NICTOFILIA REVISTA LITERARIA LATINOAMERICANA DE TERROR Y FANTASÍA
EDITORIAL
C THULHU
CRÉDITOS © 2016, Editorial Cthulhu © 2016, Hernán Guillermo Paredes, Carlos Saldivar, Marcia Morales Montesinos, Mauricio del Castillo, H. E. Pérez, Sarko Medina Hinojosa, Eric Haym Fielitz, Rubén Mesías Cornejo, Dan Guajars, Carlos Ruiz, Liliana Flores Vega, Diego Giménez, Diego Riofrío Vivanco, Juan Perez Marchena y Fernando Honorio Hernández
Directora: Marcia Morales Montesinos Codirector: Denys Aire Dávalos Comité Editorial: Thomas Yucra Arotinco, Ibis López González, Juan Pérez Marchena, María Ángela Naranjo, Pierina Jaramillo Wong y Zulema Vallejos. Diseño de portada: D`talles diseño y fotografía Diagramación: Denys Aire Dávalos Modelo de la portada: Jade Karen Fotografía: Edgar Poe de Frankenstein NICTOFILIA. Revista literaria latinoamericana de terror y fantasía Año 01 - N° 01: Julio 2016 Hecho el Depósito Legal en la Biblioteca Nacional del Perú N° 2016-08639 Email: revistaliterarianictofilia@gmail.com Directora: Marcia Morales Montesinos Calle Santa Martina 214, Lima - Lima Editorial Cthulhu Av. Dos de Mayo N° 534, Miraflores - Lima Impreso en: Talleres Gráficos Apolo S.A.C. Jr. Apurímac 577, Lima - Lima Julio 2016 Tiraje: 100 ejemplares. Primera edición.
CONTENIDO EDITORIAL 5 CUENTO
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LA MUÑECA hernán guillermo paredes 9 LO QUE AGUARDA carlos enrique saldivar 16 REAL IRREAL marcia morales montesinos 21 INCURSIÓN ANÍMICA mauricio del castillo 24 LA TEORÍA DEL DOCTOR MCPHERSON h.e. pérez 32 EL PREMIO sarko medina hinojosa 38 LARGA NOCHE DE GUTIÉRREZ eric haym fielitz 40 LA CHICA DE LA ESCALERA rubén mesías cornejo 45 ESPANTOS COTIDIANOS dan guajars 54 ISABEL carlos ruiz 62
POESÍA 67 EN AQUÉL SALÓN SILENCIOSO liliana celeste flores vega 69 FUNEBROFILIA diego giménez 71 LITEROFAGIA diego riofrío vivanco 72 UN SUEÑO HERMOSO carlos ruiz 73 LOS CONDENADOS DE LA TIERRA juan perez marchena 74 XIBALBAY angel moreno suazo 76
RESEÑA Y ENTREVISTA 77 LA CASA MUERTA. fernando honorio hernández 79 DE LA POESÍA ESCRITA A LA POESÍA AUDIOVISUAL entrevista a: jade karen 81
DATOS DE LOS AUTORES
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EDITORIAL Nictofilia nace con el afán de difundir y promover las manifestaciones literarias del género fantástico y de terror, sobre todo de escritores latinoamericanos. Muchas veces la literatura fantástica, y la de terror, es subvalorada en Latinoamérica, excluyéndose de los cánones literarios, a diferencia de otros discursos, sufre y sigue sufriendo una invisivilización. Por ello, con esta revista se quiere poner un grano de arena y empezar a difundir la literatura fantástica y de terror, mostrándola no solo como un género de entretenimiento sino que se aprecie su calidad estética y literaria. Creemos que Latinoamérica es una gran veta ―de historias, poemas y estudios en el género fantástico y de terror― solo tenemos que empezar a explotarla, y valorar, en su verdadera dimensión, la producción de este género. Esperamos crear conciencia de ello en nuestros lectores Debo mencionar que esta revista no sería posible sin el apoyo de todos los miembros del comité editorial. Para todos ellos, muchas gracias: Denys Aire Dávalos, Thomas Yucra, Ibis López, Juan Pérez Marchena, María Ángela Naranjo, Pierina Jaramillo y Zulema Vallejos. Tampoco sería una realidad sin los dieciséis escritores que han colaborado con este número. Por eso, mi gratitud va con todos esos autores que han dado vida a este primer número de Nictofilia. Sin más demora, los invitamos que pasen y se deleiten con el material que hemos seleccionado para ustedes. Marcia Morales Montesinos Directora
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la muñeca
hernán guillermo paredes
L
a amé desde el primer momento en que la vi. En esa época yo era un niño en los albores de la pubertad, vivía con mi madre y unos pocos empleados en un caserón enorme y silencioso. No tenía padre ni amigos, mi única diversión se centraba en recorrer la amplia biblioteca de mi difunto abuelo, hasta que ella apareció en mi vida. Aquel día estaba jugando solo, como siempre, emulando alguna de esas historias que tanto me gustaban leer —quizá una de vaqueros e indios, o tal vez de caballeros en la corte del Rey Arturo—, cuando me encontré por casualidad en el desván. Mi madre no me dejaba subir, de hecho no fue mi intención hacerlo, seguramente me había dejado llevar por el fragor de alguna batalla imaginaria; pero, una vez allí arriba, mi curiosidad innata me empujó a investigar cada rincón de ese lugar oscuro y abandonado. Era una habitación bastante grande, para mi sorpresa, en la cual las telarañas y el polvo indicaban que hacía mucho tiempo que nadie entraba. Busqué en vano el interruptor para encender la luz, finalmente tuve que conformarme con la claridad gris y cansina que filtraban las pequeñas claraboyas alineadas en la pared, lo cual contribuía al aspecto lúgubre del lugar. Mi corazón comenzó a bombear más rápido, me encontraba excitado con la promesa de una nueva aventura, amaba las historias de fantasmas y ese escenario me convertía en el protagonista de una. Comencé a investigar; me imaginaba a mí mismo con una pipa colgando de la boca y un sombrero de caza, como los detectives de mis cómics favoritos. Se escuchaban ruidos por aquí y por allá, que mi mente insistía en explicar como pasos acechantes de duendes salidos del inframundo. Me senté sobre un
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nictofilia piano vetusto —al cual le faltaban unas cuantas teclas— y por un instante me sentí el Fantasma de la Ópera, inundando la habitación con una música cautivadora surgida de las entrañas del infierno. Continué mi recorrido, pasé por muchas estatuillas que quién sabe qué poderes mágicos tendrían, hasta que mis ojos se posaron en una cuna de terciopelo. Acostada sobre la tela agujereada, prisionera de barrotes de madera en estado de podredumbre, dormía un ángel celestial. Durante un tiempo prolongado fui incapaz de apartar mi vista de ella: descansaba con una paz fuera de este mundo. Llevaba un vestido azul con lunares blancos y unos zapatitos rojos de charol; sus bucles rubios parecían caer en un movimiento perpetuo y lleno de vida a cada lado de su cabeza pequeña y frágil. Tuve el impulso de besarla pero me contuve, ¿qué iba a pensar de mí?, un extraño que llegaba para perturbar su sueño aprovechándose de su estado de indefensión. En vez de eso pasé el dorso de mi mano por su rostro, hablándole con la voz más suave y dulce de la que fui capaz. Le conté que mi nombre era Vladimir y quería ser su amigo; que nunca había conocido una criatura más bella y que cuando despertara, me buscara para jugar, yo la esperaría con ansias. Pasé el resto del día pensando en ella. Durante las clases, mi mente viajaba fantaseando en cómo sería nuestro encuentro, después de toda una vida de haberla esperado. La institutriz me castigó varias veces por mi falta de atención, pero no hubo manera de sacarme de mi ensimismamiento. A la noche no pude probar bocado, la cocinera había preparado faisán asado con manzana —mi comida favorita— pero solo permanecí observando el plato, absorto en mis pensamientos, creyendo que quizá ella nunca vendría y yo tendría que pasar toda mi existencia en esa soledad inconmensurable. Al otro día, me levanté al alba, me sentía desalentado pero tenía la firme intención de volver furtivamente al desván para visitarla. Salté de la cama y me vestí. Iba ya saliendo de la habitación cuando pude ver que en el suelo, justo debajo de la puerta, había una nota:
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cuento Querido Vladimir: Me siento afortunada de haber recibido tu visita ayer, ven a verme cuando quieras, tenemos muchas cosas de qué hablar. Alexandra Mi corazón dio un salto, ¡ella quería verme! Corrí a toda velocidad al jardín a buscar el ramo de flores más bello que pudiera encontrar. El jardinero me miró con desdén cuando tomé las rosas del cantero junto a la fuente de piedra, pero no me importó, solo pensaba en ella, en todo lo que teníamos para decirnos. Subí con cautela al desván, por suerte no había nadie alrededor y pude llegar sin complicaciones. Entré despacio, la adrenalina corría por mis venas y sentía que la sangre estaba a punto de entrar en ebullición, pero me contuve, no quería perturbarla en caso de encontrarla dormida. Cuando me acerqué lo suficiente, pude ver que efectivamente sus ojos estaban cerrados. La contemplé por unos momentos sin saber qué hacer, hasta que en un rapto de locura la tomé de los hombros y la senté frente a mí. Sus ojos se abrieron instantáneamente, eran azules como el mar en una mañana clara. Pensé que se enojaría por haberla despertado de forma tan intempestiva pero solo se quedó observándome, sin pestañear. No pude contener el impulso de mi corazón y la abracé con todas mis fuerzas, fue ahí que escuché su voz por primera vez: —¡Hola! —me dijo. Casi lloro de alegría; la saludé y le entregué las flores que con tanto amor había cortado para ella. Ella no las tomó, imaginé que quería que las dejara a su lado adornando su cuna, así que eso hice. Nos quedamos frente a frente en silencio durante un tiempo. Yo no sabía muy bien sobre qué tema conversar y poco a poco fui sintiéndome incómodo. Comencé a pensar que quizá no le caía tan bien y ella era digna de una compañía más entretenida. Luego de un rato decidí irme, me sentía fracasado y avergonzado, la despedí con un abrazo, dispuesto a marcharme para siempre, pero en el momento en que estreché su cuerpo contra el mío ella me preguntó: —¿Quieres ser mi amigo? —¡Claro! —respondí saltando de la emoción—. Voy a venir todos
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nictofilia los días a verte, podremos leer juntos, conversar y jugar a lo que tú quieras, seremos amigos por siempre. —Y salí corriendo sintiéndome el niño más afortunado del planeta. Otra vez recibí los castigos de la institutriz por no prestar atención en clases. Me encontraba en las nubes, nunca había existido nadie más feliz que yo en toda la tierra. A la hora de la cena mi madre quiso saber qué estaba sucediendo, había recibido las quejas de la institutriz. —Nada madre, solamente he estado un poco distraído últimamente, eso es todo. —Espero que tomes responsabilidad en cambiar esa actitud sin demoras, sino me veré obligada a buscar el origen de tu distracción y suprimirlo. Esas palabras me cayeron como un balde de agua fría, ¿qué pasaría si la encontraba? Tenía que solucionar ese tema de alguna manera, no podía permitir que nos separaran, no lo soportaría. A la mañana siguiente recibí otra nota: Querido Vladimir: Disculpa si no fui muy locuaz en nuestro encuentro de ayer, debo confesarte que soy muy tímida y me cuesta hablar cuando te tengo frente a mí. Me encantaría que siguieras visitándome, aunque quisiera proponerte una nueva forma de comunicación; me sentiría mucho más confortable si habláramos a través de nuestros pensamientos. Sé que quizá suene extraño, pero es la manera en que aprendí a lidiar con mi timidez. Cuando vengas te enseñaré, es muy fácil. Tuya, Alexandra Realmente era muy fácil, solo necesitaba permitir que los pensamientos de mi mente fluyeran sin interferencias —como en una meditación—, de esa manera podría estar receptivo a sus mensajes, los cuales podría responder hablando normalmente. Todos los días nos sentábamos frente a frente: conversábamos, leíamos, jugábamos, éramos felices; aunque siempre, de una u otra manera, estaba presente el miedo a que nos atraparan. Hasta que un día sucedió lo que más temíamos.
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cuento Estábamos hablando sobre piratas, yo le contaba que algún día me uniría a un barco para vivir aventuras por los siete mares. Lo había decidido antes de conocerla, por eso le pregunté si ella estaría dispuesta a venir conmigo y me contestó que sí, aunque le daba un poco de miedo. La conforté diciéndole que la protegería, que nunca le sucedería nada malo mientras estuviera a mi lado. Tan enfrascados estábamos en la conversación que no nos dimos cuenta que detrás se encontraba la criada, observándonos con rostro suspicaz. —¿Con quién estás hablando? —me preguntó con un graznido. Me paré valientemente y le respondí, cansado de ocultarme: —Con mi novia Alexandra. —¿Esa es tu novia? ¡Pero si es una muñeca! —se burló—. Tu madre se enterará de esto y te devolverá a la realidad jovencito, vas a ver. —Y salió por la puerta. Me quedé parado en donde estaba, hecho una furia: ¡¿Cómo se atrevía a faltarle el respeto a mi novia de esa manera?! Una mera criada. En ese momento Alexandra me habló: «Vladimir, tienes que hacer algo, va a contarle a tu madre y nos separarán, ¡prometiste que siempre me protegerías!». Su llanto me partió el alma. Decidí entrar en acción antes de que fuera demasiado tarde, así que corrí hasta la puerta y la vi bajando las escaleras. Ni me oyó cuando me aproximé por detrás y la empujé con todas mis fuerzas. Su cuerpo rebotó por los peldaños como una pelota de trapo. Al llegar al suelo se quedó yaciendo inmóvil; su cuello se doblaba en ángulo recto y sus ojos todavía permanecían abiertos, mirando a la nada. Me despedí de Alexandra y corrí de vuelta a mi habitación para ocultarme, en caso que alguien hubiera escuchado el alboroto y decidiera acercarse a investigar su origen. Al llegar a mi cuarto tenía una gran excitación, ¡me sentía un héroe! Sabía que me convertiría en un gran pirata, ya que en el momento en que mi amada había necesitado de mi ayuda yo no había dudado en hacer lo necesario para protegerla. Esa noche el jardinero encontró el cuerpo. Afortunadamente todos pensaron que había sido un accidente así que, luego de las exequias y llantos pertinentes al caso, mi madre se abocó a la tarea de encontrar una nueva criada. Mis encuentros con Alexandra fueron en aumento, en proporción inversa al nivel de mis notas. Frente a este panorama, La institutriz me amenazó:
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nictofilia —Tu desempeño es un verdadero desastre Vladimir, esta tarde voy a recomendar a tu madre que te encierre en la habitación para que solo te aboques a estudiar y no pierdas el tiempo en tonterías. Sentí un vacío en el estómago: ¡Ya no vería a Alexandra! Otra vez pude escucharla, su voz me llegó clara desde el desván: «No me abandones Vladimir, no permitas que nos separen». Su pedido desesperado hizo surgir nuevamente esa fuerza interior, ese coraje que solo un pirata que defiende a una damisela en peligro tendría. Cogí el atizador de la chimenea y lo hundí en su cráneo. Bastó un solo golpe para que ella cayera, boqueando como un pez fuera del agua, mientras la sangre manaba a borbotones de su cabeza. Instintivamente la envolví en la alfombra que cubría el piso de madera y la escondí en uno de los armarios de la sala de estudios, sabía que allí nadie la encontraría hasta que llegara la noche y pudiera enterrarla en el jardín. Mis planes dieron resultado, pude limpiar la sangre que había caído en el piso sin problemas y a la noche la enterré en el cantero de rosas al lado de la fuente de piedra. Quedé exhausto, pero a la vez orgulloso por un trabajo perfecto. Algunos días después la policía vino a nuestra mansión. Desde mi cuarto pude verlos conversando con mi madre, cuya cara se iba deformando en una mueca de horror. Llamaron al jardinero, lo esposaron y luego lo cargaron en la patrulla para —según pude oír— cuestionarlo por la desaparición de la institutriz. Mi madre quedó desolada, entró a la sala y se sentó sobre el sofá con las manos cubriendo su rostro. Salí de mi cuarto para confortarla; me partía el corazón verla de esa manera, sabía que si supiera lo que verdaderamente había sucedido entendería mis razones y se sentiría mejor, así que decidí contarle todo con lujo de detalles. Extrañamente su cara empalideció aún más; me miró con lágrimas en los ojos y, justo antes de romper en llanto, me dijo: —Te amo hijo, voy a ayudarte en todo lo que esté a mi alcance. Nunca me había hablado de esa manera, era una mujer severa y distante y esa fue la primera vez que me daba una muestra de amor. Pensé que mis planes habían funcionado otra vez, así que me encontraba exultante. Esa noche fui a ver a Alexandra para contarle todo, sin saber que sería nuestro último encuentro. Al otro día la policía volvió con un grupo de personas vestidas con batas blancas, me llevaron a un edificio lejano y me alojaron en una habitación
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cuento con paredes acolchadas. Hace años que me tienen aquí, ahora soy un adulto y ellos dicen que he hecho un gran progreso y pronto me liberarán. Lo que no saben es que todavía escucho su voz en las noches, torturándome: «¿Por qué me abandonaste? Dijiste que me amarías por siempre». Solo pienso en salir para cumplir con mi promesa de llevarla a navegar los siete mares en un barco pirata. Pero primero tengo que arreglar otro asunto, todavía tengo una cuenta que saldar con mi madre.
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lo que aguarda
carlos enrique saldivar
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erfiles de opacas columnas se erigían en el centro de esa modesta mole señorial. Las paredes cuajadas se iban desgarrando de a pocos con el correr del tiempo. A pasos agigantados sucedía antes; ahora, cada vez que el viento tintineaba sobre los tejados alicaídos, se caía a trozos parte de la estructura. Un jilguero cantó, posado en el árbol más cercano que, encorvado, parecía dibujar un rostro que abría una inmensidad de ojos crueles y hediondos. El jilguero siguió cantando. Pronto aparecieron otros pájaros. Una paloma derramó una sustancia blanca en los vidrios rotos de una ventana lateral. El ave se posó en el tejado y caminó con desconfianza. El viento arreció y las enredaderas secas iban surgiendo en los alrededores de la casa, la hierba tembló y se oyeron unas pisadas cercanas que luego quedaron difuminadas en el olvido eviterno de la ruidosa naturaleza. A lo lejos pasaban unos autos. A medio kilómetro, en la carretera. Más allá estaba la escuela. Un guardián de terrenos se alejaba. Tenía pereza de continuar ahí, vigilando que no se aproximaran intrusos. Se marchaba hacia su hogar. El silencio no era absoluto, pero el tiempo parecía congelarse alrededor del edificio, que se descascaraba con lentitud, a medida que las fuerzas naturales convergían sobre este. A un lado cayó una paloma ensangrentada, retorciéndose, aleteando.
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cuento No tenía patas, estas le habían sido cercenadas arriba, en el tejado. Un brillo se proyectó desde la ventana rota, una mirada sobrenatural que observaba con odio todo aquello que se movía a la distancia. Un auto pasó a toda velocidad, las dos luces vigilantes lo odiaron, luego se apagaron. La oscuridad dentro de la vivienda era casi completa, esta tenía dos pisos grandes y era muy ancha, mostraba por todos lados máculas de barro que algunas personas habían dejado hacía tiempo, y las habitaciones estaban tan olvidadas que el olor no parecía de este mundo. Dos jilgueros cantarines cayeron muertos del árbol, envenenados por un gas extraño que emanaba de algún lado y se diseminaba en el ambiente. Las demás aves volaron hacia un nuevo destino. Habían aprendido la lección. En la parte trasera, saliendo del patio interior de la casa, había un muro de ladrillo grande, grueso, que ocultaba una porción de terreno tras la casa; la extraña pared se doblaba, impidiendo que se contemplara lo que se ocultaba tras aquella. El sol parpadeó, las nubes se alejaron, la tierra se sacudió, la pared quedó deformada. De aquel muro gris pudo notarse que emergía un rostro indescriptible, inhumano, el cual mostraba una expresión de aborrecimiento hacia lo que estaba frente a él. Se oyó un ruido, un gemido, un gruñido que brotaba de sus fauces. En seguida la cara maléfica se hundió de nuevo en los confines del más allá. Una tenue onda expansiva surgió de entre las paredes vertiendo polvo, semejaba el recorrido de una serpiente tras la capa gruesa de pintura antigua que cubría la residencia. El viento se volvió gélido, dispuesto a congelar lo que fuese. El clima estaba pálido y aun los insectos supieron que debían alejarse pronto de allí. Tanto tiempo. Tantos años. Ahí. Tantas burlas y horrores. Tantas piedras e insultos. Hacía meses que no comía. Se oyó un quejido dentro de la casa, no había gente cerca, por lo tanto, nadie pudo oírlo. Si alguien lo hubiese escuchado hubiera corrido rápidamente a buscar refugio.
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nictofilia De inmediato, otro aullido. Tenía hambre, una ansiedad fantasmal que enflaquecía sus columnas. La tuberculosis de sus paredes y la decadencia de sus techos la hacían empeorar. Cemento desteñido y losas famélicas; vidrios rotos, anémicos; tísicas puertas, habitaciones de desastre. La pesadilla de la soledad y el abandono, del olvido existencial. Hacía meses que se hallaba así. ¿Cuánto más lo estaría? ¿Por qué tuvo que adquirir esta cualidad? ¿De dónde provenía esta necesidad amarga? El origen era diabólico, innominable, inevitable. Pero eso no lo sabía. Sólo tenía en su oscura mente un deseo. El cumplirlo le significaba todo. Pronto. Muy pronto. Sólo le restaba esperar. Está avanzada la tarde. En breve oscurecerá por completo. Otra noche más proyectando fantasmales quejidos que nadie escuchará. De repente, durante aquella misma tarde, cuando el sol empieza a ocultarse, aparecen corriendo a lo lejos dos hermosos y lozanos niños con sus pesadas mochilas. Las clases de la tarde han terminado y ellos han regresado en sentido opuesto. El muro trasero, de tres metros de alto, tiembla. Algo repta entre la pintura y el ladrillo, serpentea bajo los tejados, algo cuyo rostro quiere aparecer mientras babea a través de cada espacio, de cada poro de la residencia. Los dos niños se detienen frente a la tétrica casona, la cual ya no emite sonidos. Uno de ellos, el más grande, dice: —Entonces corre la apuesta, Anselmi. Entrarás aquí y sacarás algo, como prueba de tu ingreso. Yo vigilaré que lo hagas todo tal como debe ser. —No me friegues, entraremos los dos, la apuesta era que fuésemos los dos. —¿Qué? ¿Disculpa? ¿Te da miedo? ¿Acaso te crees lo que les pasó a ese niño y a su papá, el robacasas? No entraré contigo, ve solo, ¿o estás asustado? Cobarde. —Mi papá dijo que la casa los absorbió... ellos nunca salieron... y no han sido los primeros a los que les pasó. —¡Qué idiota eres! Entra de una vez o todos sabrán que te orinaste en los pantalones cuando llegamos aquí. En especial, Juliana,
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cuento ¿Quieres que le diga que no te atreviste? —Entraré, entraré, pero tú vendrás conmigo, no lo haré solo. —Pucha, qué miedoso eres, ya, te acompaño, pero diré que no quisiste entrar solo. Toma la linterna... ¿por dónde nos metemos? Creo que al costado hay una ventana rota. —Solo vamos adentro, sacamos un adorno y salimos con las mismas, ¿no? —Claro, entraremos por el costado, luego iremos hasta el segundo piso. —¡Al segundo piso! ¿No podemos quedarnos nada más en el primero? —No seas tonto, en el segundo piso están las habitaciones principales, allí debe haber algo de provecho. De verdad que eres recontra miedoso, das vergüenza. —¿Y cómo sabrán los demás que el adorno pertenece a la casa? —¡Qué bruto! Lo sabrán. No te olvides que hay fotografías de esas habitaciones en el archivo del colegio, me acuerdo de los objetos que aparecen en las imágenes, esa será nuestra prueba. Los demás debieron venir con nosotros, qué mal que se acobardaron. —Es porque tienen miedo... porque aquí... si es cierto lo que dicen los libros secretos del colegio, debe ser verdad también lo que nos han contado... deberíamos pensarlo mejor... —¡Cállate y entra! Yo levanto la ventana... ¡Bah! Mejor rompo la luna. ¡Vaya! Ya está rota. Es igual. Puag... caca de paloma. —¡Una paloma muerta más allá! —Métete y no friegues, las palomas mueren a cada rato. —Lo que dice en los archivos de la biblioteca es cierto. Nunca mentirían. —No creo que sea verdad y ya déjate de babosadas, en serio empiezas a molestarme. —Por favor, ya ven, está oscuro aquí dentro, y hace frío. —Ayúdame a entrar, dame la mano. Mira, si realmente pasan cosas raras en este lugar lo descubriremos pronto, hasta puede que nos volvamos populares en el cole, o incluso héroes. —Hugo, ¿por qué hemos entrado? —Porque tenemos que ganar esa apuesta. Tú, por Juliana y yo, por Sandy, no podemos quedar como debiluchos. —No nos pasará nada, ¿verdad, hermano? —Claro que no, no existen los fantasmas, todos los rumores
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nictofilia son tonterías para ahuyentar a los ladrones, nadie ha entrado aquí desde hace cuatro meses. Enciende la linterna. —Fue en esa fecha cuando desaparecieron el papá ladrón y su hijo. —Tal vez cayeron a una fosa cercana, dicen que hay pozos en la zona que muy pocos han encontrado. Nadie sabe con certeza qué pasó con esas personas, yo creo que se fugaron. —¡Escuché algo! —No es nada. —Una rata... algo rozó la pared... fue como un golpe. —Vayamos arriba, cojamos algo y bajemos rápido. —Vamos… Hugo. —Después de ti, hermanito. Algo reptó entre la pintura despellejada y el ladrillo de la pared exterior. Algo que estaba en cada columna, en cada ventana, puerta, teja, partícula, molécula, átomo de la casa, y que había tenido la paciencia suficiente para sólo observar y esperar durante una larga temporada. Habían sido años de decadencia, de ataques, de suciedad, de abandono. Su dueño, el que la construyó, fue el culpable. Ahora todos pagarían. El muro se ladeó, vibró con un ruido mortal. Una faz se estiró fuera de la superficie, un rostro indecible, terrible, demoniaco, que ahora no gruñía, sonreía, y lo hacía con burla, con satisfacción. Cuánto tiempo. Cuánta hambre. Pero la larga espera había terminado. Podía sentir el miedo infantil mientras caminaban dentro de él. Hacía meses que no se alimentaba. Ahora podrá.
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cuento
real irreal
marcia morales montesinos
A
l abrir los ojos, vi a una pareja de ancianos, acongojados, sentados en el sillón enfrente de mi cama. Cuando se percataron que desperté, se alegraron e inmediatamente llamaron a un doctor, el cual me auscultó de arriba abajo y concluyó que todo se encontraba bien. Hasta ese momento yo no había dicho nada y es que no entendía que es lo que pasaba. —Háblame hija —me dijo la mujer. —¿Por qué no dices nada hija? ¿Acaso te quedaste muda? —expresó el hombre. Trataba de articular alguna palabra, entendía lo que decían, quería decirles algo, pero al abrir la boca solo emití unos chillidos. Después de una serie de preguntas, de parte de todos, en la que solo daba por respuestas una serie de sonidos inconexos, y eso, sumado al desconcierto de mi rostro, hizo que el doctor concluyera que había perdido la memoria. Como no tenía ningún golpe severo, explicó que debía ser por alguna fuerte impresión. Les recomendó no forzarme a recordar, que dejaran que poco a poco fuera recuperando la memoria. Me quede un par de días más en la clínica, en observación, y luego me dieron de alta. Me fui con la pareja de ancianos, que dijeron ser mis padres. Caminaba torpemente, no podía hablar, no conocía el funcionamiento de los diversos aparatos —como celulares, televisores, computadoras, ascensores, etc.—, es como si recién despertara a este mundo. Mis padres me enseñaron como a una niña pequeña, aprendí a hablar, leer y usar la computadora, poco a poco, desde
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nictofilia cero. Ellos esperaban con ansias la recuperación de mi memoria, a veces, desoyendo al doctor, ponían un álbum de fotos a mi alcance para que lo viera y tal vez así recordara, yo observaba las fotos pero era como si las viera por primera vez. Todo lo que aprendía respecto a historia, literatura, arte y cultura en general, me fascinaba sobremanera, todo era tan nuevo para mí, también era como si fuera la primera vez que estuviera aprendiéndolo. Por las noches me esforzaba por recordar, pero no encontraba nada en mi cabeza, a no ser un miedo, un miedo enorme a morir, era lo único que llenaba mi mente —¡No quiero morir! ¡No quiero morir! ¡Debo luchar por mi vida! —Era lo único que me retumbaba en el seso cuando trataba de recordar. Ya habían pasado cinco años desde el accidente, o lo que fuera que me llevo a perder la memoria. En todo ese trascurso de tiempo había reaprendido —o aprendido— a hablar, a leer, a manejar la computadora, entre otras cosas. Confieso que me gustaba mucho la vida. Un día mi madre me sentó en el sillón y me dijo: —Ya han pasado cinco años desde el accidente, el doctor dijo que no te forcemos a recordar, pero yo me pregunto sino extrañas tu antigua vida. Solías decir que te gustaba mucho lo que hacías y estabas tan enfrascada en tus cosas que ni siquiera te dabas tiempo para venir a vernos. Yo siempre te recriminaba diciendo que esa no era excusa, pero decías que la literatura de horror era tu vida. —No creo que haya dicho eso madre, me gusta estar contigo y papá. Yo nunca los evitaría —la abrace, se sentía tan bien estar al lado de mamá, se sentía tan bien tener una madre. —Un lado de mí, hija, quisiera que olvidaras tu vida pasada, en la que no tenías tiempo para tu familia, ni amigos, esa vida ascética que no te hacía nada bien. Que te mantenía alejada de este mundo. Creo que estar imbuida en esos temas te provocó todo esto. Por otro lado, esa era la vida que elegiste y te gustaba. Eras una escritora de terror y siempre decías que lo amabas ser. En contra de lo que diga el doctor, mañana te llevaré a tu departamento. Quiero que lo veas, que veas tus cosas, tal vez te ayude a recordar. ¿Estás de acuerdo? Mi corazón empezó a latir fuertemente, me sentí abrumada, pero
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cuento decidí que sí quería ir. —Si madre, me gustaría ir a verlo. Por la noche nuevamente traté de recordar, pero ocurrió lo de siempre, ese gran miedo a morir. Esa noche soñé que me miraba en un espejo para tratar de arreglarme el cabello, cuando de pronto mi imagen sacaba un revolver y me quería disparar, yo corría pero mi imagen me perseguía para matarme. La mañana siguiente me levante poco descansada, pero aun así decidida a ir a ver mi departamento. Salimos a las tres de la tarde, media hora después ya estábamos llegando. Le dije a mamá que prefería quedarme sola, que si podía volver a recogerme en unas tres o cuatro horas, estuvo algo reticente al principio, pero luego acepto. Ahí, en el silencio del que decía era mi apartamento, volví a tratar de recordar, y volví a fracasar. Todo estaba algo desordenado, había muchos libros, todos eran de terror, ocultismo, magia, asesinos en serie, encontré varios en los que la autora era yo, los leí fugazmente, hablaban de asesinatos, muerte, torturas —no me gustaron—, ¿cómo podía escribir yo todo esto? Entré a una estancia donde estaba la computadora, me dio un vuelco el corazón. Empezaron a correr vagos recuerdos por mi mente… Encendí la computadora, en el escritorio estaba el último libro que me (se) encontraba escribiendo cuando ocurrió el accidente. Empecé a leer, mi corazón se aceleraba cada vez más, con cada línea leída todo volvía a mi mente. La historia trataba de un cruel asesino, al cual su última víctima se le había escapado, obsesionado por concluir su trabajo planeaba el plan perfecto para que no se le escapara una segunda vez. La víctima, Pascuala , ¡era yo!…. Mónica me había construido en base a ella misma, había volcado en mi todo aquello que quería matar de sí misma, pero mi deseo por la vida —cosa que no tenía ella— pudo más que su amor por la muerte… por eso yo viví y el asesino la mató a ella.
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INCURSIÓN ANÍMICA
Mauricio del Castillo
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l cuerpo yacía en el pasillo del quinto piso, boca abajo, justo encima de un charco de sangre aún caliente. No hubo señal de lucha o forcejeo. El detective Urrutia juraba que existía una sonrisa de satisfacción en el rostro del cadáver. La navaja de afeitar se encontraba en la mano derecha del hombre muerto, sosteniéndola apenas con la punta de sus dedos, como si se tratara de un barbero o un cirujano profesional. El corte fue tan preciso a todo lo largo de su cuello que tardó muy poco en desangrarse por completo. Un suicidio, al parecer. Nadie había escuchado gritos del señor Soriano y su esposa. Ella se encontraba sentada en una silla, todavía aterrada. Nadie la consoló, ni siquiera el grupo de vecinos que escuchaba detrás de la puerta, amontonados en el pasillo a la espera de una noticia. Después de unos momentos de contemplar el cadáver, el detective Urrutia pasó una mano sobre su mentón, sin afeitar, a la espera de una noticia. Su compañera Fanny portaba un cúmulo de cuentas sin pagar. Las depositó en la mesa y dijo: ―Deudas. Este tipo debe ser odiado por los bancos y las agencias de servicios. Urrutia asintió con la cabeza. ―¿Crees que haya tiempo de ir por él? ―preguntó. Fanny se inclinó sobre el cuerpo y dijo: ―Me parece que sí. No tiene ni dos horas de muerto luego de que lo hallara su esposa. ―Miró a la mujer que aún no dejaba de llorar. Se dirigió a ella― ¿Usted sabía de las deudas de su esposo? La mujer tardó en responder:
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cuento ―Así es, señorita. Pero le juro que intentaba ponerse al corriente en los pagos. Los bancos nunca fueron muy comprensibles de nuestra situación. ―Su marido no debió atreverse a hacer esto ―sentenció Urrutia―. No se podrá escapar de ésta el pobre infeliz. Fanny encendió el interlace para conectarse con las oficinas de la Suprema Corte de Justicia. El llamado fue reenviado al despacho personal del Juez de la Corte. Las oficinas seguían activas a pesar de las altas horas de la noche. El juez de turno apareció en la pantalla del interlace. Se frotó la nariz con la manga de su camisa y dijo: ―Infórmenme. Urrutia extrajo su libreta digital, atiborrada de apuntes. Sin mirar la imagen del juez, le hizo saber algunos hechos: no hubo gritos, sin señales de violencia, ningún padecimiento mental. Todos coincidían en los problemas de adicción, alcoholismo y depresión del ahora occiso. ―¿A cuánto ascienden sus deudas? ―preguntó el juez. Urrutia dio un vistazo rápido a las cartas de advertencias y a los archivos digitales de audio por parte de los bancos y de las agencias de servicio. Realizó un cálculo rápido y dijo: ―Quinientos mil plexos, aproximadamente. El juez, a pesar de encontrarse soñoliento luego de la llamada de interlace, tuvo que determinar el fallo. Fue entonces que sopesó el caso en su mente y dijo: ―Aprobado. Sea delicado con su compañera, detective. La llamada de interlace con el Juez de la Suprema Corte de Justicia se desvaneció. Urrutia comenzó a ingeniarse la forma de enviar a Fanny en busca del deudor sin que sufriera mucho. Ella era la experta, la verdadera profesional para rastrear casos más allá de los latidos cardiacos de un corazón. ―¿Cómo piensas hacerlo, grandulón? ―preguntó Fanny. Uno de sus ojos revelaba un color gris a causa de una heterocromía. El tatuaje de un dragón chino abarcaba casi toda su espalda. Urrutia se encontraba nervioso. Era apenas la quinta búsqueda de suicidas criminales. Había dado muerte a Fanny en cada una de ellas y no se acostumbraría nunca, ni siquiera cuando llegara a las cien. ―No me presiones más ―dijo él―. Solo no lo hagas más difícil de lo que ya es…
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nictofilia Fanny le dio la espalda, junto sus manos, oprimió sus ojos y esperó a que Urrutia se decidiera de una buena vez. Él se encontraba en una posición difícil. Era trabajo, a fin de cuentas. No había nada personal en ello. Sin dudarlo más disparó a Fanny por la espalda. Antes de que ella cayera al suelo, Urrutia la tomó y la llevó al sofá para recostarla. Al instante hizo todo lo posible por extraer la bala. La espalda de Fanny no sangraba debido al reforzamiento cutáneo de su cuerpo. Si todo salía bien, Fanny podría lograr regresar del más allá con su único objetivo vuelto a la vida. Era la única forma de lograr que nadie evadiera sus deberes y responsabilidades. El suicidio no era opción para ningún ciudadano. Muchos asesinos seriales, violadores, defraudadores y políticos corruptos, el verse acorralados por la ley y la justicia, optaban por abandonar este mundo a mano propia. De esa forma eludían su castigo. Los incursores también podían traer de vuelta a personas con severos problemas existenciales a petición de algún miembro de familia. Los casos eran muchos y de todo tipo. Fanny no solo poseía la capacidad mental para volver a la vida cuantas veces quisiera. Entre sus habilidades se encontraba la sincronización de sus ondas cerebrales a través de un trauma para inducir frecuencias específicas del cerebro, sobre todo las relacionadas con los estados de sueño/vigilia, y desafiar así a la barca de Caronte o al Cisne de Tuonela, contradecir a la muerte y convertirse en una divinidad científica especializada en levantar a los muertos. El alma, la mente y la propia vida podían desprenderse del cuerpo como cintas de pegado una y otra vez hasta cumplir su cometido. Para los incursores la muerte era palpable. Luego del fulminante impacto, Fanny cayó al suelo, con las palmas de las manos apoyadas en el polvo y las rodillas dobladas. Sacudió la cabeza repetidas veces hasta cerciorarse por completo en dónde se encontraba. En seguida se puso en pie y contempló el paisaje que se presentaba ante ella. No se trataba de un lugar apacible. Soplaba un viento que iba ganando en intensidad a medida que la luz disminuía y transportaba polvo abandonado a sus ojos. La tierra estaba desolada. Solo unas pocas hierbas esparcidas quedaban allí para sostener la capa superior. Había alguna que otra maraña suelta, pero pocos árboles. En las montañas distantes no había más que sombras que se recortaban contra un horizonte opaco y nocivo. Era fácil imaginar que el
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cuento paisaje agonizaba, una mera antesala del lugar donde descansaban las almas. Algo parecido al viento comenzó a ulular desde la lejanía. Fanny no podía identificarlo; sin embargo, esto no la apartaba de su verdadero objetivo. A pesar del brumoso paisaje, donde no se asomaba ninguna luz, la incursora se movía con absoluta destreza entre el suelo agrietado y las rocas ásperas. A su paso dejó atrás muros y edificaciones donde deambulaban esencias atrapadas. Surgían de todas partes figuras borrosas, rostros sumidos en la palidez y sin facciones. Fanny estaba demasiado acostumbrada a pasarlos de largo sin dedicarles mucha atención. Su mirada se encontraba en las nubes opacas. Se detuvo y colocó una rodilla en el suelo. Tomó un puñado de tierra y lo acercó a su rostro. Logró identificar residuos dejados por el alma del criminal deudor. Intentó atisbar a la distancia, pero a solo unos cuantos metros las tinieblas se lo impedían. Mientras preparaba la activación de la red, Fanny divisó una cabaña cerca de ahí. Comenzó a caminar con firmeza hacia adelante. Su espigada y esbelta figura se perdía en la oscuridad, pero ella continuaba con el único objetivo de hallar al suicida. La construcción estaba hecha a base de grava, cemento y piedra caliza. Alrededor no se asomaba ninguna vegetación. El suelo erosionado, el viento cálido y las grietas provocadas por la sequedad regían en todas partes. Fanny abrió la puerta y echó un vistazo adentro. Tan solo había una mesa de madera, sillas de bejuco y una lámpara de petróleo para iluminar a medias la pobre estancia. El techo tenía agujeros desperdigados en toda su superficie. Su atención se enfocó en un pequeño detalle en el suelo. Se trataba de una estela de humo que surgía de la colilla de un cigarro. Fanny se inclinó y supuso que el objetivo no se hallaba lejos de la cabaña. Tenía que moverse con prisa. Azotó la puerta al salir y se detuvo ante un imponente promontorio a escasos cincuenta metros. La inclinación era de más de cuarenta y cinco grados, a tal punto que tuvo que sujetarse de las rocas para no caer. Poseía una extraordinaria visión para localizar el lugar donde un fugitivo suicida podía encontrarse. Se trataba de un sentido oculto que una persona con la capacidad de regenerar sus propios órganos y desprender su alma y traerla de vuelta solo
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nictofilia poseía. Fanny se movía como una esencia inmaterial, una estela que subía una empinada, una niebla que ascendía un volcán en plena erupción. Luego de alcanzar la cima, observó a lo lejos una mancha oscura que intentaba perderse en la bruma. Iba de un lado a otro, sin rumbo fijo. Al localizarlo, Fanny frunció sus oscuros ojos sombreados. Enrolló en su brazo la red para arrojarla en cualquier momento y la colgó del hombro derecho. Echó a correr. Sus plantas desnudas se estampaban sobre el piso negruzco. El suicida se tambaleaba cual borracho en una noche de juerga. Si existía algo a lo que Fanny aún no estaba acostumbrada era a la prolongada exposición a la bruma oscura. Era inútil usar anteojos infrarrojos para ver entre toda aquella densa estela. Sentía que el aire se encontraba mucho más pesado que de costumbre, tan espeso y sombrío como una taza de café negro. El esfuerzo de escalar la cuesta la cansó, pero eso no le impidió darle alcance a Soriano. Fanny exclamó: ―¡Soriano! El aludido giró con lentitud y mostró una sonrisa a medias, como si hubiera acabado de despertar. Su cuerpo iba cubierto solo con una sábana blanca. Fanny estaba a escasos metros de él, con la intención clara de traerlo de vuelta. Sin embargo Soriano fue tragado por la oscuridad, de espaldas, con los ojos cerrados y los brazos cruzados. La incursora permaneció en el borde. Al estirar una mano se sorprendió al ver que era sumida en la más absoluta de las sombras. Su mano tocó una superficie rasposa y al mismo tiempo dura. Extrajo una linterna y apuntó al frente, solo para encontrarse con un tupido bosque. Expulsó una bocanada de aire y, con la linterna adelante, se internó en el bosque. Los árboles se multiplicaban cada pocos metros, logrando que todo el bosque se convirtiera en una especie de laberinto. A pesar de no poder apuntar más allá de lo que la energía de la linterna podía ofrecer, Fanny distinguía en ese extraño mundo una que otra alma en el suelo, recostada de rodillas en espera de que algo aconteciera para salvar su existencia. Todos y cada uno de ellos parecían conocer ya su destino, un destino ligado a la eternidad y al aislamiento.
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cuento Se detuvo para recuperar el aliento. En circunstancias normales no tardaría tanto en aparecer. Sin embargo, la mente confusa y todavía no consciente de Soriano hacía más difícil localizarlo. El fugitivo tal vez ya había visto la luz de la linterna. Fanny llegó a un terreno plano, estéril y agrietado. El horizonte se dibujaba en la lejanía, ya sin ningún obstáculo que pudiera interferir en su vista. Sin embargo, el cielo negruzco y la tierra parda parecían confundirse y desvanecerse poco a poco hasta distinguir los dos elementos. Al atravesar el terreno se percató que comenzaban a brotar manos del suelo, como si se tratara de manojos de maíz en un campo fértil. Las manos se movían con brusquedad, y sus alargados dedos parecían intentar tocar y raspar algo en el aire. La apresaron de los tobillos. Fanny lanzó un grito y cayó al suelo. Dio varios manotazos a fin de aferrarse y no ser llevada por las almas perdidas. Giró y tomó la red con sus manos libres. Al arrojarla hacia el mar de manos, accionó la recarga y ésta se desprendió. Las repentinas chispas indicaron el alto voltaje empleado. Las manos se retiraron con rapidez, como si se hubieran expuesto a las llamas del fuego. De inmediato Fanny se liberó. Poco a poco las manos regresaron al lugar de donde vinieron. Luego de aquel infortunado encuentro, Fanny salió arrastrándose hasta llegar a una roca donde podía mantenerse a salvo. Su cabello había perdido forma y ahora se desprendía en decenas de puntas que caían sobre su rostro. Todo parecía integrarse de mala manera en una terrible frustración que la hacía sentir derrotada. Soriano había escapado y se estaba burlando de la ley. No importaba que un equipo de incursores intentaran darle caza: él los eludiría con su locura. La decisión de terminar con su propia vida no se trataba de un acto cobarde para no enfrentar la justicia, sino de un trastorno provocado por su propia demencia. Fanny observó la hora: cinco horas con catorce minutos. Dejó de preocuparse por el tiempo y se concentró en Soriano. La red la llevaba arrastrando, con la energía a un treinta por ciento disponible. Debía estar más atenta para evitar usarla. Luego de andar sin rumbo, Fanny alcanzó a divisar una figura que se recortaba a duras penas contra el cielo. Reconoció a Soriano, de pie encima de un grupo de rocas las cuales formaban una pequeña elevación, esta vez por completo desnudo.
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nictofilia Fanny se acercó con sigilo. El suicida notó su presencia y giró. Su rostro se asemejaba al de un payaso sin maquillaje, hundido hasta el fondo en el contenido de su demencia. Al verla dijo: ―¿Quién eres? ―Debes regresar, Soriano. No tienes por qué estar aquí. Ven conmigo. Tu esposa te espera. ―¡No! ¡No me iré! Yo no puedo pagar esas boletas, esas sumas. No tengo con qué pagarlo. ¡Y no quiero! Fanny se acercó todavía más. Intentó tocarlo de un hombro para tranquilizarlo, pero Soriano lo interpretó como un ataque. Extrajo de la fisura de una roca una punta de madera. Sin que Fanny lo viera venir, Soriano hundió la punta en su vientre. Ella se dobló en dos; escupió sangre por la boca. Pensó que lo mismo debía estarle ocurriendo a su cuerpo atendido por Urrutia. A pesar de la poca práctica que tenía en atender a incursores en casos de emergencia, Urrutia conocía los pasos básicos para accionar el sistema de autocura. Soriano no dejaba de carcajearse al ver a Fanny en ese delicado estado, como si se tratara de la travesura cometida por un niño. Ella permanecía recostada en el suelo y presa de convulsiones. Soriano se acercó para contemplar con más detenimiento aquel sufrimiento. Fanny aprovechó el momento. Abrió los ojos con lentitud y arrojó la red en dirección hacia el suicida. El alma de Soriano fue envuelta en aquella telaraña eléctrica que lo mantenía inmóvil. Al igual que sus miembros, sus palabras se habían agarrotado en el aire: ―Nnnn… Noooo… Nnnnoooo… Se recostó como si hubiera llegado la hora de dormir. Cerró los ojos y permaneció quieto. Fanny retiró la red. Lo levantó del suelo y comenzó a llevarlo como si se tratara de alguien que requeriría ayuda luego de un accidente automovilístico. Fanny concentró todo su ser y poco a poco sus pasos se desvanecieron hasta desaparecer por completo. Los paramédicos atendieron a Soriano en el pasillo luego de que retornara a la vida. Puntearon la herida en su cuello y fue arrestado por evasión de responsabilidades ciudadanas. Ya en los Cuarteles Generales de los Incursores del Subsuelo, Urrutia se encontraba revisando la redacción del reporte, mientras que las heridas de Fanny cicatrizaban y sanaban a ritmo lento.
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cuento La cama era cómoda, pero el ambiente del hospital la enfermaba. El sistema de televisión no era su favorito y odiaba la gelatina de grosella en el desayuno. Cuando Urrutia acudió al hospital, Fanny no dejó pasar la oportunidad de decir: ―Creo que merezco unas vacaciones. Urrutia tomó asiento al borde la cama y preguntó: ―¿Y a dónde piensas ir, niña? ―No estaría mal pasar una semana allí. Quitando las sombras y esas horribles manos que brotan del suelo, el ambiente es apacible. ―Miró con determinación a Urrutía y dijo―: Dile al capitán que no se le ocurra enviarme a las Bahamas. El detective Urrutia vertió unas gotas de cianuro en el vaso con leche de su compañera. Fanny ameritaba un merecido descanso.
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La Teoría del Doctor Mcpherson H.E. Pérez
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esde joven me hice muy cercano al doctor Hoffmann. Recuerdo que él era jefe del Departamento de Pabellón y Maternidad del Hospital «X». Lo conocí cuando había terminado mis estudios académicos en medicina y me encontraba realizando mi práctica profesional en dicho recinto hospitalario. Hoffmann ―cuyo verdadero nombre mantendré en absoluta reserva por razones que considerarán obvias al finalizar la lectura― contaba en esa época con cincuenta y cinco años, y poseía vasta experiencia en el ámbito de la medicina. Además, en su trayectoria como médico, recibió varios reconocimientos por su trabajo, tanto a nivel interno como internacional. La publicación de importantes libros de neonatología resultó ser una fuente inspiradora inagotable para muchos de sus colegas alrededor del orbe. Era un orgullo para el sanatorio contar con él entre sus filas, y aquello era mérito suficiente para que Hoffmann, en un futuro no muy lejano, asumiera las directrices del recinto. Cuando el galeno W. Rice falleció de una cardiopatía pulmonar, en 1830, Hoffmann fue elegido como Director General del recinto hospitalario. Tras el pesar provocado por aquella inesperada muerte, Hoffmann debió asumir rápidamente sus nuevas funciones al mando del sanatorio. Para ello contrató a un experto y célebre neonatólogo ―y amigo personal como me enteré con posterioridad― para que se encargara del puesto que Hoffmann había dejado vacante. El doctor Mcpherson ―también me reservaré su verdadera
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cuento identidad― era un excelente profesional, con tantos galardones como Hoffmann, y recibió de muy buena gana el puesto que su amigo le había legado. Mcpherson era un tipo muy delgado, de cara enjuta, nariz aguileña y tez blanca, no medía más de un metro y setenta centímetros. Su cabello no era muy dócil ―sus colegas lo apodaron «peluca de clavos»―, y usaba un gran mostacho para ocultar su dentadura imperfecta. A pesar de sus defectos anatómicos, Mcpherson era un excéntrico muy capacitado, no solo en medicina, sino también en física, química, astronomía y algunas otras actividades que él llamaba extrasensoriales. Aprovechando sus conocimientos y creatividad innatos, Mcpherson creó una máquina que, según él ― pues aún no tenía la chance de ocupar su nueva herramienta―, por medio de pequeñas descargas eléctricas a través de membranas dirigidas al cerebro del individuo, podía proyectar en un monitor los sueños de los seres humanos. Si bien este invento no era una idea original de Mcpherson, pues tiempo atrás ya varios científicos intentaron adentrarse en este terreno, él proponía algo distinto, ya que pensaba ocupar su instrumento no en adultos, sino que su objeto de estudio serían niños recién nacidos. Para ello Mcpherson tenía una hipótesis: planteaba ―y con mucha razón― que los humanos representamos en los sueños una imagen real y familiar entremezclada con alucinaciones establecidas por diversos elementos externos que afectan de buena o mala forma en la psiquis y en el cuerpo de la persona. Por ejemplo, un niño de doce años al dormir puede soñar con una cancha de fútbol en la cual se desarrolla un alegre encuentro deportivo. Esa sería su imagen real y familiar. Mientras tanto continúa el partido, el soñador da un gran salto y vuela sobre sus adversarios y anota un golazo que lo hace sudar y lo deja sediento. Esto último puede asociarse a que al infante le maravilla el vuelo de los pájaros o de los aviones, mientras que el excesivo sudor y sed provocados podrían deberse a que su cama tiene demasiadas cobijas. Estos serán los factores externos que afectan su representación real. ¿Pero qué sucede con un neonato, si éste lo único que conoce es la vida al interior del vientre materno? Esa pregunta se la había planteado Mcpherson a Hoffmann hace algunos años atrás, y llamó tanto la curiosidad de
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nictofilia éste último que apenas tuvieron la chance llevaron a cabo el experimento.
Era una noche lluviosa, no recuerdo el mes. Hubo un fuerte temblor antes que cayera el aguacero, sin embargo, el movimiento no provocó destrozos ni muertes, solo un susto generalizado. Esa noche llegó al hospital una conocida indigente. En su situación de calle, llevaba una calidad de vida paupérrima, con mínimos recursos para subsistir. De sus familiares no se tenía noticias; y nadie supo quién fue el inhumano que la embarazó. En ese estado hizo ingreso a la sala de urgencias. De inmediato fue ingresada al pabellón donde la esperábamos yo, Mcpherson y dos enfermeras. El paramédico hizo entrega de la tabla con los datos de la futura madre al doctor, al cual le brillaron los ojos de una manera extraña, como de complacencia, y, esbozando una sonrisa sarcástica, dijo que él se iba a encargar del parto. Varios minutos después, la paciente comenzó a tener contracciones muy dolorosas. Fue en ese preciso instante que Mcpherson dijo que el procedimiento se estaba complicando y ordenó que todos salieran de la sala y que llamaran de urgencia a Hoffmann. ―¡Tú no te vayas ―díjome― quédate a ayudar! Con posterioridad supe que Hoffmann había estado esperando tan ansioso como Mcpherson a un paciente que les brindara esta opción de llevar a cabo sus experimentos. Él también pidió que yo fuera el único ayudante en permanecer dentro de la sala de partos. Apenas entró Hoffmann, Mcpherson le hizo un comentario al oído. Del rostro del director brotó la misma sonrisa que había visto anteriormente en la cara de su amigo. ―Estimado colega ―me dijo―, ¡prepárese!, porque será parte de un experimento que pasará a la historia de la medicina mundial. Al escucharlo sudé y me puse muy nervioso, pues no consideraba la magnitud del estudio de ambos doctores. Al instante, Mcpherson preparó una jeringa que puso en una bandeja de aluminio cerca de la cabeza de la paciente, quien ya no daba más de dolor, pues el parto estaba próximo. ―¡Doctor, ayúdeme! ―gemía la futura madre.
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cuento ―¡No se preocupe ―respondió Mcpherson, entregándole un poco de seguridad y confianza―, todo saldrá bien!
Según el reloj en la pared eran las veintitrés con cincuenta y ocho de un lunes. No pude saber a ciencia cierta si aquella noche hacía frío o eran mis nervios los que me jugaban una mala pasada. Me arreglé el delantal y me puse los guantes quirúrgicos para quedar presto a cualquier solicitud de Hoffmann o Mcpherson. ―Le inyectaré la anestesia raquídea ―comentó Mcpherson. ―¡Perfecto! ―respondió Hoffmann. Al minuto me dijo: ―Verifica que los instrumentos estén funcionando. ―¡El nivel de oxígeno en la sangre es bajo, la presión arterial está muy alta y el pulso en demasía acelerado! ―respondí, preso del pánico―. ¡No sé cómo la dejaron entrar a maternidad sabiendo que… ―… sabiendo que es una indigente ―me interrumpió Mcpherson, con rostro enjuiciador. ―¡No! ―repuse― ¡No iba a decir eso! Quería preguntar que no sé cómo la dejaron sabiendo que ha consumido drogas y alcohol. La tabla con los datos que entregó el paramédico era clara: un alto nivel de… ―¡Porque yo lo autoricé! ―sentenció Hoffmann― ¿Es que no te das cuenta que estamos ante la paciente perfecta para llevar a cabo el último paso de nuestra investigación? ―Mcpherson le dio su apoyo con la mirada, pero al parecer la mía, llena de incertidumbre y de una batalla ética interna no lo satisfizo. ―¡La inyección está haciendo efecto! ―dijo Mcpherson, mientras la mujer gemía de dolor y convulsionaba sobre la camilla. Hoffmann se acercó a mí y me dijo suavemente al oído: ―Considera que si a esta mujer le llegase a pasar algo durante el parto, nosotros saldríamos libres de polvo y paja, argumentando que hicimos todo lo posible por ayudarla, a pesar del estado en que se encontraba, pero que por nuestro juramento ético y nuestra disposición moral decidimos salvar una vida aún en desmedro de otra. Después de darme una mirada tranquilizadora me guiñó el ojo,
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nictofilia asumiendo que yo había entendido el mensaje subliminal. Las máquinas comenzaron a emitir pitidos cada vez más frecuentes, pues la presión y el pulso de la paciente estaban por las nubes, no obstante, con sus últimas fuerzas y con lo poco que le quedaba de cordura, por culpa del alcohol y las drogas, la futura madre pujaba, hasta que dio a luz a un pequeño varón envuelto en sangre y restos de placenta, el cual lloró al ser tomado en brazos por Mcpherson. ―¡Ven! ―me dijo―. Límpialo mientras preparo mi invento. ―¡Pero la madre… está convulsionando… está… ―… a punto de morir ―dijo Hoffmann―. ¡Déjala, ya no es importante! ¡Dediquémonos a lo nuestro! Mientras limpiaba al neonato, escuchamos el pitido fijo, estable e inequívoco del electrocardiógrafo: ¡la madre había muerto! Me sentí incómodo, temblaba con el niño en mis brazos, traté de decir algo pero no pude emitir palabras. A los pocos segundos Mcpherson me pidió que instalara al niño en una camilla contigua, para luego pegarle una a una las membranas que conectarían el pequeño cráneo del infante a su novedoso invento. Junto a nosotros llegó Hoffmann con su rostro sudado y pálido, pero evidenciando un profundo interés en el objeto de estudio y sus futuras consecuencias. Mcpherson encendió un monitor, en el cual, según su tesis, deberían revelarse los recuerdos del bebé. ―¡Estoy ansioso! ―comentó, frotándose las manos. ―Espero que todo funcione según lo estudiado ―agregó Hoffmann. Yo permanecí en silencio, pero no perdía detalle del acontecimiento. Pasaban los minutos y no se veía nada en la pantalla del monitor. Mcpherson acomodó nuevamente las membranas en la cabeza del neonato, con cara de preocupación por los resultados. Hoffmann parecía haber perdido la confianza, pues se le notaba sin ánimo, con su brazo izquierdo sobre el pecho y la mano diestra sosteniendo el mentón. ―¡No entiendo! ―exclamó Mcpherson― ¡Todo está bien conectado! Hoffmann mantuvo el mutismo y giró, dándonos la espalda, sin esperanzas y renunciando a la posibilidad del éxito del proyecto. Habían pasado aproximadamente quince minutos y el monitor continuaba en blanco, pero de pronto:
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cuento ―¡Miren la pantalla! ―grité. Ambos doctores observaron pero no pudieron ver nada, pues la imagen que vi duró lo que dura un pestañeo. ―¿Qué pasó? ―preguntó Mcpherson. ―¿Qué viste? ―consultó Hoffmann. Ambos me miraron ansiosos, casi en éxtasis. ―¡Vi algo! ―dije, incrédulo de mis propias palabras―. Fue como… una imagen… muy borrosa… Mientras trataba de articular alguna frase más coherente, en la pantalla del monitor apareció clara y nítida lo que ambos doctores ―y a esas alturas también yo― estaban esperando: era un globo, lleno de líquido, que se sacudía de un lado a otro en una densa oscuridad. Pese a esto último de pronto se vio un par de diminutas manos y piernas moviéndose en forma desesperada, como queriendo huir. También apreciamos, aunque por breves instantes, el cordón umbilical. Luego vimos que la esfera se alejaba con lentitud hasta que todo fue una mancha de luz blanca. Al fin de la secuencia se pudo ver el rostro de la madre del niño, sudada y pálida… ¡muerta! La imagen completa no duró más de cuarenta segundos, pues, lamentablemente, el neonato corrió la misma suerte que su progenitora, falleciendo tras el experimento. Mcpherson estaba desconectando las frías membranas del cráneo del pequeño, cuando de repente, mientras despegaba la última, el monitor volvió a encenderse con una breve y horrible imagen: vimos al niño abrazado a su madre muerta, la cual abrió de súbito los ojos, y era como si nos mirara a través de la pantalla. Afortunadamente para nosotros la última y macabra visión duró solo un par de segundos, los que fueron suficientes para dejarnos estáticos y fríos como las manos de la muerte.
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El Premio
Sarko Medina Hinojosa
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asen —ordenó el mayor de los cultores.Los seguidores del nuevo orden se detuvieron frente al portal abierto en la pared descrita en las profecías aprendidas en esos años. Los contornos eran de un material volcánico, descubierto por la fuerza dimensional que forzó el pasaje entre este mundo y aquel otro, prometido a los fieles. Parecía que hubiera un lote baldío traspasándolo, pero los iniciados escucharon muchas veces que había más: todos sus sueños serían cumplidos, todos sus anhelos. —¡Pasen! —ordenó de nuevo el mayor de los cultores, cuyo nombre se perdió en aquellos años, pero que todos conocían por ser él que mantuvo la promesa, a pesar de las persecuciones, de las discriminaciones sociales, de los encarcelamientos en sanatorios. Fue en una mañana de octubre, de hace más de veinte años, que recibió el mensaje que lo llevaría a encontrar el pasaje secreto. Entre tanto reclutó a todos los fieles que ahora formaban una masa compacta, lista para enfrentar su nuevo destino. Uno a uno, los seguidores entraron en el umbral, desapareciendo completamente. Al final el mayor de todos se detuvo ante la puerta trasdimensional. Pensaba en cada uno de los que ingresó. Cada uno de ellos fue difícil de convencer, algunos más que otros, pero con todos llegó a tener una especial unión, propia del compañerismo, los problemas, las celebraciones con buen vino y las comidas escasas de los malos tiempos. —Has hecho bien, me has servido diligentemente, me has traído buenos especímenes, tu recompensa te será entregada —retumbó una voz proveniente de otro universo. El mayor de los cultores, sin muestras de pena o arrepentimien-
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cuento to, se alejó del lugar, mientras gritos desaforados provenientes del pasaje, retumbaban en sus oídos. Una sonrisa empezaba a formarse en su rostro, cuando de pronto varios brazos lo arrastraron hacia aquel lugar que pretendía dejar. Sus gritos desesperados inundaron el ambiente, pero, a diferencia de los que acababa de traicionar, a él nadie lo escucharía… por lo menos en este mundo.
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LARGA NOCHE DE GUTIÉRREZ
Eric Haym Fielitz
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utiérrez era un hombre reservado. Seco de palabras y ajeno a todo concepto de lujos. Su vida transcurría entre las largas caminatas por el parque y las páginas del diario, que sin variaciones comenzaba a leer en la sección de los obituarios. Había enviudado hacía más de veinte años. Su mujer, víctima de un cáncer, no había podido concebir. No se hicieron reproches mutuos, ya que ninguno de los dos tenía una marcada vocación de padres. Sin embargo, el paso del tiempo les hizo añorar en silencio lo que nunca habían vivido: el olor a pañales sucios, el llanto de un bebé en la madrugada, las primeras palabras balbuceadas con una sonrisa inocente dibujada en un rostro angelical. Fueron una pareja común, de las que se pueden contar por millones. Durante el día, apenas llegaban a intercambiar una docena de palabras. Solo las necesarias. Quizás ella se sintiera amargada por eso, ya que con sus amigas podía hablar hasta pasada la medianoche. Pero Gutiérrez no parecía estar preocupado. Tenía solo dos amigos, con los cuales compartía ajedrez y silencios. Cuando ellos se fueron, se llevaron el ajedrez y dejaron el resto. Al enviudar, siguió pronunciando las mismas palabras que durante años dijera día a día, al vacío. Solo un tiempo después se dio cuenta que estaba hablando solo y dejó de hacerlo. Un día sintió que la casa le estaba quedando grande. Su cuerpo paseaba de un lado a otro como una sombra. La ropa de su esposa colgaba en el armario y seguía ocupando su espacio en los cajones. Cuando los abría, un rancio olor a perfume y naftalina impregnaba el aire. Gutiérrez detestaba ese aroma. Regaló la ropa a la señora
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cuento que hacía la limpieza. Pronto comenzó a regalar los adornos, la vajilla, los cuadros, los muebles. La casa fue quedando vacía y la señora que limpiaba ya no tuvo que volver. Una tarde, al regresar de su paseo, pasó delante de su casa como si esta no existiera. Ese día sintió por primera vez que se estaba cansando mucho al caminar. Su paso ya era vacilante, inseguro, lento. Siguió de largo varias cuadras como en un trance. Solo se detuvo cuando, casi sin aliento, pudo ver al otro lado de la calle el cartel de una pensión. Cruzó, buscó al encargado y alquiló una habitación barata, al final de un oscuro pasillo. Estaba amueblada con austeridad, una cama de resortes, una mesa y dos sillas, el baño antiguo y limpio, una cómoda de tres cajones y una ventana que daba a un callejón. No había cuadros que adornaran las paredes, salvo una pequeña lámina de un paisaje alpino, colgada al descuido detrás de la puerta. Tampoco había espejos. Gutiérrez continuó con su rutina como si nada hubiera sucedido. Se trajo lo indispensable de su casa, algo de ropa, el cepillo de dientes. La cerró una tarde, con la idea de venderla. El pasto en el jardín ya llegaba hasta los tobillos y cuando llovía se formaba una mancha de humedad en el dormitorio. En la pensión apenas si se cruzaba con algún otro inquilino. Parecían tener horarios distintos. Algunas tardes, al caer el sol, la pensión quedaba en penumbras. La esposa del encargado baldeaba los pasillos de noche, a la luz de una lamparita que colgaba demasiado lejos del piso. Una tarde, al llegar a su puerta, Gutiérrez tuvo la sensación de que alguien le estaba observando. Miró de reojo y pudo percibir que la puerta contigua, a pocos metros de la suya, se cerraba con mucho sigilo. Quizás un vecino había llegado a su habitación antes, o alguno muy curioso le estaba espiando. Fue en esos tiempos que Gutiérrez comenzó a notar otras cosas más inquietantes. Cuando llegaba a su habitación tenía el sentimiento de que alguien había estado ahí durante su ausencia. Al principio no se dio cuenta pero poniendo atención descubrió cambios casi imperceptibles en el orden de las cosas. El reloj de la mesa de luz apenas corrido hacia el borde, una silla un par de centímetros fuera de su lugar, el cajón de la cómoda ligeramente abierto. Se quejó con el encargado. Alguien debía tener otra llave, entraba en su habitación y revisaba sus pertenencias. No le preocupaba
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nictofilia que le robaran, ya que sus cosas no valían nada. Le molestaba la vulnerabilidad, el manoseo, el sentirse observado por alguien que permanecía en la sombra, en el anonimato. El encargado le escuchó con indulgencia. Le aseguró que la única copia de la llave la tenía él mismo y que no acostumbraba entrar en las habitaciones de sus inquilinos. Su esposa asintió en silencio, aunque sus ojos reflejaban alarma. Gutiérrez les creyó. Sin embargo, esos pequeños movimientos de las cosas siguieron sucediendo. En forma intencionada el anciano dejaba un día el tubo de la pasta de dientes apuntando a la bañera y a la vuelta de su paseo vespertino estaba apuntando a la puerta. O con la tapa abierta y la mitad del contenido salido. Esos pequeños cambios en las cosas comenzaron a afectarle. Se sintió irritado, cansado, vulnerado. El espejo que trajo del baño de su casa, que le servía para afeitarse, comenzó a perder su capacidad de reflejo. Al poco tiempo, su superficie se oscureció. Apenas podía Gutiérrez ver su rostro. No descubrió sus ojeras, moradas e hinchadas, o su cabello que mudó muy rápido del gris al blanco opaco, con algunas sombras amarillentas. Fue su vecina, la de la puerta que se cerraba con sigilo cada vez que volvía de su paseo, quien le advirtió. Una noche, Gutiérrez llegó tarde. O llegó casi a la misma hora de siempre, pero había oscurecido más temprano. Ella le estaba esperando. No bien sintió sus pasos por el corredor, abrió su puerta y le llamó. Su edad era imposible de establecer, pero sus ojos claros estaban marcados por profundas arrugas. Y transmitían miedo, un pánico casi mortal. Persignándose antes de cerrar la puerta con fuerza, le dijo a Gutiérrez que en su cuarto había una presencia. En otras circunstancias y en otra época, hubiera pensado que esa vieja estaba loca. Pero le creyó. Sí, una presencia podía explicar las extrañas cosas que sucedían en su habitación. Todo parecía ahora tener lógica: el movimiento imperceptible de las cosas, los ruidos surgidos de la nada, ese crujir del piso de madera, como si alguien estuviera caminando en un espacio vacío. Gutiérrez comenzó a prestarle mayor atención a los susurros que creía escuchar a su espalda cuando estaba por salir de su cuarto, o cuando se daba vuelta en la cama intentando conciliar el sueño. Eran palabras que se perdían, casi inaudibles. Alguien hablaba, pero nadie había ahí.
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cuento Una mañana despertó aterido de frío. Su aliento se transformaba en vapor. El agua de la canilla dolía en las manos. Notó su piel azulada. A Gutiérrez le costó mucho entrar en calor. Le pidió al encargado si podía prestarle una frazada más, ya que estaban a fin de mes y no podría comprarse otra sino hasta dentro de unos días. La mujer del encargado escuchó el pedido y le pareció bastante extraño. Si bien el otoño estaba avanzado y oscurecía más temprano, todavía no hacía tanto frío. Pero razonó que las personas mayores comienzan a tener problemas de circulación y de presión arterial y esas cosas producen frío. El día transcurrió apacible. Gutiérrez salió de su cuarto enfundado en un viejo sobretodo oscuro y una bufanda de lana. Caminó despacio las dos cuadras que lo separaban del puesto de revistas, donde compró su diario habitual. Almorzó en el bar de la esquina y se dispuso a iniciar su caminata vespertina. Sin embargo, un cansancio repentino le indujo a regresar a la pensión. La habitación estaba en orden. Nadie había abierto los cajones. El tubo de la pasta de dientes estaba donde siempre, intacto. Gutiérrez se sentía cansado. Sin sacarse el sobretodo se acostó en la cama. Con algo de frío se tapó los pies con una frazada. Nunca en su vida había dormido una siesta y la primera vez se sabía incapaz siquiera de sacarse los zapatos. Pronto se quedó dormido. La puerta del baño estaba cerrada, por lo que no sintió el ruido sordo del cristal del espejo cuando comenzaba a rajarse, dejando una cicatriz en zig-zag. Un ruido le despertó. Sobresaltado y con los ojos casi salidos de sus órbitas, Gutiérrez se sentó en la cama. Alguien había hablado a su lado. De eso estaba seguro. Era incapaz de repetir las palabras que había oído, pero estaba seguro que fue como un llamado, como alguien que desde lejos grita sin esperanzas de ser escuchado. Su corazón latía con celeridad. Cada golpe en el pecho era como un martillo golpeando una madera dura. Supo que no estaba solo. El crujido en el piso de madera le advirtió que alguien podía estar caminando. Sintió un ligero viento, más parecido a una brisa muy fría, que le acariciaba el rostro. Pensó que la ventana podía estar abierta, pero recordó que siempre la dejaba cerrada. Se recostó, apoyando la cabeza en la almohada. Cerró los ojos y esperó. El crujido en el piso cesó junto a su cama. La brisa siguió acariciándolo un tiempo hasta que no lo hizo más. Su corazón co-
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nictofilia menzó a latir con mayor fuerza. El frío en la habitación era intenso y el anciano tembló. No supo si era por la temperatura o por el miedo. Con lentitud, como en un sueño, la puerta del baño se abrió y el reloj de la mesa de luz detuvo su marcha. Gutiérrez no se dio cuenta. Hacía un rato largo que ya no respiraba.
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cuento
La chica de la escalera Rubén Mesías Cornejo
T
odas las mañanas, Ester llegaba al hotel «El Fénix», justo cuando el reloj marcaba las nueve en punto, y subía las escaleras con prisa para reportarse ante doña Sara, la administradora del hotel. Después del saludo de rigor, la vieja abandonó temporalmente la «jaula» ―que era la recepción, y donde casi siempre se le encontraba―, para acompañar a la recién llegada a inspeccionar los cuartos desocupados, y seleccionar alguno para que Ester desempeñara su labor de todos los días, como lo hacían las otras mujeres también reclutadas para servir al hotel. Ester escogió un cuarto dotado de un amplio ventanal que daba hacia una calle invadida por puestos de comida ambulante, corrió las cortinas para que entrara un poco de luz, y empezó a adecentarlo retirando las sábanas percudidas que cubrían el pequeño camastro que estaba junto a la pared opuesta. A continuación, reunió la ropa de cama sucia junto con el montón de colillas de cigarro y condones usados acumulados en el balde que hacía las veces de papelera, y los sacó de ahí, dejando el lugar con un aspecto más presentable a como lo había encontrado. Con el balde, repleto de desperdicios, en la mano Ester emitió un silbido agudo y penetrante, como si estuviera llamando a alguien, pero nadie apareció.
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nictofilia —Qué extraño —comentó Ester para sus adentros, aunque en realidad lo dijo en voz alta—. Nunca me había pasado esto. ¿Por qué no vendrán? —Prueba a llamarlos más directamente. Hunde tu mano en la pared —le sugirió doña Sara—. A esta hora, no todos los simbiontes están despiertos. —¿Simbiontes? —preguntó Ester— ¿qué significa eso? —Me refiero a las criaturas que viven dentro de las paredes de este hotel —respondió doña Sara, con aire de una profesora disgustada con una alumna poco aplicada. —Ah ya... Lo que pasa es que me da miedo, y... ¿si me quedó manca? —respondió Ester en un tono que denotaba duda. —Los simbiontes nunca dañan a quienes sirven al hotel —sentenció la anciana administradora del lugar. Armada de valor por las palabras de su patrona, Ester siguió el consejo, y palpó la pared del pasadizo como acariciándola, luego su mano se fue hundiendo lentamente dentro de lo que parecía una pared, destruyendo su ilusión de solidez, para ingresar en un entorno fluido, casi acuático, donde su mano se movía a tientas en busca de algo. De pronto, se topó con algo, y sus dedos fueron recorriendo la superficie de aquella piel, reconociéndola, luego la criatura se movió un poco, evidente signo de que había despertado. Ester sacó su mano lo más rápido que pudo, pues no había desechado del todo la posibilidad de ser mutilada¸ entonces la criatura, recién despertada, siguió la estela que dejo aquel brazo huidizo y asomó su cabeza por el mismo lugar por donde Ester había sacado su mano. Tenía un aspecto gatuno, aunque no era precisamente un gato, pero las orejas puntiagudas, la forma de la cara, y los característicos ojos almendrados que tienen esos felinos, hacían que lo pareciera. La criatura puso su atención en el balde que contenía la basura que había recogido en el cuarto, Ester se dio cuenta de esto, y de un puntapié tumbó el balde, y los desperdicios se esparcieron sobre el suelo del pasadizo. De inmediato, la criatura emergió por entero de la pared, y se abalanzó sobre aquel «banquete» como si tuviera un hambre de mil años encima, luego segregó una extraña sustancia blanquecina sobre aquellos residuos, para convertirlos en una especie de papilla que succionó con sumo deleite; cuando acabó, el «gato» se acercó a Ester solicitando una caricia por el servicio prestado. Ester tenía mucha repugnancia de hacer lo que el animal
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cuento quería, y no se decidía a extender su mano para acariciar el lomo de un ser capaz de alimentarse de cosas que ella consideraba basura. —Lo único que desea es saber que ha hecho las cosas bien. Dale gusto, muchacha —le instó doña Sara. No quedaba más remedio que hacerlo y tragarse todo el asco que le inspiraban las criaturas que habitaban dentro de las «paredes» del hotel al que estaba sirviendo. El «gato» agradeció el gesto lamiendo su mano dos o tres veces antes de volver al sitio de donde había salido. A continuación, doña Sara le dio la llave del cuarto, y regresó a su «jaula» conforme lo estipulaba su contrato con el hotel. Ester sacó un espejo circular de su pequeño bolso de mano, y empezó a pintarse la boca con un gastado lápiz labial rojo, luego se echó un poco de colorete sobre las mejillas y lo esparció con sus dedos para darle a su rostro un aspecto más vivaz. Hecho esto se dirigió hacia la escalera que daba acceso a la «jaula» donde la señora Sara atendía a los huéspedes, y se sentó en uno de sus peldaños, esperando que su rostro le pareciese lo suficientemente atractivo a cualquiera de los transeúntes que a esa hora pululaban por la calle. Muchos hombres pasaban frente al hotel, pero la mayoría seguía de largo ignorándola, otros miraban con cierta curiosidad pero no se animaban a subir, a pesar de toda la gesticulación que Sara ponía en juego para convencer a sus potenciales parroquianos, cada rechazo la desanimaba un poco, sumiéndola en un letargo que la inducía a permanecer sentada, con la mirada completamente perdida, como si hubiera olvidado que debía conseguir clientes. Doña Sara advirtió su negligencia, a través de la cámara que vigilaba la escalera, y le envió un mensaje de texto indicándole «que hiciera algo mejor que estar sentada». Ester obedeció, y descendió para colocarse ante la puerta del hotel. A su alrededor prosperaba el comercio ambulatorio, literalmente se vendía de todo ―desde películas pirateadas hasta comida al paso― y la calle estaba repleta de gente. Pasaron unos cuantos minutos más, los hombres seguían pasando de largo sin que ninguno de ellos se interesase en ella, y era necesario conseguir que alguno decidiera subir esos peldaños, durante su turno de trabajo. Ester empezó a preocuparse, y a pesar de tener mucho miedo, se le ocurrió avanzar hacia la esquina, con la intención de llamar la atención de algún transeúnte. Era inevitable
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nictofilia que su acción no tuviese éxito, pues vestía una diminuta minifalda muy pegada al cuerpo, que realzaba su trasero, y descubría un par de piernas que se hacían tentadoras gracias a los zapatos de taco que estaba usando. De pronto los brazos de un desconocido la cogieron por la cintura repentinamente, asustándola un poco pero decidió no protestar y aprovechar la ocasión para empezar a seducirlo; cuando volteó su cara, se encontró con un hombre alto y moreno, que andaría por los cuarenta años, con el cabello casi rapado y con una sonrisa de oreja a oreja plasmada en la cara. Era obvio que disfrutaba mucho manosear la cintura de Ester, o de cualquier fémina que encontrase en su camino. Al verse sorprendido, el hombre hizo ademán de retirarse, quizá esperaba una bofetada o un insulto, pero Ester no dejó que se fuera, no podía permitírselo después de tantos fracasos previos; por eso le colgó sus brazos alrededor del cuello, y empezó a besarlo apasionadamente en la boca. El hombre quedó asombrado por tanta audacia, y se dejó llevar por la vehemencia del momento. Cuando Ester se dio cuenta que controlaba la situación, apartó sus labios de la boca del transeúnte, y le cogió de la mano para conducirlo hacia el interior del hotel. El hombre advirtió lo que estaba pasando, pero no dijo nada, no tenía nada importante que hacer en ese instante y le haría bien dejar que las cosas pasaran como debían pasar, después de todo pensó que un poco de aventura venía bien luego de la tremenda escena de celos que le había armado su esposa, cuando lo encontró en plena contemplación de una revista en cuya carátula posaba una de esas delgadas actrices que trabajaban en la televisión, y con las cuales se soñaba haciendo el amor. En definitiva, era difícil soportar los celos infundados de Mariana y ahora la suerte le proporcionaba una mujer, una puta, delgada como las hembras que realmente le gustaban; y no era que esta chica de ojos grandes y un poco narizona fuera una beldad a carta cabal, pero tenía una bonita sonrisa que dulcificaba su rostro cuando sonreía, o al menos eso le parecía. Claro que sentía un poco de remordimiento por «engañar» a Mariana; pero necesitaba olvidar las duras palabras que había intercambiado con ella, pues hasta el momento Mariana no podía entender que le era imposible dejar de contemplar mujeres más atractivas que ella misma, por el simple motivo de que era un con-
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cuento sumado admirador de la belleza y la buscaba donde fuera; tanto afuera, en la calle, como adentro, en su propia imaginación. En fin, existían cosas que eran difíciles de cambiar, quizá conversando un poco, Mariana y él, podrían superar esta pequeña crisis, pero el momento no era propicio para pensar en eso, ahora que estaba junto a una mujer que le atraía, y pensaba aprovechar su oportunidad hasta donde pudiera. Por eso empezaron a subir las escaleras, abrazados de la cintura, besándose con una pasión propia de dos enamorados, cuando en realidad recién se acababan de conocer y ni siquiera sabían cómo se llamaban. Doña Sara vio, a través de la cámara, que la pareja ascendía las escaleras rápidamente y entendió él por qué Ester estaba ansiosa por hacer su primera contribución del día al bienestar del hotel. —Cariño, deja de besarme un rato, ahora tienes que pagar el cuarto —dijo Ester. —Tienes razón… A propósito ¿cómo te llamas? —respondió el moreno enamoradizo. —Te lo diré, cuando estemos calatitos y en la cama —replicó Ester coquetamente. El hombre, ahora cliente, volvió a la realidad, buscó su portadocumentos y sacó una tarjeta plástica que entregó a doña Sara, la veterana mujer metió la misma dentro de una ranura de escaneo. La transacción quedó hecha, y devolvió la tarjeta a su dueño. La pareja siguió su camino, y se detuvo frente a una puerta de color plomo que tenía un número tres mal dibujado sobre su superficie. Ester sacó la llave del bolsillo de su casaca, y la puerta se abrió. —¿Sabes una cosa?, me gustaría que me digas «mi rey». ¿Me permites llamarte «reina»? —Como quieras, mi rey. Ahora, cancela. Debo empezar a trabajar. A pesar que no le gustó el sentido que Ester le daba a la palabra «trabajar», obedeció, sacó un flamante billete de color naranja y se lo entregó a ella, para que lo guardara dentro de un pequeño monedero de cuero, después de todo ya estaban entrando en el cuarto, y le parecía consecuente hacer uso del «servicio» que brindaba esta mujer. En ese momento, el celular de Ester vibró indicando a su dueña que tenía un mensaje. Ester miró la pantalla y leyó: «No te olvides
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nictofilia deshacerte de la ropa de este cliente cuando termines. El cuarto debe quedar limpio». Guardó el teléfono en el bolsillo de su minifalda y empezó a desvestirse pensando en lo odioso que era trabajar con alguien que supervisaba al milímetro las cosas que estaba haciendo. Ester terminó de desvestirse, y se dio cuenta que su cliente estaba desnudo y tendido sobre la cama, esperando que ella diera inicio a su tarea, luego se acercó sin hacer ruido, y con la boca abierta atrapó su miembro viril para excitarlo con el aperitivo del sexo oral, sin embargo, sintió una súbita falta de entusiasmo para hacer esta parte de su trabajo, porque en el fondo no le gustaba hacerlo y rogó, para sus adentros, que a este tipo no se le ocurriera pedirle que abriera la boca para eyacular dentro de ella, como lo había hecho un cliente anterior. Por suerte, el fulano no decía nada; quizá porque pensaba desquitarse cuando llegase el momento del coito, quizá porque fuera demasiado tímido como para quejarse por una fellatio mal hecha, a la larga esto no importaba demasiado porque dentro de unos minutos aquel hombre ya no estaría aquí. Luego, Ester cambió de posición, abrió las piernas y se tendió sobre la cama invitando a su cliente a iniciar la penetración, el hombre lo hizo y empezó a moverse dentro de ella, sin que en el rostro de Ester aflorase ninguna señal de que estuviese sintiendo algo parecido a un orgasmo, casi como si fuese una muñeca de cera incapaz de sentir nada. El hombre se apartó de ella e hizo ademán de levantarse, Ester comprendió que no podía arriesgarse a que se fuera, así que se puso de espaldas, y apoyó todo el peso de su cuerpo sobre sus brazos y piernas, luego meneó el trasero provocativamente para despertar nuevamente el menguado deseo de su ocasional amante. El truco dio resultado: la visión de aquellas nalgas surtió el efecto de impresionar, con su turgencia, a un cliente casi decepcionado. Ester volvió a sentir la acometida del macho, y muy a su pesar, empezó a gemir como si realmente sintiera gusto de estar siendo poseída, mientras su cliente, poseído por la súbita vehemencia del instante palmeaba sus nalgas con un entusiasmo casi infantil. Así continuaron pegados, cuerpo a cuerpo, hasta que el hombre eyaculó dentro de ella, y completamente cansado se derrumbó sobre la cama buscando recuperar la energía gastada durante el encuentro sexual.
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cuento Ester aprovechó el momento para escabullirse del camastro, de modo que la cámara que vigilaba el cuarto captase la imagen de aquel hombre exhausto y desnudo sobre la cama. Era el momento que doña Sara esperaba para actuar, pasó su mano sobre la pantalla que tenía al frente, como acariciándola, y la cama pareció cobrar vida. El hombre se despertó sobresaltado, al darse cuenta que la cama se movía, y su terror fue completo cuando vio que había empezado a empotrarse en la pared. Quiso saltar, pero no pudo hacerlo pues unas abrazaderas, parecidas a tentáculos, habían surgido de quien sabe dónde para aprisionar sus brazos y piernas, mientras otra se le metía en la boca para evitar que gritara. En cuestión de segundos, la cama desapareció y la pared quedó tan lisa como si jamás se hubiera producido alguna fisura en ella. Ester se acercó, por curiosidad, a la pared que se había tragado la cama, y escuchó unos ruiditos chasqueantes que le hicieron recordar los sonidos que emitía el estómago cuando digería la comida. El celular de Ester volvió a vibrar, obligándola a mirar la pantalla para leer el nuevo mensaje que doña Sara le había enviado: «Deja de perder el tiempo, recuerda que debes destruir la ropa y los documentos del cliente, después te vistes y regresas a la escalera para que te hagas otro pase». Ester se alejó de la pared que producía aquellos ruidos, para recoger las prendas de vestir del cliente que acababa de ser fagocitado por la pared del hotel, revisó sus bolsillos y confiscó su billetera, amén de su tarjeta de crédito, luego dobló la camisa, el pantalón y la ropa interior con sumo cuidado, como si fuera a guardarlas dentro de un ropero, sin embargo, no hizo eso y la colocó dentro de una especie de bandeja que acababa de surgir en otra de las paredes del cuarto. En eso, la cama volvió a reaparecer, las sábanas estaban manchadas con sangre y había residuos de órganos y fragmentos de huesos diseminados sobre las mismas. Ester recogió las sábanas y envolvió con ellas aquel asqueroso contenido, luego depositó el bulto que había hecho dentro de la bandeja, y ésta volvió a meterse dentro de la pared. Ester se vistió rápidamente, y se dirigió hacia el baño para lavarse las manos, además tenía que volverse a maquillar. Su celular volvió a zumbar: «Recuerda que debes entregarme todo el dinero que has encontrado en la cartera del cliente». Ester no tuvo proble-
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nictofilia mas para obedecer la orden, y se acercó a la «jaula» donde reinaba la mujer llamada Sara, para entregar lo que había requisado... Total, el día había comenzado bien para ella, además si cumplía con la cuota de clientes que le habían asignado recibiría suficiente alimento como para calmar el hambre que ahora sentía. Se le notaba entusiasmada, con ganas de hacer bien su trabajo y eso merecía un premio. —Al Amo le gusta tu actitud muchacha, y quiere darte algo de la ración de alimento que te corresponde —dijo doña Sara mientras una gran sonrisa curvaba sus labios mostrando una dentadura demasiado perfecta como para ser auténtica. —¿En serio? —contestó Ester, mirando ansiosamente la cara de la vieja que le había anunciado el premio, y en su mirada se notaba la incredulidad que inspira un hecho todavía no confirmado por la experiencia... —El Amo nunca miente muchacha. No dudes de su bondad — replicó la vieja. En ese momento, un pequeño ser, de aspecto reptiloide, dotado de una cresta y un par de grandes ojos globulares, emergió parcialmente de una las paredes, justo delante de Ester, ella no pareció sorprenderse por la fealdad de la criatura, y más bien se quedó quieta, como esperando algo. La criatura abrió su boca, y algo semejante a una gran lengua se proyectó de repente hacia el rostro de Ester, quien abrió su boca para recibir la ración adelantada de alimento que el reptiloide le estaba dando de este modo. —El Amo está complacido contigo. Ha comido bien y quiere que tú también lo hagas —dijo doña Sara mientras Ester se alimentaba. La imagen era tierna y a la vez siniestra, tierna porque evocaba, en Sara, las veces que había dado de lactar a sus hijos cuando éstos eran pequeños, y siniestra porque enfatizaba la relación de extrema dependencia que se había establecido entre el macro ser, que era el hotel, y las chicas que le proporcionaban alimento. Cuando el rito acabó, Ester abrió su boca y la lengua del reptiloide salió de la misma, serpenteando como una especie de látigo que dibujó unas cuantas eses en el aire antes de recular hacia su base. El pequeño ser volvió a hundirse en la pared, y ésta onduló levemente como lo haría una superficie acuática después de recibir el impacto de una piedra; luego Ester, salió de su ensimismamiento y descendió rápidamente los peldaños, para apostarse ante la entra-
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cuento da del hotel, pero no se limitó a quedarse ahí, había entendido que debía moverse, y se le ocurrió la rutina de mostrarse durante unos segundos fuera del umbral, para luego retroceder, ocultándose de la mirada de los transeúntes. Era factible que haciendo esto llamase la atención de cualquiera de los hombres que estaban pasando frente al hotel, en esos momentos. Ester llevó su idea a la práctica, y consiguió atraer a otro individuo, que preguntó, sonriente, el precio de sus caricias, ambos empezaron a conversar animadamente, y no era que se estuvieran haciendo precisamente amigos, sino que Ester estaba describiendo prolijamente lo que haría cuando estuvieran dentro del cuarto. El cliente quedó convencido, la cogió de la cintura y ambos empezaron a subir, con celeridad, por la escalera. Desde el otro lado de la calle, un hombre, de semblante serio, y apostado sobre la terraza de un edificio vecino, seguía atentamente todo lo que estaba ocurriendo frente a la entrada de aquel hotel de fachada miserable. Tenía un auricular en la oreja, y hablaba, a través de un móvil, en voz alta, como para que su interlocutor, ubicado al otro lado de la línea pudiera escuchar claramente lo que estaba diciendo, aunque sus palabras no significaban nada para quien las oyese por pura casualidad. —Ha pasado media hora y «Cachorro Perdido» no ha salido de la «perrera», se entretuvo con un «hueso» que encontró en la calle —informó el detective. —Permanezca en su sitio. Necesito que siga informándome sobre lo que está pasando ahí —replicó una voz femenina al otro de la línea. —Descuide señora Mariana, permaneceremos en contacto. Cambio y fuera —dijo el hombre, cortando la comunicación por el momento. El detective le dedicó una mirada a la calle, a los transeúntes, a la gente que trabajaba en los alrededores de aquel hotelucho, y comprobó la poca importancia que esas personas le daban a lo que estaba ocurriendo ahí, todos estaban ocupados en sus propios quehaceres, y nadie parecía darse cuenta que algo estaba pasando dentro del hotel, sin duda —pensó el detective— aquella indiferencia era el mejor modo de ocultar lo inaudito.
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nictofilia
Espantos Cotidianos
Dan Guajars
E
s el primer evento público de mi única sobrina y no pude decir que no. Ahora viajamos hacia el centro por avenida Vicuña Mackenna, protegidas del invierno y con la discografía completa de Bon Jovi a medio volumen. —¡Pero si tiene apenas un año! —digo, tratando de no sonar desesperada—. ¿Qué tanto puede hacer la Lily en el escenario si apenas sabe gatear? —Tranquila Bruja —dice mi hermana—. No tienes que inventar excusas conmigo. Mientras sigas tomando tus pastillas, todo va salir bien. La enana nos espera en la sala cuna, tú sabes, lleva meses practicando. No le voy a decir que también llevo meses practicando, sin tomar ningún medicamento, porque al fin conozco la naturaleza de mi padecimiento. Solo acepto su imposición porque adoro a su Lily y aquí estoy, en el Nissan Pathfinder full equipo con olor a nuevo de mi hermana, tibia y cómoda mientras el frío muerde los rostros de los transeúntes, afuera de esta burbuja de bienestar. —Y te saliste con la tuya —digo, apreciando el tejido suave del asiento con la punta de mis dedos. —Es lo que merezco —dice Carolina, que nunca ha sido modesta a pesar que venimos de una familia de clase media—. Marco se convenció cuando le mostré las especificaciones de seguridad para el transporte de bebés. Daría cualquier cosa por su hija. Incluso comprar un vehículo que cuesta la mitad de lo que vale la casa donde viven, pienso. Los despilfarros y la incapacidad de ahorro de mi hermana siempre me sacan de las casillas. Me muerdo la lengua para no decir lo que pienso, es la primera
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cuento señal de que algo no anda bien en mi cabeza y Carolina es experta en orates. Fue ella la que convenció a nuestros padres para que me internaran, cinco años atrás —¿Cuánto falta? —digo para cambiar de tema. Estamos a pocas cuadras de Plaza Italia en el centro de Santiago y si hay un lugar en el mundo al que no quiero acercarme nunca más en mi vida, es éste. Carolina solo hace un gesto con los labios extendidos, enciende la luz intermitente para virar y entramos a un pasaje de adoquines y casas antiguas, realmente antiguas, de fines del siglo diecinueve y principios del veinte. Justo pillamos un hueco para estacionar en la vereda derecha y mi hermana logra ubicar este tanque en precarios treinta y nueve movimientos. Una seguidilla de escalofríos y espasmos recorren mi espalda mientras Carolina lucha contra el volante y las leyes de la física para estacionar bien su mastodonte. Me miro las manos y evito hacer contacto visual con los rostros que me observan desde las ventanas. En cada rincón de esta ciudad torturada hay pesadillas y recuerdos horribles, almacenados en los revestimientos y pisos de parqué, latentes, algunos activos, la mayoría en un estado de vigilancia pasiva. Casi todos los edificios del casco antiguo de la ciudad reverberan con los gritos de los torturados, los despellejados y los devorados. Y aquí estoy, fingiendo frío cuando en realidad me siento aterrada y estoy a punto de salir corriendo, como si eso sirviera para algo. —Aquí estamos —dice Carolina bajando del auto. Un chorro de aire frío me abofetea el rostro y las manos descubiertas. Puedo oír los gritos a bajo volumen rebotando entre los muros de hormigón y el suelo de piedra. Por lo general no se entiende lo que dicen, pero estos tienen una voz muy clara y su mensaje me aprieta el corazón. Tanto dolor, tanta desesperación, tanto odio... Mi puerta se abre de improviso y doy un salto. Es Carolina que a esta altura del día ya no tiene paciencia. Se supone que estamos bien en la hora pero a ella no le gusta llegar atrasada. —¡Voy! —digo e intento sonreír—. Hace tanto frío... Carolina no dice nada, solo me sonríe de vuelta y espera a que baje de su auto familiar de lujo. Estudio su rostro, sus gestos, su manera de moverse. Nada de lo que hace demuestra alguna sospecha. Tal vez está nerviosa, porque su hija tendrá su primera presentación en público. O tal vez tiene más preocupaciones de las que parecen evidentes, como las cuotas del dividendo y las cuotas del auto y las
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nictofilia cuotas de sus tarjetas de casas comerciales y quién sabe qué otra deuda. Me cuelgo de su brazo y su mirada sorprendida tiene ese brillo de alegría que traen los buenos recuerdos, de cuando éramos cómplices en contra del reinado de los niños del barrio y organizábamos estrategias de largo plazo para acabar con los privilegios de los que podían hacer pipí de pie. Su sonrisa irradia una energía hermosa y doy gracias porque todavía me ame, a pesar de todo lo que hice en el pasado. Avanzamos por un pasaje estrecho que se adentra entre dos edificios muy viejos y altos y aguanto la respiración cuando una cara muy pálida imprime su dolor contra el vidrio de la ventana justo cuando paso debajo de ella. La mayoría de la gente ni se entera de estas cosas. Un pequeño grupo de privilegiados puede intuir, atisbar estos infiernos y solo una minoría, uno de cada cien millones, es capaz de ver y sentir los horrores residuales y acumulativos de la ciudad y sus habitantes, en toda su magnitud. Yo soy esa maldita entre cien millones. Aunque debo decir que no todo son espantos y pesadillas. Hay luces también, pocas, tenues, y el privilegio de poder presenciar esa pequeña llama virtuosa hace que esta maldición se transforme en un don. Eso no significa que se acabe el miedo y los sobresaltos. Hay más ventanas en el pasadizo y cada una alberga una cara distinta, gesticulando sus pesadillas con la palidez de sus rostros de danzarines butoh. Apuro el paso y arrastro a Carolina, que trae esos tacos absurdos y es incapaz de apurarse, aunque le fuera en ello la vida. Al final del pasaje está la sala cuna, en el segundo piso de una casona que parece cubierta con una bruma oscura. Entro en pánico, pero no es por mí. Mi sobrina está ahí dentro, al igual que otras niñas y niños de menos de dos años. Encerrados en un aura negativa, un escudo miasmático que me hace sentir náuseas. Carolina toca el timbre y el cerrojo se abre con un chasquido eléctrico. Ella sube primero y la sigo de cerca, sin tocar los muros ni el posamanos, mirando a mi alrededor a la espera de cualquier cosa que me vaya a saltar encima. ¿Y qué voy a hacer si algo ocurre? ¿Gritar? Ya sé lo que va a pasar después, mi hermana se hará cargo de la situación, nadie me va a creer ni una sola palabra, regresaré al sanatorio y al dopaje y al electro shock estupidizante, y Carolina no volverá a dirigirme la palabra en cinco años, igual que la última vez.
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cuento Llego arriba y lo que veo me deja en shock. Padres y madres conversan, sonríen, nos saludan, con vasos de bebida en las manos y canapés entrando en sus bocas. Las parvularias encargadas de la sala cuna, las jóvenes y las mayores, caminan con paso apurado de un rincón a otro vestidas con traje típico de campesinas, con trenzas y zapatitos negros lustrados. No hay nada extraño, nada siniestro, nada que se mueva con su incorporiedad vaporosa entre las personas. Hay niños también, algunos pequeños y otros mayores, corriendo por el salón. Marco está al fondo con su cara de aburrido habitual, y cuando ve a su esposa su amor irradia calor a varios metros. Entonces me ve y esa sensación desaparece, dejando un muro de frío que es casi palpable. Marco me odia, por supuesto. Miro a mi alrededor, el sonido quejoso de las almas en pena no se escucha, no lo siento, es como si no existiera. Tal vez esta casa dedicada al cuidado de bebés tiene un hechizo protector. Quizás el amor y la inocencia repelen al dolor que habita en el exterior. O tal vez este lugar me ha curado, y por escasos segundos vuelvo a sentirme igual que cuando era niña y los mecanismos hormonales de la adultez aún no desataban la maquinaria perceptiva de lo paranormal. Solo oigo risas de niños, risas de verdad, no ecos acumulados en paredes y techumbres. Las oigo y mis ojos se llenan de lágrimas, no lo puedo evitar. Carolina me sorprende y toma mi mano, preocupada. Le devuelvo el apretón con una sonrisa tan grande que me duele la cara. —Todo está bien —digo y seco mis lágrimas—. Todo está perfecto. Le doy unas palmadas en la mejilla y la empujo de vuelta con su marido. Respiro profundo, me acerco a la ventana para mirar hacia afuera y no, claro que no estoy curada. Los rostros en las ventanas siguen allí. Y hay cosas que se mueven por las paredes, medio sumergidas en el concreto, reptando y sumergiéndose hasta que las veo aparecer justo a mi lado. No voy a gritar. Quiero, pero no lo haré. Esa cosa vaporosa de pie a mi lado intenta avanzar, pero algo la empuja, un viento que la diluye y la repele de regreso al exterior. Oigo su grito furioso, un crujido de piedras bajo el agua, y desaparece. Ya no está. Miro hacia afuera y veo una mancha pálida en el aire que desciende como
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nictofilia una mota de semillas de diente de león, hasta desaparecer a poca distancia. Nadie más vio lo que acabo de presenciar. Tengo unas ganas tremendas de saltar de alegría, porque acabo de descubrir un lugar seguro, un lugar donde yo misma podría hacer mi vida normal sin temor. Muero de ganas de hablar con Carolina y contarle lo que acabo de descubrir... contándolo de tal manera que piense que efectivamente descubrí lo que quiero hacer con mi vida. —Bruja —dice Carolina de pie a mi lado—, ya va comenzar. La miro y veo la sospecha, ahora sí. Pero estoy tan feliz que no me importa. Me cuelgo otra vez de su brazo y caminamos hasta el fondo del salón, donde hay un pequeño escenario con moai de cartón y palmeras dibujadas con témpera. Los padres y madres se apretujan y casi no puedo ver el escenario, pero no importa. Las tías del jardín traen a los niños en brazos y son una delicia, con sus trajes de Rapanui sobre pantis y camiseta blanca. Ahora sí que estoy llorando. Carolina no me quita los ojos de encima, ni siquiera cuando entra Lily con su vestido de plumas y un tocado adornado con conchitas de mar. —Es preciosa —digo—. Gracias por traerme. Marco, contra todo pronóstico, me ofrece un pañuelo desechable. Por Dios que lo necesito. —Estaba pensando —digo, mientras las tías terminan los preparativos para el evento—, que me gustaría retomar los estudios, volver a la universidad. Tal vez... Detengo mi discurso en seco. Algo se mueve junto al escenario, algo con una energía enorme, denso y oscuro, como una nube de tormenta. Es una figura humanoide, con brazos largos, dedos puntiagudos, espalda encorvada y lo que parece ser un sombrero de copa sobre una cabeza esférica. —Ya va a comenzar —dice Carolina y desvía su atención al escenario. Lily y otros siete niños están sentados en el suelo, pequeños y de pancitas redondas, observando a sus padres con más curiosidad que anhelo. La música inicia, una pieza Rapanui que conozco, Uru te hami, y de inmediato los bebés golpean el suelo al ritmo de los cánticos. Mientras todos babean al ver a sus hijos ponerse de pie apenas cambia el ritmo de la canción, a través del lente de alguna cámara o teléfono inteligente, y los ven bailar dando saltitos en el escenario,
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cuento yo observo a la criatura que se mueve y baila con los niños, imitando sus movimientos. Si no supiera lo que es, podría jurar que está disfrutando del espectáculo al igual que el resto de los presentes. El horror en mi pecho no se diluye, en cambio aumenta cuando le veo girar su cuerpo repentinamente y se queda mirándome con ojos pequeños, dos luces tenues en el centro de esa esfera negra que es su cabeza. Doy media vuelta para salir corriendo, pero me detengo en seco cuando veo a otra entidad que trata de ingresar al santuario infructuosamente. Es repelido igual que el anterior. El baile de los pequeños termina y los padres y madres corren a abrazar a sus hijos. Mientras todos celebran de gozo, la cosa oscura da vítores y aplausos silentes, saltando en su lugar y realizando un curioso paso de baile. No muy lejos de él Carolina y Marco parecen bobos haciendo fiesta a la niña y yo no les puedo reprochar nada, porque hay amor genuino aquí. —¿Eso era todo? —digo cuando Carolina regresa con su princesa Rapanui en brazos. A pesar del espanto que siento y que probablemente nunca más me abandonará, no creo que la criatura sea un peligro para los bebés, sino al contrario. —Sí, para eso recorrimos medio Santiago en pleno invierno — dice Carolina—, para presenciar el nacimiento de una estrella. En el fondo sé que su orgullo es real y que no está exagerando. Me muerdo la lengua para no burlarme de su instinto maternal y le hago un pequeño cariño a Lily. Prácticamente no me conoce, la he visto por fotos y vídeos en Facebook, me mantengo al tanto de todos sus resfríos y vacunas, que no se diga que soy una tía despreocupada. Pero eso no significa nada para ella. Carolina la extiende hacia mí y recibo un rechazo inmediato y categórico. Me río de lo obvio, porque merezco su desprecio. De reojo veo a la criatura, que va de niño en niño y aplaude, se mueve como haría un clown feliz, y se despide con lo que parece un beso en la frente de los bebés. Me recorren los escalofríos pero no me muevo cuando llega a nosotros. Carolina está hablando de la confección del traje y yo no entiendo nada de lo que dice. Tener a la criatura a menos de un metro de mí es aterrador, es espeluznante. Mis reacciones fisiológicas ante la presencia de criaturas incorpóreas no mienten y en este caso, se trata de un ser de pesadilla. Un ser de pesadilla que protege a los bebés de una sala cuna. No sé qué pensar.
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nictofilia —Chichi —dice Lily con su voz de pajarito y extiende los bracitos hacia el ser oscuro. Éste aplaude y salta y por un segundo, solo un segundo, veo algo que se ilumina en su interior, una fuerza aún más poderosa que toda su oscuridad. —Chichi —digo y la criatura me mira de sopetón. Estoy aterrada y al mismo tiempo creo que no tengo nada que temer, como si la conociera de antes, una vieja amiga que regresa de un largo viaje. Miro a Carolina y la veo tensa, con los ojos abiertos al máximo mientras observa a su hija saludar a algo que no está allí. Mientras tanto la criatura se ilumina nuevamente con esa calidez interior y extiende una mano para tocarme, pero se detiene a medio camino. Retrocede un paso y me lanza un beso figurado con su mano negra, retrocede otro paso, da media vuelta y se hunde en el muro detrás del escenario, dejando una leve estela de vapor negro que demora en disiparse. —Chichi —repite Lily con sus brazos pequeños extendidos hacia donde estaba la criatura. Miro a mi hermana y está pálida. —¡Vámonos! —dice Carolina y sale del salón casi corriendo escaleras abajo, en tacos. —Eh... —dice Marco que no entiende lo que acaba de ocurrir—. Voy a buscar las cosas de la Lily, nos vemos en el auto. La potencia sombría no se ve por ninguna parte. Sigo los pasos de mi hermana y la encuentro de pie a un lado del Nissan, llorando con la bebé en brazos. —¿Qué pasó? —pregunto y ella no me mira, solo solloza—. ¡Háblame! —Chichi —dice ella y su rostro se contrae, pero no irrumpe en llanto—. Dijo Chichi... —Y eso qué... —¿Cuándo dejaste de tomar tus pastillas? —pregunta y siento que el frío a nuestro alrededor se instala en todos mis huesos—. Parpadeas como alguien que no está medicada. —Llevo tres meses limpia —digo—. Yo sé que te prometí... —Cuando eras pequeña —dice Carolina—, una brujita igual de enana que mi Lily, la Mamá te traía a esta misma sala cuna. Por eso traigo acá a la Lily, la mejor sala cuna de Santiago. »Tú no te acuerdas, porque alcanzaste a estar apenas tres meses. A la Mamá la echaron de su trabajo y consiguió otro cerca de la casa. Yo estudiaba en el Liceo Uno y me venía caminando todas las tardes
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cuento a buscarte y después partíamos en micro a Puente Alto. Carolina sufre un ataque de llanto y Lily solo la mira muy seria, sin entender qué ocurre. —Siempre que venía a buscarte —continúa Carolina—, tú le extendías los bracitos a la tía y decías Chichi. Siempre. Pero a veces la tía ya había cerrado la puerta y yo me quedaba en las escaleras abrochándote un chaleco o los cordones, y tú le decías Chichi a la nada. Chichi, Chichi. Cuando le pregunté a las tías, ellas decían que no tenían ni idea, que lo hacías todo el tiempo y no era con ninguna de ellas. Lily comienza a llorar y Carolina se da cuenta que hace frío y su hija trae puesto un disfraz y ningún abrigo. Se apresura en abrir el vehículo y coloca a la niña en su asiento. Me subo atrás y me siento junto a Lily, para que Marco viaje al lado de su mujer. Carolina se sienta en el copiloto. —Lo viste, ¿cierto? —dice Carolina cuando cierra su puerta—. Viste a Chichi. Lo estabas mirando igual que Lily. Ella también ve cosas, ¿Cierto? Y ven las mismas cosas, las mismas... No digo que sí. No digo nada. Solo la miro a los ojos, sin miedo a que piense que estoy loca. Y sé que no importa lo que ocurra de ahora en adelante, mi hermana al fin comprende. —¿Cómo es esta Chichi? —pregunta Carolina. —No quieres saberlo —digo, con el recuerdo de esa presencia patente ante mis ojos—. Es quien protege a los niños de otras criaturas malignas. Debes estar tranquila. Un escalofrío me saca espasmos de epilepsia y Carolina reacciona de la misma manera, como la mención de cucarachas sobre la piel. Nos reímos con esa risa secreta que es necesario ocultar con una mano, justo cuando sube Marco tras el volante. Él nos observa, echa a andar el vehículo y comienza a relatar su fabuloso día de trabajo mientras marchamos de regreso a Puente Alto, escuchando un discurso de nunca acabar acerca de los pedidos atrasados, el contratista que no hace lo que debe, aduana que insiste en cobrar una tasa especial por qué sé yo qué burrada con franquicia... Carolina me mira a ratos por el espejo del copiloto y yo me hago la interesante, cuchicheo en idioma de bebé con Lily o me hago la dormida. Ya tendremos tiempo para hablar con calma. Vendrán días difíciles, lo lamento por Lily porque no será fácil, pero tiene a su tía loca para guiarla. Vamos a estar bien.
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Isabel Carlos Ruiz
H
var.
oy cumplimos juntos un año Isabel, no puedo creerlo, un año lleno de felicidad, con muchas trabas que han impuesto para separarnos, pero que en todo este tiempo supimos sobrelle-
Conocí a Isabel en el hospital de mi ciudad, yo estaba terminando la facultad y comenzaba a hacer mis prácticas por aquellos años. Aunque no era mi zona de trabajo, vi a Isabel entrar por emergencias por una complicación con su enfermedad de la piel, de inmediato me propuse ayudarla, me encargue de llevarla a una buena habitación y que reciba ayuda en seguida. Aunque no estaba en mi rubro de atención, siempre me daba un espacio para visitarla y conversar, siempre y cuando sus padres no estén con ella ya que a ellos les parecía mal verme por ahí conversando con su hija, nunca comprendí eso, pero siempre que me veían en su habitación me sacaban sin explicación alguna, yo que nunca quise darle más problemas, solo atinaba a irme. Pero siempre me las arreglaba para poder verla. A ella le gustaba mucho leer, además de mi compañía disfrutaba mucho de las revistas de ciencia que yo le llevaba, primero nos hicimos muy amigos y en tan solo unos días me vi perdidamente enamorado de Isabel. Con el tiempo su salud mejoró, aún estaba algo delicada pero sus médicos dijeron que ya podía salir del hospital en unos días, tuve miedo de no volver a verla nunca más. Sus padres nunca me dejarían verla fuera, así que tome una decisión de la que nunca me arrepentiré. Yo no tenía acceso directamente a su medicina, pero me arriesgue y sin que se den cuenta logré hacer unos cambios en las dosis
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cuento que le daban, para así poder demorar su mejoría y no se tenga que ir tan pronto. Mis planes funcionaron. Sus médicos hablaron con sus padres, les comunicaron que su hija tendría que quedarse algún tiempo más, su enfermedad estaba complicando a su corazón y tendrían que hacerle más tratamientos, yo estaba feliz por eso, la tendría conmigo aún más tiempo, los días que vinieron después fueron maravillosos. Fueron días de visitas a escondidas, de lecturas juntos, de quedarme en su cuarto toda la madrugada haciéndole compañía y al día siguiente irme temprano para que nadie me vea. No estaba seguro pero podía sentir que Isabel también sentía algo por mí, podía sentirlo. Los días pasaban y los análisis de sus médicos decían que ella estaba empeorando, más yo la veía cada vez mejor, ella me decía que se sentía bien, así que tome fuerzas y le confesé mi amor, y para mi sorpresa y felicidad ella también el suyo, le propuse irse conmigo, escaparnos juntos. Yo tenía una casa fuera de la ciudad de la que nadie sabía, viviríamos ahí sin que nadie lo sepa, mucho menos sus padres que no estarían de acuerdo con lo nuestro, fue el día más feliz de mi vida, Isabel acepto. Ese mismo día dejamos el hospital para irnos a vivir juntos, nunca más volví ahí, tenía acceso a los laboratorios y lleve conmigo toda la medicina e inyecciones suficientes para mantener bien a Isabel ya que aún necesitaba de atención. Y así paso, desde ese día así vivimos. Ahora llevamos meses ya sin salir de casa. Debido a su enfermedad, tapamos y sellamos todas las ventanas, tuve que acostumbrarme a estar a oscuras, pero es un ambiente perfecto para ver películas juntos en el sofá solo a la luz de las velas, es una de las cosas que más nos gusta hacer. Desconecte mi teléfono, me deshice de mi celular, toda la gente piensa que la casa está deshabitada. Así la estoy viendo desde fuera, hoy una vez más tengo que salir a conseguir alimentos, pero esta vez también algún regalo para Isabel. Tengo que ser cuidadoso al salir de casa, aunque queda algo retirada de la ciudad, no debo dejar que nadie me vea, seguramente los padres de Isabel nos están buscando aún, ellos nunca aceptaron nuestra relación, nunca aceptaron que frecuente a su hija en el hospital ni que los dejase para venirse a vivir conmigo.
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nictofilia Me encuentro ahora hasta con carteles de búsqueda en la calle con mi rostro en ellos, hasta ahora no nos han descubierto y nadie sabe dónde queda nuestro feliz hogar. Ya mis ahorros se terminaron hace mucho, así que tengo que robar para que podamos comer, lo hago cada cierto tiempo y llevo a casa lo necesario para sobrevivir por unos días. Hoy es nuestro aniversario y esta vez le llevaré algo especial. A Isabel siempre le gustaron las joyas, así que entraré a una casa de empeño y buscaré algo para ella. Será de la forma de siempre: entraré de madrugada, ya que la vigilancia es casi nula y será fácil coger algo para ella. Entro por la puerta de atrás, un guardia descuidado mira la televisión, esta vez lo encuentro dormido y solo tengo que sedarlo, le inyecto una pequeña dosis de tranquilizante y tengo todo el almacén a mi disposición. Mientras busco la joya adecuada para ella, me sorprende vernos en las noticias, no puedo creer hasta donde han llegado sus padres en sus intentos por separarnos, debieron aceptar hace tiempo nuestro amor, ella los dejó para irse conmigo, por favor ¡compréndanlo! Me encuentro con un diario y me doy con la sorpresa que nuestros rostros también están en él, pienso que Isabel tiene que ver eso y llevo la página conmigo. Ahora ya estoy en casa, a Isabel le encantó lo que le traje, es un collar de plata hermoso, combina perfecto con su vestido, y aunque su piel esta algo malherida por su enfermedad, le cae muy bien. ―No me creerás pero hoy vi nuestros rostros en la televisión Isabel, ya no saben que inventar para separarnos, mira hasta estamos en los diarios. Le alcanzo a Isabel la página del diario, que recogí, en el cual éramos noticia, pero Isabel no me la recibe, tan solo se ríe, me dice que no haga caso, que inventaran cualquier cosa por encontrarnos, y por separarnos. Hoy hemos pasado una velada inolvidable, después de cenar, de reírnos y de acordarnos como nos conocimos en el hospital, la lleve a la cama e hicimos el amor a la luz de las velas y de la música, y aunque todos los días lo hacemos esta vez fue maravilloso, siempre me pide que lo hagamos todos los días, ella es insaciable, y yo siempre la complazco. Todos los días. Isabel no se mueve mucho, siempre soy yo el que toma el con-
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cuento trol, quizá por su enfermedad, o por las inyecciones que siempre necesita para que no se vea tan mal, pero así la amo. Desde el primer día que la conocí supe que tendríamos que estar juntos siempre. Isabel me pregunta que decía el diario sobre nosotros, le digo que cosas feas, sin sentido. ―Como me dijiste ya no saben ni que inventar, mira te lo leo: Hoy se cumple un año de la desaparición de Isabel Tello, hija de un reconocido político regional, cuyo cadáver fue robado del hospital municipal por Alonso Clemente, ex estudiante de medicina que sufría de alteraciones mentales, y que se desenvolvía como trabajador de limpieza del mismo, quien presuntamente escapo y desapareció con el cadáver de Isabel, hasta ahora la policía lo busca y nadie sabe su paradero Isabel me mira, me sonríe, me dice que no crea nada de eso, y por supuesto que yo no les creo. La abrazo con mucha fuerza, siento su olor putrefacto debido a su enfermedad, ella descansa sobre mi pecho, la beso, me acerco a su oído y le digo: ―Tú no estás muerta mi amor, tú vives, estás aquí conmigo y nos amamos. Te prometo que nadie nos va a separar nunca Isabel. Te lo prometo, ¡nunca!
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EN AQUEL SALON SILENCIOSO Liliana Celeste Flores Vega Era noche tormentosa, era noche en la que los espectros vagan… Mi primera noche en el castillo rocoso y antiguo, a pesar de estar cansada por el largo viaje no podía conciliar el sueño, bajé las escaleras, una vela que había quedado encendida bañaba de penumbra la triste soledad del gran salón. Aquél retrato del noble conde (capa negra, espada en mano) semiborrado por la humedad y los siglos, me atrajo y lo contemplaba (como un imán su mirada) cuando el mudo reloj despertó de su sueño: trece campanadas... la hora encantada... un vago rumor... un ruidoso silencio... y desde ultratumba el eco de los pasos del conde muerto. Cerré los ojos, sabía que él estaba ahí (capa negra, espada en mano) parado en el umbral de la puerta esperando un descuido mío para clavarme los colmillos y no quise mirarlo (como un imán su mirada) para no caer en la tentación de amarlo (como lo advertía la leyenda) pero él se acercó a mí (el filo de sus ojos hirió mis hombros desnudos) y me tomó entre sus brazos venciendo mi débil resistencia con las húmedas caricias de sus fríos labios. Y fui suya bajo la sombra de su retrato
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nictofilia que la humedad y los siglos borraban (maldito sea el vampiro) cuando el mudo reloj despertĂł de su sueĂąo y dio trece campanadas. Era noche tormentosa, era noche en la que los espectros vagan...
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FUNEBROFILIA Diego Giménez Aletargado en la quietud de quien aspira su cima, me alzo cual antaña estructura, en abstruso porte, en extrañas geografías. Me alzo cual falange hacia otros cielos, de otros colores, de indecibles espectros. No aúno mi contorno con esta asamblea, con la armonía que tal vez tus ganas demanden. No vigilan mis faros a esta corte, ni a sus voces errantes. Aun así, desecha mi perfidia, caigo. Repto entre estos muros implorando que brote pus de las rosadas lozanías. Celebro que llores el fermento de tu alma, que la ingieras y que la compartas conmigo. Juntemos, pues, nuestras fauces y que bajo el cincel de nuestras zarpas, elevemos un ditirambo al dios de lo aborrecible... Tierna y tiesa, pálida y pútrida dama, que flirteas con el Erebo perpetuo y duermes bajo las alas de un demonio, hasta por oscuras lenguas, desconocido. ¿Por qué se aviene a mi tal petición? ¿Por qué he de verter en tus abiertos senos, deformes y mordidos, (mas por eso bellos) el jarabe deletéreo de mi pluma maldecida por tus labios? Si llega la noche en que desnudos juguemos a la paganía, en medio del aquelarre ancestral y solo en medio de eso, podría, querría, yo mostrarte los podridos manzanos que descollar hago en el papel…
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LITEROFAGIA Diego Riofrío Vivanco Sobre la mesa de lo que fue una cantina un esqueleto escribía sus palabras, versos crueles para una mujer mezquina que solo le supo brindar horas macabras. Regando su alma con tristeza y con licor hacía del recuerdo un último homenaje en nombre de la que fuera su único amor y con la que nunca pudo emprender el viaje. Amarga es el agua cuando se va aquella dama que hace ver a dios como un propenso suicida mientras al diablo le miente sobre la cama, diciéndole que no hay otro idiota en su vida. He aquí el árbol donde vomitaron los amantes después de mezclar pasiones con engaño en una copa trisada por los labios sangrantes que bebieron de ella sin medir el daño.
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UN SUENO HERMOSO Tuve un sueño hermoso Donde las vírgenes Ladraban a los perros Luego de comerse a sus hijos Y los curas Bautizaban con wiski A los niños abortados
Carlos Ruiz
Tuve un sueño hermoso Donde los niños Jugaban a las canicas Con bombas nucleares Y las niñas Se masturbaban con cruces Bendecidas por ateos Tuve un sueño hermoso Donde las monjas Reeditaban la biblia Junto al Marqués de Sade Y los pájaros Compartían sin pelearse El cadáver de Hitchcock Tuve un sueño hermoso Donde los poetas Escribían con punzones En la cara de dios Y las ratas Salían de las cloacas Para hacer castings de televisión Tuve un sueño hermoso Donde las drogas Realmente funcionaban Y no solo te hacían Soñar sandeces.
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LOS CONDENADOS DE LA TIERRA Juan Perez Marchena Dentro de la oscuridad de mi consciencia veo pasar un alma decadente ah asesinado a ocho personas la sangre putrefacta que yace entre sus manos cuelga holgadamente hasta caer al piso convirtiéndose en cadenas se vuelven cada vez más pesadas y con cada paso que da el alma se le quema. ¡Es el lamento del niño que se ha ido! ¡Es el llanto de la mujer que lo acecha! ¡Es la locura del hombre que ha matado! ¡Es la alegría de la muerte que lo acompaña! No sé cómo describir ese sacrificio podría ser un ritual o quizás un maleficio voces hacen eco en mi mente y yo callado me alejo… Las almas de los ocho caídos me siguen buscando y como ángeles o demonios esperan ser llamados por su nombre para ser expulsados a la tierra en donde mis ojos con desdén los miran. A veces quisiera creer que todo lo que pasa no es cierto pero sus miradas me asechan y me hacen sentir culpa esa sangre que se ha vuelto cadenas son arrastradas conmigo ahorcando a los que pasan por mi lado y a pesar de que escucho sus suplicas no paro…
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poesia He formado una cadena interminable para atarlos y arrastrarlos al infierno donde mueren una y mil veces y sin encender la luz de mis ojos los condeno… Sigo siendo el guardián que guía sus pasos en esa eternidad que nunca acaba y Satanás convertido en padre, Dios y espíritu santo los hace rezar para seguir buscando esa sangre que no cesa y que nos convertirá en esos condenados de la tierra que ese falso Dios no pudo salvar.
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XIBALBAY Angel Moreno Suazo Ven, ven aquí querido mortal, desciende por las escalinatas, pues los ríos te esperan… ¡Morirás! Escoge de los ríos sabiamente mi pobre amigo, pues del rojo es la sangre… ¡Te ahogaras! Del blanco es la ciencia… ¡Enloquecerás! Del verde es la naturaleza… ¡Renacerás! Pero solo del negro es al que a mi llegarás. Mis señores esperan tu pronto arribo, Jugaran contigo, se listo o no volverás. Y es que Xibalba es el reino y tú el invitado. Porque podrás sufrir al llegar aquí a morir, El sopor del tormento, la angustia de perder. Porque aquí dormirás, pero no despertarás. Pues sus seis casas esperan tu eterno descansar. No es un sueño, es la realidad, soy Xibalbay. Soy el reino de mis dueños, soy su eternidad. Soy de los muertos el hogar de su crueldad. Soy solo un destino al que tú, un día llegarás.
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resena y entrevista
resena
GADEA, ALINA: LA CASA MUERTA. LIMA, EDICIONES ALTAZOR, 2014; 102 PP.
Fernando Honorio Hernández
s
in duda, Ediciones Altazor es una de las editoriales que ha contribuido a reverdecer la narrativa peruana contemporánea. En su catálogo podemos observar un gran número de nuevos escritores con propuestas interesantes, los cuales nos dan una idea más amplia y rica del horizonte literario de nuestro país. Dentro de sus publicaciones, Altazor apuesta por aquellas obras que, por lo general, se deslindan de las líneas escriturales del canon tradicional peruano. Nos referimos a la narrativa fantástica y de terror, agrupadas en la colección «Anatema», donde desfilan nombres importantes dentro de nuestra narrativa actual tales como José Donayre y Carlos Calderón Fajardo. En el número 6 de esta colección aparece Alina Gadea con su novela breve La casa muerta. Alina Gadea (Lima, 1966), abogada de profesión, además de haber participado en numerosas antologías de cuentos, tiene dos novelas ya publicadas, Otra vida para Doris Kaplan (2010) y Obsesión (2012). En el 2007 le fue otorgado el Premio Copé Bronce por el cuento «La casa muerta», el mismo que en esta edición ha sido extendido y convertido en una novela breve cuyo eje central es la desaparición de una Lima misteriosa y cargada de recuerdos frente el avance de una falsa modernidad. En esa agonía de la Lima antigua, la protagonista, Mariela Ramos, arquitecta, crea lazos con las casas de antaño de Barranco y Miraflores que, como fantasmas, se niegan a desaparecer sin dejar constancia de la vida que poco a poco se les extingue. La novela consta de cuatro partes. La primera, titulada «Se alquila habitación a dama», Mariela Ramos se muda a una vieja casa barranquina que guarda los recuerdos de don Carlos Losada, su propietario. Una misteriosa habitación restringida a los extraños y la inquietante actividad de Gonzalo Velarde, un rústico escultor, genera en Mariela diversos lazos que la identifican con el ruinoso lugar. Percibiendo la casa como lugar vivo, la arquitecta es testigo
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nictofilia cómo ésta desaparecerá irremediablemente ante el avance de la construcción moderna, quien la consume sin piedad. «El diario de Doris», segunda parte de la novela, cambia la forma narrativa a la de un diario personal, en donde Doris presenta una relación tormentosa con su madre Isabel Estenós, enmarcada en el contexto de la violencia política, los apagones y los atentados. Aquí, la ciudad está siendo depredada por el terrorismo, sumiéndola en un hálito de muerte, de la misma manera que Isabel lo hace con su hija. En la tercera parte, que da nombre a la novela, se desarrolla la relación entre Mariela e Isabel Estenós. La primera se interesa por la vieja casa miraflorina de la otrora actriz con la finalidad de «resucitar» el lugar. El carácter huraño de Isabel y la inquietante presencia de su ayudante Eddie, enmarcarán las experiencias de la arquitecta y la casa que va restaurando. Cada día va corroborando que las casas sienten, hablan, viven y que a través de los viejos muros y cuartos clausurados se esconden episodios de la vida de la actriz y que poco a poco va desentrañando. En la última parte, «El altillo», Mariela ingresa al infranqueable cuarto de la fallecida Isabel, donde experimenta la nostalgia de una época que ya pasó y que la casa guarda impregnada en sus muros. Ella logra devolverle la vida a esa casa y se alista para un nuevo proyecto. La casa muerta no es un relato de terror sobrenatural, sino una metáfora del olvido de las subjetividades frente al mito del progreso. Las casas, como las personas que las habitan, son un lugar de experiencias íntimas, de identidades diversas y sentimientos arraigados. Con su arquitectura y estilo, desafían el avance de lo moderno pero sin contenido. Las individualidades van desapareciendo con ellas y solo quedaría el olvido. Dentro de una atmósfera de misterio y fascinación, Alina Gadea propone una novela que cuestiona el discurso de la modernidad.
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entrevista
DE LA POESIA ESCRITA A LA POESIA AUDIOVISUAL
entrevista a: Jade KareN Jade Karen es la modelo de nuestra portada, tiene 23 años, estudia la carrera de Turismo y Hotelería. Le encanta viajar e identificarse con la cultura ancestral, con la naturaleza y tener pequeñas vivencias en las diferentes costumbres, creencias y sus historias, ya que son parte de sus raíces, y quiere conocer y experimentar de su tierra. Sus pasatiempos son la lectura, la poesía, la música y la danza. ¿Jade Karen podrías contarnos algo respecto a las performances que realizas? Con respecto a mis performances he ido desarrollándome poco a poco. En sí todo empezó cuando con mi amiga Betsy formamos un dúo donde presentábamos danzas al estilo Belly, tuvimos unas cuantas presentaciones, luego nos separamos por temas de estudios y por la falta de tiempo. Así que seguimos individualmente. ¿Qué nos puedes decir respecto a la poesía? Respecto a la poesía me encanta desde muy niña, es una parte mía que entregó, plasmando en las hojas mis desenfrenados pensamientos, nostalgias, mis rabias, mis miedos, mis alegrías, etcétera. ¿Cómo diste el paso de la poesía escrita a la audiovisual? Fue gracias a Fancy (Edgar Poe de Frankenstein) que leyó uno de mis poemas y me dio la idea de hacer algo diferente, es ahí que decido inclinarme hacia la danza. Siempre tuve la idea, pero como era una chica cerrada y tímida me cohibía fácilmente, fue en ese momento que las ideas e imaginaciones pasaron de algo escrito a algo visual y auditivo, ya que represento en carne mis poemas, y mi
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nictofilia objetivo es que al presentarlas pueda tocar el alma del público, que ellos también lo vivan con cada una de mis expresiones, transmitirles mis ideas y alucinaciones, que se sientan parte de mi historia. Bueno, para ello también necesito los fondos, que vallan con lo que estoy presentando y el vestuario que sale de la percepción de mi poema. ¿Qué nos puedes decir acerca de tu siguiente presentación? Ahora estoy en un cambio nuevo y emocionante, para mi próxima presentación, haré algo más mímico, realizaré más incorporación de objetos y movimientos. Estoy muy entusiasmada con este nuevo avance y estamos viendo y creando ideas para lograrlo, quien me apoya en todo esto es Fancy, a quien agradezco mucho la confianza depositada en mí, en mi desarrollo artístico y mi potencial, también por ser el fotógrafo personal de todas las performances que llego a realizar.
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autores
DATOS DE LOS AUTORES Hernán Guillermo Paredes
(Rosario, Argentina, 1980). Profesor de meditación. Ha publicado cuentos en las revistas literarias Cronopio, Sinfín, El Narratorio, Polvo, Narrativas, Letras Raras, Cosmocápsula, Crepúsculo, Nocturnario, Monolito y Almiar.
Carlos Enrique Saldivar (Lima, Perú, 1982). Direc-
tor de la revista impresa Argonautas y del fanzine físico El Horla. Miembro del comité editorial del fanzine virtual Agujero Negro. Director del fanzine impreso Minúsculo al Cubo. Finalista de los Premios Andrómeda de Ficción Especulativa 2011. Finalista del I Concurso de Microficciones, organizado por el grupo Abducidores de Textos. Finalista del Primer concurso de cuento de terror de la Sociedad Histórica Peruana Lovecraft. Ha publicado los libros de cuentos Historias de ciencia ficción (2008), Horizontes de fantasía (2010) y el relato El otro engendro (2012). Compiló las selecciones: Nido de cuervos: cuentos peruanos de terror y suspenso (2011) y Ciencia Ficción Peruana 2 (2016).
Marcia Morales Montesinos (Lima, Perú, 1984).
Zoóloga y Literata. Tiene poemas y relatos publicados en diversos medios. Finalista en el I Concurso de microrrelatos steampunk y otros retrofuturismos (2015). Mención especial en el I Concurso de minicuentos «Mi anaquel» Me da miedo. Ha publicado el libro de poesía oscura Noctem aeternus. Inconclusiones vertidas en noches de insomnio (2015). Tiene relatos publicados en antologías como: Cuentos oscuros, Eridiano peruano 2, No voy a poder dormir esta noche, Noviembre oscuro, Queridos fantasmas, Inspiraciones nocturnas II, Microterrores, Antología en Homenaje a Gustavo Adolfo Bécquer y Microfantasías. Ha publicado en las revistas: miNatura, Relatos Increíbles y Cruz Diablo.
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Mauricio del Castillo
(Ciudad de México, México, 1979) Licenciado en la carrera de comunicación por parte de la Universidad Nacional Autónoma de México. Pasa su tiempo libre dedicado a la lectura y a la imaginación. Ha colaborado para las páginas: NGC 3660, Sitio de Ciencia Ficción, Otro Cielo, Revista Axxón, BEM on Line, Sci-Fdi, Alfa Eridiani, Cosmocápsula y Planetas Prohibidos. En 2012 publicó su primera colección de cuentos La variable multimillonaria y otros relatos, publicados por Ediciones Endora. Este 2014 apareció su segunda colección de cuentos La nave de la discordia y otras piezas de anticipación editado por Sediento Ediciones.
H. E. Pérez (La Serena, Chile, 1981). Egresado de la Univer-
sidad Santo Tomás como Relacionador Público. Escritor autodidacta, aficionado a los cuentos de terror, asesinatos, suspenso, misterio y fantasía. Su cuento Los Gatos de la Sra. Dark fue seleccionado para la antología ilustrada Chile del Terror: Visiones Lovecraftianas (2015), mientras que Editorial Cthulhu (Perú) seleccionó a La Ofrenda para un pronto compendio de cuentos ocultistas. Para más información del autor pueden unirse a su fanpage www.facebook. com/heperezescritor o vía mail a esteban.perez.alcayaga@gmail. com.
Sarko Medina Hinojosa (Arequipa, Perú, 1978). Es
periodista de profesión, trabajó en varios medios de comunicación (Arequipa al Día, Noticias, Radio San Martín, etc.) Pertenece a la Asociación Literaria Kosmogonía, con la cual ha publicado las antologías de cuentos: El Umbral (2015) y El Lado oscuro de la Luz (2016). Ha publicado digitalmente y en descarga gratuita: 33 microcuentos de verdades en pareja, Palomas, Insólita Realidad e Impactante Fascinación. El año 2014 presentó su primer libro de cuentos en papel Palo con Clavo y Santo Remedio. Maneja el blog: sarkomedina.wordpress.com
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Eric Haym Fielitz
(Montevideo, Uruguay, 1966). Finalista en 2013 del Concurso de cuentos «Hislibris». Ha publicado relatos en la Antología del Relato Corto Uruguayo (1998), y en El Monje y la Pulga y otros relatos, editado por Evohé en España. Es colaborador de «El Blog Onanista».
Rubén Mesías Cornejo (Trujillo, Perú, 1973) Escri-
tor y ajedrecista, Ha sido publicado en webs peruanas y españolas dedicadas a la difusión de la ciencia ficción entre 2003 y 2007. A partir de 2014 cuentos suyos han aparecido en papel en antologías compiladas por Germán Atoche Intili, publicadas bajo los títulos de Un muerto camina entre nosotros (2014) y Mc Fly vuelve: cuentos peruanos de viajes en el tiempo (2015). Actualmente autopublica sus cuentos junto con los autores españoles María Larralde y Elmer Ruddenskrij en la web Historias Pulp.
Daniel Guajardo Sánchez (Santiago, Chile, 1977). De seudónimo Dan Guajars. Periodista, lector y autor de fantasía y ciencia ficción desde muy joven. Autor de la colección de cuentos de fantasía urbana En la Sangre (2013) y la novela corta de ciencia ficción juvenil Sordomudo (2007); coautor junto con Sergio Amira de la novela post-apocalíptica Psique (2010). Participante de la agrupación chilena de escritores de fantasía y ciencia ficción Grupo Poliedro. Realiza talleres literarios de novela de ficción en Santiago, y es especialista en Analítica Web y SEO.
Carlos Ruiz G.
(Piura, Perú, 1988) Baterista y fotógrafo aficionado. Ha publicado en: Tiempos Oscuros, Mec Nom, I Antología de la Sociedad Peruana Lovecraft. Intenta terminar un libro de relatos el cual publicara el próximo año.
Liliana Flores Vega (Lima, Perú, 1976). Ganadora del
Primer lugar en el concurso de cuentos de Terror de la Sociedad Histórica Peruana Lovecraft con su cuento “La criatura de los humedales” (2014). Segundo lugar en el concurso de cuentos retro-
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nictofilia futuristas organizado por la Comunidad Steampunk del Perú con su cuento “La promesa cumplida” (2016). Colaboradora del blog “La Tertulia Literaria” y de la revista “Fantastique”. Ha publicado el poemario “Memorias de una Dama Blanca” y un compendio de cuentos “Anacrónicas” (2016).
Diego Giménez Salas
(Asunción, Paraguay, 1986) Premiado por el certamen Premio Literario Grupo General de Seguros 4ta. Edición, en la categoría Poesía por los poemas Octubre 19, Florencia y Postrome tu arribo. Premiado por el certamen XLV Concurso internacional de poesía y narrativa «Palabras sin fronteras 2015» por los poemas Malva zarabanda, Duquesa falange y Pináculos de Ukrom.
Diego Riofrío Vivanco
(Quito, Ecuador, 1984). Docente de Literatura. Director de la revista digital Cenizas de Rosas y de la editorial en línea Romance Nocturno. Sus textos han aparecido en la revista Historias del lado oculto de Ecuador. Programa radial La sinfonía de la noche de Argentina. Fundador de los grupos de poesía: El círculo del delirio, Cortejo Fúnebre y actualmente Bohemios del cementerio. Sus poemas han sido musicalizados por bandas como Midnight Spirit y Necrothica. Participa en las antologías Poemas en la noche de España y Vers.o.s. 3 de España.
Juan Perez Marchena
(Huaraz, Perú, 1987). Estudiante de literatura de la Universidad Federico Villarreal. Esta es su primera publicación.
Fernando José Honorio Hernández
(Lima, Perú, 1987). Bachiller en Literatura por la Universidad Nacional Federico Villarreal (UNFV) y miembro del Grupo de Estudios Literarios Latinoamericanos Antonio Cândido (GELLAC). Ha participado como ponente en diversos coloquios y congresos literarios. Actualmente estudia la Maestría en Literatura Hispanoamericana en la Pontificia Universidad Católica del Perú (PUCP).
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Angel Moreno Suazo (México, 1988). Coordinador de
Proyectos de Ingeniería en IKASI. Segundo lugar en el Primer concurso de Calaveras Literarias de la Escuela Superior de Ingeniería Eléctrica y Mecánica (2012). Concursante en el Primer Premio de Poesía Juvenil Alejandro Aura con el compendio «Tardes de Verano» (2015).
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