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LA GÉNESIS DE LA JUSTICIA: Entre la naturaleza y la cultura

FEDERICO M. RIVAS GARCÍA Doctor en Derecho

Valencia, 2009


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ÍNDICE Agradecimientos.................................................................................... Prólogo ................................................................................................... Objetivos de la investigación ................................................................

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I. El punto de partida: ¿un origen divino para la justicia? 1. La cultura occidental y la racionalidad práctica de los principios del judeocristianismo ...................................................................... 2. ¿Es la justicia el dictado de la divinidad? ...................................... 3. El sentido de justicia como igualdad, equilibrio, y estimación de valor ................................................................................................. 4. Primeras investigaciones sobre la moral en grupos humanos aislados ................................................................................................. 5. El concepto de lo apropiado en el pensamiento ético ..................... 6. El punto de llegada: la noción actual y la dimensión moral de la justicia .............................................................................................. 6.I. Reiniciando el camino de nuevo ...........................................

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II. La formación de la justicia como principio de acción 7. Aparición y complejidad de las relaciones costumbre-moral-éticajusticia-derecho ................................................................................ 8. La generación de la justicia ............................................................ 9. La ciencia cognitiva, la psicología evolutiva y la prehistoria de la mente ............................................................................................... 9.I. La estructura de la mente .................................................... 10. Aprendiendo del desarrollo de los niños. Ontogenia y filogenia ... 11. El desarrollo evolutivo de la mente ................................................ 12. La aparición de la capacidad para el arte y la religión ................. 13. El modo de adquirir el conocimiento .............................................. 14. Orígenes y evolución de los instintos humanos ............................. 14.I. El egoísmo es la base del altruismo. El autosacrificio como virtud ..................................................................................... 15. El origen de los tabúes .................................................................... 16. La lógica de la cooperación. El dilema del prisionero .................... 17. La reciprocidad. Los primeros moralizadores ................................

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ÍNDICE

18. La aparición de la división del trabajo, los deberes y la vida en pareja. Acaparar es tabú; compartir o regalar es una arma ......... 19. La virtud, el sentimiento moral y las emociones que ayudan a la confianza .......................................................................................... 20. La herencia y los genes afectan el concepto de justicia ................. 21. La toma de decisiones no es racional y eso afecta a la justicia ..... 21.I. La impronta ........................................................................... 21.II. La lógica y la moral no siempre son útiles ...........................

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III. La justicia es una creación cultural 22. ¿Hay necesidad de un principio regulador de los comportamientos? ................................................................................................... 23. La costumbre como repetición de actos y comportamientos, y la justicia como sanción a los comportamientos o actos desviados de la costumbre del grupo social.......................................................... 24. El camino recorrido: surgimiento de la noción de justicia.............

Bibliografía ............................................................................................ Índice analítico ......................................................................................

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AGRADECIMIENTOS Siempre me ha apasionado la justicia. Creo que como una consecuencia de la formación recibida de mis padres ya en mi adolescencia me planteaba hacer lo correcto. Quería agradar a mis padres. Mi padre era especialmente racional; el comportamiento que me enseñaba, las instrucciones que me impartía como parte de la educación que me daba; todo lo explicaba de tal modo que parecía lógico comportarse como él enseñaba. Su método de enseñanza era a través de largas charlas. No es que tuviera ocasión de dármelas a menudo, pues trabajaba de 60 a 70 horas a la semana como empleado administrativo y como funcionario municipal músico, pero a pesar de ello aprovechaba los momentos cuando mirábamos por el balcón hacia la calle y hacia el mar y el Grau (a cuatro kilómetros de distancia) hablándome de mi futuro profesional, de lo que tenía que estudiar para ganarme bien la vida; cuando escuchaba la radio BBC de Londres o Radio París hablándome de la situación en España que había salido de una guerra civil y de la guerra mundial de la que el mundo todavía hacía menos tiempo que acababa de salir y de las que él me hablaba aun sin yo entender casi nada. Hablaba de cómo comportarse con otros, me decía que había que ser práctico y adaptarse a la situación presente, que eso no significaba claudicar sino aprovechar las oportunidades de mejorar. Quería indicar que no se tenía que luchar cuando se sabe que vas a perder la lucha; que es mejor esperar otros tiempos. Cuando ya más mayor, yo tomaba la iniciativa y ejercía algún tipo de liderazgo con amigos, con relación a estudios o a actividades políticas, se ponía muy contento. De modo que mi padre intentó inculcarme el tipo de comportamiento que a él le parecía justo. ¿Era esto inculcarme justicia, la justicia? Siempre dijo que a él y a su padre (a su familia, incluyendo a su hermano) las cosas les habían costado mucho, les tocaba sufrir mucho pero finalmente conseguían el éxito, de modo que inculcaba que el trabajo siempre resulta recompensado: una verdad que jamás he olvidado. Este libro es resultado de la educación que he recibido de mi padre y de mi madre, de la información que he ido adquiriendo en mi


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deseo de actuar del modo que otros esperaban de mi y, finalmente, de la investigación que he realizado con motivo de mi tesis doctoral. En la Biblia, en el libro de Proverbios capítulo 27, versículo 17, se dice: “Con hierro, el hierro mismo se aguza. Así un hombre aguza el rostro de otro”. Y eso es lo que me ha sucedido con mis compañeros de cursos de Doctorado y, sobre todo, con los responsables de cada uno de los cursos, los Doctores que me permitieron intervenir, expresar mis puntos de vista, mis dudas, mis preguntas y mis rechazos. Los debates que sostuvimos me aguzaron, me afilaron y me incentivaron para continuar en el camino de realizar las investigaciones que se me encargaban. En algunos casos las discusiones eran agotadoras y más todavía cuando el debate se realizaba a solas con alguno de los Doctores. Salía de la sesión sin fuerzas, como, supongo, salen de un parto las mujeres; pero esto permitía alumbrar ideas, establecer metas y medios, y tomar decisiones sobre argumentaciones, métodos y medios de investigación. He disfrutado también mucho durante el largo periodo de investigación, trabajo y de elaboración y redacción. He tenido conversaciones y sesiones de trabajo vis a vis con mi Director. Quiero, por ello, expresar mi agradecimiento al Director de la Tesis, Doctor Don Benito de Castro Cid, sin cuya dirección (pues me señalaba el camino y señalar el camino es indicar la dirección) no hubiese llegado al lugar que he alcanzado, el final de la Tesis. Lo hacía más allá de sus obligaciones didácticas y universitarias, supongo, también llevado del reto que le presentaba alguien como yo, ya suficientemente adulto, con conclusiones y experiencias a la espalda. El estímulo del Doctor Don Tomás Ortiz Alonso, de la UCM ha sido crucial, pues las muchas charlas científicas en las que nos enfrascábamos y los debates que sosteníamos en las tertulias científicas a las que asistíamos me ayudaron a contrastar mis puntos de vista e investigaciones. También agradezco a mi querida esposa su paciencia cuando le hablaba de lo que estaba investigando, escribiendo o retocando. No siempre le venía de gusto el que la sumergiera en mis dudas y preguntas, pero se sonreía y me escuchaba, aportando después sus realistas opiniones. Su paciencia en no exigir le dedicara más tiempo a ella y que pudiera dedicarlo a mis investigaciones y lecturas ha sido una excelente cooperación. Castellón a 23 de marzo de 2009


PRÓLOGO Cuando el doctor Federico M. Rivas García, antiguo discípulo y entusiasta amigo actual, me propuso hace algún tiempo que, como director de la tesis de doctorado que está en la base del mismo, escribiera un breve prólogo para este libro, le contesté sin pensarlo dos veces que aceptaba su ofrecimiento, que sería para mí un honor y un placer hacerlo y que confiaba en entregárselo en un plazo muy breve. Pero, cuando llegó el momento de iniciar la escritura, caí en la cuenta de que mi rápida contestación inicial había sido un tanto precipitada y probablemente poco realista. En efecto, cuando me llegó el texto original definitivo del libro que debía presentar, advertí de inmediato que el compromiso adquirido no iba a tener un cumplimiento rápido ni fácil. En primer lugar, porque es en buena medida obligado que los prólogos no se circunscriban a la somera presentación del autor, sino que incluyan también, cuando menos, algún tipo de comentario del libro prologado. En segundo lugar y sobre todo, porque entendí que la problemática analizada en el que ahora se publica con el título La génesis de la justicia: entre la naturaleza y la cultura era lo suficientemente provocativa como para dedicarle algunas páginas independientes de reflexión. Así que, al intentar llevar a cabo el propósito que me pareció más razonable (hablar un poco del autor, otro poco del libro y otro poco del tema), tuve que renunciar a la ensoñada brevedad del proyecto inicial y, como consecuencia, también a la prometida rapidez. Presento, pues, un ensayo que, por pretender ser matizado, será también (para malaventura mía, del autor, del editor y de los sufridos lectores) más extenso de lo que había previsto en un principio.

1. SOBRE EL AUTOR Creo que, en general, es importante que quienes van a iniciar la lectura de un libro conozcan en alguna medida las preocupaciones y propósitos que han motivado al autor que lo escribió. Y es útil asimismo que tengan noticia del talante intelectual de ese autor y de la forma en que suele afrontar el análisis de los problemas teóricos y prácticos de que se ocupa, sobre todo cuando se está ante un libro


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beligerante y comprometido como éste. Veamos, pues, si puede conseguirse este interesante objetivo a través del conocimiento que me ha proporcionado mi colaboración académica con el autor de La génesis de la justicia: entre la naturaleza y la cultura. Federico M. Rivas García inició sus estudios de doctorado cuando era ya, no sólo ‘un hombre hecho y derecho’ (según la gráfica expresión coloquial), sino también un alto y brillante directivo de una destacada empresa levantina de turismo (aspecto este que yo no llegué a conocer hasta pasados unos años). Pero, por sorprendente que pueda parecer, resultó también que, tras haber culminado su vocación tardía de jurista, se dejó seducir, finalmente, por una inquietud bastante alejada de lo que podía presuponerse que eran sus intereses profesionales inmediatos. Y, así (supongo que contra todo pronóstico estadísticamente razonable), el licenciado Rivas García, no sólo decidió cursar los estudios de doctorado, sino que eligió hacerlo en la UNED y, para colmo, dentro del programa ofertado por un área de conocimiento tan poco jurídica en apariencia como la de Filosofía del Derecho. Fue, pues, esa llamativa decisión la que le llevó a matricularse en dos de los cursos que yo impartía entonces (“La justicia como principio constitutivo del Derecho” y “Las implicaciones de Derecho y Moral”), de modo que me dio la oportunidad de comprobar que había un alumno ya maduro que, pese a residir fuera de Madrid, asistía puntualmente a todas las sesiones. Y comprobé además que tenía una amplia curiosidad, una sorprendente inquietud filosófica y una mesurada, pero intensa, actitud crítica que le llevaba frecuentemente a la duda discrepante y al debate. Eso ocurrió, si no recuerdo mal, en el año académico 1999-2000, fecha en que nuestro Departamento de Filosofía Jurídica mantenía todavía la práctica de celebrar a lo largo del año cuatro sesiones de intercambio presencial con nuestros alumnos de doctorado en alguna de las escasas aulas disponibles en el edificio de la Facultad de Derecho de Madrid. Así conocí a D. Federico M. Rivas García, alumno de doctorado. Bueno, matizo: entonces tuve mi primer contacto académico con un alumno puntual, atento, extremadamente educado, discutidor agudo (es decir, un alumno destacado) que se llamaba así. La suerte de entablar con él una relación que abriera la posibilidad de llegar a un grado fiable de conocimiento no llegó hasta dos años más tarde: cuando el compromiso de dirección de su tesis doctoral nos


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introdujo a ambos en un proceso interactivo de alta tensión. Fue a partir de ese momento cuando aprendí, en frecuentes e intensas sesiones que comenzaban en torno a las siete de la mañana en mi despacho de la Facultad de Derecho, que ‘mi’ ejemplar alumno de doctorado (siempre puntual, siempre discreto, siempre respetuoso, siempre intelectualmente curioso e interesado, siempre meticuloso y perfeccionista en el trabajo) era un polemista mucho más tenaz y correoso de lo que yo había intuido durante las reuniones colectivas de los dos años precedentes, de suerte que encontré en él la horma de mi propio zapato. Consecuentemente, según recuerdo, nuestro contacto inicial fue un tanto ambiguo, dado que Federico no venía, como era habitual, con el vago propósito genérico de hacer un trabajo que le habilitara para el grado de doctor, sino que tenía ya muy clara la tesis que iba a intentar demostrar en ese trabajo: el origen estrictamente humano de la idea o principio de la Justicia. Y, como es obvio, un planteamiento de este tipo me produjo, en cuanto inicial asesor y futuro director de su investigación, dos vivencias encontradas: de un lado, la tranquilidad que da no tener que comprometerse en la búsqueda de un tema de estudio que satisfaga las aspiraciones del doctorando, de otro, la preocupación de evitar que éste termine viendo arruinada la excelencia científica de su labor por el vicio radical de los prejuicios ideológicos. Así que me esforcé en convencerle de la necesidad de evitar este último riesgo y de ampliar, en consecuencia, el campo de análisis hasta incluir el examen de las diferentes concepciones de la Justicia que han ido apareciendo a lo largo de la compleja historia de la humanidad. No sé si mis consejos (aderezados casi siempre con la referencia al refrán de las viejas sociedades agrícolas de que “no puede ponerse el carro delante de los bueyes”) lograron convencerle del todo, pero lo que sí ocurrió ciertamente fue que llegamos a la conclusión de que la propuesta que le hacía no era completamente equivocada, pues tenía, cuando menos la ventaja de mantener la apariencia mínima de respeto hacia los buenos usos del trabajo científico que, en loable fidelidad a la tradición, han venido siendo aplicados durante mucho tiempo por la inmensa mayoría de los miembros del mundillo académico. De modo que se dispuso a seguir el plan de trabajo propuesto. Después, se sucedió una febril actividad de lecturas, relecturas y contralecturas, por su parte, un permanente contraste de la fun-


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cionalidad de ciertos enfoques, un frecuente tira y afloja sobre la inclusión o exclusión de ciertos análisis o apartados, un constante tejer y destejer de sucesivos borradores provisionales... Y, por fin, la redacción final, la tramitación del proyecto y el acto de presentación y defensa, en público y ante un Tribunal de cinco doctores catedráticos, del trabajo titulado “La génesis de la justicia”. Ahora bien, en esta aventura, mi aportación no fue especialmente meritoria, ya que se redujo casi a la tarea de someter el ímpetu de una intuición brillante y voluntariosa a una cura retardataria (probablemente traumática para el doctorando) mediante la inyección del sentido de la complejidad de los problemas teóricos y el inevitable filtrado a través del tradicional procedimiento establecido para la elaboración de las tesis de doctorado. Y tampoco fue incómoda para mí en ningún momento, sobre todo porque el doctorando Rivas García, dialéctico correoso donde los haya, como ya he señalado, actuó en todo momento con un respeto académico máximo, incluso cuando llegamos ya a un grado de complicidad y confianza relativamente consolidado. Así que la colaboración terminó siendo fluida y gratificante, sin perjuicio de que el doctorando llegara a pensar en varias ocasiones que estaba a punto de llegar al límite de su capacidad de renuncia a sus propios puntos de vista para amoldar su trabajo a los usos académicos vigentes y a las consiguientes exigencias de mi dirección. La publicación de La génesis de la justicia: entre la naturaleza y la cultura supone, pues, la culminación de una alargada línea de reflexión en la que Federico M. Rivas García ha puesto de manifiesto una vez más la impronta de su genio: la intensa curiosidad intelectual que le mantiene siempre inquieto, el entusiasmo con que se enfrasca en el estudio de las teorías científicas más novedosas y la pasión que pone en el seguimiento de las doctrinas que pretenden explicar el rumbo que ha seguido la vida humana desde sus orígenes. Sin abandonar en ningún momento esa (creo que innata, pero, en todo caso, muy arraigada) propensión suya al cientismo que con tanto esmero sigue cultivando y a la que sucumbe casi siempre con incansable generosidad.

2. SOBRE EL LIBRO Al centrarme ahora de forma directa en la presentación del libro, entiendo que ésta será más útil si se limita al comentario de tres as-


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pectos que considero especialmente representativos: su motivación y propósito, el método seguido en su desarrollo y el alcance del mensaje que contiene. Debo comenzar, no obstante, con la aclaración de que el hecho de que hayan sido publicados hasta la fecha tantísimos y tan buenos estudios monográficos sobre la Justicia no quita un ápice de interés a la aparición de éste que ahora prologo. Entre otras poderosas razones, porque la problemática de su origen (aunque abordada casi siempre de pasada dentro de los estudios generales) ha merecido en muy pocas ocasiones el honor de un estudio sistemático específico. Puede afirmarse, por tanto, que La génesis de la justicia: entre la naturaleza y la cultura, aparte de sus muchos otros atractivos, tiene el gran aliciente de su destacado carácter innovador.

2.1. Motivación y propósito Como ha señalado el autor explícitamente, este libro sobre la génesis de la justicia es “resultado de la educación que he recibido de mi padre y de mi madre, de la información que he ido adquiriendo en mi deseo de actuar del modo que otros esperaban de mi y, finalmente, de la investigación que he realizado con motivo de mi tesis doctoral”. Ha crecido, pues, como un árbol cuya lejana semilla comenzó a germinar en el humus de las vivencias familiares de la infancia, cuya savia se ha venido alimentando de la preocupación por hacer en todo momento lo que el respectivo grupo de incardinación social entendía que era correcto o justo y cuya floración se ha producido en una intensa primavera de casi penúltimas tentaciones científicofilosóficas de madurez. Pero si el árbol ha conseguido el vigor que ahora tiene ha sido porque el jardinero sigue siendo un empecinado humanista cuya curiosidad y capacidad de asimilación de los más dispares conocimientos carece de límites, muy especialmente cuando esos conocimientos proceden del campo de las llamadas vulgarmente “ciencias naturales” o “ciencias” a secas. De ahí que el libro se haya perfilado a través de la acumulación de reflexiones y tomas de postura inducidas por las numerosas lecturas de ese campo, a las que su insaciable curiosidad ha ‘condenado’ al autor. En efecto, este libro, editado significativamente con el título de La génesis de la justicia: entre la naturaleza y la cultura, ha llegado a ser escrito y publicado porque su autor tuvo en cierto momento


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de su vida el pálpito de que las viejas preguntas sobre el origen y el sentido de la justicia podían encontrar una respuesta plausible en los recientes hallazgos de algunas ciencias jóvenes que, como la psicología cognitiva, la neurofisiología o la bioantropología, mantienen la ilusión de llegar a desvelar las principales claves filogenéticas de la especie humana. Hay, por tanto, en los cimientos de la obra una fe casi ciega en la plena fiabilidad de las conclusiones establecidas por las actuales investigaciones científicas, hasta el punto de pasar en ocasiones por alto la cauta consideración de que, a la vista de que las opiniones sobre de lo que es o no verdadera ciencia han variado profunda y profusamente a lo largo de la historia, sería probablemente más prudente dar audiencia a la sospecha de que esto que hoy se proclama como lo único estrictamente científico tal vez sea considerado pasado mañana explicación no menos ideológica y mítica que la propuesta por los poetas y filósofos de la Grecia preclásica. Y hay también, creo, una no menos entusiasta complicidad con el postulado del naturalismo ético neodarwinista de que el origen de los valores y códigos morales puede ser explicado por la sociobiología con una aproximación a la verdad científica mucho mayor que la conseguida hasta ahora por las respectivas disciplinas de la especialidad. De ahí que el propósito nucleador del libro se haya concretado en el intento de buscar en la ciencia las pruebas o indicios que pueden permitir afirmar como tesis la hipótesis de que la justicia (así como el Derecho mismo y la moral) no ha sido creación de ningún inexistente Dios, sino que es un constructo exclusivamente humano que ha cristalizado a través de la mera praxis selectiva de los individuos y los grupos. Ese propósito es el que explica, no sólo la orientación de base del libro, sino también la mayor parte de los rasgos que definen el perfil de su desarrollo, como espero que se aprecie en el rápido contraste que realizaré a continuación.

2.2. Método de desarrollo Confieso que la lectura del libro de Federico M. Rivas García resulta enormemente entretenida, sugerente y hasta cautivadora. En alguna medida, por su orientación un punto para-académica, por su talante desinhibido y por su manifiesto tono provocador. Pero también, sin duda, por la metodología que se ha seguido en su escritura.


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En efecto, aunque su esquema de desarrollo, aparentemente simple, parte de la delimitación de la hipótesis de trabajo, se adentra en un amplio contraste de los datos favorables a la confirmación de la hipótesis, establece la plausibilidad de ésta y, finalmente, sienta el conjunto de conclusiones que integran la tesis que se considera en condiciones de sostener, el desarrollo no es tan sencillo como podría dar a entender la simplicidad del esquema. Sobre todo porque el contraste de los datos que pueden actuar como aval de la hipótesis tiene una marcada profundidad policéntrica que se adentra en una gran multiplicidad de ámbitos científicos tan dispares como el arqueológico, el etológico, el antropológico, el etnológico, el genético, el sociobiológico, el psicológico, el neurofisiológico, el ético, el histórico, el filosófico o el epistemológico. Y, aunque, el autor ha caminado con frecuencia en la buena compañía del gran divulgador científico M. RIDLEY o de otros prestigiosos comentaristas y estudiosos, su largo viaje de información y aprovisionamiento se ha encontrado continuamente con una considerable variedad de obstáculos y trampas que dificultaban su trabajo y que han estado algunas veces a punto de confundir su ruta. De ahí que, si bien el libro ha superado con éxito en la mayoría de las ocasiones el peligro de desorientación, mantiene todavía el atractivo que tienen siempre los viajes que se hacen bordeando algún precipicio. Uno de los aspectos llamativos de la estrategia que ha condicionado la elaboración del libro es, como he advertido ya, la enorme abundancia y complejidad de los contrastes, causa sin duda de que hayan sido abordados algunos problemas de forma reiterada y de que la estrategia puzzle o mosaico que se ha seguido haya llevado a introducir en cada momento las piezas que se consideraban útiles para el diseño final del proyecto. Pero esta voluntariosa y ágil manera de proceder, además de abrir la posibilidad de que los lectores se encuentren con ciertas dificultades de percepción de la continuidad del mensaje central, podría resultar cuestionada por los defensores del estricto rigor lógico de las construcciones sistemáticas. Y podría dar pie también a la acusación de que el autor ha ido seleccionando los datos empíricos de contraste en función de su encaje con la hipótesis inicial: que la justicia no es más que el simple resultado del acostumbramiento humano a unos determinados modos de comportarse, cuya utilidad ha sido contrastada a través de una experiencia milenaria. De modo que, si bien resulta claro que eso no ha ocurrido, la estrategia seguida en el desarrollo del discurso nuclear del libro


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puede contribuir a mantener la apariencia, ya que casi siempre se preocupa más de la mera exposición a través de una densa acumulación de opiniones científicas convergentes que de la genuina argumentación causal demostrativa. Los lectores deberán mantener, pues, siempre despierta su atención para no dejarse seducir por la fácil tentación de pensar que están ante una investigación amañada. Como en tantos otros, también en este caso las apariencias engañan. Habrá ocasiones, no obstante, en que la estructura interna y el desarrollo del libro ponen las cosas un poco más difíciles. Por ejemplo, cuando, a pesar de reconocer que la vida de los hombres y de otros muchos seres animados está plagada de ejemplos de individuos que se comportan de tal modo que disminuyen o ponen en riesgo sus propias posibilidades de supervivencia para incrementar las de otros individuos o las del grupo en su conjunto, no se enfrenta a la revisión de la tesis evolucionista de que el impulso motor del proceso evolutivo selectivo de la especie humana es siempre el egoísmo biológico individual. O cuando acepta sin beligerancia el especioso argumento de que el llamado “altruismo” no es más que egoísmo, puesto que la presunta conducta altruista de los miembros de un grupo redunda finalmente en su propio beneficio. Es también posible que muchos lectores lleguen a la conclusión de que la arquitectura del libro descansa en último término sobre una originaria convicción o creencia en el dogma evolucionista que no es sometida a discusión a pesar de que su grado de fiabilidad no tiene, en principio, por qué ser mayor ni menor que el de cualquier otra convicción o creencia originaria (como, por ejemplo, la del dogma creacionista). Se edificaría, pues, si el diagnóstico de esos lectores fuera acertado, sobre un acto de fe, ya que, no sólo no se ha conseguido hasta ahora demostrar científicamente la veracidad de la teoría evolucionista, sino que (a la vista de las convulsiones que han removido a lo largo de la historia las convicciones sobre el origen de la justicia y la opinión sobre lo que es o no científico) parece muy poco probable que llegue a conseguirse algún día un tipo de certeza que cuente con el reconocimiento general de su carácter genuinamente científico. Tal conclusión sería, sin embargo, excesivamente simplista teniendo en cuenta que, en la actualidad, resulta ya imposible negar la existencia de un gran número de datos y signos que admiten ser


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integrados con bastante coherencia lógica en una historia humana narrada en clave de evolucionismo interno. Y, aunque es posible que esta constatación no sea suficiente para desautorizar en forma definitiva la vieja tesis del diseño exterior inteligente, deberá reconocerse que constituye un sólido indicio de que la aparición de la justicia en el horizonte ético de la especie humana se debió exclusivamente a un proceso de depuración colectiva de las experiencias que iban teniendo los individuos en relación con lo que en cada momento era útil o perjudicial para su propia supervivencia.

2.3. Alcance del mensaje A través de la detallada enumeración de los pasos o bloques temáticos del estudio que ha hecho el autor en dos diferentes pasajes de su libro (el epígrafe dedicado a “los objetivos de la investigación” y el apartado 24 en el que se recopilan los resultados o conclusiones de la misma), se observa ya que su contenido puede sistematizarse dentro de dos círculos complementarios: el relativo a la confirmación de la hipótesis principal (que la justicia no tiene un origen divino, sino estrictamente humano) y el que incluye el contraste de varios aspectos secundarios que contribuyen a decantar y delimitar el alcance de esa hipótesis central. En el primer círculo, se percibe con suficiente claridad que el propósito fundamental del libro no está directamente comprometido en la determinación de lo que es o ha de entenderse por justicia, sino más bien en aclarar el itinerario seguido por ella hasta llegar al momento en que ha entrado a formar parte del grupo de principios básicos de los códigos éticos de la mayor parte de las sociedades. Por otra parte, se ve asimismo que la preocupación central apunta hacia el objetivo de desmontar la falacia de aquellas doctrinas tradicionales que, de una u otra forma, han propugnado la tesis de su origen divino. Por eso, se reiteran las declaraciones que proclaman la convicción de que no ha descendido del cielo habitado por la divinidad, sino que es una realidad surgida naturalmente en el interior de los dinamismos determinantes de la evolución de los seres humanos1.

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Este posicionamiento puede parecer, sin embargo, excesivamente optimista, ya que, de modo general, la pretensión de poner base a la tesis de que la existencia humana, la conformación de los códigos éticos, el inicio de los


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“La idea de justicia —escribe el autor en el apartado 2— no tiene su fuente en la divinidad, no tiene su fuente en la revelación”. Y añade en el cierre final de su exposición (apartado 24): “No hay revelación divina respecto a lo que deba ser entendido por justicia, [que] no hay poder omnipotente que nos diga, ni nos tenga que decir, lo que está bien y lo que está mal; [que] no hay ningún derecho natural intraconstruido por un Creador detrás del concepto de justicia; [que] sólo ha sido una cuestión de costumbres, de creación cultural, de autoprogramación de nosotros mismos como especie humana”; “lo que afirmo es que la cultura condiciona la justicia y el derecho; que la cultura es la fuente de la justicia y del derecho, que es una creación humana”. Podría apreciarse, no obstante, que el análisis que lleva a cabo el autor se mantiene en un nivel excesivo de (probablemente buscada) ambigüedad, de modo que resulta muy difícil determinar con suficiente precisión cuál es la realidad sobre cuyo origen se llega a la conclusión de que no es creación divina sino simplemente humana. Así, puede constatarse, por ejemplo, cómo se identifica a menudo “lo justo” con “lo correcto”, delimitando a éste como “lo que hacen los padres” o antepasados y lo que les agrada que hagamos2. Pero se escribe asimismo que la justicia puede ser entendida “como un método de valoración de las relaciones interpersonales o intergrupales”, que “depende de las emociones, sentimientos y de la testosterona, progesterona, dopamina, cortisol, es decir, también de segregación de neurotransmisores, generadores de los sentimientos y emociones o provocados por ellas” (final del apartado 13), que a la exigencia de la reciprocidad mediante la imposición de la autoridad o por el poder del ostracismo “le podemos denominar moral o deuda, obligación, favor, contrato, intercambio o justicia” (final del apartado 17), que

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sistemas de dogmas religiosos e, incluso, la presencia de Dios en el mundo tienen su origen en la acción de unos dinamismos o fuerzas naturales no divinos sólo llega a tener plena consistencia cuando ha sido previa y radicalmente excluida la existencia de seres divinos. Ahora bien, esta opción, al referirse a una realidad inconmensurable para cualquier inteligencia que no sea precisamente Dios, es tan primariamente primaria que queda fuera de toda posibilidad de encontrarle una fundamentación racional. “Siempre me ha apasionado la justicia. Creo que como una consecuencia de la formación recibida de mis padres ya en mi adolescencia me planteaba hacer lo correcto. Quería agradar a mis padres” (en el apartado «Agradecimientos»)


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“la herencia y los genes afectan al concepto de justicia” (enunciado del apartado 20) o que “la respuesta del individuo hacia la superestructura social que nos ocupa es el concepto de justicia; sea como herencia de los ancestros, y/o como apetito estimulado por el entorno cultural presente en cada generación a cada individuo” (final del apartado 20). Se presenta, pues, el objeto central de la investigación con una enorme elasticidad conceptual, lo que otorga, obviamente, la gran ventaja de que puede ser sometido a análisis muy complejos y versátiles desde múltiples perspectivas científicas o filosóficas. Pero esa elasticidad tiene también su correspondiente contrapartida de riesgos en el ámbito de la concreción y exactitud que suele exigirse a las investigaciones científicas. Lo que no dejará de implicar probablemente un considerable coste de credibilidad de las conclusiones a que ha llegado el estudio3. A su vez, en el círculo de los aspectos secundarios, el autor ha ido estableciendo a lo largo del libro varias tesis menores que ayudan a matizar y reforzar el sentido de la tesis central, si bien, en ocasiones, no resulte fácil ver los profundos nexos de implicación lógica que las unen. Así, la drástica exclusión de cualquier tipo de intervención de agentes espirituales externos (en especial, los divinos) en el proceso de formación de los códigos éticos humanos y, por tanto, de la justicia [1], la reducción de la Moral a costumbre [2] y la precedencia de la justicia respecto de la Moral [3]. Conviene, pues, comprobar el alcance dado a cada una de estas tesis menores. [1] Exclusión de cualquier tipo de intervención de agentes espirituales externos. El libro proclama en forma reiterada la tesis de que

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Es obvio que identificar, por ejemplo, “lo justo” con “lo correcto” y, a su vez, esto con “lo que hacen los padres” o antepasados y, por tanto, con lo que agrada a éstos puede dar mucho juego a la invocación de los hallazgos más recientes de la psicología cognitiva. Pero tal vez haya algunos estudiosos que piensen que no es excesivamente útil para conocer el proceso de formación de los actuales ideales igualitarios, pacifistas y solidarios de justicia, si, como resulta inevitable, se tiene en cuenta que ha habido siempre padres o maestros que han aconsejado a sus descendientes que hay que adaptar las convicciones a las circunstancias, que hay que ser hábil para el engaño, que lo importante es aprovecharse del esfuerzo ajeno, que lo justo es el dominio de los fuertes sobre los débiles y que la defensa de la propia seguridad justifica la eliminación de los enemigos.


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la incorporación de la idea de justicia y de todos los demás códigos morales al ámbito de la valoración de los comportamientos humanos no fue obra de ningún tipo de adoctrinamiento o revelación divina, sino antes bien simple resultado del aprendizaje que los miembros de la especie humana iban extrayendo de su propia experiencia. Y, siguiendo esa línea, llega incluso en algún momento a la negación del carácter espiritual de la justicia (y de la moral), lo que puede resultar sin duda altamente sorprendente4. Afirma, pues, que “en lugar de algo espiritual, la moral es la costumbre en su acepción más amplia, que ha llegado a formar parte del patrimonio de la mente humana” (al inicio del apartado 23). Y llega a la conclusión (avanzada ya por ANAXÁGORAS de Clazomene en el siglo V anterior a la era cristiana) de que la invocación de un sujeto dotado de autoridad indiscutible (el Número Uno) que respaldara las prácticas tradicionales [es decir, la moral, según el libro] fue una estrategia de los individuos y los grupos para con-vencer a quienes se resistían a seguir los dictados de alguien que era su igual en casi todo. De modo que la ulterior labor de los expertos (sacerdotes y profetas) no hizo más que llevar esa moral de origen consuetudinario hasta un grado mucho más elevado de depuración y sofisticación sistemática. Fue entonces, según el autor, cuando nació la Moral con mayúscula. [2] Reducción de la moral a costumbre. Una de las convicciones que el autor del libro parece tener más arraigadas (y que, en consecuencia, manifiesta reiteradamente a lo largo del mismo) es la vieja idea nietzscheana de que la costumbre constituye el germen unitario de la moral y del derecho y, por ende, de la justicia. “Cuando el resultado práctico y exitoso de la rutina —escribe— hace que ésta sea adoptada por otros, se transforma en costumbre, cuando la costumbre se expande y se establece para una gran cantidad de individuos, se convierte en moral, y tanto la costumbre como la moral condicionan la justicia, sirven de generadoras del embrión del desarrollo

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Previa identificación implícita de lo espiritual con lo que tiene origen sobrenatural, olvidando tal vez que al término “espiritual” se le ha reconocido tradicionalmente una vinculación etimológica muy estrecha con la palabra griega psije, cuyo significado incluía la mención de conceptos que entonces tenían una gran proximidad recíproca o eran equivalentes (como ‘aliento vital’, ‘espíritu’, ‘alma’, ‘mente’, ‘inteligencia’).


PRÓLOGO

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de la justicia” (al final del apartado 6). Y añade unas páginas más adelante: “De hecho afirmo que la costumbre es el origen de la moral y se confunde con ella; y que la ética es lo mismo que la moral. El derecho es un producto, por tanto, de la costumbre. Y la justicia, como parte del derecho, como objetivo del derecho, tanto de la aplicación como de la inspiración para el derecho es totalmente tributaria de los pasos anteriores” (final del apartado 7). Esta idea nuclear, como he señalado ya, es afirmada de forma recurrente, aunque con ligeros matices diferenciales que la vinculan en ocasiones a los postulados evolucionistas y a determinadas tesis de la moderna psicología cognitiva. Así cuando escribe que “la moral queda desprovista de todo fundamento espiritual; la sacralización de conceptos, la concepción de que es algo divinamente entregado al hombre o intraconstruido en él en el momento de su creación, queda en entredicho” (final del apartado 6) o que “la cooperación no se da para cumplir las normas de un poder superior bajo pena de castigo eterno; no se da para ser bueno y conseguir premio eterno (...). La cooperación se da como una utilidad que evolutivamente se ha demostrado beneficiosa para el grupo. (...). Detrás de la cooperación está la reciprocidad y la fuente de esta última es el egoísmo” (final del apartado 16). Y también cuando concluye: “Podemos decir, pues, que las emociones provocan y generan sentimientos morales; que esos sentimientos morales generan actos y comportamientos que provocan confianza; y que la moral tiene su origen pleno en el egoísmo, porque los virtuosos son virtuosos por la exclusiva razón de que ello les permite juntar fuerzas con otros que son virtuosos para mutuo beneficio” (final del apartado 9). Puede apreciarse, pues, que el libro logra transmitir con una gran nitidez e insistencia el argumento central del origen exclusivamente humano de la justicia, de la moral y del derecho, así como su vinculación genética con la costumbre. Sin perjuicio de que no siempre aparezca claro qué es lo que se entiende por costumbre, por moral, por justicia o por derecho, ni cuáles son exactamente las relaciones que median entre ellos, puesto que, mientras unas veces se proclama la identidad de costumbres y moral, otras se afirma que “la moral de los pueblos se concreta en las costumbres” (en el apartado 4) o que la Moral surge de las costumbres transformadas finalmente en Derecho. Paralelamente, hay ocasiones en que parece afirmarse que la justicia y el Derecho proceden de la moral, mientras que en


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