Espesores de superficie

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Espesores de superficie Actas del Primer Simposio Internacional de Estética y Filosofía

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Marcos Aguirre Lorena Amaro Castro Constanza Arena Cristina Arranz Richard Astudillo Camila Bejarano Petersen Víctor Bravari Natalia Calderón Fernanda Carvajal Gabriel Castillo Fadic Pablo Corro Andrés Covarrubias Correa Mariano Crespo Valeria de los Ríos María José Delpiano Mónica Drouilly Rodrigo Duarte

Cristóbal Durán Patricia Espinosa Hernández Ismael Gavilán Andrés Grumann Sölter Joseph Gómez Kathia Hanza Joaquín Hernández Cristóbal Holzapfel Natalia Jara Parra Marc Jimenez Víctor Hugo Méndez Aguirre Cecilia Monteagudo Enoc Muñoz Luz María Sánchez Germán Soto Droguett Macarena Torres Camila van Diest

Editores Gabriel Castillo Fadic Romina Pantoja Gajardo

Pontificia Universidad Católica de Chile Facultad de Filosofía Instituto de Estética


espesores de superficie. actas del primer simposio internacional de estética y filosofía Primera edición: diciembre de 2007 isbn 987-956-14-0982-8 © Instituto de Estética Pontificia Universidad Católica de Chile, 2007 Av. Jaime Guzmán Errázuriz 3300 • Providencia Diseño y edición: Tipográfica • www.tipografica.cl Impreso en Chile • Printed in Chile Gráfica Lom Queda prohibida toda reproducción de este libro sin permiso de los editores.


Contenido

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Presentación

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Sobre algunos desafíos de la filosofía y la estética contemporáneas en la era de la globalización marc jimenez

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Estéticas del silencio: irrepresentabilidad y sublimidad en la narrativa de Roberto Bolaño lorena amaro castro

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Infancia en acetato: estéticas y estáticas de la memoria en Cofralandes de Raúl Ruiz mónica drouilly y richard astudillo

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Intervenir el presente: La crítica literaria chilena desde la perspectiva de Edward Said patricia espinosa hernández

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Formas barrocas y neobarrocas en Latinoamérica natalia calderón

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Estética y tecnología: una mirada literaria latinoamericana valeria de los ríos

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Ropa usada y estéticas de resistencia juveniles maría josé delpiano y natalia jara parra

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La indocilidad del gesto: contaminaciones y quiebres del imaginario del poder. Trilogía Pública del Teatro La María fernanda carvajal y camila van diest


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Stencil en Santiago de Chile. Retórica verbal y visual víctor bravari

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El devenir secular de la simultaneidad en el cine pablo corro

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De verdad marcos aguirre

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Estética y retórica: la belleza del lenguaje como camino de persuasión y consenso andrés covarrubias correa

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Estética y hermenéutica. La hermenéutica filosófica de Hans-Georg Gadamer y la experiencia del arte cecilia monteagudo

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El estatuto ontológico de las proposiciones en la obra de arte literaria mariano crespo

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Sobre lo trágico en Jaspers cristóbal holzapfel

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Contra la exclusividad en materia de arte: El pensamiento estético de Nietzsche kathia hanza

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Sordidez, horror y muerte en la relación teórico-estética de Georges Bataille y Hans Bellmer constanza arena

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Una aproximación estético-histórica de la muerte en Occidente moderno joaquín hernández

239

Sobre la desartifización del arte rodrigo duarte

253

Maurice Blanchot y el reparto (partage) de la inspiración enoc muñoz


263

Literal: lo posmetafórico en Gilles Deleuze y Peter Sloterdijk gabriel castillo fadic

281

La época de la música. Hegel y la sonoridad del espíritu cristóbal durán

297

Censura, arte y filosofía en La República de Platón víctor hugo méndez aguirre

311

La caricatura realista del ideal romántico camila bejarano petersen

327

La estética y la diferencia en el siglo xx germán soto droguett

337

Sobre el concepto de creación: su origen e ingerencia en la vanguardia artística del siglo xx ismael gavilán

353

Aproximaciones a una estética de lo performativo andrés grumann sölter

369

La estética como filosofía de la metacomunicación joseph gómez

381

El método iconológico de Panofsky como una manifestación de la «muerte del arte» cristina arranz

393

La escuela estética de la fenomenología francesa luz maría sánchez

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Las características del arte contemporáneo del siglo xx, según José Ortega y Gasset macarena torres



Presentación

Gabriel Castillo Fadic Comisión Científica del Simposio

El presente volumen comporta una selección de ponencias presentadas en el Primer Simposio Internacional de Estética y Filosofía, que organizó el Instituto de Estética de la Pontificia Universidad Católica de Chile en Santiago, en septiembre del 2006. El vasto espectro de problemas, corrientes teóricas, matrices epistemológicas y objetos simbólicos cubiertos por las intervenciones revelan la diversidad de posibilidades que existe en las relaciones entre la estética y la filosofía, como tradición histórica y como campo contemporáneo de saberes. Los trabajos presentados ofrecen, por lo mismo, múltiples modos de responder a una convocatoria que buscaba introducir un sesgo territorial. En las sociedades iberoamericanas, allí donde la modernidad ha sido sustituida por un proceso permanente de modernización, vale decir, de adhesión a la modernidad sin participar sincrónicamente en ella, y de consumo y administración del excedente tecnológico de la modernidad, sin tener la capacidad de producirlo verdaderamente, lo moderno puede ser objeto de una reflexión propia, aunque no privativa. Ello incide tanto en el carácter específico de lo real como en la definición misma del método filosófico y estético que pueda adecuarse a su condición. Un simposio de estética y filosofía realizado en Chile no podía remitirse al comentario pasivo del pensamiento occidental. Su tiempo y lugar, su condición de actor históricamente marginal debía volverse también el objeto mismo de una reflexión activa, capaz de sustentar una teoría territorial, participante, dialogante. De los treinta y un textos retenidos, al menos diez se aproximan a la teoría desde


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su relación directa con objetos artísticos o simbólico-sociales específicos: Bolaño, Ruiz, la compañía de teatro La María, Bellmer, el cine, la literatura y la crítica literaria, pero también ciertos usos de la moda o la plástica popular urbana. El resto de las ponencias revisita problemas y autores situados convencionalmente en la intersección de la estética y la filosofía. La escritura teórica es el objeto de su propia teoría, de Platón a Sloterdijk, pasando por Hegel, Nietzsche, Gadamer, Heidegger, Bataille, Adorno, Deleuze, entre muchos otros. Veintitrés de los trabajos pertenecen a académicos e investigadores de universidades de Chile, Perú, Argentina, Brasil, México y Francia. Los ocho restantes corresponden a ponencias redactadas por investigadores recientemente egresados de carreras teóricas cuyos trabajos nos parecieron particularmente rigurosos y propositivos. En general, no establecimos ningún patrón de jerarquización en el orden de presentación de los textos más que la secuencia relativa de su exposición durante el simposio, con excepción de la intervención de clausura, de Marc Jimenez que, por su valor introductorio, preferimos situar al comienzo. Que nuestras últimas palabras sirvan para preservar la memoria del profesor Fidel Sepúlveda, primer gestor de esta iniciativa, cuyo inesperado deterioro de salud le impidió presentar su ponencia sobre la filosofía del cuento tradicional.


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Sobre algunos desafíos de la filosofía y la estética contempor áneas en la er a de la globalización*

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Es reconfortante y estimulante saber que hay encuentros donde aún puede tratarse de estética y de filosofía, donde aún puede hablarse de Robert Musil, de Hegel, de Gilles Deleuze, de Adorno, de Georges Bataille, de Raúl Ruiz y de Sloterdijk; donde se puede rendir testimonio de esta cultura «humanista» cuyo porvenir está lejos de ser seguro en la era de una posmodernidad dominada por la racionalidad tecnológica que afecta cada día más todos los ámbitos de nuestra existencia. ¿Qué pueden entonces la filosofía y la estética en una época y en un mundo que tiende a sustraerse a toda interpretación? ¿Qué puede la filosofía estética obligada hoy, después de la desagregación del sistema de las bellas artes y el agotamiento de la modernidad, a asumir el fin de los grandes paradigmas modernistas a los que se referían, por ejemplo, el filósofo Theodor Adorno y el crítico de arte Clement Greenberg? En suma, ¿qué significa «hacer estética» hoy en día? ¿La estética filosófica tiene que ver todavía con las ideas de libertad y de sujeto, de individuo fundador y responsable de su autonomía? Hagamos un breve retorno a su epistemología. Hegel consideraba este término fastidioso e incómodo. Nada sorprendente en ello puesto que se trata de un neologismo bastardo, * «Sur quelques défis de la philosophie et de l’ esthétique contemporaines à l’ ère de la mondialisation». Intervención original traducida por Gabriel Castillo Fadic.

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proveniente del griego y luego latinizado, aparecido de improviso en las lenguas europeas, alrededor de 1750. Su origen se remonta, o se remontaría, al indoeuropeo aien (percibir), del que los antiguos griegos harán aisthanomai: sentir. Latinista, el filósofo alemán Baumgarten, a quien debemos este hallazgo a la vez modesto y genial, piensa forjar un término a partir del equivalente sentio pero, para crear su vocablo inédito, vuelve finalmente a la lengua griega y construye este neologismo, verdadero «monstruo» lingüístico, «aesthetica». Y, desde entonces, estamos en la anfibología: del sentido: sensible, y del sentido/significación intelectual. Sensibilidad y conocimiento se encuentran asociados en el seno mismo de un término único, que concilia de una vez lo que los antiguos intentaban reunir —único modo de lograrlo— con la ayuda de una locución proverbial: aesthèta kai noèta. Hápax lingüístico pero necesidad epistemológica: nadie se equivoca al respecto en este Siglo de las Luces, época de Aufklärung crítico que deviene, en el umbral de la modernidad occidental, el elemento dinamizante de la actividad filosófica, artística y política. Se trata, más allá de la cuestión del arte y del juicio de gusto universalizable según Kant bajo ciertas condiciones, de abrir un espacio entonces desconocido, el de la libertad de juzgar y de la comunicación, o del intercambio, del juicio. En un contexto prerrevolucionario, en un momento en que la llama romántica se apresta a hacer empalidecer los destellos de Las Luces, el espacio de la crítica engendra el tiempo de la crisis que, lejos de limitarse al clima anquilosado y todavía aristocrático de los salones de Diderot, o a la atmósfera afiebrada del Café Procope, afecta todos los principios de autoridad: metafísico, filosófico, religioso y político. Ciertamente, para los herederos del idealismo, especialmente para los sucesores de Kant y de Hegel —y ello va de Nietzsche a Adorno— se trata de explorar la esfera de la imaginación, de las pasiones, de las intuiciones y de las emociones. Pero ello quiere decir sobre todo ejercitarse en la libertad desde ahora otorgada al individuo, de pensar y de juzgar por sí mismo. Un mundo de hablas (paroles) y de pensamientos se despliega: partiendo del estudio de las obras de arte, trasciende la diversidad de los gustos y de los colores de cada uno, para interrogarse sobre la sociedad y la historia en las que estas obras, desde ahora ex-


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puestas al público, nacen, a veces desaparecen, y de vez en cuando perduran. A través de este cruce estética-crítica-filosofía, tan fundamental que conviene pensar estos tres términos como sinónimos, estamos bastante lejos, pareciera, de la acepción corriente del término «estética». Un término, se sabe, fuente de numerosos malentendidos, asimilado pura y simplemente a los tratamientos de belleza, los liftings y otros artificios corporales, y confundido a veces con la cirugía plástica. No se trata de que la estética no tenga nada que ver con la belleza, al menos con la idea que se hace de ella cada cultura y cada sociedad en un momento determinado de su historia. Pero nuestra época no es ya la de las Academias arrogantes e inquietas por edictar criterios, normas y convenciones de una «bella armonía» que, seguramente, no era sino apariencia en el universo trascendente y el mundo sublimado del arte, y pretexto para escapar de una realidad social, económica y política discordante. Nuestro tiempo ha terminado igualmente —al menos en teoría— con la autoridad de los conservatorios para la cual la tradición significa antes que nada nostalgia retrógrada, más que luz heredada del pasado, con el fin de colmar la única función que corresponde a esta tradición en razón de su etimología misma, de saber transmitir, dicho de otro modo, legar a los sucesores y, finalmente, iluminar el porvenir. Entonces, se plantea inevitablemente la pregunta simple, incluso trivial en su formulación: ¿qué significa hacer estética hoy? Planteémosla haciendo como si ignoráramos momentáneamente la similitud, o más bien la sinonimia, que evocaba recién y que habría podido conducirme instantánea y muy lógicamente a responder: pero, hacer estética es filosofar, dicho de otro modo, ejercer su derecho, que digo, su deber de crítica. Tal pregunta se plantea doblemente: por una parte, desde la mirada de la filosofía del arte, que es también, históricamente, desde mediados del siglo xviii, la estética. Una estética que, en nuestros días y como nunca en el pasado, se ve confrontada dolorosamente a la paradoja hegeliana. Puesto que es una paradoja, en Hegel, exigir la fundación de una reflexión sobre el arte que tiene por nombre «estética» y pronosticar simultáneamente el nacimiento de un arte moderno, completamente librado a la subjetividad del artista que, bajo su forma contemporánea, firma en realidad el fracaso de toda teorización y desafía precisamente toda reflexión coherente.


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Por otra parte, la pregunta ¿qué significa hacer estética hoy?, se plantea desde la perspectiva de la gigantesca máquina de producir de la cultura, frente a lo que yo llamo lo «cultural», vale decir, el conjunto de medios institucionales, económicos y políticos que, desde ahora a escala mundial, concurren a promover y a distribuir —al menos en teoría— el máximo de bienes culturales a la gran mayoría. Lo cultural no es sectario, ni selectivo. No es represivo, sino tolerante. Pero ésa es su única ventaja. Ya que lo cultural, en efecto, es bulímico; ignora las jerarquías y las diferenciaciones estéticas. Erige cada manifestación cultural en exhibición de su propia mansedumbre y, así, desactiva toda crítica que, como se habían arriesgado Diderot y Baudelaire, parte de la obra para remontar a la sociedad y a la historia. Si criticar es distinguir, conviene distinguir entre lo cultural y lo estético. Lo cultural, hoy en vías de globalización, se revela como una perversión de la cultura, contrario absoluto de lo que en lengua árabe se llama adab. Lo cultural muestra las obras. En cuanto a la estética, ella muestra lo que hay que ver en las obras, vale decir la historia y la sociedad investidas en ellas. Entre formas contemporáneas de creación y de expresión que, en permanencia, le lanzan temibles desafíos, y una globalización cultural que tiende a retirarle toda legitimación, la reflexión estética tiene mucho por hacer. Se percibe bien el peligro de una ruptura de este vínculo histórico entre la estética, la crítica y lo político. En la brecha abierta así, se deslizan teorías filosóficas que propugnan el nuevo paradigma del pluralismo consensual. Posvanguardista o posmoderno, el pluralismo consensual reposa sobre la idea de que puede existir una adecuación perfecta entre el arte, la cultura y, de modo más general, el trabajo intelectual, por una parte, y el sistema político y económico, por otra. Este nuevo paradigma estético y filosófico no significa sino la despolitización de la esfera del arte y la depuración, o la purificación, de una reflexión estética y filosófica despojada de toda traza de elemento crítico contra lo social, lo político y la ideología. La democracia liberal a la occidental, incluyendo sus formas exportadas fuera de Occidente mismo, poseería desde ahora el arte y la cultura que ella merece, un arte y una cultura considerados como portadores de los valores y los ideales que el liberalismo democrático exporta a través del mundo. Le basta un poco de curiosidad al filósofo, al sociólogo o al esteta para mesurar el hiato que existe entre las motivaciones


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y las proposiciones de ciertos artistas o de ciertos intelectuales y el discurso cultural dominante. La envoltura cultural, mundializada por las nuevas tecnologías, testimonia cada día más de su aptitud para absorber y para desarticular todo aquello que pretendiera oponerse a un mecanismo institucional, mediático y mercantil extremadamente performático y rentable. Cada uno sabe, por ejemplo en el ámbito del arte contemporáneo, ampliamente investido por el mercado homónimo, que se ha pasado desde hace mucho ya de una postura estética frente a la creación artística a una lógica cultural. Situación que engendra lo que se llama consenso. Ninguna obra de arte posee hoy en día el poder de hacer escándalo frente a una realidad económica y política superpoderosa capaz de convertir el arte en cultural o en dólares. El principio de performatividad actual está en tránsito de aniquilar la utopía —esta subversión de lo real— que toda obra, no obstante, encubre en secreto. Se mesura aquí lo que está en juego en esta oposición entre la estética y lo cultural. A través de este antagonismo, hago de la estética un concepto crítico. La estética, como reflexión filosófica, ha abierto un espacio inaudito, el de la crítica, por supuesto, pero dicho de otro modo, de la crisis —si es que la etimología autoriza este parentesco— que superando la cuestión del arte ha afectado todos los principios de autoridad, metafísico, filosófico, político y religioso. Hacer estética era y es siempre hacer uso de la libertad de pensamiento. Y la libertad de pensamiento, que constituye el principio mismo de la operación filosófica, consiste —como lo decía Gilles Deleuze— en crear conceptos con el fin de explorar el campo de lo sensible, del gusto, de la imaginación, de las pasiones, de las intuiciones, de las emociones. En otros términos, es permitir a la doble naturaleza —naturaleza a menudo dual— del hombre, a la vez razón y sensibilidad, de hacer alianza: es en esto que la estética es ya un humanismo. La concepción de la estética que yo acabo de esbozar aquí, indisolublemente ligada a la crítica, se nutre en las fuentes de una concepción del mundo —de una weltanschauung— que, proveniente de la antigüedad griega, alimenta la reflexión filosófica tal como ella se practica en los países de cultura latina. Esta filosofía es, retomando la expresión del filósofo Jean Grenier, una «filosofía de la separación», desgarrada por una squizis fundamental, se trate de la trascendencia y de la inmanencia, de lo inteligible y de lo sensible en Platón, del noúmeno y del fenómeno en Kant,


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del sujeto y del objeto en los pensadores marxistas y posmarxistas, etcétera. Toda la constricción filosófica, su ascesis, apunta a la reconciliación; ella es tensión hacia la unidad que sabe a la vez deseable e imposible. Esta filosofía es luego la del desencantamiento, o más bien la del esfuerzo por superar este desencantamiento gracias a la filo-sofía, precisamente, vale decir, gracias a la crítica de esta crisis permanente. Cuando ella emerge poco a poco de la escolástica aristotélica, en el umbral de la modernidad, la filosofía occidental y europea no ignora su lección del Estagirita; ella sabe que «la felicidad es el bien supremo», pero ella sabe también que este bien es inaccesible si no es al precio del desciframiento de una realidad rebelde, de un desencriptamiento de lo real que terminaría por abrir el acceso a la Verdad, al Absoluto, al Ser. La ideología de la modernidad que nace en el siglo xviii hereda, hasta nuestros días, este desencantamiento. Y el discurso filosófico de la modernidad —tomo esta expresión de Jürgen Habermas— hace de la operación crítica, sea ella dialéctica, negativa o bien deconstructiva, el principio motor de su dinámica. Nada sorprendente en que la reflexión filosófica sobre el arte, de Kant a Derrida, pasando por Hegel, Schopenhauer, Marx, Nietzsche, Lukács, Heidegger y Adorno, sea la transposición en el plano de la estética de este principio y de esta dinámica. No obstante, en nuestros días, y desde hace aproximadamente una década, esta tradición vacila. El nuevo paradigma que evocaba más arriba —el que apunta a la instauración de un pseudo consenso de pretensión universalista— hace numerosos adeptos, especialmente entre los representantes y los mediadores de la filosofía anglosajona. La idea, que tiende a imponerse como un Zeitgeist pregnante, es que la tradición moderna no puede conservar su razón de ser crítica. En el estadio actual del capitalismo, y en la era del liberalismo democrático, la posmodernidad se ha vuelto una dominante cultural que absorbe y, por lo tanto, desarticula, toda veleidad subversiva del pensamiento crítico. Recientemente, la cuestión del arte, en su forma contemporánea, ha sido el punto de cristalización y el punto de confrontación entre la tradición filosófica «continental» —como se dice, ultra Atlántica— y la filosofía analítica anglosajona, esencialmente norteamericana. La filosofía analítica, y sus variantes, pragmatista, funcionalis-


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ta o institucional, resuelven las interrogantes insolubles con la teoría tradicional del arte concerniente al problema ontológico del arte y de la obra de arte: ¿qué es el arte? Ellos sustituyen tales interrogantes de tipo esencialista, por interrogantes existenciales del tipo: «¿cuándo hay arte?». O bien, «¿cuándo funciona un objeto como obra de arte?». Llamando la atención sobre nuestros usos lingüísticos, o teniendo en cuenta interacciones entre la obra, el artista y el mundo del arte, se iluminan así ciertos aspectos del arte contemporáneo, a menudo mal comprendidos, en ruptura con las formas, los materiales y los procedimientos del pasado. Puede llegarse a mostrar que la creación actual, desconcertante, profundamente marcada por Marcel Duchamp y sus ready made provocadores, no es necesariamente cualquier cosa, o que si lo es, no puede ser sino con la complicidad de la institución, o del público. Pero estas teorías, que obtienen actualmente un éxito considerable en los medios filosóficos europeos, concuerdan perfectamente con la ideología pragmatista norteamericana. Ellas se acomodan difícilmente a una filosofía del arte que no es histórica, cultural e intelectualmente más familiar, una filosofía que conserva la idea de que las obras de arte, y en general todas las creaciones tanto artísticas como intelectuales, encubren un potencial crítico que las hace rebeldes a su integración pura y simple en el sistema actual. He caracterizado la filosofía de origen grecolatino como una filosofía de la separación y del desencantamiento. En arte, esta filosofía, que toma el nombre de estética, permanece marcada por la aventura de la modernidad, por las vanguardias históricas y por las implicancias políticas e ideológicas de estos movimientos. Tal tradición hereda por sí misma concepciones idealistas y románticas que dan por vocación al arte, abrir el acceso al Ser, al Absoluto, a la Verdad. Manifestación sensible de la Idea, actividad metafísica por excelencia, revelación del Ser, índice de verdad, el arte se mantiene a distancia de lo real y este espacio es precisamente el de la autonomía, de la libertad de pensar contra el orden establecido, dicho de otro modo, el de la crítica. La filosofía analítica, en cambio, no es una filosofía de la separación, ni del desencantamiento. El mundo no es, para ella, un inmenso cuadro por descifrar, y el arte, como todo lenguaje por lo demás, no dice nada de este mundo. Arte y lenguaje son sistemas simbólicos que nos permiten «fabricar mundos» —retomo la fórmula de Nelson


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Goodman— pero no conocerlo, sobre todo no representarlo, ni interpretarlo y todavía menos transformarlo. Se trata, en efecto, como dicen hoy día los pensadores de la mundialización y del pensamiento único, de «cambiar el paradigma». Al modelo antiguo de una filosofía interpretativa y crítica declarada obsoleta, se quiere sustituir un modo de pensamiento «adaptado» a las condiciones actuales de la integración cultural. En suma, se propugna paradójicamente la pluralidad cultural y el pluralismo estético como modelos dominantes que deben irresistiblemente imponerse a la totalidad del planeta. En cuanto al estatuto y al papel de la estética y la filosofía en un mundo determinado por la tecnología, es claro que una y otra deben aceptar el desafío del modelo tecnocrático. Las nuevas tecnologías son como la lengua de Esopo: ¿espacio de libertad o instrumento de control? ¿Diversidad cultural o uniformización? ¿Autonomía del individuo o masificación y homogeneización de los comportamientos? Todo depende evidentemente de su uso. «¿Infierno o paraíso?», es así, ya en 1979, y a propósito del computador, que Jean-François Lyotard concluía su obra sobre La condición posmoderna. La única manera de resolver este tipo de alternativa sería, después de que se ha admitido que las nuevas tecnologías influyen sobre nuestros modos de vida, poder responder a las dos interrogaciones siguientes: ¿qué conmocionan exactamente estas herramientas, y con qué fin? Y el problema se vuelve repentinamente mucho más complicado especialmente cuando de él depende el porvenir del arte y de la creación. Contrariamente a una idea preconcebida, las artes tradicionales, pintura, teatro, danza, etcétera, no vacilan mucho en apropiarse de estos instrumentos sofisticados. Ellas los integran en su proceso creativo, desviándolos a veces de su función inicial, con el fin de acrecentar la fuerza expresiva de sus obras. No obstante esta alianza no está exenta de riesgos. Las nuevas tecnologías modelan cada vez más una sociedad donde los intereses económicos, la performance, el consumo y el mercantilismo se acentúan y tienden igualmente a influenciar el arte contemporáneo. ¿La fascinación del arte ante los poderes de la técnica no puede significar acaso también la pérdida de su autonomía, tan reivindicada en el pasado? ¿No se volvería el arte, desde entonces, el cómplice objetivo del desencantamiento y de la deshumanización que engendran algunas de estas tecnologías en el contexto del capitalismo liberal que carac-


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teriza a nuestra sociedad? La urgencia parece ser, hoy día, abordar el asunto de las relaciones entre los individuos y la forma actual del capitalismo bajo el aspecto de la captación de la energía libidinal. Lo que, en nuestros días, debería ser el objeto de una teoría crítica, analítica e interpretativa, es la formidable requisición del deseo y del imaginario del que procede el sistema infernal de producciónconsumo bajo el signo exclusivo de la rentabilidad comercial. Rara vez desde su publicación, los escritos de Herbert Marcuse —particularmente Eros y civilización y El hombre unidimensional y, más generalmente, aquellos de la Escuela de Fráncfort, en particular su vertiente freudomarxista— resonaron antes con tanta fuerza como hoy en día. Esta requisición de la energía libidinal desde ahora investida en objetos y actividades bajo control responden al principio marcusiano de la desublimación represiva. El arte contemporáneo no escapa a este mecanismo. Frente al endurecimiento de la sociedad actual, a la expansión planetaria de las violencias sociales, políticas, ideológicas y económicas, el arte contemporáneo tiende a ya no hacer oposición al sistema de dominación, obligado finalmente a transar con él. Ciertamente se puede continuar viendo en la creación contemporánea la expresión de subjetividades deseantes, y revelar posibilidades de desterritorialización, de múltiples estrategias personales en respuesta a las estrategias dominantes institucionales. Se hablará entonces de efectos de resistencia, incluso de emancipación, de micropraxis atestiguando el deseo de vivir de otro modo. Pero la expansión de la esfera cultural que absorbe todas las formas de arte antiguo, clásico, moderno y posmoderno para hacerlos caer en el consumo y la entretención puede también ser interpretada como un apoderamiento sistemático de lo imaginario y de los afectos individuales y colectivos por el capital. Toma a cargo, es decir control y pilotaje facilitados por las nuevas tecnologías. Este formateo y esta estandarización del arte contemporáneo aparecen claramente en las manifestaciones artísticas internacionales y, evidentemente, en internet. El arte contemporáneo corre el gran riesgo de devenir una suerte de mediador del poder —el del capitalismo «liberal»— con el fin de mantener el equilibrio (o el desequilibrio) social. En una sociedad cada vez más controlada, jerarquizada y desigual, sometida a los únicos intereses de la rentabilidad y de la performance, este arte, bajo el aspecto de su avatar mercantil, devendría, a imitación del


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fútbol —una de las actividades más mediatizadas y más mundialmente consensuales— uno de los instrumentos privilegiados de la manipulación y de la mistificación de masas. Es un hecho que el arte contemporáneo está «fuera de límites», y que no vacila en explorar ámbitos no obstante aún jurídica y éticamente bajo control, como el de las manipulaciones genéticas, por ejemplo. Y se puede mostrar todo en la medida misma en que, en virtud de la coartada artística, la escena de lo virtual adquiere lugar de realidad, deformada, caricaturizada, hipertrofiada pero seleccionada e institucionalizada. El arte contemporáneo tiende a devenir el lugar de las «satisfacciones sustitutivas», como lo dice Marcuse, enteramente integradas al orden establecido, que contribuyen a encadenar al individuo al sistema y a consolidar este último. Cito casi al pie de la letra la definición que el filósofo da de la desublimación (o tolerancia) represiva. Esta tolerancia represiva —me agrada este oximorón— reposa sobre una nueva economía de la líbido que favorece la emergencia de una vida como pseudo obra de arte, una vida pretendidamente hedonista, distractiva —a falta de ser distractora— asociada a la entretención programada y al consumo ostentatorio. Tal es la gran diferencia con el siglo xix y una parte del xx por mucho que la sublimación fuera, en principio, sinónimo de represión instintiva, presión de los tabúes morales, respeto del código y de las normas éticas. Todo lleva así a creer que vivimos hoy bajo el régimen del «triunfo de la estética», como dice Ives Michaud, allí donde la estética y el arte contemporáneo tiende a insertarse y a anclarse en el seno mismo de las actividades comerciales, la moda, el turismo, la gastronomía, etcétera. De ahí el sentimiento de una más grande libertad reivindicada por los individuos que se traduce en la carrera por el dinero, la acumulación de los bienes de consumo, la inmersión total, supuestamente gozosa, en este nuevo país de Cocagne. Simplemente, este confort, él también, al precio (justamente) de que logre hacer olvidar, a saber, el aumento de los sistemas de control y de vigilancia. Otro aspecto de la desublimación represiva merece la atención, el del vínculo, evocado por el autor de Eros y civilización, entre el placer, la líbido, la economía y la tecnología. El arte contemporáneo, visto bajo el ángulo de la expansión de la esfera cultural ligadas a la


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utilización de las nuevas tecnologías de la información y comunicación, reposa en la no represión de las pulsiones que se expresan a nivel del imaginario, dicho de otro modo en la liberación engañosa de las pulsiones. Un psicoanalista hablaría aquí de conciencia perversa disimulada; perversa en el sentido en que las pulsiones, la líbido, son investidas en un objeto (el arte contemporáneo) que se sabe sin peligro para la conservación del sistema en la medida en que lo alimenta y le da su justificación. Así, el arte contemporáneo aparece como el lugar de producción de un valor simbólico, desligado de lo real, que reposa en una jerarquización cada vez más desigual y potencialmente conflictiva en el seno de las relaciones sociales y económicas en lugar de allanarlas. Con la coartada de la democracia, el capitalismo liberal favorece en principio la igualdad de oportunidades. En los hechos, suprime progresivamente las condiciones de acceso a un pensamiento libre, es decir, a un pensamiento no sujeto al modelo que propone e impone. Produce entonces una gama siempre más ancha de individuos más fáciles de someter. Este fenómeno es mundial. El debilitamiento de la cultura humanista, la puesta fuera de circuito progresiva de las ciencias humanas y sociales responden a un proceso de dominación ampliamente favorecido por los avances tecnológicos y la mediación. Una de las contradicciones más grandes que debe enfrentar la reflexión estética actual reside probablemente en el foso considerable entre, por una parte, el discurso cultural dominante y, por otra, la creación contemporánea, la práctica de los artistas y su fin que casi siempre es el de denunciar, de criticar, de alertar, de rebelarse. El desafío para la estética y la filosofía es considerable a la hora en que la industria cultural reubica al arte, y en general la creación intelectual, las que no tienen o ya no tienen funciones, en todo caso no las que le asignaba, no hacía todavía mucho, la modernidad. Podríamos alegrarnos de esta ausencia de función y decirnos que ella acrecienta la disponibilidad de la función creadora, aumenta su capacidad de resistir al principio de instrumentalización. Tomemos el ejemplo del arte: ¿entre las actividades que estamos obligados a efectuar son raras aquellas que —libremente— pueden permitirse mimar, fabular, parasitar, desviar, provocar, infiltrar, ironizar, expresar la revuelta, multiplicar las formas y los procedimientos?


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Pero aquello será hacer prueba de un gran optimismo. La importancia de un próximo debate estético y filosófico sobre la creación actual, antes de que ésta no caiga totalmente bajo el yugo de las potencias económicas que administran la producción de los bienes culturales, podría bien depender de nuestra capacidad de tomar distancia sobre lo que ocurre en el presente con el arte contemporáneo occidental; a medir, al mismo tiempo, el impacto del modelo de desarrollo cultural que exporta Occidente y que impone de manera hegemónica, cueste lo que cueste, a los importadores. En los países que llamamos «emergentes», vale decir dependientes, pies y puños atados, de la solicitud interesada de los países ricos. Las cosas que están en juego resaltan de manera más vital y a veces más dramática que en Estados Unidos o en Europa, precisamente porque aparece claramente que tales cosas en juego, a través de la creación y gracias a ella, desbordan ampliamente la esfera artística. El grito de los artistas resuena allí diferentemente y no sombrea —al menos no todavía— en el océano de la comunicación, a diferencia del arte occidental contemporáneo, atrapado en la masa de lo cultural, del mercado del arte y de la promoción mediática o institucional. Y vistos desde América Latina, y especialmente desde Chile, podría perfectamente confirmarse que la cuestión filosófica, estética y artística es y sigue siendo fundamentalmente política.


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Estéticas del silencio: irrepresentabilidad y sublimidad en la narr ativa de Roberto Bolaño

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El propósito de esta ponencia es vincular el problema de la irrepresentabilidad con los planteamientos en torno a la posmodernidad y con una categorización estética de lo sublime a partir de Kant. Se hará desde aquí una remisión a la literatura latinoamericana, particularmente a la narrativa de Roberto Bolaño. Cualquier cosa que pueda decir respecto del silencio y desde la estética, manifiesta una paradoja: «el silencio no existe, en un sentido literal, como experiencia del público». No, al menos, como silencio absoluto. Las búsquedas radicales evidencian esta realidad. Es conocido el ejemplo de 4’ 33’’, de John Cage, en que el concierto se nutre de los sonidos de la sala donde se presenta un silencioso pianista. Escritural y materialmente, el silencio se manifiesta en el blanco de la página; no hay poesía que no sea un fluir de palabras y silencios, una búsqueda rítmica; por otra parte, existen ensayos que reúnen bajo la rúbrica de estéticas del silencio a escritores sin escritura, «Literaturas del No», como plantea Enrique Vila-Matas en su Bartleby y compañía; o bien, a escritores famosos que renunciaron a la literatura en tanto medio para otros fines, renuncias que acontecieron incluso por la convicción de que para alcanzar esos fines sólo era posible abandonar la escritura. La renuncia puede ser vista 1 Sontag, Susan, «La estética del silencio», en Estilos radicales, Barcelona, Muchnik Editores, 1984, p. 17. 2 Cf. Vila-Matas, Enrique, Bartleby y compañía, Barcelona, Anagrama, 2004. 3 Ibíd., p. 14.

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como la última trasgresión de una seguidilla de violencias y rupturas, que sólo intentaron validar el arte como espacio de auténtica búsqueda espiritual. Procuraré abordar el silencio a partir de arbitrarias experiencias de lectura, que coinciden con la insistente aparición de esta forma de negatividad en el siglo en que el discurso literario se transforma, principalmente, en discurso sobre el lenguaje. Esta ponencia toma la forma, entonces, de un apunte sobre la escritura moderna y contemporánea, particularmente sobre la narrativa de Roberto Bolaño, apoyándome en la idea de que la filosofía es construcción de una experiencia de lo posible en que se expresa «no el pensamiento, sino la potencia de pensar; no la escritura, sino la hoja en blanco». Una tirada de dados nunca abolirá el azar. A fines del siglo xix y comienzos del xx, Stéphane Mallarmé creó una bomba de tiempo que cambiaría la conciencia literaria europea. Procuraba crear un «libro» infinito, proyecto que no llegó a concretar, pero que dio origen entre otros al poema recién aludido y a una serie de cartas y textos en que plantea las características que puede tener ese libro imposible, el cual ha sido comparado con el «libro de arena» y el «aleph» borgeanos. Allí verificamos las aporías del espacio literario, como también la imposibilidad de doblar la realidad, como pretende Mallarmé. La suya es una duplicación ideal que acaba por hacer ostensible la materialidad del poema, constelación de tinta en que las palabras destellan como estrellas negras sobre un fondo blanco, centradas en sí mismas, intransitivas. De este modo se llega a la culminación de un aspecto de la estética romántica que contrapuso la palabra cotidiana, servil, a la palabra glorificada, inútil, autotélica. La poesía moderna, en su afán de absoluto, acaba por negarse, consagrando, como dice Octavio Paz, «la impotencia de la palabra», a la vez que la paradojal soberanía de ella misma, una escritura que, a partir del Adiós proferido por Rimbaud en Una temporada en el infierno y de la inquebrantabilidad del azar mallarmeano, continua4

Agamben, Giorgio, «Bartleby o de la contingencia», en Agamben, Giorgio, Gilles Deleuze y José Luis Pardo, Preferiría no hacerlo. Bartleby el escribiente de Herman Melville, seguido de tres ensayos sobre Bartleby, Valencia, Pre-Textos, 2001, p. 105. 5 Paz, Octavio, «Los signos en rotación», en El arco y la lira, México, Fondo de Cultura Económica, 1972, p. 257 y pp. 273-274.


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mente renace de su propia anulación. En un ensayo escrito en 1970, Agamben se refiere a esta búsqueda como el «sueño del terror»; el fracaso del «perfecto terrorista» radicaría en que la búsqueda del significado absoluto se transforma en la destrucción de todo significado, para dejar sobrevivir solamente signos, formas sin sentido. Es la paradoja del poeta que procura una obra absoluta donde ningún elemento sea dejado al azar; pero, inevitablemente, la obra enmudece: el Libro nunca será publicado. Se inauguran de este modo no sólo las estéticas del silencio, sino también, aparentemente, las del fracaso. Silencio y fracaso. Pero, ¿ese fracaso implicaría sólo a la aventura artística? ¿Dónde, desde dónde sería posible hablar del fracaso? Algunos autores contemporáneos renuncian a plantear significados absolutos, al tiempo que la escritura misma se vuelve indagación de un origen jamás capturado o apenas un movimiento de restauración frente a la muerte. Michel Foucault, por ejemplo, sostiene que la literatura «no es el lenguaje que se identifica consigo mismo hasta el punto de su incandescente manifestación», sino, por el contrario, «el lenguaje alejándose lo más posible de sí mismo»: la literatura sería distancia y dispersión de los signos, más que un retorno sobre ellos mismos, como propiciarían la retórica o la estilística. Qué quiere decir esto: que el sujeto de la literatura «no sería tanto la positividad del lenguaje», su afirmación, sino más bien el vacío que éste engendra. A juicio de Foucault, esta condición es característica de la ficción occidental a partir de los años sesenta. La renuncia a la positividad del lenguaje, la apuesta por la aparente superficialidad de un discurso paradójico y aporético, no constituiría en sí misma un fracaso. El nihilismo se instala en la escritura, pero es que negatividad y escritura se vinculan desde mucho antes: quizás una de las escenas primordiales de esta historia sea el diálogo de Fedro y Sócrates. Permítaseme una alusión que ya se ha hecho común cuando hablamos del silencio de la escritura: en aquel texto, Sócrates asimila el mutismo de la escritura al de la palabra oracular y al mutismo de las figuras pintadas. La escritura manifiesta una ausencia. Dice Blanchot, en La bestia de Lascaux y a propósito de esta cuestión, tan presente en la filosofía contemporánea, que este 6 7

Foucault, Michel, El pensamiento del afuera, Valencia, Pre-Textos, 2004, p. 12. Ibíd., p. 13.


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silencio es «silencio majestuoso, mutismo en sí mismo inhumano y que hace proyectarse en el arte el escalofrío de las fuerzas sagradas, esas fuerzas que, por el horror y el terror, abren al hombre a regiones extrañas». Esas fuerzas aparecen como liberadas de toda subjetividad, al tiempo que constituyen un espacio nuevo, extraño espacio al que de otras formas aluden diversos escritores y ensayistas de la contemporaneidad. A propósito de las propuestas escriturales del propio Blanchot, Foucault plantea que el ser del lenguaje no aparece por sí mismo más que en la desaparición del sujeto. A esta extraña relación se accede mediante una forma de pensamiento que Occidente apenas ha esbozado, un pensamiento «que se mantiene fuera de toda subjetividad» y que hace surgir sus límites como desde el exterior, manteniéndose en el umbral de toda positividad, desplegándose en un vacío, en la distancia que lo constituye «y en la que se esfuman, desde el momento en que es objeto de la mirada, sus certidumbres inmediatas». Este pensamiento es el que llama «pensamiento del afuera». Hacia lo neutro. Pienso que se puede establecer un diálogo entre esta noción del afuera, como aquello que excede los límites de toda representación, manifiesto en la liminaridad del lenguaje, con otra noción enigmática, lo «neutro», que Roland Barthes asedió durante su penúltimo seminario en el Collège de France (1977-78) y que lo acompañó por lo menos desde los textos escritos a fines de los sesenta. Una cuestión parece común a ambas nociones: se trata de espacios huérfanos de toda subjetividad: muerte del autor, muerte del sujeto, presencia misteriosa de un discurso-murmullo que se sostiene como último escombro de la obra en demolición. Barthes procura fijar su experiencia de lo neutro, renunciando a una conceptualización precisa. Ofrece, primeramente, una definición «estructural». Lo neutro, dice, es «aquello que desbarata el paradigma»: «¿Qué es el paradigma? Es la oposición de dos términos virtuales de los cuales actualizo uno al hablar, para producir sentido».10 Es la producción de sentido la que se ve violentada, al Blanchot, Maurice, La bestia de Lascaux, Madrid, Tecnos, 2001, p. 25. Foucault, op. cit., pp. 16-17. 10 Barthes, Roland, Lo neutro. Notas de cursos y seminarios en el Collège de 8 9


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generarse una suerte de suspensión o indeterminación: la fórmula de Bartleby, su escéptica adiaforía, podría ser un buen ejemplo de esta renuncia al sentido. Los discípulos de Barthes deberán recorrer un camino señalizado por lo que él llama «figuras», fragmentos que funcionan como huellas de una presencia/ausencia. «No un diccionario de definiciones, sino de centelleos».11 Barthes no «fabrica» los neutros: los expone12 y para ello utiliza su vasta biblioteca. Se produce una figura que él mismo subraya, la de la palabra-maná, espacio de significación ambiguo, que excede o violenta los límites del pensamiento. A la luz de este «neutro» reformulo mi proposición de lectura: cuando me refiero a las estéticas del silencio quiero designar aquella producción que tiende hacia estos límites, aquellos espacios textuales donde se manifiestan lo neutro o el afuera; de todos modos, algo que no se condice con el mero declinar de la pluma. Pienso que ambos conceptos son reformulaciones de lo sublime, categoría entendida por autores como Lyotard, por ejemplo, como propiamente moderna, producto del descubrimiento de «lo poco de realidad que tiene la realidad»,13 en que se plantea «la inconmensurabilidad de la realidad respecto del concepto»;14 a su modo de ver, el arte moderno se consagra a presentar lo que hay de impresentable, desajuste que se expresaría en la ausencia de forma, en lo informe, y añado: en el silencio. Lo sublime encontraría, desde esta perspectiva, un lugar en la posmodernidad, en aquello «que indaga por presentaciones nuevas, no para gozar de ellas sino para hacer sentir mejor que hay algo que es impresentable».15 Lo sublime tendería a desplegarse en la proyección y producción de aquello que «no puede lograrse o dominarse mediante la representación o el pensamiento conceptual»,16 proponiendo una heterotopía cultural sin límites, jerarquías o centros: una red de inconmensurabilidades expresada por France, 1977-1978, Buenos Aires, Siglo xxi, 2004, p. 51. 11 Ibíd., p. 55. 12 Ibíd., p. 56. 13 Lyotard, Jean-Francois, La posmodernidad (explicada a los niños), Barcelona, Gedisa, 1992, p. 20. 14 Ibíd., p. 22. 15 Ibíd., p. 25. 16 Connor, Steven, Cultura posmoderna, Madrid, Akal, 1996, p. 21.


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una escritura enmudecida, plagada de sugerencias, de discursos que renuncian a los referentes y fundan sus propias islas de silencio. Pero al hablar de lo sublime desde la posmodernidad y en relación con nociones como las de «neutro» o «afuera», es interesante hacer hincapié en que la analítica de lo sublime en Kant encuentra su asiento en el sujeto, centro donde opera un sentimiento de agrado y a la vez de horror. El afuera y lo neutro, en cambio, son formulaciones que plantean su silencio en una relación con lo real y con lo impresentable, que desbordan el marco de toda subjetividad. Silencio e irrepresentabilidad de la experiencia. Se ha dicho que la modernidad piensa al arte como una forma de buscar «los medios para expresar lo inexpresable»,17 criterio que habría de dar un singular prestigio a la poesía. Este era, pues, el triunfo del arte: poder decir aquello que en otros ámbitos permanecía obstinado en su silencio: los tenues matices de la experiencia que el discurso filosófico no podía abarcar. Las nociones de neutro y afuera, por el contrario, parecen subrayar el otro lado de la cuestión: desde su propia inconmensurabilidad conceptual, invitan a leer lo inconmensurable del lenguaje, subrayando la renuncia a expresar y la suspensión del sentido. La posmodernidad se presenta como subrayando el ideario de la modernidad, abrazando por completo la fascinación de lo impresentable. Por otra parte, se verifica un giro en la relación entre lenguaje, experiencia y representación. Según Agamben, uno de los acontecimientos más visibles de la literatura moderna es la introducción de las intensidades de la experiencia, incluso ya desde textos como los Ensayos de Montaigne. La Primera Guerra Mundial, sin embargo, llevaría a autores como Walter Benjamin a formular la idea de una «pobreza de experiencia»18 de la época moderna, que el filósofo sustenta en el retorno enmudecido de los combatientes y la imposibilidad de comunicar el horror (Agamben, Infancia e historia). El solo nombre de «Auschwitz» ilustra este vacío y la problemática que en adelante deberá asumir cualquier propósito artístico que pretenda hacer hablar a esta realidad. Lo irrepresentable se vincula, desde esta perspectiva, con lo abSontag, op. cit., p. 39. Benjamin, Walter, «El narrador», en Iluminaciones iv. Para una crítica de la violencia y otros ensayos, Madrid, Taurus, 1998. 17 18


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yecto. Para Julia Kristeva, la irrepresentabilidad se define por aquello que no pertenece a un lenguaje particular, aquello intolerable, impensable, horrible. Esta abyección linda, por su inefabilidad, con lo sublime romántico y es descrita como una catarsis ambigua: su vaguedad e imprecisión constituyen la contracara de los códigos sociales y culturales establecidos (pienso nuevamente en el paradigma barthesiano), una zona de flujo que amenaza, perturba y fascina. «Arribo, ahora, al centro inefable de mi relato» (Jorge Luis Borges). Resta decir lo más difícil, aquello que ha motivado este encuentro con silencios de todo cuño: desde aquellos que se producen como profundos desgarros y rupturas o bien, como tenues ausencias, hasta aquellos silencios liminares, cercanos a la abyección y al horror. He escogido el intertexto borgeano para rubricar este lento arribo a la escritura bolañeana, porque ese centro inefable al que alude Borges es nada menos que el Aleph, heterotopía, espacio de lo sublime, descubrimiento infernal que se produce en el centro de un relato carnavalesco y abyecto. Y también porque ese Aleph está situado en un sótano de una casa del centro de Buenos Aires, esto es, de este lado del océano Atlántico, en las orillas de América. Pienso que uno de los valores de este simposio radica en el desafío planteado, de no realizar un comentario pasivo acerca de la modernidad estética occidental, sino tratar de reflexionar desde un territorio, reflexión que procuraré esbozar con las limitaciones propias de un apunte como éste.Quien estudie la literatura latinoamericana del siglo xx percibirá claramente las oscilaciones y tensiones que produce la coexistencia de la necesidad de decirse o mostrarse, esto es, generar una literatura con una lengua propia, que sea capaz de nombrar con palabras nuevas un continente que ha sido constituido y dicho por otros, y por otra parte, las necesidades que plantea un ingreso a destiempo en el devenir de Occidente, entre ellos, la adopción de proyectos modernizadores en todos los ámbitos del quehacer humano e, indefectiblemente, el diálogo sostenido con las distintas corrientes vanguardistas que en Occidente generaron una ruptura definitiva en el discurso sobre el arte. A los regionalismos del primer tercio del siglo seguirán las narrativas de corte social, pero también la literatura real-maravillosa o realista-mágica, que pretenderá, a partir de las estructuras del mito y el sueño, proponer al mundo una nueva cosmovisión, la que alcanzará su máxima receptividad después de 1960. Estos proyectos literarios fueron, en su mayoría,


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totalizadores, marcados por una fuerte impronta ideológica, si bien los más notables procuraron también experimentar con el lenguaje y, eventualmente, con sus silencios. Las formas barroquistas y principalmente el neobarroco, apostaron no sólo por el exceso, el derroche erótico del lenguaje, sino también por la forma muda, también barroca, de la elipsis. La globalización, las presencias trasnacionales, el fin de las grandes narrativas, la valoración de las diferencias, la disolución de los límites entre alta cultura y cultura de masas, todos enunciados vinculados al concepto de la posmodernidad, plantean una nueva situación entre los narradores latinoamericanos de los últimos años. Pero yo me pregunto sobre todo respecto al silencio en sus diferentes formas y pienso que esos nuevos narradores, muchos de ellos nómadas, itinerantes, asumen a través de textos pseudo-testimoniales, de desopilantes parodias o de circunspectas novelas históricas, incluso en textos donde confluyen todos estos registros en un espacio múltiple y proteico, narrar la propia e imposible experiencia. Una narrativa que retorna a un aparente realismo pero en que lo real se verifica como trauma, como pérdida; ese trauma, esa pérdida, sólo pueden ser planteadas con cierta distancia, con la delicadeza de lo neutro, con la sublimidad de lo abyecto. Me referiré, brevemente, al autor que me resulta más próximo, Roberto Bolaño. Sus textos —pienso en La literatura nazi en América (1996), Amuleto (1999) o Nocturno de Chile (2000)— presentan historias alternativas a las historias oficiales u oficialistas, y plantean el crimen y el dolor como lo inconmensurable o lo definitivamente «afuera» respecto del pensamiento. No en vano, varias de sus narraciones son presentadas a través de subjetividades anómalas, que las más de las veces se vinculan con el espacio escritural desde su delirio y marginalidad, lo cual se constituye en estrategia para quien elabora una poética de la irrepresentabilidad y la sublimidad: sus textos son el apunte de algo que no puede ser dicho ni escrito con precisión, algo que puede ser apenas susurrado, y que produce horror. Sus personajes son seres precarios, que crecen en un mundo violento y avanzan como calcinados por el desierto; las palabras no pueden dar cuenta de su quemadura y es quizás sobre esta imposibilidad que Bolaño hace su literatura. El silencio domina sus textos en muy distintos niveles. Si pensamos en las búsquedas de la modernidad literaria anteriormente


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mencionadas, aquellas que plantean una búsqueda de autenticidad que implica el propio abandono de la palabra poética, tenemos que Bolaño ofrece la visión de Arturo Belano, en quien la onomástica y una suma de peripecias existenciales nos permiten reconocer no sólo a un alter ego de Bolaño (Belano) sino también del poeta Arthur Rimbaud. Tanto Belano como los otros escritores que figuran en Los detectives salvajes parecen no escribir; sin duda, su actitividad principal no es la escritura, sino el propio periplo existencial, la búsqueda de los detectives, la renuncia de Cesárea Tinajero, en suma, la experiencia que permite a personajes como Hans Reiter, el Benno von Archimboldi de 2666, incursionar en el arte. De este modo, narraciones como Los detectives salvajes parecen darle la razón a Rimbaud y a Jacques Vaché: la literatura probablemente sea una estupidez y una búsqueda existencial auténtica deba hacerse en un ámbito distinto a aquel en que campean figuras como la de Cesárea, personaje que finalmente se presenta hipertrofiado e incluso bufo, o como la de Paz, en tanto poeta oficial. Desde esta perspectiva, Cesárea y Paz parecen dos caras, ambas dudosas, de la búsqueda vanguardista del siglo xx Pero la literatura, para Bolaño, parece ser algo más —y algo peor— que una estupidez: es también una necesaria antesala del infierno. Sus textos plantean la siniestralidad del mal, la precariedad de la experiencia, la marcha de los poetas latinoamericanos de varias generaciones hacia un abismo sin nombre. Extensos segmentos metanarrativos evidencian la dificultad de su experimento, como aquél en que Auxilio Lacouture se aproxima trabajosamente al florero en que el poeta Pedro Garfias ocasionalmente ancla su mirada. Ella intenta descubrir lo que oculta esa «boca del infierno», aproximándose a ella «como si trazara una espiral»; se acerca y se aleja de ella, planteando que allí «hay pesadillas», como las que convoca su novela póstuma, 2666, en que las historias concurrentes no terminan de anudarse: entre los crímenes de la Segunda Guerra Mundial y los crímenes del desierto de Sonora no acaba de tenderse el puente definitivo; un asesino aparente resulta ser sólo la cifra, un signo visible de otros tantos crímenes y asesinos, pues al mismo tiempo niega y afirma. El silencio bolañeano es un silencio que va más allá de las renuncias y peripecias de sus personajes y más allá de una crítica de la modernidad y la vanguardia literarias; leerlo en este solo sentido


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sería reducir la ambigüedad y lucidez de una búsqueda que despliega, como pocas, un testimonio de la abyección contemporánea. Esto se traduce en una delicada construcción de los narradores, destituidos como instancias de inteligibilidad del mundo y erigidos como voces que anuncian líneas de fuga: Auxilio Lacouture, en Amuleto; Sebastián Urrutia Lacroix, en Nocturno de Chile, los 53 narradores que alternan sus voces en Los detectives salvajes. En esta última novela incluso ignoramos quién produce el ensamblaje de todas las narraciones enmarcadas, como ignoramos, a su vez, quiénes son los fantasmales interlocutores de Amadeo Salvatierra, con lo cual se instaura la presencia/ausencia de un narrador astuto que oculta las costuras de su complejo tejido. Esta presencia/ausencia provoca el efecto de lo unheimliche, lo siniestro u ominoso freudiano, la «inquietante extrañeza» de Julia Kristeva y otros psicoanalistas postlacanianos. Cito a Álvaro Bisama, quien reitera el aserto: «Roberto Bolaño es sublime. Roberto Bolaño es siniestro».19 Lo que valía para sus textos anteriores, se refrenda en 2666, novela sobre la muerte y proyectada desde la muerte, que es lo último inefable, aquello que llamamos muerte sólo por salvar un «apuro lingüístico».20 Dos veces se produce en esta novela de mujeres asesinadas la siguiente escena: Di vueltas por la habitación. Me fijé en que había dos espejos. Uno en un extremo y el otro junto a la puerta y que no se reflejaban. Pero si una adoptaba una determinada postura, entonces sí que un espejo aparecía en el azogue del otro. La que no aparecía era yo.21

Conocida es la definición stendhaliana de la novela: «Un espejo que se pasea a lo largo del camino», esto es, un reflejo móvil de la realidad. Los espejos de Bolaño son siniestros ya que ponen en abismo no la realidad del cuerpo femenino vivo que habla, sino un vacío a la vez múltiple, vertiginoso: reflejo vacío de un reflejo vacío. La novela enuncia una serie de crímenes; los cadáveres son descritos con minuciosidad: su ropa, la posición en que aparecieron, el Bisama, Álvaro, «Todos somos monstruos», en Espinosa, Patricia, Territorios en fuga, Santiago de Chile, Frasis, 2003, p. 80. 20 de Man, Paul, «La autobiografía como desfiguración», en Suplementos Anthropos 29 (1991), p. 118. 21 Bolaño, Roberto, 2666, Barcelona, Anagrama, 2004, p. 776. 19


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basural inmundo o el desierto silencioso donde fueron arrojados; estas descripciones son iterativas, como la repetición obsesiva del análisis. Los cuerpos sin vida son lo abyecto por excelencia, «la muerte infestando la vida».22 El cadáver —los narradores de Bolaño parecen saberlo— es aquello que el sujeto rechaza como distinto de sí, aquello que está en otro polo, en otro sueño, un sueño atroz. El propio título de la novela, 2666, al ser leído como intertexto de la novela Amuleto, cuando Auxilio Lacouture describe la colonia Guerrero de noche, remite a esa pesadilla: a esa hora, se parece sobre todas las cosas a un cementerio, pero no a un cementerio de 1968, sino a un cementerio del año 2666, un cementerio olvidado debajo de un párpado muerto o nonato, las acuosidades desapasionadas de un ojo que por querer olvidar algo ya ha terminado por olvidarlo todo.23

En esta visión del mundo urbano, de la Ciudad de México donde en más de un texto de Bolaño corre un viento ominoso que pulveriza las imágenes, la remisión a un tiempo futuro inexplicablemente anidado en un párpado muerto o nonato es la inexplicable remisión a un tiempo fuera del tiempo y ese tiempo, anterior o posterior a la vida, es un tiempo inabordable a través del lenguaje, es todo él silencio, silencio que no puede acogerse a una metáfora, silencio que sólo puede ser anunciado o insinuado. 2666 es una fecha imposible, no podemos verla, sí presentirla, es el afuera en que concurre la ausencia, es el neutro que rompe el paradigma de esto o lo otro, el indecidible tiempo de un cementerio sin historia. Termino y vuelvo a Latinoamérica, continente de silencio en que dolorosos acontecimientos, relatados por una Historia que comienza a reescribirse, sólo permiten la afirmación oblicua de la memoria, la escritura fragmentaria del horror. Puede que un pensamiento latinoamericano, lejos de manifestarse como pensamiento joven del futuro, se exprese precisamente desde los escombros de un siglo muy viejo, desde una pérdida irremisible que ha podido afectar, con distintas intensidades, no sólo la experiencia europea. 22 23

Kristeva, Julia, Poderes de la perversión, Buenos Aires, Siglo xxi, 1988, p. 9. Bolaño, Roberto, Amuleto, Barcelona, Anagrama, 1999, p. 77.


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Auxilio Lacouture, la poetisa uruguaya de Amuleto, testimonia este derrumbe; ella es convocada urgentemente al «parto de la Historia»: «si llegamos tarde usted ya no verá nada, sólo las ruinas y el humo, el paisaje vacío».24 Cuando llegan al quirófano «la visión se empañaba y luego se trizaba y luego caía y se fragmentaba y luego un rayo pulverizaba los fragmentos y luego el viento se llevaba el polvo en medio de la nada o de la Ciudad de México».25 Ese polvo se levanta obsesivamente en la novela, subrayando, silenciosamente, la condición latinoamericana, donde la joven poesía crece, muda, en la intemperie. Referencias Agamben, Giorgio. (2001). Infancia e historia. Buenos Aires: Adriana Hidalgo. —. (2001). «Bartleby o de la contingencia». En Agamben, Giorgio, Gilles Deleuze y José Luis Pardo, Preferiría no hacerlo: Bartleby el escribiente de Herman Melville, seguido de tres ensayos sobre Bartleby. Valencia: Pre-Textos. —. (2005). El hombre sin contenido. Barcelona: Áltera. Barthes, Roland. (2004). Lo neutro. Notas de cursos y seminarios en el Collège de France, 1977-1978. Buenos Aires: Siglo xxi. Benjamin, Walter. (1998). «El narrador». En Iluminaciones iv. Para una crítica de la violencia y otros ensayos. Madrid: Taurus. Bisama, Álvaro. (2003). «Todos somos monstruos». En Espinosa, Patricia, Territorios en fuga (pp. 79-93). Santiago: Frasis. Blanchot, Maurice. (2001). La bestia de Lascaux. Madrid: Tecnos. Bolaño, Roberto. (1999). Amuleto. Barcelona: Anagrama. —. (1998). Los detectives salvajes. Barcelona: Anagrama. —. (2004). 2666. Barcelona: Anagrama. Borges, Jorge Luis. (1999). «El aleph». En Obras completas. Vol. ii. Barcelona: Emecé. Connor, Steven. (1996). Cultura posmoderna. Madrid: Akal. Deleuze, Gilles. (2001). «Bartleby o la fórmula». En Agamben, Giorgio, Gilles Deleuze y José Luis Pardo, Preferiría no hacerlo. Bartleby el escribiente de Herman Melville, seguido de tres ensayos sobre Bartleby. Valencia: Pre-Textos. 24 25

Ibíd., p. 129. Ibíd.


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de Man, Paul. (1991). «La autobiografía como desfiguración». En Suplementos Anthropos 29 (113-118). Foucault, Michel, (2004). El pensamiento del afuera. Valencia: Pre-Textos. Kristeva, Julia, (1998). Poderes de la perversión. Buenos Aires: Siglo xxi. Lyotard, Jean-Francois. (1992). La posmodernidad (explicada a los niños). Barcelona: Gedisa. Paz, Octavio, (1972). «Los signos en rotación». En El arco y la lira. México: Fondo de Cultura Económica. Sontag, Susan, (1984). «La estética del silencio». En Estilos radicales. Barcelona: Muchnik. Vila-Matas, Enrique, (2004). Bartleby y compañía. Barcelona: Anagrama.


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