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EL ARTE A JUICIO Directores

LUIS RAMÓN RUIZ RODRÍGUEZ Profesor de Derecho Penal

MARÍA JESÚS RUIZ FERNÁNDEZ Profesora de Literatura

Autores ANTONIO REY HAZAS

ANTONIO GÓMEZ RUFO

Catedrático de Literatura Española

Escritor

PATRICIA MARTÍNEZ

MARÍA JESÚS RUIZ

Profesora de Literatura Francesa

Profesora de Literatura

JUAN TERRADILLOS BASOCO

GUSTAVO PUERTA

Catedrático de Derecho Penal

Editor y crítico literario

RAFAEL GALÁN Y LEONOR ACOSTA

MARI KARMEN GIL FOMBELLIDA

Profesores de Filología Inglesa

RAFAEL REBOLLO VARGAS

LUIS RAMÓN RUIZ RODRÍGUEZ

Profesor de Derecho Penal

Profesor de Derecho Penal

GUILLERMO TORRES Y MANEL FONTDEVILA

MARÍA LUISA DE LA GARZA Profesora de Literatura

MIGUEL A. Gª ARGÜEZ

Profesora de Filología Vasca

Guionistas y dibujantes de la revista El Jueves

Escritor

JUAN JOSÉ TÉLLEZ

JOSÉ ANTONIO MARTÍN PALLÍN

Periodista y escritor

Magistrado Emérito del Tribunal Supremo

tirant lo b anch Valencia, 2009


Copyright ® 2009 Todos los derechos reservados. Ni la totalidad ni parte de este libro puede reproducirse o transmitirse por ningún procedimiento electrónico o mecánico, incluyendo fotocopia, grabación magnética, o cualquier almacenamiento de información y sistema de recuperación sin permiso escrito de los autores y del editor. En caso de erratas y actualizaciones, la Editorial Tirant lo Blanch publicará la pertinente corrección en la página web www.tirant.com (http://www.tirant.com).

Dirección: Manuel Asensi Pérez Consejo editorial: Darío Villanueva, José Domínguez Caparrós, José María Pozuelo Yvancos, J. Hillis Miller, Juan Bruce-Novoa, Manuel Jiménez Redondo, Sergio Sevilla, Carl Good Consejo de redacción: Meri Torras, Tom Cohen, Andrejz Warminski,

Benita Parry, J. L. Falcó, M. Ángeles Hermosilla, Greg Stallings

© LUIS RAMÓN RUIZ RODRÍGUEZ MARÍA JESÚS RUIS FERNÁNDEZ

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ÍNDICE

Presentación ........................................................................................... LUIS RAMÓN RUIZ Y MARÍA JESÚS RUIZ

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1. Censura civil e inquisitorial de libros en el Siglo de Oro español .... ANTONIO REY HAZAS

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2. Madame Bovary y la censura: de la forma artística como transgresión ................................................................................................... PATRICIA MARTÍNEZ 3. Baudelaire: proceso a los versos del mal .......................................... JUAN TERRADILLOS BASOCO 4. “Un libro es un arma cargada en la casa de al lado”: el fin de la cultura y el apocalipsis en Fahrenheit 451 ...................................... RAFAEL GALÁN Y LEONOR ACOSTA

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5. Miroslav Tichý, o el castigo de la libertad ........................................ LUIS RAMÓN RUIZ RODRÍGUEZ

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6. Los corridos mexicanos, a juicio ..................................................... MARÍA LUISA DE LA GARZA

105

7. Versos para sentencia ....................................................................... MIGUEL A. GARCÍA ARGÜEZ

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8. La represión cultural del franquismo............................................... JOSÉ ANTONIO MARTÍN PALLÍN

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9. El cine de Berlanga y la censura durante la década de los 50.......... ANTONIO GÓMEZ RUFO

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10. Pequeña memoria censurada (libros infantiles en el exilio) ............ MARÍA JESÚS RUIZ

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11. ¿Somos capaces de aceptar que actuamos como censores? ............ GUSTAVO PUERTA

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Índice

12. La censura a escena: la actividad teatral vasca en el punto de mira (1970-1986) ...................................................................................... MARI KARMEN GIL FOMBELLIDA

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13. La portada de la revista “El Jueves” ante la justicia: el heredero de la corona como “vago voluptuoso y codicioso” ............................... RAFAEL REBOLLO VARGAS

193

14. Por qué no nos callarán ................................................................... GUILLERMO TORRES

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15. Martes y trece de la semana pasada ................................................. MANEL FONTDEVILA

207

16. Las censuras y otros misterios del periodismo español ................... JUAN JOSÉ TÉLLEZ

209

Epílogo ................................................................................................... J. M. TERRADILLOS BASOCO

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PRESENTACIÓN –¡Hey, Hitler! –¡Hey, yo mismo! –¡Eso no está en el guión! –No deberías despreciar una carcajada (ERNST LUBITSCH, Ser o No Ser, 1942) –¡Vecinos de Villar del Río! Soy vuestro alcalde, y como alcalde vuestro que soy os debo una explicación, y como os debo una explicación os la voy a dar, porque soy vuestro alcalde... (JOSÉ ISBERt en Bienvenido Mr. Marshall, de Luis G. Berlanga, 1952)

Si la espontánea burla de Franco lanzada por José Isbert desde el balcón del Ayuntamiento de Villar del Río pasó desapercibida para los censores de la época, la corrosiva sátira de Hitler ideada por Lubitsch estuvo prohibida en España hasta los años setenta, en que comenzó a exhibirse en las salas de arte y ensayo. Diferentes fortunas, pues, corrieron, estas dos obras de arte que en nuestro imaginario vienen a representar lo mismo: la libertad creadora y, por medio de ella, la denuncia de los dictadores, y de cualquier modo de poder estrafalario basado en la prohibición y el exterminio. En las últimas Jornadas de Arte y Crimen (El arte a juicio) quisimos juzgar a los que juzgaron y condenaron el arte —por serlo— siglo tras siglo, y pretendimos leer y mirar sin prejuicios obras ocultas, prohibidas o quemadas por los ejecutores de la limpieza moral, tan extendidos. Las Jornadas se celebraron en el Palacio de la Diputación de Cádiz entre el 22 y el 24 de octubre de 2008 y los convocados, leales a nuestra intención, rescataron las páginas incendiadas, las pinturas cubiertas y las palabras silenciadas, desplegando un abanico de versos e imágenes que alguien, en algún momento, nos había privado de conocer. En estas páginas que siguen, curioso lector, se recoge todo lo que allí fue dicho, además de un puñado de aportaciones de personas que no pudieron estar pero


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Luis Ramón Ruiz - María Jesús Ruiz

que han querido sumarse al goce de mirar con libertad lo que con libertad fue creado. Este libro es así una estancia más del cada vez más amplio y poblado espacio de Arte y Crimen. Hasta aquí llegaremos buscando las razones inexplicables para criminalizar el arte y, de seguro, no saldremos de él explicados, pero sí más dispuestos a seguir buscando. Lo han hecho —desde el libre albedrío, el compromiso y el respeto— todos cuantos firman, y también quienes los escucharon, y los que nos alentaron y nos alientan. Lo han hecho incluso quienes nos prohibieron. Juzgue el lector los resultados. Por nuestra parte, quede el agradecimiento expreso a los ponentes y alumnos del tercer encuentro de Arte y Crimen, ejemplares siempre en la reflexión y el debate, así como a la Fundación Provincial de Cultura de la Diputación de Cádiz, a sus responsables y a su personal técnico, por tanto apoyo. LUIS RAMÓN RUIZ y MARÍA JESÚS RUIZ Sanlúcar-Cádiz, primavera de 2009


CENSURA CIVIL E INQUISITORIAL DE LIBROS EN EL SIGLO DE ORO ESPAÑOL: ALGUNOS CASOS SIGNIFICATIVOS DE LA NOVELA PICARESCA: Lazarillo, Buscón, Pícara Justina ANTONIO REY HAZAS Catedrático de Literatura Española Universidad Autónoma de Madrid

Todo lo que se refiere a la criminalización de nuestra literatura áurea es un asunto apasionante y complejo en el que es necesario anotar un cambio decisivo a mediados del siglo XVI, cuando la censura de la corona se reafirma y, sobre todo, se clarifica. Antes, durante la primera mitad del quinientos, había una situación algo confusa, pues aunque se exigía licencia para imprimir desde los Reyes Católicos, no siempre se obtenía con criterios homogéneos, a causa de las distintas jurisdicciones civiles y eclesiásticas que tenían capacidad para conceder esas licencias, y de las pugnas personales o partidarias de los calificadores. Todo ello creaba una situación editorial algo enredada y compleja, al socaire de la cual algunos libros se imprimieron incluso sin licencia. Isabel y Fernando habían sacado, en efecto, una pragmática en 1502 que obligaba a disponer de licencia para imprimir cualquier libro. Se trataba de un permiso de impresión que se obtenía tras una censura previa. El problema era que los reyes habían delegado su autoridad en una serie de intermediarios numerosa y desigual, razón por la cual el control se diversificaba y, con la dispersión, ganaba en confusión. Recordaré brevemente las condiciones expresas que imponía la mencionada pragmática para obtener licencia de impresión: Mandamos y defendemos que ningún librero ni impresor de moldes, ni mercaderes, ni factor de los susodichos, no sea osado de hacer imprimir de molde de aquí adelante


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Antonio Rey Hazas por vía directa ni indirecta ningún libro de ninguna facultad o lectura, o obra que sea pequeña o grande, en latín ni en romance, sin que primeramente tenga para ello nuestra licencia y especial mandado, o de las personas siguientes: en Valladolid y Granada, los presidentes que residen o residieren en cada una de las nuestras Audiencias que allí residen; y en la ciudad de Toledo, el arzobispo de Toledo; y en la ciudad de Sevilla, el arzobispo de Sevilla; y en la ciudad de Granada, el arzobispo de Granada; y en Burgos, el obispo de Burgos; y en Salamanca y Zamora, el obispo de Salamanca...

A los presidentes de las Chancillerías, y a los distintos obispos y arzobispos de España había que sumar, como es natural, los prelados de Las Indias, como demuestra, por ejemplo, el contrato editorial que firmó Cromberger, el conocido librero establecido en Sevilla a principios del XVI, para imprimir en Las Indias en el año 1539, una de cuyas cláusulas especificaba: “que cualquier libro o otras cosas cualquier que se imprimieren en la dicha ciudad de México se impriman con licencia del Obispo de México, conforme a las pragmáticas destos reinos y no en otra manera”. Pero no se detiene ahí la cadena, pues hay que unir el eslabón de los propios avatares de la casa real española y, en concreto, de un rey itinerante, a menudo fuera de la península, Carlos I, por lo que debía ser sustituido en la firma de las licencias, y que fue pronto emperador, con lo que algunos libros decían tener “licencia imperial” añadida, mientras que en otros casos, dada la ausencia frecuente del monarca, era el príncipe Felipe quien firmaba la licencia como “Yo, el Príncipe”, o Maximiliano y María de Austria, la hermana de Felipe, futuros emperadores, durante su regencia de Castilla; e incluso la propia reina madre, Juana la Loca, que aún firmaba licencias en 1532, en su residencia de Tordesillas, que decían “Yo, la reyna”, dieciséis años después de que su hijo hubiera sido nombrado Rey de Castilla y Aragón. En fin, que había licencias firmadas por muy distintas instancias. Y en ese ámbito, al socaire de la confusión, se publicaban a veces libros sin licencia, mientras que, justo a la inversa, se prohibían textos que habían obtenido el privilegio real. Pondré un par de ejemplos ilustrativos:


Censura civil e inquisitorial de libros de oro español: algunos casos...

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La excelente recopilación de las Leyes de Castilla hecha por Hugo de Celso en 1540, denominada Reportorio (sic) universal de todas las leyes destos reinos de Castilla, publicada en Medina del Campo, en 1553, lleva una licencia de impresión encabezada por “EL PRÍNCIPE” y firmada asimismo por el propio Felipe, el futuro Felipe II: “fecha en Madrid, a ocho días del mes de abril, de mil e quinientos e quarenta y seys años. Yo, el Príncipe. Por mandado de su Alteza, Pedro de los Cobos”. La licencia estaba dada, pues, en 1546, y firmada nada menos que por el heredero de la corona, pero el libro no se imprimió hasta 1553, por presiones muy fuertes de la Inquisición, que intentó prohibir, vetó, y logró retrasar mucho la publicación, a causa de que Hugo de Celso estaba en las cárceles de la Inquisición de Toledo acusado de bigamia y herejía. Ganó finalmente la licencia del príncipe, pero la pugna fue intensa y dura. Justo al contrario, por las mismas fechas, en 1554, aparecen las cuatro ediciones —que, a día de hoy, siguen siendo las cuatro princeps— de una de las joyas de nuestra literatura clásica, el Lazarillo de Tormes, impresas en cuatro ciudades diferentes, a saber: Medina del Campo, Alcalá de Henares, Burgos y Amberes. Son cuatro textos además diferentes, con muchas variantes, que remiten o dos o tres originales anteriores perdidos, lo que aumenta aún más la rareza editorial de esta joya. Pues bien, las tres españolas, y es lo que quiero destacar ahora, se publican sin licencia de impresión, harto significativamente, y sin que sepamos exactamente por qué, dado que era obligado disponer de ella, como sabemos. Pero el hecho es que se imprimen sin licencia, a pesar incluso de la propia Inquisición, que prohibió el libro en cuanto pudo: exactamente, cinco años después de su aparición, en 1559. Únicamente la de Amberes, fuera de España, se dice con Licencia imperial. En consecuencia, el panorama resultante es contradictorio, pues había libros con licencia de impresión que no se publicaban y libros sin licencia que sí se publican, al amparo de


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los enfrentamientos que por esa causa se producían entre la autoridad civil y la autoridad religiosa, lo que acentuaban la sensación de inseguridad jurídica del mundo editorial durante la primera mitad del quinientos. Se trataba, por tanto, de una situación, en el mejor de los casos, confusa. No se olvide que el Santo Oficio, por poner un ejemplo ilustrativo, se atrevió incluso a quitar un libro al mismísimo Emperador Carlos V, el hombre más poderoso del mundo: me refiero al Catecismo de Bartolomé Carranza, arzobispo de Toledo, preso en sus cárceles inquisitoriales de Roma por cuestiones de dudosa heterodoxia espiritual. Por eso, seguramente, para evitar el desbarajuste y la diversidad de criterios de la Corona y la Iglesia, Juana de Austria, la hermana de Felipe II, ya rey de España, pero aún fuera de la península, a causa de su matrimonio con María Tudor; Juana, repito, regente entonces de Castilla, sacó en 1558 una Pragmática de libros que instituía definitivamente la censura civil de manera expresa y clara, como censura previa, en sintonía con la firmada 56 años antes por sus abuelos, según la cual los autores debían entregar el manuscrito que deseaba imprimirse, o el libro que quería reimprimirse, en el Consejo Real de cada reino —en Castilla, el Consejo de Castilla—, que asignaba cuando menos un calificador, si no varios, denominado “aprobador”, para que lo leyera y diera o no su “aprobación” al texto. Una vez conseguida, el Consejo otorgaba el llamado “Privilegio Real” de impresión, documento imprescindible para poder sacar a luz cualquier libro en adelante. El Privilegio, a partir de ese momento, iría siempre dado por el Rey, y no por ningún otro, con la fórmula jurídica “Yo, el rey”, que añadía a continuación: “y por su mandado”, fulanito de tal: con el nombre del secretario de turno. Pero lo importante es que siempre sería ya el propio rey —no el príncipe heredero, como hemos visto en el Repertorio de Celso, ni la reina madre, el regente o un determinado arzobispo— quien concedía el privilegio de impresión. La cuestión quedaba así fijada sin confusiones ni dudas para todos los ámbitos y reinos de las Españas.


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La corona imponía finalmente sus criterios, pero la respuesta de la Inquisición no se hizo esperar mucho, porque al año siguiente, en 1559, aparecía el primer Índice de libros prohibidos que afectaba a la literatura española, el llamado Índice de Valdés, que prohibía, por ejemplo, el Lazarillo de Tormes, además de todas las obras de Erasmo, las comedias de Torres Naharro, la Segunda Celestina, de Feliciano de Silva, etc. De ese modo, la censura eclesiástica mostraba sus poderes: no podía ya impedir la publicación de ningún libro, pero sí prohibirlo después, una vez impreso: y así lo hizo. A esta doble censura de imprenta, previa y posterior, por si no fuera suficiente, había que sumar, en el caso de las comedias y entremeses que se llevaban a la escena, una censura de la representación, pues había un comisario encargado de revisar cuidadosamente los textos que se teatralizaban, que era además la censura civil más exigente de todas, dado que la mayor parte de los españoles, más o menos el ochenta por ciento, no sabía leer, pero todos eran espectadores asiduos de los corrales de comedias, porque les encantaba el teatro. La representación escénica era, en consecuencia, mucho más peligrosa potencialmente que la hipotética lectura de un libro, porque afectaba al sector mayoritario de la población. Por eso, la poda de los textos que memorizaban los cómicos era considerablemente más rigurosa. De hecho, hemos conservado en algún caso, como el del Purgatorio de San Patricio, de Calderón de la Barca, los dos textos, y hemos comprobado que en el que se llevó a la escena faltan muchos versos que, significativamente, no se censuraron nunca en el texto impreso. El sistema español de censura previa y civil era, con todo, mucho mejor que otros de nuestro entorno, puesto que se distanciaba por completo del modelo de Portugal y de los estados italianos, donde el control del mundo del libro y el derecho exclusivo de dar licencias estaba en manos de la autoridad eclesiástica, tanto de las respectivas Inquisiciones de cada reino o estado, como de la denominada Sagrada Con-


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gregación del Índice, que estableció el papa Pío V en 1566. La doble censura española de imprenta implicaba, por tanto, un sistema mucho más abierto que el de Italia y Portugal, porque los calificadores de los diferentes consejos de los reinos no tenían que ser religiosos, y eran con mucha frecuencia los propios escritores, como Lope de Vega o Tirso de Molina, y otros muchos. Por esa razón, sus censuras eran más tolerantes y comprensivas de lo que suele creerse, y, desde luego, mucho más benévolas que las de sus equivalentes portugueses e italianos. También es necesario comentar la participación del Concilio de Trento en el endurecimiento progresivo de la censura española que observa el siglo XVII, pues se había pensado que los Índices de libros prohibidos de la Inquisición española fueron haciéndose cada vez más intolerantes durante la época barroca, y acabaron por alcanzar a textos que nunca habían sido censurados antes, como La Celestina, a causa del célebre Concilio. Pero la verdad es que Trento no afectó a la criminalización de la literatura. Los problemas fueron de otra índole, pues surgieron de la intolerancia religiosa gradual del Santo Oficio y de algunos poderosos e intransigentes teólogos bajo su mando, a menudo jesuitas. Sin olvidar el amparo decisivo que supuso para todos ellos el sesgo político papista dado por la política exterior durante el reinado de Felipe III. De hecho, la actitud inquisitorial no había sido nunca homogénea y variaba mucho de unos reinos a otros. Recordemos que la obra inmortal de Fernando de Rojas, por ejemplo, había pasado intacta el siglo XVI en Castilla, donde sólo en el XVII comenzaron a quitarle algunas frases, mientras que se había prohibido por completo en Portugal desde 1581. Es decir, que todo dependía de las distintas sensibilidades inquisitoriales de cada país, de la intransigencia de algunas órdenes religiosas, y del apoyo mayor o menor que podía dar Roma. Habitualmente, los historiadores achacan al Concilio de Trento, que acabó sus sesiones en 1564, el inicio de la llamada Contrarreforma católica y, con ella, el gradual endurecimien-


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to religioso de la censura de libros. Sin embargo, por lo que se refiere a la literatura española, no podemos asegurar que fuera así, dado que la gradual intolerancia religiosa que demuestran los Índices de Sandoval (1612), Zapata (1632) —el primero que tacha alguna frase del Quijote, como la siguiente: “las obras de caridad que se hacen tibia y flojamente no tienen mérito ni valen nada” (II, 36); y quita algunos fragmentos de La Celestina— y Sotomayor (1640), es más achacable a algunos miembros de la Compañía de Jesús que a cualquier otra cosa. De hecho, la famosa Regula septima del Concilio nada tiene que ver con una supuesta intervención para imponer valores morales cristianos a la literatura profana, pues resulta casi tolerante, ya que viene a decir que se prohíba la literatura lasciva y obscena solo cuando se considere la obscenidad como elemento exagerado, preponderante o deliberadamente intencional de la obra. “Tan liberal es —dice Russell— en realidad la famosa regla que hasta permite la libre circulación de obras eróticas o pornográficas escritas por autores clásicos, si se lo merecen la elegancia de su estilo o su excelencia lingüística, siempre que se tomen medidas para no dejar caer semejantes libros en manos de los niños”: Libri qui res lascivas, seu obscoenas, ex professo tractant, narrant aut docem, cum non solum fidei, sed et morum qui huismodi librorum lectiones facile corrumpi solent, ratio habenda sit, omnino prohibentur: et qui eos habuerint, severe ab Episcopis puniantur. Antiqui vero, ab Ethnicis conscripto, Procter sermones elegantiam et proprietatem permittuntur nulla tamen ratione pueris praelegendi erunt.

El agravamiento de la censura en la España seiscentista se debió fundamentalmente al cambio de política exterior efectuado por Felipe III (1599-1621), que modificó la relación entre España y Roma; es decir, el predominio de su abuelo, Carlos V, en cuyo reinado, como se sabe, hubo dos “sacos” de Roma (1527 y 1556), y de su padre, Felipe II, sobre el papado, y cedió en exceso a las pretensiones de control espiritual de Roma, hasta el extremo de que nunca fue la monarquía hispana tan católico-romana como entonces, con la influencia decisiva, y en ocasiones nefasta, para los intereses españoles


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que eso significaba en muchos órdenes de la vida, y particularmente en la imposición de valores morales a nuestra literatura profana mediante los Índices de libros prohibidos. Entonces, al socaire de esa situación nueva, la influencia negativa de los jesuitas fue muy grande. No en vano, el Índice de Zapata fue más duro que el de Sandoval a causa de la intervención dominante en su elaboración del jesuita Juan de Pineda, amparado por el influjo creciente de Roma en nuestra Corte. Con Carlos V y Felipe II, la monarquía hispánica se había impuesto siempre al Papa. Después, sucedió al revés: Roma impuso sus normas a la corona española. Por las mismas fechas, harto significativamente, la Compañía de Jesús añadía un voto expreso de obediencia al Papa, que Ignacio de Loyola no había establecido en principio. Algunos jesuitas españoles endurecieron entonces sus posturas y su indudable romanización coadyuvó a la intransigencia. No obstante, el sistema civil de censura previa se impuso siempre a cualquier control religioso, que, insisto, no pudo hacer otra cosa que prohibir unos libros ya publicados y leído antes. Pero volvamos al siglo XVI, y analicemos el caso concreto del Lazarillo de Tormes, prohibido por le Índice de Valdés en 1559 y permitido de nuevo, junto con la Propalladia de Torres Naharro, en la edición de Juan López de Velasco, Madrid, 1573. A partir de esa fecha, y hasta la abolición definitiva de la Inquisición en 1834, los españoles leyeron un Lazarillo expurgado al que le faltaban enteros los tratados (capítulos) cuarto y quinto, además de unas cuantas frases. Si analizamos la edición expurgada, comprobaremos que las causas de la supresión de ambos tratados, el del mercedario (4º) y el del buldero (5º), se debieron a su común anticlericalismo, por decirlo en términos actuales, o a su crítica del comportamiento sociomoral de la clerecía, si se quiere, dado que el fraile de la Merced, por su parte, es un ejemplo vivo del “monachatus non est pietas” erasmista, puesto que, como “amicísimo de negocios seglares”, nunca está en el convento,


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en contra de sus obligaciones, y tiene unas cuantas barraganas o mancebas que le calientan la cama (unas “mujercillas [...] le llamaban pariente”), en contra de su voto de castidad, además de algún que otro varón, pues hace, como se dice vulgarmente, “a pelo y a pluma”, razón por la cual, como pecado nefando que era la sodomía, esto es, “que no se puede decir” (sin repugnancia), Lázaro expresa así su despedida: “y por otras cosillas que no digo, salí dél”. La crítica contra el buldero, o vendedor de bulas, es aún más dura, si cabe, en términos erasmianos, dado que este religioso simula un milagro falso ante todo un pueblo, dentro de la misma iglesia, para vender sus bulas, atentando así contra la misión fundamental de la clerecía, que es transmitir la verdad, no la falsedad de Dios; ni usar a Dios como pretexto para enriquecerse, como hace, etc. Desde una perspectiva erasmista, la censura sería incluso más grave, puesto que nada más lejos de la espiritualidad interiorizada ni de la oración interior, que estas muestras meramente externas, teatrales y falsas de fingimiento que hace el buldero. Se trata, en fin, de una supresión fundada en su evidente anticlericalismo. El Santo oficio no quería ver impresas manifestaciones anticlericales tan duras, pues atentaban contra la institución eclesial, y las suprimió de un plumazo. La prueba es que varios fragmentos de otros capítulos lazarillescos en los que metió asimismo la tijera tienen la misma explicación. De hecho, el primer fragmento que corta, ya en el tratado primero, responde a ese criterio. El texto íntegro decía así: Y con esto acudía a mi madre para criar a mi hermanico. No nos maravillemos de un clérigo ni de un fraile porque el uno hurta de los pobres y el otro de casa para sus devotas y para ayuda de otro tanto, cuando a un pobre esclavo el amor le animaba a esto. [Cito siempre por mi edición, Madrid, Alianza Editorial, 2005, p. 62. La interpretación es la siguiente: “el clérigo roba de los pobres y el fraile de su convento, ambos para sus devotas (mancebas, amantes) y para quedarse con otro tanto, con una cantidad semejante a la que les dan a ellas”].

El texto expurgado se limita a decir: “Y con esto acudía a mi madre para criar a mi hermanico”.


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En el tratado segundo, por la misma causa, donde el original decía: “no digo más, sino que toda la laceria del mundo estaba encerrada en éste. No sé si de su cosecha era o lo había anejado con el hábito de clerecía” (p. 80); la edición expurgada dice: “no digo más, sino que toda la laceria del mundo estaba encerrada en éste”. Las críticas explícitas contra la clerecía desaparecen por completo de la edición expurgada de Juan López de Velasco, lo que demuestra que se trata de su principal criterio de poda. A su lado, en menor medida, se preocupa asimismo por meter la tijera en expresiones religiosas que puedan ser malsonantes o atrevidas, por eso suprime la palabra “ángel” (p. 86) referido al calderero del tratado 2, y la cambia por “otro” o quita “la hostia consagrada” (p. 141) del juramento final de Lázaro acerca de que la suya “es tan buena mujer como vive dentro de las puertas de Toledo”. Pero quizá lo más curioso sea que, más allá de la espiritualidad y la iglesia, incluso se preocupa por la nobleza, dado que cuando el escudero hace un plan de actuación para medrar en el futuro, planea entrar al servicio de un caballero: decirle bien de lo que bien le estuviese, y, por el contrario, ser malicioso, mofador, malsinar a los de casa y a los de fuera, pesquisar y procurar de saber vidas ajenas para contárselas, y otras muchas galas desta cualidad, que hoy día se usan en palacio y a los señores dél parecen bien; y no quieren ver en sus casas hombres virtuosos; antes los aborrecen y tienen en poco y llaman necios y que no son personas de negocios ni con quien el señor se puede descuidar. Y con estos los astutos usan, como digo, el día de hoy, de lo que yo usaría. Mas no quiere mi ventura que le halle (p. 120).

Queda reducida a: decirle bien de lo que bien le estuviese, y, por el contrario, ser malicioso, mofador, malsinar a los de casa y a los de fuera, pesquisar y procurar de saber vidas ajenas para contárselas, y otras muchas galas desta calidad, de que yo usaría. Mas no quiere mi ventura que halle con quien lo pueda hacer.

Todo parece indicar, a la luz de las supresiones de López de Velasco, que el Lazarillo se leyó como un libro fundamen-


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talmente anticlerical, sobre todo, y en menor medida antinobiliario. Seguramente, además, se trataba de clérigos y nobles toledanos muy concretos, con nombre y apellidos, identificables para algunos, si no para muchos, aunque ahora se nos escapen sus identidades. No sé si Velasco lo sabría o no, pero parece muy sensible a los dos asuntos como para ser completamente ajeno a ellos. El Lazarillo de Tormes era un libro peligroso. De eso no hay duda. Así lo demuestra la edición de Medina del Campo de 1554, encontrada hace diez años emparedada en un viejo muro de Barcarrota (Badajoz), junto con otros libros prohibidos, que su poseedor quiso quitar de la circulación por miedo al Santo Oficio. Nada sabíamos hasta ahora de su existencia. No había ninguna referencia en ninguna bibliografía de nuestras letras. ¿Habrá, por tanto, otras ediciones del Lazarillo en una situación semejante? ¿Cuántas impresiones del texto se habrán perdido para siempre, ocultas por el mismo miedo inquisitorial que prueba la recién descubierta en Barcarrota? Demasiadas preguntas rodean, en suma, aún ese texto medular de nuestra literatura. Y es que todavía hay más: ¿Por qué se publicaron siempre los primeros ejemplares sin licencia? ¿Había alguien poderoso detrás de esas impresiones? ¿Cómo, si no, logró burlar la censura previa? Y, sobre todo, ¿por qué se hizo precisamente en el año 1554? ¿Por qué, en fin, todas las ediciones princeps conocidas hasta la fecha son de 1554? ¿Hubo alguna orquestación preparada expresamente para ese año, por alguna razón desconocida para nosotros? ¿Es mera casualidad? Sea como fuerte, el Lazarillo sigue siendo un libro enigmático, lleno de problemas e interrogantes, a causa, entre otras cosas, de su peculiarísima impresión. Un caso muy diferente, aunque no menos interesante, plantea El Buscón, la joya picaresca de don Francisco de Quevedo. De hecho, hasta hace pocos años no hemos podido leer una versión suficientemente fiel del Buscón a causa de la extraña


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Antonio Rey Hazas

pasividad quevedesca ante las numerosas ediciones piratas de su novela. Ciertamente, don Francisco no autorizó jamás en vida ninguna impresión de su relato; es más, ni siquiera expresó su protesta por el hecho de que lo publicaran a sus espaldas, sin contar con él; a diferencia de lo que hizo en otros casos. No intervino, cierto es, cuando Roberto Duport publicó el Buscón en Zaragoza, en 1626 sin su consentimiento, pero sí lo hizo, en cambio, a raíz de la edición igualmente pirateada de la Política de Dios, que el mismo editor llevó a cabo también en Zaragoza en 1626: esta vez —dice Lázaro Carreter en los preliminares de su célebre edición crítica, Salamanca, 2ª, 1980— no se detuvo en su humildad, recabó y obtuvo el privilegio para sí, solicitó el secuestro de la edición zaragozana, y publicó la obra en Madrid, dentro de ese mismo año. Al frente de la edición puso estas palabras contra Duport: “Imprimióse en Zaragoza (este libro) sin mi asistencia y sabiduría, falto de capítulos y planas, defectuoso y adulterado: esto fue desgracia”.

De modo semejante actuó Quevedo cuando publicó sus Juguetes de la niñez. Sin embargo, jamás hizo gestión similar alguna conducente a la impresión del Buscón, por lo cual su libro más popular vio siempre la luz de las prensas en ediciones piratas, fuera del reino de Castilla durante su vida, pues sólo se imprimió en Madrid en 1648, esto es, tres años después de su muerte. Quevedo no sólo dejó correr su novela sin intervenir jamás en su publicación, sino que incluso negó expresamente su paternidad sobre ella. ¿Por qué? Aunque no conocemos las motivaciones concretas, sí sabemos que en la raíz de este extraño hecho se encuentran problemas serios relacionados de manera muy peculiar con la Inquisición castellana, pues la censura de la obra quevedesca fue «la más complicada de cuantas aparecen en el Índice», en palabras de Antonio Márquez. Y es que, en lo que afecta al Buscón, la prohibición inquisitorial no es de las usuales, sino de las que se encuadran dentro de la anonimia o “ley del silencio” (el anonimato literario intencional estaba castigado desde el primer Índice), clasificada


Censura civil e inquisitorial de libros de oro español: algunos casos...

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por el Índice de Sandoval (1612) en tercer lugar: «La tercera y última es la de los libros que han salido sin nombre de autor.» Y es que hay datos más que suficientes para demostrar que el Buscón fue una obra prohibida por el Santo Oficio, sí, pero a petición expresa del propio Quevedo, mediante un sinuoso camino, que Antonio Márquez ha explicado así: Más adelante, en el mismo Índice (se refiere al de Zapata, 1632), en la letra F, se lee: “Don Francisco de Quevedo. Varias obras que se intitulan y dicen ser suyas, impresas antes de 1631, hasta que por su verdadero autor, reconocidas y corregidas, se vuelvan a imprimir”. En el Índice de Sotomayor (1640), el anonimato se vuelve igualmente contra el autor y el censor, hasta tal punto que ya no se habla de obras prohibidas, sino de las que se permiten: “Todos los demás libros y tratados impresos y manuscritos que corren en nombre de dicho autor, se prohíben, lo cual ha pedido por su particular petición, no reconociéndolos por propios”. Naturalmente, nadie se toma en serio este repudio. Pero el enredo sigue. En los Papeles de Inquisición, de Paz y Meliá (verdadera mina en este mundo subterráneo de la censura inquisitorial), se encuentra una “Nota de fray Juan Ponce de León, de los libros prohibidos que halló en su visita a los libreros de la Corte”. En 1646. Entre ellos está: “El Buscón, por don Francisco de Quevedo. Barcelona: Cornuellas, 1626. Prohibido por el Expurgatorio novísimo (se refiere al Indice de Sotomayor de 1640), folio 425, pues en la nota de las obras de don Francisco dice V. A. (se refiere al Consejo Supremo, que tiene tratamiento de Alteza) que de sus libros se permitan los que el autor confiesa ser suyos”. De lo cual concluye el comisario visitador que como El Buscón no está entre los reconocidos como suyos, es obra prohibida: “Y siendo El Buscón reprobado a petición de su autor, el cual no lo reconoce por suyo, etc., como consta en el folio citado”.

Queda, pues, perfectamente probado que el Buscón fue una obra prohibida por el Santo Oficio, merced al repudio voluntario («por su particular petición») que don Francisco hizo de su única novela. Las causas concretas que le llevaron a negar su autoría indiscutible e indiscutida nos son desconocidas, pero, en todo caso, no creo que se cifren —como quiere Alexander Parker— en su conciencia religiosa de la proximidad de la muerte, que le indujo a evitar las consecuencias de una obra plagada de irreverencias y sátiras. A mi entender, las razones de su sospechosa indiferencia ante las reiteradas publicaciones piratas de su relato debieron ser de otro orden, no de índole moral o religiosa, puesto que la Inquisición no puso trabas a las numerosas ediciones del


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