Hollos: La casa amarilla

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MI DESPEDIDA A LA CASA AMARILLA Obra muy insólita del Dr. Telémaco Pfeflein sobre la liberación de los enfermos mentales Presentado al público por el Dr. István Hollós Ilustrado por David Beauchard Introducido por Eva BRABANT-GERÖ Traducido del húngaro por Judith Dupont Traducido del francés por Jaime Goldchain

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Título original: Búcsúm a Sàrga Hàtzól Budapest Genius, 1927.

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Introducción EL AMIGO DE LOS LOCOS István Hollós se adhirió a la Asociación Psicoanalítica Húngara desde su fundación por Ferenczi en 1913. Esta fecha marca, en efecto, el nacimiento del movimiento psicoanalítico en Hungría, donde a pesar de ese principio tardío, adquiere a continuación una extensión considerable. El año de 1913 constituye además, una verdadera voltereta en la historia del psicoanálisis: en esta fecha, la ruptura entre Freud y Jung se vuelve patente e irreversible. A partir de entonces, todo puede hacer creer que el intento de Freud por hacer penetrar el psicoanálisis en la clínica hospitalaria ha fracasado definitivamente. La relación, siempre delicada, entre psiquiatría y psicoanálisis se parece a la que se establece personalmente entre Freud y Jung –esas dos disciplinas presentan, como los dos hombres, una disposición fundamental a excluirse mutuamente. En 1906 Freud toma la iniciativa de escribir al joven psiquiatra suizo, al que felicita por un artículo que acaba de aparecer. Poco después, expresa su deseo de aportar, por intermedio de Jung, que se volverá a partir de ahí su discípulo, “su verdad” a este “otro mundo” que representa para él el de las autoridades psiquiátricas. A lo largo de toda la duración de su amistad, de 1906 a 1913, confiando en el hecho que, ante un asalto semejante, sus adversarios se doblegarían, Freud espera que, al mismo tiempo, las barreras cayeran entre las dos disciplinas. Ese proyecto lo tiene tanto más interesado cuanto que está ligado a otro: sacar al psicoanálisis –die Sache, “la causa”- del gueto judío y transformarlo en una ciencia sólidamente establecida y universalmente reconocida. Así, le escribe a Jung en 1909: “Avanzamos indudablemente, y usted será el que, como Josué, si yo soy Moisés, tomará posesión de la Tierra prometida de la psiquiatría, que sólo puedo percibir de lejos”1. Jung, ciertamente no sin reticencias, termina por aceptar ese papel de “príncipe heredero” y parece adherirse cada vez más a la “causa”. Los puntos conflictuales una vez puestos cuidadosamente a un lado a un lado, se entabla entre los dos hombres de ciencia una correspondencia calurosa que apunta esencialmente a sus investigaciones respectivas y a los problemas que presentan sus pacientes. Sin embargo, en la lectura de esta correspondencia, no podemos no de ser sorprendidos por una desavenencia fundamental, sensible incluso durante el periodo en que su amistad parece de lo más armoniosa. Detrás de las discusiones estrictamente científicas, vemos perfilarse los diferendos ahogados deprisa. Un ejemplo de esta enemistad larvada nos es dado por la manera en

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S. Freud y C.J. Jung: Correspondencia, T.I. 1906-1913.

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cada uno teoriza la psicosis que le interesa2. Hablando de paranoia, Jung precisa que en su opinión está construida exactamente como la demencia precoz, mientras que, por su lado, Freud declara, “escribo paranoia y no Demencia precoz porque tengo a la primera por un buen tipo clínico, y a la segunda por una mal término nosográfico3 El papel de discípulo no le conviene por largo tiempo a Jung, quien busca su independencia y rechaza cada vez más la influencia de Freud. A fines de 1913, la ruptura entre los dos hombres es definitiva: la separación es dolorosa para los dos en el plano personal; también tiene una influencia determinante en la evolución de sus pensamientos. Freud, por su parte, se aleja cada vez más de la medicina oficial, como lo atestigua su posición a favor del análisis practicado por los no médicos. En cuanto a la conquista del campo psiquiátrico, Freud renuncia a ello después de su ruptura con Jung. Adoptará incluso una actitud francamente hostil con respecto a la psiquiatría. Si, después del suicidio de Tausk, Freud puede escribir a Lou Andreas Salomé: “Confieso que no me hace falta”4, uno puede preguntarse si esta indiferencia no sostenía en parte al hecho que las investigaciones de su discípulo apuntaban a la esquizofrenia. sin embargo al trabajar sin cesar en agrandar el campo del psicoanálisis, Freud tuvo cuidado en dar ciertos límites a sus investigaciones. Se conocía, por ejemplo, su insistencia en subrayar la inutilidad de la cura psicoanalítica para los psicóticos, en razón de su incapacidad de transferir sus afectos sobre la persona que los atiende. El movimiento psicoanalítico húngaro empieza entonces, hemos dicho, el mismo año en que Freud comienza a tomar explícitamente sus distancias con respecto al discurso médico y psiquiátrico. Al comienzo, la historia del movimiento húngaro se caracteriza por un acuerdo total y una fidelidad absoluta a las ideas de Freud. Cuando se da la ruptura con Jung, Ferenczi adopta una posición crítica con respecto a aquél y milita por el ejercicio del análisis por lo no médicos; si él emprende, desde 1918, innovar en el dominio de la técnica psicoanalítica, no hace más que seguir el ejemplo de Freud mismo, al menos al inicio. No obstante, poco a poco, los analistas húngaros, para comenzar por Ferenczi, dieron prueba de cierta audacia al emprender penetrar en los “continentes negros” del pensamiento freudiano. Esta evolución fue favorecida no solamente por la proximidad de Viena y de Budapest, sino también por el recibimiento caluroso hecho al psicoanálisis por el público húngaro cultivado, perteneciente en su mayoría a la burguesía radical, profundamente decepcionada por el giro tomado por los eventos políticos. Además, hay que mencionar el hecho que los analistas húngaros que de principio se sentían investidos de una misión terapéutica, no rehusaban los casos reputados como difíciles. Este abanico de 2

Cf. la obra de F. Roustang. Un funesto destino……………………. En particular, el capítulo consagrado al análisis de la relación entre Freud y Jung: “Cada uno su locura”. 3

S. Freud y C.J. Jung. Correspondencia, op. cit.

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P. Roazen, Mi hermano animal, La historia de Freud y Tausk.

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casos muy grande los condujo así a introducir puntos de vista novedosos. Así, por ejemplo, cuando Ferenczi quiso investigar la etiología de algunas neurosis remontando antes de la relación edípica y demostrar el aspecto traumático inherente a la relación madre/niño (mientras que Freud consideraba la relación madre/hijo como exenta de ambivalencia), recibe una carta crítica de Freud y lo sintió frío y distante consigo cuando se lo encontró. Antipsiquiatra avant la lettre Hollós, quien por su parte, había percibido las contradicciones que oponen al psicoanálisis y la psiquiatría, y las había experimentado volviéndose antipsiquiatra anticipadamente, no encontró nunca en Freud el apoyo y la comprensión que había esperado. ¿Qué sabemos de ese pionero del psicoanálisis húngaro? Nacido en 1872 de una familia judía de modesta condición, lleva en su nacimiento un nombre que no es aún “magyarizado”: Heszlein. Hay una hermana, que será también psicoanalista. Desde su infancia siente, como sus escritos lo testimonian, una vocación médica. El primero de su familia en hacer estudios superiores, estudia la medicina en Facultad de Budapest. Ejerce como psiquiatra en diversos establecimientos de provincia antes de ser nombrado médico jefe del hospital psiquiátrico más importante del país, en Lipómezö, cerca de la capital. Se hace conocer por Ferenczi en 1905. Los dos jóvenes, que tienen casi la misma edad, establecen rápidamente excelentes relaciones. Desde el inicio, Ferenczi toma un papel de guía y de teórico, mientras que Hollós acepta con gusto el de discípulo y de clínico por excelencia. Uno puede preguntarse si su origen social no contribuyó a determinar esta orientación. Hijo de un editor-librero, que se había rodeado de artistas, Ferenczi no solamente tenía una gran facilidad social, sino también un acceso más fácil al mundo intelectual. El padre de Hollós, por el contrario, era artesano sastre. Además de las dificultades pecuniarias, Hollós se encontraba confrontado a la dificultad de manejar los conceptos abstractos, la necesidad de adquirir un nuevo lenguaje con relación al de su infancia, compartiendo así la suerte de todos aquellos que vienen de un medio popular y se esfuerzan por integrarse a la clase media. La tesis que Hollós no cesó de sostener –subrayando cuanto el loco y el hombre llamado normal están cercanos uno del otro- es tal vez también un recuerdo de sus propios orígenes. Entonces no es sorprendente que Hollós haya sido conducido al psicoanálisis por Ferenczi. Si fue a ver a Freud varias veces, sin embargo hizo su análisis personal con Federn, uno de los primeros discípulos de Freud en interesarse en la psicosis –lo que ciertamente no es indiferente por lo que concierne a la orientación futura de Hollós. No tenemos ningún dato en cuanto a la duración de su análisis, pero no obstante podemos referirnos a lo que sabemos por otro lado de la duración media del análisis de los pioneros: sintiendo a la vez la necesidad de formarse y la de continuar la obra de Freud, los primeros 5


psicoanalistas no tenían mucho tiempo para consagrarlo a su análisis personal. Jones nos recuerda que el análisis de Ferenczi con Freud duró dos veces tres semanas. En esa época, la formación de los discípulos se hacía durante paseos, después de que Freud había terminado su larga jornada de trabajo con sus enfermos. Sabemos, además, que Ferenczi es precisamente el primero en insistir sobre la necesidad para los psicoanalistas de un análisis personal. Una de las características del movimiento psicoanalítico húngaro es su apertura a los problemas de orden social. Desde 1914, Hollós señala la cuestión de la responsabilidad de la sociedad en la etiología de las psicosis. En un artículo que publica en la revista literaria de vanguardia Nyugat (Occidente), Hollós presenta las producciones poéticas de uno de sus enfermos esforzándose en mostrar la fuente de la inspiración poética5 Ese paciente, que nunca había hecho estudios, había debutado en la vida como aprendiz en un taller donde era especialmente maltratado; no solamente mantenía la ambición de escapar a su condición, sino que había resuelto volverse famoso. Para realizar sus ambiciones, comenzó por frecuentar los bailes populares, en los que se distinguió como el mejor bailarín –Hollós nota aquí que él ve aquí ya la manifestación de una atracción por las actividades rítmicas. El paciente entonces decidió lanzarse como profesor de baile. Emprendió una gira en las pequeñas ciudades donde alquilaba una sala, hacía publicidad, luego esperaba que los discípulos se presenten. Cuando su empresa se comprobó un fracaso total, concluyó que no estaba suficientemente bien formado y tomó la decisión de perfeccionarse en Inglaterra, junto a un profesor cuya reputación le había llegado a él. Su falta de dinero lo obligó a emprender el viaje a pie; pero no llegó más lejos que a Francia, donde fue involucrado en un hurto y encarcelado durante algunos meses. Expulsado a Hungría, se encontró, después de varios meses de vagabundeo, internado en el hospital psiquiátrico donde trabajaba Hollós. Declaró un día que tenía ganas de hacer poesía y que, si no se detenía, podría fabricar versos sin interrumpir. Hollós lo animó y asistió así a la creación de toda una serie de poemas de una fuerza asombrosa. Las palabras pronunciadas con lentitud se encontraban agrupadas como al azar, pero a medida que él las desplegaba, venían a formar un todo que no estaba desprovisto de sentido. Hollós subraya que el paciente poseía un don indudable para la poesía, con esta particularidad que no se trataba de un poeta probado que había caído enfermo, sino de un hombre vuelto poeta a consecuencia de una enfermedad mental. Lo que caracteriza, para Hollós, al poeta, es su capacidad extraordinaria de permanecer en contacto estrecho y continuo con el inconsciente, donde reside, según él, la fuente de la poesía. Así, su enfermo se había vuelto poeta porque la psicosis había abierto en él los diques del inconsciente. Ese paralelo que Hollós establece es notable: el nacimiento de la música y del arte contemporáneo, las primeras investigaciones científicas así como los inicios del psicoanálisis no se sitúan por azar a la vuelta de ese siglo. Es la época 5

I. Hollos. “A propos d´un malade qui récitait de la poésie”, Nyugat, Vol. VIII. Nº5, mars 1914. Pp. 333-340.

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en que, por una parte, el pensamiento occidental, al haber perdido la seguridad de su superioridad sobre los otros, comienza a ser puesto en cuestión y, por otra parte, las formas artísticas, consideradas hasta entonces como inquebrantables, comienzan a desfondarse y a renovarse. Ahora bien, cuando Hollós se esfuerza en comprender el lenguaje del psicótico, cuando él publica los poemas de su paciente no como creaciones sintomáticas sino como creaciones literarias, incitando a sus lectores cultivados y “normales” a hacer lo necesario para captar esos poemas, expresa ya a propósito del loco el punto de vista que lo motivará más tarde para escribir la Casa Amarilla. Al establecer ese paralelo entre lenguaje del psicótico y las formas nuevas de la música, Hollós indica al mismo tiempo que él está perfectamente consciente de participar en una corriente colectiva, en una verdadera renovación cultural donde las ideas inspiradas por el psicoanálisis se integran tan bien como el desvanecimiento de las fronteras entre los dominios de los subjetivo y de lo objetivo en el arte. El psicoanálisis, que inspira las ideas de la marcha de Hollós, está marcado por una doble herencia. Surgido a la vez del romanticismo y del racionalismo, resiste ferozmente a todo intento de clasificación, desbordándose ya sea de un lado ya sea del otro. Clasificado por el lado de las ciencias, se verá acusado de ser muy vago, muy intuitivo, muy subjetivo; clasificado del lado de las artes, se hará acusar de ser muy rígido, muy reductivo. Freud, por razones muy comprensibles, insistía sobre todo sobre los aspectos científicos de su obra. Hollós, como prácticamente toda la escuela húngara, era mucho más sensible a sus aspectos románticos. Cuando Ferenczi rebasa los límites de la estricta neutralidad, cuando Hollós se sirve del psicoanálisis para atender a los psicóticos, recuerdan de alguna manera a un Byron, a un Petöfi, quienes, empujados por su romanticismo, fueron incapaces de acantonarse en su posición de escritores. La manera en la que Hollós aseguró sus responsabilidades de director de asilo no nos es conocida más que por algunas anécdotas, que merecen ser citadas porque dejan aparecer su humanismo y su extraordinaria capacidad para resolver las contradicciones entre su función y sus convicciones. Recientemente internado, cierto Sr. C* rehusa alimentarse, declarando que es un Judío de estricta obediencia y que a él le está estrictamente prohibido comer en el asilo donde no le sirven los platos según las reglas de la kashrut. La Sra. Hollós le prepara sus comidas aparte, tomando mucho cuidado de respetar las reglas kosher. También, cual es su asombro cuando un sábado ella encuentra a su protegido, con un buen cigarro en la boca. Cuando ella le hace observar que las reglas de la ortodoxia no sólo apuntan sobre la alimentación sino que prohiben igualmente fumar el día de shabat, el enfermo le replica: “Wozu bin ich ein Meschügge? –es decir : “¿De qué sirve entonces ser loco?” Poco después, los enfermeros vienen a buscar a Hollós porque ese mismo enfermo se apoderó de un cuchillo en la cocina a donde él tenía acceso, y amenaza a otros enfermos en el jardín. Una simple observación de Hollós fue suficiente para resolver el drama que se preparaba: le pidió calmadamente al Sr. C*: “Aber Herr C*, sind Sie meschügge?” (“Señor C*, ¿entonces usted está loco?). 7


Un colega de Hollós relata la llegada de una muchacha al asilo. Llevada de urgencia, en una camilla, la joven, tan pronto desatada, se sube a un banco y se tira, con la cabeza primero, al suelo enlosado. El médico de guardia prepara ya la inyección de calmante, cuando Hollós llega y le pide esperar. Entonces conduce a la nueva huésped al cuarto de los agitados y se instala cerca de ella. Habla largamente a la muchacha, que guarda silencio. Pero poco a poco, ella se calma y se deja cuidar. La inyección no será necesaria6. En 1925, Hollós es obligado a abandonar sus funciones de director de asilo, en razón de sus orígenes judíos. El régimen de Horthy, en el poder desde hace seis años, decide que un Judío ya no debe ocupar un puesto tan importante. La subida del antisemitismo va a la par de la propaganda patriotera que sirve de apoyo ideológico al régimen; por algunos años todavía, se tratará de un antisemitismo del tipo tradicional, fundado en argumentos que poseen su lógica particular: los judíos son los responsables de dos revoluciones, así como de la pérdida de los territorios húngaros en 1918, siendo, al mismo tiempo, capitalistas dominadores. La primera ley numerus clausus es decretada, con el fin de cortarles el paso al acceso a la Universidad, pero en esta época los judíos no son todavía afectados en su vida privada, una vez terminado el periodo conocido bajo el nombre de Terror blanco. La carta de Freud a Hollós Hollós va a consagrarse a partir de ese momento a su práctica psicoanalítica y a sus actividades en el seno de la Asociación Psicoanalítica Húngara. Se convierte entonces en un didacta de excelente reputación; un buen número de analistas húngaros es formado por él. Edit Gyömrói relata el siguiente episodio: mientras que uno de sus pacientes, el poeta Attila Jozsef7 en plena agitación y armado de un cuchillo, la amenazaba, ella había llegado a guardar toda su calma recordándose las palabras de Hollós: “Nunca hay que dejar ver al enfermo que tenemos miedo, porque al percibir nuestro miedo, puede tener miedo él mismo y perder todo control”. Después de su despido, en 1927, Hollós publica la Casa Amarilla. Ese pequeño libro lírico y valiente expresa las interrogaciones suscitadas por su práctica de médico-jefe de un servicio psiquiátrico. Muchos problemas expuestos en esta obra nos conciernen aún hoy en día. En los escritos psiquiátricos de la época, no se encuentra nada parecido a la manera totalmente personal con la que Hollós aborda las cuestiones: “Desde que comencé a comprender el lenguaje de los enfermos, poco a poco me fui dando cuenta que el asilo y sus huéspedes no son lo que se querría hacer creer a la opinión pública (…) El secreto de lo que el enfermo y el sano de espíritu tienen en común comenzaba a develarse para mí”. 6

I. Hardi, Psychologie à l´usage des médicins, Budapest. Medicina, 1980.

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Cf. E. Brabant, “Le coupable innocent: le poète Attila József et ses psychanalyses. Histoire d´une réaction thérapeutique négative”. In le Coq-Héron, nº 84, 1982.

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Veremos que Hollós no se contenta con ese comienzo valeroso, sino que va hasta el extremo de sus convicciones tomando la defensa del enfermo mental frente a la injusticia del internamiento y del aislamiento, y subrayando el problema de su reinserción llega a la conclusión que un enfermo que sale del hospital psiquiátrico y busca reinsertarse socialmente, no puede contentarse con el estado medio de salud mental de un individuo que nunca ha sido internado, sino que debe dar pruebas de un estado de “súper salud”. Algunas observaciones de Hollós muestran que tenía perfecta conciencia de los aspectos sociales de la locura. Nota, por ejemplo, que la imbecilidad de un sujeto puede pasar desapercibida si este posee una buena situación y de medios financieros que le permiten disimular su deficiencia; en otra parte, observa que “el problema de la enfermedad mental (siendo) como un hilo en la madeja de los problemas sociales en general, sólo a partir de ese hilo que se podrá deshacer el conjunto”. Él ve en el “pobre loco” un mártir inconsciente e involuntario que sólo protesta contra las exigencias de la civilización. A primera vista, se tiene la impresión que, para Hollós, las “exigencias de la civilización” son las responsables de la enfermedad mental. Entonces se tienen ganas de protestar contra esta versión del “buen salvaje”. Pero se percibe muy pronto que Hollós es más matizado que eso. Es verdad que él incrimina sobre todo la “nocividad de la represión sexual”. Pero igualmente acusa a la hipocresía de los educadores, que logran que el ideal del yo del niño sea completamente torcido y su comportamiento y su pensamiento sean orientados por una especie de “heliotropía negativa”. Hollós establece una cierta analogía entre el problema de la locura y el de la guerra. En los dos casos, se considera como inocente, tomando al “otro” por responsable de los eventos: son precisamente esas actitudes hipócritas comúnmente difundidas con respecto a esos problemas cruciales que perpetúan su existencia. Un gran número de cuestiones que se plantea Hollós apuntan sobre el papel del médico en el asilo psiquiátrico. Al igual que Freud, él considera que la elección de la profesión médica es la mayor parte del tiempo motivado por el miedo de la enfermedad. En la obra poético científica de Hollós, una imagen ilustra bien todo el drama de esta generación de psicoanalistas: una noche, meditando en el jardín bajo el cielo estrellado, Hollós prueba el sentimiento de estar solo a velar sobre el mundo. Para él, ser psicoanalista significa mantener los ojos abiertos sobre los problemas que todo el mundo prefiere ignorar –uno puede preguntarse si una carga semejante no rebasa las fuerzas de un solo hombre. En su libro, Hollós afronta con audacia los prejuicios de la sociedad con respecto a la locura. Sin embargo fue sorprendente que el inventor del psicoanálisis le confesó que él se mantenía extraño a su gestión. Después de haber enviado a Freud un ejemplar de La Casa Amarilla (aparecido en alemán en 1928), he aquí la respuesta que recibió: Viena, octubre de 1928 9


Querido Doctor: Al haber pensado que omití agradecerle por su último libro, espero que no sea muy tarde para reparar esta omisión. Esta no proviene de una falta de interés por el contenido, o por el autor del cual aprendí, por lo demás, a estimar la filantropía. La omisión más bien es consecutiva a reflexiones inconclusas, que me han preocupado durante largo tiempo aún después de haber terminado la lectura del libro, lectura de carácter esencialmente subjetivo. Apreciando infinitamente su caluroso tono, su comprensión y su modo de abordaje, sin embargo me encontraba en una especie de oposición que no era fácil de comprender. Finalmente debí confesarme que la razón de ello era que a mi no me gustan esos enfermos; en efecto, me montan en cólera, me irrita sentirlos tan lejos de mí y de todo lo que es humano. Una intolerancia sorprendente, que hace de mí más bien un mal psiquiatra. Con el tiempo, dejo de considerarme un sujeto interesante para analizar, dándome cuenta que no es un argumento analíticamente válido. No obstante es por eso que no he podido ir más lejos en la explicación de ese movimiento de detención. ¿Me comprende Ud. mejor? ¿No estaré yo conduciéndome como los médicos de otra época respecto de las histéricas? Mi actitud ¿sería la consecuencia de una toma de posición cada vez más clara en el sentido de la primacía del intelecto, la expresión de mi hostilidad frente a eso? ¿O si no qué? Reciba, fuera de tiempo, mis excusas, mis agradecimientos y todos mis saludos, Suyo Freud. En esta carta, Freud indica con su franqueza habitual su posición y sus límites. Son probablemente los mismos límites que le han permitido no solamente edificar su obra, sino también preservar su equilibrio personal. Esta carta muestra también que no facilitó la tarea a aquellos que eligieron aventurarse ahí donde él mismo había renunciado a arriesgarse. Los amigos de Hollós guardaron de él el recuerdo de alguien que sabía encontrar el placer en la vida cotidiana. Tenía con su mujer una relación profunda y alegre; el humor nunca estaba ausente en sus intercambios. La Sra. Hollós, analizada por Ferenczi, era, ciertamente capaz de compartir las preocupaciones de su marido. La pareja frecuentemente pasaba sus domingos cerca del lago Balaton, en una pequeña casa que ellos habían podido comprar. En la tarde, se podía ver a los Hollós pasear en las colinas de Buda, canturreando aires populares húngaros. En 1933, su vida comienza a ensombrecerse. La muerte de Ferenczi marca profundamente a Hollós, que le rinde homenaje en un bello artículo, publicado en la revista médica Gyógyàzat (Curar). Hollós es entonces elegido presidente de la Asociación Psicoanalítica Húngara, función que guardará hasta la interdicción de la Asociación en 1944. 10


«Signos del cielo» Cuando estalla la Segunda Guerra Mundial, Hungría es aliada del 3er Reich. Con el psicoanálisis puesto al margen, los psicoanalistas se encuentran en una situación cada vez más difícil. Muy pronto se les impone la presencia de un policía en los seminarios y en las reuniones. Muchos analistas eligen emigrar. Hollós sin duda se estima muy viejo para emprender una aventura semejante. Los judíos sufren los efectos de toda una serie de leyes, que apuntan de comienzo a restringirles sus actividades, luego incluso a determinar su lugar de residencia. En marzo de 1944, Hungría es invadida por las tropas de su aliado. Desde ese momento, la situación de los Judíos se agrava otra vez. Las deportaciones masivas comienzan, algunas calles de la capital son rodeadas de muros, un gueto es creado. En octubre de 1944, el gobernador Horthy hace un intento desesperado por romper la alianza con Alemania. Fracasa y son las tropas húngaras nacional socialistas de Szàlasy, las “Cruces flechadas”, quienes toman el poder. Las redadas se multiplican, los comandos recientemente constituidos detienen a los Judíos, ya sea para enviarlos a deportación, o ya sea para conducirlos al gueto. El camino del gueto es de los más precarios: ciertos grupos nunca llegarán ahí porque al llegar a la rivera del Danubio, los Cruces flechadas encuentran más bien práctico y más fiel al espíritu del nacional socialismo enviar a los Judíos sin más maneras al fondo del agua. Eso se aplica en primer lugar a los viejos y a los niños. Hollós tiene setenta y tres años cuando se encuentra con su mujer en un convoy semejante. Poseemos el relato que él hace de esos acontecimientos porque, salvado por milagro, hizo una descripción a Paul Federn, después de la guerra. Esta carta merece ser citada aquí8: Carta de un sobreviviente István Hollós a Paul Federn, el 17 de febrero de 1946 … Mi mujer y yo, no teníamos ninguna oportunidad de escapar a la muerte. Todos los habitantes de la casa protegida por los suecos9 -cerca de doscientas personas, hombres, mujeres, niños, viejos- fueron transportados al sitio de las Cruces-flechadas. Una noche de diciembre, nos llevaron hacia el Danubio, con los pies descalzos, apenas vestidos. Mientras que nos 8

Psyché, vol. XXVIII, cahier 3, marzo 1974, pp. 266-268. Ernst Federn (Viena) nos hace llegar este extracto de una carta dirigida a Paul federn por el psicoanalista húngaro I. Hollós, uno de los pioneros de la exploración psicoanalítica de las psicosis. En esta carta, Hollós relata como él y su esposa fueron salvados por un pelo del asesinato, mientras que estaban prácticamente condenados a ser fusilados por los fascistas húngaros (Cruces flecahas). (Nota de Psyché). 9

La embajada sueca de Budapest había liberado pasaportes a Judíos suecos con la esperanza de ayudarlos así a los EEUU fradulentamente.

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hacían esperar nuestro turno, durante largas horas, alrededor de sesenta entre nosotros fueron fusilados en una calle lateral. Luego se produjo un milagro. Todos esos acontecimientos permanecen confusos en mi mente, a pesar de todos mis intentos para aclararlos. Me queda una especie de imagen onírica: una noche de invierno glacial y brumosa, unos estruendos venían convulsivamente a romper el silencio; los fuegos de los proyectores que, en el espacio de un segundo, aclaran ese inefable rebaño de hombres semi desnudos, inmóviles en la luz espectral. Mi único recuerdo preciso: había que seguir a aquellos que estaban precediéndonos en la muerte, luego detenernos en la esquina de la calle. A nuestra derecha, el Danubio, a nuestra izquierda, la ciudad. Un coche surge entonces de la niebla. Hicimos el alto. El comandante discutió con los ocupantes del coche. Eso duró alrededor de cinco minutos. Estábamos muy lejos para escuchar lo que se decía. Pero se trataba de la avenida Andràssy. Y he aquí que seguimos al comandante, hacia la izquierda, de tres en tres, hacia la ciudad, hacia la vida. Esta columna de unos ciento cincuenta personas serpenteaba por las calles, soplando ruidosamente como una bestia gigantesca. Habíamos rozado la muerte. Nos recondujeron a la bodega10, y a la mañana siguiente llegamos al gueto. … Nunca olvidaré esta noche de miedo, en las riberas del Danubio, frente a la muerte. Noche que me marcó para siempre. Hoy día todavía, me duele comprender como, a pesar de todos los signos y de todos los preparativos, ninguno de nosotros quiso darse cuenta de lo que nos esperaba. Sin embargo era claro: nos iban a fusilar. Y a pesar de todos los indicios, no tomé conciencia de lo que iba a ocurrirnos. Mi yo debió sufrir una profunda transmutación, borrando el peso del peligro inminente. Así, uno de nuestros compañeros de miseria, que acababa de perder a su mujer, estalló en sollozos y salió de las filas titubeando. Cuando su hijo quiso sostenerlo, los dos hombres fueron fusilados bajo nuestros ojos. Todo eso casi no me impresionó, viví los acontecimientos como algo del todo banal. Hoy día, esta ausencia de reacción es para mi un enigma. Por el hecho de esta transformación de nuestro yo, nuestra facultad de discernimiento estaba falseada al punto que nos era imposible de no tener confianza a nuestros verdugos. Porque ellos nos habían hecho creer que nos conducían al gueto. Esta metamorfosis del yo no era más que una defensa, para permitirnos rechazar lo insostenible, una defensa semejante no tiene nada de una escotomización. (Me gustaría mucho un día definir ese fenómeno). Tengo que señalar que uno está consciente de la situación de peligro. De ello atestigua lo que sigue. En ese momento, fui dolorosamente consciente que me era necesario abandonar a mi hijo, mi hermana, mis amigos. Eso no duró más 10

Se trata de la bodega del cuartel de policía de la avenida Andràssy, donde los prisioneros políticos estaban detenidos.

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que un segundo, pero este segundo era la eternidad. En esta caída repentina de mi yo, golpeado por el estupor y lúcido a la vez, hice un rápido pero profundo balance de mi vida y, sin saber como, me sentí invadido por una inmensa paz. Veo con precisión el letrero de una tintorería del cual no quitaba los ojos, releyendo sin cesar la inscripción, tarareando una cantinela. Al mismo tiempo, me sentía como envuelto de esta paz beneficiosa, que se intensificaba a cada minuto: había hecho el punto, haría de buen grado mi último viaje sobre esta tierra. Esperé serenamente la continuación de los eventos. Un solo deseo me habitaba todavía en esta ausencia general de deseos: comunicar sin tardar mi gran descubrimiento a mi mujer. Esta sensación, ¡ella debía conocerla también! En nuestra columna, el grupo de hombres precedía al de las mujeres. En varias ocasiones, yo ya había intentado percibir a mi esposa que se encontraba bastante lejos detrás de mí y que, naturalmente, intentaba como ella podía volverse a reunir conmigo. Ella llegó justo en el momento en que yo experimentaba este único deseo. La tomé en mis brazos, la miré a los ojos y le dije lentamente: “he vivido setenta y tres años, tú has vivido cincuenta y seis, la vida habrá sido bella”. Ella levantó sobre mí sus ojos tranquilos y respondió sonriendo: “Sí, por supuesto, pero el agua está muy fría”. La reconocí ahí, riendo en el fondo de mí. Acababa de tranqulizarme. Hoy día, no puedo imaginar esa calma, aún menos explicármela. Sin duda estábamos en un estado en que uno recibe los signos del cielo… Durante los últimos años de su vida, Ferenczi se había preocupado de esta sensación de “omnisciencia fuera del tiempo y del espacio”, experimentada por un sujeto que reconocía, después de un duro combate, el carácter ineluctable de su fin. Ferenczi se sorprende que no solamente el hombre pueda renunciar voluntariamente a la vida, sino que la idea de su propia destrucción le “procura placer”. Emite la hipótesis que el hecho de acelerar voluntariamente su propia pérdida aporte un apaciguamiento a la angustia. Ferenczi evoca la imagen del pequeño pájaro perseguido por el águila quien, en un momento dado, renuncia a toda resistencia y, para terminar, se precipita en las garras de su enemigo. finalmente enfrenta una situación en que el abandono de sí es seguido de una especie de alucinación compensatoria donde participa una especie de “delirio de felicidad” tanto como una “fantástica identificación con el agresor”11 Hollós, en cuanto a él, habla en su carta de una “caída repentina del yo” y del sentimiento de paz inmensa que le invadía a continuación. ¿Se trataba de una “alucinación compensatoria” o de un “estado en que se reciben signos del cielo”? ¿Hablaban los dos de una misma cosa en dos lenguajes diferentes? Si las teorías de Ferenczi son conmovedoras porque fueron elaboradas mientras él estaba aquejado por la enfermedad que debía vencer y que a través de ellas se transparentaba su deseo de permanecer lúcido hasta el fin, estamos de otra manera tocados por el testimonio de Hollós. Estamos golpeados de inicio por la 11

S. FERENCZI, Psychanalyse IV, paris, Payot, 1982. P.285.

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ausencia de términos analíticos en su relato (fuera las nociones de metamorfosis del yo y de defensa, muy útiles para la demostración) y por la ausencia de toda actitud sabia, como si el autor se había despojado de toda piel protectora, analítica u otra, frente a los acontecimientos que había vivido. Y es justamente así como él llega a hacernos compartir su experiencia dolorosa ante la muerte. Precisemos que el milagro que salvó a Hollós y a su mujer se llamaba Raoul Wallemberg. Ese diplomático sueco no escatimaba sus esfuerzos para salvar a todos aquellos que pudiera, en tanto que duraran las persecuciones de Judíos en Hungría. Es él quien, esa noche, persuadió al comandante de las Cruces-flechadas –mediante dinero, por supuesto- de conducir a la cohorte de Judíos al gueto en lugar que al fondo del Danubio. Señalemos que más tarde, según informaciones circulantes en Hungría de boca en boca, Wallenberg tuvo como destino el desaparecer, no en una prisión de Hitler, sino en el Goulag de Stalin. En cuanto a Hollós, se encontró, entonces, al final de la guerra, entre los sobrevivientes. Sigue un breve periodo de esperanza. La Asociación Psicoanalítica es reconstituida, funcionará tres años. Hollós reencuentra a sus pacientes, sus colegas, sus amigos; entre dos sesiones, hace algunas breves apariciones en el salón, participa en las conversaciones. Visitantes de todas opiniones discuten frecuentemente de política. Hecho excepcional de la época, la conversación nunca se vuelve un diálogo de sordos, sino que permanece en un intercambio verdadero porque, en presencia de Hollós, es imposible recurrir a las fórmulas muy hechas. Con una gran lucidez, escucha pacientemente exponer las ideas todavía impregnadas de la esperanza de una sociedad sin clases y sin problemas, y se contenta con repetir que es necesario siempre desconfiar un poco de las teorías porque los hombres no pueden adaptarse a las teorías: son las teorías las que tienen que adaptarse a los hombres. Regreso a la Casa Amarilla En 1948, año del “viraje”, el periodo de las libertades democráticas toma fin en Hungría y la Asociación Psicoanalítica es prohibida. La práctica del psicoanálisis se vuelve semi clandestina. Hollós, que había puesto toda su existencia al servicio del movimiento psicoanalítico no podía dejar de sentirse personalmente afectado. Son sus relaciones profundas con sus amigos y su mujer que le proveen un apoyo sólido, gracias al cual permanece aferrado a la vida. En esta época, se cuenta, dibujaba bocetos de retratos que él llamaba sus “ancestros”, y a los cuales inventaba una biografía. A partir de uno de esos dibujos, escribió toda una obra: El Cochero desconocido. Se trata de hilos dorados que se tejen entre la gente y que brillan encima de los caminos durante la noche12. En 1952, Hollós pierde a su mujer: el eslabón más sólido de su vida se rompió. La Asociación disuelta, sus ideas son declaradas socialmente subversivas 12

La obra nunca fue editada: Istvàn HARDI menciona en sus recuerdos sobre Hollós. Sin embargo, la Coq-Héron tiene una copia de ese texto inédito, que el hijo de I. Hollós quiso confierle.

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y él se encuentra a partir de ese momento sólo y sin hogar. ¿Hace falta sorprenderse de ver desarrollar ideas de persecución? Conociendo su situación, podemos preguntarnos si su delirio no estaba muy cerca de la realidad. Recordemos que él había escrito en 1914 que un hombre solo no puede luchar indefinidamente contra las fuerzas abrumadoras del mundo exterior. Hollós tenía conciencia de lo que le ocurría: decía a sus amigos que él era capaz de “controlar” sus ideas, pero que ese control a veces acababa con sus fuerzas. Durante un periodo de internamiento en el asilo de Angyaföld, participa en las discusiones de los médicos y no cesa de consagrase a otros enfermos. En 1955, su estado mental se mejora, es transferido a Lipómezö -–“a Casa Amarilla”- donde le acondicionan un cuarto particular. Pero si él emerge de su estado psicótico, es para darse cuenta de que sus problemas siguen enteros. Hollós muere en 1957, a los ochenta y cinco años, a consecuencia de una neumonía. Hemos señalado el hecho que, en el psicoanálisis, se encuentra tanto la influencia del romanticismo como del racionalismo; en el seno de la Escuela de Budapest, se observa simultáneamente las dos tendencias. Imre Hermann, quien se consagra a la investigación sobre los procesos de pensamiento, se sitúa más bien del costado racionalista. Debido a sus actividades y por su obra, Istvàn Hollós, el antipsiquiatra, representa la tendencia romántica, por la cual la teoría debe someterse a la práctica. Hollós estaba firmemente convencido que la teoría no debía ser más que una herramienta para comprender mejor a los hombres, y no para intentar reducirlos. Romántico, pero guardando sólidas ligas con la realidad, Hollós tiene la costumbre de decir que si no se sabe amarse a sí mismo, casi no se puede llegar a amar al prójimo. Mientras que un psicoanalista de tendencia racionalista considera al inconsciente como un concepto negativamente cargado, Hollós prefiere poner el acento sobre la riqueza y la fuerza del inconsciente. Es la razón por la cual él no cesa de maravillarse de las diferentes producciones del psiquismo humano. Una de las paradojas que nos propone su pensamiento original: es el loco que se lo trata como enfermo, pero es su familia quien debería “curarse”. Con la Casa Amarilla, asistimos a la emergencia de una concepción nueva de la locura. Esta pequeña obra, cuya escritura es simple y no lleva ninguna huella de vocabulario especializado, es no obstante muy compleja e instructiva en muchos sentidos: el lector se da cuenta que las interrogaciones que contiene no han perdido nada de su actualidad. Al final de su vida, que coincide con el periodo más negro del psicoanálisis en Hungría, Hollós había perdido toda esperanza que sus ideas le sobrevivieran. Incluso dudaba de la eficacia de la acción terapéutica. Casi no podía saber en ese momento que la posteridad retomaría sus ideas y que todos aquellos que luchan a favor de los derechos del hombre en el hospital psiquiátrico evocarían su nombre. Eva Gerö-Brabant

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AVISO AL LECTOR Sin cambiarle nada presento al lector la obra de mi amigo, el Dr. Telémaco Pfeiflein, por mucho que el lector que haya pedido practicarle algunas modificaciones. Pero creo que es, a pesar de todo, la mejor manera de servir al objetivo del autor. Por mi parte, solamente le pido al lector no alarmarse de lo que, en este libro podría aparecerle en un primer abordaje inquietante; se trata de introducir un poco de claridad y de serenidad en un problema obscuro y desconcertante. Acerca de Pfeiflein, no quiero decir nada más que lo que revela su libro. Me contentaré con citar dos de sus frases: Ningún fruto maduró tan tarde como el hombre. Y luego: In Herbis et in Verbis magna Vis est. En las hierbas y en el verbo, hay una gran fuerza. ¡Si solamente este libro pudiera confirmar lo que, en el libro, evoca la fuerza del verbo! Dr. Istvàn Hollós

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Querido Amigo: Cuando tomé permiso de esta misión en la que pasé la mayor parte de mi vida, encontré entre mis papeles una gran cantidad de notas; el recuerdo de muchas horas graves está a unido. Hubo un tiempo en que yo intentaba, con más entusiasmo que experiencia, atenuar los sufrimientos. Desde entonces, aprendí que no es bueno matar al sufrimiento; él también tiene una vida, un nacimiento, y también hay una parte, entre los trasfondos secretos del alma, una aspiración inextinguible al dolor. Más vale mirar al triste de frente y escuchar que se calma siguiendo su curso natural; porque, en tanto que vivimos, son también los sufrimientos los que mueren primero, hasta el día, por supuesto, en que morimos nosotros mismos. Mis ideas son a veces raras, tremendas incluso. También, me gustaría que vistieras con un traje de mejor corte mi progenitura, poco habituada a la sociedad. Deseo que, benévolo con los humanos, les hagas aceptar con dulzura las cosas dolorosas, como una medicina amarga en un sobre azucarado. Me gustaría que tu acompañes al hombre amedrentado, conduciéndolo de la mano como a un niño miedoso, hacia la bruma misteriosa de su destino. Porque todos nosotros, dormitamos en otro tiempo en alguna parte en esta bruma inquietante de la cual hemos, un día, penosamente emergido, para hacernos un camino hacia el presente. Pero regresar hacia atrás, del presente hacia el pasado, es cosa más bien aleatoria. No obstante, hay al menos tres que han intentado ese retorno en las brumas: el Héroe, que se enfrentó a él en el combate; el Poeta que ha tejido un cuento de él; el Enfermo mental, que está ahí perdido. Admiramos al primero, el segundo nos maravilla, el tercero no da miedo. Porque todos hemos sido héroes, todos hemos sido poetas, y –lo sé mi amigo, que debería virar eso de otra manera, pero aún no he encontrado la palabra exacta que, al mismo tiempo, no fuera hiriente- si, todos hemos sido, un día u otro… como los enfermos mentales. Muchos de aquellos que se han perdido en las brumas llevarán durante largo tiempo el fardo de su vida en esta gran Casa Amarilla: entre aquellos que lloran la pérdida de un ser querido, muchos la considerarán con una esperanza inquieta. ¡Bendecirán a esta Casa, la maldecirán. Pero harán bien, un día en comprender la Casa y a sus habitantes! Empleándome en erigir mis despedidas en una pequeña fiesta amigable, completé mis notas con algunos pensamientos nuevos. Te los envío: Refúndelos de manera que puedan servir un poco a aquellos que sufren así como la causa de los enfermos mentales. Escrito en la Pinède, en otoño, el año de mi partida. Afectuosamente, Tu Telémaco.

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LAS HISTORIAS COMO LAS CONOCEMOS TODOS Ahora quisiera contar algunas historias. Ponlas al comienzo de esta obra, si piensas que está bien así. Un día, una persona va a visitar a un loco. El enfermero debe ausentarse por un momento corto. El loco ataca al visitante. Pretende estrangularlo. Luego lo conmina a saltar por la ventana. Aquí, hagamos una pausa, para dejar todo el tiempo disponible al auditor de tener el aliento cortado. El visitante es presa del miedo. El loco está sólidamente [barraqué]. Todos los locos lo están. En el último momento, el visitante tiene una idea salvadora: - Mi amigo, saltar de lo alto de una ventana, eso no es nada. Cualquier niño sería capaz de eso. Pero déjeme bajar al patio, para que me lance de allá abajo hasta aquí. - La proposición seduce al loco. Todos los locos están dispuestos a dar crédito a lo que no es creíble. Muy pronto deja ir al visitante, que escapa así del peligro. Esta historia es un viejo recuerdo de antaño. Como el primer tulipán amarillo en el jardín de la escuela de la ciudad. Es esta historia que contaba el maestro para explicar lo que es la “presencia de espíritu”. Desde hace mucho tiempo he rodeado a esa palabra de un profundo respeto. Después, la palabra, como la enseñanza, ha sucumbido a la usura del tiempo, y únicamente ha permanecido la mentira inventada por el buen maestro. Esta historia es típica: una entre las historias innumerables que circulan a propósito de los enfermos mentales. El loco se pone a estrangular a la gente sin razón. El loco cree en lo imposible. Porque está loco. Esta historia me inquietó mucho. Actualmente, soy yo quien está ahí, frente al loco. Y no podría creer que él aceptaría mi proposición. Tu me dices eso, lo escuchaba yo responder en mente, porque tu imaginas que me voy a tragar ese disparate y te permitiré así escaparte. – Y me seguiría estrangulándome. Pero ese no sería el problema. La gestión de mi loco correspondería a la del sano. Mi historia ya no era una historia, y no tenía nada de tranquilizadora. La historia nace del deseo. ¡El deseo que el loco sea diferente a mí! ¡Que sea peligroso! ¡Que ataque sin pies ni cabeza! ¡Que se crea las piernas las piernas de vidrio y crea que no se rompen! Si es una muchacha, que se desate los cabellos y ¡Que sea peligroso! ¡Que ataque sin pies ni cabeza! ¡Que se crea las piernas las piernas de vidrio y crea que no se rompen! Si es una muchacha, ¡que se desate los cabellos y canturree, riendo y llorando a la vez, a propósito de su hijo que ella ahogó!… ¡Que, por el amor del cielo, el loco sea una bestia salvaje, incomprensible! 18


¡Que toda historia de loco sirva de coartada a mi propia salud mental! Pero un día, será necesario ir a ver como es, el loco, en realidad, y descubrir por qué queremos evitarlo en historias místicas y románticas. No es a través de la huida que nos desembarazaremos de nuestros miedos secretos. El miedo huye con nosotros. Por esta razón, querido amigo, debes hacer comprender al lector que se habría decidido finalmente a leer este escrito en primer lugar engorroso, que por esperar una verdadera quietud le hace falta pasar por la inquietud, incluso si acababa de decirse que el loco parece un poco mucho al sano. Aquí, quisiera comunicarte algunos documentos. El primero, es una carta: Una vieja carta cuya lección sigue siendo actual. ¡Querida señora! Le ruego, téngame confianza. Sé que usted tiene la necesidad de sostén en ese momento. Ese me entristece que usted se muestre tan tolerante hacia mí, excusando sin cesar de todo. Eso me tocaría mi hacerlo, porque me siento muy incapaz de responder a las esperanzas de aquellos que me han dado su confianza. Sin embargo, en lo que concierne al caso de su hijo, no hay lugar para desesperarse. Me atrevo a creer que se curará. Como usted lo desearía, soy yo quien lo ha recibido desde que llegó, y yo he hecho de manera que, en tanto que las circunstancias lo permiten, que su primera impresión no sea muy insoportable… Afectuosamente Dr. Pfeiflein. Esta carta debe ser completada con algunas observaciones. Los padres de los enfermos me tratan con tantas atenciones, yo, el médico de la Casa Amarilla, que es casi un insulto a mi honor. Siempre tengo el sentimiento que yo debería protestar con fuerza contra tanta humildad. He aquí lo que ese tono traduce: Yo escuché decir que en el asilo golpeaban a los enfermos y que se les privaba de alimentos. Evidentemente, no creo nada de eso… no obstante… con dulzura, prudencia y humildad, intento llevarlos a ustedes, a los enfermeros, las monjas, el personal administrativo, las encargadas de la limpieza, a no maltratarlo, a no hacerlo sufrir… Algunos buscan ablandar al médico con la dulzura, pero otros amenazan de entrada de poner una queja. No es raro que los padres del enfermo dirijan un combate despiadado contra el médico. Y este es frecuentemente obligado a luchar contra ellos con una mano, mientras que necesitaría las dos en otra parte. Y debe soportar que lo acusen de inhumanidad, mientras que él compromete toda su vida; y no es incluso por ambición médica, ya que frecuentemente sus esfuerzos son vanos; ni por sed de conocimientos, porque frecuentemente su actividad se agota en pequeños 19


trabajos cotidianos; si no simplemente porque el destino lo colocó en alguna parte donde un hombre encerrado, que tiene necesidad de ayuda, la espera de él, y de él solo. Él debe comprender y perdonar muchas cosas, el médico de la Casa Amarilla, para proseguir inquebrantablemente su trabajo, sin infligir, incluso involuntariamente, nuevas heridas a esos seres ya heridos que lo agreden. ¿Qué podía yo decir de otra manera a esta madre ya inquieta y desconfiada, sino, que me dé confianza? No he podido, tampoco, decirle lo que significa: hace de manera que la primera impresión del establecimiento no sea muy insoportable. Porque la familia del enfermo había hecho saber que si ellos habían podido llevar al muchacho sin la menor resistencia de su parte, era gracias al piadoso subterfugio que consistía en decirle que ellos lo llevaban cerca de su novia. Hay especialistas del traslado clínico que se jactan de nunca haber usado la violencia hacia los enfermos, gracias a un pequeño estratagema. La violencia –o ¡la astucia! ¡Cuántas veces eso se repite en la vida! No piensan siquiera que existe una tercera vía, la más simple: ¡la verdad! Usted está enfermo y yo, su médico, estimo absolutamente necesario, en su propio interés, que usted reciba cuidados en la institución. ¡Venga conmigo! Según mi experiencia, un enfermo capaz de orientarse –y aquí es evidentemente se trata de un enfermo semejante- se inclina casi siempre hacia una opinión formal del médico. Algunos se esperan incluso a la situación forzada. Otros dudan largo rato en llegar “ahí”. Detrás del miedo manifiesto se oculta el deseo latente. Las consideraciones que consisten en usar subterfugios sirven para la comodidad de los allegados, no al bien del enfermo. Incluso puedo afirmar, por experiencia, que recurrir a la violencia es menos brutal que engañar al enfermo para llegar a llevarlo a la clínica. Incluso una vez curado, el enfermo no podrá nunca perdonar una agresión semejante. Si tu has podido asistir a una llegada tal, ¡sólo fue una vez! Si tu habías visto al enfermo entrar a la ofician… su mirada… la mirada sospechosa que pasea a su alrededor… luego se vuelve hacia el que lo acompaña: ¡Pero debemos ir a tomar el tren…! No comprende porque todo el mundo permanece silencioso; luego, quiere irse. - ¡Pero déjenme! … ¿Mi nombre? ¿Pero para qué? Tiene la mirada incierta del que no comprende lo que ocurre. -¿Mi reloj? ¿Pero por qué? ¿Usted quiere tomarme la navaja? ¿Pero, le ruego, a dónde me llevan? Este es el momento en que la escolta hábil se eclipsa. El enfermo se precipita a continuación. Extraños le cortan el paso prestamente el camino. Luego se cierra la puerta donde falta el picaporte que la mano dudosa del enfermo busca tan febrilmente. 20


No es más que después de toda esta sucesión de acontecimientos que la verdad aparece de repente al enfermo y que escucha el espantoso alarido: ¡Me engañaron! ¿Y qué puede hacer en ese caso, tu Telémaco? Él suavizó la primera impresión producida en el enfermo por la Casa Amarilla… Una sorprendente administración de la justicia. Cuando yo estudiaba medicina, un día recibí una carta de uno de mis antiguos profesores haciéndome saber que el hijo del sub prefecto había sido internado en un asilo de alienados. El acontecimiento había suscitado la indignación en todo el departamento. Todos decían que el padre del joven había hecho internar a su hijo, perfectamente sano de espíritu, porque este quería casarse con la hija de este profesor. En mi carta, este último me pedía ir a examinar al muchacho y ver como se lo podría liberar. Fui a ver a joven Balonyai. Me encontré en presencia del mismo joven bien educado que yo había conocido. Me contó con una perfecta lucidez como se lo habían llevado con ardides a este establecimiento. Él iba muy bien; su única enfermedad, era la oposición de sus padres a que este, hombre joven rico, se case con una muchacha pobre. Me suplicó hacerlo salir de ahí, sino, en medio de tantos locos, él terminaría, en efecto, siéndolo también. Yo estaba abrumado. Jamás habría creído que lo pudieran catalogar como loco peligros a un hombre que se expresaba con tan buen sentido, que estaba consciente de todo, se acordaba de todo, y se comportaba de manera irreprochable. Moví cielo y tierra. Yo iba a pedir la opinión de otros médicos, luego de otros aún. Escribí a todo el mundo, exigí una investigación, llamé a los grandes medios, hasta que por último sonó la hora de la justicia. Un día, los titulares en grandes caracteres aparecieron en los periódicos: “Sano de espíritu, lo internaron en la casa de los alienados”. La investigación comenzó. Durante algunos días, la historia hizo escándalo. Después eso volvió al orden. La investigación confirmó la opinión de los médicos, y las cosas permanecieron ahí. Desalentado, cansado de luchar, yo me decía que seguramente, había entonces padres sin corazón, autoridades miopes y médicos corruptibles. Al cabo de algún tiempo, fui a ver a mi profesor. Él había renunciado a todo. La mirada de su hija estaba cargada de reproches. - ¿Y usted todavía quiere ser psiquiatra? - ¡Perfectamente, quiero ser el campeón resuelto de una ciencia honesta y sin prejuicios! Yo añadía con pasión. Luego vino lo que podría llamar la palabra final de esta historia. Tu puedes, si quieres, completarla con la siguiente moral: a pesar de todo el peso de las pruebas que vienen a sostener la verdad, no es cierto que no es la injusticia la que gana. Existe tal vez una verdad todavía más profunda: a saber que ¡hay una 21


diferencia entre la ciencia y la convicción! Mientras que sigamos siendo insensibles a esta verdad más profunda, a saber, que los humanos tal vez tengan también necesidad de cuentos, yo no tendría la ilusión de creer que esta historia pueda verdaderamente traer la convicción. Años más tarde, fui nombrado en ese mismo asilo de alienados donde Balonyai había sido internado. Ahí estaba todavía. Parecía desgastado, descuidado, pero daba siempre la impresión de un hombre sano de espíritu. Se comportó con cierta reserva. Al comienzo evocó los años de infancia que habíamos pasado juntos. Más tarde, se mostró más en confianza. Un día, me dice que con gusto compartiría un secreto conmigo. Pero yo debía jurar nunca repetirlo: él había sido víctima de un cambio en su nacimiento. Luego, se abandonó cada vez a sus confidencias. Él solo era un niño de pecho cuando fue llevado al corazón de Viena y conducido al hogar de los Balonyai. En cuanto al verdadero bebé Balonyai, se lo había subrepticiamente introducido en la familia real. Desde hace mucho tiempo, se había dado cuenta que él estaba siendo vigilado por oficiales de alto rango. Más tarde, se podían leer alusiones abiertas en los periódicos. A la noche, discursos secretos le revelaban su origen. He aquí que repentinamente, toda una organización delirante se desplegaba ante mí, cuyas redes se habían por cierto anudado en él cuando era muy joven. Yo tenía exactamente el tiempo para rectificar debidamente mi error pasado y poner en su lugar los elementos de la experiencia pasmosa que yo acababa de vivir, cuando un medio día, yo volvía a ver a mi amigo para platicar con él. No tuve siquiera tiempo de saludarlo; con todas sus fuerzas, me dio una bofetada en plena cara. - ¡ Y toma para ti, cobarde, traidor! Tu también, tu estás entre mis enemigos. Al experimentar el dolor, me vino el recuerdo de toda mi injusticia con respecto a los médicos, de las autoridades y de los padres del enfermo. Me sentía culpable y yo sabía que lo que acababa de ocurrirme era el justo castigo de mis culpas pasadas. Desde entonces, cuando ocurría que me paseaba con mis amigos en la alameda bordeada de acacias de mi ciudad natal, y que me pedían noticias de ese pobre Balonyai, inocentemente perseguido, yo experimentaba con fuerza la imposibilidad de eliminar el espíritu de la gente de una estupidez bien anclada. Ante mis explicaciones, la gente oponía el silencio. Yo leía claramente en sus pensamientos: - Ese joven médico se volvió tan pérfido como los otros. ¿El único remedio sería que ellos mismos sean cada vez los Balonyai que provean los argumentos sorprendentes a favor de la verdad. Realidad y comedia Hace largo tiempo, en un teatro, se montaba una obra de Poe que se desarrollaba en lo de los enfermos mentales: un periodista hace una encuesta en una casa de salud y cae por azar sobre un enfermo que se hace pasar por un 22


médico y que lo conduce hacia otros enfermos. No hay ni médicos, ni enfermeros con ellos cuando una tormenta estalla; muy rápido, los enfermos, tranquilos hasta ese momento, se desencadenan y matan al periodista. Los actores que debían actuar la obra vinieron a verme para estudiar el comportamiento de los enfermos. Señores, les dije a mis huéspedes, lo que ustedes quieren hacer es extremadamente respetable, pero ingrato. Muchos actores han actuado personajes de locos, sin nunca haber visto ni uno solo. Y les ha reportado gran éxito. Ustedes también, si quieren obtener éxito, les aconsejo actuar su papel como el público lo pide, y como está escrito en las indicaciones de escena: giren los ojos, los cabellos desgreñados, quédense tranquilos luego de repente pónganse a saltar, o bien, después de haber manifestado una agitación violenta, póstrense de golpe... Si ustedes dan de un loco una representación de ese tipo, el público se va a desencadenar de entusiasmo. Pero si ocurre que ustedes aprenden verdaderamente algo en ese lugar, el público les pedirá decepcionado: pero ¿dónde está el loco en esta historia? Yo deseaba proporcionarles pruebas tangibles de lo que yo avanzaba. En esa época, yo todavía creía que era fácil modificar la opinión de la gente por medio de la verdad. Bajo pretexto de un trabajo urgente por hacer, hice venir al Dr. Weissmann para reemplazarme con mis huéspedes durante mi visita en el servicio, con el fin de que él les hable un poco de los enfermos, de los tratamientos, etc. Al cabo de un cuarto de hora, yo había regresado. Mis huéspedes se deshicieron en halagos sobre el Dr. Weissmann que, mientras tanto, se había ido a sus asuntos. - Estoy contento, respondí, que ustedes hayan apreciado a mi reemplazante. Debo confesarles que ustedes se encontraron aproximadamente en la misma situación que ese famoso periodista en la obra de Poe. El médico que acaba de hacerles esta exposición, no solamente no está sano de espíritu, sino que ni siquiera es médico. - Doctor, preguntó uno de ellos, ¿no tuvo miedo de dejarnos solos con un loco? - ¿Y si una tormenta hubiera estallado? preguntó otro, sonriendo. - Pero señores, ustedes tan numerosos, ¿no tienen miedo ni siquiera de un enfermo solito? -Sí, por supuesto, pero son con todo enfermos mentales y se dice que ellos pueden dar pruebas de una fuerza sobrehumana, replicó otro, muy seriamente. - Sólo es una leyenda, tal como pretender que los enfermos pacíficos se desencadenan porque hay una tormenta. Mis huéspedes visitaron la Casa Amarilla y, al pasar, les presenté al Sr. Weissmann: el enfermo. Lo alenté a contarles como, desde hace muchos años, la policía secreta lo vigilaba a través de toda Europa. Incluso aquí, había sido reconocido. Cavaban galerías en el espesor de los muros de la casa. Desde esas galerías observaban sus menores pasos, a la noche lanzaban veneno sobre él a través de las 23


aperturas imperceptibles. Para probarlo, él golpeó el muro con pequeños golpes para hacer escuchar a los otros como suena hueco. Fui a ver la obra. El público estaba encantado. Los periódicos no agotaron los elogios: nunca otra vez habían visto a enfermos mentales puestos en escena con tanta naturalidad. En una palabra, nuestros actores no habían aprendido nada. Y cuando me pidieron mi opinión, no tuve el valor de abatir su autosatisfacción. - Es excelente, les dije –porque era efectivamente excelente. Fue necesario que me resigne a que las cosas tuvieran dos caras. ¡La vida y la escena! ¡La realidad y la comedia! Porque, no hay nada que hacer, lo que el público le pide al arte, es la comedia y no la vida en estado bruto. ¡Solamente cuando queremos introducir por fuerza nuestros sueños en las realidades de la vida las molestias empiezan! Reportaje sobre el asilo y reportaje sobre el reportero. He debido tener con innumerables reporteros el mismo discurso. ¡No vayan a ver nada de ninguna manera! Es otra cosa lo que el público les reclama, y lo que reclama ha sido descrito ya muchas veces. No pasa un invierno o una primavera sin que aparezca un reportaje, siempre idéntico, intitulado “Baile en el asilo”, “Fiesta en el asilo”, “Vísperas de Navidad en el asilo”. Más de una vez, ocurrió que el periodista al cual yo acababa de hacer visitar la Casa Amarilla, me preguntara: - Todo esto, está bien, muy bien, pero ¿dónde están los enfermos agitados? ¿La camisa de fuerza? ¡Sí, la camisa de fuerza! Les hace falta a cualquier precio, ¡por amor del cielo, un loco furioso! Un día, un señor me ordenó, con aire severo, mostrarle también, por último, los sótanos. En ocasión de la visita de un reportero, uno de mis enfermos gracioso comenzó a deambular ante el periodista, con el aspecto grave, un grueso volumen bajo el brazo. El visitante le preguntó al enfermo acerca de lo que hacía. - Soy Gutemberg, soy yo quien inventó la imprenta. - ¡Es maravilloso! ; ¿Y qué va a inventar aún? - ¡Nada! Respondió el enfermo. Muy al contrario, retomo más bien mi invención, para impedirle a usted que chupetinte [scribouiller] todas esas burradas con respecto a nosotros. El reportaje apareció a la mañana siguiente. Casi no fue mejor que los precedentes. La única concesión que ellos me acordaron en general, para satisfacerme, es escribir “enfermo mental” en lugar de “loco”. Pero, en el artículo en cuestión, era un verdadero fuego de artificio de “locos”. ¿Ocurrió, no fue más que una vez, que el periodista se diera cuenta que los enfermos también leyeran su artículo? Ese tacto, del cual él da pruebas con respecto a aquellos hacia los cuales se siente responsable, ¿gobierna también su 24


actitud cuando se trata de enfermedades mentales? Yo imagino que un reportero que quiere hacer algo sensacional está más de una vez obligado a sacrificar ese tacto. Ni siquiera miente más que ese enfermo que, a la víspera, tuvo con él una conversación razonable y amistosa, leerá a la mañana siguiente en el periódico: “Un loco se toma por Gutemberg”. Ese loco de Gutemberg leyó el reportaje; tocó la rosa de papel que siempre llevaba en el ojal y, al fin una sonrisa en los labios, dice simplemente: - Señor el periodista es inconsecuente. Discutió con los “enfermos” y en su artículo habla de “locos”. Ese fue el reportaje del enfermo sobre el reportero sano de espíritu. La famosa camisa de fuerza. ¡Qué cosa más horrible, esta camisa de fuerza! Frecuentemente me preguntan lo que es exactamente la camisa de fuerza. Nadie nuca me ha querido creer que el juez de la ciudad sabía durante más largo tiempo sobre esto que yo. En un carro con barandillas [chariot à ridelles] dos empalados municipales juramentados de una ciudad de las riberas del Danubio me llevaron a un enfermo. Lo bajaron del carro como a un saco. Para mayor seguridad, este hombre robusto había sido incluso envuelto en una red de pesca. Bajo la red, había sido fajado con una especie de ropa todavía desconocida por mí en esa época, cuyas mangas terminaban en unos cordones pegados detrás de la espalda del hombre. Yo comencé muy pronto a liberarlo. Uno de las personas que lo acompañaba se lanzó para interponerse. - ¡No doctor, se lo ruego! - Pero ¿por qué? - No hace falta, es un loco furioso. - ¿Atacó a alguien? - ¿Este hombre doctor? ¿Atacar a alguien? Este hombre valiente nunca le haría daño a una mosca. - Entonces ¿por qué atarlo tan cruelmente? - Porque M. el médico jefe del sector certifica que se trata de un loco, peligroso para sí mismo y para los otros. Tenemos un papel. - Pero si no ha hecho mal a nadie. - Convengo en ello humildemente, pero ¡está escrito que él constituye un peligro público! Si hay una camisa de fuerza en la alcaldía, es en efecto para que sirva en estas ocasiones. Era la primera vez de mi vida que yo veía una camisa de fuerza. La examiné en detalle. Entonces ahora, cuando me preguntan lo que es, puedo explicarlo. Y luego, hablemos de los enfermeros. 25


- Sí, decía yo un día, cuando me encontraba en sociedad, puedo quedarme aquí, con ustedes, con toda tranquilidad, porque sé que mis enfermos están en buenas manos. Durante largo tiempo creí que yo era capaz de inspirar mucho valor a mis enfermeros para que pudieran hacer frente a su tarea sobrehumana. - Perder la paciencia, les decía, aquellos de afuera son capaces de hacerlo todo bastante bien. Es en eso, precisamente, que reside la diferencia entre el enfermero y los otros. Perder la paciencia le hace perder, al mismo tiempo, su cualidad de enfermero. No conté con el hecho que manifestar el interés científico y la ambición terapéutica con respecto a los enfermos no era para nada lo mismo que vivir con ellos día y noche, por un salario de miseria. Creí en la eficacia de mis palabras y de mis alientos, hasta el asunto de Jànos Magyar. Quiero aquí, en mi nombre y en nombre de un gran número de enfermos, testimoniar todo mi reconocimiento a la memoria de Jànos Magyar. Él tenía una veintena de años, ese pequeño campesino muy simple, cuando llegó a la Casa Amarilla, como agente hospitalario. Siempre era paciente y concienzudo. Me ocurría encontrarlo levantado, a la noche, cuando no estaba de servicio, recorriendo las salas calzado de pantuflas, para detenerse cerca de un enfermo con insomnio y platicar con él. Sus enfermos eran propios. Cuidaba de sus cabellos, de sus uñas. Su sección era apacible. Cada mañana, durante la visita, hacía puntualmente su informe sobre cada uno de sus cincuenta enfermos. Excluía concienzudamente todas las prescripciones médicas. Al cabo de quince años de servicio, Jànos Magyar comenzó a presentar trastornos mentales, después contrajo una enfermedad pulmonar y murió poco después. Felizmente, el caso de Jànos Magyar no es típico. Pero el hecho es, que al cabo de diez años de servicio, todo enfermero merecería obtener una pequeña casa en el campo, una existencia libre de toda preocupación, y la seguridad de nunca más ver a un enfermo mental en su vida. Si no, quiere decir que no era un buen enfermero. ¡Y sin embargo! Lo que ocurre en general, es que al margen de Jànos Magyar, son todo tipo de Jànos Magyar que me llegan del campo y de otros lados; cocheros y empleados sin empleo, pequeñas criadas y vendedores en paro forzoso. Llegan a la Casa Amarilla – y helos aquí se vuelven enfermeros. Hay muchas razones más profundas para explicar que el problema tan debatido de los enfermeros sea siempre remitido a más tarde. Y ahora, los médicos - ¿Psiquiatra? Como es interesante. Veamos entonces. Todavía no he visto psiquiatra en carne y hueso. - Hay algo raro en la mirada. - No lo veo. 26


- Debe tomar a todo el mundo como locos. - Él mismo seguramente es nervioso. - Al contrario. Parece muy calmado. - Indiferente, sin duda - O tal vez compasivo - Uno sólo puede volverse médico para los locos por humanidad. Aquí y allá, de frente o por detrás, una chispa de excitación más o menos intensa. Algunos evitan al psiquiatra lo más lejos que pueden, otros recorren largas distancias para encontrarlo. Es así como los Telémaco Pfeiflein se encuentran en el mismo saco que los enfermos mentales. En otra época, luché mucho, y creía poder llegar a algo. Pero, ahora que adquirí cierta circunspección, del mismo tipo, mira, que aquella que me impide limpiar mis dedos llenos de tinta en mis cabellos, comprendí que el problema de la verdad no está regulado por el simple hecho que el otro no tiene razón. La cuestión de su ver [saber] si hay efectivamente algo que no va con el médico que se vuelve psiquiatra: volveremos a eso. Sí, sin duda hay una relación intrínseca entre el médico y el enfermo mental. Pero también hay una diferencia: el enfermo puede sanar, mientras que el médico nunca se cura. O bien muere de ello, o entonces es que él nunca ejerció en la Casa Amarilla... ... ahora que es el momento de hacer mi despedida, un viejo recuerdo de veinticinco años me viene a la memoria. Un día de paseo, mientras bajaba la pendiente de la montaña vecina, repentinamente percibí, en medio del bosque oscuro, la Casa Amarilla que brillaba con un brillo prodigioso: una cripta de piedra dura en un cementerio esmeralda. Otra carta. Señor Diputado: ... Ningún cambio fundamental en el estado de su hermano menor... Es un hecho indiscutible que los enfermos necesitan que se ocupen de ellos. Es lo que deben hacer los enfermeros también... Los enfermeros deberán ser educados en ese sentido. En efecto, los cuidados del cuerpo son igualmente importantes; pero, como ustedes lo notan muy justamente, es sobretodo el tratamiento psíquico del enfermo que demanda, seguramente, mucho tiempo. Sin embargo, tomo la libertad de remarcar igualmente que actualmente un médico en jefe a cargo del bienestar psíquico y físico de 600 enfermos. Si el médico otorga a cada enfermo aunque no fuera más que un minuto, eso representa ya 600 minutos, es decir 10 horas. Un médico pondría entonces 10 horas para hacer su visita si diera un minuto entero a cada uno de sus enfermos. El médico, y sus 600 27


enfermos, ¿se atendrían a ese régimen?... tal vez, Señor Diputado, podría usted... etc... Esta carta está fechada hace 20 años. Verdaderamente no es un consuelo el decir que actualmente un médico tiene en promedio tantos enfermos. Y es aún menos un consuelo el descubrir, como lo hice después, que el mismo legislador no pudo hacer nada, incluso si su propio hermano se encontraba en el asilo. Los males tienen raíces más profundas. Es el corazón pesado que conduce al enfermo... ... y el corazón pesado que lo retoma si se cura Un ingeniero de Transilvania cayó enfermo a la edad de cuarenta años. Era una grave enfermedad, y su estado empeoraba sin cesar. Pasó un año, luego dos. Durante el tercer año, el enfermo se replegó completamente sobre sí mismo; ya no se levantaba, ya no hablaba. Al cabo de cinco años, se había abandonado toda esperanza de verlo curarse. Cuando yo llegué a la Casa Amarilla, el enfermo se encontraba ya ahí desde cerca de 8 años. Durante el noveno año, se produjo un viraje inesperado. El enfermo recomenzó a interesarse en el mundo exterior. Al décimo año, se había curado. El ingeniero tenía una esposa y una hija adolescente que lo amaban apasionadamente. Cuando cayó enfermo, ellas se desesperaron. En el transcurso de los años, su dolor se esfumó; con el tiempo, terminaron por aceptar su destino ineluctable. La hija se casó, y el nuevo hombre de la familia retomó las posiciones tanto familiares como profesionales del padre, considerado a partir de ese momento incurable. Todo a lo largo del proceso de curación, pude observar no solamente al enfermo, sino también a sus parientes. Este hombre de cincuenta años, en plena posesión de todas sus fuerzas, consideraba al mundo con un dinamismo y nuevas esperanzas. Pero, en los otros miembros de la familia, el viraje inesperado no hizo más que reabrir las heridas desde hacía largo tiempo cicatrizadas. Habían organizado su vida sin el padre. Ante los primeros signos de curación, la familia tuvo miedo. Luego manifestó tímidamente algunas dudas: ¿se puede curar verdaderamente después de haber estado enfermo durante diez años? Innegablemente, esa duda disimulaba un deseo: ¡si solamente todo podía quedarse como antes! Pero el enfermo se curó efectivamente. Se tuvo mucho trabajo en tranquilizar a la esposa inquieta. Por último, el marido pudo retomar la dirección de sus asuntos. Lo que todos temían, ocurrió. Suegro y yerno no tardaron en herirse violentamente. Por supuesto, evocaron rápidamente la necesidad de reinternar al padre. Es muy triste de decir, pero yo conozco casos en que no se ha podido encontrar otra solución. Sin embargo aquí, no fue el caso. Se consiguió separar a las dos familias. Hasta ese día, nuestro hombre ha alcanzado a sostener valerosamente el papel particularmente difícil del enfermo curado. 28


La queja del enfermo curado. El enfermo curado debe probar de una bien mejorada salud que cualquier otro mortal. Todo el mundo puede tener sus nervios –o de la personalidad. El enfermo mental curado no puede tener ni uno ni lo otro. Ciega por el miedo, todo lo que la gente ve es que la enfermedad tiene nuevas explosiones. Evitan al enfermo curado. Cualquiera que haya residido en la Casa Amarilla se encuentra marcado. Es necesario que eso permanezca en secreto, sino ni siquiera encontrará trabajo. Una vez que el portal se abrió, comienza la disimulación y la vergüenza. Pero también hay lago entristecedor en aquellos del exterior. Experimentan un terror inexplicable frente a algo y a alguien. El pórtico de la Casa Amarilla es el lugar de un encuentro fatal: separa a los seres en momento mismo en que su solidaridad debería manifestarse con la mayor fuerza. Uno de mis enfermos se encuentra curado. Era un hombre bravo, muy inteligente. Un día, mientras jugábamos una partida de ajedrez, me dijo: - Escuché que va a enviar a Pekarek a su casa. - Sí. - ¡No lo haga! - ¿Por qué? - Y bueno… su mujer… - ¿Qué, su mujer? - Esta mujer hará rápidamente lo necesario para que su marido venga otra vez aquí al galope. - ¿Entonces Pekarek nunca podrá salir? - Sí, pero es necesario primero curar a su mujer también. Mi hombre tenía razón, parece. Pekarek rápidamente estuvo de regreso. Mi compañero de ajedrez estaba entonces curado, como lo dije, y como él no abordaba el tema de sí mismo, fui yo quien terminó por plantear la pregunta: - ¿Usted no considera volver a su casa? - Sí, pero primero solamente por un periodo de prueba. Si quiere, doctor, déjeme toda la libertad de ir de visita a mi casa cuando yo tenga ganas. 29


- Muy pronto le di la autorización pedida. Unos días más tarde, le pedí noticias. - Fui a mi casa. Ese primer intento no pasó bien. Mi mujer y mi hija estaban sorprendidas. Estaban contentas de verme, nos sentimos muy bien, hacia la tarde, tenía cosas que arreglar en mi oficina, y observé que el cortapapeles había desaparecido, así como la llave del cajón donde yo guardaba mis objetos de valor y una vieja pistola fuera de uso. Ellas las habían ocultado. Tomé nota de ello, sin decir nada. La familia no había resistido la prueba. - ¿Y ahora, que intenciones tiene de hacer? - Voy a aprovechar su autorización, doctor, y voy a curar poco a poco a los míos. Voy a volver cada vez más frecuentemente. Haré mi aparición de manera imprevista, o me abstendré de ir cuando sea esperado. Los acostumbraré progresivamente al hecho que todo puede pasar. Cuando finalmente pueda ir y venir, actuar y hacer de todo a mi gusto, mostrarme irritado, caprichoso o nervioso, de cualquier manera, sin que ellas piensen que me volví loco otra vez, entonces volveré de veras. Y él hizo como lo dijo.

Un sano en el asilo. Pero sí, hay personas sanas internadas en el asilo psiquiátrico. Lo único extraño, es que, si esas personas sanas salen, la sociedad descubre muy pronto que están locos. Recuerden bine esto: se pone tanta atención en querer liberar al enfermo encerrado en la Casa Amarilla como en hacer regresar ahí al que está curado. Hay mucha gente para las cuales el asilo constituye una especie de muleta psíquica. Gracias a este apoyo, el enfermo se siente bien. Trabaja, sale, incluso podría abandonar el asilo se recibiera la ayuda exterior. Pero no la recibe. Es la sociedad misma la que hace zancadillas despiadadas al hombre que tendría necesidad de una muleta mora semejante. Y recuerden bien también esto: la inversa también es verdadera. Mucha gente debería ser internada, si los privilegios sociales, su rango, su fortuna o los prejuicios no le proveyeran, de la misma manera, una muleta mora.

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- Yo dejaría con gusto salir a ese joven débil menta, respondí un día, pero sería necesario meterlo en un empleo, o en una situación de fortuna, donde su enfermedad pasaría desapercibida, o bien sería dispensada. La historia ocurre en un pequeño asilo de provincia. Durante mis primeras visitas, un enfermo me recibe con horribles amenazas. Observo su excitación durante algunos días, sin decir nada. - Especie de marrano, quiero salir de aquí. Usted hace su sucio regordete, igual como el médico precedente. - Muy bien, pero no vale la pena enervarse por eso, le dije un día, invitando al enfermero a abrirle la puerta.- Señor Kahr, usted puede irse. Dos miradas petrificadas se posan sobre mí: la del enfermo y la del enfermero. - ¿De verdad puedo irme? Pregunta el enfermo con una voz dulce. - ¡Cuando usted quiera! Y yo abro la puerta, muy grande. El enfermo sale, con el aspecto de un perro golpeado. Una y otra vez, se regresa hacia mí, tocando humildemente el borde su sombrero, y desapareció en la esquina del jardín. No me equivoqué en mis cálculos: hacia la hora de comer, el enfermo estaba de regreso. Al mediodía, durante la visita, le pregunté por qué volvió. - No es una verdadera liberación, dice con un tono a partir de ese momento cortés aunque un poco irritado: yo debía darle un certificado autorizándole salir. Yo sabía que era un hombre bien dispuesto, pero que le gustaba reivindicar. Hacía quince años que estaba internado, también reivindicaba atrevidamente: no se consideraba ser tomado en serio. Acordamos en que sobre el hecho de que yo lo dejaría salir si él obtenía el sostén de alguien por un cierto tiempo. Desde ese momento, el enfermo salió regularmente de permiso. Le ocurría permanecer ausente varios días. Finalmente, fue él mismo quien vino a pedirme no insistir. No había podido encontrar a nadie, ni instancia, dispuesto a proveerle la ayuda de la cual él tenía necesidad para salir. Una vez más, un hombre sano debía permanecer en la Casa Amarilla. Otro caso. En este caso, he aquí lo que ocurrió: Un hombre solitario y abandonado hizo un intento de suicidio. Remitió bien, a continuación, en el hospital... pero se encontró en la calle tan miserable como antes. Pensaba ya en lanzarse ante el tranvía... pero de repente, se encontró frente a un hombre que había conocido en el hospital. El hombre lo tomó por el brazo, y le platicó largamente. Jura no empezar otra vez. Me ocupo desde ahora de tu problema. ¿No tienes alojamiento? ¡Tendrás uno! ¿No has comido nada desde hace dos días? 31


¡Me ocupo de eso! ¡Te aseguro que no irás a dormir al jardín público en pleno invierno! Sé lo que es, ya lo viví. Pero tu deberás hacer todo lo que yo te diré. El amigo habló tanto y tan bien, que el candidato al suicidio fue a buscar al cochero de la carroza de la esquina, y le pidió que lo conduzca con el rey. Desconcertado, el cochero miró más atentamente al cliente con el aspecto andrajoso, mientras que este pidió de nuevo su exigencia, alzando el tono. Poco a poco, todo un círculo de curiosos se formó alrededor de ellos. Mientras tanto, el amigo se había apresurado en ir a buscar al agente de policía de la esquina. Él advirtió que un loco peligroso andaba en la calle. El agente acudió hacía la aglomeración e hizo el signo al cochero de conducirlos a la comisaría. Nuestro hombre estaba encantado de ver que las cosas iban tan bien. Pero al cabo de un momento, comenzó a experimentar temores. En la comisaría sería visto por un médico, y este descubriría la superchería. Comenzó a arrepentirse de lo que había hecho. Por favor señor agente, dice de repente, no me lleve, no estoy de verdad loco. El agente sonríe con un aire benevolente. Piensa que todos los enfermos mentales dicen lo mismo. Nuestro hombre comprende en qué trampa había caído y se pone a explicar calmadamente todo el asunto. - Estaba arruinado, tenía hambre, no tenía ninguna perspectiva de porvenir en esta vida. Quería suicidarme. Un amigo quiso impedírmelo a toda costa, un amigo que ya estuvo en el hospital psiquiátrico. Me explicó bien como yo debía reclamar ser conducido ante el rey. Hacer un escándalo. Debí prometer hacerlo. Pero ahora, me doy cuenta que hice mal. No quiero simular; déjeme ir, señor agente. El agente encontró este asunto muy raro, pero estimó que no valía la pena buscar complicaciones. - Continuemos, dijo. Me contentaré con poner en mi reporte que usted quería ir a donde el rey- el médico por cierto hará un certificado que usted es peligroso para sí mismo y para los demás. Esta tarde, al menos, usted será alojado bien al calor, en la Casa Amarilla. ¿Dónde iría usted, en este tiempo horroroso? Y es así exactamente como las cosas pasaron. Poco nos importa, aquí, que durante seis meses de observación, los médicos de la Casa Amarilla hayan evocado todos los diagnósticos posibles. Y, como era necesario uno, terminaron por encontrarlo... hasta lo que se prueba finalmente que no se trataba de un enfermo mental. Pero ¿qué es lo se le que podía hacer, a este hombre bien vivo, por quien su amigo había mientras tanto encontrado un empleo y que, desde entonces, pasa días apacibles en alguna parte en el campo, como ciudadano ordinario que paga sus impuestos?

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“El crimen monstruoso de un loco” ¡Título aterrador! Se propaga a través del mundo con el grito estridente de la cacería de lo sensacional... Crímenes monstruosos, los hay. Durante mi larga carrera, yo mismo vi uno o dos de esos. Pero la mayor parte de los que informa la prensa no lo son. Crimen monstruoso: un hombre mata a otro. Esto incluso puede ocurrir en los sanos. A aquellos, ocurre incluso hacerlo en grande. Es verdad que a eso no se le llama “crimen monstruoso”. Se dice que “ellos hacen la guerra”. Es verdad que el acto del hombre sano está bien motivado: es su enemigo que él mata. ¡El enfermo mental hace exactamente lo mismo! Pero el loco mata a un enemigo imaginario. A veces, es justamente su mejor amigo, un padre, a su hijo. ¡Indiscutiblemente, hay una gran diferencia! Pero generalmente, no es esto lo decisivo. El asesino, mi querido amigo, no es motivado por el enemigo, que sea real o imaginario. Es la obra de resortes más profundos. El enfermo mental mata por autodefensa, por miedo, por venganza, por odio. El hombre sano dispone de una reserva de móviles mucho más rico: además del odio, centenas de ideas diversas vienen a lanzar un velo caritativo sobre sus deseos mortíferos. Nuestras ideas más bellas: el bienestar, la humanidad, la cultura, la verdad, incluso el amor, pueden servir de consigna en nombre de la cual se mata. La ideología: un instrumento para que la pulsión ancestral, el odio, pueda satisfacerse sin culpa. ¿Qué la idea sea sana o patológica? Qué importa, si apacigua suficientemente la conciencia y permite ocultar lo que queremos ocultar. El “crimen monstruoso de un loco” es un cliché. Se lo evoca, en palabras y por escrito, como un atributo del enfermo mental. De hecho, ¿cómo se producen esos “crímenes monstruosos”? Voy a contar uno. Este ocurrió hace largo tiempo. Fue en la visita de la mañana... un enfermo, el campesino Dénes, había dado varios golpes de herradura sobre la cabeza del médico en jefe. Cuando yo llegaba, simplemente vi dos estelas de sangre chorrear desde la gran frente de mi jefe hasta el suelo. Dénes fue dominado. De repente, el médico en jefe reculó un paso, dando un débil grito. Porque, mientras que todo el mundo estaba ocupado en otra parte, otro enfermo, Koncsek, había intentado enterrar un cuchillo en el vientre del médico. Felizmente, el pequeño cuchillo sólo había podido atravesar la tela del pantalón, rasguñando solamente la piel. La primera tarea del médico en jefe fue el proteger a los dos agresores de la furia de otros enfermos y ponerlos al abrigo. Luego él dijo simplemente: - Es extraordinario ver hasta qué punto es raro que tales historias se produzcan. Los enfermos son más pacientes, sin duda, que los sanos. 33


En esta época, había ahí, amontonados, más de seiscientos enfermos. Era el médico más calificado de la casa. Infatigable y circunspecto. Y él sentía, sin embargo, hasta qué punto no estaba en su lugar. -No he tenido tiempo de ser médico, decía. Puedo ser exactamente el policía. Como policía –y es todo a su honor- él era muy malo. El asunto apareció en los periódicos. La indignación fue grande. ¿Cómo podía ser que un enfermo peligroso tuviera un cuchillo? ¿Por qué no se toman medidas de vigilancia más rigurosas? ¿Por qué no se aísla a los enfermos más gravemente aquejados? Si el personal que cuida no es muy numeroso, ¿por qué no se hace lo necesario para aumentarlo? -Exigimos una investigación en profundidad y queremos conocer al responsable. Evidentemente: ¡encerrar al enfermo de manera más riguroso todavía! Aumentar el número de portadores de llaves alrededor de él; y si hace falta, recurrir a la celda, ¡a la camisa de fuerza! ¡Que se encadene a la bestia salvaje! Pero no se les ocurre que si se encierran juntas a quinientas personas sanas, ellas cometerían al menos tantos crímenes monstruosos como los enfermos, sino más. Efectivamente hubo una investigación. Era imposible plantear la menor pregunta, se quejaba Dénes, una vez que esta masa humana aglutinada ante mí, los unos sobre los otros. Pero ¿qué hice para que se me encerrara, siendo que soy inocente? Y he aquí ahora, que a mi mayor vergüenza, los otros tienen el derecho de trabajar, y yo no. Como si yo no supiera manejar la pala y el azadón tan bien como otro. Es cuando el compañero Bernàt se levantó, él que conoce bien la vida de aquí. Me dijo que me tendrían aquí durante años. Que aquí moriría. Que habría que matar al médico en jefe. ¡Palabra! Es como lo digo. Habría que matarlo, decía el camarada Bernàt, y entonces la verdad estallaría. Yo no lo creí. Entonces me llevó ese Koncek. Yo bien sabía que él era el chiflado de la cafetería, pero le ocurría de hablar razonablemente. Entonces me dijo que había un teléfono. Él escuchó, en ese teléfono, que el médico en jefe impidió a mi familia entrar. Yo tenía la intención de preguntarle al médico por qué quería suprimirme. Cuando vi que yo estaba de nuevo rechazado para atrás, que hacía seis meses que yo había sido traído aquí como un muerto viviente, sin nada, ni siquiera tabaco, entonces el camarada Bernàt me metió esa herradura en las manos. Pase lo que pase, me dije, que me cuelguen, todo me es igual, es inhumano tratarme así. Sé que lo que hice está mal, señor médico en jefe. Perdóneme, esta vez aún... Entonces este es el crimen monstruoso del enfermo mental: el iniciador del crimen, era Bernàt. Dénes se arrepentía de lo que había hecho; Koncsek, que era el chiflado de la cafetería estaba igualmente afligido. Sólo Bernàt, tipo de campesino semi culto, recorriendo el mundo, involucrado en procesos ante todas las jurisdicciones posibles, que luchaba por el derecho y por la verdad, en nombre del bienestar universal. 34


Es en esos Bernàt que se encuentra la fuente de muchos males. Siempre llegan a encontrar un Dénes ávido y sin trabajo, un Koncsek exaltado y monomaníaco, para servirse de ellos en provecho del bienestar universal, o, más exactamente, de su propia agresividad. Pero, sea cual sea nuestra prudencia, se producen en la Casa Amarilla catástrofes y accidentes que es imposible evitar. Sin embargo, la estadística nos permite comprobar mientras más libertad dejemos a nuestros enfermos, los crímenes monstruosos son más raros. Zona de tempestad. Cuando un enfermo mental entra en escena en cualquier parte, provoca el problema. Médicos, legisladores, humanistas, jueces, funcionarios, personal de la administración y del mantenimiento del orden pierden la cabeza, se desesperan y multiplican los pasos falsos, ya que se trata de un enfermo mental. Por todas partes, escucho decir la misma cosa: si solamente los problemas de salud mental no existieran! Es como una zona de tempestad: nunca muy seguro. Cierto responsable de la salud mental había declarado, un día, que él estaba dispuesto a ocuparse de los expedientes, pero no quería nunca ver ni un asilo, ni un loco. Un representante de comercio iba de ciudad en ciudad, en una de ellas hizo una parada, y se casó con una muchacha. Dos días después del matrimonio, el hombre se fue de viaje. Ya no regresó. Lo que ocurrió, es que en el camino se había vuelto loco. Se encontró entonces en el asilo psiquiátrico, sin que se supiera quién era él. Sólo mucho más tarde. Al cabo de unos dos años, que su joven esposa supo dónde estaba su marido. La mujer quiso divorciarse. Pero ella no pudo obtener el divorcio. Se movió a la Justicia, la Iglesia, la Administración, los médicos, los abogados, sin llegar a descubrir el medio que haya permitido a esta mujer liberarse de un marido incurable que a fin de cuentas ella ni siquiera conocía. La solución vino al cabo de doce años: el marido se murió. Amanece en el pabellón de los agitados. Esta nota, que evoca un artículo de periódico, proviene de tiempos de otra época. La maravillosa atmósfera del amanecer... me llaman cerca de un moribundo. En la penumbra de un largo corredor interminable duermen los agitados. ¡Corredor! ¡Sección de los agitados! ¡Celdas! 35


Las celdas sin ventanas, sombras como órbitas, que fijan el presente desde un pasado secular. ¡Celdas! ¡Sección de los agitados! Entonces que allí no hay ninguna necesidad. No, ¡mil veces no! Sólo la convicción supersticiosa de los hombres exige que incluso la más lujosa de las casas de salud pueda dar pruebas de un reducto vacío, sin ventanas, cuidadosamente acolchonado, con paja en el suelo y un loco desnudo que se tuerce en el piso. ¡Una celda para la bruta! Que no se me parece en nada a mi, al sano. La Casa Amarilla, por muy moderna que sea, incluso pertenece a la Edad Media. El barniz cultural no pudo hacer nada con eso: entre las piedras enmohece el aire de la prisión de otra época. Ta vez es por eso que, en la sección de los agitados, ¡la atmósfera es tan mística! Una brisa fresca viene de los jardines obscuros. Se escucha, viniendo de las celdas, desgranarse pizcas de palabras incomprensibles. Ronquidos sonoros, rítmicos, cortan el silencio como los dientes de una sierra. En largas filas, duermen los agitados. El cloral está a la orden. Ante el ruido de la llave en la cerradura, uno solo de los enfermos se mueve un poco, aquél que tiene la costumbre de escuchar al paso de la puerta que se le deja repartir en él. Se levanta con dificultad y cantonea mecánicamente: ¡Doctor, hágame salir! Luego, sin siquiera escuchar la respuesta, se recuesta. Él es el portavoz de todos los enfermos, resignados al silencio. ¡Gente extraordinariamente silenciosa, los agitados! Yo incluso me encontré algunos, en otra época, en la ciudad. Eran gente distinguida. Frecuentaban los cafés, el teatro. Hablaban desde lo alto de un púlpito universitario o intervenían en la tribuna del Parlamento. Hacían zalemas detrás del mostrador de la tienda o peroraban en el tribunal. Y todo eso, con la más grande seriedad. Hoy en día, ya no son distinguidos. Incluso son descuidados. Gimen o se ríen en su sueño. Y cuando son despertados, casi no se agitan; no son más que adultos vueltos tiernos como los niños. Es tan extraño verlos acostados ahí. ¿Qué han venido a hace aquí? ¿Llegaron aquí por azar? O entonces, todos los otros objetivos que tenían en la vida, ¿no son serios? Lo que ellos verdaderamente tienen la intención de hacer, ¿sería entonces esto? Mientras yo avanzo, muy adormitado, entre las filas de camas, percibo la respiración laboriosa de una ciudad en ruinas, reprimida hasta aquí. Velo sobre los resplandores destruidos. En la frescura renaciente del alba, estoy ahí, vestido como un cartel de prohibición, yo, hombre débil y solo. Todo alrededor, siento la danza nocturna del undo lejano. ¿Qué hay que hacer con toda esa gente que han venido a echarse aquí, por una razón desconocida? ¿Qué hay que hacer con aquellos que bailan, más allá de las montañas? 36


El agonizante está muerto. El enfermero de noche aclara mi camino en el jardín. Soy el único en velar ese mundo. Tengo frío. Como vemos las cosas, y como las ven ellos. ¿Cómo las vemos nosotros? ¡Qué limpieza! Cada mañana, los parquets encerados brillan como espejos; los cobres pulidos están relucientes como el oro; las salas están resplandecientes de sol; las ventanas lanzan reflejos, los muebles están bien desempolvados. A la mañana los informes son puntualmente enviados, y cuando la visita comienza, los enfermos están bien alineados, lavados, peinados, cepillados. Todo está en orden, todo marcha como sobre ruedas. Nos hemos bregado, nos hemos dado mucho el trabajo, para lograr producir el orden, la limpieza y la calma... las estadísticas atestiguan una baja notable de neumopatías y mortalidad. Organziamos el trabajo y las distracciones para los enfermos. Hay una biblioteca, periódicos, un teatro, una capiulla... La comida es sabrosa, contiene la cantidad necesaria de calorías... La calefacción, el alumbrado son decentes... incluso hay un poco de amor... se vigila que haya flores, cuadros, buen humor... podemos mostrarnos satisfechos de nuestro trabajo... ¿Cómo ellos ven las cosas? “... Me trajeron aquí, desvestido, bañado; me cortaron el pelo. El enfermero me tomó por el brazo y me llevó a una sala. Ahí, me remitió a otro: - Aquí está su hoja de temperatura. Trae su camisa y sus calzoncillos personales. Media dosis. En la sala mal alumbrada despedía una olor a letrina. Un rumor confuso me rodeaba. El enfermero de la sección se instaló sobre una silla tomó una hoja de papel y se puso a caligrafiar lentamente, deletreando: “Profesor Antal Gàspar. Media dosis”. Me lanzó una mirada, luego se puso a discutir con el otro enfermero. Tan pronto como los enfermos me rodeaban, en camisa, en bata. Me escudriñaban con la mirada. Uno me pidió un cigarro. Otro me preguntó lloriqueando para saber si yo no había encontrado a su mujer y a su hijos; tal vez ellos habían sido ejecutados... - ¿Dónde meteremos al profesor Gàspar? Preguntó uno de los enfermeros al otro. Todo estaba lleno, ahí habían unos veinte o treinta enfermos en la sala. Algunos estaban acostados sobre jergones, entre las camas. - Meteremos a Tót entre Berger y Kis, propuso el otro enfermero, esos dos son tranquilos. Ellos podrán tener a tres sobre dos jergones. Uno de los enfermeros quiso mostrarse muy particularmente atento con respecto a mí y me pasó gentilmente la mano sobre el brazo. 37


Desplacemos más bien a Endrei. Esa cama, en una esquina, al final de la fila, convendrá mejor al profesor. De todas maneras, Endrei es epiléptico. Todo el tiempo se cae de su cama. Entonces es lo mismo que esté acostado en el piso. Es así que yo, el privilegiado, obtuve una cama, que pude ocupar todavía caliente con el calor de Endrei, relegado al piso. Fatigado, me fui a sentarme a mi cama. Uno o dos de mis compañeros, movidos por la curiosidad, se hilvanaron a mi suite. Desde la esquina opuesta un hombre pequeño regordete acudió hacia mí, saludándome ruidosamente. Su traje, su gorra, estaban constituidos de un extraordinario ensamble de trapos, anudados en conjunto. Él tenía un paquete, apretado bajo el brazo. Torciendo su bigote, se abrió un camino entre sus compañeros. - ¡Háganse a un lado de mi camino, carne de asilo! Clamaba con una voz fuerte, te saludo, mi ilustrísimo colega. Se inclinó profundamente, estrechándome vigorosamente y me abrazó. Luego, con un solo gesto, me contó todo. Tu sabes, soy yo el famoso Jànos Tatàr, el más grande sabio de todas las ciencias médicas, el hombre más sano del mundo, tomo cinco kilos por semana; durante la guerra, soy quien tuvo todo el frente, pertenecí a los Habsbourgo; soy poeta, fui condecorado por el emperador Guillermo por ese drama patriótico que se jugó en el frente con el objetivo de infundir en nuevo valor a los soldados agotados... Muy aturdido, yo escuchaba a Jànos Tatàr. - Querido colega, seguía él, imperturbable, no te hagas. Tu llegaste aquí inocente, inocente como yo. Tu no estás loco, es a causa de los celos de la gente que te han encerrado aquí. Mañana llegan las tropas que deben liberarnos. Vamos a salir de aquí y tu serás mi ministro de Cultura. Los dos enfermeros jugaban a las cartas sobre una mesa colocada en medio de la sala. De tiempo en tiempo, intervenían, bromeando en un tono juguetón.: - Entonces, señor Tatàr!... El Sr. Tatàr veía en ello una incitación para replicar de sobra ... [de plus belle]. Finalmente, otro enfermo, un hombre de gran talla, el color pálido, lo obligó a apartarse. - Entonces Tatàr, sácate, nos has roto demasiado las orejas. Deja hablar un poco a las personas sensatas. Tatàr me apretó la mano y me significó con un guiño de ojo que era ahora el turno del loco de hablar. - Querido doctor, atacó mi nuevo interlocutor, a qué buen oyente ese pobre trastornó? Todo lo que el cuenta, es pura megalomanía. No hace falta quererme, Tatár, es la verdad. Tatàr no hacía más que guiñar el ojo. - Es a mí a quien hay que escuchar, retomó el hombre en un tomo quejoso. ¿Ha visto usted a un hombre que no tenga médula espinal? Y bien, míreme, yo soy ese hombre. 38


Tuve que escuchar el discurso interminable, a lo largo de su desarrollo lento y monótono, una larga historia llena de nombres y de intrigas. Por último, sonó para cenar. Los enfermos fueron reunidos alrededor de la mesa y cada uno recibió en su tazón una ración de verduras humeantes. Yo habría querido escaparme de todo ese estrépito. Puse mi cabeza bajo el almohadón duro. Entonces, ¡aquí es donde mis nervios iban a encontrar la calma! ¿Aquí? Es lo que el médico me había dicho. Me acuerdo haberme dado vueltas y vueltas en mi cama, desesperado. Comencé a delirar. Cada vez menos estaba en estado de comprender lo que me ocurría. Eso se volvía irreal. Ese pelirrojo, ahí a mis pies... se golpea periódicamente la cabeza; y después las crisis convulsivas de Endrei... Pero ¿qué es lo que pasa?... He aquí que estoy acostado en la calle. Todo alrededor de mí, gente conocida mía, que charlan y ríen entre ellos. Yo quisiera gritar para llamar su atención, porque ¡hay cosas terribles que están a punto de ocurrir aquí, al pelirrojo y a Endrei! Pero ellos no quieren nada... Esta noche, larga y difícil, valía por toda una vida. A la mañana siguiente, me vestía con una camisa de tela azul. El enfermero, en un gran ruido de llaves, me conducía del brazo hasta la oficina del médico. Yo, yo era el enfermo. Un médico con maneras suaves me saludó amablemente, me señaló una silla y le indicó a otra persona, que estaba escribiendo: - Podemos comenzar. Yo quería llorar, suplicar, pedir que tengan piedad de mí, que me dejen volver a la casa. Pero era imposible. El médico que tenía el aspecto suave me invitó a tener paciencia, en un tono amigable pero firme. Luego, ya ni siquiera era yo de quien se trataba. Se trataba de un extranjero: un enfermo entre otro, del cual justamente era el turno de hacer la visita. Las preguntas seguían con una regularidad mecánica, unas después de las otras. Mis respuestas. Mis respuestas sólo servían para permitir al médico para buscar en el aire de las formulaciones adecuadas para dictarlas enseguida al otro. Todas mis respuestas se transformaban en frases bellas bien formadas, agradables para dictar: - En respuesta a mi pregunta, el enfermo dice su nombre, su edad, la fecha y el lugar de su nacimiento... Así vinieron a alinearse, en la anamnesis de mi historia, las enfermedades que yo había tenido, mis padres y mis parientes, si había habido entre ellos quien habría sido aquejado de enfermedades nerviosas o mentales, casos de suicidio o de alcoholismo. Después, los estudios que yo había hecho, tuve que contar la historia de mi vida y, para terminar, decir en qué fecha se había extinguido el linaje de Arpàd13, cuándo había tenido lugar la Revolución francesa, cuáles son las

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Fundador de Hungría, en el año mil [N. del T.]

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unidades de medida, cuánto es tres por diecinueve, luego me pidieron articular la palabra experiemtal Dritteberittenegebirgsartilleriebrigad14 ... El médico de suaves modos dictaba todo. Así me dí cuenta que yo era de talla mediana, de un desarrollo físico y de una corpulencia media, que mis pupilas estaban medianamente dilatadas, simétricas, y que reaccionaban correctamente, que mis reflejos eran buenos, mis dientes acanalados, los lóbulos de mis orejas soldados, y aún muchas otras cosas que no pude retener. Examinó con una atención muy particular mi mucosa bucal, e incluso quiso mostrársela a su joven colega, después me consideró con un aspecto significativo y me estrechó muchas veces las manos, con la cara muy alegre, porque ellas estaban, como el decía, con un extremo palidez. Yo estaba ahí, frente a los dos médicos, como un objeto de inventario, que se pesa, se sondea y que se clasifica en una estantería entre todo un ontón de otros, que están ahí desde siglos, sin razón particular, simplemente por tradición, conservados con la devoción de una fe ciega. - El enfermo se orienta correctamente en el tiempo y en el espacio. Al hacer los cien pasos, el médico continuaba buscando las frases en el ambiente de la pieza. Mi terror no hacía más que aumentar. - Sus respuestas a las preguntas están bien adaptadas, sus recuerdos relativos a los eventos recientes son vagos. La expresión de la cara es temerosa, un poco necia. Actitud hipócrita, en el conjunto, se muestra reservado en sus declaraciones. Él había enunciado esas últimas frases en voz baja, también, naturalmente, yo escuchaba con una atención aumentada, reteniendo mi aliento. Todo estaba en regla, en lo que me concernía. Satisfecho de él, el médico de maneras suaves interrogó a su compañero: Entonces, querido colega, ¿quid est? Tímido, el joven médico balbuceó, molesto: - Si consideramos la amnesia, podríamos evocar un estado confusional agudo, en vía de resolución. - Hm..., retomó el médico de modos suaves, no pienso que se pueda ser tan afirmativo. Ante cada palabra del médico, yo era recorrido de un temblor de angustia. - Las cosas no son tan simples. Se trata de un caso complejo. El médico de las maneras suaves me miraba fijamente; su mirada impregnada de bondad atravesaba mi cráneo. - Observamos aquí algunos rasgos paranoides, signos de demencia e incluso –dio golpecitos en mi cráneo de cada lado- la presencia de elementos de comicialidad no puede ser excluida. A primera vista, yo estaría tentado a evocar una demencia precoz, pero... veremos. Yo escuchaba con una intensa emoción. ¡Qué manera tenía él de mirarme! Hasta ese momento, yo tenía el sentimiento de ser alguien. Un profesor. Yo tenía 14

“Tecera brigada montada de artillería de montaña”. Prueba clásica para estudiar los trastornos eventuales de elocución [N. del T.]

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alumnos que me tenían estima, amigos, relaciones que me respetaban. Y he aquí que esos dos ojos impregnados de bondad me taladraban con la mirada, y yo tenía la impresión de a partir de ese momento ya no ser más que un caso complejo y dudoso. Con sus dedos, el médico hacía la cuenta de todo lo que yo podría ser... - El informe de la mañana señala que no durmió, que estuvo inquieto y agitado, dice el más joven. Doctor, dije, sí, le ruego, cámbieme de sala..., es imposible dormir ahí adentro... verdaderamente hay de qué volverse loco... El médico de maneras suaves frunció el ceño. - Es imposible, dijo él. Por el momento, es imposible. El periodo de observación aún no está terminado. Yo sentía que una autoridad omnipotente dominaba a partir de ahí sobre mí, benevolente pero implacable. Todas mis palabras, todas mis preguntas serían evaluadas como síntomas de mi enfermedad. Yo dejé de quejarme de que no podía dormir, sino: “el enfermo está agitado”. Mostrándome, con una prudencia extrema, conseguí colocarme entre los enfermos calmados. Muy pronto, me resigné al reglamento interior inflexible de la casa. En este momento soy ese enfermo que lo despiertan a la cinco de la mañana, a quien lo obligan a bañarse, en compañía de otros enfermos, en la sala de aseo cerca de los retretes, que secan en el paño del baño común. Luego, me dan la sopa espesa, en un tazón. No tengo derecho de tener cerillos o una navaja conmigo, pero debo tener en mi bolsillo mi peine, el jabón y el pan. Mis días pasan entre la espera y la inacción... Es algo horrible estar ahí, detrás de esas puertas con cerrojo, y esperar, esperar... acechar por las ventanas enrejadas que alguien o algo pase. Y no pasa nada, ni nadie. El gran momento del día, es la visita. Momento ardientemente esperado, por mucho que yo sepa con anterioridad que no hay nada que esperar. De diez a veinte enfermos se aprietan alrededor del médico, a la vez, y yo estoy ya contento si, de todo lo que yo tengo que pedirle, puedo obtener que me autorice la correspondencia. Los enfermos están sobre excitados durante la visita; son cien para pedir una centena de cosas diferentes. Muchos pedidos patológicas, pero también muchas pedidos justificados. Y las visitas se hacen siempre a las prisas. No sé si os enfermos se excitan porque el médico está apretado, o si el médico se aprieta para que los enfermos se calmen. A fin de cuentas, ¿qué puedo esperar de la vida aún? Soy el loco que miran de través y que toman a broma por detrás. ¿Qué dirán mis alumnos? ¿Podría yo llegar a estar entre ellos como si saliera e un servicio de neumología? ¿Podría yo desear ser liberado en esas condiciones? Flores entre peñones. La Casa Amarilla tiene una atmósfera. 41


En la inmobilidad y el silencio del paisaje, la casa con su murmullo monótono incesante se oculta como un secreto terrorífico... La Casa Amarilla tiene una atmósfera. Abriga escondites que sienten el moho. En las oficinas de los médicos se acumulan los expedientes polvorientos y amarillentos, que se parten en pedazos. En los armarios con las puertas con cristales que se abren mal se alinean instrumentos desconocidos hoy en día: lancetas, lavativas, compás para medir los cráneos, microscopios primitivos, enmoheciéndose. Detrás las cortinas sacadas de la sala de fiestas, pene el retrato del soberano, en su marco dorado; a sus lados, los retratos de los médicos de otra época lucen aspectos serios, vestidos de capas negras con alamares. La Casa tiene una atm´sofera. Los sobrevivientes de los tiempos de otra época, vestidos a la moda de otra época. Se recuerdan de médicos hos en día fallecidos... Las mañanas de invierno, cerca de la estufa caliente, se instalan para jugar a las cartas, en medio de una gran nube de humo de pipas. Hablan de navidades de otra época. Cuando cada enfermo recibía un traje nuevo; y una pipa de espuma con una bolsa de tabaco. Ellos cuentan cómo, en el año 1880, el perforador de cofres griego se había escapado de su celda y se había asomado a la enfermería de noche... Los tiempos en que una medida de vino costaba 7 sous... Los pequeños cuartos particulares tienen una atmósfera... El cuarto la Srta. Jeanne... Una jaula de muselina blanca. Sus cabellos también son blancos, su cara arrugada, pero en sus ojos color violeta, juega una sonrisa de niño... Su vestido cosido máquina es blanco, sus dedos finos, en sus guantes blancos de punto, son como de porcelana... De su voz delgada, ella comenta riéndose las maravillas de su cuarto... Los veladores dorados, los manteles individuales, las pequeñas muñecas, los juguetes: carricoches, carrozas de corte, cunas, e incluso ataúdes, todos fabricados por ella misma con ayuda de cáscaras de nuez, cajas de cerillos, imágenes recortadas de viejas revistas, corchos de botella, perlas, trapos, pedazos de lana, plumas pájaros... Y cada objeto tiene su historia... una historia universal. - Ja, das ist der Wagen Kaiser Maximilians... Dort ist der arme Rudolf in seiner Gruft...15 A veces, de la sección de hombres, llega el sonido de un piano. Todo el mundo conoce a ese enfermo mudo que está aquí desde tan largo tiempo como la Srta. Jeanne. Después de cada comida, toca la plegaria a la Virgen. Su ejecución es como una silenciosa lluvia de verano... Una declaración de amor reiterada desde hace varias décadas –y de lejos. La Srta. Jeanne sonríe con dulzura y silenciosamente me indica: - ¡Ach, ese loco! En los diversos rincones de los cuartos, se percibe aquí una biblia, allá una novela Dumas o de Montépin, o aún un año encuadernado de la revista Gartenlaube, que data del siglo anterior. 15

Si, esta este el coche del Emperador Maximilien... Y este es, el pobre Rudolf es su sepultura... (En alemán en el texto).

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El pesado pórtico de roble que rechina bajo las bóvedas también tiene su atm´sofera; pórtico que ha visto entrar a tanta gente... y salir tan poca... Los más viejos menean la cabeza con resignación: - Yo también, sólo me iría de aquí por la puerta trasera: es el viejo Hubner quien me llevará. Hubner vivía en los linderos del bosque, cerca de la sala de autopsia y de la capilla. Mortuoria de la Casa Amarilla. Él velaba sobre los muertos. Era un hombre silenciosos. Sin proferir palabra, llevaba los cadáveres a su casa. Hasta el dái en que su espíritu se perturbó. El rumor corría entre los enfermos que él se había enamorado de los muertos y que tomaba placer de ellos en la noche. El conserje de la entrada principal estaba ahí ya desde los tiempos de Bach; era originario de Moravia. Cuando había que hacer una admisión en la nooche, el buen viejo iba a tocar suavemente la puerta del médico de guardia, como excusándose, llamaba con una voz lánguida. - ¡Hay alguien que lleeeeeega! Las tardes de verano, como es la costumbre en el campo, nos íbamos a sentar, los médicos y el personal, en el pequeño banco de la entrada, y el hombre viejo empezaba a hablar, en un tono muy respetuoso, de los buenos viejos tiempos de otra época. ¡El buen tiempo viejo! Cuando el Sr. Médico en jefe Masznyik iba todas las mañanas a hacer su paseo a caballo en el bosque de Mathias... El domingo, unos señores llegaban en carroza y había baile en el campo, al son de una música gitana... Y después la fiesta popular, con un buey asado al aire libre. Un día a las siete de la mañana, dos señoras llegaron por ahí, su carroza debía ser aparcada un poco más lejos...

(Párrafo que hay que traducir y que está en caló) Pág. 50 Hay un enfermo aquí, que progresivamente perdió la vida durante su estancia. Él erra alegremente por todos lados, conoce todos los rincones de la Casa Amarilla, mejor que nosotros. Un día, contó su historia: - Yo no estaba completamente loco, solamente estaba un poco perturbado. Mi mujer habló exageradamente de todos los colores al médico, pero yo comprendía muy bien lo que ella decía: incluso ella pretendía que yo la había atacado a cuchilladas, pero todo eso era completamente falso. Por supuesto, sus sentimientos por mí no eran afectuosos, porque estaba este otro hombre, doctor, su compañero, con quien ella se entendía... ese tipo. Si ella había tenido alguna cariño por mi, ella me habría hecho salir. Un día, me vino a ver, quería darme un beso/abrazarme; entonces le dije: si es así, no vale la pena siquiera volver... Después, ella ya no volvió... El tiempo pasó... Es duro... sin la mujer... Duro... Por supuesto, desde que estoy aquí, bine podría haber tenido una, mujer, no lo niego, doctor, pero renuncié, porque si hago la locura de emprender algo con una muchacha, jamás me van a liberar... Mientras, el tiempo ha pasado, día tras día, semana tras semana, año tras año... y perdí al costumbre... 43


Destinos extraordinarios... Gente incomprensibles. El muro de piedra sólo provee de un marco a eta sociedad fuera de la sociedad, a este destino informe fragmentado en individuos aislados... La gente se encuentra reunida aquí, simplemente, sin duda, porque el sumario de un gran libro llamado Psiquiatría los ha, de alguna manera, reunido bajo un mismo techo... a partir de diferentes formas patológicas: paranoia, parálisis general, demencia precoz, imbecilidad, alcoholismo, epilepsia, manía, depresión, etc., se ha creado un sistema. Pero, por el amor del cielo, ¡son personas con necesidades vitales diferentes, condiciones de enfermedad y de curación diferentes, que se encuentran así encerradas detrás de una misma reja! Como si los escombros y las múltiples capas de escorias de una conmoción universal hubieran sido lanzadas desordenadamente, en un solo montón. Una sociedad fuera de la sociedad, extraordinariamente heteróclita. Y, sin embargo, la vida termina a pesar de todo por lanzar un puente entre los extremos más alejados. Dos viejos: un flaco y seco, el otro rechoncho. Una viste una levita con reflejos vueltos verdosos. Era un alto funcionario. El otro era carpintero: viste la blusa del establecimiento, en tela gruesa. El funcionario discuría sin cesar, el carpintero responde brevemente. El funcionario se plantea preuntas sobre el universo, los planetas, el carpintero aprueba, comprensivo, y responde hablando del oficio y de muebles. Se tutean. Desde mucho tiempo los años que pasan, la necesidad, la dependencia mutua, la enfermedad, -uno cuidando del otro- se suprime toda diferencia de clase entre ellos. Era sorprendente ver a esos dos hombres comprenderse a través de sus dos lenguas diferentes. ¡Dúo extraordinario! Uno tocaba a Bach en el violín, el otro un vals gaita con el acordeón... Y, sin embargo, los dos músicos se armonizaban de cierta manera. Querido amigo, la palabra es un puente; pero el puente pierde toda utilidad si el río que pasa debajo se deseca y que las personas pueden reunirse al pasar por el lecho del río. Los domingos de verano nos llegan olas de excursionistas de la ciudad. Muchos se detienen y miran boquiabiertos por arriba de la reja. Con un movimiento temeroso, una mujer se aprieta contra su marido. Ella me mira, el marido me mira, después se miran los dos y me miran de nuevo. Fijamente. Yo escucho su diálogo mudo. - ¿Quién creería que ese hombre está loco? Dicen ellos. Yo querría decirles: «Amigos míos, no tengan miedo de mí, no me miren con asombro. Incluso si ustedes si han caído justo, por azar, este especie de muro que ven entre nosotros y que nos separa: el loco por aquí, el sano por allá, no existe en la realidad entre un humano y otro.» Un calvario 44


Entre las tres y las cinco de la tarde el parque s lo más emocionante. Como grandes cabezas de animales, las frondosidades tupidas bajan su mirada sobre los senderos sinuosos de arena amarilla que gravitan por batallones los parientes, cónyuges, niños, padres, maridos, esposas, novias, amigos, amantes: Los enfermos de los enfermos. Hacen la cola ante la puerta del médico de guardia. Piden una autorización de visita, reclaman explicaciones concernientes al estado del enfermo. Aspiran a una palabra de ánimo. ¡Cuántos sufrimientos amargos que vienen a converger aquí! - Nuestro hermano ¿está bien aquí! Preguntan tres personas al mismo tiempo. ¡Pero es una infamia! ¡Podemos asegurarle que él está en perfecta salud! ¡No tiene absolutamente nada! Es su mujer quien lo hizo encerrar para poder vivir tranquilamente su vida desbocada. No puedo hacer nada para calmar la emoción de esa gente. Desde hace años, esta mujer soportaba el deterioro mental de su marido; en el día , este cumplía sus tareas profesionales, no revelaba nada anormal con sus amigos o su familia. Pero en la casa, sobre todo en la noche, se mostraba agitado, hacía escenas. Terminaba por amenazar de muerte a su esposa y a sus hijos. Entonces la mujer llamó a un médico quien pidió inmediatamente el internamiento del enfermo juzgado peligros por él mismo y por los otros. durante años, la mujer había sufrido el martirio –sin que los hermanos de su marido se preocuparan mínimamente del mundo del enfermo. En el presente, además de su infortunio, la mujer debía aún sufrir la acusación horrible y cada vez más insistente de haber querido simplemente deshacerse de su marido. Los parientes vienen a lamentarse, suplicar: - Yo querría decirle a nuestra hija que su novio es incurable, si no ella terminará por marchitarse allá abajo, en la ciudad, ¿Es necesario decirle esto? De todas maneras, él no será bueno para nada, incluso si llega a curarse… Y otros: que, sobre todo, que no deje entrar a los amigos que han causado la pérdida de su hijo. Después, es el turno de una mujer, muy excitada: - Doctor, ¿qué viene a hacer aquí esta persona? Incluso aquí, ¿no dejará a mi marido en paz? Ella es quien lo destruyó. Doctor, prohiba que ella venga a ver a mi marido. inmediatamente después, llega la otra mujer: - ¿Es a mi a quien quieren impedir ver a mi pobre enfermo? Yo, que soy todo para él, él, ¡el padre de mis hijos! Antes de que la desgracia se abatiera sobre nosotros, vivíamos felices; es esta mujer solamente, que venía a trastornar nuestra tranquilidad. Es ella, la causa de las miserias de este hombre. Le ruego, ¡impídale entrar!… - Pero señora, le digo, ¡es la legítima mujer del enfermo! - Sí, es verdad, es su legítima mujer, pero doctor –y se yergue fieramente¡es conmigo con quien vivía! 45


Y después, hay maridos, esposas, parientes cercanos o lejanos, que quieren saber cuando va a morir el enfermo. A veces, no podía impedirme responder: - De eso no sé nada. Y además, no es evidente que él sea el primero entre nosotros en morir. En las caras consternadas, yo podía leer: - ¡Que hombre tan malo! ¡Y las madres, que quieren besar la mano del médico! - Pero dígame, querido doctor, ¿está él verdaderamente tan enfermo, mi pequeño, mi único tesoro? ¿Cómo pudo pescar esta terrible enfermedad? La semana pasada todavía (y en ese momento, los sollozos, le caen en la garganta), no notamos nada. Estaba de buen humor, estaba tan adorable, ¡mi querido! Pero se va a curar, ¿no es cierto? Cuántas veces tu Telémaco, fortalecido, no obstante desde tanto hace tiempo por los fuegos del dolor, ha debido afrontar esos ojos llenos de lágrimas y asentar con la cabeza, contra toda esperanza, para procurar a la madre afligida, no fue más que por un instante, un poco de paz así arrancada. Ellas vienen, la smadres. Al comienzo todos los días. Luego, cuando la vida de todos los días les permite… Escalan dolorosamente la pendiente, cargadas de paquetes, de capacho, de cestos, de alimentos, traen un poco de sopa, de almohadas, ropa, libros, de tener con qué escribir. - Traje cartas de sus amigos, ¿me permite doctor? Esta le hará tal vez bien. - Estaba muy tranquilo hoy, me habló tan bien. Le hizo bien que yo haya venido. Me planteó preguntas a propósito de todo. Puedo venir todos los días, ¿verdad? - Hoy me escupió en la cara, mi pobre querido, estaba tan nervioso. Voy a interrumpir mis visitas por un momento. Y dos días más tarde, ella está ahí, de nuevo, ante mi puerta. Y cuando se les impide entrar, interrogan al enfermero, a la monja, a los demás enfermos. A veces, ellas se quedan horas cerca de la reja, a acechar si ellas lo ven en el pasillo o en una ventana. Vienen durante años, envejecen, se arrugan antes de tiempo. Unas como las otras, se inquietan, esperan, lloran, sufren; el desgaste las vuelve parecidas a todas. Se ponen de acuerdo entre ellas para venir juntas. Juntas, critican a alaban a los enfermeros, a los médicos, las monjas, y se suben la moral una a la otra. - Hoy, mi hijo me abrazó, ¿y el suyo? - El médico no me permitió verlo. Me dijo que fue necesario ponerlo en la sección de los agitados. - Vamos, vamos, eso se va a arreglar para usted también, si Dios quiere. A mí, me dijo lo mismo la semana pasada, usted sabe. No pude entrar. Y hoy, incluso me permitió entrar y he aquí que estaba bien. ¡De qué manera se volvieron modestas! Incluso ese poco, ellas lo consideran como un don de Dios. Ellas corren a las iglesias, los lugares de peregrinaje. A escondidas, cuelgan amuletos al cuello del enfermo. Llevan curanderas con ellas. Cortan en los periódicos artículos sensacionalistas sobre el 46


tratamiento de las enfermedades mentales para llevárselas al médico… «Pruébelo doctor…» ¿Quién podría quererlo? Y ellas vienen durante el invierno, en el frío , infatigables. Cortejo de duelo, peregrinaje alrededor de un muerto que podría, tal vez, resucitar… Enlutadas que, frecuentemente, ¡reniegan su muerte! No hablan de su hijo que está en la Casa Amarilla. Guardan el secreto con respecto a esto. Le piden al médico que no le diga nada a nadie, bajo ningún precio. - Hasta ahora, él está en una casa de salud; pero no podemos asumir los gastos. Esta desgracia es suficiente ya por sí misma. ¿Por qué los hermanos y monjas deberían padecer de la Casa Amarilla? La vergüenza y la humillación acompañan al cortejo de duelo. - Siempre he estado orgullosa de mi hijo. Ahora, evito a la gente para que no me pregunten sobre él. ¡Hubiera preferido que esté muerto!

Son los últimos estremecimientos de luchas terribles y antiguas. Tal vez todo comenzó durante las repetidas separaciones del niño con su madre –su útero, su seno… El enfermo mental se volvió hacia el infinito de este océano de bruma donde se teje y se condensa delicadamente la estructura del alma para tomar forma. ¡Era en vano separarse de ella! Incluso después de su nacimiento, el hombre se queda ligado a su madre por un millón de arterias… Es una pasado lleno de vida que se pone en contacto con el útero materno, con sus arterias, con los botones y los follajes de la vida, y se desgarra ahí, en jirones. En el hundimiento, las energías extraordinarias, los amores y las olas de odio, se liberan y retumban sobre la madre… Cada paso de la madre que viene aquí, es un calvario. A cada uno su calvario Mi amigo, todo el mundo considera a ese calvario con terror, porque en cada uno de nosotros vibra el eco de luchas primitivas, arcaicas. Es por eso que todo el mundo se enerva, se aloca, se trastorna y se espanta. Yo quería liberar a Balonyai de la Casa Amarilla, y dirigí pesadas acusaciones contra sus parientes, las autoridades, los médicos. Hoy mismo, son millares y millares a perseguir ese tipo de combates dolorosos y vanos. El reportero describe a los enfermos tal como la imaginación calentada de la gente reclama. Las personas hipersensibles quieren liberar al enfermo, porque están horrorizadas de la idea de encerrar a un inocente, pero son las mismas que 47


reprimen hacia el asilo al enfermo curado, espantadas por la idea de l peligro que él podría representar para ellos. La opinión pública está en contra de que un loco pueda encontrarse en la calle, pero tolera en la indiferencia que cientos de enfermos sean amontonados bajo la vigilancia de algunos médicos y enfermeros. Las autoridades, los jueces, los médicos, los abogados se vuelven indecisos y ya no saben qué hacer cuando se trata de enfermos mentales. Nosotros, los Telémacos, pensamos que son ellos quienes están en el error, mientras que ellos se quedan incrédulos ante lo que nosotros mismos les decimos del enfermo mental. ¡Tal vez nosotros mismos también estamos en el error.! Somos incapaces también de percibir lo que es en realidad la Casa Amarilla, lo que es el enfermo mental. Nosotros también, los embaucamos. De hecho, sólo el enfermo mental sabe lo que él es. Desde que comencé a comprender la lengua de los enfermos, poco a poco me fui dando cuenta de que el asilo y sus pensionarios no son lo que se podría hacer creer a la opinión pública… El secreto de lo que el enfermo y el sano de espíritu tienen en común comenzaba a develarse a mi. La Casa Amarilla: una niebla misteriosa. ¿Y el enfermo mental? Tat twam asi! ¡Eres tú!

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II Lo que todo el mundo no sabe sobre los enfermos mentales Hablemos entonces de aquello que conviene llamar: enfermo mental. Pero, a propósito del cual, todo el mundo tiene su íntima opinión: ¡el loco! Cuando él deambula en la ciudad: ¡loco! Cuando está en el asilo: ¡enfermo! Cuando está internado: lo han encerrado en el asilo de locos. Si de ahí sale, él dice con vergüenza: estuve en una institución. Enfermo mental: es mostrar con tacto frente al enfermo –y a su madre. No será fácil encontrar el camino en el bosque de las injusticias. Durante largo tiempo me interrogué, como encontrar el hilo conductor de lo que yo tenía para decir. Luego, me di cuenta repentinamente que estaba obsesionado con algunas palabras de un poema. Tu sabes bien que el que viene furtivamente y a pesar tuyo a murmurarte a la oreja está cargado de significación. Cuando estás perseguido por una canción, examinas en las palabras y puedes darte cuenta a veces que tienen una relación con lo que te preocupa. Examiné el verso que me volvía sin cesar: provenía del poema de Berzsenyi, titulado Ma part [Mi parte]. Y he aquí que ese verso ocultaba el núcleo de lo que yo tenía para decir. Así el título de mi próximo párrafo será: «Traigo mi velo» El héroe de esta historia era un joven y muy querido amigo. Él había empezado en la vida con cualidades morales y físicas fuera de lo común. Todo el mundo lo quería, y le predecían un brillante porvenir. En cuanto a su madre, ella esperaba de él una compensación por todos los sufrimientos de su vida. Un evento terrible vino a trastornar todas las esperanzas de un hombre joven. Fue gravemente quemado. Su bella cara fue desfigurada por las heridas y se volvió rechazante; el oído y la palabra estaban igualmente aquejados. Mi pobre amigo, que de los millones de hijos vinculados con el mundo que le devolvía de todas partes alabanzas y halagos, ya no encontraba más que la piedad. Desde la manera en que esa gente tenía de saludarlo, hasta los consuelos benévolos de sus amigos, mil pequeños cambios venían a golpearlo. La vida había tomado una forma totalmente nueva. Como si no fuera él, sino el mundo el que había cambiado. La muchacha que él amaba lo abandonó sin una sola palabra. Mi amigo estaba inconsolable. Al comienzo, luchó por reconquistar sus riquezas perdidas. Pero muy pronto, se dio cuenta que todo era en vano. Entonces rompió todos sus contactos: evitó a sus amigos y sus relaciones, abandonó sus estudios; se replegó, como se dice. Uno puede replegarse, si a partir de ese momento uno avanza. ¿Cómo se establecen esas vías? ¿Qué es lo que dirige nuestra manera de recorrerlas? 49


Querido amigo, es necesario que te diga algunas cositas sobre este evento muy conocido y aparentemente insignificante: alguien se replegó. Sin embargo, eso nos llevará lejos, y luego, será muy científico. Ahora bien, experimento un respeto temeroso por la ciencia. Diré simplemente aquí que, lo que provoca ese repliegue, tiene algo que ver con el amor; con algo que permite al individuo entrar en contacto con el mundo exterior. Esta cuestión tal vez va aclararse a continuación. Por el momento, me contentaré con decir que el repliegue toma su origen en ese algo. ¡A veces es un camino fatal! Ese camino representa generalmente la soledad, el evitamiento de la sociedad. El duelo también toma prestado ese camino. Pero cuando una persona está en buena salud, incluso en el repliegue y la soledad busca y encuentra un objeto: en la naturaleza, los viajes, los libros, el estudio. Pero, ocurre que incluso eso, sea incapaz. Entonces, ese repliegue sin ninguna apertura, puede conducir a la enfermedad mental. El enfermo retoma varias veces su impulso para alejarse de ese torbellino fatal. Estaba impaciente, torturado por el insomnio; habría querido agarrarse de cualquier cosa, pero sentía que no podía retenerse de nada. - Fue más fácil para Euler, el matemático, me dice un día, que se volvió ciego con la edad, o para Hellen Keller, sorda y ciega de nacimiento. Ellos no vivieron la decepción. Hubo un momento, en que su impaciencia le impedía quedarse en su casa un solo instante; para evitar encontrarse con gente conocida, pasaba sus días callejeando en los suburbios de la ciudad. Él decía con amargura: - Soy como un perro abandonado en un país extraño; nunca encontraré a mi amo. Al cabo de un largo tiempo, se calmó. Ya no salía de su casa. Pero se puso a temer todo tipo de enfermedades. Él que, tiempo antes, llamaba a la muerte, se observaba ahora con una atención minuciosa. Tenía temor de la tuberculosis. Yo tenía que examinarlo sin cesar, en búsqueda de una nueva enfermedad. ¿Qué le pasó? El repliegue desde el mundo exterior hacia el yo perjudicó a la primera estación: el cuerpo. Con este interés por el cuerpo, la tensión torturante había cesado. El enfermo estaba más calmado. Ahora venía a verme más frecuentemente. Había en mi servicio, un enfermo que irradiaba positivamente la felicidad. Repetía en todas partes que a él, nadie podía darle órdenes, ni siquiera el director; ya se había destituido a cuatro, a causa de él. Ahora, era él quien iba a volverse director. Durante largo tiempo mi amigo contempló a ese enfermo, sin una sola palabra. Una lágrima vertió sobre su cara cosida de cicatrices, y dijo simplemente: - Si solamente no estuviera yo ya ahí. Luego me di cuenta, en un momento dado, que mi amigo se quedaba ahí, durante varios segundos, a mirar ante él, con la cara confusa. Hablaba de jardines, de su bien amada, luego repentinamente volvía a él sin saber lo que le 50


había ocurrido. Era así como el infeliz llegaba a cortarse de la realidad y a alucinar un mundo que la realidad le había rehusado. Sin embargo, sólo era una huida, a la manera del sueño. Estaba entonces obligado a despertarse. Pero el combate estaba ya muy cerca de decidirse a favor del repliegue. El enfermo se volvía cada vez más silencioso, se quedaba así, sentado, inmóvil, ni siquiera comía. Rechazaba a su madre. Una noche, me despertaron para anunciarme que él había llegado al asilo. Yo no sabía lo que estaba todavía vivo en él en ese momento. Mudo, miraba fijamente ante él. Solamente cuando lo vi tirar la cobija sobre su cabeza comprendí que él había llegado al fin. Esta historia casi no tiene el aspecto científico. Incluso tiene un gusto romántico. Se nos puede reprochar, o, también, darnos crédito, la manera en la que los sabios imaginan la constitución de una enfermedad mental, hasta la mitad del último siglo. La enfermedad es causada, decía, por una decepción. Hoy en día, sabemos que la decepción no es suficiente para darnos algún enfermo. Sin embargo, había una parte de verdad en la ciencia de otra época. La decepción provoca una acumulación y una retención de amor. El individuo con buena salud es capaz de orientar la oleada así tenida hacia objetivos más elevados. Pero si, en la infancia, durante el primer desarrollo, la personalidad ha sufrido cualquier daño –volveré sobre este punto un poco más adelante- se constituye un atolladero secreto que impide totalmente, o casi, que la oleada de amor crezca de este modo. Nuestro enfermo sin duda debía presentar, desde la infancia, un daño de ese tipo. Hubo entonces un corto acto para cerrar esta tragedia. El enfermo comenzó a hablar solo. No prestaba ninguna atención a la presencia de los suyos. A partir de los fragmentos de su discurso se pudo discernir que vivía en una país llamado Territo, donde él era el más poderoso señor. Daba órdenes en voz baja. Elaboraba poco a poco su universo, dándole cada vez más densidad y, en medio de palabras mágicas incomprensibles, creaba seres humanos, libraba y ganaba batallas. Pero el velo de las ideas delirantes no era todavía lo bastante grueso para que la realidad de la vida no lo atravesara, por chispazos. Durante las visitas de su madre, él miraba ante él en silencio, pero las lágrimas se acumulaban en sus ojos, traicionando la vanidad de sus esfuerzos por parecer extraño a lo que lo rodeaba. En realidad, no lo estaba para nada. Durante una nueva visita, el muchacho exigió, en un tono violento que sus “soldados” hagan salir a “esta dama”. Luego se metió a la cama, se acurrucó, y guardó desde ese momento una actitud de rigidez muda. Había llegado a un estado en el que los órganos de los sentidos se cierran, en que cesa todo impulso al movimiento. Era necesario alimentarlo, cuidar sus necesidades y cuidarlo como un niño de pecho. Desde ese entonces, ya no tenía que luchar. Se había sumergido hasta las profundidades donde ya no llega el ruido de la vida real: las profundidades más arcaicas del yo. Enfermedad mental, repliegue. 51


Yo decía, en mi introducción, que todos hemos sido héroes, poetas y enfermos mentales. En el presente, puedo expresarme más claramente. Durante la infancia, todo el mundo pasa por un periodo primitivo, el de una maravilloso todo poder, de la realización alucinatoria de deseos, en que él es dios, rey y héroe… El que pueda realizar este deseo, es el héroe; el que puede expresarlo, el poeta; y él regresa a eso definitivamente, es el enfermo mental. Así, todos nosotros, tenemos cosas importantes en común con los enfermos mentales. Es a partir del lugar en que el hombre decepcionado de todo querría regresar, que toma nacimiento el deseo de vivir, que se desarrolla enseguida hacia las realidades. Lanzamos todas las miradas angustiadas hacia atrás, hacia ese peligro que nos atrae. Es nuestro nirvana y nuestro calvario. Las palabras confusas del enfermo mental hacen resonar nuestro pasado, un pasado que nos atrae a todos. Y que, por eso mismo, nos da horror. Y he aquí el porque el loco es santo y profeta, cuya impresión suscita en nosotros la espantosa presciencia de nuestro todo poder y de la vanidad de nuestro ser. La enfermedad mental, no es la posesión por el diablo. Enfermos o sanos, todos llevamos nuestro pasado en nosotros. Ante nos, es la despiadada realidad, detrás de nosotros, él todo poder alucinatorio de otra época. Y en los momentos críticos de nuestra vida, quien de nosotros nunca ha sentido como sería maravilloso soltar las amarras de la realidad y deslizarse hacia abajo, hacia atrás… Así todos podríamos finalmente recitar estos versos: J´ai Touché au rivage, j´amène ma voile… La paix est désormais mon lot: j´amarre mon bateau, Ô toi, lieu clos, reçois en ton sein L´impétueux jeune homme. Berzsenyi Yo sé, amigo mío, que mis explicaciones subrayan una multitud de incertidumbres. Pero yo sólo buscaría disiparlas; mi objetivo es simplemente sacar a la luz ciertos prejuicios nefastos y hacer reflexionar sobre aquellos que valen la pena hacerlo. Y luego, ya no intentaría mostrarme científico. Cuando el enfermo entra en la oficina del médico, la mirada penetrante de la Ciencia pasa a través de él, como el del filántropo que trabaja para la felicidad universal pasa, sin ver nada, a través del hombre que se muere de hambre ante él. Me ha sido necesario olvidar mucho de la ciencia para poder comprender lo que me cuenta el enfermo en su propia lengua distorsionada. Desde entonces, tu Telémaco concentró todos sus esfuerzos para descubrir de dónde viene, dónde van y qué quieren esos seres con la palabra confusa. A propósito de la fuente Relaté la triste historia de mi amigo, que soltó las amarras de la realidad para dejar a su yo volver a sumergirse en el mundo de los milagros alucinatorios de otra época. Quiero ahora mostrar ese trabajo formidable que permitió al hijo del 52


hombre hacerse de un camino desde el mundo de los milagros hasta el mundo de las realidades. Durante cierto tiempo, nada lo obligó a despertarse. Lo que es el hombre en el seno de su madre, antes de su nacimiento, no sabemos de ello gran cosa. Sabemos, por el contrario, que el nacimiento es la primera realidad que viene a trastornar el sueño. Es ahí donde interviene la sabiduría oriental: más vale quedarse inmóvil que caminar, estar acostado que de pie, más vale dormir, soñar, morir… ¡El niño de pecho es todo poderoso! Llora, y su antiguo mundo apacible reaparece. Alrededor de él, las personas circulan sobre la punta de los pies, como si sintieran que él partió hacia el mundo desconocido de los milagros. Lo que ahora le llega de la realidad, luz y ruido, vibra como una bruma opaca arriba de su alma sumergida en su paz. La continuación de los días es un mismo día. El péndulo de la vida se mueve con pesadez. El ser se absorbe entero en su lenta pulsación. El resto no es más sueños, trozos de sueños, informes y hormigueantes, una ceniza de átomos que bailan al azar, un torbellino vertiginoso que pasa y hace reír u horrorizar. Clamores, sombras que se mueven, formas gesticulantes, dolores, terrores, risas, sueños, sueños… Todo no es más que sueño… Y, dentro del ese caos, la luz de los ojos amigos que le sonríen, la oleada de goce que, desde el cuerpo materno, desde el atrevido seno de leche, se derrama en su carne… Así habla el autor Jean-Christophe. El niño de pecho es todo poderoso. Luego, Romain Rolland habla de una fuerza: … La fuerza que está en él y que se amontona enorme, inconsciente, el océano hirviente que gruñe en la estrecha prisión de ese pequeño cuerpo de niño. Quien podría leer en él, vería mundos sepultados en la sombra, nebulosas que se organizan, un universo en formación. Su ser es sin límites. Él es todo lo que es… ¿Cuál es esta fuerza sin límites? ¿Aquella que hierve en cautiverio y que la guarda en prisión? ¿El océano que se gruñe? Si, mi amigo, es necesario decirlo muy claro: las pulsiones sexuales. ¿Y la fuerza que las inhibe? Las pulsiones del yo. Habría sido más simple llamar a esas dos fuerzas con nombres antiguos y conocidos: instinto de conservación de la especie e instinto de auto conservación. Pero para definir las nociones de las que vamos a hablar aquí, esos dos nombres son demasiado estrechos. En nuestro nacimiento, somos Césares Vuelvo al presente a la Casa Amarilla. La niebla otoñal estira sus dulces velas con un masivo arbolado al otro. En el valle, las torres de la Casa Amarilla, como las de una fortaleza, llamean hacia el cielo con el fervor de manos juntas por la oración. Celebro una fiesta. 53


El asilo, el océano de sufrimientos milenarios, libera un rumor monótono. Es el alarido del hombre de las cavernas, la súplica del hombre primitivo, la queja de Edipo, las crisis de horror de los perseguidos de la Edad Media que resuenan aquí, todos confundidos. Mientras que yo estaba ahí para escuchar, a lo largo de décadas, las quejas de la humanidad, me encontré excluido de las realidades de la vida. Todo lo que yo sé de la ciudad lejana, es que los hombres ahí se debaten mal que bien, y que cada día, tres de entre ellos llegan a la Casa Amarilla. Y sí, mi amigo, eso me hace pensar en Frantzi. En ese momento de su cuadragésimo “jubileo” en la Casa Amarilla, yo le había preguntado: - ¿Usted no quiere ir a la ciudad? ¡En cuarenta años, el mundo a cambiado mucho! - No, doctor, no voy a ir a la ciudad. Es un lugar muy peligroso; los periódicos lo dicen. Hay tanta gente que se suicida, allá, que terminarían tal vez por hacérmelo a mí también. Telémaco ve sin duda el lado práctico de la vida bajo un solo ángulo, como Frantzi. Y no obstante, los Telémacos tienen algo que enseñar a los hombres que están ahí, fuera, en la vida. Porque los Telémacos tienen conversaciones secretas con aquellos que sólo conocen muy bien la vida, y que cayeron enfermos de ella. Tenía en mi servicio un enfermo, César Cadavi, del cual todavía tendría mucho para contar, y que me dijo, durante una sombría tarde de invierno: En nuestro nacimiento, somos Césares. Es verdad. Pero muy pocos entre nosotros lo siguen siendo. Algunos llegan a realizar en la vida sus fantasmas infantiles megalomaníacos: esos siguen siendo Césares Otros, la mayor parte, emprenden negociar con la vida. Y otros aún, caen durante ese combate. Sí. Y esos que caen, la ciencia dice que eran débiles: tarados. Hemos adquirido la costumbre de regular las preguntas insolubles por medio de palabras. Una de esas palabras, es la “herencia”. Sirve para dormir nuestro sentimiento de impotencia. El destino de una vida ciertamente tiene raíces profundas en el pasado prenatal. Pero también hay una raíz, que pasa frecuentemente desapercibida, en la vida postnatal: en la infancia. Un labrador comprenderá el peligro mayor para una cosecha temprana, es la helada precoz. Sea cual sea mi pesar, querido amigo, también me hace hablar de cosas llamadas científicas; pero no es por la ciencia que lo hago. Tengo un sólo objetivo: la liberación de los enfermos mentales. Y por eso, es necesario de inicio comprenderlos. Es necesario tomar conciencia que no se puede oponer al sano de espíritu al enfermo mental como podría oponerse al ser humano del monstruo. ¡Es absolutamente necesario comprender eso! Es por ello que la liberación del enfermo mental no es una cuestión de humanidad, sino de comprensión. 54


Debemos hablar de fuerzas que se agitan en las profundidades del alma: en primer lugar, de la sexualidad y de las relaciones profundas entre estas, el carácter, las cualidades y las aptitudes psíquicas. La gran lucha entre pulsiones sexuales y pulsiones del yo (o exigencias de la civilización, si ustedes prefieren) se desarrolla en la ignorancia y en la obscuridad. Aquellos que están en el exterior no suponen siquiera qué poderosos adversarios se enfrentan en el alma de un niño. Esta lucha es invisible para nosotros, porque el alma infantil es una “página blanca”. Sin embargo, bajo esta página blanca, se oculta una sexualidad en pleno desarrollo. Se rechaza admitir la sexualidad en evolución y la curiosidad sexual del niño. Los adultos apartan la vista de las manifestaciones sexuales aparentes de los niños, porque temen agitar su propio pasado reprimido y olvidado. Si a pesar de todo les prestan atención, es para juzgarlos contra natura, culpables, nocivas y peligrosas. En efecto, existen individuos portadores de taras hereditarias. Pero no olvidemos que muchas taras no provienen de nuestros ancestros, sino de un conflicto que data de la infancia. Ocurre, entonces, que una barrera erigida mucho más alta y muy brutalmente, durante los primeros años de la vida, reprime las pulsiones de amor. Eso provoca un desmoronamiento a nivel de los fundamentos del psiquismo. Incluso si ningún trastorno se manifiesta en lo inmediato, ni durante largo tiempo durante el desarrollo, eso queda latente en el fondo del individuo, como un bache cubierto de agua en el lecho de un río. Si, más tarde, la vida provoca la erección de un nuevo embalse, más elevado, este viejo bache impide la oleada de amor de desbordarlo. En toda infancia, faltas más o menos graves han sido cometidas y baches de ese género han podido constituirse y crear un riesgo de reflujo. Sin duda por eso que la gente es presa del miedo ante los nuevos obstáculos de la vida y las nuevas pruebas. Eso explica tal vez también el miedo latente ante la enfermedad mental, que existe en mucha gente. Entonces: los sanos y los enfermos mentales están unidos por la tendencia a la regresión. Lo que los separa, es la existencia, en el enfermo, de un bache oculto, producido por una herida que no resulta siempre de una mala cualidad innata, sino frecuentemente de la brutalidad ciega de la vida, durante la infancia. El sano de espíritu y el enfermo mental no están separados por esta muralla que la gente amedrentada querría erigir a cualquier precio. No mi amigo, no se puede separar el peligro falsificando los hechos. Aceptemos más bien considerar al enfermo: ha sido herido, como la mayor parte de nosotros lo ha sido. Entonces cesaremos de tener por objetivo principal el no comprender a los locos y contentarnos con aislarlos. ¡El loco pide algo! Tal vez conviene examinar la vida y la civilización para ver si no habría algo para curar. ¿Qué mal la vida puede hacer a los jóvenes retoños humanos? Para responder a esta pregunta, te presentaré el caso de uno de esos infelices heridos precoces de la vida. 55


César Cadavi Hacía años que no se le prestaba ni siquiera atención. Se había petrificado en el mismo lugar, como un monumento conmemorativo en el cruce de rutas frecuentadas, cuyo sentido se habría perdido. Tenía la cara volteada hacia el cielo, como un adorador del Sol. Su frente alumbrada era visible desde lejos. Sus párpados cerrados estaban brillantes e hinchados. Su boca, estrechamente cerrada, ondulaba finamente hasta sus orejas apartadas. Sus dos manos huesudas, inseparablemente juntas por la oración, se elevaba hacia lo alto. Era un hombre “replegado”. Insignificante, pero no obstante portador de una significación misteriosa, Cadavi se dirigía hacia el cielo. Cuando, varias decenas de años antes, había llegado al asilo, era él mismo que se había dado el nombre de César. En el expediente, no había prácticamente nada acerca de los últimos quince años de su estancia; como si los médicos, de los cuales más de uno ya no estaba ahí, se habían cansado de tomar notas acerca de él. “Se mantiene inmóvil, en una esquina. Tiene los ojos cerrados, no habla. Reza en silencio. Ha perdido sus facultades intelectuales.” Algunos meses más tarde, simplemente esto: “Status idem”. Según la fraseología de la Casa Amarilla, Cadavi era un problema clasificado (le dieron carpetazo). Durante todo ese tiempo, yo había hojeado mucho los viejos expedientes. Cuántas horas habré pasado, mi querido amigo, a lo largo de las tardes silenciosas, en mi oficina blanqueada a la cal, inclinado sobre esas páginas decoloradas. En el cuarto perfumado por el aire que bajaba de los montes Hàrs, perturbado de tiempo en tiempo por el grito de un enfermo o el canto de un mirlo, cuantas veces tu Telémaco se embarcó hacia comarcas poco seguras… Bien arreglados en los armarios, se encontraban los expedientes cubiertos de polvo. Legajos cada vez más voluminosos: “… Hombres salidos en 1869… Mujeres salidas en 1869… Hombres fallecidos en 1869… Mujeres fallecidas en 1869… Etc.” Escritos que testimonian acerca de personas que han vivido y están muertas, aquí, a lo largo de los años, de décadas. Treinta mil personas: ahora treinta mil expedientes. Fantásticos combates contra molinos de viento, en los vapores violetas de los valles prehistóricos. Una pulsión irresistible me incitaba a querer penetrar en el alma de Cadavi. Todas las tardes, a las tres en punto, el enfermero debía traérmelo a mi oficina. Yo lo miraba una hora. Él se quedaba ahí, inmóvil. Tenía los ojos constantemente cerrados. Era imposible de hacerlo sentar, incluso a la fuerza. Mantenía la cabeza volteada hacia el cielo. Yo sentía que el éxito dependía de mi perseverancia. Me organicé en consecuencia. Charlando con él, yo realizaba mis tareas cotidianas. -Siéntese, señor Cadavi. Después yo seguía escribiendo. Más tarde, le repetía la invitación: -¿No está cansado aún? 56


Intenté innumerables preguntas. Traté de acercármele por innumerables costados. Cadavi permanecía inmóvil. Comencé a creer que todos mis esfuerzos serían vanos, cuando un día, en una inspiración súbita, le pregunté: -¿A quién le reza usted? Se estremeció bruscamente. -¿ A quien le reza Usted? Hice de nuevo, sin saber bien yo mismo si hacía bien en actuar así. Hubo un momento de retroceso, como si lo hubiera golpeado. Palideció. Sus párpados comenzaron a temblar. De repente, entre sus pestañas rojizas, derramó una gruesa lágrima. ¡Instante temible! ¿Era necesario seguir preguntándole, ahora? ¿No arriesgaba yo desencadenar en ese enfermo, que había encontrado la paz, una avalancha de sufrimientos? Sin embrago, me sentía empujado a continuar. Buscaba mis palabras, palabras con dulce sonoridad. - Veamos, Cadavi… no tenga miedo… quiero que esté bien… ¡Hable! ¿Es tal vez a un Santo a quien usted le reza? … ¿María? … No pude terminar. Separó de repente sus diez dedos. Su cara se torció en llanto. Y, de golpe, abrió sobre sus dos ojos. Dos ojos. Como dos bestias temerosas… dos perros negros despertados de sobresalto, fatigados, que ladran sobre mi. No pude soportar esos ojos que me penetraban con la mirada. Agarré sus dedos duros y huesudos: -¡No quiero hacerle mal! … Querido Cadavi… Cadavi jadeaba. Su mirada fija se quebró, de cansancio. Sus pestañas se bajaron, lentamente. Yo estaba sacudido. Con mil precauciones, le hice juntar las manos de nuevo, como se tiene la costumbre de hacer con los muertos. Me sentía como un villano bribón que hizo romper un juguete. No quería importunarlo más largo tiempo. Renuncié a penetrar en el alma de Cadavi. No obstante, las cosas no se quedaron ahí. Al día siguiente, Cadavi esperaba que vengan a buscarlo. A las tres, comenzó a agitarse. - Tráigalo, dije, resuelto a todo. Se lanzó positivamente a los brazos del enfermero. Cadavi tenía prisa en venir… Me cuidé de evitar a cualquier precio la pregunta que habría podido surgir: ¿Quién es, para Cadavi, María? Un año más tarde, Cadavi comenzó a hablar. Poco a poco, yo había llegado cerca del bache oculto. Un día Cadavi dijo: -Ha ocurrido algo, hay siete mil años. 57


Otro día, después de un largo silencio: - A la edad de cinco años la vida dio un vuelco. A eso hay que volver. Esas palabras de Cadavi casi no me sorprenden. Frecuentemente yo había escuchado a enfermos decir cosas de esa especie. ¡Hay que volver! Pero ¿qué pasó, hace siete mil años, a la edad de cinco años? Cadavi hablaba de él mismo en tercera persona. Bajo el nombre de “Chavito”[Petit Gars]. Tal vez lo habían efectivamente llamado con ese apodo, en otra época. Él relató que el Chavito era un niño silencioso. Nunca jugaba. Luego, despacio, añadió: - Pero eso no siempre fue así. Creo que a la edad de cinco años todo cambió. - El Chavito sin duda había sido un niño modelo, que nunca lo vieron reír; que se iba cuando un invitado entraba al cuarto; que no tenía deseos. Un niño del cual nunca se sabía lo que pensaba. Que espera algo, pero no se sabe que. -Tal vez es precisamente en este evento enterrado que él se absorbe constantemente. Después vinieron los recuerdos. - Un pasillo, en vidriera. Un Adelfa rojo… Una mujer fea. Ella agarra al Chavito. Mira al Chavito y ríe… Mamá es bella, muy delgada en su faja ceñida… El Chavito la ama, ella siente bonito… Sí… ¿La mujer fea? Viene del harén del emperador… quiere abrazar al Chavito… El Chavito la golpea. La fea mujer muere, pero sigue riéndose. El padre del Chavito tiene una barba fea… Él es el emperador del harén… El Chavito golpea también al emperador del harén. Él también muere, pero también sigue riéndose… …Viaje… Coches amarillos, verdes, rojos… El Chavito está en las rodillas de su madre… abajo, en el valle, hay gente alta como el pulgar, una carreta pequeña, una mula pequeña. El Chavito exclama: «Caballitos, vaquitas, vengan a mis rodillas…» Mamá se ríe… Ella dice: «No son pequeños, sólo están lejos.» Por lo tanto, los enanos, eso existe… ¿Y el padre? ¡Sí! … Un día, le pegó a mamá… … En el tren, el Chavito necesitaba ir a hacer pipí, su madre lo sostiene en la ventana. Al Chavito le gustaba mucho mear hacia abajo, en el gran valle, delante de su madre… El Chavito acababa de descubrir que el verdadero César, era él. … ¿Y el padre? … Un día, el padre cerró la puerta con llave… una gran puerta blanca. Grito contra mamá… tiró su sombrero al piso… El Chavito estaba en el piso, tenía miedo, miró el sombrero aplastado… El Chavito golpea sobre el sombrero, el padre desapareció… … Están en el campo… La madre del Chavito está echada en la hierba… El Chavito se le junta cerca de ella… Él se ríe. Mamá no se voltea hacia él. El Chavito la obliga a voltear la cabeza hacia él… Mamá llora… Las vacas y mamá sienten bonito. El Chavito duerme con mamá… Mamá llora. El Chavito la acaricia… Mamá abraza al Chavito… «Papá ya no volverá», dice mamá. El Chavito está muy contento. «Papá está muerto», dice el Chavito. «¡No! Solamente, ya no volverá.» Sí, papá? Y bueno, entonces, está muerto. El Chavito siempre está en la cama de mamá. 58


Todas las noches, durante dos años. Así es como el Chavito se quedó como el César. … El Chavito está feliz, cerca de su madre, puede sentir todo el tiempo el olor de su madre… El Chavito ya conocía los nombres de los meses… Septiembre… Mamá dice: «Hace dos años que papá se fue…» ¿Si? Papá está muerto. El Chavito es el César. … Mamá está sentada en la veranda… El Chavito está en la cama. Espera a mamá. ¿Por qué mamá no viene? Sin embrago es tan bueno, cuando ella está ahí. Todas las noches, el muro se abre… en las montañas, hay hombres enanos, caballos y vacas enanas… Atraviesan un pórtico dorado para entrar en un palacio dorado… El Chavito es César, y su mamá es la emperatriz… Mamá toma terriblemente mucho tiempo en venir… Hace cien veces que la llamé: “Mamá, mamita, ¿vienes?” … Pero, ¿qué pasa? ¡Un grito! ¡Un terrible grito de harén! Mamá acude al cuarto, tiene por el brazo al emperador del harén. «¡Papá volvió, papá volvió!» … Los dos abrazan al Chavito. El Chavito golpea a papá… Papá muere, pero continúa riéndose. Papá toma al Chavito sobre las rodillas, lo acaricia, le muestra un libro con imágenes… … Chavito mira a mamá, que hace la cama sobre el sofá. Entonces el Chavito ver que mamá lo engañó. Ella también, ella es del harén. El Chavito es obligado a abandonar la cama de mamá… He aquí lo que había ocurrido, hacía siete mil años. Cuando el Chavito tenía cinco años. Es todo de lo que él se acuerda. Esa es la noche en que el futuro de Cadavi se empantanó. Es esta decepción, de la cual Cadavi nunca más se repuso. Reprimió y olvidó su amor trágico, y continuó viviendo… Nadie podía dudar que un amor-odio eterno ligaba al Chavito con su madre. Durante largo tiempo, esta fractura permaneció invisible. Cadavi había reprimido y olvidado esa noche. Solamente se había vuelto cerrado, tenía miedo de la oscuridad, de los ruidos. Sus pesadillas estaban pobladas de combates, de terremotos… Atravesaba la vida, sin experimentar ningún amor. Terminó brillantemente sus estudios. Luego se fue al extranjero, para continuar sus investigaciones en historia. En Berlín, conoció a una muchacha. Ella también estudiaba historia. Una profunda amistad se desarrolló entre los dos jóvenes. Cadavi habría querido volver a amar, pero no podía. Es ese deseo de amor, sin la capacidad de amor, que llevaba Cadavi hacia el destino que lo acechaba. El pobre muchacho sólo tenía su deseo, el cual sólo podía reavivar su fijación a su madre, y por lo mismo, su decepción de otra época, su desesperación y su odio… todo lo que él tenía, durante esa noche fatal, enterrado en el fondo de sí mismo. Un torbellino de odios inexplicados, de pasiones flotantes, invadía al joven. ¡Pasiones flotantes! Mudas por lo vivido de una noche olvidada, pero las pasiones suscitadas se habían despertado en su conciencia. Pasiones terribles, torturantes, incomprensibles e insolubles. 59


¡Pasiones flotantes! Una noche, en su apartamento, Cadavi tuvo una crisis de furia y molió a palos a su amiga. Lo internaron en un asilo. Cadavi dice, hablando de esa noche: - Ella tenía los ojos azules, cabellos rubios, y se llamaba Marie. Bajo ese disfraz, era la madre del Chavito, la emperatriz del harén. Sí, querido amigo, entonces era eso: ella tenía los ojos azules, los cabellos rubios, ¡y se llamaba Marie! La madre de Cadavi se llamaba efectivamente Marie. Estoy absolutamente seguro de que ella era rubia y tenía los ojos azules. Fue sin duda un factor decisivo cuando en Berlín, en la biblioteca, el joven se encontró justamente interesado por una joven rubia de ojos azules. En la Casa Amarilla, Cadavi fue presa de un delirio religioso, como se lo llama clásicamente. Esa famosa noche, a la edad de cinco años, el amor del niño por su madre había sufrido una decepción brutal; por esta misma razón, nunca se pudo despegar de su madre. Intentó huir de su madre en una vida sin amor, porque el amor, con su todo poder, lo habría llevado a su madre otra vez. Y Cadavi continuó huyendo, hasta que encontró a una María que tenía los ojos azules y los cabellos rubios. Cuando en Berlín, durante la noche fatal de su delirio, creyó ver a su madre en es muchacha, se volvió a fugar –lejos de la realidad- en la enfermedad mental. Debió caer enfermo, para estar seguro de nunca más encontrar a Marie, ni verdadera ni falsa. ¡En vano! Cadavi se puso a rezar. Las oraciones se debilitaron en un murmullo maquinal, y el pobre enfermo dirigido hacia el cielo se encontró indisolublemente unido a una emperatriz celeste –que se llamaba Marie y tenía seguramente los cabellos rubios y los ojos azules.

Aparecidos Te acuerdas: cuando relaté esta historia, uno de ustedes lanzó: - Vuelven siempre… Si, vuelve el amor que se ha ahuyentado a la fuerza. Una pasión ahuyentada, reprimida, atestigua de una mala economía psíquica. Lograr renunciar, eso demanda un trabajo duro. Si queremos llegar al extremo de un sufrimiento, más vale mirarla de frente, afrontarla directamente. Pero, confrontado a una herida tan precoz de la vida, tan inesperada e incomprensible, el niño no tiene la fuerza para hacer otra cosa que reprimirla, olvidar el sufrimiento torturante, intolerable.

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Es en el dominio de la sexualidad que el niño reprime más. Es la lucha entre las pulsiones sexuales y las pulsiones del yo. También podríamos llamarla lucha entre sexualidad y cultura. Pero también es la vía del desarrollo humano. El primer objeto de amor del niño pequeño es su madre. Pero este amor choca contra una ¡prohibición cultural! : no tiene el derecho de experimentar por su madre el amor, sino solamente un tierno afecto. Ese conflicto edípico arcaico inexorable, sobre el cual, en cada uno de nosotros, se rompe la oleada amorosa causando más o menos daños, es decisivo para el hombre y para la humanidad. Cuando el amor incestuoso del niño se despega de su madre, se fragmenta en amores innumerables, mientras que el lugar del objeto de amor, se dirige a la imagen transfigurada, inabordable, de la madre. Así, el ejemplo, la advertencia representada por el ideal erigido en lugar del objeto de amor, va a guiar al muchacho a una vida durante, conducirlo a partir de deseos pulsionales hacia objetivos ideales, y conectarlo a miles de objetos de amor “sublimados”. Es en este ideal del yo que se encuentran enseguida, a los lados de los padres, los educadores, profesores, todos aquellos que prohiben y que ordenan, los grandes hombres, los héroes de la historia, los combatientes de la civilización… Es la negación del primer amor, del incesto, que está en la base del ideal del yo. Es bajo la conducta de este que las pulsiones del yo crean, a partir de las pulsiones sexuales, el yo mismo. La sexualidad es la materia primera de la cual se sirve la pulsión egoísta, el escultor, para moldear al yo, esta fuerza que piensa y que monta la guardia a las puertas de la acción. Así es como la civilización se ha desarrollado. La primera actividad cultural, hacer el fuego, era en el origen un acto sexual simbólico. El acto sexual prohibido por ciertas razones era así reproducido sobre un modo de juego, el frotamiento de dos pedazos de madera uno contra el otro simbolizando la unión de los dos sexos. Es el acto autorizado bajo esta forma que indicó a los hombres esta manera de hacer el fuego. El juego, siendo así puesto al servicio de la civilización, progresivamente se desexualizó. La civilización expresa entonces, a fin de cuentas, las pulsiones amorosas desexualizadas. La civilización es movida por esta oleada amorosa, hinchada por la retención de las pulsiones egoístas. Solo se puede imponer una restricción limitada a la sexualidad, para que ella aproveche a la civilización, sin dañar al individuo. Si la restricción es excesiva, la sexualidad reprimida –el aparecidoqueda en riesgo de volver bajo la forma de neurosis y de psicosis. La enfermedad mental nace de un combate desigual entre las pulsiones sexuales y las exigencias culturales, en los casos en que los ideales del yo imponen una represión excesiva de la sexualidad, paralizando así la voluntad dirigida hacia el mundo exterior. Querido amigo, cuando veo ironizar a la gente y apiadarse, abiertamente o por detrás, sobre el pobre loco, pienso frecuentemente en su miopía fatal. Porque, en ese pobre loco, hay un mártir involuntario e inconsciente, que protesta contra 61


las exigencias culturales… Le tenemos miedo al loco, nos reímos de él y lo compadecemos; pero no vemos la civilización detrás de su tragedia, que podría, de hecho, ser la tragedia de todos nosotros… Y no señalamos la tragedia en el niño. Los educadores sólo tendrán acceso al niño cuando habrán reconocido que entre el niño y el adulto, el problema de la sexualidad se alza un muro infranqueable. Si no, todos sus esfuerzos serán vanos. El pobre niño balbuceante está ahí, al pie de ese muro, en un estado de abandono increíble, querido amigo. Los adultos no pueden y no quieren comprender a los pequeños, porque niegan su propia sexualidad infantil, reprimida, incluso olvidada, pero en todo caso reprobada… Los impulsos del cuerpo golpean más y más fuerte. Los muchachos, las muchachas, se encuentran desamparados frente a los misterios excitantes, tremendos… Sin comprender, sufren y gozan al mismo tiempo deseos que tensan su cuerpo y su alma… Frente a las pulsiones amorosas, se dirigen las prohibiciones del ideal del yo. La irrupción forzada del deseo despierta miedos, angustias. El niño debe llegar solo al extremo de la lucha entre deseos e ideal del yo. Es una de las tareas más pesadas de la vida. El niño no se atreve a plantear preguntas. Ha ido deprisa en descubrir aquello que no tenía el derecho de informarse. El niño se da cuenta que los adultos, haciendo frente unidos, le mienten. Su pensamiento, sus comportamientos se desvían de ellos, como mus por una heliotropía negativa. Siente o comienza las cosas que la sociedad de los adultos condena al secreto. Sin embargo, esos tapujos traicionan al mismo tiempo cuánto se conoce mal la extraordinaria capacidad de comprensión y la gran sensibilidad instintiva del niño. La ingenuidad de los adultos deja sospechar que inconscientemente hacen todo para traicionar el secreto. El niño percibe siempre que es aún de esta “cosa” que está en cuestión… El niño comprueba que se callan bruscamente cuando se acerca, que se ponen a hablar en un idioma extranjero, que se miran sonriendo, que los castigan por tonterías. Siente que todas esas cosas tienen una misma significación, es el mismo tipo de sonrisas, el mismo tipo de lenguaje por signos, a propósito del mismo secreto. A todo esto se añade el espectáculo de la calle, donde todas esas precauciones no se usan, las vitrinas de las tiendas, y por último, los compañeros de clase, las sirvientas, más francas, y luego los libros que circulan por debajo de la mesa… Pero mientras tanto, el niño ha constituido su ideal del yo. Entonces, acepta todas las mentiras de los adultos. Durante esta fase de su desarrollo, el niño reprime y olvida; desde ese momento, entrará en la sociedad de los adultos haciendo suyo su privilegio: la mentira y el disimulo. Además, ¡hay todavía muchas cosas de las cuales será necesario hablar, querido amigo! Todos los adultos condenan al onanismo, porque han aprendido que era un pecado y que eso constituía un grave peligro para la salud de su hijo, al cual había que proteger. Algunos adultos acosan a esta práctica por todos los medios, 62


y en ello ven lo esencial de su tarea como educadores. Pero frecuentemente, se trata simplemente de un despertar del complejo de masturbación mal reprimido de los padres mismos. El deseo reprimido de otra época, el fantasma del onanismo, vuelve bajo la forma de la persecución del onanismo. La intimidación generalmente es ineficaz. Siempre contiene una parte de exageración, de mentira. El niño tiene la impresión de ser un excluido de la sociedad, el único en hacer ese tipo de cosas. El niño, bajo el efecto de la intimidación, está muy dispuesto a enmendarse. Pero la fuerza del deseo es frecuentemente más grande que la del niño. Así, cada recaída arranca al joven ser una partícula de su confianza en sí. La intimidación tiene entonces por efecto no deseado un grave sentimiento de culpa. La desvalorización de sí, la vergüenza, la indecisión, la falta de valor, todos resultan de ese sentimiento de culpa. El niño se ruboriza, se turba, se muestra distraído: todos esos fenómenos que tienen la costumbre de atribuir al onanismo son productos de la mentira. Sí, el hombre joven ruborizado, turbado, temeroso, sin voluntad y distraído, no es el onanismo que lo ha vuelto así, sino la culpa. Esa mentira que le han inculcado: “Tú eres el ser más vil del mundo”. En el niño, el combate se desarrolla entre su deseo sexual primitivo y su yo civilizado. Es uno de los combates más difíciles de la vida. La fuerza elemental de ese conflicto puede ser tan considerable, tan cargada de decepciones –como en Cadavi, por ejemplo. Que el niño, no logrando regularlo, es obligado de reprimirlo a causa de su carácter insoportablemente doloroso. La empresa puede ser un éxito; pero entonces, sin que tenga verdadera conciencia de ello, su capacidad de amar permanece fijada a un estado de amor primitivo. ¿Un estado de amor primitivo? ¡Sí! Todo el pasado pulsional está constituido de pulsiones parciales primitivos incomprensibles, que el hombre tal vez ha heredado de las criaturas prehistóricas. Esos erotismos primitivos –oral, anal, muscular, etc.- son el sadismo, la bisexualidad, la homosexualidad, etc. Todo un enjambre de pulsiones asociales barren al alma infantil… Los erotismos parciales, convertidos en un obstáculo a las posibilidades naturales tanto como sociales y culturales. ¿Cómo llega el niño al extremo de esos deseos? ¿En qué se vuelven esas bestias salvajes primitivas, imposibles de satisfacer? Una parte de ellas se constituye en unidad, durante la evolución. Eso es lo que da la sexualidad normal. La normalidad resulta de una mezcla óptima de pulsiones parciales innumerables, como la luz blanca resulta de la mezcla de todos los colores. Entonces es el reagrupamiento de las perversiones infantiles bajo la égida de la genitalidad que produce la normalidad. Otro grupo de pulsiones parciales desaparece, igual que el complejo de Edipo desapareció, pasando del amor de la madre al amor tierno y al amor de ideales superiores. Las pulsiones parciales, sublimándose, se fundan en el 63


carácter. Así, el erotismo anal, por ejemplo, el placer ingenuo del niño ligado a sus necesidades corporales, se sublima en propiedad, orden, economía, ambición. Por último, una parte de los deseos sexuales llega a la satisfacción por la vía sexual directa. Sólo se puede reprimir sin daños cierta cantidad de deseo sexual. Una represión excesiva corre el riesgo de provocar síntomas neuróticos. En esos síntomas, se puede generalmente encontrar el miedo, la compulsión o la culpa. Pero frecuentemente también, a través del síntoma, el deseo defendido logra la satisfacción, bajo una forma distorsionada. El fantasma regresa. Ocurre, por último, que el deseo reprimido y la pulsión parcial primitiva –el sadismo, por ejemplo. Estallan en toda su brutalidad. Las pasiones libremente flotantes invaden repentinamente un psiquismo aparentemente apacible. Entonces son esos crímenes horribles, incomprensibles, que atestiguan la fuerza desmedida de las pulsiones inconscientes y los límites de los poderes psíquicos conscientes. ¡Los fantasmas regresan! Vida y muerte Olvidemos, querido amigo, todo lo que dije de las pulsiones sexuales y de las pulsiones del yo, para mejor agarrar una noción más sintetizante todavía: la de la pulsión de vida y de la pulsión de muerte. Varias personas me han hablado del momento de la agonía. Un hombre me contó que estando muy gravemente enfermo, torturado por la fiebre y el delirio, tenía la impresión de ser bamboleado por la tempestad en un mar desatado. En todo momento, las olas iban a arrancarlo del puente. Sentía que él no escaparía a la muerte que acercándose firmemente a las jarcias y al mástil. Pero un marino, con aspecto de pirata, lo tironeaba sin cesar, buscando hacerlo dejarse tomar. En esta lucha, que le pareció durar una eternidad, el enfermo llegó no obstante, a agarrarse a las jarcias y escapar así a la muerte. Un día, en mi infancia, yo también tuve mucha fiebre. No entendía lo que me pasaba. Era como si mi cuerpo se sumergía en el terciopelo cuyos pelos picaban, vibraban, irritaban, repentinamente todo eso se interrumpía, con una poderosa detonación. Era espantoso, pero eso veía a mi auxilio. La detonación me salvó en varias ocasiones. El terciopelo vibrante se reducía muy rápidamente en polvo. Luego, vino un momento en el que no hubo detonación. Me sentía tieso por la muerte, lentamente, todo no hizo más que una vuelta en mí. Esta voltereta –no tenía la certeza- era el fin. Iba a morir. Luego, al salir de no sé dónde, con la prisa febril del que se hace esperar, la varilla de cobre milagrosamente rajó el espacio. Entonces, de un solo gesto, arranqué algo. Era la compresa que rodeaba mi cuello. Yo tosía, y mi garganta estaba despejada. La vibración cesó. La varilla de cobre golpeaba ahora con un ritmo precipitado, con un ruido que atenuándose, hasta volverse un tictac en el que yo reconocía nuestro péndulo.

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Ante la cercanía de la muerte dos traficantes se disputan la mercancía: la pulsión de muerte que quiere rechazar en el mundo inorgánico la materia que era animada, y la pulsión de vida que busca retenerla manteniendo el contacto con el mundo exterior. Eso se parece al combate entre el deseo de volver al todo poder mágico, la paz primitiva, el pecho de la madre tierra, y la voluntad de aferrarse a la realidad. Ese tictac que ata de nuevo a la existencia al ser que ha sido llamado a la vida: la pulsión de vida se agarra de él, la pulsión de muerte lo rechaza. No es el tictac del péndulo el que me llama a la vida. Si no que en el delirio de la agonía, el péndulo había tomado una significación profunda, simbólica. Además, el péndulo, creación humana, el hombre lo inventó a partir de sí mismo. Expresa tal vez justamente uno de los grandes misterios de su ser. Sin duda es partiendo precisamente del mecanismo profundo de nuestro ser –la pulsión de vida y la pulsión de muerte- que proyectamos una parte de misterio en la máquina para medir el tiempo: el péndulo. El péndulo Ese gran peso que quería regresar hacia el centro de la tierra simboliza la pulsión de muerte… si sólo se mantuviera ahí, caería con una rapidez loca… El momentito de vida sería reemplazado por una muerte inmediata. Pero una vez remontado, el peso no puede hacer de un golpe. El cable que lo soporta se enrolla alrededor del eje de una rueda dentada; un pequeño gancho retiene a la rueda dentada, oscila de un lado a otro e impide al cable de desenrollarse. Según la oscilación del balancín, el gancho suelta o retiene de un grado el peso en su caída. El balancín –la pulsión de vida- impide al peso– la pulsión de muerte de caer. Los dos mantienen así una tensión: la vida. Un pequeño empujón ruidoso y tictaqueante, un movimiento de la aguja hacia lo alto: la vida. Una pequeña caída lenta y silenciosa del peso hacia abajo, la muerte. Es en esta tensión conjugada de la pulsión de vida y de la pulsión de muerte que se inscribe la vida misma, como la tensión de las pulsiones sexuales (amor) y de las pulsiones del yo (odio) constituye lo que llamamos el amor en el sentido social de la palabra. La vida, plena de deseos amorosos, se lanza a la manera de un balancín, movido por la tensión de las pulsiones de vida y de muerte, dejando atrás el punto muerto. En cuanto al péndulo, simboliza la reunificación del Eros dividido en hombre y mujer, la puesta en marcha de la vida. ¿Sienten, humanos, que cuando al grado supremo del rompimiento amoroso, ustedes se vuelven dioses, y que el formidable balancín lanzándose en el espacio llega al cenit, en el dolor y el goce, sientan, humanos mortales, que vuelve hacia el mundo inorgánico, que durante un corto instante han pasado por el punto muerto? 65


¿Sienten ustedes en vuestras entrañas amorosas, en el momento en que una nueva vida brota de ustedes, sienten que en ustedes algo se muere? Morir Hay una última pequeña historia que les quiero contar. Durante cierto tiempo, un patriarca que ochenta y cinco años, el padre Csetényi, era pensionado “de honor” en la Casa Amarilla. Lo habían llevado ahí porque no había nadie, y en el exterior él no podía satisfacer sus propias necesidades. Según su certificado, él sufría de demencia senil. El viejo señor estaba encantado de acostarse en una cama propia y de no tener que preocuparse por la vida cotidiana. Un día, me vienen a decir que el viejo posee una navaja, que él anda tirando en cualquier parte o en su cuarto. Durante la visita, lo agarro aparte: - Padre Csetényi, usted sabe que aquí tiene todos los derechos. Pero le ruego, que vigile un poco mejor su navaja, porque hay también, en su cuarto, enfermos a los cuales no se les puede tener confianza. El padre Csetényi prometió todo lo que se quería – pero era necesario de todas maneras todo el tiempo correr tras él para regresarle su navaja que había olvidado aquí o allá. Le pedí entonces de elegir otro cuarto para dormir, un cuarto en el que su navaja no represente ningún peligro. ¡No, doctor! ¡Para nada en el mundo! ¡Le suplico que me deje estar donde estoy! Entonces le ruego confiar su cuchillo, a la noche, a alguien del exterior de su cuarto. A mí o a otro, no importa. Le será devuelto a la mañana. No, doctor, no puedo para nada dar mi cuchillo. Le ruego, déjemelo suplicaba el viejo, con lágrimas en los ojos. Las cosas se quedaron así por un cierto tiempo; hasta el momento en que eso verdaderamente ya no podía continuar así. Una tarde, le pedí gentilmente: Padre Csetényi, déme su navaja, por favor. Se quedará conmigo durante la noche, y mañana en la mañana se la devuelvo. El viejo bravo suplicó, yo permanecí inflexible. Lentamente, sacó su cuchillo de la bolsa de su chaleco, me la tendió con una mano temblorosa y, abatido, me dice: Doctor, si usted me toma mi estilete, me muero. La tristeza del viejo me daba pena. Intentaba apaciguarlo, pero nada lo pudo lograr. Se volvió, herido, se fue de ahí arrastrando los pies. El padre Csetényi iba a acostarse; a la noche, tuvo fiebre, a la mañana una congestión pulmonar se declaró. No pronunció una sola palabras más, y al cabo de algunos días se murió. Así, tal vez él está muerto por mi falta, porque no comprendí lo que esa navaja significaba para él; o aún, se murió porque él lo quería, el padre Csetényi.

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Guerra y paz. Pulsión de vida y pulsión de muerte: ruptura de la armonía entre el odio y el amor… Después de las guerras y las revoluciones, la gente es presa de una extraña curiosidad de saber como los enfermos mentales reaccionan a esas conmociones. Desgraciadamente, sobre ese punto no he podido satisfacer la curiosidad del periodista. La experiencia no aporta nada significativo a ese respecto y, además, la cuestión casi no me interesa. Es más bien a la inversa que podría interesarme: la influencia que los enfermos mentales habrían podido ejercer sobre las guerras y las revoluciones… Quiero decir: ¿qué influencia el loco, que resultó herido de su combate con la cultura, ha podido ejercer sobre la guerra, la revolución, la historia? Una idea que frecuentemente ha sido evocada, querido amigo, es que la enfermedad mental y la guerra podrían tener alguna relación entre ellas. La enfermedad mental, es el estado de guerra al nivel del individuo, mientras que la guerra, sería la enfermedad mental de los grupos. Lo que es cierto, es que las dos se colocan bajo el signo de la regresión, de la pulsión de muerte, de la destrucción. La guerra también resulta de la desintrincación de las pulsiones de vida y de muerte; dicho de otra manera, de la ruptura de la armonía entre el amor y el odio. Lo que llamamos el amor, en el sentido social del término, no es, en realidad, una fuerza única, sino una combinación de fuerzas parciales. Las tensiones opuestas de impulsos de odio de la pulsión de muerte y de las vibraciones de amor de la pulsión de vida se equilibran (como te había intentado explicar a través del ejemplo del péndulo), y la combinación de esta doble fuerza constituye el amor. El amor no es una moción homogénea. Los mecanismos psíquicos están siempre constituidos por la oposición de dos fuerzas contrarias, que permanecen en equilibrio si las condiciones son favorables. En el amor, sólo el costado placentero de ese juego de equilibrio nos aparece. Pero incluso si los impulsos de odio no llegan a la superficie, nunca hay que olvidar que existen y pueden volverse activos algún día. Observemos simplemente a los niños, sin prejuicios. Tal como los pueblos primitivos manifiestan su odio más abiertamente que nosotros. Si las prohibiciones educativas no se los impiden mucho, expresarán más de una vez su odio sádico, incluso deseos de muerte con respecto a sus padres amados. Encontramos una confirmación manifiesta de ello en el rito primitivo de muerte y la devoración del padre. Además la satisfacción más arcaica de las pulsiones parciales, el erotismo oral, la devoración del padre se acompañaba también de la creencia que el hijo podía así incorporarse la fuerza y las virtudes de su padre. La devoración del ancestro representa entonces también el prototipo del desarrollo del ideal del yo. Sí, querido amigo, es así como las cosas más horribles pueden sublimarse. Porque más tarde, con el desarrollo de la civilización, en lugar 67


del padre, sólo se comía el símbolo del padre, el tótem, el animal sagrado de la tribu. Luego, en medio de una sublimación aún más empujada y la fijación de los sentimientos de odio primitivos, se llega a una situación en la que el descendiente se esfuerza simplemente en heredar las virtudes del padre. Así, con la formación del ideal del yo, la ingestión ideológica del padre reemplazó a la incorporación. Los impulsos de odio prohibidos pueden así, bajo la dirección del ideal del yo, orientarse hacia objetivos superiores, autorizados por la sociedad. La sublimación es un método más feliz para llevar a cabo las pulsiones asociales en varias actividades de los niños o de los adultos: las pruebas deportivas, la caza, la vocación de médico o de cirujano, etc. Pero la guerra no es una sublimación de las pulsiones, como algunos quieren decirlo, para intentar justificar la legitimidad. La guerra es la explosión brutal de un sadismo mal reprimido. Como lo he dicho, el sadismo puede entonces ser reprimido. En caso de represión, las pulsiones no pueden esperar a ninguna satisfacción. Pero la pulsión trabaja en el inconsciente, su tensión aumenta, y termina por explotar brutalmente en un día señalado, o bien se abre un camino hacia la superficie, a través de vías desviadas, bajo forma disfrazada. Algunos se defienden de sus pulsiones asociales –por ejemplo, el deseo de matar- pregonando ruidosamente sus sentimientos afectuosos para cubrir las voces de las mociones intolerables. Conocemos mucho ese tipo de neurosis. Tiemblan cuando aplastan un insecto. Son incapaces de decidir si son frutas u orugas lo que quieren cultivar en su jardín. Hay neuróticos que se torturan a sí mismos, por culpa, por esta misma razón. Frecuentemente es por una bondad excesiva, por una amor apasionado por la humanidad, que intentan defenderse de la emergencia de los sentimientos de odio. Querido amigo, ellos me ponen a reflexionar, esas personas obligadas a proclamar en alto y fuerte que están prestos a morir o a matar por sus principios. Con ayuda de esta ideología, ocultan a su conciencia la penosa verdad interior. Su motor inconsciente, es el deseo de matar. Es el odio que los conduce hacia el ideal. Por una idea, algunos revolucionarios están listos a matar al soberano. No dudan incluso que han debido edificar una grandiosa ideología porque están siempre en lucha contra su padre, han arreglado mal su complejo de Edipo. ¡Y el odio, revestido del dominio resplandeciente de las ideologías, es fatal! Si esas personas solamente, que se creen mejores que los otros, se dieran cuenta un día que las ideas más sagradas: familia, religión, raza, nación, humanitarismo, les sirven muy frecuentemente, muy inconscientemente, a dar libre curso a su sadismo mal reprimido, que se dan así el derecho a odiar y a destruir sin remordimientos. En cuanto a la guerra y la revolución, significan el retorno del sadismo mal reprimido, incluso si parece brutal, incluso si ofende nuestra dignidad humana, debo decir, querido amigo, que todos contribuimos a la guerra. La guerra es el 68


hecho de todos, existe en todos nosotros. Toda la bestialidad, todo el vandalismo que la guerra saca a la luz, espera sin duda la ocasión de resurgir, reprimidos en alguna parte en el inconsciente de los espíritus. La preparación a la guerra es un proceso permanente, los más urgidos a prepararse son aquellos que luchan por y los que luchan contra. Aquellos que predican la paz y el amor, los que forjan las armas: los dos preparan la guerra, unos inconscientemente, los otros conscientemente. Del fondo de nuestra cultura y de sus conquistas más logradas, el sadismo mal reprimido nos considera con un ojo avieso. Se dice que nuestra civilización es técnica. ¡Con título justo! Se inventan máquinas bajo pretexto de mejorar la vida de los hombres y distribuir las riquezas de la tierra. Pero bajo ese pretexto se agazapan el odio y la codicia… La máquina es la prolongación de la musculatura humana. Pero, en el origen, los músculos sirven para combatir, nos permiten satisfacer nuestro odio y nuestros deseos de muerte. Las máquinas inventadas en nombre de la felicidad humana demuestran ahora claramente el retorno de ese papel mal reprimido de nuestros músculos. Sí, querido amigo, esas máquinas gigantescas, esos explosivos terroríficos y esos gases mortíferos van a servir para el mismo uso a la humanidad fatigada de la cultura, contra millones y millones de sus congéneres, que el puño musculoso de Caín –sólo usado contra su propio hermano. La paz no es un asunto de amor. El problema de la paz sólo puede ser resuelto por el conocimiento de las fuerzas inconscientes de nuestro psiquismo. Que aquellos que quieren la paz no nos hablen de amor antes de haber reconocido el odio. Hay que evaluar lucidamente las pulsiones de odio, como toda fuente indestructible de energía que, por consecuencia, es necesaria. Los técnicos de nuestro siglo han realizado un muy viejo sueño de la humanidad. Máquinas más pesadas que el aire nos permiten volar. Si hemos llegado a eso, es porque hemos tomado en cuenta con la fuerza de gravedad, hemos descubierto que la gravedad –el peso y la resistencia del aire- era absolutamente necesaria para volar. Tal como el arte de volar, la paz también es un sueño a nuestro alcance. Pero el técnico de la paz debe contar con las leyes de la gravedad del alma humana; debe contar con una madre tierra, fuente de toda energía, cuya atracción eterna –en la tensión de las fuerzas antagonistas- nos permitirá incluso volar… … Una madre tierra sobre la cual, de tiempo en tiempo, nos es necesario prudentemente ¡aterrizar! Quienquiera que aspire a volar eternamente, separándose de la tierra, terminará por ser brutalmente atraído por la eterna fuerza de atracción de la madre tierra y, en lugar de aterrizar, ¡se estrellará inexorablemente! Es la enseñanza que nos prodigan: los Héroes, los Poetas y los Locos. Ciudades-madres. 69


Ciudades son construidas, así va el mundo, y ciudades son destruidas. Para que haya destrucción, vienen las guerras ideológicas: materialismo, idealismo, nacionalismo, capitalismo, proletarismo –y los recién llegados, fascismo y bolchevismo –todo el rico arsenal de ideales. Pero no hay que creer que, en la guerra, son las ideas las que cuentan. No, lo esencial no son el delirio y la alucinación, sino la pulsión primitiva mal reprimida que al fin abre la vía para destruir los muros de la ciudad. En la guerra, es la misma necesidad psíquica que empuja a los dos adversarios. Toda guerra es una guerra contra la civilización. Contra la ciudad. Y la ciudad es un símbolo materno. La tragedia de la humanidad, es la tragedia de César Cadavi. Se separó de la madre y, a partir de la represión del amor primario por la madre y de la constitución de un ideal del yo, creó la cultura, construida de ciudades. Luego descubrió que el ideal, la ciudad, asfixia las pulsiones primitivas. Entonces hay que destruir la ciudad, porque la ciudad, es también la madre. La humanidad todavía deberá destruir y reconstruir ciudades muchas y muchas veces, antes que advenga un mundo en el que las exigencias de las pulsiones primitivas, no reprimidas sin sublimadas, y las de la cultura, sean armoniosamente combinadas, sin que sean lesionados ni el individuo ni la sociedad. Querido amigo, ¡en el jardín de Dios no hay fruto que madure tan lentamente como el hombre! Un fantasma. Antes de explicar lo que es un enfermo mental, te quiero contar un fantasma. ¿Cómo ocurrieron las cosas? Al comienzo, la tierra estaba desnuda y desértica… Pero, mientras que Dios creaba a partir de la ceniza su más bello florón, el hombre, reflexionaba para saber como hacer para impedirle conocer el secreto de la creación. Porque Dios quería solamente crear al hombre, y no un ser omnisciente. Pero no era cosa fácil, ¿por qué el secreto de la creación no se encuentra en la criatura misma, como el secreto del reloj se encuentra en el mecanismo de este? El hombre sólo tendría que mirar hacia el interior para conocer como advino a partir de la ceniza… La sabiduría de Dios es infinita. No ha privado a los hombres de su visión psíquica vuelta hacia el interior, sino los dotó de ojos orgánicos, para que el formidable resplandor del mundo exterior les impida mirar hacia el interior. Desde entonces, el hombre no cesa de fijar su mirada sobre el exterior; cava la tierra, horada, poda, construye y destruye. Pero no encuentra la paz; porque busca algo en el exterior que nunca encontrará: el secreto de si mismo, es decir él mismo. 70


¡Y no obstante! Todo lo que es capaz de ver en el mundo exterior no es otra cosa que él mismo; todo lo que ha realizado en el mundo, todo lo que pensó a propósito del mundo, es aún y siempre él mismo. Su primer arma, su primer utensilio, los fabricó sobre el modelo de sus puños, de sus brazos, de sus uñas, de sus dientes. Más tarde, no se contentó con proyectar sus músculos en las máquinas primitivas, sino, en sus laboratorios, reprodujo procesos químicos que, a continuación, se revelaron ser los mismos que aquellos que se desarrollan en el estómago, el intestino, los riñones o las glándulas. Se volvió claro hoy en día, que las maravillosas invenciones de la humanidad, sus fuentes de energía y sus instrumentos para medir el infinito son reproducciones del sistema nervioso del hombre, de sus órganos de los sentidos y de sus mecanismos de pensamiento, proyectados sobre el exterior. Mientras que Dios quería obligar al hombre a volverse hacia el mundo exterior, inconscientemente este miraba incluso hacia el interior y, en su civilización, integraba sus ojos, su corazón, su sistema nervioso. Pero el que se desvió totalmente del mundo, que rechazó su esplendor: el loco despreciado, volteado hacia el terrorífico pasado, él, es capaz –pasando tal vez por la serie arcaica de las madres- de ver el prodigio: la ley secreta de la creación. ¿Qué es el loco? Tropeles de hombres avanzan sobre rutas sin fin: seres en andrajos. Entre ellos, hay tres tipos de promotores de problemas: Los que solamente hacen semblante de avanzar, pero que, poco a poco, se quedan atrás. Ellos hacen la huelga intermitente: son los neuróticos… y los poetas. Hay aquellos que van secretamente a arrancar los rieles y lanzan bombas en medio de la gente. Son los saboteadores: los asociados y… los héroes. Y luego aquellos que, muy simplemente, se salen de la fila: - No voy con ustedes. Son los huelguistas declarados: los enfermos mentales. Todos aquellos que lanzan gritos o que se enmudecen, que recitan oraciones o claman maldiciones, los humillados y los exaltados, como si quisieran hablar a esos hombres que avanzan con pena en la lengua de los profetas, destinado a nunca ser comprendido: - ¡Miren! En nuestras heridas palpita la ley violada de nuestra sangre de todos nosotros. Es sobre vuestras ciudades –nuestras madres- que nuestro amor se rompió y es con odio que destruimos vuestros muros desnudos de amor. Somos nosotros que estamos enfermos, ¡pero son ustedes, los sanos, los que deben curarse! Es pasando por nosotros, los héroes, los soñadores, los contadores de historias y los locos que el eje que la historia progresa rechinando hacia nuevas ciudades y hacia nuevas e increíbles perspectivas de vida. 71


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III LA REDENCIÓN DE LOS LOCOS LA LIBERACIÓN DE LOS SANOS ¿Qué nos queda todavía por abordar? Tengo una deuda con respecto a toda la gente que pasan años en la Casa Amarilla, que espera ansiosamente cerca de la puerta, un pequeño con un pequeño hato en la mano… Esa gente entrampada que se debate para encontrar un medio para escaparse. - ¡Le ruego por el amor del cielo, déjeme salir, me encerraron sin razón! Nunca hubo queja que fuera tan mal comprendida. Nosotros, los Telémaco, les damos razones explicándoles que no están encerrados. Que no es una prisión, aquí. Y que no están condenados. Pero ellos, han pasado bastante por el tribunal de la humanidad. Lo peor, no es la pena infligida –la Casa Amarilla- sino el calificativo: - Pobre loco Cuántas veces me he dicho: no sé como habría que hacer para que eso esté bien; pero tal como es ahora, está verdaderamente mal. Consideramos las formas ancestrales de la Casa Amarilla. En otra época, era el ropero de los vagabundos, el asilo de los pobres, de los miserables, de los apestados, de los sifilíticos, de los ancianos, de los niños perdidos, de los niños encontrados; la casa del verdugo y la del descuartizador, reagrupados juntos, fuera de los muros de la ciudad, con el asilo de locos. Más tarde, se construyeron torres, luego edificios sobre el modelo de cuarteles o de conventos, por último pabellones y casas de salud más y más modernas y humanizadas. Pero siempre, había rejas, los muros de piedra, las celdas, y el instrumento principal entre las manos del médico: la llave. ¡Querido amigo! Ahí está el pecado original de la Casa Amarilla. Asilo de alienados o casa de salud: siempre se encuentra allí algo de la prisión. - Me llevaron aquí a la fuerza, me tienen a la fuerza, doctos, protesto… - Pero no, no es para contradecirlo, pero es en su propio interés… usted tienen necesidad de reposo… ¡tenga paciencia! A otro, decimos que su admisión no es todavía definitiva. Que él está solamente ahí en observación. ¡Que tenga paciencia! Y luego, hace falta también la opinión del tribunal. Y el tribunal todavía no se ha pronunciado. ¡Entonces tenga paciencia! Enseguida, que tenga paciencia, porque la instancia de tutela no es todavía definitiva, luego es el consentimiento de su familia que falta para su salida. Luego, 73


las autoridades todavía no han firmado los papeles. Luego, estoy de acuerdo, pero no él. Después, es él quien está de acuerdo, pero yo no: ¡tenga paciencia! Y, mientras que se desarrolla este humillante juego de pelota con el enfermo, las semanas pasan, los meses, los años; y el enfermo se debate en el filo de las mentiras de poderes impersonales irresponsables. ¿Y por último? Uno de los dos se pone a gritar, arranca sus ropas, rompe la ventana, sacude la reja. Anotamos entonces en el reporte: «E enfermo hace una crisis de locura furiosa». No es solamente el enfermo mental quien hace crisis de locura furiosa, sino también el hombre al que encierran, al que humillan y que desespera. Otro se oculta bajo sus cobijas y dice adiós al mundo. Entonces, anotamos: «El enfermo se hunde en un estado de demencia». ¡No! Es un hombre encerrado, humillado, desesperado, que ha huido en el estupor. La Casa Amarilla es un verdadero humus para un mundo irreal: el mundo que busca un enfermo que se repliega. Más de uno de esos “trogloditas” mantenidos en celdas durante decenas de años pudo ser llevado por una estimulación sistemática a salir un día dado y a vivir una vida más humana. Pero la monotonía de la Casa Amarilla empuja a aquél que había intentado revivir a enterrarse de nuevo. Cuando vi a esas almas embotadas, paralizadas en la inmovilidad por la Casa Amarilla, me invadió, querido amigo, una duda muy grave concerniente a nuestra humanidad. Se han juntado a todos los idiotas del pueblo. Los encerraron entre los enfermos. ¿Por qué? Por miedo. Pero, frente a la defensa legítima de la comunidad, se olvidaron del interés legítimo del enfermo. Me atrevo a afirmar que el pobre loco, provocado por los niños, perseguido por los ladridos de los perros, bromeado por gente cruel, si es sin cesar confrontado con las duras realidades de la vida, será obligado a empezar una relación realista con esta, y obtendrá también, sin duda, ayuda, más que si permanece tirado en una celda, olvidado, en un mundo extraño a todo lo que él es, para finalmente recrearse ahí, con la ayuda de las alucinaciones, su pequeño pueblo con tejados de paja. El atractivo de la regresión. La Casa Amarilla ha sido creada para la autodefensa de la sociedad y para su comodidad. Pero su creación disimula también el deseo primitivo que incita a los hombres al retorno hacia la bruma ancestral: la regresión. El deseo que había en este universo de restricciones que es el nuestro, un lugar donde se pueda vivir sin responsabilidades, ni trabajo. La Casa que nos aterra también es la de nuestros deseos. El calvario es al mismo tiempo el nirvana. 74


Cuando el enfermo está preso de angustia, lo calmamos con tranquilizantes, con buenas palabras, con el orden tranquilizante de la casa, su atmósfera serena, los baños. Cuando el silencio y la paz reinan en su sección, es el orgullo del médico. ¡El silencio y la paz! ¡Paciencia! ¡Cálmese! ¡No grite! ¡Hable bajito! ¡No destroce sus efectos personales! ¡No cause problemas! ¡No destruya el mobiliario! No moleste a los otros enfermos. Un enfermo me dice, un día que estaba de humor para bromear: - Pero entonces, ¿por qué vine a un asilo de locos, si ni siquiera aquí puedo hacer lo que se me plazca? ¡El silencio y la paz! Como si fuera el alfa y el omega de la psicoterapia. Casi no nos preocupamos, porque no tenemos el medio para preocuparnos, de todos aquellos que se han sumergido en un silencio patológico, ocultos bajo sus cobijas, replegados sobre sí mismos desde hace años. También queremos hacer reinar el silencio y la paz porque nos esforzamos igualmente en hacer el silencio en nosotros mismos. Para todos nosotros, la Casa Amarilla representa el nirvana. Nosotros, los Telémaco, nos cuidamos a nosotros mismos. Y bien, veamos entonces los Telémaco. Los Telémaco. ¿Cómo Telémaco se volvió psiquiatra? Eso nunca representó un problema: por vocación. No obstante, un día, incluso él se planteó la pregunta. Se dio mucho al trabajo –se arriesgaba finalmente a analizar su propio psiquismo- para llegar a formular una respuesta. Se acordó de una salida escolar. Había partido a una excursión, a las montañas. En un momento, el maestro apuntó el dedo hacia el valle: - Ahí, ese techo rojo, es la casa de de los locos. Los muchachos se empujaron con los codos: - Tú también, es ahí donde deberías estar. ¡No vayas tan aprisa, te vigilaré! El maestro se reía, también. ¿Pero por qué se reían de los locos? En esa época, la vida de Telémaco era ya sombría por la angustia. ¿De dónde venía? Querido amigo, es todo un un psicoanálisis el que debería contarte: historias brumosas… tiempos primitivos lejanos…la granizada que golpeó a la frágil planta humana, un triste pasado bajo el peso silencioso de la nieve… En fin, poco importa como: Telémaco que tenía miedo de la enfermedad se convirtió, en secreto, en el defensor de los enfermos. Invisible, la imagen de la casa de tejado rojo flotaba constantemente ante él. Lentamente, pero con seguridad, fue constreñido a emprender ese camino: el sendero de la vida se volvía cada vez más estrecho. Era necesario que se vuelva médico. Su vía lo llamaba ya. Y, mientras que él corría con todas sus fuerzas para 75


escaparse de ahí, repentinamente la Casa Amarilla estaba ahí, ante él: el retorno de lo reprimido. ¡El aparecido! Es la historia de la vocación de Telémaco. Tengo miedo que las vocaciones y los Telémaco sean los frutos de la tristeza… Otoño plateado. Estoy sentado en una banca, en el parque. Los sonidos de un piano provenían del pasillo, desgranándose bajo el follaje. Canicas sonoras. Así es como uno de mis enfermos llamaba a alas alucinaciones. Es como una especie de trance: yo, instalado aquí, mientras que una jovencita con el espíritu trastonado derrama una barcarola. La serie de notas se deshilachan despacio. Otra vez un puñado de granos sonoros. Luego es el silencio. Todas las tardes, a las cuatro en punto, Telémaco va a hacer su visita. Pasillos vacíos, salas vacías. Ahí cubre gastos. Los parquest reklucen. Los muros brillan bajo la pintura al aceite. Los olores procedentes del jardín se mezclan con el aroma de la trementina, de tabaco barato, de pan duro, de yodoformo y de oficinas. ¡Es familiar! Es la atmósfera triste y triunfante de todos los otoños húmedos, reencotrada año tras año. Lentamente, en silencio, las canicas del tiempo son desgranadas, años bien redondos, como las canicas sonoras… ¿Era la realidad o sólo era un fantasma? Qué importa: era dolorosamente bello. Telémaco era el médico de la Casa Amarilla. Y no el de la vida real. Visité muchos hospitales psiquiátricos, todo tipo de instituciones del mismo género, lejos, en el extranjero. Tuve la sorpresa de encontrar por todas partes… Telémacos. Hombres replegados sobre si mismos. Hombres que se ponían por arriba de las cosas. Que comprendían y perdonaban todo. Gente sensible. Gente calmada, pero que sufrían en el fondo de sí mismos. Es decir gente que, ante el océano desencadenado de la vida, se refugian en una isla. Gente que nunca se curan en le Casa Amarilla: se mueren ahí. Un día de primavera, en mi juventud, en plena luna de miel de mi carrera, me paseaba en el jardín florido de la Casa Amarilla, en compañía de un colega de dos o tres años mayor que yo. Yo hablaba del porvenir. Proyectos, deseos, dudas. Durante largo tiempo, mi colega guardó silencio. Luego dijo, despacio: - ¿Vale la pena, para esos treinta o cuarenta años? La liberación de los locos. Poco a poco, he descubierto el porque los Telémacos no logran liberar a los enfermos mentales. Mientras no cesan, no obstante, de esforzarse en ello. Este esfuerzo de liberación data de más de un siglo. Pinel, el famoso psiquiatra de la gran época revolucionaria francesa, hizo caer las cadenas de los enfermos mentales, y es eso lo que continuamos haciendo sin cesar desde entonces. 76


Manifiestamente, hay algo que no va con esta liberación, ya que, hoy en día todavía, siempre estamos liberando. Son fundadas asociaciones para la defensa de los derechos de los alienados, para la asistencia a los enfermos curados. Hace diez años, un gran movimiento partió de los estados Unidos, llevado por un espíritu de firme resolución, con prespectivas estimulantes. Lo que caracteriza esencialmente a ese movimiento, es que el hombre que es el iniciador entusiasta y el apóstol celoso no proviene de las filas de los Telémacos, sino de la de los enfermos mentales: se trata de un enfermo curado. Clifford W. Beers. Observo con un respeto mudo el trabajo gigantesco logrado por este hombre. Pero su esfuerzo no podrá desembocar más que si se logra descubrir, detrás del problema del enfermo mental, el problema de nuestra época. El problema de los sanos. El enfermo mental sólo será liberado si el sano se libera de su propio tirano. Liberan a los enfermos después de milenios: en vano. Lo esencial no es ser liberado de las cadenas; sino ser liberado de la terrible marca subyacente: loco. Sin embargo, hubo, no obstante, alguien para dar ese primer paso decisivo hacia la liberación. Un hombre que comprendió a los locos. Su nombre comienza a ser conocido por el mundo desde ahora, pero en el futuro, representará el renacimiento de las almas: Freud Él mostró que el enfermo mental no es insensato; tal vez se presenta así, pero su discurso encubre un sentido, igual como el de los sanos. Con Freud, una nueva idea ha nacido. Esta nueva idea, es el inconsciente. Nunca se ha podido comprender al enfermo mental a partir de las manifestaciones conscientes. Él era loco. Fue necesario que alguien descubra otro universo psíquico, en el que el loco se volviera comprensible. Este otro universo psíquico, es el Inconsciente. El inconsciente es el principio de Arquímides de los misterios del psiquismo. Inconsciente. La palabra es familiar, pero la noción es aún mal conocida, como en otra época la del cosmos. El Inconsciente según Freud es una idea que no nació de la teoría, sino de la práctica: es el resultado tangible del psicoanálisis, que Freud descubrió atendiendo enfermos. 77


Sólo el océano infinito, con su profundidad y su poder insondeables, puede dar una pálida imagen del Inconsciente. Tiene a nuestro yo contenido, como el mar tiene a la galera, y es también inasequible para nosotros como la mar lo es para la galera. Freud percibió el mar invisible, abierto en el fondo de nuestra alma, en la cual sólo los enfermos mentales hablan hasta hoy, a través de símbolos, y que sólo los poetas cantan, movidos por su premonición innata. Même si c´est la galère qui règne par le haut Et que l´eau passe en-dessous d´elle, C´est l´eau qui est maître! Petöfi [Incluso si es la galera quien reina en lo alto Y que el agua pasa por debajo de ella, Es el agua quien es el amo.] Petöfi Freud: un hombre, contra el egoísmo del mundo entero. Según Freud, el narcisismo de la humanidad sufrió tres heridas de parte de la ciencia: al comienzo, cuando estremeció su creencia según la cual la tierra era el centro del universo. Fue la herida cósmica. Después, cuando apareció que el hombre no era una joya extraordianriia de la creación, sino que se inscribía en la serie animal. Fue la herida biológica. Pero la herida más grave de todas, es la alcanzada por el psicoanálisis a la soberanía del yo: la herida psicológica. El hombre pensante no es amo de su casa, porque sufre la intervención de un mundo más poderoso: el Inconsciente. Freud dice que el hombre se siente soberano en su propio psiquismo y que se creó un órgano de vigilancia que supervisa sus intenciones, sus actos… exige que la autoridad superior esté al corriente de todo lo que se prepara, que su voluntad tenga acceso a todo, que pueda intervenir por todas partes. Es verdad que en caso de enfermedad, el yo se siente en estado de malestar… las ideas surgen de repente, si que se sepa de donde vienen, y se imponen a expulsarlas. Todo ocurre como si esos visitantes extraños fueran más poderosos que todo lo que depende de la autoridad del yo. O bien las impulsiones surgen en el psiquismo que parecen ser la de un extraño, que el yo reniega, pero de las cuales conviene, no obstante, desconfiarse… Por supuesto, en esos casos, el psiquiatra niega que sean espíritus extrangeros melintencionados que fueran a invadir la vida psíquica; pero, además, se contenta con elevar las espaldas y hablar de degeneración, de predisposición hereditaria, de debilidad orgánica. El psicoanálisis se propone explicar esos hechos patológicos misteriosos… Nada extraño ha entrado en ti; es una parte de tu propia vida psíquica que escapa a tu conocimiento y a tu voluntad… La falta, debo decírtelo, está en ti. Tu te subestimas al creer que puedes hacer lo que quieres de tus pulsiones sexuales, 78


sin ninguna consideración por las intenciones de estas. Y he aquí que ellas se rebelan y siguen sus propias vías oscuras, que ellas escapan a la represión y se procuran a si mismas lo que merecen, sobre un modo que no puede convenirte. Lo que llega a tu conciencia, es solamente el resultado de su trabajo, el síntoma que tu sientes como una enfermedad. Tu no reconoces, en esta enfermedad, el retoño de tus propias pulsiones reprimidas, y no sabes que representa una satisfacción sustitutiva de estas. Tu te fias en tu convicción de todo saber de lo que ocurre en tu psiquismo, por poco que sea importante, porque el Conciente no faltará de informarte de ello. Pero si, no obstante, tu no has sido informado de algo que ocurre en tu psiquismo, tu crees con toda confianza que eso no existe en ti. Hasta confundir enteramente el psiquimso y el conciente. Incluso si es perfectamente evidente que ocurre constantemente en la vida psíquica muchas más cosas de las que tu puedes tener conciencia. Ahora, escucha la voz de la sabiduría: tu vida psíquica no se confunde con lo que tu tienes conciencia. Que un acontecimiento se produzca en tu psiquismo, o bien que tu tengas conocimiento de tal evento, son dos cosas diferentes. Húndete en ti mismo, en las profundidades de tu ser, y comienza por conocerte a ti mismo; después, comprenderás el porque de tu enfermedad, y tal vez podrás evitarla. Así es como el psicoanálisis busca instruir al yo. El primero que ha debido aprender todo esto, es Telémaco. Porque el médico debe disponer de instrumentos en buen estado. El instrumento del médico: su propio psiquimso. Porque esos conflictos psíquicos que han causado el encierro del enfermo mental, todo hombre ha pasado por ello. El enfermo mental hace resonar en cada uno el eco de luchas antiguas, que hacen huir instintivamente al médico mismo. Todo hombre, el médico como los otros, tiene en su psiquismo puntos ciegos, frente a los enfermos mentales. El psiquiatra está aproximadamente en la misma situación que el oftalmólogo que debe, si quiere que sus exámenes lleguen a resultados correctos, corregir de inicio los defectos de su propia visión. Sin esta corección, el psiquiatra no comprenderá nada de los fenómenos que se desarrollan ante sus ojos, o ni siquiera los verá. Estará obilgaod a callar al enfermo a todo precio, calmarlos, enmudecerlo; todos sus esfuerzos apunatrán exclusivamente a reestablecer la calma. La calma en la Casa; de hecho, la calma para el mismo. Pero si el médico llega a levantar sus represiones, a arreglar sus propios conflcitos –conflictos mal resueltos por muy humanos que sean- será capaz de comprender al enfermo, liberralo y curarlo. Y se perscibirá que internar a los enfermos mentales, encerrarlos todos juntos, no es sólo inhumano, sino que también es, lo más frecuente, inútil e ineficaz. Será más bien fácil obtener del psiquiatra o del enfermero que ejerza esta exigencia primordial de ser paciente, si el comportamiento absurdo del paciente, sus propósitos incomprensibles, sus actos incongruentes, su agitación, su exitación toman un sentido. Todo lo que somos incapaces de explicar por la lógica nos impacienta, nos irrita o nos hace reir. El psicoanálisis nos devela el sentido de 79


todo eso y nos permite reaccionar al comportamiento del enfermo con comprensión, más que por una irritación reprimida. Un médico de la Casa Amarilla, que no hubiera sufrido una corrección semejante de su psiquismo, es decir que no habría seguido un psicoanálisis, sería tal vez un buen hombre, pero no comprendería nunca a sus enfermos. Y si no los comprende, o si al menos no está convencido que las palabras del enfermo tienen un sentido, incluso el médico mejor intencionado será incapaz de liberar a ese enfermo. ¿Qué hacer con el enfermo? ¡Curarlo! Y ¿qué hacemos actualmente? Llamamos a la ambulancia, llamamos al servicio urgente de policía. ¡Yo sé, mi amigo, yo sé! Exagero. Tal vez ni siquiera es así que habría que formular las cosas, pero es así como me aparecen. Es verdad que, en muchos establecimientos, se aplican a los enfermos las terapéuticas más variadas. Y enormes progresos han sido hechos en el tratamiento físico de los enfermos mentales más gravemente aquejados. Pero ahí no está la cuestión. Eso no modifica en nada la idea que se hace de la personalidad y de la importancia del enfermo mental que, no haya cambiado. Se dice: enfermo mental, y se piensa: loco. ¡No hay loco! Hay, entre los enfermos, la misma diversidad que entre los hombres en general. Cada uno pide cuidados cuidados diferentes. Pero el estado de hecho, es lo expresaba este empleado municipal que me había llevado a su enfermo en una camisa de fuerza: - Cuando hay el fuego, llegamos con la manguera, y cuando el médico enjefe del sector certifica que una persona está alienada, llegamos con la camisa de fuerza. Un loco es loco; no ven que también en un loco, hay un sentido oculto para encontrar. No hay “enfermo mental”. Hay el hombre. Es el súmmum de la ignorancia y de la vergüenza el tratar a todos, uniformemente, de locos, de encerrrarlos, de ponerlos bajo tutela, de disponer de ellos sin hacer la menor diferencia. Cuántas veces he vivido la dolorosa experiencia de ver precisamente a la familia del enfermo faltar groseramente al tacto con respecto a él, agitarse, cuchichiear alrededor de él, mientras que éste observa, sin que se le observe, la incomprensión de su entorno, y juzga la manera en que se dispone de él, contra su voluntad, sin perdirle su opinión. Asilo de locos o residencia familar ¡Internamiento en un establecimiento cerrado! 80


El hecho de encerrar al enfermo no aporta gran cosa a favor de su curación. Si el médico, el enfermero no hacen todo para empujarlo poco a poco fuera del establecimiento cerrado, el enfermo va a enterrarse ahí cada vez más profundamente. O bien, como algunos lo han hecho, se curará a pesar de la Casa Amarilla. Una vez entrado en la Casa Amarilla, frecuentemente la vergüenza y la humillación apagan en el enfermo la última chispa de amor propio y de esperanza. Mi querido amigo, va a proclamar al mundo entero: - ¡La Casa Amarilla debe desaparecer de la superficie de la tierra! ¡Y poner qué en su lugar? Un lugar o el problema principal ya o será la manera de construir las rejas, pintar los muros, concebir los pisos, las camas, los baños, las ventanas, las puertas, todas las cosas que hoy en día piensan que son tan importantes. Lo esencial, es que el lugar de estancia del enfermo no sea ni cuartel, ni convento, ni hospital, ni siquiera casa de salud, sino ¡una casa, simplemente! ¡Un hogar, con una familia comprensiva! En tanto que nuestra cultura se funda sobre la familia, aquél que está enfermo de la cultura sólo puede ser tratado como en la familia. Todo enfermo, incluso un enfermo orgánico, se vuelve un poco como un niño. Él busca de ayuda, una madre. El mejor de los enfermeros, a veces también el mejor de los médicos, es la madre misma. Yo sé que no siempre es el caso. A veces, justamente no. pero, donde vaya, el enfermo busca un hogar y una madre. Una madre, incluso si está en conflicto con su propia madre. Tal vez por ello, sobre todo. Todo enfermo es un Cadavi. La Casa Amarilla es triste como una fortaleza sitiada. No tiene nada de un hogar, nada de la intimidad de un nido. Falta la madre ahí. Hay enfermos para los que es cruel, incluso terapéuticamente contrindicado arrancarlo de su familia. Por otra parte, hay casos en que no hay que dejar para nada al enfermo en su familia. Entonces, hay que colocarlo en otra familia. Se considera que los cuidados a domicilio constituyen un progreso importante en el dominio de los cuidados, sin darse cuenta que es la psicoterapia específica del enfermo mental. El tiempo vendrá en que es la familia la que se transformará, entre las manos del médico, en instrumento terapéutico con instrumento psíquico. El hombre cortado de la vida, encerrado en la Casa Amarilla, incluso detrás de los muros de piedra y de las rejas, está constantemente rozado, tocado por la vida. Bañado, a pesar de todo, por la vida, como el mar baña el arrecife de coral que él modela, agranda, usa… La vida: la familia del médico, la de los enfermeros, pero también los pájaros del jardin, las visitas de otros enfermos, los niños, los señores que vienen a inspeccionar el servicio, las señoras curiosas, los estudiantes, el deshollinador, el electricista… todos representan una partícula de vida, todos introducen algo en el mundo del sueño del enfermo… La vida entra, se insinua mi amigo, porque la vida es más fuerte que nuestras cerraduras. 81


Tu no puedes imaginar la revolución que se produjo en la sección de las agitadas el día en que, de repente, a través de la puerta de una celda, se escuchó el llanto de un recién nacido. Una mujer había parido, desde el alba, las enfermas corrían a despertar una a la otra: ¡Levántate rápido, un bebé acaba de nacer! Las mejillas rojas, los ojos brillantes, se empujaban ante la puerta de la celda. Reteniendo su respiración, reían dulcemente. Se ordenaban mutuamente no hacer ruido. Llegaban en la punta de los pies, esas enfermas de las cuales algunas no habían abandonado su cama desde hacía años. Repentinamente, ellas habían vuelto como seres humanos, madres que, en el resplandor de la aurora, acechaban las lágrimas de un niño de pecho. Algunas tenían lágrimas en los ojos. Habían vuelto como personas humanas, vivientes, verdaderas… durante una hora, por un día o por algunos días, ellas estaban curadas… la voz del niño las había traído a la superficie. El niño de pecho había provocado su redención. Durante algunos días en que el pequeño permaneción entre las enfermas, el servicio se había transformado… todas esas mujeres tenían una razón para vivir. En realidad, era poca cosa –las posibilidades reales para cada una de poder tomar al bebé en los brazos, balbucearle, eran tan escasas- pero era ya mucho. Luego “el niño del servicio” debió ser llevado, y todo volvió a como era antes. Deberíamos ser a la vez sabios y poetas para comprender lo que quiere la vida. El enfermo encuentra algo cerca de cada uno, y él hace historias, relaciones… una familia imaginaria. Podemos afirmar que es en una situación familiar que el enfermo debe repetir, y esta vez arreglar correctamente, ese conflicto infantil –vivido igualmente en la familia- que le había dejado una herida fatal. El tratamiento de los enfermos ha evolucionado del todo naturalmente hacia los cuidados familiares. Según la crónica, en el siglo VI en Gheel, en Bélgica, los enfermos mentales del pais se iban en peregrinaje sobre la tumba de una princesa para buscar ahí la curación; esta había muerto loca, intentando escapar de su padre que la perseguía de sus asiduidades. Hay un sentido profundo en este hecho que instintivamente es acerca de Santa Dymphna, esta mártir del complejo de Edipo, que los enfermos mentales pensaban encontrar la curación. Algunos enfermos estaban a cargo de los habitantes de la ciudad; es así que, poco a poco, la terapia en familia vio el día. Cuando pasé por ahí, más de dos mil enfermos mentales residían en esta pequeña ciudad. Sobre esos dos mil enfermos, que vivían ahí en libertad, una centena pasaba, en turnos, cierto tiempo en una enfermería cerrada. En lugar del internamiento colectivo, tal como es practicado en nuestros días, se construirá, para los enfermos que el estado necesita el internamiento, pequeños pabellones de cuidados, como ya se ha intentado hacerlo aquí y allá. El enfermo saldría de allí, para vivir en libertad en el seno de una familia comprensiva, bajo control médico. Por último, volvería a su propia familia. 82


Mienstras tanto, los enfermos se emplearían en difundir la información, lo que tiene un efecto liberador sobre los sanos igualmente. Ya no tendrían necesidad de ver en el enfermo: un loco. ¡Son los sanos los que deben curarse! Las múltiples casas amarillas ¡Nuestra cultura está impregnada por la neurosis! ¿Por qué? Tal vez hay muchas prohibiciones, muchos tabúes. Pienso, querido amigo, que esas prohibiciones son como tantos compartimentos donde han encerrado a los deseos pulsionales. Cada prohibición constituye, por sí misma, una pequeña casa amarilla. Luego, ocurre un día que hay demasiadas de esas pequeñas casas amarillas, y todos esos deseos encerrados explotan. Es por esta razón que los hombres han construido una gran Casa Amarilla. La Casa Amarilla misma es el síntoma donde retorna lo reprimido, lo prohibido. Es como Cadavi, que se salvó lejos de su madre… para llegar a alguna parte donde de nuevo era su madre. La humanidad se encerró en compartimentos, y esto la condujo una vez más ante las rejas. Pero al mismo tiempo, también, a la libertad más desenfrenada, donde los deseos defendidos son vividos en la fantasía: la enfermedad mental y la Casa Amarilla. Esta es la relación que existe entre las casitas amarillas y la gran Casa Amarilla. Si un día ocurre que ya no haya casas amarillas –tabúes- en el interior de la ciudad, tal vez ya no habrá necesidad de Casa Amarilla en el exterior de los muros de la ciudad. Nuestra cultura está impregnada por la neurosis. Una legión de neuróticos: Aquellos que tienen miedo en la calle o en un cuarto cerrado, miedo del ruido o del silencio, de los animales, de la enfermedad, de la muerte lenta o brutal; miedo a la pobreza, miedo de ser enterrados vivos, de volverse locos, por encima de todo miedo de ser impotentes cuando el amor los llama.. Aquellos que el miedo paraliza en el trabajo, el reposo, la alegría o el dolor. Aquellos que se sienten culpables y deben compulsivamente contar sus pasos, redactar notas escritas para justificar una coartada frente a acusaciones absurdas, aquellos que, a la noche, son torturados por una culpa inexplicable y que, por encima de todo, no se atreven a amar cuando el amor los llama… Aquellos que alimentan proyectos de alcance universal, y que el sentimiento de su insuficiencia los vuelve incapaces del menor paso en la vida, y que menosprecian al amor… Aquellos que odian a aquél, o a aquélla, que aman; que etán en lucha constante contra sus padres; que, por sus celos, se torturan y torturan a su pareja 83


y, por encima de todo, aquéllos que mezclan el sufrimiento y el dolor en el momento del goce… Y la legión de los niños que sufren; desgarrados de su alma, porque la pareja de sus padres –su ideal del yo- está rota. Aquéllos que tienen miedo, que didisimulan, que odian fingiendo el amor… Todos, todos: no hablo de los enfermos mentales sino de los sanos, de los neuróticos cuyas protestas de voluntad permanecen vanas… que todas las mañanas extienden sus fuerzas a la ayuda de las palabras tranqulizadoras, para que durante la jornada un nada, el tiempo que hace, una nueva, un encuentro, una palabra o un gesto, aniquilen toda su energía. ¡Aquéllos que se bambolean por pasiones flotantes! Le legión de neuróticos cuyo sufrimiento es acrecentado por la incomprensión general. Que no se les considere como enfermos, sino como seres sin voluntad, de los cuales se burlen. Aquéllos que envidian al tuberculoso porque él, se le considera como un enfermo, se comprende su sufrimiento, le muestran ternura y paciencia. Aquéllos a los que el médico mismo regaña a veces, contentándose con decirles que ¡deben alejar todas esas tonterías de sus espíritus! - ¡Es suficiente con quererlo! Como si la vida, la educación, las prohibiciones no hubieran justamente bloqueado la fuente de la voluntad. ¡En ninguna parte, para el neurótico, no hay comprensión, compasión o ayuda! Una vez que has llevado al lector a este punto, querido amigo, díle con la mayor insistencia que la comprensión, la compasión, existen. Clámale a las orejas: - ¡La ayuda existe! La curación existe. Hay muchos más neuróticos y psicóticos que los médicos no conocen. Caen enfermos y se curan en secreto. La gran catarsis de la vida, la revuelta y el sueño han curado a más de uno. Pero el neurótico busca en general la salud por la misma vía que mosca cae en la trampa, que querría encontrar la libertad pasando por la pared de vidrio… ¡se precipita contra el muro con fuerza, con energía, con voluntad! Mientras que en realidad tendría de inicio que abrir la trampa donde las prohibiciones retienen a la voluntad. Existe una vía accesible para recuperar la libertad: es la misma por la cual el enfermo llegó a la trampa. La vía de la curación pasa por el pasado, por la niebla tremenda y dolorosa. Es la vía ardua del psicoanálisis. El animal primitivo en nosotros. El secreto de nuestras miserias como de nuestros éxitos.

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Es verdad que la neurosis puede también estar en el origen de los frutos infinitamente preciosos de la cultura: creaciones artísticas, poéticas, y actos humanitarios que sirven al bien público. El arte es una manifestación del potente deseo de regresión de la humanidad. Sin embargo, el artista, el poeta no quieren arrancarse definitivamente de la realidad; del pasado, donde se ha refugiado, por sufrimiento o por juego, vuelven hacia la relaidad. El arte no es, como la enfermedad mental, una manifestación trágica del deseo arcaico de regresión de la humanidad, sino son cantos de victoria… cuando los hombres, por millones, se zambullen en el estudio de la Biblia, en los escritos de Homero o de Dante,… cuando millones van a sentarse en las salas obscuras, reteniendo su aliento, para escuchar el prodigio, el río de alegría que corre en una sinfonía de Beethoven, o contemplar la leyenda misteriosa que inicia en las sonoridades negras, espesas, luego se pone a vibrar: el Rhin en la aurora que se levanta, el mundo de los semi dioses resucitado: es nuestro pasado de todos nosotros, enterrado, tremendo y deseable… En el alma de los poetas, de los héroes y de los locos, es un combate que se desarrolla entre el orden de los hombres y el mundo de las pulsiones, desconocido y terrorífico. Tal vez un día el hombre llegará a acordar armoniosamente el amor y el odio, la vida y la muerte, y las exigencias de la cultura. Un día en que la represión excesiva de las pulsiones cederá el lugar a la armoniosa fusión entre los intereses bien comprendidos de los individuos y las exigencias de la cultura… Ni las fjeras ni los pueblos han jamás podido ser sometidos por una privación total de su voluntad propia y de sus posibilidades de vivir. El hombre a domesticado a las fieras; se ha aportado la cultura a los pueblos primitivos. La historia muestra que aquéllos a quienes se les ha oprimido por la fuerza, ya sea se han sublevado, o ha perecido. Y díles bien a los hombres, mi amigo: ¡Debemos vivir con nuestras fieras originarias! Si perecen perecemos con ellas. El adios Lentamente la lluvia de otoño chorrea sobre las caminos… La gente estarán inquietas y se dirán: ¿que va a pasar si las pulsiones son liberadas? Me pregunto si se puede, y si se debe siempre calmar a la gente inquieta… Además, creo que la liberación de las pulsiones no depende de nosotros. La guerra ha tomado fin, pero los hombres no están curados sin embargo… los dos campos poderosos que se habían enfrentado han hecho la paz, pero miles guerritas han estallado en el lugar. Se las llama lucha de razas, de religiones o de clases, y no se dan cuenta que todas esas ideologías sólo son un equipamientogastado sobre la espalda de soldados debilitados. Pero lo que empuja al combate a los soldados armados del látigo del amor vuelto odio, es otra vez y siempre el eterno príncipe de los vivos,a ctivo incluso desde el lugar de su exilio: 85


La pulsión primitiva. De hecho, ellos luchan para que las pulsiones trastornadas se fusionen en una nueva armonía. Pero aquéllos que, hoy en día, quieren atender a la humanidad que sufre de una fiebre de odio: o bien le mienten pretendiendo que esas pulsiones no existen en ella, o, si reconocen la existencia, quieren reprimirlas por la fureza. Mi querido amigo, siempre es la vieja canción: La mentira o la fuerza. - Tu te acuerdas de ello: es en medio de la mentira o del subterfugio que se trae a la enfermedad mental a la Casa Amarilla. Ni siquiera se les ocurre la idea que existe una tercera vía, la más simple: ¡la verdad! - Tu tienes pulsiones primitivas de las cuales te avergüenzas. Es esta vergüenza, que te ha enfermado; aprende a conocer esas pulsiones y te curarás. En lugar de tener miedo y gritar hasta el escándalo, mira lo que se oculta en el fondo de las pasiones que amenazan tu moralidad. Hace al gún tiempo, una sociedad a favor de la higiene y la moral sexual se levantó enérgicamente contra el culto de la desnudez, bajo pretexto que la pérdida del sentimiento del pudor es el primer signo de la enfermedad mental: ¡entonces seamos púdicos! Es verdad que algunos enfermos mentales se arrancan sus vestimentas y tienen discursos obsenos; incluso hay muchachas castas, mujeres púdicas, cuyos labios nunca han dejado escapar una sola palabra equívoca, que, luego de haber caido enfermas, se manifiestan en frases extraordinariamente obsenas, se despojan de sus vestidos y muestran su sexo. El sentido del síntoma escapa completamente al que concluye: ¡seamos púdicos! Ese síntoma, es una revuelta contra la moral sexual que pesa muy pesadamente sobre las pulsiones. La enfermedad es una revuelta contra los velos, los disfraces engañosos, es una manera de huir del peso intolerable de las obligaciones sociales, de las prescricpiones y de las prohibiciones. ¿Hay que encarar de reforzar el rigor, sin tener en cuenta la fureza de las pulsiones.

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Y después, habrá todos aquellos que me pedirán establecer un plan de trabajo. Querido amigo, casi no tengo plan para proponer, y los consejos generalmente no valen gran cosa. Tengo por objetivo de trabajar en la liberación de los enfermos mentales. Quiero llevar la luz en los revoltijos de los prejuicios ancestrales y dejar presentir la existencia de nuevas tierras. Nos hemos dado cuenta que el problema de los enfermos mentales constituye uno de los extremos de la gran madeja de los problemas sociales. Aparentemente, ese podría ser en buen extremo, para desarrollar todo el conjunto. Es un programa muy considerable para que un solo hombre se el asigne por objetivo, y más considerable que lo que un hombre puede lograr. ¡El programa debe brotar de sí mismo! Se pondrán en los rangos de los hombres que, como yo mismo, se ocupan de explorar el inconsciente. El estudio del inconsciente abrirá de nuevo dominios en la búsqueda no solamente de Telémaco, sino que todos aquellos que estudian a la sociedad, la guerra, la paz. El conocimiento de nuestros propios impulsos inconscientes ofrecerá posibilidades insospechadas a la organización social. El psicoanálisis, tal un fermento nuevo, impregnará y transformará la sociedad. Conocimiento del inconsciente: conociemiento del poder. El combate que los humanos han llevado contra la cultura y que condujo al individuo a la enfermedad mental y a las masas a la guerra, el acceso al inconsciente permitirá al hombre nuevo conocer su esencia, luego guardarle en ciertos límites, por último de prevenirlo. Eso será la nueva vía para la humanidad hacia los objetivos que ella se habrá fijado. La vía dura de toma de conciencia. Desciendo. He llegado al final de mi tarea. Mi tarea comienza. Estoy lleno de dudas y de esperanzas. Una vieja imagen me vuelve a la memoria. La del joven Telémaco que un día puso por escrito: “heme aquí en la frescura de la aurora que hace todo renacer, yo, débil criatura humana, levantado ahí como poste avisador. Percibo la danza del mundo lejano. ¿Qué hacer por aquellos, aquí, que han vendio a acostarse ahí por alguna razón secreta? ¿Qué hacer por aquellos, ahí abajo, que bailan más allá de las montañas?” … una muchachita se para ante el pabellón de los enfermeros. - Adios, pequeña, el doctor se va. - ¿A dónde va usted? Mil preguntas resplandecen en los ojos del niño. Y mil estímulos…

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El tiempo deberá venir donde los hombres srán más sinceros en lo que concierne a sus pulsiones, donde la promesa de los poetas, los héroes y los locos se logrará. Y aquellos que temen que las pasiones desenfrenadas no destruyen todo, serán apaciguados por las madres que, con una mano eternamente tierna y segura, guian al amor impetuosos de los hijos hacia ciudades nuevas y más felices. Yo acariciaba dulcemente los cabellos, mojados por la lluvia, de la chiquilla: una futura madre…

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Tabla de materias Introducción: El Amigo de los Locos (por Eva Gerö-Brabant Aviso al lector – Dr. Istvàn Hollos I II III

- Historias como nosotros las conocemos todos - Lo que todo el mundo no sabe sobre los enfermos mentales - La redención de los locos, la liberación de los sanos

Tabla de ilustraciones

… Él había sido llevado a la Corte de Viena… … Observaban sus menores pasos… Lo sacaron del carro como un saco. … Durante la guerra, fui yo quien tuvo todo el frente. … El perforador del cofre griego se escapó de su celda… hablaba de jardines, de su amada… Toqué la orilla, traje mi velo… … El enfermo alcanzó a agarrarse de las cuerdas… Esas gigantescas máquinas, esos explosivos terroríficos… … No voy con usted. En el siglo VI, en Gheel, peregrinaje de enfermos mentales

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