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I FORO ANDALUZ DE LOS DERECHOS SOCIALES: LOS DERECHOS SOCIALES EN EL SIGLO XXI

MANUEL JOSÉ TEROL BECERRA Director

Valencia, 2009


Copyright © 2009 Todos los derechos reservados. Ni la totalidad ni parte de este libro puede reproducirse o transmitirse por ningún procedimiento electrónico o mecánico, incluyendo fotocopia, grabación magnética, o cualquier almacenamiento de información y sistema de recuperación sin permiso escrito del autor y del editor. En caso de erratas y actualizaciones, la Editorial Tirant lo Blanch publicará la pertinente corrección en la página web www.tirant. com (http://www.tirant.com). Proyecto de Investigación de Excelencia P07-SEJ- 3112, de la Consejería de Innovación, Ciencia y Empresa de la Junta de Andalucía: “La construcción del Estado Social en el ámbito autonómico y europeo”.

© MANUEL JOSÉ TEROL BECERRA (Dir.)

© TIRANT LO BLANCH EDITA: TIRANT LO BLANCH C/ Artes Gráficas, 14 - 46010 - Valencia TELFS.: 96/361 00 48 - 50 FAX: 96/369 41 51 Email:tlb@tirant.com http://www.tirant.com Librería virtual: http://www.tirant.es DEPOSITO LEGAL: V I.S.B.N.: 978 - 84 - 9876 - 545 - 8 IMPRIME Y MAQUETA: PMc Media Si tiene alguna queja o sugerencia envíenos un mail a: atencioncliente@tirant.com. En caso de no ser atendida su sugerencia por favor lea en www.tirant.net/politicas. htm nuestro Procedimiento de quejas.


Índice

Estado social y políticas de bienestar: ámbitos problemáticos a comienzos del siglo XXI........................................................................ ANTONIO J. PORRAS NADALES

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Los servicios sociales en españa vistos desde europa ........................ LUIS JIMENA QUESADA

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Crisis del estado social y justicia constitucional ................................ JAVIER TAJADURA TEJADA

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La protección social en la unión europea ........................................... ENCARNA CARMONA CUENCA

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Prólogo

Los derechos sociales han alcanzado tanto protagonismo, en Europa cuando menos, que no es infundada la atención que viene prestándoseles a su estudio. Las causas motivadoras de su aparición, los debates políticos que decidieron sus respectivas definiciones iniciales, éstas mismas, la evolución que han conocido después y, sobre todo, sus concretas aplicaciones, han sido y son circunstancias seguidas con enorme interés por politólogos, sociólogos, antropólogos y estudiosos de las ciencias sociales en general. También los juristas han estado atentos a los enunciados normativos de tales derechos, especialmente de los verificados en el nivel constitucional. Cualquier Constitución que los acogiese aspiraba a enriquecer las aportaciones en derechos efectuadas por la burguesía liberal de finales del siglo XVIII a esa forma de organización política que crearon, el Estado, como fundamento del mismo. Por eso los consignaron en sus actas de nacimiento respectivas, las Constituciones del período revolucionario. El propósito era dotar a la igualdad formal, a la libertad, a la propiedad y al derecho al sufragio, respectivamente, de dimensiones distintas y complementarias de las conocidas hasta entonces. Eso ganaría en solidez el Estado que de liberal pasaría a ser social e intervencionista. En él, la libertad resultaba inconcebible en ausencia de unas condiciones materiales mínimas sustentadoras de su existencia real. Se inspiran estas consideraciones en las que dedicara al Estado Social Manuel García Pelayo. Parafraseándolo puede añadirse que si en los albores del estado, en las postrimerías del siglo XVIII y principios del siguiente, se entendía la libertad como una exigencia de la dignidad humana, desde mediados del siglo XX, aproximadamente, se piensa que la dignidad humana es una condición para el ejercicio de la libertad, como también que así como el Estado debe garantizar la propiedad, ha de subvenir también a la necesi-


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dad económica de la ciudadanía, permanente o contingente, para lo cual se muestran idóneas, por ejemplo, las fórmulas del salario mínimo y de las prestaciones de la seguridad social, incluidas las sanitarias. Medidas estas u otras parecidas que, en tanto en cuanto aseguran unas condiciones vitales mínimas, permiten corregir en parte las desigualdades económicas y sociales, y, con ello, completar el viejo principio de igualdad ante la ley. Tan inoperante, por otro lado, cuando se trata de integrar socialmente a homosexuales, minusválidos y ancianos, o a mujeres y jóvenes en el mercado de trabajo. Al cual, por cierto, tal vez convenga trasplantar técnicas de gestión y cogestión usadas en el mundo empresarial. Tantos y tan variados sectores de la realidad concernidos por los derechos sociales no se avienen a incluirse en el ya dilatado universo que componen los atinentes a los derechos y libertades nacidos entre los siglos XVIII y XIX. Estos pertenecen a otra categoría, caracterizada por la nota de la garantía jurisdiccional que les alcanza, ausente en el caso de los derechos sociales. El dato es sobradamente conocido, como también lo es que, tras acoger la Constitución mexicana de 1917 algunos de esos derechos sociales y seguir dicho ejemplo ciertas Constituciones europeas de entreguerras, se generalizó el fenómeno de su constitucionalización con la segunda postguerra. Pero, por más que, en efecto, ya las Constituciones adoptadas entre 1945 y 1950 mostrasen sobre el particular el interés luego emulado por otras muchas, no conviene pasar por alto que, desde esa misma época, coincidiendo con el inicio de la guerra fría, el despliegue por los Estados, con esa clase de Constituciones, de las políticas intervencionistas necesarias para la efectiva prestación de los derechos sociales, fue contestada por las distintas corrientes del pensamiento neoliberal inspiradoras de las políticas adoptadas en Gran Bretaña con Margaret Thatcher y en Estados Unidos con Ronald Reagan. Con arreglo a las cuales concluirán conduciéndose otros muchos Estados hasta entonces más o menos comprometidos con la ejecución de las políticas sociales definidas en sus constituciones respectivas. Aflorando así en ellos una suerte de contradicción interna ya perceptible entre los miembros de la Unión Europea, permeables, como no podía ser de otra forma, a


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la influencia de esta última. Cuyas reglas de funcionamiento interno, no se olvide que presididas por las propias de la economía de mercado y de la libre competencia, le comunican la actitud proclive a la receptividad de los planteamientos neoliberales que muestran tantas políticas comunitarias. De todo ello trata este libro, compuesto por cuatro estudios dedicados al Estado social que abordan desde su nacimiento hasta su aparente crisis, de las políticas que despliega y de su visión desde Europa. Desde la Unión Europea y desde el Comité Europeo de Derechos Sociales. Los trabajos fueron expuestos como ponencias en el Foro Andaluz de los Derechos Sociales, creado para el debate de tales cuestiones y a cuyo nacimiento y posterior desarrollo ha contribuido decisivamente el Proyecto de Investigación de Excelencia P07-SEJ- 3112, de la Consejería de Innovación, Ciencia y Empresa de la Junta de Andalucía: “La construcción del Estado Social en el ámbito autonómico y europeo”. Gracias a él, también, se publica esta obra.

Manuel José Terol Becerra Catedrático de Derecho Constitucional Universidad Pablo de Olavide



Estado social y políticas de bienestar: ámbitos problemáticos a comienzos del siglo XXI

ANTONIO J. PORRAS NADALES1* I. La proyección histórica del Estado social El debate constitucional sobre los derechos sociales o de bienestar constituye probablemente uno de los itinerarios más fructíferos y de un mayor potencial de innovación en el ámbito del moderno derecho público, particularmente en la medida en que su principal foco problemático se sitúa el que podemos considerar como eje fundamental de tensión donde se mueve el estado contemporáneo: el fenómeno del intervencionismo público, que singulariza históricamente al propio estado social, afectando en consecuencia al núcleo mismo de la proyección activa del poder público sobre el tejido social. Se trata de un ámbito donde la propia evolución histórica del estado social ha permitido —no sin reiteradas dificultades o contradicciones— un lento y consistente proceso de transformación y aprendizaje, que lleva desde unas etapas iniciales en que se suponía que el propio organigrama institucional del viejo estado liberal podría adecuarse sin más a las nuevas categorías de valores, derechos y principios programáticos establecidos en las constituciones de posguerra; pasando por un periodo (para algunos de apogeo, en la medida en que marca los caracteres más singulares del paradigma) de fuerte centralización del sistema, en coincidencia con el predominio de la noción de impulso político; hasta una etapa finisecular donde las nociones de subsidiariedad y gobernanza se nos parecen como las nuevas categorías meto1

* Catedrático de Derecho Constitucional de la Universidad de Sevilla.


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dológicas susceptibles de asegurar una aproximación consistente a las complejas y originales vías por las que discurre el intervencionismo público a la hora de llevar a la práctica las exigencias programáticas implícitas en las nociones de derechos sociales o de bienestar. En este ya largo trayecto histórico puede afirmarse en primer lugar que algunos de los principales nubarrones que parecían amenazar la vigencia efectiva del estado social durante la segunda mitad del siglo XX pueden considerarse ya como superados: tanto las primeras visiones apocalípticas propias de los años setenta que parecían predecir un riesgo inminente de “crash” financiero, a modo de catástrofe fulminante que vendría a derribar de un soplo la larga tarea de recomposición del sistema que se inicia con el New Deal de Roosevelt; como las reiteradas amenazas de la moda neoliberal que desde la década de los ochenta y en torno el eje Reagan-Thatcher parecían imponer una vuelta atrás en la historia para desmontar, a través de una amplia oleada de privatizaciones y desregulaciones, el entramado del potente sector público gestado tras décadas de políticas keynesianas. Aunque naturalmente, la convicción de dar por superados determinados riesgos históricos no permite eludir la reiterada sensación de incertidumbre que surge al comprobar que el tipo de demandas y de problemas sociales que se siguen proyectando sobre las instancias del poder público y sus instrumentos intervencionistas, se caracterizan por su reiterado impacto complejo y transformador, dentro de un contexto globalizado igualmente en transformación, imponiendo todo un conjunto de pautas evolutivas —no siempre bien percibidas— y de exigencias de innovación que discurren desde los modelos público-universalistas originarios hasta nuevos tipos de exigencias de dimensión sectorial o singular que se proyectan sobre el ámbito social e incluso sobre esferas privadas. Desde un punto de vista epistemológico, el análisis de los derechos sociales o de bienestar se enfrenta a una consistente proyección transversal que conecta a la parte dogmática de la constitución y sus derechos declarados, tanto con la parte orgánica de la misma —imponiendo todo un conjunto de exigencias de acción eficaz


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sobre el legislativo y sobre el ejecutivo con sus aparatos públicos y administrativos— como con el bloque territorial, donde seguramente se dilucidan algunos de los principales desafíos que afectan al futuro inmediato del estado social a comienzos del siglo XXI. Por no hablar de la afectación de otras categorías más amplias como el principio de división de poderes, los sistemas de control sobre la acción pública intervencionista, la relación entre derecho público y derecho privado, etc. Un recorrido por estos distintos ámbitos problemáticos constituye probablemente la mejor premisa para encarar algunos de los problemas a los que se enfrenta la posición de tales derechos sociales a comienzos del siglo XXI.

II. Los derechos sociales como parte dogmática La dimensión transversal constituye el primer elemento de diferenciación entre los derechos sociales o de bienestar y el núcleo tradicional de los derechos fundamentales y libertades públicas, elaborados a lo largo de un trayecto histórico cuyo principal postulado de partida se situaba en torno a la noción de la “libertad de los modernos”, entendida a partir de Constant como libertad negativa e implicando una detracción de ámbitos sociales autónomos de la esfera de libre configuración de los poderes públicos. Podemos situar aquí el primero de los elementos problemáticos a los que se enfrenta el bloque de los derechos sociales, en la medida en que inicialmente cabría presumir una aplicación inmediata, a modo de traslación en bloque, de toda la dogmática jurídica y su instrumental garantista sobre derechos fundamentales, al ámbito de los derechos prestacionales que configuran el perfil propio del estado intervencionista de bienestar. Una traslación que evidentemente conducirá siempre a resultados insuficientes en la medida en que ni el papel del legislador de derechos fundamentales () ni la fundamental tarea de control jurisdiccional frente a sus posibles violaciones, son susceptibles de aplicarse de forma inmediata a un ámbito donde de lo que se trata no es de asegurar límites infranqueables al poder público sino, antes al contrario, de promover el desarrollo de políticas públicas efi-


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caces que permitan un ejercicio efectivo de tales derechos en su dimensión prestacional. Tanto el papel del legislador como el de los instrumentos de control (incluyendo a los jueces) tendrán necesariamente que abordarse ahora desde coordenadas diferentes, que se alejan claramente del originario modelo deudor de la vieja teoría de los derechos públicos subjetivos de Jellinek. De ahí que el subsiguiente debate sobre la dualidad entre derechos o principios programáticos, implicando una paralela dualidad sustantiva en cuanto a los factores o elementos que aseguran la plena validez jurídica de los mismos, acabe suscitando un panorama heterogéneo que dificulta las posibilidades de trasvasar de forma unitaria la propia noción de garantía de los derechos —entendida siempre como un tipo de proyección negativa que trata de tutelar los ámbitos fundamentales de libertad constitucionalmente establecidos— a la esfera prestacional propia de los derechos sociales o de bienestar. El problema se traduciría finalmente en una cuestión de fronteras, en el sentido de que los derechos sociales no serían susceptibles de quedar reducidos al estricto ámbito de la parte dogmático-declarativa de la Constitución, con su sistema de garantías negativas frente al legislador (a partir del contenido esencial constitucionalmente determinado) unidas a los instrumentos preferentes de amparo en vía jurisdiccional. Lo que significa pues que el tema de la configuración efectiva de los derechos sociales se acaba trasladando de la parte estrictamente declarativa de las constituciones hacia su parte orgánica: una traslación que en principio se presenta como un nuevo ámbito problemático en el sentido de que significará en última instancia su inevitable adecuación contextual al ámbito pluralista propio de la competencia política. Una inexpresable sensación de vértigo atenaza al constitucionalista ante la simple imaginación de un escenario donde el noble sistema de valores declarado por las constituciones puede acabar convertido en pura y simple mercancía al servicio de los intereses electoralistas de los partidos políticos (aunque en todo caso, siempre cabría recordar que se trata de una “buena mercancía” en el sentido de que los derechos sociales constituyen sin duda un producto atractivo


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desde el punto de vista competitivo-electoral, por expresarlo en términos “shumpeterianos”). La única vía de salida para tratar de superar el riesgo de una sumisión de los derechos sociales a la propia coyuntura del mercado (tanto del mercado en su sentido socioconómico, como del propio mercado electoral) parece consistir hasta ahora en vincular tales derechos sociales al amplio horizonte de principios, valores u objetivos programáticos que caracteriza a las constituciones propias del estado social. Una vía que naturalmente ofrece dos tipos de consecuencias alternativas: por una parte, la renuncia a incluir a los derechos sociales dentro de las tradicionales categorizaciones de derechos fundamentales en sentido estricto; por otra, suscita del desafío de intentar someter el caballo desbocado de la política a las riendas de unos horizontes programáticos que, al quedar fijados en la propia normativa constitucional, acabarían vinculando (¿política o jurídicamente?) a los poderes constituidos, y en primera instancia al propio legislador. Surge así la noble hipótesis de lo que se ha dado en denominar como una “política constitucional” sobre derechos sociales, que engarzaría el propio bloque declarativo con las cláusulas programático-intervencionistas definidoras del estado social, en nuestro caso particularmente con el artículo 9,2 de la Constitución. Desde una perspectiva formalista o exquisitamente kelseniana, el escenario resultante no debería suscitar grandes inconvenientes, en el sentido de que los poderes del estado —y entre ellos el propio legislativo— no serían al fin sino instrumentos subordinados al gran proceso piramidal de creación del derecho a partir de su supremo soporte constitucional. En consecuencia, ni el legislador ni la propia instancia política tendrían en realidad un grado suficiente de autonomía a la hora de poner en práctica los mandatos constitucionales recogidos en las cláusulas del estado social y en la correspondiente declaración de derechos sociales. Como es fácilmente imaginable, el gran inconveniente de esta hipótesis reside en la inexistencia práctica de instrumentos adecuados para asegurar un efectivo control por omisión, permitiendo asegurar una eficacia inmediata de los derechos sociales en ausencia de soportes legales previos: la autonomía del legislador


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impide llevar a la práctica de forma suficiente el ideal kelseniano del orden piramidal del derecho del estado. Sin embargo, sí cabría alternativamente ubicar a las cláusulas programáticas del estado social como instrumentos o parámetros de apoyo al servicio de una labor de control de constitucionalidad de las leyes realizada a través de los procedimientos convencionales: y de hecho ésta parece haber sido en general la pauta seguida por algunos tribunales constitucionales europeos a la hora de frenar algunas iniciativas o pretensiones de desmantelamiento del estado social. La configuración “constitucional” del estado social europeo se convertiría así en un instrumento capaz de permitir la rigidificación o congelación de los niveles de cobertura social históricamente adquiridos, impidiendo procesos de desmantelamiento del mismo similares a los que tuvieron lugar durante las décadas finales de siglo en algunos países latinoamericanos. Por expresarlo en términos gráficos, si la configuración constitucional de los derechos sociales no aseguraba por sí misma la puesta en marcha de instrumentos constitucionales de “impulso” al estado social (al recaer esta función estrictamente en la esfera político-legislativa), en cambio sí permitiría disponer de un eficaz instrumento de freno capaz de impedir la “marcha atrás” del mismo.

III. Los derechos sociales y la parte orgánica En todo caso, la relativa insuficiencia de un enfoque estrictamente “dogmático” de los derechos sociales parece venir a desplazar el núcleo del debate hacia el ámbito donde históricamente se han situado las claves del desarrollo histórico del estado social, es decir, hacia el terreno de la política, o más específicamente de las denominadas políticas sociales o de welfare. Una vez superadas las originarias visiones político-ideológicas que creían ver el desarrollo del estado social como el resultado de un impulso histórico procedente exclusivamente de la “izquierda”, y comprobadas algunas de las virtualidades electoralistas o competitivas de los derechos o valores sociales, el problema se desplazaría hacia la esfera orgánica estatal y fundamentalmente hacia el modo


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como ésta se configura dinámicamente para asegurar un mejor desarrollo de los derechos sociales, poniendo en práctica en su caso las cláusulas intervencionistas previstas en los respectivos ordenamientos constitucionales. Se trata en definitiva, de encarar ahora el fenómeno general del intervencionismo, entendido como un complejo instrumental al servicio del cumplimiento de los objetivos programáticos o principios rectores de la política social y económica, fijados en la norma suprema. Y en este caso, parece que el primero de los elementos problemáticos se situaría en torno al papel del legislador entendido, desde una visión convencional del principio de división de poderes, como el elemento motor del sistema. Se ha abundado ya suficientemente a este respecto en la pérdida de los elementos materiales que configuraban la noción originaria de Ley, entendida como norma abstracta, justa, general y permanente, y su sustitución por un postulado de ley que, además de apostar por la primacía de su dimensión formal, supondrá no solamente un puro mandato político emanado de la mayoría, sino al mismo tiempo una apuesta por su dimensión intervencionista implicando a menudo proyecciones de carácter sectorial o incluso meramente coyuntural. Sin embargo, más allá de las transformaciones históricas operadas en el paradigma de la ley, cabe decir que la nueva categoría que a partir del último tercio del siglo XX se configura como principal criterio explicativo de la nueva proyección activa del sistema orgánico estatal en su conjunto sería la noción de impulso político (o en su originaria construcción italiana, “indirizzo politico”). Una noción que en principio se caracterizaría por su dimensión transversal y por su sentido esencialmente dinámico () afectando teóricamente al conjunto de la organización estatal a partir de una dimensión estratégico-programática que, nacida de la mayoría, se proyecta a partir del momento de la investidura y tras la aprobación del correspondiente programa de gobierno, expresando un compromiso conjunto del ejecutivo y del legislativo en torno a ciertas metas u objetivos finalistas. Pese a su brillantez epistemológica y su amplia capacidad explicativa de lo que sería una proyección dinámica del estado clara-


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mente superadora de las implicaciones abstencionistas propias del primitivo modelo liberal, la dimensión programática de la noción de impulso político presenta sin embargo en la práctica algunos sesgos específicos que son los que han configurado su efectivo perfil histórico. En primer lugar, sigue presente en su diseño originario una clara primacía de la labor legislativa entendida como contenido esencial de todo programa de gobierno: es decir, que lo que teóricamente se le pide al presidente de un gobierno a la hora de ser investido es que concrete su compromiso de proyectos de leyes que se van a tramitar durante la legislatura, siendo en consecuencia relativamente indiferente el grado de implementación efectiva de las leyes aprobadas. Se trata de un sesgo que refleja una clásica filosofía piramidal o verticalista, donde la acción pública se entiende desde una perspectiva de tipo “top-down”, más próxima en términos relativos a las tradiciones del modelo soviético que a las singularidades de una democracia social orientada a dar respuesta inmediata a las demandas surgidas del medio social; y donde, en consecuencia, la burocracia sigue siendo contemplada desde la visión algo idílica y desproblematizada propia del paradigma maxweberiano, es decir, como un instrumento ciego o neutral capaz de ejecutar en todo caso cualquier tipo de mandato emanado de la instancia legislativa. Por otra parte, la visión del intervencionismo estatal desde la perspectiva de la noción de impulso político parece alejar el juego de las relaciones mayoría/oposición del originario y recurrente “modelo Westminster”, operando en un difuso esquema de tipo consociacional (que nace seguramente de la singular posición que el partido comunista asumía en la Italia de la guerra fría), donde la labor de la oposición se supone que “debería” ajustarse al marco del horizonte programático formulado en la investidura: lo que se traduciría en un original marco competitivo donde la labor de control parlamentario —de la oposición— se limitaría a constatar el cumplimiento o incumplimiento del programa de gobierno, y no a “criticar” sin más la acción del mismo. Teóricamente, pues, se daría la paradoja de que la propia minoría en funciones de oposición resultaría igualmente afectada y vinculada por el programa de gobierno que concretiza el marco general de impulso político del sistema: un desideratum que no siempre


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se corresponde con lo que sucede en la realidad de los sistemas parlamentarios contemporáneos. En todo caso, parece que para la visión constitucionalista estos sesgos o características propias de la noción de impulso político no se entenderían inicialmente como inconvenientes sino más bien como evidentes ventajas, en la medida en que una política programática de derechos sociales se aproximaría inevitablemente al ideal de una “política constitucional” encaminada a desarrollar los valores, cláusulas, derechos sociales y principios rectores de la política social y económica previstos en la norma suprema. Sin embargo, esta visión positiva que surgiría de la inevitable proximidad conceptual entre ambas nociones (política programática nacida de un impulso político, política constitucional en desarrollo de los derechos sociales) no deja de suscitar el riesgo de solapamientos y contradicciones. Veamos algunas de ellas. En primer lugar, el noble ideal de asimilar sin más las nociones de impulso político y de política constitucional (de derechos sociales) implica negar un grado suficiente de autonomía a la esfera política y a su capacidad para expresar visiones alternativas ante la realidad, permitiendo en su caso respuestas distintas desde el punto de vista de la acción política. Por otra parte, el predominio de una concepción de tipo verticalista o top/down, al acentuar la centralidad estratégica de los soportes legales, insiste en el conocido problema de ignorar las claves extralegales o prestacionales desde las cuales se determinan en la práctica los factores del éxito o fracaso de las políticas públicas intervencionistas; unos factores que residen más bien en la esfera del gobierno y la administración, donde se produce el principal impacto transformador de la realidad contemporánea como consecuencia del apogeo histórico del estado social. Y así, no quedará suficientemente claro en primer lugar si el legislador debe limitarse a ser un nuevo “creador” de derechos (convirtiéndose en una réplica indirecta del propio constituyente), o más bien si debe ser un circuito complementario de tipo instrumental-estratégico orientado a asegurar la vigencia efectiva de los derechos ya declarados. En segundo lugar, la precipitada identificación entre función de impulso y función legislativa conduciría a reforzar la vocación legislativa de toda


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mayoría gubernamental (), acentuando así la peligrosa deriva que conduce a identificar los cambios de la mayoría política con cambios (generales) de “todo” el ordenamiento: lo que evidentemente viene a afectar negativamente a la necesaria estabilidad y permanencia a lo largo del tiempo que deben tener ciertas políticas sociales para poder generar resultados dotados de un cierto grado de eficacia, además de incrementar la complejidad emergente del ordenamiento y sus reiterados déficits de calidad normativa. En resumen, parece que tras la centralidad legislativa que surge de la conexión entre derechos sociales y parte orgánica, emerge todo un panorama problemático que en la doctrina actual tiende en parte a situarse en torno al debate sobre la calidad de las leyes: un debate de gran amplitud, donde en general parece echarse de menos en los sistemas europeos una experiencia similar a la que al cabo del tiempo viene ofreciendo el modelo de la “legislative oversight” nortemericana, imponiendo un tipo de revisión valorativa de la actividad legislativa que tiende a operar más bien en clave de evaluación de calidad y de resultados, y no tanto en clave de valoración política.

IV. Los derechos sociales y la esfera política Pero la relación de los derechos sociales con la esfera orgánica podría tener otra lectura distinta, donde el papel de las instancias políticas no se limitaría al conocido rol de concretizador de los derechos declarados en la parte dogmática, en una especie de concepción reactualizada de la propia noción de “política constitucional”, sino que operaría libremente dentro de la propia lógica pluralista del mercado político, a modo de instancia de respuesta a demandas sociales nuevas y emergentes. En este caso, los soportes constitucionales no rebasarían su condición de marcos procesuales de referencia o, cuanto más, de cláusulas habilitantes al servicio de la acción política: porque el verdadero elemento dinámico o motor del sistema residiría más bien en la capacidad de la instancia política para “responder” mediante su actividad intervencionista a las demandas y necesidades sociales del sistema


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social en su conjunto. El derecho intervencionista asumiría ahora en última instancia una original dimensión de “responsive law” () y la esfera política recuperaría su más transparente y originaria función democrática de instrumento de respuesta, a través de la acción intervencionista, a las demandas y necesidades del sistema expresadas en última instancia a través del voto. Que este desplazamiento del eje de gravedad hacia la esfera de la política adolezca de una cierta e inevitable dimensión electoralista es algo que no debería constituir de entrada un inconveniente, en la medida en que la lógica competitiva tiende siempre a operar en la práctica desde una cierta perspectiva expansiva en términos históricos, canalizando o concretizando nuevos tipos de necesidades o demandas; aunque operando al mismo tiempo en un marco donde inicialmente se produciría una cierta difuminación metodológica entre la figura de los derechos y la de los meros intereses legítimos (). En la práctica tal proceso puede permitir, a partir del fuerte efecto de emulación que genera el derecho comparado, una clara apertura expansiva de la agenda legislativa hacia experiencias de innovación y hacia la aparición de nuevas figuras de derechos sociales o de bienestar en respuesta al nuevo tipo de problemas y demandas sociales. Un ejemplo evidente nos lo ofrece la experiencia española, donde los parlamentos autonómicos han venido poniendo en marcha procesos de innovación en determinados campos como el testamento vital, reconocimiento de parejas de hecho, o regulación de nuevos tipos de prestaciones sociales, que posteriormente se reproducen y amplifican siguiendo procesos de emulación sobe base comparada. Un primer riesgo de esta reubicación sistemática de la figura de los derechos sociales en la esfera competitiva de la política —en este caso en relación con el ámbito de la calidad legislativa— sería su efecto de acentuar la deriva del legislador hacia el papel de mero “declarador” de derechos, dejando nuevamente en un difícil interrogante el problema de su implementación efectiva. Y es que, frente a las recurrentes dificultades a las que se sigue enfrentando el tradicional derecho intervencionista, la opción por la vía fácil y cosmética de la mera “declaración” constituiría una falsa vía de salida ante los conocidos riesgos de no-acción que atenazan a


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