque no solo meó, también cagó y después puteó porque no había papel higiénico. No sé por qué el enojo si nunca había habido papel. Le pasé, sin dudarlo, mis dos pañuelitos descartables. Cuando salió me dijo “gracias”. Otra cosa que nunca había pasado hasta ese momento. “Hay que salir de acá, de la escuela”, dijo el profesor. A mí no me pareció una buena idea. “Estamos muy jugados, por donde entró ese van a venir más y puede que se vuelva algo imparable”, dijo después y ahí me convenció. Y fue lo más parecido a una premonición porque de golpe todos, los cuatro alumnos amonestados del turno tarde por hacer amenazas de bomba a la escuela y el profesor, nos pusimos a mirar por la ventana, con asco y fascinación, a uno que comía arrodillado los intestinos de una mujer y de golpe nos miró. Soltó los intestinos pero siguió masticando. Se paró con dificultad. Y se dirigió hacia la puerta de la escuela. Se le sumaron unos cuantos. “Vamos por el otro lado”, ordenó el profesor. Cuando llegamos escuchamos los ruidos que hacían, cada 33
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vez más lejos. No podíamos dilatar mucho más tiempo la huida. El profesor abrió un poco la puerta para ver afuera. “Parece que no hay nadie”, dijo. Su frente, ahora sí, tenía unas gotas de traspiración. En poco tiempo habíamos pasado por muchos cambios. Mi estómago no paraba de dar vueltas y, como acto reflejo, me toqué la cicatriz de la operación de apéndice que me hicieron de pibito. De todas maneras fue el Tanque quien vomitó. “Bien, nene, falta poco”, le dijo el profesor con una sonrisa o algo así. ¿Poco para qué?, me pregunté. Pero la puerta ya estaba abierta y todo salimos detrás del profesor. No había un alma de pie en la calle. ¿Quedará alguien con vida en el barrio?, me pregunté cuando vi cuerpos mutilados y desparramados en las veredas. Algunos eran los padres y madres y hermanitos de mis compañeros. No sentí nada por ellos porque estaba enceguecido por sobrevivir. Y cuando levanté la vista todo lo que pasaba por mis costados: las casas, los autos viejos, los jardines, los pequeños comercios, completamente todo, estaba abandonado, destruido. Lo importante era que no había ninguno de ellos dando vueltas. También recuerdo con claridad, y todavía me da temor, que corríamos como nunca lo habíamos hecho y que en un momento yo me di vuelta y los vi a ellos donde habíamos estado nosotros antes. Nos miraban.
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memorias de lo sucedido, me encuentro con que son tantos los elementos insólitos que me resulta difícil distinguir cuáles fueron reales y cuáles producto de mi paranoia. Es perfectamente natural que yo, al publicar este breve resumen basado en una experiencia íntima y decididamente incómoda, quiera proteger mi identidad con el uso de un sobrenombre. Las particularidades de este caso me volvieron un ser más cauteloso, quizás más cobarde, definitivamente menos imprudente. Es perfectamente natural, repito, que pretenda cuidar mi nombre, que hoy es lo único intacto en mí. Precisamente por ello, me conocerán como “Droste”, sin que eso revele marca alguna sobre mi procedencia, edad o incluso status social. CUANDO REVISO MIS NOTAS Y
I: El iceberg Solo el 4% del contenido de la Web (unos ocho billones de páginas) está disponible a través de buscadores como Google. El resto –casi ocho zetabytes– son sitios protegidos por contraseñas. Este impactante 96% restaste de Internet alberga las pasiones más repugnantes de la humanidad; se la conoce como la “Deep Web”.
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Desde chico siempre tuve mucha inclinación hacia lo furtivo. Me empapé con clásica literatura de terror (Poe, Lovecraft, Blackwood), investigué sobre leyendas urbanas y hasta fui autor de algunas creepypastas de considerable éxito. No compartí demasiado esta pasión oculta (la consideraba demasiado infantil) pero tampoco pude contenerla. Cuando fui creciendo, me encontré a mí mismo dedicando progresivamente más tiempo a ver qué podía encontrar en la Internet profunda. No me considero un demente que se excita mirando pornografía infantil o leyendo sobre drogas y terrorismo. Mi curiosidad era genuina. Mi curiosidad era inocente. Romper con la inercia principal me llevó prácticamente un mes. Comencé a reunir información en diferentes sitios (siempre bajo seudónimo) y documenté tanto como pude. Ingresé a chatrooms, hablé en inglés con desconocidos durante largas horas de la noche y tomé una innumerable cantidad de notas. A medida que mi alias comenzó a hacerse habitual en la red, noté cómo las primeras barreras defensivas empezaban a bajar. Muchas veces las personas estamos tan condicionadas por el entorno que ni el anonimato de Internet permite superar esas barreras. Respondemos con lo socialmente aceptado, lo “correcto”, y esta tendencia se incrementa ante la presencia de grupos. Nadie quiere ser el desubicado que opina diferente al resto. Tardé un poco en aprender esa lección. No se puede preguntar en un foro directamente “¿Conocés una página para comprar drogas?” y esperar que una misericordiosa alma se exponga ante todos. Hay que manejarse con sutileza, con calma. Aprendí la importancia del chat privado, de dejar que el 36
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tema vaya apareciendo solo. En un momento dado hasta tuve que hacer llamadas telefónicas por Skype a individuos sospechosos, de voz ronca y que hablaban lo justo y necesario. Fueron noches enteras donde la única luz en mi habitación era la que proporcionaba el monitor. Tomé todas las precauciones necesarias. Hoy me doy cuenta que ni eso fue suficiente. Aun así, creé cuentas de correo exclusivas, irrastreables, utilicé navegadores anónimos y no descargué nada sin saber exactamente de qué se trataba. Esta es la gran verdad: acceder a la Deep Web es como pretender entrar a un club privado del cual solo unos pocos conocen la ubicación. Y por más que uno encuentre direcciones particulares, la URL cambia constantemente. En esencia, necesitaba generar confianza con alguien para recibir una invitación formal. Y precisaba dinero para pagar la costosa entrada. Money makes the world go round, baby. Más de una vez me estafaron. Me ofrecían admisión a ciertos sitios y, luego de que yo giraba el dinero, el contacto se esfumaba. Cierto día, en los comienzos de la primavera, el usuario “Mise_abyme” –a quien me gustaba imaginar como una hermosa y voluptuosa rubia (aunque probablemente fuera lo contrario)– me acercó la esperada convocatoria. Llevábamos varias sesiones de chat repartidas en los últimos quince días. Ella (quiero seguir pensando que era una mujer) me había hecho un sinfín de preguntas capciosas a lo largo de cinco o seis encuentros virtuales. Finalmente se convenció de mis nobles intenciones. Por sobre todo, descartó que yo fuera un agente del gobierno,
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del FBI, un investigador privado o cualquier persona que pudiera llegar a dañarla en el futuro. Básicamente lo que detectó fue la realidad de la cual yo mismo era consciente: Droste era un don nadie, un individuo con modestas habilidades de programación y sin demasiada vida social, que solo había tenido sexo ocasional alguna vez en el pasado, casi por accidente, pero que pasaba la mayor parte del tiempo encerrado en su cuarto. Droste tenía unos kilitos de más y raramente hacía ejercicio por el puro placer de hacerlo. Su alimentación era a base de comida rápida de rotisería, fideos blancos y cerveza. Droste era un perdedor, un fracasado que únicamente quería ingresar al oscuro mundo de Internet para poder contarle la historia a sus dos únicos amigos. No se había equivocado. Mise_abyme me había desenmascarado hasta el mínimo detalle. Frente a mí se hallaba la entrada a la casita del terror. En su momento me pareció un inesperado golpe de suerte: había estado en el lugar y tiempo correcto. Tantas noches en vela al fin rendían sus frutos. Ella me proporcionó algunas claves (por un módico precio, debo agregar) y me metí en la capa externa de la Deep Web, por decirlo de alguna forma. A partir de ahí pude acceder más fácilmente a otros sitios porque el secretismo era paulatinamente menor. La información me era compartida de forma más libre, en lugar de tener que juntarla dosificada, a cuentagotas. Una vez adentro, ya era parte. Era uno de ellos.
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II: El agujero Durante los siguientes días estuve muy inquieto. Recorrí los “mercados centrales” más populares (Centrix, Silk Road, Agoratha) y muchos otros más. Me permito brindar los nombres reales de los sitios sin que esto sugiera una incitación al lector para que los visite. La variedad y cantidad de contenido disponible, y al alcance de un click, me dejó con la boca abierta: necrofilia absolutamente retorcida, membresías ilegales a páginas porno o a Netflix, documentos de identidad falsos, material snuff (películas donde la gente muere de verdad durante la filmación) y acceso ilimitado a drogas. Material escalofriante. Me crucé con manuales para construir explosivos y consejos para secuestrar a personas. Tuve la posibilidad de descargar documentos filtrados de gobiernos asiáticos y toda clase de información clasificada extranjera. Llevaba ya sentado unas tres horas, tan hipnotizado que no escuchaba nada más que mi propio silencio, dándole vueltas en mi cerebro al asunto, clickeando y procurando esconder mi rastro de la mejor manera posible. Cuanto más lo pensaba, más extraordinario e inexplicable me parecía que este tipo de cosas perduraran inescrupulosamente. Indagando un poco más, me topé con guías para realizar fraudes bancarios y formularios para unirme a grupos terroristas. Con el tiempo arribé a la conclusión de que nunca podemos conocer realmente a las personas. Los chatrooms tienen cientos de personas conectadas a toda hora. Ver al vecino regando el pasto me daba asco. Por fuera le sonreía, por dentro pensaba: “¿Qué secreto escondés? 39
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¿Cuál es el morbo que te calienta? ¿Quién sos dentro de la red… en el anonimato, donde nadie te ve?”. Era todo un universo paralelo donde nadie parecía alarmarse por secuestros, muertes y compras ilegales. ¿Y si mis amigos o familiares formaban parte de todo esto? Mi visión sobre la humanidad se alteró por completo. Perdí la fe en los hombres de este mundo. Cada video que miraba en nombre de la investigación destrozaba mis emociones, me dejaba sollozando un largo rato. No pude volver a ver de la misma manera a nadie. La aventura tomó un giro hacia lo imprevisible la noche que entablé relación con un tal Cort_azar. Era misteriosamente amable, quizás demasiado. Sin cobrarme nada, y por pura bondad de su corazón, me guió hasta otros sitios todavía más clandestinos. Por la ilegalidad que rodeaba a todo el lugar, llegué a pensar que estaba finalmente penetrando en la capa de Internet más profunda. Fue precisamente allí donde todo se volvió decididamente peligroso. No recuerdo bien cómo (ni por qué) terminamos hablando de las películas snuff. Dónde suelen filmarse (resulta que la gran mayoría proviene de países árabes), cuáles son las más populares, cómo se hacen, etc. Preguntarle por qué alguien querría filmar verdaderos homicidios en directo habría significado comprometer mi papel. Era preciso continuar con la fachada, esconder los miedos y juicios aunque todo me resultara de una desproporcionada morbosidad.
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Un ritmo suave y regular marcaba mis pulsaciones. Me gané su confianza y pasamos a una sala de chat privada. Habremos estado hablando unos veinte minutos más cuando me lanzó una pregunta que me erizó la piel. “¿Querés verlo con tus propios ojos?”, escribió en un inglés informal. Me intrigaba, sí. Pero ya no podía esconder el hecho de que tenía miedo, ese miedo tirano que te acorrala, que entrecorta tu respiración y te precipita los latidos del corazón. El miedo a pensar que le estás abriendo las puertas de tu casa a las Tinieblas, al mal personificado. Por qué seguí hacia adelante a pesar del espanto es algo que todavía no me explico. Temblaba. Le dije que sí, que quería ver. Cort_azar me solicitó un número fijo al que pudieran llamar. Lo pensé, lo pensé mucho. Repasé lo que había invertido para llegar hasta ese punto, y luego pensé un poco más. Finalmente les proporcioné el número de mi casa. Un tipo me llamó quince minutos después (que se me hicieron eternos). Supongo que era el director o el administrador de uno de esos sitios. Tremendo hijo de puta. Me mantuvo con preguntas incisivas durante casi una hora. Me habló de las consecuencias si rompía las reglas del sitio. Me amenazó. Quería quebrarme, sacarme de quicio. Quería que yo le gritara y cortara, que lo dejara ahí. Tenía que asegurarse de que yo era un candidato adecuado para su web. Eventualmente se convenció (puedo ser muy convincente cuando quiero) y Cort_azar me copió un link sobre el chat privado. Una clave de ingreso. El diseño del sitio era cuadrado. Sin estilo. Con fondo negro y letras azules. En el centro había videos, 41
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como los que uno puede ver en Youtube. Pero los títulos estaban lejos de ser algo convencional: “Ejecución vagabundo afueras Moldavia”, “Asesinato múltiple coreanos supermercado”, “Embarazada asesinada durmiendo”. Estaba espantado. Sentí náuseas. Cada título parecía hecho con el mismo material de las pesadillas. Algunos no eran videos, sino feeds, filmaciones en vivo y en directo. Esos links tenían un contador hacia atrás (presuntamente el tiempo que faltaba para que comenzara). La noche era muy oscura, y empezaba a caer una fina llovizna. Me estremecí con una brisa de aire helado que irrumpió de pronto y me recorrió de pies a cabeza. Tenía la posibilidad de ver contenido snuff por mi propia cuenta. “¿Te gusta?”, quiso saber Cort_azar. No le respondí. A los pocos segundos llegó un nuevo mensaje: “Mirá éste, te va a interesar”. Era un link que decía algo así como: “Ahorcamiento nocturno joven”. El contador indicaba que faltaban menos de tres minutos para su comienzo. El costo por ver: 237 dólares. Con una mano temblorosa, espantado, completamente horrorizado, giré el dinero y una webcam poco nítida se abrió automáticamente en una nueva solapa. La nueva ventana no tenía chat, solamente un borde ligeramente más brillante por la estática. Mi respiración estaba notablemente agitada y comenzaba a hacer frío. El mismo contador ahora aparecía en la esquina inferior del video. “19”, “18”, “17”... Le subí el brillo al monitor pero ni así podía distinguir algo. Solo se vislumbraba una pequeña luz blanca a lo lejos. Sentí que mi ropa se empapaba de sudor. “7”, “6”. Pum, pum. PUM, PUM. “3”, “2”...
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bebí un sorbo de la cerveza caliente que tenía en mi lata. “1”. Había llegado el momento…
III: El abismo Oí el crujido de una puerta abriéndose. La luz ingresó a mi habitación al mismo tiempo que el video se iluminó en mi computadora. Me percaté de lo que estaba sucediendo cuando sentí la rugosidad de la cuerda presionando mi cuello. La cámara se encontraba en mi cuarto. La luz que se veía era mi única fuente de iluminación. Lancé un grito de dolor que parecía el de una persona que se ha quedado sin habla. Ese grito, y aquel sobresalto, me mortificaron todavía más. Había en ambos una sensación indescriptible de culpabilidad, una condición de “te lo buscaste” flotando en el lugar. Forcejeamos. Literalmente luché por mi vida. Fue una sensación que no había tenido nunca. Es desesperante. No nos damos cuenta de lo mucho que necesitamos el aire hasta que nos falta del todo. El dolor es tan insoportable que uno advierte cómo el alma abandona el cuerpo. Los párpados se contraen violentamente, los músculos se ponen rígidos, y el cierre de las vías respiratorias es tan hermético que la sencilla tarea de respirar se vuelve imposible. Me sacudí y los oídos me silbaban. Logré voltear la silla y pude rodar lejos del peligro. La soga se aflojó. Levanté la mirada y pude verlo. Allí estaba aquella cara amarilla y cadavérica. Se quedó ahí, 43
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respirando fuerte y observándome. Algo en mi interior me dijo que tenía que ser Cort_azar, que no podía ser otro. Era un ser antropomórfico y, sin embargo, de su cuerpo colgaban dos tentáculos color púrpura, flácidos. Se balanceaban hacia adelante y hacia atrás con lentitud, con cierta gracia. Sus piernas, o mejor dicho, sus extremidades inferiores, eran delgadas y en forma de espiral. Se retorcían sobre sí mismas como el cuerpo de una serpiente. Llegué a pensar que pudo haber habido algo en mi bebida, que yo había sido intoxicado con sustancias lisérgicas. La criatura tenía una forma (y una contextura) inconcebible, como nada que hubiera visto alguna vez en mi vida. Pero me esperaba otra experiencia más terrible. “Eso” se apresuró hacia mí en forma de mancha vaporosa. Volvió a tomar forma, o al menos su forma inicial, cuando la tuve frente a mis ojos. Movió sus tentáculos en forma de vaivén y me mostró una sonrisa perversa. Me miró, y lo único que hizo fue mirarme. Corrí. Corrí como nunca, como si me persiguiera una bala con mi nombre, un misil teledirigido. Como si parar fuera equivalente a morir súbitamente. Cuando volví con la policía la mañana siguiente no había rastros de nada. Ninguna puerta y ninguna ventana había sido forzada. Buscaron huellas o cosas que pudieran faltar (dije que me habían entrado a robar). Tampoco hallé la cámara en mi habitación. Nada. Nada de nada. Los insté a inspeccionar cada rincón para cerciorarme de que no había presencia alguna en la casa. Permanecí el tiempo necesario para convencerme de que estaba vacía en absoluto. Me resistí a contar una verdad, que 44
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ni yo mismo creía del todo, hasta ahora, momento en el que redacto este documento. Sé muy bien que son muchos los que se burlarán de los hechos que acabo de relatar. Mejor. Que así sea. Mi único deseo es que quienes aprecian su equilibrio cerebral no elijan adrede caer en el mismo abismo al que yo mismo me arrojé estúpidamente. Todavía siento a seres espantosos e innominados que se deslizan con rapidez entre mis sueños. Mientras juntaba mi cepillo de dientes y algo de ropa, me juré nunca volver a pisar aquel lugar endemoniado. Hice girar la manija de la puerta, sintiendo sobre mi corazón un peso como jamás lo había sentido. Sentí que me observaban. Ellos. Todos ellos. Justo antes de cerrar la puerta del cuarto, me volteé. Me pareció ver la cuerda tirada, oculta, hecha un bollo, ahí debajo de mi cama.
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¿ES UNA PERSECUCIÓN SI EL perseguido
no sabe que está siendo perseguido? Tal vez, en ese caso, solo sea una cacería. Yo, ahora lo sé, soy la presa. Lo soy desde que mi perseguidor, mi amigo oculto, decidió que la única manera de vivir su vida era terminar con la mía. No es esta una historia de carreteras, con enormes autos furiosos que salpican balas. Tampoco estábamos corriendo: no necesitábamos velocidad para sentirnos acelerados. Nos conocimos estando sentados, por lo menos la segunda vez. Nos conocimos sin movernos, así tenía que ser porque pronto no volveríamos a quedarnos quietos nunca más. En un pequeño bar: yo, en un extremo; él, apoyado contra el otro. Su postura me llamo la atención, lo suficiente para recordar su rostro, pero no para tenerle el miedo que debería. Salí del bar queriendo esquivar su presencia. Debía ser mi imaginación, no me había sentido totalmente cómodo desde el día en que llegué al camping. No preocuparme de nada por unos días era mi objetivo, no tenía sentido si no me relajaba. Camine dos kilómetros desde el centro hasta la carpa. Más despacio de lo normal, porque una de las tiras de mis ojotas se había roto en el camino de ida. Caminar 47
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grandes distancias en ojotas es un típico error de turista. Caminar grandes distancias en lugares desconocidos bajo los efectos del alcohol era un típico error mío. De noche los árboles que posan a los costados de las rutas no tienen profundidad, están pintados, mal cosidos en la penumbra, parches tapando agujeros y mi amigo se ocultaba detrás de ellos. Estaba vestido de silencio y el silencio no es más que oscuridad disfrazada de sonido. Iba a entrar a la carpa, pero me arrepentí a último momento. No escuché los pasos detrás de mí, no fue eso lo que me detuvo: fue el río. Había crecido por primera vez desde que llegué. Me arranqué las ojotas y caminé hasta desaparecer de la cintura para abajo. No había agua donde no hubiera luna. El río dejó de fluir en el momento en el que logré percibir que se acercaba hacía mí. Dentro de la carpa, a la derecha de la entrada, en el bolsillo de un bolso de mano, tenía la pistola preparada. Tomé aquella precaución sin saber por qué, todo el tiempo me sentía amenazado por sensaciones que no tenían un origen claro. Corrí a buscarla. Lo hice tan rápido que ni él ni yo nos dimos cuenta. Su gran barba parecía ceniza recién apagada, como si sobre su rostro hubiera un fuego agonizando y a mí me llegaran las últimas brasas. Verlo sonreír hizo que quisiera despegar los pies del piso y que el agua me llevara. Me impactó tanto que no escuché sus primeras palabras. Las repitió: ¿Me recordás? Le mentí, le dije que no.
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No necesite más que sentir su olor a carne podrida y carbón para que las imágenes volvieran a mí, aunque con dificultad, debido a la niebla en la que solía estar todo el tiempo en aquella época. No hablo de odio o de dolor, como se puede llegar a pensar. Hablo de un calor inmenso, fiebre tal vez, que solo se siente cuando uno deja su cuerpo en manos de una voluntad que no es la propia. Algunas cosas que recuerdo, la primera vez que lo sentí conmigo, fue ese día que fuimos a la casa de Gonzalo. Yo tenía trece años. Me quedé un minuto a solas mientras él iba a buscar su campera, queríamos ir a andar en bicicleta y hacía más frío de lo que esperábamos. Su abuela se había quedado dormida en el sillón del living. Me enamoré enseguida de la escena. Esa mujer era como un cuadro de naturaleza muerta. Apenas la veías pensabas que no había forma de que estuviera viva y sin embargo, respiraba. Lento, pero respiraba, ella llenaba sus pulmones a un ritmo que me cargaba de adrenalina. No me conocía más que de vista, pero no pareció sorprenderse cuando se despertó con mis manos alrededor de su cuello. Apenas intentó gritar. Un reflejo. Cuando entendió la situación se quedó completamente quieta. Dejó de respirar justo cuando Gonzalo volvía. Todos en su familia estaban esperando ese momento; nadie ni siquiera intentó buscar un culpable. Puedo recordar a mis primos y tíos perder su casa no mucho tiempo después. Vivían en la costa y con mi familia siempre los visitábamos en vacaciones. Todos se habían ido a la playa temprano, no tengo ganas de ir, le dije a mis padres. Decidieron que no había problema, que me quedara solo unas horas. Los perros estaban ladrando desde el amanecer, los habían atado a un árbol y estaban desesperados por escaparse. Los bañé con el combustible 49
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que mi tío había comprado para una lancha que nunca usaba. Di vueltas alrededor del jardín trasero salpicando el resto de lo que quedaba en el bidón, luego seguí hasta la cocina, el living y el cuarto de mis primos en el segundo piso. Me encontraron en el patio de adelante, desmayado por el humo, en pleno anochecer y la casa iluminando toda la cuadra. Les dije que un hombre había entrado y que no recordaba nada más. Nadie murió esa vez, solo los perros. Creo que él no estaba bien asentado en mi mente y yo todavía intentaba sofocar, de alguna forma, mis ansias. El tiempo hizo que las cosas se volvieran más fáciles. Con Daniel, por ejemplo, el portero del edificio donde vivía con Celeste. Para ese momento dominaba mejor mis impulsos. Fue la primera vez que no improvisé. Todo era muy sencillo si tenía paciencia. Esperé todo el tiempo que fuera necesario para robar las llaves de la terraza, que solo él tenía, y hacer una copia. Abrí la puerta y lo vi cerca del tanque de agua, al otro lado de donde estaba yo. Atrás suyo estaba el cielo en pleno atardecer, cumpliendo su papel de cómplice. Corrí hasta él lo más rápido que pude. Cayó nueve pisos preguntándose quién lo había empujado. Lo mató la duda antes que la caída. Celeste. Ella pensó que su aborto fue espontáneo. Yo la envenenaba de a poco, solo lo suficiente para escucharla llorar. Ella fue la única que me descubrió. Estaba preparando la cena y me sorprendió. Primero no habló, después se acusó de que siempre lo había sospechado y que me amaba demasiado para admitirlo. Luego se puso violenta y me atacó con un palo de escoba. Luchamos un rato hasta que le partí la cabeza contra la mesada. Me dio un poco de lástima, me había acostumbrado a ella. En el fondo, todos los que conocíamos sabían que ella iba a morir tarde o temprano, ¿no? Eso es lo los atraía de pasar 50
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tiempo conmigo, de algún modo sentían que yo no era lo que aparentaba, jugaban con fuego. Cuando murió Celeste dejaron de hablarme, ya sea porque sospechaban que yo la había matado o porque les daba demasiada lástima hablar conmigo o porque sentían culpa de no haberlo prevenido. Pero no me importaba, siempre estaba acompañado, por lo menos hasta ese entonces. Un año después tuve el accidente que puso fin a eso para siempre. Vi el auto subirse a la vereda apenas un segundo antes. El acero del parachoques tomó ventaja sobre mi cuerpo demasiado rápido. Terminé con varios huesos rotos y el pulmón izquierdo perforado. No tenía miedo a morir, pero él aparentemente no estaba dispuesto a que le pasara lo mismo. Supo que tenía que irse antes de que lo llevara conmigo. Y eso hizo. Me dejó solo. Su ida dolió mucho más que el choque y el dolor me hizo perder la conciencia. Desperté dos meses después en la cama de un hospital. Me acuerdo que, al principio, gritaba todo el tiempo dentro de mi cabeza, inventaba conversaciones conmigo mismo, intentaba llenar el vacío que había dejado su voz. Pero ahora, él estaba de vuelta frente a mí. Se notaba emocionado, ansioso. Creo que hasta ese momento nunca supo si yo había sobrevivido o no al accidente. Habían pasado quince años. Su salto fue tan espontáneo que, a medida que su imagen inundaba mi campo visual, pensé que no se estaba acercando sino que se hacía cada vez más grande. Me ahogué con mi propio grito, que no era un grito de auxilio ni tampoco un grito de batalla: era una mezcla de ambos.
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La posesión fue un poco diferente de lo que recordaba, pero sin sorpresas. Con sus dos manos, que poco tenían de humanas, separó mis maxilares inferior y superior. Sentía frío en mis dientes y calor en el aire que entraba a mis pulmones. Se metió poco a poco: primero su pie derecho, luego el izquierdo, sus uñas rasgaban mis cuerdas vocales. Su torso atravesaba mi garganta frenando toda posibilidad de vómito. Una vez adentro, el sonido de su risa ascendió desde mi estómago y se mezcló con mi llanto formando un sonido agridulce. Mi alma volvía a sentir ese valor inexplicable, esta vez para siempre, ¿A qué demonio podía tenerle miedo si yo llevaba al peor de todos? Tenía poco tiempo antes de que él pudiera usar mis propias extremidades para defenderse, pero aún así hablé despacio: —Después de que te fuiste, seguí por un tiempo a una anciana que se llamaba Susana. ¿Te acordás de ella? Vivía a una cuadra de mi casa cuando yo era niño. No recuerdo de dónde la conocía mi madre pero, cada vez que se cruzaban, ella aprovechaba para acariciarme la cabeza, la odiaba por eso. ¿Te das cuenta que fue ese recuerdo lo que provocó que la eligiera? Hasta ese momento nunca había elegido a quien matar por alguna razón en particular, ni siquiera a Celeste, todo era al azar y por puro placer. Esa vez fuel el acto de un ser humano y yo no me había dado cuenta de la diferencia. Entré a la casa por la ventana del segundo piso, hacía treinta grados y estaban todas las ventanas abiertas. Un gran pasillo me ofrecía muchas puertas. Sabía en qué habitación dormía porque la había espiado por semanas. 52
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Aunque nunca había estado en el pasillo podría haberlo caminado con los ojos cerrados, creo que así lo hice. Casi entro bailando de lo emocionado que estaba, esperaba encontrarte ahí, junto a mí, como si nunca te hubieras ido. La puerta estaba entreabierta, la luz del televisor cubría el pasillo. Me asomé y la encontré despierta, tardó unos segundos en notar mi presencia. A los gritos, se levantó y corrió hacía la puerta, me la cerró en la cara y puso una traba. No pude pensar, ella estaba llamando a la policía y yo no podía moverme. Pero no era yo, no era yo, ¿Dónde estabas cuando te necesitaba? Giré mi mano y volví por donde había llegado, nunca me sentí tan mal. –En ese momento empecé a sentir que tomaba el control de mi cuerpo. Eso me hizo enojar y elevé la voz–. ¡El impulso seguía ahí!, ¿Entendés? Y dolía. Mi mente entera estaba construida para eso después de tantos años, pero era una máquina sin combustible. Pensé que no iba a sobrevivir a tanta impotencia. Pero con el tiempo me acostumbré, empecé a sentir que nunca habías existido. Te olvidé. Entonces te vi en el bar y sentí tanto miedo, aunque no podía explicar por qué: era como verme a mí mismo pero completo. No puedo volver a sentirme como antes. Dejó de haber un futuro para mí después de que te llevaste mi pasado. Me temblaban las manos y los ojos me ardían. Dejé caer mi cuerpo al piso y me puse a buscar el arma en la oscuridad. Rastrillé la tierra con los dedos hasta encontrarla a los pies de un árbol. Realmente no creo que sea justo sentarme a esperar la muerte. Cerré los ojos y escuché: primero el río, que se había quedado sospechosamente quieto y, segundo, el golpe seco del arma apoyándose en mis dientes. 53
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SE DETIENE EN EL CAMINO,
a la orilla del risco, para observarla: en el borde del acantilado, una mujer contempla el oleaje incesante que estalla contra los peñascos, al pie del precipicio. El sol se desangra en el horizonte. Las ráfagas marinas mecen los harapos de un vestido de fiesta, quizás un vestido de novia. El hombre advierte que no están solos: también una vieja mira a la chica, lo mira a él. Pero sigue de largo persignándose, disparando cortas miradas por encima del hombro. Se concentra entonces en la mujer frente al abismo. Puede ver la agonía del sol en sus lágrimas. Toma conciencia del peligro. Los harapos, el llanto, el acantilado… Solo un tonto no advertiría que ella intenta suicidarse. Mira a su alrededor buscando ayuda: a pocos metros del acantilado se derrumba una tapera apenas rodeada por una arboleda de eucaliptos. Pero nadie a la vista, nadie a quien pedir socorro. Solo algunos autos que pasan veloces. —¡Por favor, señorita! —grita Roberto—. ¡Aléjese del borde! La mujer lo observa, lo recorre con velados ojos azules cargados de demencia. Pero pareciera no verlo.
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—¡Váyase! —responde, y con una lentitud de pesadilla vuelve su vista al horizonte—. Si sabe lo que le conviene, váyase. Roberto se acerca, y adelanta las manos hacia la mujer. Advierte los harapos sucios, llenos de hollín, quizá chamuscados. —Mire… Lo que sea que haya sucedido tiene solución. Nada en esta vida merece perderla. —¡Ja…! —la risa áspera lo sobresalta—. ¿Qué podés saber vos de la vida? Andate. Estoy maldita, dejame tranquila —repite la mujer ahogando sus palabras en un lamento más y más intenso. Roberto no sabe qué hacer. Mira de nuevo hacia todos lados buscando ayuda. Se acerca un camión y él hace gestos para detenerlo pero acelera al pasar junto a ellos. Intenta llamar por su celular: no tiene señal. El llanto sacude a la mujer. Y él se acerca con cautela. Ya en el mismo borde del peñasco puede ver la luminosidad de la espuma sepultando las rocas una y otra vez. La mujer mira hacia ese sol que se aplasta alargando las sombras. —Váyase —le dice—. Él va a venir. Si él viene y no hay nadie, quizá yo quede liberada. ¡Váyase, por favor! Roberto se apiada de la mujer, quien enjuga su rostro con un pañuelo más sucio que el vestido. Es evidente: se trata de una pobre loca a quien abandonaron el mismo día de su boda. Y él –quién sino el novio– “va a venir”. Ella lo está esperando. ¿Hace cuánto tiempo? Y acaso
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piensa que hoy, hoy mismo, su novio desamorado volverá. Voltea hacia el camino, y la vieja es un punto lejano. La ruta es una de las más transitadas: une la ciudad con los boliches y el casino. Pasan muchos vehículos, pero nadie se detiene. —¿Quién va a venir, señora? ¿Por qué no nos acercamos al camino y nos sentamos a conversar? Estar tan cerca del borde me provoca vértigo. —Váyase y no tendrá nada que temer. Roberto estira la mano. La mujer se aleja lo suficiente para que no pueda tocarla. Pero siempre a la misma distancia del abismo: en el maldito borde. —Mi nombre es Roberto. ¿Por qué no nos alejamos del acantilado? Hablemos. —¡No! Debo quedarme hasta el amanecer. Él me dijo que esta noche vendría, y vendrá. Él nunca miente. Me prometió que en el próximo plenilunio. Y hoy habrá luna llena… Yo lo espero, así me lo ordenó. ¡Por favor, Dios, que no haya nadie conmigo! ¡Váyase! Roberto se siente desorientado. ¿A quién esperaría la mujer? Era más prudente no contradecirla.
El sol ya desapareció y la oscuridad va ganando terreno. Una suave brisa trae el olor del mar. Sobre la arboleda, al este, se despereza una enorme luna ensangrentada. En algo tiene razón aquella demente: es luna llena.
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—¿Le molesta si espero con usted? —Roberto se sienta en la grava cerca del borde— Quizás quiera sentarse conmigo a con... — ...¡déjeme sola! —se aleja más de él pero no del acantilado— Usted corre peligro. ¡Váyase de una vez! De pronto Roberto ve, sobre el poniente, densas nubes que se acumulan como huestes infernales. Los relámpagos se descargan en un mar que vira del dorado al negro. El viento salado se intensifica, es ahora una pestilencia imposible de definir. —Ahí viene... —la mujer señala un punto en el horizonte. Roberto se levanta y mira hacia las nubes, donde indica la mujer. Él no ve nada. —Por favor —la mirada suplicante de esos ojos azules le desgarra el corazón—. Le queda poco tiempo. Si se aleja hacia la arboleda, puede que se salve… ¡Corra! No quiero más sacrificios. —¿Si me voy, usted se aleja del precipicio? —No puedo. Aunque quisiera, no puedo. Debo esperarlo a él bien en el borde. Nadie sabe lo peligroso que es, nadie conoce su poder. ¡Huya! Roberto distingue una pequeña sombra en el cielo. ¿Una gaviota? Por su tamaño, un albatros. La sombra va creciendo, destella. —Se ve que aún tengo tiempo —dice Roberto, y sonríe—. Lo que se está acercando es un avión. La mujer parece no oírlo: mira petrificada la sombra, que se agiganta más y más. En dos zancadas, Roberto 58
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intenta acercarse lo suficiente como para tirar de ella y alejarla del despeñadero. Pero la expresión de ese rostro dolorido lo detiene. Vuelve su vista, y también él queda alelado: las alas baten con lentitud el aire. No es una máquina, se trata de un animal fabuloso. —Ya es tarde —dice la mujer—. Y se lo he prevenido. No quería que Sar’El le hiciera daño. Aunque las alas apenas se mueven, aquello se acerca a espeluznante velocidad. Lo que Roberto creía una gaviota o un albatros resultó ser… Con unas extremidades membranosas y de gran envergadura, serpentea por el cielo. Cuatro garras, filosas como dagas, coronan formidables patas. Su largo cuello se eriza en una cresta coriácea. Los destellos que se veían a lo lejos era el aliento flamígero: una llamarada de esa enorme boca calcina el terreno. Roberto siente en la piel el calor de las rocas al fundirse. Siempre había pensado que los dragones eran animales legendarios, y no puede dejar de admirar el poder que emana de esa bestia que, rauda, ahora lo sobrevuela: Roberto se da vuelta, y a su espalda se recorta en la luna púrpura. Con un fuerte aleteo que agita los árboles se posa cerca de la tapera. Se escucha una frenada brusca seguida de un estallido de vidrios y hierros. Otro auto se lleva por delante a los dos chocados y vuelca. Y los vehículos se van acumulando. Un camión jaula pierde el control y desparrama una veintena de vacas. Un auto deportivo, que trata de esquivarlas, se precipita al acantilado. Algunos se bajan de los autos para mirar ese prodigio, se parapetan detrás de las puertas.
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Roberto se interpone entre el dragón y la mujer, cuyos ojos supuran odio. —Muy caballeresco tu gesto, humano —dice el monstruo—. Aunque de nada te servirá. Roberto quiere agarrar del brazo a la mujer para protegerla, para hacerle de escudo. Pero su mano hiende el aire. ¡Pasa a través de la muñeca como si fuese de humo! —¡Ah! ¡Santo Dios! —grita alejándose del fantasma. Apenas se da cuenta: se ha acercado al dragón, que lo mira interesado. —Soy Sar’El —se presenta la bestia—. ¿Te gusta mi señuelo? Murió hace tiempo, cuando incendié su casa —señala la tapera con el pulgar, su garra reluce a la luz de la luna—. Ahora me sirve para atrapar incautos. —¿De qué diablos…? —Roberto no deja de mirar a “al espectro de la mujer”. Sar’El se acomoda en el borde del risco al lado de su fantasma. Ella intenta alejarse. Y él la mira divertido. Roberto puede ver el tamaño de Sar’El. Solamente su cabeza mide como dos hombres. Y parece saber que él lo está mirando: pacientemente, hurga sus gigantescos colmillos con la uña de su zarpa derecha. —Mi dulce señuelo —dice—. ¿Qué gentil hombre puede resistirse a tratar de ayudar a una pobre suicida? Y yo necesito de esa inocencia heroica. Necesito del alimento que me nutre tanto el cuerpo como el espíritu. Y ese olor… la adrenalina humana me excita, me abre el apetito.
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Roberto mira a Sar’El. Es tanto su asombro que no piensa en lo que oye; no puede creer lo que ve: ¿esa mujer, un ser inmaterial? ¿Un simple señuelo hecho de niebla y bruma? Toma conciencia del peligro y echa a correr hacia la arboleda. El dragón ríe estentóreo, sin esfuerzo salta con sus potentes patas y apenas mueve las alas. La multitud grita. Sar’El aterriza pocos metros delante de Roberto. —O eres un idiota o un loco, humano. Solo los idiotas y los locos no se aterran ante mi presencia. Lástima. Amo ese olor que emiten los hombres cuando temen. Roberto cambia de rumbo, va hacia la casa en ruinas, pero Sar’El lo intercepta lanzando una tempestad de fuego. Un Peugeot estalla en hierros incandescentes y carne calcinada. La gente huye despavorida, gritando y empujándose. Algunos se refugian en la tapera, otros entre los eucaliptus. Roberto frena en seco y enfrenta al dragón. Mira hacia todos lados: nadie a la vista, solo destrucción. —Puedes correr todo lo que quieras. De todas maneras te tendré. Roberto no teme... y Sar’El lo percibe. —¿Eres loco o necio? —pregunta el dragón. —Ni lo uno ni lo otro. Reconozco que eres una criatura formidable. Pero no, no te temo. —¿Criatura? ¿Me has llamado criatura? No tienes idea del poder que tiene esta criatura. Sar’El decide jugar un poco con su presa: lanza una bocanada de fuego, y la arena se vitrifica a los pies de 61
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Roberto, quien no se mueve. Solo mira el fuego consumirse. El dragón se impacienta: intenta un coletazo, y Roberto se agacha esquivándolo. El hediondo aliento de Sar’El se esparce a su alrededor, pero él ni se inmuta. —¡TU TIEMPO SE HA ACABADO, HUMANO! Sar’El abre la boca y la cierra sobre la cabeza de su víctima. Por anticipado ya disfruta del crujir de aquellos huesos, del salado de esa sangre… pero no sucede tal cosa: como a través de una bruma, sus colmillos se cierran en el vacío, pasan a través del cuello. Perplejo, estira una garra, y sus dedos siguen de largo: no encuentran materia en el abdomen del hombre que le muestra su sonrisa más perversa. —¿Qué magia poderosa me ha engañado a mí, al gran Sar’El? Roberto mira por encima del reptil. —Querido Sar’El —dice una voz a espaldas del dragón—. Mi magia es suficientemente poderosa como para engañar a mil dragones estúpidos como tú. Sar’El se vuelve: en una bruma resplandeciente, el arcángel lo estudia, lo observa entre precavido y divertido. Su cota de malla brilla como tejida de estrellas, y las placas de su armadura resplandecen. La lanza dorada apunta al corazón de Sar’El. —¡Miguel! —ruge el dragón— Te has dignado venir en persona —sisea entornando sus ojos amarillentos—. ¿Crees… tener poder? Hasta que no trabajes para el Príncipe de la Oscuridad, no sabrás qué es el poder.
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—Pero igual te engañé. —Y, volviéndose hacia Roberto:— Gracias, buen amigo. Ya puedes seguir tu viaje. El héroe titubea. —Entonces —dice—, yo estoy… —Sí, estás muerto. Y como sabía que obrarías bien, retrasé tu partida: necesitaba de tu bondad e inocencia para capturar a Sar’El. El hombre –aquella alma, mejor dicho– se disipa, convirtiéndose en nada. —¿Ahora los seres de la luz también hacen trampa? —los ojos relampagueantes miran la poderosa lanza—. ¿No es eso una forma de engaño? —¿Piensas que eres el único que se vale de señuelos? —La sonrisa del arcángel brilla más que su armadura—. Utilizar un incentivo para capturar una buena pieza no es hacer trampa. Y ahora me propuse cazar a una de las últimas lagartijas que aún no aprendieron cuál es su sitio. —¿Lagartijas? Pues parece que esta lagartija se cargó a unos cuantos de tus ángeles y querubines. La mirada del arcángel se ensombrece. —Y… —el formidable animal contrae las patas traseras, aspira una buena bocanada de aire—. ¿Cuál es nuestro sitio, si se puede saber? Miguel no le pierde movimiento. —Nuestro sitio —dice—, porque me incluyo, es en los sueños, en el corazón de los humanos. En ese sacro lugar, tu estirpe debe fortalecerlos y darles agallas; la mía, protegerlos y guiarlos. 63
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Equilibrándose en sus patas, el dragón se eleva y arroja una bola incandescente. Miguel pliega las alas, y rodando hacia un costado la esquiva: la llamarada termina de destruir la casona. Los pocos sobrevivientes, aún escondidos en las ruinas, huyen como antorchas humanas. La lanza falla por pocos centímetros y se clava en el pasto. —¿Es lo mejor que tienes? —dice Miguel—. No le podrías hacer mella ni al más débil de mis serafines —a un gesto suyo, la lanza vuelve a su mano. Sar’El impreca al cielo con un rugido y clava su mirada en los ojos del arcángel. Sus garras hienden el aire y de las profundidades de las terribles fauces surge un murmullo. El sortilegio del dragón es tan poderoso que Miguel no puede despegar la vista de esos ojos malignos. La lanza cae de su mano y rueda junto al fantasma de la mujer. Se paraliza al ver a sus ángeles y querubines entre las tinieblas, que forman una gruesa cadena. El sufrimiento lo va envolviendo, lo va encerrando: Miguel se ve atrapado en esa oscuridad contra la que siempre combatió, la cadena se cierra sobre él. Ve, junto a su milicia celestial, a esa pobre mujer a quien la bestia usa de carnada: también a ella la dobla el peso de las tinieblas. —¿Y, Miguel? Parece que esta lagartija aprendió algunos trucos de su amo. —Puedo… —dice Miguel con dificultad—. Puedo liberarme. —No. No puedes. El mismo odio que le tienes a mi Señor te ata más. ¿Te salvarás tu solo cuando tus leales
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tropas quedarán sufriendo eternamente conmigo? Porque te aseguro que sufrirán… Miguel se desespera. Reconoce a sus subordinados y amigos. Sabe que le restan fuerzas para salvar de la oscuridad solo a uno de ellos. ¿A quién elegir? —Difícil elección. ¿No es verdad, Miguel? —No. No es difícil. Mi misión está antes que todo. El arcángel se decide: liberará a la humana, esa mujer que tanto ha sufrido en manos de la bestia. El esfuerzo de Miguel por arrancarla de las cadenas hace que los tenebrosos eslabones se le hinquen más profundamente en sus propios músculos. —¿Te condenaste… —dice Sar’El confundido— y condenaste a toda tu legión al sufrimiento eterno por salvar a un sucio humano? No lo entiendo. De pronto el dragón lanza un aullido de dolor. Las cadenas de la legión de Miguel se debilitan y caen. Los querubines y ángeles cierran filas alrededor del monstruo. Con los últimos estertores, Sar’El ve su pecho atravesado por la lanza del Arcángel. La mujer, bañada en la sangre negra de la bestia, llora. Pero llora de felicidad… —¿Cuándo aprenderán a no subestimar a los humanos? —dice Miguel, mirándola con admiración—. Ya has sufrido bastante, mujer. Descansa en paz. Nuestro Señor te espera.
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LA NOCHE ES DE BREA.
Una turba astrosa de famélicos ataviados con sus sambenitos y sus collares de púas punitivas clama piedad en una jerigonza inentendible: las onomatopeyas del suplicio. Se arrastran hasta el cadalso escupidos por un público inmisericorde. En la palestra, tres verdugos deformes mean sus propias herramientas de tortura. Las levantan al público extasiado. Sierras, puñales, tenazas, garrotes y vergajos. Grilletes, cadenas y morsas. Contra el murallón una doncella de hierro, la cuna de Judas, la pera, la garrucha, el toro de Fálarsis. En el centro, paralelos, la horca, la guillotina, la maza y la bigornia. El cuerpo humanal de un fraile bendice a carcajadas los fornidos brazos de los matarifes. Es el momento sublime. Gritos y maldiciones. Un golpe seco sobre el cráneo del condenado. Vítores y vivas. La cabeza del segundo es enorme, casi no le entra el cuello en la medialuna del cepo. Baja la hoja, corta la carne y el hueso, y la enorme cabeza gira sobre la madera y cae al piso. La gente aplaude con menos énfasis. Por un segundo se hermanan con el condenado. Saben que un error, una torpeza, la extrema inocencia, los puede poner ahí arriba, esperando el lazo que le pasan a la tercera. Incluso desde lejos puedo ver el brillo cegador de sus ojos celestes. Veo el terror, la impotencia, y después la resignación. Eleva su rostro al cielo, dice algo, se toca la panza abultada y se abre la trampa en el retablo. El cuello le hace crack. El silencio verdadero de la perenne angustia de 67
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Dios nos cae encima con su peso de plomo. Llueven torsos infantiles que explotan como sandías contra el suelo. Salgo de la plaza y entro a una iglesia derruida. En el altar cuelga la cruz invertida con el Cristo degollado. Sobre el púlpito un daimon gordo lee el Martirologio de Mando. Mientras celebra la homilía, la serpiente del edén se le enrosca en la pierna de palo. Una monja vieja le soba los huevos y lo pajea. Cuando acaba, con el gargajo seminal de su verga enferma, transustancia la materia: “comed el cuerpo podrido del unigénito, libad su sangre ponzoñosa de culpa fermentada”. Sobre la barbacana un cura lee del Martillo los castigos impuestos por el brazo secular. Repite el mantra de la invocación: Abraxas Brahma. Abraxas Brahma. Deambulo por horas muertas hasta que me interno en el bosque. Las frondas de alabastro encendidas entenebrecen la noche diuturna. Me sobrecoge el hálito de la bruma circundante. Arriba, remachado contra el cielo férreo, el ojo de Dios pestañea ecuménico y miope. Escucho el estridor cercano de la metalúrgica infernal, el estrépito del hierro retorcido, el barullo de la guerra abierta contra las huestes seráficas. Resuena la música ficta en los clarines de las milicias. La marabunta de los heraldos negros marcha rabiosa, humillados por la caída. Avanzo entre las matas espinosas soportando el hedor pasmoso del estío. Escalo una gran piedra y diviso el Pandemonio: una centena de íncubos escarban con sus vergas el detritus anal de los ángeles. A lo lejos: el patíbulo. A los pies de la horca, tres vírgenes son violadas por dos mordaces sarracenos.
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Me sumerjo en la zona fótica de la noche. Sacio mi sed en los sucios orinales de las comadronas menopáusicas. Le digo barbaridades soeces a una púber rubia. Eyaculo mi rabia, ella se relame, pide más. Su culo es el portal del pecado y lo inflijo, mil y mil veces. Hasta que el embrujo desaparece en una conflagración inconsciente y todo está manchado de sangre, un gran charco caliente que sale a borbotones del agujero que le hice en la cabeza. Dos guardias mugrientos me conducen por un túnel hasta un cenotafio. Son las exequias de una niña. Se escucha el murmullo corrupto de la salmodia. Ocho arpías rodean a la muerta. Los guardias me llevan hasta el féretro. Una arpía me nombra como el padre, dice que es mi hija, la que será. La miro. Su piel añil tiene un brillo gélido. Uno de los guardias me empuja. Toco su frente encerada y beso su boca seca. Es la mala hora, el instante de la pena capital. Yo, pecador, confieso ante Dios todopoderoso, ante la bienaventurada siempre Virgen María, ante el bienaventurado san Miguel Arcángel, ante el bienaventurado San Juan Bautista, ante los Apóstoles San Pedro y San Pablo, ante todos los Santos, que pequé gravemente con el pensamiento, con la palabra y con la obra, por mi culpa, por mi culpa, por mi grandísima culpa. A pesar de mis preces se me niega la bula. Y salen ufanos los mil demonios. Un vestiglo escupe mi boca. En vano ruego por los santísimos sacramentos. El raigón cancerígeno de mi pecado original hace metástasis y me explota en el plexo. La marca de Caín está en mi frente. Me hundo en un légamo pestilente. Los miasmas me queman los pul69
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mones. Sobre mi cabeza el cielo putrefacto de Goya, chirrían los violines de Tartini, y caen como flechas a diestra y siniestra. Corre un río de sangre. Entre tinieblas distingo la singladura errante de un sínodo diabólico sobre una barcaza que no toca el agua. Me insultan en su lengua maldita. Uno de ellos se me acerca. Su aliento es pútrido. “Soy el escarnecedor, el rey perverso, el anatema de Dios. El maná de la concupiscencia insufla mi corazón gangrenado. Soy el adversativo del verbo primigenio, el anverso, el antiteo. Un apóstata corrupto, capaz de todo por mi celo moro”. Huye de mí como si me temiera. Quiero ser un ángel prepósito del aire, el predilecto. Salvarme. Pero la hemorragia es incontenible. Las miríadas celestes observan el espectáculo con inclemencia. Dios me olvida. La voz lejana de mi madre reza el vademécum de mis pecados y me envuelven las llamas eternas. Hay algo más fuerte que el miedo: la pérdida de control, la esclavitud del deseo. Aceptar su pulso enloquecido, esa voracidad imparable. Incluso acá, ahora, hirviendo en este caldo, sigo sintiendo el deseo. Tarde o temprano se cobra en oro la usura. El libre albedrío, esa fuerza superior que no puede contenerse. Yo me confieso, no puedo parar, me arrastra y me domina. Caigo rendido y me encomiendo al cielo yermo. Pero no hay respuesta, solo unas risotadas que resuenan en la noche cóncava. Brota sobre mí un mar inflamado, una gran catarata de fuego ígneo. Una y otra vez. Nos hay descanso en la condena. Entonces, con mi pesuña dibujo el trivio del llamamiento. Brilla el ojo biselado en la oscuridad densa. 70
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Siento su respiración procelosa, la protervia de su paso. Una voz gregaria me nombra y caen las piedras de mi condena. Ellos, los santos, se arrogan el derecho de justicia y rezan por mi salvación. No saben o no quieren saber. El badajo de mi señor me penetra con furia y me rompe por dentro, y en la conmistión nace un tercero, un otro autárquico, la sumatoria de mis temores inconfesados y su posibilidad extrema. Se enquista en lo profundo y no puedo extirparlo, porque ya no soy yo; me es. Pienso que también le soy, que yo mismo lo invoqué. A veces es un león merodeando. Olfatea de lejos. Elucubra. Pasa horas en cuclillas sobre un grano de sal esperando el momento oportuno para saltar. La paciencia es su arma más letal. Otras noches es simplemente una voz emputecida en mi cabeza. Es fantástico en la acción, certero, incluso en el vertiginoso devenir violento de su capricho cumpliéndose. Para pertenecerle hay que doblegarse. Ese es el sacrificio que impone. Abjurar de toda fe, odiar al prójimo. Es un dios invertido, un dios puto. Omnisciente y egoísta. Su poder radica en mi debilidad. Día a día me cobra todos los deseos que postergué por miedo. Bajo su yugo soy capaz de cualquier cosa. Cumplo sus órdenes más abominables. Después de cada tropelía abandona mi cuerpo para que yo lama mis heridas, acurrucado en la sombra, sintiendo en carne viva el dolor que causé. Me descarta por una piel postiza. Y solo, me atormenta la culpa que me inocularon desde que nací. La doble faz del pecado: la acción ciega y el arrepentimiento mudo. Nadie se arrepiente verdaderamente. Él lo sabe porque es el alma de las cosas. La materia le pertenece, porque es corrupta. Ama todo lo que se puede romper. Cabalga a pelo en el lomo del tiempo. Es el inventor de la peste. El hombre nunca fue absuelto. Dios no perdona, 71
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ejecuta en contrafurca con la mano del diablo. Yo no sé ya lo que me digo. Parloteo con la glosolália babélica de un idiota desesperado. ¿Dónde está mi Ángel de la Guarda? ¿La misericordia Divina? ¿Dónde están? Soy un fantasma, un muerto; aunque nunca me sentí tan vivo. El odio a Dios rejuvenece, potencia. Sus ojos iridiscentes son ahora los míos. Lo que vemos es desolador. La miseranda de condenados allende la colina, dispersas conflagraciones por doquier, tormentos atroces, incestuosas orgías, la mesopotamia ensangrentada, el caos de la guerra. Ya no tengo miedo, estoy entre los míos. Confieso. Me llamo Urbano Grandier, yazgo en el suelo de una zahúrda infesta. A mi merced un serrallo de ursulinas de Loudun, bacantes, vespasianas, amazonas con las tetas rebosantes de calostro, vírgenes procaces, se ofrecen abiertas y lúbricas. La necesidad convulsa destroza mi moral. Soy una bestia hambrienta en estado salvaje. Necesito carne y hueso, sangre y saliva, leche y flujo. Pero soy apenas un coyote en una jaula de leonas. Escucho los aleluyas obscenos de las prostitutas calenturientas de roto calcañar, prohijadas bajo la estirpe de Lilith. Obesas y lujuriosas exhiben con impudicia su carnuza infesta. Corren desnudas y pugnaces. Caigo de rodillas para lamer sus conchas acibaradas. Fornico con las putas del Tártaro, las hijas sucias de Babilonia, la Jerusalén podrida. No se conforman con poseerme. También quieren afligirme, aniquilar mi ego. Escapo a campo traviesa. Un conciliábulo de brujas preñadas paren engendros deformes en el claro de un bosque. De sus vientres emana la mierda de una raza proterva. Las nodrizas de leche negra amamantan renacuajos. Toda la estirpe del averno se reúne para cantar la endecha. Una comparsa macabra bailotea su danza des72
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enfrenada, festejan los natalicios. Borrachas de ajenjo y rapé, Jezabel y sus compañeras se entregan a los cabrones en un lecho de dolor. Ellos, en su delirio zafío, profanan la carne penetrándolas contra natura, clavándoles sus cornamentas. Voluptuoso es el goce de la carne torturada. La fe se alimenta de sangre también. Felices los que mueren en el señor. Felices los que mueren. Yo soporto las trece hambrunas de Numancia. Excogito bajo tierra, en la tumba, mientras echan paladas sobre mí, pero sigo vivo, nada puede matarme. Me atacan entonces los vestigios. Me traga la boca de la bestia y deambulo ciego, sordo y desnudo por el camino de la perdición. Una mujer vestida de púrpura y escarlata, sentada a la orilla de un río me invita a tomar una copa del vino embriagante de su prostitución. Caen sobre ella las plagas: la peste, el llanto y el hambre. Una llamarada de fuego la abrasa y la consume. La Virgen, ladina desde su sitial inalcanzable, me redime. Le grito que yo quiero la condena, el cadalso, pero no esta tortura. Es imposible sobrellevar el dolor que siento. Todo es espantoso. El agua ensangrentada, las llagas del hombre, el fuego fatuo. La tierra se parte en tres y traga a los blasfemos. La estatua ardiente de Moloch mastica niños. Ya no veré los frutos que tanto deseaba, esos productos delicados y esplendidos. Ni podré tampoco mirar finalmente la estrella de la mañana. No tengo perdón. Me contradigo. Me pierdo en mi propia conciencia. ¿Qué soy? ¿Un condenado? ¿Un arrepentido? ¿Me absuelve la nostalgia del paraíso perdido? Yo maté a mi hermano, traicioné a mi padre, desconfié de mi mujer. Los nicolaítas en su babel capitalista y jerárquica, con la boca llena de piedras, repiten la alabanza: “Sea la gloria, el honor, la fuerza y el poder, des73
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de antes de todos los tiempos, ahora y para siempre, amén”. Todos por igual serán asados a la parrilla, sometidos a la pena del fuego eterno. Las sinagogas ornadas con la mirra, el oro y el incienso están repletas de penitentes que injurian a la Gloria, maltratan a los débiles, creen en los falsos doctores, y comen los alimentos consagrados a los ídolos. Ahora veo una gran multitud. Son las bodas del cordero, pero no hay lugar para mí. María, esa abogada de los pecadores intercede, ayuna, reza y llora sangre, implora misericordia a su esposo y a su hijo. Hay esperanza. Pero ellos son sordos o no quieren escucharla, y me pierdo para siempre. Las aves se saciarán con mis despojos ininterrumpidamente hasta que se extingan los siete espíritus de Dios. Una última tentación es impedir el arrepentimiento, cazar un alma en pleno vuelo hacia el cielo. El lecho de muerte de un cristiano puede ser sitiado y corrompido en segundos por los cuervos. Esperpentos fuliginosos y torvos con pijas de serpiente y testículos de sapo me muerden el cuello. El incesante clamor de las trompetas infernales me rompe los tímpanos. Siento el calor abrasante de la caldera. Se oye el llamado de medianoche, es la malhadada hora de las hechiceras. Alciones gigantescos sobrevuelan la llanura y eclipsan los haces de luna. Es como un retroceso. Algo me arrastra hacia atrás. Íncubos potentes sodomizan a mi padre con saña. Después de la vejación, mi madre esquelética, con la piel en andrajos, se abalanza sobre las pijas totémicas y chupa con fruición sus elementales leches. Después viene hacia mí. Extiende su brazo cadavérico, intento escapar, pero caigo al suelo. Me monta. Su cuerpo despide una baba oleaginosa. Saca su lengua hepática y me chupa los ojos, la nariz, la boca. Con sus 74
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manos descompuestas, agarra mi pija muerta y se la introduce en su concha seca. Gimotea de placer malsano, hasta que un espasmo la derriba. No puedo moverme, una nausea me arranca esputos sanguinolentos. Y atrás, impetuoso y solo, el mayúsculo Ángel del fuego, el dominador de la naturaleza pervertida, mi padre y señor, me mira satisfecho, rechoncho, como soñado por Don Bosco.
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AL DESPERTAR, MOVÍ LA CABEZA,
rápido, tratando de salir del letargo que me aplastaba contra las sábanas. Giré sobre el colchón y miré las líneas de mis manos. No sé por qué. La vista era borrosa, producto de largas horas sumergido en un sueño subterráneo y difuso. ¿Realmente pasó?, me pregunté, entre la paranoia y la sorpresa, aún con la vista inmóvil, porque el recuerdo de lo sucedido horas atrás me llegaba como un rayo, intermitente, absurdo o irreal. ¿Pudo ser?, dije, para mí, aturdido y somnoliento. La pregunta no dejaba de darme vueltas en la cabeza. Él, yo, la noche lluviosa y las historias que se contaron durante esas horas. Pero la respuesta no estaba en el trazo de las líneas de mis manos. Me levanté de la cama y fui descalzo, sobre los cerámicos fríos, hasta la cocina. Preparé el mate. ¿Qué pasó ayer? ¿Qué fue eso? Mis pensamientos estaban huecos y el silencio, como respuesta, taladraba cada rincón, cada arruga de mi cerebro. Encendí el televisor tratando de ahuyentar esos fantasmas sigilosos que rodaban por mi mente. Agarré el control remoto y cambié de canal una y otra vez hasta caer, como si se tratara del golpe de una piedra, en el noticiero. Ahí no pude sino demorarme, atento o asombrado –por qué no temeroso– ante lo que mis ojos veían. La cámara enfocaba desde abajo, a media altura, mostrando el histórico balcón, perpetuo y rosado. Pero lo que sucedía ahí, a la vista de todos, no tenía límites. Tal vez para el resto era algo normal. O al menos, otro acto en el acontecer de un país con 77
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la relevancia que eso conlleva. No para mí. Para mí era otra cosa. Algo oscuro, violento, tejido entre las sombras. Y al mirar y mirar, confirmándolo una y otra vez, un escalofrío me subió desde los cerámicos hasta la sien, dejándome –como se suele decir–, con los pelos de punta. La noche anterior volví tarde a casa, caminando bajo una lluvia medida y gris. Algunos relámpagos se sacudían sobre el fondo del pueblo, tras las bardas, aunque, se intuía, no caería mucha más agua que esa. Era un goteo fino y constante que me llevaba a reflexionar sobre mi escritura y sobre el porqué de mi bloqueo. No tenía respuestas ni excusas. Estaba seco. Sin nafta. Muerto. Paralítico del lenguaje. Caminé la última cuadra mojado, secándome con las mangas las gotas que caían sobre mis ojos. “Seco bajo la lluvia”, pensé. Y ante la impotencia nefasta y la bronca creciente –y ya parado frente a la puerta de mi casa– grité, puteando, con la mirada clavada en un charco que se movía con lentitud hacia los lados. Insulté, gritando, una segunda vez mientras buscaba las llaves en los bolsillos y abrí la puerta. Estaba solo. Aunque eso no era nada nuevo en mi vida. Encendí la luz del comedor y me senté frente a la computadora. Moví el mouse y la pantalla mostró la línea de escritura, sobre la hoja en blanco, titilando. Seco. Sin ideas. Nada de nada. ¿Alguna historia iba a llegarme? Y ahí… justo ahí, pareció que mi pedido había sido escuchado y ese oído puesto a disposición de mi problema. Increíble pero real. Lo vi por primera vez unos segundos después de medianoche, algo rezagado entre las sombras, tras el marco de la puerta que da a la cocina, como un bloque más de la penumbra que habitaba en la casa. No lo vi directo, 78
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formado, sino con la vista periférica, de costado, en fragmentos, casi sin querer ver, dudando de esa realidad que, de un momento a otro, pensaba yo, avanzaría. Pero cuando quise confirmar la presencia que sospechaba, no pude. La cabeza solo llegaba hasta ahí, a ese borde preciso y arbitrario donde me era imposible ver más que una silueta entre lo negro. Escribí, me dijo, con una voz que podría describir como perforada, hueca, tal vez rasgada sea la palabra. Escribí. Yo te voy a ir guiando, de manera sencilla, con palabras fáciles, y después vos las vas a escribir con el estilo que te caracteriza. Me gusta tu estilo. Por eso te elijo. Quiero que lo sepas. Aprecio mucho la crudeza de tu prosa y quiero que, si alguien va a escribir mi historia, lo haga de esa manera. Hizo una pausa prolongada y luego habló sin vacilar, con esa voz de profundidad pétrea. La primera historia ocurrió hace unos veinte años. El tipo ya estaba condenado, pero igual fui, por diversión. Ya era mío. Había ejercido como militar y había cometido crímenes descarnados, violentos, con saña e impunidad. Había matado, torturado, violado… como te decía, era mío. Así que el tiempo pasó y el Polaco, porque así le decían, dejó las fuerzas. Volvió a su pueblo y, la verdad, como con lo que cobraba de pensión no le alcanzaba para nada, se puso una carnicería. Irónico ¿no? Pero tenía que subsistir. Bueno, la historia es esta, vos después te encargarás de los detalles. Entré al cuerpo de su hija menor y la conduje hacia la carnicería. Era la hora del cierre. Me vio cuando in79
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gresé al local por la puerta de atrás. Casi me matás de un susto, dijo. Así que le respondí, con mi voz, que esa era la intención. Esa es la intención, Polaco, le dije. Después emití un gruñido, gutural, con saliva, y, lentamente, llevé a la niña hacia la casa. La dejé confundida, sin saber lo que había sucedido. El hombre no volvió a ver a su hija de la misma manera. Repetí el procedimiento, inmediatamente. Fui la siguiente noche y lo asalté, con los ojos blanquecinos y un cuchillo en las manos. —Polaco —le dije —¿Qué querés? —dijo, con un sobresalto nervioso. —Vos sabés, Polaco. Vos sabés quién soy y lo que quiero. —No sé. No sé, dijo, aterrado, apretando un pedazo de carne hasta hacerlo sangrar, apenas, por los bordes. —Así es, Polaco —le dije—. Así es, —usando la voz de su hija. Mirando el pedazo de carne, señalándolo con el cuchillo. Y me fui. La tercera noche encontré al hombre sentado en el patio de su casa, mudo, mirando el paredón que daba al fondo. Ingresé al cuerpo de la niña y fui hacia él. Su hija estaba con el pijama puesto, descalza. Llegué suave, sobre la tierra húmeda. Polaco, Polaco, Polaco, le dije, alternando mi voz y la de la chica. El Polaco estaba borracho, más que de costumbre. Tambaleó e intentó hacerme frente. Me miró, fijo, a los ojos, y yo le mostré en un segundo todos sus crímenes. Pero, no conforme con eso, hice que los sintiera en carne propia, que le dolieran. El Polaco retrocedió unos pasos, confundido, con lágrimas en los ojos y yo realicé mi baile, el que todos 80
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mis condenados conocen. Sí, me gusta bailar, ya lo vas a ver. Bailé con el viento moviendo el pijama de niña, sobre la tierra húmeda y él supo que no había escapatoria. Fue hasta la carnicería y volvió. Unos segundos después, dejó a la niña tirada en el patio y salió corriendo en busca de su mujer. Maté a tu hija, le dijo, manchado de sangre y con el gancho de carnicero todavía en las manos. Temblaba y las gotas caían, lentas, sobre los cerámicos desteñidos. Maté a nuestra hija. Tenía al Diablo adentro. Era el Diablo. Era el Diablo, decía, una y otra vez. Su mujer, desconcertada, corrió en busca de la niña y la encontró descuartizada. Pedazos y pedazos de la hija regados por el patio. Una verdadera carnicería. La sangre hacía pequeños charcos en la tierra y el cuerpo se encontraba esparcido con distancias de hasta dos metros. Una mano acá, una pierna allá. El rostro era irreconocible. Después de unos minutos, desde el fondo de una habitación oscura, el Polaco, de rodillas, volvió a repetir, tartamudo, mi nombre, y el eco que produjo la recortada contra su sien retumbó en toda la cuadra. Yo escuchaba el relato que se me entregaba desde las sombras de mi casa y escribía, como podía, un borrador apurado. Afuera la lluvia se transformaba en tormenta, pesada, lenta, cayendo sobre la noche interminable. Pensé que todo era imposible, irreal, y la voz, desde la penumbra, me respondió que no. No te confundas, me dijo. Ahora te voy a contar una segunda historia. Atento, no pierdas detalles de lo que voy a narrar. 81
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El tipo era un borracho y a mí me gustaba jugar con su mente. Era frágil. Lo encontré una noche en un bar y me senté a su lado, sobre un taburete en la barra. Pedí dos cervezas y le invité una porque sabía que ya no tenía más plata, y eso, para un alcohólico, siempre es terrible. Le dije que era el Diablo y no me creyó. Eso suele pasar. Pero el hombre, no conforme, dudando, me pidió una prueba. Eso fue un error. A mí nadie me pone a prueba. Quién se cree. Quiénes se creen. Esta historia salió en los diarios pero nadie me nombró, y eso me indigna. Quiero que escribas y seas claro en darme el crédito, porque fue todo mío. Por eso te estoy eligiendo. Estoy harto de que no se me atribuyan mis actos. Mirá, le dije. Y comencé a hacer que, a nuestro alrededor, las cosas salieran mal. Eso siempre me gusta, es mi firma. Un hombre que caminaba entre las mesas con dos vasos se tropezó con un pie y cayó sobre una mesa, manchando a todos. Fallaron las luces y todo quedó a media luz. Algo explotó en la cocina. Cerré la puerta de entrada para que nadie pudiera entrar o salir y puse de mal humor a todos. Dos tipos se pusieron a discutir, un tercero se metió y comenzaron a pelear. El borracho me miró y miró todo lo que pasaba, asombrado. La pelea se extendió a cinco, seis, siete personas. Nadie sabía por qué peleaban pero peleaban igual. Lo que explotó en la cocina era la caldera y el fuego se esparció rápidamente de ahí al salón y a las mesas. ¿Ves?, le dije. El borracho se levantó como pudo del asiento y me hizo una reverencia. Por un segundo me conquistó. Pero no fue suficiente. Te vas a morir, le dije, vos y todas estas personas. Esto va a ser recordado como “la masacre del bar”. Los gritos de terror comenzaron a sentirse en el lugar y muchos intentaron salir sin éxito. Se agolparon ahí, 82
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contra la puerta cerrada, y el fuego los fue atrapando. Todos corrieron. Todos menos el borracho. Él entendió. Pasó tras la barra y buscó la mejor botella de vino. La descorchó mientras el fuego lo quemaba, pero igual pudo, lo logró. Ahí me puse a bailar como es mi costumbre. Bailé entre las llamas y los gritos. Ese dolor de chasquidos en la piel era una fiesta para mí. El olor a carne quemada es un placer. No hubo ni un sobreviviente. Cuando terminé de escribir “No hubo ni un sobreviviente” lo vi acercarse, sobre las sombras, veloz como solo él podría serlo. Pero todavía era más un contorno que una forma definida. Bien, bien, me dijo. Muy bien, chico. La tercera historia, escuchá, va a ser sobre esta noche, lo que te conté y mi encomienda, dijo, mientras, apenas formándose en la oscuridad, comenzó a realizar su baile. Vas a escribir sobre la noche que te visitó el Diablo y vas a decir que mi baile es terrorífico. Terrorífico de verdad. Y vas a vivir solo para contar, una y otra vez, mis historias. Me quedé petrificado, sin saber qué hacer o cuál sería mi destino, viendo cómo un aura roja ascendía sobre su cuerpo, copando, de a poco, la oscuridad de mi casa hasta teñir el suelo, las paredes y los muebles; llegando hasta mis ojos y produciéndome una ceguera momentánea. Entré en shock. Quise moverme y no pude. Quise gritar y tampoco. Inmóvil, aterrado. Mi cuerpo se ablandó en un segundo y caí con fuerza, sobre el teclado, rompiendo algo. Después de eso no recuerdo más. Desperté confundido y caminé, descalzo, a preparar el mate. Encendí la 83
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tele y pasé los canales hasta caer en el noticiero. Ahí lo vi, sobre el balcón, bailando con ese aura que pude reconocer. Era fuego y oscuridad. El viejo Diablo bailando sobre aquel balcón. Cambiando, oscureciendo ese rosa histórico hasta dejarlo, a mis ojos, convertido en un rojo profundo y perturbador.
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por Natalia Zito QUE ACABE ADENTRO, QUE SIGA, que no se ponga nada. Se lo dice al oído mientras él se mueve encima de ella y se excita todavía más. Debería ponerse un preservativo, buscarlo en el cajón de la mesita de luz, donde le mostró que los dejaba hasta que se pusiera el diu. Nuria lo rodea con las piernas mientras le muerde la oreja y otra vez: que siga, que no pasa nada, que le gusta tenerlo dentro. Él no sabe en qué fecha del ciclo están. Si ella dice que siga debe ser que no hay riesgo. Que está todo bien. Le encanta meterla en cuero. No es momento de preguntar. Cierra los ojos, disfruta la piel de ella rozando la suya. Le sigue gustando como cuando cada uno tenía su departamento, cuando Nuria podía soportar que él dejara los calzoncillos tirados al lado de la cama porque total no era su casa y hasta le parecía una postal del sexo. Es la primera vez que le dice que acabe adentro.
Nuria nunca le preguntó si se veía como padre, si había fantaseado con eso o simplemente imaginaba el resto de su vida parecida a todo lo anterior. Nuria no hace esas preguntas. Él piensa que tener un hijo es dar un salto. No necesariamente bueno, un salto que implica esfuerzo sin satisfacción segura y obligaciones de por vida. Para él, la gente tiene hijos por puro narcisismo: duplicarse en otros imperfectamente similares. Para eso tiene a los personajes, a los que puede hacer mejores que él. Alguna vez se atrevió a contarle a Nuria sobre un juego que hace en escenas sociales cuando está aburrido. Es decir, casi 85
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siempre. No le gusta mezclarse. Cada tanto acepta ir a reuniones de Nuria, en las que observa desde afuera como si estuviera ausente. Presta atención a la ropa, al tamaño de las narices, las orejas y la longitud del corte de las bocas. Elige dos o tres personas y combina mentalmente nombres y rasgos, luego se imagina el bebé que saldría de esa mezcla. Siempre son pequeños monstruos de nombres raros. A veces los dibuja ahí, mientras no habla con nadie. Tiene una regla: si se ríe al diseñarlo, el personaje funciona. Muchos, tal vez la gran mayoría de los personajes de sus historietas, surgen secretamente de ese ejercicio. Ella gime debajo de él, que cierra los ojos mientras se mueve y se embriaga con el roce al penetrarla una vez y otra y otra más y el perfume y los movimientos de ella y el placer aumenta y no podría ser mejor; pero lo asalta la imagen de un bebé que pronto llora a los gritos y enseguida otra imagen de Nuria con panza y veinte kilos encima, caminando con la mano en la espalda sosteniéndose la cintura y quejándose como su hermana: de la panza, de las noches sin dormir, del precio de los pañales, del marido. Sigue moviéndose. Se convence de que no está pensando más que en lo que está haciendo. La besa, la toca, se concentra en penetrarla. Se le empieza a bajar. La recuerda hace minutos, cuando le corría el corpiño azul eléctrico. No hay caso. Entonces refuerza: además de Nuria hay otra, que lo toca mientras él se mueve encima de ella. No alcanza. Ahora son varias: todas morochas y una colorada, lo rodean, se sacan la ropa, se tocan y se la chupan entre dos. Quiere abrir los ojos, verla gozar, mirarle las tetas apenas caídas hacia los lados. Quiere abrir los ojos y llenarse de esa imagen en la que ella le dice que acabe adentro, sin pensar nada más que en este momento. Hace fuerza para despegar los párpados. No puede. Suelta 86
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una mano del cuerpo de Nuria y se toca la cara para ver qué pasa. Al tacto, sus ojos están abiertos. Él los siente cerrados. Saca la mano de golpe y antes de que pueda tocárselos otra vez, oye un llanto de bebé que retumba encerrado. Se sorprende, pero lo desestima, se ocupa de seguir moviéndose para olvidar todo y acabar. Otra vez el llanto, esta vez se escucha más nítido como una especie de grito sostenido. Gira la cabeza apenas. No está seguro si abre los ojos. No encuentra nada en particular. Se aferra al cuerpo de Nuria. Vuelve con las minas que se tocan entre ellas y lo invitan a mirar, pero juegan a que no puede tocarlas. No logra volver a sentirla parada. Nuria lo besa y vuelve a hablarle al oído: me gusta cómo me coges, seguí, Tomás, me encanta. Continúa moviéndose. Le va a preguntar en qué fecha del ciclo están. Eso lo va a tranquilizar. Tiene que encontrar un modo de decirlo sin romper el clima. Ella se entretiene pasándole la lengua por el cuello. Él no deja de escuchar el llanto. No quiere preguntarle si lo escucha también. Sigue tocándola. No dice nada. No tiene sentido preguntar por el ciclo. Nuria finge, empezó a fingir, él lo sabe. Se baja del cuerpo de ella, pero no deja de acariciarla. Le pregunta si los vecinos están, si pueden haber tenido un bebé, si tienen uno de visita. Nuria se ríe y él se va al baño. Se moja la cara y chequea sus ojos. Los abre, los cierra. Puede hacerlo las veces que quiere. Se rocía la cara con el spray de aguas termales de Nuria, ella no sabe que él lo usa (cuando se termine va a tener que reponerlo en secreto). Otra vez el llanto que parece estar dentro de las paredes. Se le arma una imagen: Nuria en una camilla angosta, con los brazos colgando hacia los lados y las piernas abiertas, de entre ellas emana una especie de bebé largo y flaco, del tamaño de un niño de dos o tres años, de orejas diminutas y pier87
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nas casi esqueléticas. Tiene los ojos grandes y verdes igual que Nuria. No tiene párpados. Le gusta eso: un pequeño demonio condenado a no dejar de mirar, con ansias de venganza por esa deformidad. Busca su block de hojas. Tiene varios en lugares estratégicos de la casa: el baño es uno. Le dedica cinco minutos al boceto y se ríe en silencio al recordar que por un momento creyó que el llanto era real. Nuto, escribe debajo y decide que los ojos van a tener un destello rojo diabólico en el centro. Sus historietas nunca tienen más de tres colores. Suelen ser en blanco y negro, con un solo color que destaca algún detalle. Escucha que Nuria hace crujir el colchón con sus movimientos. Es su modo de llamarlo, de decirle que se está fastidiando. Él lo sabe, tanto como que fingía. Le vuelven las ganas de cogerla. Se acuesta encima de ella. Se ríen. Dan vueltas en la cama. El pelo lacio de Nuria le roza la cara. Le encanta su perfume. La tiene más dura que antes. Se mueve encima de ella y abre los ojos para verla gozar, pero Nuria no está completamente ahí. Además de penetrarla, la toca de todas las maneras que recuerda funcionan. Nuria gime y lo aprieta entre sus piernas. Acabá, le pide. Él quiere que sea ella la que acabe primero, pero Nuria le da a entender que no, que acabe y listo. Qué significa listo. No quiere pensar en eso. Vuelve a escuchar el llanto, junto con un portazo y luego otro. Se sobresalta. Nuria deja que se levante para ir a ver qué pasa. Sale desnudo al pasillo. La casa tiene tres dormitorios. Uno de ellos es el lugar donde dibuja. Me voy a la cocina, le dice a Nuria, cuando se encierra en ese cuarto para dibujar. La llama así: la cocina. Cuando le hacen reportajes sobre sus historietas de terror, habla de la cocina de los demonios pero nunca aclara la literalidad de sus palabras. Escucha el llanto a lo lejos. Chequea todos 88
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los ambientes. Se tropieza con los rollers de Nuria, se vuelve a decir que debería anotarse en el gimnasio o al menos salir a correr. Vuelve apurado a la cama, va a dejar los preservativos entre las sábanas o debajo de la almohada. Nuria está de costado, le dice algo apenas lo ve y él se olvida de los preservativos. La abraza desde atrás. No se le para. Se duermen. Se ve en la cocina, su cocina, que ahora está en penumbras. Hay olor a leche vomitada. El sillón está apenas girado hacia un costado. Se acerca. Se detiene. Da un par de pasos más. No está solo. Supone, se convence de que está soñando. Oye alguien chupando con ruido. Es como un chapoteo descuidado. Enciende la luz y los ve: Nuto gira la cabeza hacia él, con parte de la teta de Nuria todavía en la boca. A un costado queda la otra teta de la que no para de brotar leche. Ella no hace nada para detenerla. Nuto siempre te va a necesitar, le dice sonriendo. Él grita y de un salto se encuentra otra vez en la cama. Se vuelve a acostar y cuando está a punto de volver a dormirse, la mano de Nuria se le mete dentro del calzoncillo. Manotea el cajón de la mesita de luz, mientras se deja. Otra vez el llanto que retumba desde el baño. No tengas miedo, Tomi, bromea Nuria y se le sienta encima. Entre las sombras le parece ver a Nuto sobre la cómoda. No encuentra los preservativos. Nuto lloriquea. Nuria se mueve despacio y suave. Tantea las sábanas, tampoco están ahí. Le toca las tetas, ella se mueve más rápido. Nuto se baja de la cómoda y se acerca a la cama. Nuria gime, se ríe y se mueve cada vez más rápido y a él le encanta, pero no encuentra los preservativos. Mira hacia un costado. Nuto está subido a la mesa de luz. Vuelve a la cara de Nuria, sus tetas, las piernas, pero también los pies de Nuto: un par de pies huesudos con un rasgo inconfundible: 89
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dos dedos prácticamente pegados; el corte que debería dividirlos en dos es breve, como si al hacerle el pie derecho no hubieran terminado de cortar esos dedos. Son los dos que siguen al dedo gordo. Igual que él, que su propio pie derecho, igual que el de su papá y el de su hermano. Igual que uno de sus personajes. Mete la mano debajo de la almohada buscando los preservativos. Nuria se contorsiona encima de él, extendiendo los brazos hacia arriba, haciendo que las tetas se le vean aún más paradas. Nada le gusta más que verla así. No puede ver a Nuto, pero sabe que está. Nuria gime más y más y él la tiene más dura que nunca.
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EL ENSAYO DE LAS MURGAS es
constante. No puede precisar de dónde viene esa cadencia que le retumba y la marea: está por todos lados. A cada rato se encuentra siguiendo el compás con un pie, con un hombro y si se descubre en el baile involuntario, se llama al orden y los odia. No hay un alma en la calle. Está sola. Con este calor, es un pueblo fantasma. Hasta tiene que tocar timbre en el almacén. Vagos, piensa mientras espera. El dueño la atiende en cuero y a puro gruñido, ni que fuera la hora de la siesta. Le mira el escote, ella aprieta los dientes, pide lo justo y camina de vuelta. Supuso que iba a ver perros sueltos por todos lados, que estarían dormidos o husmeando la basura, de hecho salió armada con un palo. Pero no están. Van dos noches que los ladridos no la dejan dormir. Arranca uno, perdido a lo lejos, y pronto son miles de trapos enredados en el aire. Incluso los intuye al acecho en el fondo de su casa. Ahora todo está quieto. Salvo por una lagartija que se escurre adentro de una grieta de la Sociedad de Fomento, no se mueven ni las hojas de los árboles. Al pasar por una ligustrina tupida escucha un cachetazo de agua, juraría que es un chapuzón de casaquinta, aunque sin risas, ni voces que lo acompañen. Quiere espiar a través del cerco. No. Se contiene, mira al frente y apura el paso. Se le incendia la cabeza y tiene sed.
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Hay una enredadera en el alambrado de la estación de tren. Conoce la forma de las hojas, los tallitos ensortijados y las flores violetas, pero esto no: penden unas frutas carnosas, abombadas. Se mete entre los yuyos y toca uno de los bultos: es tenso. Lo mide, lo presiona un poco y otro poco más y de pronto le estalla en la mano, se la deja pegajosa con una savia blanca. El olor es sutil, dulce, entonces se le anima con la punta de la lengua. Hace una arcada, junta saliva y escupe. No puede creer semejante amargura. Le queda la boca áspera como si se la hubiera quemado. Manotea una rodaja de pan de la bolsa del almacén, a ver si mascando una cosa limpia tapa el mal sabor. Mira para todos lados, no sea que pesquen a la maestra haciendo estupideces. Se siente observada y, por las dudas, se hace la señal de la cruz. Dobla en el cruce y se choca con un tipo, tan de golpe que se le caen las compras. Dame un pucho, pide él. No, no tengo, no fumo, contesta mientras levanta las cosas del suelo. Él tira un gargajo a tierra que casi le toca los pies. Se levanta y camina lo más rápido que puede. No quiere mostrarle el susto, por eso no corre. Gira la cabeza para saber a qué distancia lo tiene: no hay nadie. El camino está desierto. Los únicos indicios de vida son las chicharras y los bombos, que compiten a ver quién puede más. Apenas llega, ahueca las manos para tomar agua directo de la canilla, se lava la cara, se moja la nuca y los brazos. Prepara arroz y lo deja enfriar. En la heladera todavía están las tres sidras que trajeron los parientes para Navidad y que al final no tomaron. Bombos, bombos, bombos, bombos. Cierra los ojos. El ruido le late en las sienes y la llama. Descorcha, se sirve y choca su copa con el pico de la botella, es un brindis. Come el arroz mezcla92
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do con mayonesa y cuando se quiere acordar, no le queda más que un sorbo de sidra, se la tomó entera. Se para, con cada azote de tambor pisa fuerte y la falta de equilibrio le hace dar pasos quebrados que le sacuden la carne. Si intentara hablar, las palabras le saldrían patinosas. Se deja caer en la cama agitada y brillosa de transpiración. Antes de entregarse al sueño, se le ocurre que el corazón cambió el ritmo, que ahora bombea esclavo de las murgas que se están calentando para la noche. La sirena del cuartel de bomberos aúlla y en el punto máximo se desinfla agónica para arrancar otra vez. Es igual a una alarma de ataque aéreo en plena guerra, pero acá nadie se mosquea. Ella se despierta sin siquiera abrir los ojos, le duele la cabeza aunque le gusta el resto de la borrachera que no se le llegó a ir con la siesta. Cuando paran los bomberos la estremece, otra vez, el repique del carnaval, más encendido, más cerca. Los bombos le pegan en el pecho, la sofocan. Está empapada, se acuerda de las frutas linderas a las vías, aprieta las piernas, quiere. No. Prende la luz y se baña con agua fría. Va a ir a la avenida. La calle es de todos, se justifica, para estar en vela encerrada, más vale ir a ver. Se ata el pelo, se calza los anteojos y se enfunda en el guardapolvo de maestra, que la hace sentir segura y, además, en pleno verano juega de fantoche como cualquier disfraz. Abre otra sidra y antes de salir, se echa dos copas. ¡Señorita Romero! ¡Coca Romero! ¡Seño, Seño Coca, Seño! La persiguen y la rodean los alumnos que pasaron a séptimo, rumiantes de chicle y de una risa boba que contagia a todos menos a ella. Les huele el cloro en el pelo y repelente de insectos. Se deben haber pasado el día en el polideportivo. No necesita sacarles charla, Olivera y 93
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Quiroga interrumpen, como siempre. Pasan a toda carrera, para mojarse de prepo, fingiendo que no tienen ganas. Ojito, ustedes, les grita la maestra y al instante la avergüenza su caricatura de patio de recreo. Se escabulle rápido entre el tumulto hasta que las caras del gentío le sean desconocidas. El potrero de atrás de la iglesia improvisa de estacionamiento y camping: hay casas rodantes, carpas y está repleto de micros escolares, embarcados en la changa de llevar y traer público y comparsas de pueblo en pueblo durante el receso de clases. Un hincha de Independiente mea contra un árbol, a unos metros unos nenes se vacían en la cabeza tubos de nieve, una puta con medias de red los cuida desde una sillita de playa mientras teje al crochet, la Cenicienta fuma porro con Batman, tres monjas salen de misa, se tapan los ojos para fingir que las horroriza el despliegue, pero entre los dedos miran con voracidad. No hay religión, gordura ni vejez que las salve, unos adolescentes les disparan con bombas de agua para verlas correr. La maestra está de brazos cruzados cerca de una tarima con altoparlantes. Suena cumbia y reguetón a todo volumen y un animador relata a los gritos lo mismo que todos pueden ver con sus propios ojos. Acá comienza, señoras y señores, el Corso que estábamos esperando. Y el camión de los bomberos abre el espectáculo y empapa a todo el que se le cruce. Se resbalan los payasos con los chorros de agua y la gente estalla en una carcajada. La maestra hace que no con la cabeza, aunque también sonríe. El viento cambia y las fumarolas de un puesto de choripanes se le van encima, cierra los ojos, frunce la cara, pero el humo la soba y la deja impregnada. Se tienta. Compra un sándwich y un vaso de cerveza de litro, único tamaño disponible. Se echa el líquido directo en la gar94
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ganta, la boca no paladea ni interrumpe el paso. La calle se inunda de telas sintéticas, brillantes, de plumas, lentejuelas y los colores cambian según la murga. Se sacuden, muestran, se contonean, marchan, se quiebran. Silbatos, platillos y bombos les marcan el paso y repican en cada cuerpo haciéndolo vibrar. Una travesti se acerca a la maestra, le suelta el pelo, le pinta los labios y la hace desfilar. La lleva de la mano hasta el ojo de la tormenta, le pone una banda y una corona: hacen la pantomima de la Miss Universo. La gente aplaude y los tipos sudorosos azotan con pedazos de manguera los parches de los tambores. Mueva, mueva, mueva, mueva, la alienta el público. Ella se ríe, se pone colorada, pero se atreve, salta, cae, salta y sigue. Siente que los repiques de los bombos brotan de adentro de ella. Los acompaña durante toda la pasada. Se agita tanto que le da una puntada en un costado, debajo de las costillas. Se sube a la vereda y tropieza con un bulto: es una mujer andrajosa que amamanta sentada en el cordón, alza los ojos y le grita algo. La maestra se agacha para pedir disculpas. Quedan frente a frente: una con coronita y labios pintados; la otra canosa, flaca y le falta un diente. El crío la suelta y le deja la teta a la vista, herida de mordiscones. La maestra se aleja, la impresión de la teta vieja la persigue un rato. Se compra más cerveza que toma y se vuelca encima y pronto está de nuevo en sintonía con el carnaval. Se ríe, aplaude, sacude los hombros y deja que los primeros botones del guardapolvo se le desabrochen en libertad. Ve cientos de caras, se marea y no se cae porque la sostiene la multitud. En algún momento aparece una carroza enorme de cartón pintado. Es un duende negro, de brazos largos, desnudo, con un bastón en una mano y un cigarrillo en la 95
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otra. A cada avance del motor, la figura se zangolotea y amenaza con desmembrarse. ¡El Pombero! Grita el animador. ¡Pombero!, aclama la gente. Tiene un séquito de murgueros vestidos de rojo y hay uno de pelo en pecho, con el torso desnudo y un antifaz con cuernos. Corre hacia el público, los chicos lloran, los padres lo putean, un pibe se prende a un cuerno y trata de robarle la máscara sin éxito. Él se para frente a la maestra y le gruñe. Ella deja caer el vaso de plástico vacío, sonríe y lo enfrenta: le gruñe más fuerte. La gente aplaude y se burla del pobre diablo. El tipo carga a la maestra y corre con ella al hombro entre saltimbanquis y bombos. Sacude las piernas como en los dibujos animados y se ríe. Él tiene olor a chivo, ella se embriaga de ese olor animal y dulzón. No solo le entra por la nariz, sino también por cada poro. No se resiste, restriega la cara en la espalda sudada del tipo. Le arde. Frunce los labios para contener el impulso hasta que ya no aguanta y lo muerde. Cabeza abajo le vienen ganas de vomitar, no se aguanta, el vómito cachetea el piso. Ve flashes, tacos altos, zapatillas de lona, pies descalzos, cascabeles y escucha los pasos del murguero, metálicos en el asfalto, como cascos de caballo. El tiempo se le fragmenta, se le recorta, las imágenes se suceden sin ilación. De a ratos se duerme colgando de él. Se despierta sobresaltada. Intenta incorporarse, pero le duele todo y no soporta la luz atardecida que entra por la ventana de su habitación. Están quemando basura en la zanja y el olor le invade la casa. No solo arde la hojarasca: el fuego habrá agarrado plástico o goma, porque el aire espeso le pica en la nariz y le da náuseas. El hambre y el asco la desesperan, los dos impulsos se le baten a duelo y ella no sabe a cuál obedecer. Cree que estuvo dormida por meses y tiene un frío inexplicable. No hay caso, no se 96
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puede levantar. Se mueve apenas y le sorprende sentir tan cercano el roce de las sábanas en los pezones. Se destapa y comprueba lo mismo que le había parecido al tacto: está desnuda. No recuerda haberse sacado el camisón, ni habérselo puesto, ni siquiera recuerda cómo hizo para volver a casa. Le vienen restos de la noche del carnaval o del sueño, las caras de los alumnos, los dedos que la señalaban, las fotos disparadas desde los celulares, el gusto del vómito en la boca, las luces de un patrullero que pasaba de lejos, una lengua húmeda que la llenaba y se le escurría como una lagartija. El olor de él no está en la memoria, sino ahí presente, lo tiene impregnado en el cuerpo. La asalta una nueva sucesión de imágenes: bombos, las frutas del tren, bombos, los dos corriendo hacia el descampado, bombos, bombos, bombos, las manos contra un micro escolar soportando las embestidas que se la montaban y le entraban por cada agujero, sus sandalias embarradas y atrás unos pies que le parecían más bien patas de cabra. Bombos. Él acababa en un bufido ronco y ella, convertida en la presa de un animal en celo, se desgarraba de goce mientras la sirena del cuartel de bomberos les sofocaba los gritos. No quiere recordar más, pero es inevitable, la resaca le arma un collage oscuro del carnaval. Le cuesta moverse. Se descubre escaras en los muslos. Imposible. ¿Cuánto tiempo estuvo dormida? Se sienta en la cama, le da una arcada y el frío la pone a temblar. Se cree enferma, culpa a los vecinos por las hogueras tóxicas y a sus alumnos por la úlcera y los años de mala sangre. La acidez le sube del estómago y ya le conquista la garganta. Le agarran unos retortijones bestiales. El dolor es nítido. Corre las sábanas y ve cómo su panza hinchada tiene movimiento propio. Las tripas dan un vuelco completo, juraría que se le cam97
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bian los órganos de lugar y ahí lo sabe: tiene algo vivo adentro. No le importa el dolor, tiene que hacer algo urgente. Entra al baño, se ve canosa y flaca y no puede pensar nada porque una contracción punzante como una cornada la desmaya. La cara pega contra el bidet y se le rompe un diente. Cuando recupera el conocimiento ya es de noche y se escuchan los ladridos infernales. Está tirada arriba de un charco que le salió de entre las piernas. La panza la hace aullar de dolor. Cree que eso que le presiona en el vientre está maduro. Preferiría cualquier cosa antes de ver la cría que, supone, va a brotarle del cuerpo. Se levanta con el resto de fuerza que le queda y se dirige a la puerta de calle. Del otro lado la jauría espera.
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APOYA SOBRE EL PECHO LA única mano que puede mover. Se siente rara sin corpiño. Un muchacho, al que solo alcanza a verle un brazo grueso y curtido, arrastra la camilla por los pasillos del hospital. —Ya llegamos, abuela —le dice y ella no tiene fuerza para responderle que no tiene nietos. Pero qué importa eso ahora. Piensa que lo bueno es que el cuerpo ya no le duele. Cierra los párpados.
Al menos una vez en la vida lo ves a Jesús y también ves al diablo. Eso le habían dicho cuando era chica y nunca pudo olvidarlo. A Jesús ya lo había visto. De eso se acuerda ahora. Había sido en un sueño. Se paraba al lado de su cama y le acariciaba la mano. A ella le daba vergüenza que Jesús la viera en camisón. No se animaba a decirle: esperá que me visto. Sabía que iba a desaparecer rápido, entonces trataba de grabar en su memoria la barba prolija, las manos agujereadas, el pelo largo y ondulado. Los ojos, igual que le pasaba cuando miraba la imagen del Sagrado Corazón, la hipnotizaban. No podía hablar, ni moverse. Eso había sido todo. Qué tonta, había pensado después, si Jesús la veía en todo momento. No tendría que haberse preocupado por lo del camisón. Toda la mañana se había sentido acompañada por esa mirada. Se acarició la mano varias veces para tratar de sentir lo mismo que en el sueño. No se 99
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animó a contárselo a su hermana, porque sabía que ella todavía no lo había visto. Cuando terminó de lavar los platos, pensó en dormir la siesta. Quizás, con mucha suerte, él volvía a aparecer. Cuando empezaba a dormirse se acordó de la frase que le habían dicho cuando era chica y se despabiló del todo. Si el diablo podía tomar cualquier forma, ¿cómo iba a reconocerlo cuando se le apareciera? Eso la preocupaba en esa época, mientras cosía sin parar. Porque así como sabía que una vez en su vida iba a verlo, también sabía que la pereza le hace el gusto al diablo y lo atrae. —¿Cuándo vas a dejar descansar esa máquina? —le decía siempre el vecino, asomando medio cuerpo por la ventana. La sobresaltaba. Cada vez que aparecía, ella se llevaba las manos a la cabeza para acomodarse el pelo pero no levantaba el pie del pedal. La recta de hilo seguía sola, torcida sobre la tela. —Mirá lo que me hiciste hacer, Gabriel —decía cuando se daba cuenta de que el traqueteo de la máquina seguía avanzando. —Las cosas que te haría hacer —le respondía y se iba con la sonrisa tajeada en la cara. —Voy a poner rejas –gritaba ella mientras buscaba la tijerita curva que usaba para descoser. La que estaba enamorada del vecino era su hermana. Le gustaba tanto que podía presentirlo cuando merodeaba por la vereda. Aunque estuviera en el fondo del patio, colgando la ropa, dejaba todo. Pasó Gabriel, decía, y ella le respondía que la terminara con esa pavada, que él no era un tipo para ella. Entonces su hermana se daba vuelta, sin decir nada, y seguía con las cosas que estaba haciendo. 100
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Era inútil. Ni los regalos del hijo mayor de Don Vizzia, ni las promesas del despachante que venía todos los meses lograban sacarla de su terquedad. Ella le decía que iba a ser una solterona amargada, que se iba a enfermar, que podía salirle un tumor como a la vieja de la vuelta. Pero su hermana volvía a responderle que le gustaba Gabriel. A ella, en verdad, también le gustaba Gabriel. Le daba gracia esa forma atrevida que tenía de encararla cuando estaba sola o la fantochada de hacerse el educado cuando estaba con su hermana. Me voy a terminar casando con cualquiera si no aflojás, le había dicho el vecino una tarde que se cruzó con ella cuando estaba volviendo de la panadería. Se lo susurró cerca del cuello y ella sintió que se le nublaba vista. Casate con mi hermana, fue lo único que pudo decir mientras él la arrinconaba. Y voy a terminar loco viviendo cerca tuyo, le había respondido. Quizás en eso tenía razón. Se tantea el pecho sobre la sábana. Busca la cadenita con la medalla del Sagrado Corazón. Se acuerda de que la enfermera se la sacó y le dijo que se la guardaba. Las piernas le hormiguean, no sabe si eso es bueno o malo. Quizás se le está yendo el efecto del calmante, piensa y se inquieta. Trata de mirarle la cara al camillero, pero no puede mover el cuello. De costado ve las placas del cielorraso salidas, los tubos de neón titilando. Gabriel se terminó casando con la chica del correo. En esa época su hermana no quería salir a la calle. Decía que no quería cruzárselos. El día del casamiento se había puesto a tejer, y cuando ella volvió de la iglesia, encontró 101
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una hebra de lana con cientos de nudos que recorría todo el comedor. Ni siquiera pudo convencerla para que saliera la noche del baile de carnaval. Terminó yendo sola, vestida de holandesa, con un disfraz que habían hecho juntas. La pollera amplia, la camisa blanca y un pañuelo almidonado en la cabeza. Vas a conseguir novio esta noche, le dijo su hermana, mientras fumaba apoyada contra el marco de la puerta. Por eso, vos deberías venir también, le contestó ella. En el fondo del club habían puesto hileras de banderines y luces de colores. Entre la gente vio a Gabriel y su mujer que estaban vestidos de indios. La transpiración le hacía brillar el cuerpo al vecino. A mitad de la noche, la siguió cuando iba para el baño. La llevó del brazo hasta detrás de la casilla. —Soltame Gabriel —le dijo ella—. Por qué no te vas a sacar las ganas con tu mujer. —¿Por qué me decís eso? ¿No será que la que anda con ganas sos vos? –le respondió él achinando los ojos. Ella bajó la vista. —Mejor andate. Pueden vernos. Él se apretó a su cuerpo y la besó mientras ella forcejeaba. Sentía su lengua recorriéndole la boca. El brazo que le sostenía fuerte la nuca. Algo se aflojaba en ella con cada exhalación de aire, con cada caricia que le hacía tratando de meter la mano por adentro de su pollera. —Esta noche dormí sin bombacha, que quiero ir a verte —le dijo alejándose rápido para el centro de la pista. Cuando ella llegó a su casa, su hermana todavía estaba despierta. —¿Conseguiste novio? —le preguntó desde la cama. 102
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Ella se puso el camisón y cerró la ventana. —Dejá abierto. Hace mucho calor. No le respondió y apagó las luces. Al rato escuchó que su hermana la llamaba, me parece que anda Gabriel, le dijo. —Será algún borracho. Dormite. Él tiene que estar en la casa con su mujer. —Me parece que anda por acá. Ella se dio vuelta y se tapó con la sábana hasta el cuello. Sonríe, piensa que ahora sí está sin bombacha. Con ese camisolín de hospital que le deja a la vista el costado del cuerpo. Un cuerpo que en todos estos años se vino abajo y ahora no puede mover. A su edad, qué sentido tiene que la operen, piensa. Las ruedas de la camilla chillan cuando doblan por un pasillo menos iluminado. Deben ser pasillos internos, piensa. Ve la pintura descascarada de las paredes, algunos tubos de luz apagados. Desde ahí no se escuchan los quejidos de los enfermos, ni el ir y venir de las enfermeras. —¿Que hacés, Chino? —escucha decir a una mujer que no llega a ver. —Salí a pasear con una chica. La camilla se detiene. Deja de ver el brazo del muchacho. —Pensé que me ibas a invitar a pasear a mí —dice la mujer, suavizando las palabras. No entiende la respuesta porque las voces se convierten en un murmullo. Le parece escuchar algo como gatita o nena, pero no está segura. Siente frío. —Voy al quinto con mi chica y vuelvo —escucha al camillero. 103
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Se enteró de que a Gabriel lo trasladaban por el trabajo un día que se apareció en la puerta de su casa. —Quiero que te vengas conmigo —le había dicho. —Vos tenés a tu mujer. —¿Hasta cuándo vas a ser la virgencita del barrio? —No es problema tuyo. Me voy a meter en la cama del primero que pase, si tanto te preocupa. —Soy el único de la cuadra. Dale, dejame despedirte —le dijo apretándose fuerte a ella para que lo sintiera. —Andate Gabriel. —¿Por qué no tocás el botón del piso y que suba la señora sola? Le avisamos a Domínguez que está arriba. —No la puedo dejar sola. —Chino, está inmovilizada. No se va a caer. Siente que avanzan de nuevo. Oye las puertas del ascensor. Desde dónde alcanza a ver, las paredes forman un cubo de metal. El hormigueo de las piernas se agudiza. Ahora es un dolor fino, continuo. —Me duele —dice en voz baja, pero nadie responde. No está segura si la voz le sale o la imagina. Un timbre agudo suena, se cierran las puertas. Trata de ver el brazo del camillero, pero solo ve la sombra borrosa de la camilla reflejada en la pared de metal. Trata de girar el cuerpo pero no consigue moverse. El dolor se hace más fuerte y le sube por la cara interna de las piernas, hasta la ingle. —¿De qué te sirvió ser tan modesta? ¿Modesta?, piensa. Pero se da cuenta de que no escuchó a nadie decir eso. Serán los calmantes que me hacen pensar pavadas. —Sí, modesta. 104
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La voz le suena familiar pero no puede reconocerla. —¿Qué dice? —trata de murmurar. —Yo sé que me estabas esperando. Un nuevo puntazo de dolor le atenaza la cadera. Aprieta la mandíbula. —¿Doctor? —Estamos solos ahora. —¿De qué me habla? —dice y el sonido le sale como un graznido. —¿No me estabas esperando? Trata de buscar algún recuerdo en esa voz. Sabe que la conoce. Piensa que se parece a la voz de Gabriel, pero no está segura. No volvió a verlo desde que lo trasladaron. —Estás sin bombacha, ¿no? La voz ahora retumba contra las paredes del ascensor. No alcanza a ver quién está con ella. Intenta moverse, cerrar más las piernas, pero no puede. —¿Seguís con ganas? En ese momento empieza a sentir un olor fuerte, como cuando estaba indispuesta. El aire se envicia. Una arcada la ahoga. Los músculos no le responden. En el reflejo del ascensor ve una sombra que antes no había visto pararse al lado de la camilla. —¿Quién es? El dolor le sube al pecho como si se lo apretaran. Le falta el aire. Agita la única mano que puede mover. Siente un roce frío que le eriza la piel de las piernas. —¿Quién sos? —intenta gritar pero ningún sonido sale de su boca. El olor cada vez más espeso se le mete por la nariz y la garganta. Unas manos le agarran de ambos lados la cabeza y con fuerza, de un solo movimiento, la giran hacia arriba.
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Siente el crujido de las vértebras. El dolor es un latigazo en la nuca. Ahora puede ver una cara, al revés, que la mira desde arriba. Es Gabriel, mirándola de nuevo, con la misma cara que tenía cuando era joven. Ve su sonrisa ladeada, ve un chispazo en sus ojos. —¿Y vos creías que solo una vez en la vida íbamos a vernos? El sonido de su propio grito le retumba adentro de su cabeza, le hace latir los oídos. Un puño se mete en su boca, hurga dentro su garganta. Trata de cerrar la mandíbula pero no puede. El puño se mete más adentro. Ahogándola. —¿De qué te sirvió ser tan modesta?
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I LA PRIMERA VEZ QUE VI un ángel, fue en mi casa. No hacía más de media hora que mamá se había dormido y yo estaba en mi pieza tratando de asimilar el episodio de una serie sobre zombies que ya se había vuelto terriblemente monótona y que aún no me decidía a abandonar. Estaba a punto de dormirme, también. De hecho, tenía los ojos cerrados cuando oí un golpe seco que llegó desde el patio trasero. Parecía como si alguien hubiese arrojado un saco lleno de arena desde una gran altura. Me asusté mucho, más aún cuando sentí a Bonzo gruñir allá afuera. Si tenía alguna duda sobre si el ruido había sido real o no –los sentidos nos juegan malas pasadas cuando nos vamos quedando dormidos, sobre todo mientras en la pantalla del televisor cientos de muertos vivos despedazan un pequeño pueblo y a muchos de sus habitantes– la reacción de mi perro confirmaba todo. Salí de la cama. Lo primero que hice fue mirar hacia dentro de la habitación de mamá: seguía dormida. Aparte de estar condenada a la postración por el resto de sus días, yo sospechaba que se estaba quedando sorda. Llegué hasta el living y subí muy despacio la persiana que da al patio. Estaba oscuro. Presioné la llave junto a la ventana y se encendió una amarillenta bombita de luz colocada bajo el alero. Seguí sin ver nada, ni siquiera a Bonzo; solo percibía su gruñido constante. Raro en él. Eché una mirada hacia el pasillo que lleva a
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las habitaciones; todo parecía en orden por ahí. Tomé coraje y abrí el ventanal. Afuera no corría el aire, era una pesada noche de verano. Ni bien puse un pie sobre el césped se me erizaron los vellos de los brazos y la nuca. El ambiente parecía cargado de electricidad. No entendía qué carajo estaba pasando. Llamé a Bonzo un par de veces. Ni se inmutó; sus gruñidos continuaban llegándome desde la oscuridad. Pregunté, con la voz más gruesa de la que fui capaz en esas circunstancias, quién andaba ahí. Nada. De nuevo, solo el gruñido ininterrumpido. Sin más remedio, activé la aplicación de linterna de mi celular y avancé. Primero lo vi a Bonzo, rígido, mirando fijo hacia un lugar que, en principio, para mí solo era más oscuridad. Cuando estuve a su lado le acaricié el lomo y por un instante emitió un breve quejido y movió la cola, pero de inmediato regresó a su posición de guardia. Las manos me sudaban. El corazón me latía desbocado. Seguí con la luz la dirección indicada por el hocico de mi perro. Apareció una mano, enorme, con la palma hacia arriba, los dedos levemente contraídos. Pensé en un ladrón. Pensé en un borracho. Avancé con la luz. El brazo dio lugar a un torso. Busqué un rostro pero encontré otra cosa: una cabeza sin ojos, nariz ni boca; quizás tampoco tuviese orejas, pero el cabello largo impedía saberlo con certeza. Había más, claro. Cuando recorrí el cuerpo descubrí que estaba desnudo y que, salvo por las dimensiones –era realmente muy grande, tal vez de unos dos metros y medio de alto–, parecía absolutamente normal, sin embargo, al redirigir el haz de luz hacia donde debería haber una cara –aun no creía lo que había visto, tuve, por un segundo, la sensación de que en realidad estaba soñando– descubrí algo que se me había pasado por alto: un ala –era eso, en definitiva– se desplegaba en la dirección opuesta en la que 108
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permanecíamos con Bonzo. Intuitivamente busqué la segunda, pero no la encontré. El ala no estaba conformada por plumas, más bien se asemejaba a las de un murciélago por su forma y color. Agarré una varilla desprendida del sauce viejo del jardín y pinché con ella el cuerpo. Nada. Ninguna reacción. Volví a acariciar a Bonzo, que ya empezaba a tranquilizarse, aunque no dejaba de olfatear el cuerpo. Llamé al 911. Dije que había un tipo muerto en mi jardín.
II Dos policías jóvenes, bastante por debajo de mis treinta, llegaron media hora después del llamado. Me pareció una eternidad para un pueblo donde por lo general no pasaba casi nada. Mamá seguía durmiendo y no tenía ningún sentido molestarla. Todavía me estaba preguntando qué les diría, si les diría algo o si simplemente los conduciría hasta el lugar que Bonzo custodiaba. Cuando se acercaron hasta mí y vieron la cara de espanto que sin dudas llevaba en ese momento, ambos oficiales cruzaron miradas cómplices y, antes de que pudiera emitir sonido, uno de ellos pronunció: —Ya sabemos: un grandote, con alas, cayó en su casa. No supe qué decir. —Llevamos toda la noche con esto, señor, aunque no lo crea —completó el otro. —¿Está pasando en todo el pueblo? —pregunté. Otra vez cruzaron miradas. —En todo el mundo —me respondieron. 109
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III El primer ángel –así también comenzaron a llamarlos los medios, aunque el Vaticano pronto objetó que, probablemente, no fueran ángeles ni ningún otro tipo criatura celestial– que se viralizó en Internet fue visto en Chicago. El ángel de Chicago fue toda una sensación los primeros veinte o treinta minutos, hasta que fotos y videos de diferentes rincones del planeta vieron la luz. Todos eran muy parecidos al de mi jardín, sin rostro, cabello largo, quizás más grandes o algo más pequeños. Irremediablemente, ninguno había sido encontrado con vida. La mayoría tenía ambas alas, aunque todos llevaban el cuerpo cubierto de heridas que parecían hechas con elementos punzantes, colmillos o garras. Para cuando amaneció ya se habían llevado el cuerpo de mi jardín y yo seguía prendido a la computadora. No me di cuenta de que no había dormido, y en un par de horas tendría que ir al trabajo. Lo mejor sería darme un baño, más que nada para despabilarme. Estaba apagando la computadora cuando mi teléfono celular vibró: un whatsapp de Marina. Marina: Viste lo q está pasando? Yo: Ja. Terrible. Un ángel cayó en mi jardín. Marina: Ángel? No parecen eso. Para mí son demonios. Yo: No lo había pensado así. Marina: Qué es un ángel caído, entonces? Yo: No creo que sean ni una cosa ni la otra. Marina: Y q pensás? Yo: Nada.
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Marina: Cayeron dos frente a mi casa. Uno sobre el asfalto. Otro sobre el auto del vecino. Lo hizo mierda. Yo: Q garrón! Yo: Vas a estar en tu casa a la tarde? Marina: Sí. Yo: Paso un rato entonces, antes de q se vaya Sonia. Marina: Ok. Besos. Iba a enviar el emoticón con dos corazones en lugar de ojos, cuando el teléfono vibró otra vez. Ahora era una llamada entrante, de Sonia. Sin dudas, malas noticias. Atendí. —Hola, Sonia. —Hola, Germán. Perdón que te moleste tan temprano. —Hablaba entrecortado, como si hubiese estado llorando. —No hay problema —dije—. ¿Pasó algo? Escuché un gemido. Parecía esforzarse por no llorar. Repetí la pregunta. —Juan… Falleció anoche. Juan era el marido de Sonia. Como pudo me contó lo que había ocurrido. El hombre había salido en medio de la noche porque había escuchado un ruido afuera. Estaba en la vereda, analizando el cadáver alado, cuando otro le cayó encima. Sonia vio todo desde la ventana. Le expresé mis condolencias, intercambiamos algunas palabras más, y cortó. No me quedó más remedio que llamar al trabajo y avisar que no iría. Me tocaba cuidar a mamá.
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IV Seis años antes de que el ángel cayera en mi jardín, mamá comenzó a padecer calambres cada vez más fuertes en los brazos. Se hizo los estudios correspondientes y le diagnosticaron esclerosis lateral amiotrófica, una enfermedad sin cura. Cinco años después ya estaba definitivamente postrada, sin poder hablar, y se alimentaba a través de un botón gástrico. Solo era capaz de mover los ojos, su única forma de comunicarse. Estaba lúcida –quizás eso era lo peor– y se la pasaba todo el día mirando televisión. Nunca conocí a mi padre, mis abuelos maternos estaban muertos y yo no tenía hermanos –como mi madre tampoco los había tenido. A decir verdad, hasta que se le declaró la enfermedad, casi no existía relación entre nosotros. Yo vivía en la ciudad, a doce kilómetros de distancia, y apenas nos veíamos para ciertas fechas. No me quedó más remedio que regresar al pueblo, vivir con ella. Más de una vez me había pedido que por favor no la sacara de su casa, que no quería estar en ningún otro lugar. Sonia había estado desde el principio, era una mujer en la que mamá confiaba mucho pues habían sido amigas desde la adolescencia. Todo el dinero de su jubilación y más se nos iban en Sonia–. Entré a la habitación. Mamá estaba despierta. Me acerqué y la besé en la frente. Me senté en el sillón junto a su cama. Le expliqué que Sonia no vendría a cuidarla, aunque preferí ocultarle el porqué. Sin embargo, se enteró de lo que pasaba en el mundo porque ni bien encendí el televisor la noticia estaba allí, en cada canal. La noté inquieta y busqué palabras con que tranquilizarla. No estaba tan sorda, por lo visto.
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Hasta ese momento yo no había tomado conciencia real de lo que sucedía. Unas criaturas extrañas, estaban cayendo, como moscas, sobre la tierra. Entonces me formulé las dos preguntas que se leían en el zócalo de la pantalla: desde dónde y por qué. Según la información brindada por los satélites no parecía existir un espacio físico desde el cual caían. Algunos pilotos de avión y también pasajeros decían haber visto los cuerpos aparecer, materializarse, de la nada, para luego caer. Apenas habían pasado seis horas del ángel de Chicago y ya existían infinidad de teorías sobre lo que estaba pasando: el apocalipsis bíblico, una invasión extraterrestre, el choque de dos universos paralelos, etc. Alguien había hablado de una guerra que se libraba en el cielo. Me quedé pensando en las marcas en los cuerpos caídos. Me pregunté qué tipo de guerra sería, contra qué. Le avisé a Marina que iba a estar en casa todo el día, que pasara cuando quisiera. Luego busqué un canal donde no hablaran de los ángeles y lo dejé ahí. Me aseguré que mamá estuviese bien, y lentamente me fui quedando dormido.
V Duró seis días y bastó para que el mundo estuviera al borde del colapso. Muertes como la de Juan se contaron de a millares por día. Recuerdo que el techo de una iglesia vieja y mal conservada se derrumbó por el peso de los cadáveres acumulados que el sacerdote se negó a quitar y ocasionó la muerte de varios fieles que rezaban un rosario por los ángeles difuntos. Alcanzó con que un solo avión 113
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cayera y murieran todos sus tripulantes para que suspendieran los vuelos. En muchas de las grandes ciudades hubo saqueos, orgías interminables, suicidios en masa. Fueron varias las aseguradoras que ofrecieron costosísimas coberturas para automóviles y hogares para cubrir los daños ocasionados por los ángeles caídos. Una excéntrica ciudad del medio oriente asiático proyectaba construir un domo protector. En el pueblo, el promedio fue de siete caídas diarias durante esa semana. Era un número muy elevado considerando la extensión del terreno, pero a nadie pareció llamarle la atención, tampoco a mí en ese momento. Esa semana no tuve que volver al trabajo –por lo cual puede hacerme cargo perfectamente de mamá–, ya que habían decidido parar las actividades hasta que la situación se normalizara. Las escuelas, los clubes, los supermercados… Todo estaba cerrado. Los hospitales atendían emergencias solamente. Pero al séptimo día ya no hubo más caídas, excepto en mi pueblo. Para colmo, el promedio siguió en aumento: hacia el final de todo este desastre, tres meses después, caían alrededor de veinticinco ángeles diarios. No entendíamos por qué. Mientras en el resto del país y del mundo la gente regresaba a sus vidas normales, nosotros seguíamos padeciendo. No faltó quien dijera que el pueblo estaba maldito. En la ciudad a doce kilómetros la realidad era distinta, razón por la que tuve que regresar a mi trabajo. Por suerte Sonia ya estaba disponible. Le pedí por favor que no le contara a mamá lo que había pasado con Juan, para no angustiarla innecesariamente; ya demasiado excitada se había puesto con lo de los presuntos ángeles. Apenas llevábamos tres semanas de caídas y el pueblo se había transformado. Las calles estaban vacías: 114
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sin niños yendo a la escuela, ni hombres ni mujeres haciendo las compras o pagando impuestos. Solo a quienes no nos quedaba otra que ir a trabajar se nos veía transitar, nerviosos y apurados. Nadie se animaba demasiado a salir de sus casas, en definitiva, aunque varias exhibieran agujeros en el techo o paredes derrumbadas. Poco a poco nos fuimos acostumbrando a los ruidos de las caídas, a los gritos de dolor, a las sirenas de los patrulleros, las autobombas o las ambulancias a la mañana, a la tarde, o a la noche. Llegó un momento en que nadie se molestó en recoger los cuerpos. Cuando estorbaban demasiado o el olor a podredumbre se volvía insoportable, los apilábamos en una esquina y los prendíamos fuego. Una noche del segundo mes, Marina apareció en casa. Faltaban pocos minutos para las 21 y yo estaba picando el verdeo para una salsa. Me sorprendió verla ahí, parada frente a la puerta abierta, sin que me hubiera enviado un mensaje de aviso. Marina y yo nos habíamos conocido en una fiesta de fin de año, apenas tres meses antes de la primera caída. Lo nuestro –fuera lo que fuese– recién comenzaba, pero parecía algo bueno. Sin embargo, los últimos días la había notado distante. Varias veces estuve a punto de preguntarle qué le pasaba. No hizo falta. —Me voy —me dijo, después de hablar de mamá, de Bonzo, del pueblo. Eso no me sorprendió, muchos se estaban yendo, todo el que tuviera la mínima oportunidad. —Al menos por un tiempo, hasta que esta locura pare. —Si es que para… —Paró en el resto del mundo, ¿no?
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Me reí, pero fue una risa falsa y se notó. La verdad, tenía ganas de llorar. Esa misma mañana Sonia me había dicho lo mismo, que se iba. —¿Y adónde, Marina? —Al sur, con mis viejos. —¿A San Martín? —Sí. —Qué bueno. Es un lugar hermoso. Me puso una mano en la mejilla. —¿No querés venir? Negué con la cabeza. —Sabés que no puedo. Mi mamá… —agregué—. Sería un quilombo. —Está bien, pero quería que lo sepas. —Saber qué. No me respondió de inmediato. Antes me regaló una sonrisa. —Eso, que podés venirte conmigo, cuando quieras. Hablamos un poco más, nos besamos, y se fue. Volví a cocinar, aunque ya no tenía hambre. Pasaron unos minutos y escuché el ruido, otra vez en el jardín. Bonzo gruñó, ladró y luego chilló, como si le hubiesen pegado. No lo oí más. Esta vez creí que se trataba realmente de un ladrón. Las últimas semanas había algunos que se dedicaban a saquear casas, abandonadas o no. Repetí la secuencia de la primera noche. Llamé al perro, encendí la luz del alero, activé la linterna de mi celular. La única diferencia era que, sin darme cuenta, había salido con la cuchilla en la mano. —¿Quién anda ahí? —pregunté. Sentí unos pasos, imprecisos. Caminé hacia ellos. Lo primero que alumbré fue a Bonzo, en el césped, con la cabeza vuelta un amasijo de sangre, carne y huesos. 116
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Contuve un grito y las ganas de vomitar. Luego dirigí la luz unos metros a la derecha y lo vi. El ángel estaba de espaldas, claramente podía ver sus dos alas. Avanzaba hacia la medianera, en dirección opuesta a mí, arrastrando una de sus piernas, y dejando un surco de sangre. Redirigí la luz hacia Bonzo y ya no puede contener el grito, de furia. No pude contenerme más. Corrí hasta el monstruo y clavé la cuchilla en su cuello. Sin creer del todo lo que había hecho, me alejé uno pasos. El ángel tambaleó, cayó de rodillas, y finalmente se desplomó. Me aproximé, despacio. Retiré el chuchillo y volví a hundirlo, no sé cuántas veces.
VI Tres meses, y algunos días más. Quizás mamá y yo éramos los únicos que aún vivíamos en el pueblo. Ni siquiera la prensa se interesaba ya en las caídas. No había conseguido a nadie que reemplazara a Sonia, por lo que desde hacía tres semanas no asistía al trabajo. Los fines de semana iba en auto a la ciudad para comprar lo necesario. De paso averiguaba alquileres de casas cómodas para ambos, aunque empezaba a ver con buenos ojos la posibilidad de internarla en un geriátrico. Sabía que eso iba contra de su voluntad, pero no sabía de qué otra manera encarar la situación. Regresaba de mi excursión semanal cuando, faltando un par de kilómetros para mi destino, escuché un gran estruendo, una terrible explosión. Frené. Miré hacia arriba, algo extremadamente común en el último tiempo, y vi cientos de ángeles que surcaban el cielo y caían en el 117
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pueblo. Había belleza en eso, no podía quitarle los ojos de encima a semejante espectáculo. Me encontraba tan compenetrado que no vi venir al que cayó sobre el capó. El auto se sacudió de tal manera que golpeé mi cabeza contra el techo. El motor quedó destruido. Observé el cielo y se veía limpio. Sin nubes. Sin ángeles. No me quedaba más remedio que caminar cargando todas las bolsas del supermercado. Las estaba sacando del baúl cuando, de nuevo, hubo una gran explosión. Alcé los ojos y no di crédito a lo que me mostraron. Algo de un tamaño descomunal, con varios brazos, varias cabezas, se precipitaba. Parecía un meteoro a punto de colisionar con el planeta. Por un momento creí que el resultado sería similar. Finalmente cayó y el estruendo me estremeció, sentí la tierra temblar y vi una gran nube gris elevarse desde el suelo. Incluso tuve que cubrirme con los brazos para bloquear algunos proyectiles. Pensé en mamá que estaba sola en casa, en el pueblo. Corrí desesperado. El polvo que había en el ambiente apenas me dejaba respirar, así que no fui tan rápido como quería. El impacto y el temblor habían derrumbado muchas construcciones de las que todavía se mantenían en pie. Tuve que esquivar una gran cantidad de cuerpos alados, además de los escombros. En un momento creí que avanzaba junto a un muro gris, hasta que comprendí que se trataba del brazo de la criatura de varias cabezas. No me detuve. Aunque el polvo no me permitía ver con claridad, avancé en dirección hacia mi casa, hasta que no pude hacerlo más. Algo obstaculizaba el paso: el torso de la criatura. Pude apreciar muchas de sus heridas sangrantes, e imaginé las que tendría en el resto del cuerpo. No me
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costó comprender que mi casa, que mi madre, habían sido aplastadas por ese gigante. Tuve ganas de llorar. Lloré.
VII Desde entonces no hubo más caídas. Volví a la ciudad y a mi trabajo. Con Marina estuvimos comunicados durante algún tiempo, pero la relación fue enfriándose de a poco, hasta que dejamos, incluso, de mandarnos mensajes por whatsapp. Aún no me decido a borrarla de mis contactos. En el pueblo no vive nadie. Parece, sin embargo, que hay un proyecto del municipio para convertirlo en un centro turístico, cuando los científicos dejen de examinarlo. El cuerpo del gigante los tiene fascinados. Para la mayoría de las personas ya es un elemento más del paisaje de esa aburrida ruta provincial. Muchos dicen que es el cadáver del diablo, que los ángeles lograron vencer luego de una guerra terrible. Otros dicen que es Dios, vencido por los demonios. Yo no sé. A veces estoy de acuerdo con una postura, otras veces con otra, la mayor parte del tiempo, con ninguna.
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ESPERO. SÉ QUE ESTÁN AL caer.
Espero. Escribo para no dormirme. Espero. Desde este aguantadero en Constitución, con gritos que nadie oye. Pero que el viento trae a mí desde los escombros de la cárcel de Caseros. Entremezclados con los aullidos de la plaza Florentino Ameghino, donde todavía los espíritus de los que ahí enterraron cuando la epidemia de fiebre amarilla se meten en los indigentes que fermentan junto a las estatuas. En los estómagos podridos de los enfermos del hospital Udaondo. En los agujeros en el pecho y las piernas de los que pasean su SIDA después de rezarle a quien sabe qué médico en el Muñiz. Los oídos me tiemblan por el murmullo de los baleados que todavía esperan sentados en la guardia del hospital Penna. Aguardan y tientan a los que les molesta una caries o el piedrazo en la cabeza que les cayó desde la platea visitante de la cancha de Huracán. Les dicen a esos mismos que se sientan en las butacas de la guardia que solo necesitan un cuerpo para volver a intentarlo. Que por qué no dormitar ahí un rato, salir a dar una vuelta por los quirófanos mientras ellos, con los pedazos de huesos del cráneo en la mano, la sangre bañándoles la nuca, prueban qué es eso de volver a estar vivo por un rato más. Tomarse un vino y morder la carne, sacudir el semen adentro de otra sobrina, 121
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ahogar con un trapo mojado a la vieja que no suelta el mango para comprarle un viaje al que pasea los perros en la esquina. Porque ellos saben quién puede salir a deambular y quién no. Acechan a cada momento que alguien cierra los ojos. A mí me descubrieron de pendejo, cuando en las siestas empecé a estar despierto pero con el cuerpo dormido. Cada vez que intenté gritar, moverme hasta volver a ser yo, los noté cerca. Sentados a mí alrededor. Algunos sobresaliendo de las paredes. Las burlas empezaron la primera vez que pude ponerme de pie. Y me vi ahí, de costado, tapado casi hasta las orejas porque otra vez el invierno había caído duro en Sierra de la Ventana. El frío nos había sorprendido sin plata para la leña y los troncos que robábamos al vecino nunca alcanzaban para pasar la madrugada. Los que creí duendes sentados sobre mi pecho cada noche, trabándome desde los hombros para que no me levante, desde que había terminado el jardín de infantes, no eran más que esos niños que cada año, descuidados por los padres, aparecían dos o tres pueblos después arrastrados por las aguas del Sauce Grande. Una noche ya no fueron niños. Las risas a mi alrededor dieron lugar a los peores insultos, al relato del día a día de mi hermano mayor pasándole la lengua a la bombacha recién sacada de mamá. A papá dándole con el canto del hacha al quinto perro que habíamos intentado meter en casa. Al abuelo contándole en voz baja a papá cómo se marchitaban los pezones de las embarazadas que había quemado en Puerto Belgrano. Abuelito dime tu, abuelito dime tu: ¿Cuál fue la vocal que más pronunciaban esos muertos de hambre a los que les diste máquina en el ano mientras escuchabas a todo lo que da El Rotativo del Aire? Abuelito jactándose de que a mamá le dio una verda122
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dera vida, que la sacó de una gorda que todavía respiraba aunque la rata que le habían metido hasta el útero ya se había masticado parte de la placenta. Salvada por la rata obstetra, abuelito dime tú, te escuché decir antes de empinarte la sidra de fin de año. Ellos sabían todo y cada vez que me ponía de pie al lado de mi yo dormido, no se contenían en repetirlo. No sé si sabías, pero la noche en la que te hizo, papá estuvo dándole bien duro a tu vieja por el culo antes de la enlechada creadora. Por eso vos sos una mezcla de guasca y mierda, decían. Mamá con una mano te sostenía para darte la teta y con la otra se frotaba la argolla porque tu chupa-chupa la calentaba. ¿Te acordás de esa vez que tu hermano te bajó el pantalón? ¿Cuándo te ponía en la posición de perrito? ¿Qué sentías cuando te la apoyaba? Con nadie podía hablarlo. Ellos sabían mi hora de la siesta, el momento que daba vueltas en el colchón toda vez que me doblaba el cansancio de la noche. O, ya en el colectivo que me trajo a Buenos Aires, el instante en el que iba a cerrar los ojos. Ahí fue cuando empecé a hablarles. No querían todo. Solo estar un rato adentro mío. Siempre igual. Esperaban a que me duerma. Empecé a contestarles una madrugada que salí a verme en el espejo. Siempre tuve la curiosidad sobre cuál sería mi forma, qué se reflejaría, si el cuerpo ya no estaba conmigo. Los encontré atentos a otra cama. Recuerdo cómo empezó: primero abrí los ojos estando todavía acostado. Después, el gesto involuntario de querer hablar a través de una boca que permanecía dormida. La dificultad para levantarme pese a que no había nadie clavándome los hombros al colchón. Pude sentarme. Apoyar los pies en el suelo. Tenue, el sol amagaba comenzar a filtrarse entre las ranuras de la persiana de madera. En ese lapso pensé en el 123
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espejo nuevo, colgado en el pasillo al que daba la habitación de María, muy cerca del cuarto de mis viejos. Ya de pie, esperé verlos como tantas otras veces. En la habitación solo deambulaba mi hermano mayor. ¿Qué pasa, boludo?, me saludó. Después, como cada vez, bajó la cabeza para mirarse. Le preocupaba no tener la pija más grande. Nunca dejás de ser vos, le respondí. Caminé rumbo al espejo que tanto me intrigaba. Tres pasos antes del vidrio, un murmullo ahogado me hizo girar la cabeza. De sus bocas colgaba una baba que, sin mojar, escurría sobre la almohada de mi hermana. Dormía boca abajo. María. Uno de ellos escurrió su mano de uñas resquebrajadas, verdes de moho, bajo la sábana. Todavía no sabe que puede, dijo a quienes lo acompañaban. Otro se puso de rodillas y hundió la cabeza entre las piernas separadas de esa nena camino a la adolescencia. Tiene la telita entera, hasta con el olorcito agrio de las que esperan el estreno, rio, sin apartarse de la piel de María. Tampoco sabe lo que puede hacer con ese culo. Dejame que se lo haga notar, dijo un tercero. Lo vi sentarse, abrir los muslos, sobre la espalda de mi hermana. Pasárselo duro a través del camisón. Lo vi gotear. Alguien corrió la sábana. La bombacha a un lado. La cola apenas abierta. Lo ayudaron hasta que estuvo cerca de la vagina, que apenas si tenía sus primeros pelos. Si se moja, se despierta. Y nos jodemos todos, rezongó alguien. María se movió cuando algo subió desde sus labios vírgenes hasta el agujero del culo. Algo húmedo pareció traerla de vuelta del sueño profundo. Fue en ese momento que se dieron cuenta que yo estaba ahí. Todo fue correr mientras uno de ellos se dejaba caer del techo y el que parecía más ágil trató de alcanzarme reptando por las paredes. Mi hermano lanzó su mejor
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carcajada cuando me arrojé sobre mí mismo en la habitación. Todavía reía cuando, finalmente, logré despertar. Encontrarlos con María por primera vez fue lo que me dio el valor para comenzar a hablarles. Antes de eso, otro casi amanecer, los ubiqué rondando a mamá horas después de una cena en la que el abuelo había reiterado eso de que la picana eléctrica previene las arrugas. La vieja dormitaba en desabillé en uno de los sillones ubicados frente a los ventanales de casa. Desde ahí se podía ver el patio delantero, los pinos, el cerco de romero, que se entrelazaban a lo largo de veinticinco metros hasta la vereda de perejil guacho y la calle de piedras sueltas. Se había dormido. No se inmutó cuando uno de ellos comenzó a lamerle las mejillas. Tampoco cuando otro buscó con los labios sus pezones debajo de la tela. En sueños, mamá empezó a respirar pesado. Bajó una mano hasta el calzón que le habíamos regalado en otro Día de la Enfermera. Deslizó dos dedos en punta hasta esos pliegues que arrojaron al mundo a mis hermanos y a mí. Se los llevó a la boca una vez que los sintió espesos, pegajosos. Sin siquiera abrir los ojos. Siguió mojándose las uñas en su flujo hasta que papá, levantado de imprevisto, le separó las piernas y agachándose un poco la penetró de un tirón. Después nos toca a nosotros. Ellos me hablaron a mí. Huí del comedor de casa cuando se colocaron detrás de papá y comenzaron a acariciarle la cadera, a seguirle con un dedo la raya del culo desnudo. El viejo, mientras tanto, resoplaba fuerte con el calzoncillo a la altura de las rodillas. La siguiente madrugada, dormido el cuerpo pero bien consciente de la situación, decidí esperarlos. Otra vez, sentado en la cama frente a la mía, mi hermano se escudriñaba un cuerpo que no terminaba de entender. Te andan buscando, dijo en un momento. Esperalos. Reco125
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nocí de inmediato al primero que entró en la habitación: era el hermano del abuelo, quien lo había secundado en sus trabajos en Puerto Belgrano. Tenía la carne de las pantorrillas marcadas con costuras y el lado izquierdo del pecho no era más que un agujero sanguinolento del que sobresalía un pedazo de metal oxidado. Las esquirlas de la bomba que lo había asesinado seguían ahí. Desnudo de la cintura para abajo, sobre los hombros colgaban tiras de lo que había sido su chaqueta para los desfiles militares. El segundo que se paró junto a mí no era más que una mancha oscura, una sombra que me igualaba en altura. Sin rostro. En otro reconocí al dueño de la fábrica de diamantes industriales del pueblo. Varios años antes había baleado a su esposa y el amante con un fusil para cazar elefantes. El último tiro se lo había reservado para él. Un cráter le ocupaba la nuca ahora. Los escuché. Dijeron que todo podía parar si los dejaba. Si les permitía. No más alrededor de mamá. María estaría bien. De papá se olvidarían. Nada volvería a pasarles siempre y cuando los dejara. Aunque sea un rato. Algunos días. Ahí fue cuando empezó lo de los animales. El perro vagabundo que acaricié largo rato antes de empujarlo barranca abajo. Todavía escucho las puñaladas de sus propias costillas atravesándole el cuero tras rebotar contra las orillas rocosas del Sauce Grande. La tarde de los gatos ahorcados en el puente del ferrocarril, con esa tanza para pescar que el viejo dejó de usar cuando empezaron a llegar los hijos y ya no hubo tiempo ni plata para ir por los tiburones cerca de Bahía Blanca. Las yararás que solté en el arenero del jardín de infantes. Ellos decían que nadie me veía. Que los dejara jugar. Que me cuidaban. Cuando supieron que venía para Buenos Aires, dijeron que irían adonde fuera. Mi última madrugada en el pueblo pasó a 126
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los forcejeos con mi hermano mientras los tres le hacían una última visita a María. Ahora ya saben lo que voy a hacer mañana. Por eso espero. No tengo que dormirme. Nada más que eso. Espero porque lo de esta noche sé que fue imperdonable. Escribo iluminado por el único foco sano que le queda a esta cuadra. Miento paciencia, tranquilidad, mientras estoy tirado en esta casa abandonada, derrumbada en el frente salvo la puerta de chapa y sus vidrios rotos. Parapetado al final de la escalera de cemento que lleva a la planta alta de lo que fue, imagino, una pensión de estudiantes. Confundido en la noche por el tizne. Ahogado en el humo que todavía sale de mis pulmones. Pero, aunque pueda no parecerlo, satisfecho. Porque al fin, aunque ellos creyeron que jamás ocurriría, lo había entendido todo. Y actué en consecuencia. A poco de instalarme en Buenos Aires, comenzaron a presentarse de madrugada como pasaba en Sierra de la Ventana. Los vi merodeando a los compañeros de habitación con los que conviví durante varios meses en un dos ambientes sobre la calle Pichincha. Siempre al pie de las camas. El hermano del abuelo. La mancha. El dueño de la fábrica de diamantes. Una madrugada en la que los rayos que caían sobre las antenas de Balvanera hacían temblar las paredes del departamento, volvieron a hablarme de María, de mamá. Abrí los ojos, me senté en el borde del colchón para contemplarme dormido, y ahí escuché con claridad eso que la mancha tenía para decirme. Tu hermanita acaba de manchar la camita, pronunció. Mañana estará emocionada porque le vino por primera vez. Y tu mami. Tu mami. Si sigue pasándose la Prestobarba por la conchita un día los canutos le van a sacar el ojo al remisero que se la monta cuanto no está tu papá. Creo que todo 127
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lo que pronunció motivó lo que vino después. Volví a decir que haría lo que quisieran con tal de que paren. Pero todavía no me querían por completo. La propiedad total de lo que soy es algo que les interesa hoy. No antes. Comenzaron yendo por los crotos desparramados por Once a las tres de la mañana. Era cuestión de esperarlos cada medianoche. A veces, el hermano del abuelo. Otras, el dueño de la fábrica de diamantes. La mancha negra, a la que nunca le pude adivinar siquiera un rasgo, era la que más terror me provocaba. Cada una de las veces temí no volver a recuperar mi cuerpo. Que no me dejaran regresar siempre que les cedía eso que se ve. Eso que soy. Tanto odio, tanta violencia en los parques, no hizo más que angustiarme toda vez que volvía la oscuridad. Mañanas de pies marcados por el barro, vidrios desdibujados a través de la piel de los talones, nudillos pelados y coágulos a veces frescos, titilantes, de sangre que no era mía. Anochecer y una brisa soplándome por dentro como aviso de que llegaban. De que debía hacerme a un lado de mi propio cuerpo. Después apareció el primer cráneo, envuelto en una sábana. No tenía nada de carne. Mugriento de hojas pegadas al hueso. De lo que debió haber sido la nariz colgaban unos pelos gelatinosos. Entendí que eran nervios. Lo que quedaba. Cuando uno de mis compañeros de departamento me preguntó el porqué de los pies lastimados, tatuados de tajos y moretones, entendí que tenía que mudarme. Terminé en una pieza con terraza en Parque Patricios. Las osamentas de cada uno de sus paseos empezaron a acumularse en la heladera, la alacena siempre infestada de cucarachas, el horno roto de la cocina. Adormecí mi desesperación pensando en María, en mamá. Huesos y sangre salpicada en el colador de los fideos. Huesos en el 128
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cajón de las zapatillas mugrientas. Huesos entre toallas enroscadas. Los encabezados del diario La Razón en la boca de los subtes. Otro indigente muerto y sin una pierna. Viejo sin cabeza en las vías del San Martín. Alguien que llega, arrastrándose, a la guardia del hospital Rivadavia a los gritos porque le habían arrancado todos los dedos de una mano. Una noche me explicaron. Entre risas, ellos dijeron que había otros hombres que les permitían hacer lo que yo. Que también podían meterse en los niños. El hermanito que ahoga a la beba recién nacida en la bañera. El que dispara a la mesa de la familia comiendo con la pistola de mamá policía. El que prende un fósforo y lo tira sobre el acolchado mientras papá duerme la siesta. Pero los chicos hacen cosas de chicos. Los grandes son mejores. Y ahí comenzaron a hablarme de los lugares donde encontraban los cuerpos que necesitaban. Los lugares antiguos. Los cementerios. Los hospitales. Las veredas de las iglesias. Ahí donde la gente sufre, se muestra vulnerable, empuja puertas malditas hacia lo que no conoce por mera desesperación. Ahí están ellos. Aunque nunca solos. Tenemos competencia, se quejaron. Deambulando entre los cuerpos en movimiento, forzando el roce con una y otra piel para ver quién tiene la misma habilidad que yo. El don. Como el hermano del abuelo, la mancha, el dueño de la fábrica de diamantes, los otros eran igual de crueles. Todos detrás de lo mismo: volver a estar vivos aunque sea un momento. Ya sabemos, en estos días, dónde buscar más candidatos, me dijo una vez el hermano del abuelo. Hay un lugar, una noche, donde la maldad se exhibe, se celebra. Un momento en el que los espíritus más repugnantes son bienvenidos, puestos a admirar. La mancha oscura trotó pegada al techo mientras el viejo pronunciaba en mis oídos todo el resentimiento que per129
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mitía su voz espantosa. Los museos, dijo, cortante, el dueño de la fábrica de diamantes. Y mañana, siguió el hermano del abuelo, todos se juntarán en esos lugares. Grandes y chicos, alabando lo que ya fue en esos santuarios de la desgracia. Pagando una entrada para contemplar la muerte evocada. Es en ese morbo donde vamos a encontrar a los nuevos. Los que son así, como vos. Para que nos ayuden a volver a ser, pero siempre de la peor forma posible. Fue el instante en el que me cayó la certeza. Nada concluiría conmigo. Y mi destino de madrugadas yendo a despellejar muertos de hambre; esos hombres y mujeres dormidos a los que les corté la garganta y vi gotear hasta que se secaron, a los que serruché despacio con el cuchillo de la manteca para llegar al hueso, los chicos de la calle que me dejaron lamerles los huevos, la conchita lampiña, el agujerito del culo mal limpiado, antes de terminar ahorcados, no harían más que multiplicarse a la par de otros tantos haciendo lo mismo en las penumbras de Buenos Aires. Cientos como yo. Dominados por el peor de los espantos. Rehenes del daño probable a nuestras personas más amadas. Sin otra opción más que la de prestar nuestros cuerpos para que ellos lleven a cabo las atrocidades más espeluznantes. Mientras, alrededor de todos, los huesos no dejan de apilarse. Volviéndonos instrumentos mudos de un mal destinado a perdurar más allá de nuestra propia carne. Por eso quemé todo. Esperé el momento, la gente reunida en otra noche de ronda por los museos. Como cada año. Multitudes celebrando lo que fue. Ansiosas por revivir tragedias, masacres, retratos del dolor. Y yo ahí, consciente de que entre risas y comentarios estaban ellos. Chocándose a este. 130
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Acariciando a aquel. Viendo quién sí y quién no. Aspirantes a diablos dejando caer sus babas sobre las entrepiernas de minifalda y los hombres meando en los mingitorios. Probándolos desde la cercanía más peligrosa. Adivinando sus adentros. Por eso acabé con algunos de los lugares donde ellos eligen. Hice cenizas todo lo que pude. Las llamas terminaron, también, por liberar a aquellos que nunca supieron que estaban siendo evaluados. Marcados para el día de mañana sufrir lo mismo que yo. Todos pobres desgraciados. Unos y otros. Conmigo incluido. Ahora, mientras escribo y espero, atrincherado, el pánico me mantiene temblando. No puedo dormirme. No debo dormirme. Lo de hoy, lo que hice hace apenas unas horas, no es más que el último clavo de mi cajón. Firmé condena con el primer fuego. Sé que si vuelven a entrar en mí, ya no podré regresar. Claro que lo intentarán hoy: saben qué es lo que pasará mañana si no me frenan. Me ocuparé de los hospitales, sí. El fuego para redimirlo todo. Pero para lograr eso, necesito pasar despierto esta madrugada. Si me duermo y ocurre lo de siempre, bastará con que me mueva un centímetro de mi carne para perderlo todo. Ahora mismo escucho un ruido. Viene de abajo. Un vidrio roto, imagino que de la puerta de chapa de la entrada, me avisa. Conmigo ya se permiten golpear las cosas como si estuviesen vivos. No disimulan los pasos atravesando lo que, imagino, fue un salón comedor o de fiestas en esta casa derrumbada en varios tramos. Ya escucho las voces al pie de la escalera. Parece que dudan. Sentado en el piso, enrollo las piernas y me aprieto contra la pared. Un haz de luz, dos, se elevan para dividir la negrura. Oigo cómo suben los primeros escalones. Los pies muertos, pesados como macetas, afirmándose en el cemento.
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Aprieto la lapicera contra el papel. No puedo dormirme. No debo dormirme. Al llegar arriba, a solo unos pocos pasos de mí aunque todavía sin verme, los escucho gritar. Primero uno. Después, todos. ¡Policía! ¡Policía! Pero yo sé que son ellos. Para mí ya no hay teatro que valga. ¡Policía!, vuelve a rugir uno. Estoy seguro de que es el dueño de la fábrica de diamantes. Quieto ahí, me dice. Y yo sonrío sin dejar de escribir. Levantate despacio, la puta que te parió, dice. Lo mío ya es una carcajada. Antes de ponerme de pie, alcanzo a completar una última línea en el papel. Se te acabó, loquito, murmura el hermano del abuelo. No hacía falta el disfraz de milico. Pero entiendo que es su juego. De vuelta en el piso, boca abajo, mientras la farsa de las esposas me atenaza las muñecas, pienso en que no cumplí con lo último que me había prometido. Cómo no pude, murmuro. Pero, igual que el Cristo de huevos capados en la cruz, el diablo también obra de manera misteriosa. Es evidente que no pude. Debo haberme quedado dormido.
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Este libro se terminó de imprimir en el mes de abril de 2016 en Prosa Editores - Uruguay 1371 - C.A.B.A - Argentina Š PelosDePunta 2016 www.pelosdepunta.com