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especialidades de Derecho, Economía y Sociología. Una colección clásica en la literatura universitaria española.

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PROCESO PENAL 18ª EDICIÓN

AUTORES

Juan Montero Aroca Juan Luis Gómez Colomer Alberto Montón Redondo Silvia Barona Vilar

manuales

Libros de texto para todas las

DERECHO JURISDICCIONAL III. PROCESO PENAL

manuales

DERECHO JURISDICCIONAL III


JUAN MONTERO AROCA Magistrado-Catedrático

JUAN LUIS GÓMEZ COLOMER

ALBERTO MONTÓN REDONDO

SILVIA BARONA VILAR Catedráticos de Derecho Procesal en las Universidades Jaume I de Castellón, Complutense de Madrid y Valencia

DERECHO JURISDICCIONAL III Proceso Penal 18ª Edición

tirant lo b anch Valencia, 2010


Copyright ® 2010 Todos los derechos reservados. Ni la totalidad ni parte de este libro puede reproducirse o transmitirse por ningún procedimiento electrónico o mecánico, incluyendo fotocopia, grabación magnética, o cualquier almacenamiento de información y sistema de recuperación sin permiso escrito de los autores y del editor. En caso de erratas y actualizaciones, la Editorial Tirant lo Blanch publicará la pertinente corrección en la página web www.tirant.com (http://www.tirant.com).

© JUAN MONTERO AROCA y otros

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II. PARTE ESPECIAL: EL PROCESO PENAL



LIBRO I

INTRODUCCIÓN



LECCIÓN 1.ª La garantía jurisdiccional en la aplicación del derecho penal. —Los llamados sistemas procesales penales. —La acomodación del proceso a los imperativos de la aplicación del derecho penal. —La constitucionalización de la regulación esencial: A) De la jurisdicción: El llamado principio acusatorio; B) De la acción: El ius ut procedatur, C) Del proceso: El principio de contradicción; D) Garantías específicas constitucionalizadas.

LA GARANTÍA JURISDICCIONAL EN LA APLICACIÓN DEL DERECHO PENAL Cuando se inicia el estudio del proceso penal, y especialmente cuando ello se hace después de haber estudiado el proceso civil, es necesario advertir, de entrada, que los órganos jurisdiccionales, si no tienen monopolio alguno en la aplicación del derecho privado, sí lo tienen cuando se trata de la actuación del derecho penal, de modo que no existe aplicación de este derecho fuera del proceso. A esta exclusividad se ha llegado mediante toda una serie de opciones políticas en las que se ha ido manifestando la civilización. El derecho privado se aplica normalmente por los particulares en la vida diaria cuando contratan, cuando constituyen una familia, cuando hacen testamento, etc. Todas las personas al relacionarse jurídicamente entre sí aplican ese derecho. La aplicación por los tribunales y por medio del proceso del derecho privado es estadísticamente excepcional. No se trata sólo de que los tribunales no tienen en el derecho privado exclusividad alguna, sino de que incluso no son sus aplicadores normales. Ese derecho se basa en la autonomía de la voluntad e, incluso, en la libertad de los ciudadanos, y de ahí que la actividad jurisdiccional relativa al mismo requiera que un particular la pida expresamente.

La aplicación del derecho penal sólo puede explicarse si se tiene en cuenta la existencia de tres monopolios, que se presentan de modo escalonado:


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a) Estatal El primero atiende a que el Estado ha asumido en exclusiva el ius puniendi, de modo que fuera de por el mismo no existe aplicación del derecho penal. Esta opción inicial implica: 1.º) La prohibición de la autotutela: La sociedad no puede existir, ni aun con un grado mínimo de civilización, si no se parte de la prohibición general de la autotutela o, dicho más llanamente, de tomarse la justicia por propia mano, y ello hasta el extremo de que ha de tipificarse como delito la realización arbitraria del propio derecho (que es lo que hace el art. 455 CP). Pueden existir algunas manifestaciones específicas de la autotutela, y el caso más destacado es el de la legítima defensa, pero la regla general tiene que ser la de su prohibición y aún que las manifestaciones específicas tienen que controlarse judicialmente para determinar sus límites después de su ejercicio. En el desarrollo de la vida en sociedad de los hombres, ésta fue una de las primeras conquistas y sigue siendo irrenunciable.

2.º) La no disposición de la pena: Los particulares no pueden disponer del ius puniendi, y no pueden hacerlo ni positiva, acordando de modo privado la imposición de penas, ni negativamente, decidiendo su no imposición cuando se ha producido un delito. Existen, sí, algunos supuestos excepcionales en los que cabe referirse a una disposición negativa, bien porque la iniciación de la persecución penal se hace depender de la voluntad del ofendido o agraviado por el delito (como ocurre en los llamados delitos privados, art. 215 CP, y en los semiprivados, arts. 191, 201, 228, 287, 296, 620 y 621 CP), bien porque algunas veces quepa el perdón del ofendido (arts. 201 y 215 CP), pero la regla general es que de la voluntad del ofendido no puede depender la persecución del delito (arts. 101, 105 y 308 LECRIM) ni la extinción de la responsabilidad penal (arts. 130 CP y 106 LECRIM).

Este primer monopolio supone que no existe una relación jurídica material penal entre los que han intervenido en la comisión del delito, bien como autor bien como víctima, y que el ofendido o agraviado por el hecho delictivo no tiene derecho subjetivo a que al autor del mismo se le imponga una pena. El ius puniendi se ha asumido con exclusividad por el Estado (no como derecho, sino como deber) y los particulares no tienen derechos subjetivos de contenido penal. b) Judicial El segundo monopolio atiende a que el derecho penal ha de aplicarse, dentro del Estado, por los órganos jurisdiccionales, a los


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cuales se convierte en los únicos actuadores del mismo. Los órganos legislativos y los administrativos no pueden ni declarar la existencia de un delito, ni imponer penas. Estamos ante otra opción de civilización, que ha llevado a conferir el ius puniendi (deber) estatal sólo a los tribunales, como ahora dice el art. 3 CP. No es necesario advertir que no siempre ha sido así históricamente, pero sí es conveniente insistir en que este segundo monopolio está siendo, en buena medida, burlado por medio de la atribución de la potestad sancionadora a la Administración. El art. 25.3 CE es manifiestamente insuficiente por cuanto sólo dispone que la Administración no puede imponer sanciones que impliquen privación de libertad, pero cada día es más evidente que las leyes van permitiendo a los órganos administrativos imponer sanciones pecuniarias que pueden convertirse en verdaderas confiscaciones.

Hay que recordar, otra vez, que este segundo monopolio sigue significando que no puede existir relación jurídica material penal, de modo que el ofendido o agraviado por el delito no tiene derecho subjetivo alguno. Lo nuevo en este segundo paso es que a ese ofendido o agraviado puede conferírsele la facultad o, si se prefiere, el derecho procesal a promover el ejercicio de los tribunales de su ius puniendi, pero sigue sin existir derecho subjetivo material alguno a la imposición de penas. c) Procesal El tercer monopolio se centra en que el derecho penal se aplica por los tribunales necesariamente por medio del proceso, y no de cualquier otra forma. Estamos aquí nuevamente ante una opción de civilización, que ha llevado a prohibir aplicaciones del derecho penal que no se realicen precisamente con las garantías del proceso, como se dispone en el art. 3 CP. Tampoco es necesario advertir que no ha sido siempre así históricamente, como luego veremos al referirnos al llamado sistema inquisitivo, pero sí conviene resaltar que, decidido políticamente que el proceso es el mejor instrumento para garantizar tanto la legalidad del resultado final como los derechos de las partes, y especialmente del acusado, ese proceso ha de conformarse según los principios esenciales del mismo, aquéllos que hacen que una actividad sea proceso y no otra cosa, es decir, dualidad de partes, contradicción e igualdad.

El resultado de estos tres monopolios es la llamada garantía jurisdiccional que forma parte del principio de legalidad en materia penal. Este principio se articula hoy en cuatro garantías:


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1) Criminal o nullum crimen sine lege (art. 1 CP), 2) Penal o nulla poena sine lege (art. 2 CP), 3) Jurisdiccional o nemo damnetur nisi per legale iudicium (art. 3.1 CP), y 4) De ejecución (art. 3.2 CP). La garantía jurisdiccional tiene contenido doble: el derecho penal los actúan los tribunales y por medio del proceso. Desafortunadamente la CE no proclama la garantía jurisdiccional de modo claro, pues en ella no se dice explícitamente que sólo los tribunales pueden declarar la existencia de un delito e imponer una pena, ni que ello han de hacerlo por medio del proceso, aunque a esas dos conclusiones debe llegarse interpretando teleológicamente los arts. 24, 25 y 117.3 CE. La declaración expresa de la garantía jurisdiccional sí se encuentra en el art. 1 LECRIM y en el art. 3.1 CP.

LOS LLAMADOS SISTEMAS PROCESALES PENALES La garantía jurisdiccional nos sirve para determinar que el derecho penal lo aplican únicamente los tribunales y que lo hacen por medio del proceso, pero no nos dice nada más y, especialmente, no nos resuelve cómo ha de conformarse ese proceso. A esta segunda cuestión suele decirse que da respuesta la distinción entre dos sistemas procesales penales, a los que se denominan sistema acusatorio y sistema inquisitivo, pero la distinción misma está basada en la incomprensión histórica y en un grave error conceptual, que arranca de no precisar lo que es un verdadero proceso. a) El sistema acusatorio Es posible que en algún momento histórico primitivo, en el que se tenía una noción privada del delito y en el que no se establecían diferencias entre los procesos civil y penal, se concibiera este segundo como una contienda entre partes, situadas en pie de igualdad, frente a un tercero imparcial, que debía responder al ejercicio de un derecho subjetivo por el acusador contra el acusado. En esta situación el acusador era el ciudadano ofendido por el delito que afirmaba su derecho subjetivo a que al acusado, al que imputaba ser autor del delito, se le impusiera una pena. De la asimilación entre relaciones jurídicas materiales civiles y penales se llegaba a una configuración del proceso penal muy similar al proceso civil, tanto que:


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1.º) El proceso se ponía en marcha únicamente cuando el particular formulaba la acusación. 2.º) La acusación determinaba los ámbitos objetivo (el hecho que se imputaba) y subjetivo (la persona a la que se acusaba). 3.º) El juez no podía ni investigar los hechos, ni practicar prueba que no le hubiera sido solicitada por las partes. 4.º) La sentencia tenía que ser congruente, de modo que no podía condenarse a persona distinta de la acusada por el particular, ni por hechos distintos, ni a pena diferente de la solicitada por el acusador. 5.º) La actividad jurisdiccional era un verdadero proceso, esto es, estaba sujeta a los principios de dualidad, contradicción e igualdad. Es difícil precisar si en algún momento de la historia, no de la leyenda, existió realmente una actuación del derecho penal con estas características, aunque suele hacerse referencia a la Grecia de Sócrates y a la Roma clásica, si bien en esos momentos históricos no acusaba ya sólo el ofendido por el delito sino cualquier ciudadano, pero es fácil advertir que esa situación, si llegó realmente a existir, no pudo mantenerse por mucho tiempo. Sin pretensiones de precisión cronológica, este pretendido sistema acusatorio empezó a desvanecerse, primero, cuando se concibió el delito no como algo privado sino como algo en lo que debía predominar el interés de la colectividad y, por tanto, sujeto al principio de legalidad y, segundo, cuando para que la legalidad fuera efectiva se confió la acusación a un órgano público.

El llamado sistema acusatorio hubo de desaparecer cuando se llegó a la conclusión de que la persecución de los delitos no podía abandonarse en manos de los particulares, hubieran sido o no ofendidos por el delito, sino que se trataba de una función que debía asumir el Estado y que debía ejercitarse conforme a la legalidad. A partir de esa conclusión, expresión de civilización, se produjo la ruptura entre los procesos civil y penal. b) El sistema inquisitivo Por el camino anterior las cosas llegaron a que la aplicación del derecho penal dejó de realizarse en una contienda entre partes ante un tercero imparcial, pues el órgano público que asumió la acusación fue el mismo juez, con lo que se tenía, por un lado, a un juez que al mismo tiempo acusaba y, por otro, al acusado. Si la atribución de la acusación a un órgano público fue una clara conquista de la civilización, el convertir a la misma persona en juez


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y acusador significó pasar de un extremo al otro, desvirtuándose la conquista misma. De esa desvirtuación se derivaron las siguientes consecuencias: 1.ª) La figura del ciudadano acusador desapareció o, al menos, quedó desdibujada, pues la iniciación de la actividad necesaria para la actuación del derecho penal quedó en manos del juez-acusador. 2.ª) La determinación de los ámbitos objetivo y subjetivo de la acusación correspondía a la persona que, al mismo tiempo, acusaba y juzgaba. 3.ª) La investigación de los hechos y la determinación de las pruebas a practicar correspondía íntegramente a la misma persona que asumía los papeles de acusador y juez. 4.ª) La congruencia carecía de sentido en este sistema, pues el acusador-juez podía determinar en cualquier momento de qué y a quién acusaba y juzgaba. 5.ª) Los poderes del acusador-juez son absolutos frente a un acusado que está inerme ante él, tanto que puede decirse que no había partes verdaderas, siendo el acusado, no un sujeto, sino el objeto de la actuación. Si éstas son las características esenciales del llamado sistema inquisitivo, es evidente que no se trataba de un verdadero proceso. En el sistema inquisitivo la actuación del derecho penal correspondía, sí, a los tribunales, pero éstos no utilizaban el medio que es el proceso. Lo que la doctrina sigue llamando proceso inquisitivo no es un verdadero proceso, sino un sistema de aplicación del derecho penal típicamente administrativo. A partir de esta elemental constatación toda la literatura en torno a la confrontación de dos sistemas procesales penales pierde su sentido. El llamado proceso inquisitivo no existe, no es un verdadero proceso, pues en su actividad no se respetaron los principios de dualidad de partes, contradicción e igualdad, que hacen a la esencia misma de la existencia del proceso.

LA ACOMODACIÓN DEL PROCESO A LOS IMPERATIVOS DE LA APLICACIÓN DEL DERECHO PENAL Decidida políticamente como la mejor opción que el derecho penal lo aplican exclusivamente los tribunales y precisamente por medio del proceso, esto es, fijada la garantía jurisdiccional, queda por resolver cómo será ese proceso, y para dar respuesta a esta cuestión hay que insistir en que los puntos de partida conceptuales son:


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1.º) El ius puniendi pertenece en exclusiva a los tribunales, no pudiendo quedar en manos de los particulares sean o no ofendidos por el delito. 2.º) Si en el proceso civil el elemento base condicionante es la existencia de una relación jurídica material privada entre particulares, de la que se derivan derechos subjetivos y obligaciones, en el proceso penal ese elemento base es, por el contrario, la inexistencia de una relación jurídica material penal y de derechos subjetivos. 3.º) De la misma manera si el proceso civil se basa en los principios de oportunidad y dispositivo, que responden a la autonomía de la voluntad y a la libre disposición por los particulares de sus derechos, el proceso penal ha de responder al principio de legalidad que informa el conjunto del derecho material penal y que ha de determinar el proceso en que se aplica aquél. Desde estos puntos de partida, que son elementales y, no ya admitidos por la doctrina, sino consagrados constitucional y legalmente, se llega a: a) Principio de necesidad En la aplicación del derecho penal el interés público es el preponderante y ello tiene que suponer que: 1.º) La existencia de un hecho aparentemente delictivo ha de suponer la puesta en marcha de la actividad jurisdiccional, pues es la legalidad la que debe determinar cuándo ha de iniciarse el proceso penal, no siendo admisibles criterios de oportunidad. El proceso penal no puede dejarse en su inicio a la decisión discrecional de nadie; aquél a quien la ley le atribuya la incoación del proceso ha quedar sujeto a la legalidad estricta. 2.º) Una vez iniciado el proceso penal, éste ha de tender a llegar a su fin normal de la sentencia, no pudiendo acabarse por actos discrecionales de nadie. El proceso penal no puede ser revocado, suspendido, modificado o suprimido sino en los casos en que así lo permita una expresa disposición de la ley, sin que ello pueda dejarse a la discrecionalidad de persona alguna. Esto no supone que el proceso tenga que acabar siempre con sentencia; implica sólo que en su desarrollo y terminación debe aplicarse la legalidad estricta. El principio de necesidad pretende evitar dos riesgos importantes en la aplicación del derecho penal: 1) Se impide que alguien pueda disponer de la aplicación de las penas, pues esa disposición implicaría que perdería su razón de ser todo el sistema penal del Estado. Si alguien tuviera esa facultad de disposición tendría en


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realidad el ius puniendi, por cuanto éste sólo se ejercitaría si ese alguien así lo decidía. 2) Se pretende impedir que los delitos queden impunes; si el Estado considera que un acto debe ser tipificado como delito, no puede luego consentir que dejen de perseguirse actos concretos que quedan subsumidos en la norma general.

Lo que se está diciendo, en conclusión, es que la conformación del enjuiciamiento penal como un verdadero proceso, no puede significar que éste quede sometido a los principios de oportunidad y dispositivo. La actuación del derecho penal debe hacerse por medio del proceso, pero los principios configuradores de éste (salvo los esenciales de dualidad, contradicción e igualdad) tienen que ser distintos de los del proceso civil. b) Creación artificial del Ministerio Fiscal Si hubiera de mantenerse el esquema normal del proceso civil, también en el penal aparecería como parte acusada aquella persona a la que se imputa la comisión de un delito y como parte acusadora el ofendido o agraviado por el mismo. Este no tendría derecho subjetivo a la imposición de una pena, pero sí quedaría legitimado para instar el ejercicio por el tribunal del ius puniendi. Con todo, este esquema de acusador=ofendido por el delito y acusado=a quien se imputa la comisión del delito, se quebró cuando se reconoció que la persecución de los delitos no puede abandonarse en manos de los particulares, sino que es una función que debe asumir el Estado y ejercerla conforme al principio de legalidad. Se produjo así la creación del Ministerio Fiscal. El Ministerio Fiscal es, por consiguiente, una creación artificial que sirve para hacer posible el proceso, manteniendo el esquema básico de éste, y de ahí que se le convierta en parte acusadora que debe actuar conforme al principio de legalidad. Con ello estamos indicando los dos caracteres esenciales de la figura: Es una parte, si bien pública, que responde a la idea de que el delito afecta a toda la sociedad estando ésta interesada en su persecución, y su actuación ha de basarse en la legalidad. El que después ese Ministerio Fiscal asuma o no en exclusiva el ejercicio de la acción penal, esto es, que además de a la parte pública se reconozca legitimación a los ciudadanos particulares para el ejercicio de la acción penal, es algo que ya no afecta al esquema esencial del proceso. En la mayoría de los países se ha privado a los particulares de esa legitimación, incluso cuando han sido ofendidos por el delito, pero en España todos


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los particulares pueden convertirse en acusadores penales (art. 125 CE), y en esa opción hay un gran componente de libertad y de civilización, por cuanto no se aparta a los ciudadanos del interés público, sino que se les hace partícipes del mismo.

Naturalmente la atribución de la condición de parte acusadora pública y sujeta a la legalidad no significa que al Ministerio Fiscal se le atribuya el ius puniendi; éste sigue siendo monopolio de los tribunales, pero para que éstos puedan ejercitarlo por medio de un verdadero proceso es necesario que alguien formule la acusación, y con ese fin se crea al Ministerio Fiscal. Si algún día llegara a atribuirse a éste facultades discrecionales a la hora de formular la acusación, se estaría de hecho cambiando la titularidad del ius puniendi. c) Actividad preparatoria pública El proceso civil comienza cuando, ante un órgano jurisdiccional, se presenta una demanda en la que una parte, el actor, formula una pretensión contra otra, el demandado. Naturalmente la presentación de la demanda ha de estar precedida de una actividad preparatoria, realizada normalmente por el abogado del futuro actor, pero esa actividad es privada y la LEC no la regula. Por el contrario, las leyes procesales penales de todos los países sí regulan la actividad preparatoria del proceso penal y le atribuyen naturaleza pública, con lo que están introduciendo un elemento desconocido en el proceso civil. En el siglo XIX se decidió que el sistema de aplicación del derecho penal fuera el proceso y éste se partió en dos fases bien delimitadas: Una preparatoria o de instrucción y otra enjuiciadora o de juicio en sentido estricto. La primera fase recibió nombres distintos en los varios códigos, pero en la LECRIM española se llamó sumario, aunque en este manual vamos a llamarla procedimiento preliminar, y es discutida su verdadera naturaleza procesal; la segunda fase también se denominó de varias maneras pero en la LECRIM juicio oral. La primera fase o procedimiento preliminar se justifica atendiendo, sobre todo, a dos finalidades: 1.ª) La preparación del posterior juicio exige una actividad previa de averiguación y dejar constancia de la perpetración del delito con todas sus circunstancias, incluido quien es su autor, asegurando su persona y las responsabilidades pecuniarias, actividades todas ellas en las que predomina el interés público por lo que han de realizarse por un órgano público


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sometido al principio de legalidad. Esas actividades no pueden dejarse ni en manos de los particulares ni en manos de un órgano público que actúe discrecionalmente, a pesar de que por medio de ellas no se trata de juzgar, sino de preparar el juicio. 2.ª) El verdadero enjuiciamiento sólo debe de ser sufrido por el imputado cuando existan elementos suficientes para ello, elementos que deben ser necesariamente determinados antes de la apertura de la segunda fase. El juicio oral sólo debe ser realizado cuando razonablemente se haya llegado a la constatación, no de que va obtenerse una sentencia condenatoria, pero sí de que existen indicios suficientes de que el hecho es delictivo y de que de él es autor el imputado.

El procedimiento preliminar cumple dos finalidades básicas: Por un lado prepara el juicio y, por otro, evita juicios inútiles. Ahora bien, cuando se dice que el procedimiento preliminar prepara el juicio no debe entenderse que la preparación se refiera sólo a la acusación, sino que el procedimiento ha de referirse también, y con la misma intensidad, a preparar los elementos necesarios para la defensa. En los últimos años se está incurriendo, por parte de la doctrina y por las Ieyes, en el gravísimo error de considerar que el procedimiento preliminar consiste en la recogida de los elementos necesarios para determinar si se debe sostener la acusación y para preparar ésta, con olvido de que la actividad preliminar debe servir tanto para lo que determina la inculpación como para lo que la excluye, es decir, debe preparar tanto la acusación como la defensa.

Desde esta perspectiva debe afrontarse la cuestión de a quién debe confiarse el procedimiento preliminar o instrucción, si a un juez imparcial o si a una parte, y por lo mismo parcial, como es el Ministerio Fiscal, lo cual a su vez debe ser determinante de la naturaleza jurídica de esa primera fase.

LA CONSTITUCIONALIZACIÓN DE LA REGULACIÓN ESENCIAL Hemos ido exponiendo hasta aquí los que podemos considerar conceptos fundamentales en torno a la aplicación del derecho penal, conceptos que se centran en la garantía jurisdiccional y en sus consecuencias ineludibles. A pesar de que la CE no ha recogido de modo claro esa garantía, lo que obliga a una interpretación un tanto forzada de varios artículos de la misma para darle rango de derecho fundamental, en ella sí que se encuentran asumidas


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toda una serie de garantías consecuencia que hemos de examinar a continuación, con lo que pasamos del nivel de los principios abstractos a la consideración de lo que puede denominarse derecho constitucional jurisdiccional. A) De la jurisdicción: El llamado principio acusatorio Los principios políticos de la jurisdicción (que examinamos en el Tomo I, lecciones 4.ª y 5.ª), más todo lo relativo al estatuto de jueces y magistrados (lección 6.ª, del Tomo I), no puede desgajarse del conjunto para referirlo de modo aislado a los tribunales penales y a la actuación jurisdiccional del derecho penal. Lo que dijimos entonces es plenamente aplicable ahora. Por poner un ejemplo. El principio del juez ordinario predeterminado por la ley, tanto en lo relativo a la conformación de los órganos a los que se dota de potestad jurisdiccional, como respecto de su consideración de derecho fundamental de las personas, no puede referirse a la actuación de un derecho material en el caso concreto, aunque sea cierto que cuando ese derecho es el penal, el principio adquiere una relevancia especial dados los intereses que entran en juego, aunque lo mismo puede vulnerarse ese derecho en un proceso penal que en otro civil.

En los últimos tiempos la mayor parte de los principios y reglas conformadoras del órgano jurisdiccional y del proceso penal han pretendido centrarse en el llamado principio acusatorio, habiendo adquirido tal fuerza expansiva este pretendido principio que, a la postre, ha acabado por carecer de verdadero contenido específico. a) La distinción juez-instructor y juez-decisor El sistema originario de la LECRIM se basó en la distinción entre juez instructor de la causa, competente para la formación del sumario o procedimiento preliminar, y juez decisor o sentenciador, que debía conocer del juicio oral y dictar sentencia. Esta distinción atendía a la incompatibilidad de funciones entre instruir (investigar los hechos para preparar el juicio oral) y juzgar (verificar los hechos en el juicio oral para decidir), entendiéndose que una misma persona no podía asumir las dos, pues ello supondría desconocer la esencia misma de lo que era la manera de conformar el proceso penal. La distinción fue desconocida en las leyes procesales penales más recientes, como fueron la Ley 3/1968, de 8 de abril, la LO 10/1980, de 11 de noviembre, y la LOPJ de 1985, en las que el conocimien-


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to de todo el proceso por los delitos menos graves se atribuyó al Juzgado de Instrucción, con lo que una misma persona instruía (preparaba el juicio oral) y juzgaba (realizaba el juicio oral y la sentencia). Razones coyunturales de aumento del número de delitos y de procesos llevaron a destruir el sistema procesal penal, de modo que un mismo juez realizaba actividades procesales incompatibles. La STC 145/1988, de 12 de abril, declaró inconstitucional que un mismo juez instruyera y juzgara, lo que llevó a la necesidad de dictar la LO 7/1988, de 28 de diciembre, en la que se volvió a separar la competencia para instruir (siempre el Juzgado de Instrucción) y para juzgar (el Juzgado de lo Penal, delitos menos graves, o la Audiencia Provincial, delitos graves). La regla básica volvió a ser la de que el juez que instruye no puede luego juzgar. La regla de que quien instruye no juzga se deriva de la incompatibilidad de funciones y no guarda relación alguna con la una pretendida imparcialidad objetiva del juez. El Tribunal Europeo de Derechos Humanos había entendido (caso De Cubber, en sentencia de 26 de octubre de 1984) que la actuación como juez en el tribunal sentenciador de quien había sido instructor de la causa suponía la infracción del derecho a un juez imparcial, y el Tribunal Constitucional siguió por ese camino de la imparcialidad, cuando es manifiesto que el haber instruido no afecta a la imparcialidad sino a la incompatibilidad. El que un juez haya instruido no supone que el mismo tenga «interés» en que la sentencia se dicte con un contenido determinado; el instruir no afecta a la parcialidad (esto es, a decidir con prevención a favor o en contra de una de las partes), sino que comporta la realización de dos actividades que son incompatibles atendida la forma de regular el proceso. El haber investigado los hechos, no permitirá al juez limitarse después en el juicio oral a verificar los mismos con los medios de prueba propuestos por las partes, pero ello no guarda relación con la parcialidad.

b) El que juzga no puede acusar Se corresponde con la misma noción de proceso el que tiene que existir una persona que acuse y el que la misma no puede ser el juez. La distinción entre parte acusadora y juez no es algo propio de una clase de proceso (el llamado proceso acusatorio), sino que atiende a la esencia del proceso. La distinción entre acusador y juez se manifiesta en dos consecuencias: 1.ª) No puede haber proceso si no hay acusación y ésta ha de ser formulada por persona distinta de quien ha de juzgar. Estamos ante algo obvio, pues no existe verdadero proceso si se confunden los papeles de juez y de acusador, y lo es tanto que esta elemental consideración es la que ha llevado a que el Estado se desdoble en


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el proceso penal, de modo que, por un lado, actúa como acusador (Ministerio Fiscal) y, por otro, como decisor (juez o tribunal). Es tan elemental esta consecuencia que ni siquiera existe una norma constitucional que la recoja expresamente; al decidirse políticamente que el derecho penal se actúa por los tribunales y por medio del proceso, está ya implícito que los papeles de acusador y juez no pueden confundirse en una única persona; si hay proceso es porque hay partes y tercero imparcial. No puede confundirse esta regla de que no hay proceso sin acusación con el que no puede haber condena sin acusación, pues se trata de cosas muy diferentes. Si recordamos lo dicho antes de que no existe un derecho de los acusadores a que se imponga una pena al acusado y si advertimos que, como diremos después, no hay en el proceso penal una verdadera pretensión, debe concluirse que, una vez formulada la acusación y realizado el juicio con la práctica de la prueba, el mantenimiento o la retirada de la acusación no vincula al juzgador, por cuanto éste ya no formulará acusación alguna si, atendidos los hechos que ante él se han probado y la persona acusada, procediera a dictar sentencia conforme al principio de legalidad.

2.ª) No puede condenarse ni por hechos distintos de los acusados ni a persona distinta de la acusada: El concepto clave a tener en cuenta aquí es el relativo al objeto del proceso penal y a quién lo fija. Como veremos en la lección 5.ª ese objeto lo constituyen unos hechos que se imputan a una persona determinada, pero la calificación jurídica de esos hechos y la pena concreta a imponer no integran ese objeto. La existencia del proceso supone que el juzgador no puede determinar qué hechos son los que se imputan ni a quién se imputan, pero la calificación jurídica de los mismos ha de quedar sujeta a la regla iura novit curia y la pena concreta a imponer no puede depender de la disposición de las partes, sino que ha de responder al principio de legalidad. Si llegase a sostenerse que en la calificación jurídica la acusación vincula al juzgador se estaría diciendo algo tan absurdo como que en el proceso civil dispositivo rige la regla iura novit curia, mientras que en el proceso penal, donde no hay disposición de derecho alguno, no rige dicha regla. De la misma manera, si se dijese que la petición concreta de pena hecha por la acusación impide al juzgador imponer la pena legalmente establecida, aun en el caso de que ésta fuera mayor, se estaría sosteniendo la disponibilidad de la pena por la acusación. Igualmente la conformidad del acusado con una pena concreta no puede vincular al juzgador y por la misma razón.

En los últimos años estamos asistiendo en España a una gran confusión conceptual sobre lo que sea el principio acusatorio, con-


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