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Tomar partido

Memorias de un compromiso

De La Editorial Tirant Humanidades

Manuel Asensi Pérez

Catedrático de Teoría de la Literatura y de la Literatura Comparada Universitat de València

Ramón Cotarelo

Catedrático de Ciencia Política y de la Administración de la Facultad de Ciencias Políticas y Sociología de la Universidad Nacional de Educación a Distancia

M.ª Teresa Echenique Elizondo

Catedrática de Lengua Española Universitat de València

Juan Manuel Fernández Soria

Catedrático de Teoría e Historia de la Educación Universitat de València

Pablo Oñate Rubalcaba

Catedrático de Ciencia Política y de la Administración Universitat de València

Joan Romero

Catedrático de Geografía Humana Universitat de València

Juan José Tamayo

Director de la Cátedra de Teología y Ciencias de las Religiones Universidad Carlos III de Madrid

Procedimiento de selección de originales, ver página web: www.tirant.net/index.php/editorial/procedimiento-de-seleccion-de-originales

Comité Científico

Manuela

Tomar Partido

Memorias de un compromiso

tirant humanidades

Valencia, 2024

Ortega Espinosa

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© Manuela Ortega Espinosa

Índice

Prólogo primero La memoria o el jazmín de aroma duradero .............................................. 9 Prólogo segundo Manolita estaba allí................................................................................................... 11 Epígrafe El tiempo nos convirtió en memoria 13 Las ratas 17 Recopilando datos .................................................................................................... 29 Los guerrilleros 33 La cárcel ........................................................................................................................... 41 Aurora Cárdenas 47 El viaje a Valencia ....................................................................................................... 57 El señor Ezequiel 73 Navidades trágicas ................................................................................................... 87 La redada de 1959 ...................................................................................................... 93 El viaje a Francia 101 La condesa Anna ........................................................................................................ 109 Al fin, París 119 La Residencia................................................................................................................ 123 El unicornio 129 Las juventudes............................................................................................................. 141 El correo 145 El encuentro .................................................................................................................. 157 La jaula dorada 163 La familia Alonso ........................................................................................................ 177
8 Índice Un cambio de rumbo 183 Viaje clandestino........................................................................................................ 191 La universidad leninista 195 Carlos Velasco Paniagua 207 Vivencias en París ...................................................................................................... 217 La fuerza del amor 225 Comité Central ............................................................................................................ 229 De nuevo en Valencia .............................................................................................. 235 Juventudes Comunistas de Valencia 241 Una boda y una huida ............................................................................................ 245 Escondida en Madrid............................................................................................... 253 El largo viaje de las joyas 257 Compañeros de viaje............................................................................................... 261 Corea del Norte .......................................................................................................... 265 Encuentros inesperados 279 Clandestina en mi ciudad ..................................................................................... 285 El VIII congreso del PC............................................................................................ 291 La disidencia 295 Vuelta a casa ................................................................................................................. 299 El sindicato..................................................................................................................... 305 Francotiradora 309 Volver a pasar por el corazón .............................................................................. 313

Prólogo primero

La memoria o el jazmín de aroma duradero

Este libro es necesario. Antes de saber de su existencia ya lo echaba de menos, notaba ya un hueco en el campo tan amplio, pero minado, a veces, de memorias, muchas veces redactadas como imposturas verbales o, al menos, con la arrogancia de sus autores, creyéndose imprescindibles. En cambio, este libro esquiva esos peligros, y lo hace con su escritura, que es una textura que consigue mezclar verdad, experiencia y a la vez —y aquí radica el valor que me ha entusiasmado— eficacia de estilo, que no está sólo en la elección de palabras y frases, sino en el objeto del relato. Un relato que, sin dejar de ser propio y personal, está al servicio de contar lo que se echa de menos en la memoria de los hechos.

La lucha contra el franquismo fue —como todo combate contra una dictadura— un laberinto de pasillos por donde la clandestinidad necesitaba moverse. Una consecuencia frecuente de esa “condición” inevitable es que, llegada la libertad de hablar, el mundo de las noticias y las editoriales ha tendido a publicar a los líderes de aquel oscuro laberinto.

Lo que me ha fascinado de este libro es que su autora es memoria, porque me maravilla y le agradezco no sólo su meticulosidad, sino q ue sea una voz puesta al servicio de dar nombre y apellidos a tantos compañeros anónimos. La voz de la autora ha construido un relato de personas que participaron, cobijaron, ayudaron o se arriesgaron, aunque la Historia con mayúscula las tienda a olvidar.

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Si a eso añadimos la incansable y eficaz movilidad de su autora en la lucha clandestina y que en tantas ocasiones generó la hermosa frase —y a la vez humilde en su expresión— de “Manolita estuvo allí”, entonces aumenta la calidad de estas memorias, en las que por cierto la autora cumple —tal vez por estar allí en cada momento— una especie de retentiva visual increíble para describir espacios, casas, escondites, encuentros, reuniones y personas. Hasta el punto de que con todo ello me ha permitido reconstruir una especie de cartografía de la clandestinidad.

La lectura de este libro o documento relatado, además de lo dicho, a mí personalmente me ha proporcionado intuir dos momentos de la vida de cada día, si es que la clandestinidad podía ser compartida y amable con lo cotidiano. Pienso, en primer lugar, en los numerosos y con frecuencia inesperados cambios de nombre, nacionalidad y oficio de quienes necesitaban “papeles” para garantizar la eficacia de su trabajo secreto. Ese sinfín de cambios de identidad y en clave de peligro los imagino como una carga añadida más a la realización del yo de los clandestinos en lucha, no siempre soportable, aunque sólo fuera en los procesos del corazón.

El otro momento es muy concreto, y se me ha quedado grabado en la emoción del lector que imagina lo que se le cuenta. Se trata del capítulo “El encuentro”, cuando Manolita entonces, y hoy Manuela, en plena peligrosa clandestinidad y estando en Valencia, decide arriesgarse con tal de ver a su madre, tras años de ausencia de contacto.

Entonces, la ocasión sólo podía producirse en el tren de cercanías, el que salía del Pont de Fusta y llevaba a la Malvarrosa, donde trabajaban sus llamadas “dos madres”, Josefa y Aurora. Sube al mismo vagón Manuela y, a pesar de los años de ausencia y de experiencias intensas, reconoce a su madre Josefa cuando “llegaron hasta mí ráfagas de ternura, el olor del jazmín que antaño adornaba su pecho y su pelo”.

Toni

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Prólogo segundo

Manolita estaba allí

Una vida de novela, la de Manola. Y una manera propia de contarla. Nació en un pueblecito de Jaén, en los duros años de la posguerra. Pasó hambre, mucha, mientras sus padres estaban en la cárcel. Y después. Tuvo dos madres y un montón de hermanos. Buscó su lugar entre ellos, a veces a empujones. Llegaron a Valencia huyendo de la miseria y se instalaron a pocos kilómetros de la capital, en Burjassot. Vio el mar por primera vez y se enamoró para siempre de él. Su primer trabajo fue hacer de Lazarillo de un hombre en carro de ruedas. Así conoció Valencia, la vida, sus miserias. Después se fue a Francia y al fin llegó a París, la ciudad de sus sueños, recién adolescente. El comunismo formaba parte del ADN familiar, de manera que cuando el Partido Comunista, el Partido en mayúsculas, la llamó a filas en París, no dudó apenas. Tomó partido. Joven, vivaz, lista, hizo de correo durante años entre la dirección del comunismo en París y cualquier ciudad o pueblo de España. Fue África Martínez, Marisa Alonso, Cristina Rodríguez, Isabelle Fátin, Antonia García, Amparo Lluch cuando la incluyeron en el Comité Central, unos años más tarde. Pero para sus amigos siempre Manola, Manolita como la llamaban y la recuerdan la mayoría de los camaradas. “Manolita estaba allí”, dicen unos y otros en sus propias memorias. En el Comité, en las reuniones, en Praga, en Moscú, en los Congresos... Pero nada es para siempre y la pertenencia de Manola al Partido también tuvo su fin. No fue sencillo y dejó sus marcas.

Ahora se ha atrevido a contarlo, a bucear en la memoria, a recordar, a pasar de nuevo por ese lugar del corazón donde residen las vivencias, las amistades, los sueños. No es fácil escribir. Estás sola con tus fantasmas.

Manolita estaba allí 11

Más aún cuando aquello que escribes es tu propia vida, la reconstrucción de tu pasado, la geografía de tus cicatrices. Manola lo ha hecho y lo ha hecho muy bien, con sentido del humor, con honestidad, con amor. El libro es un regalo y su lectura, apasionante.

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Raquel Ricart

Epígrafe

El tiempo nos convirtió en memoria

En este libro semibiográfico, en el que de vez en cuando me extravío como en una novela picaresca, dejándome arrastrar por el encanto irresistible del relato inesperado, tal vez subsista, a pesar de mi vigilancia, algún que otro falso recuerdo. Lo repito, esto no tiene mayor importancia. Mis errores y mis dudas forman parte de mí tanto como mis certidumbres. Como no soy historiador, no me he ayudado de notas ni de libros y, de todos modos, el retrato que presento es el mío, con mis convicciones, mis vacilaciones, mis reiteraciones y mis lagunas, con mis verdades y mis mentiras, en una palabra: mi memoria.

Mi último suspiro

Luis Buñuel

No es mi intención compararme con Buñuel, personaje al que admiro profundamente, pero sus palabras expresan exactamente lo que pienso de mi autobiografía. No soy historiadora ni escritora, pero, si me he atrevido a escribir mis memorias, es porque en la vida siempre calcé tallas más grandes que la medida de mis pies y, en la adolescencia, encontré al que llegaría a convertirse en un amigo del alma que me enseñó a superar mis inseguridades. Se llamaba Carlos Velasco Paniagua. Me regaló un libro de poemas y me dijo: “Tu podrás con todo si te aprendes esta lección”. El libro era de un griego al que yo no conocía, un tal Konstantino Kavafis, y en ese libro había una señal para mí en un poema titulado Ítaca.

Estudié la lección y me adentré por las sendas de Ítaca. En el camino encontré a personas maravillosas y, a pesar de que muchas de ellas ya no están entre nosotros, las guardo en mi memoria y me he atrevido a volver a pasar por el lugar donde habitan, mi corazón.

El tiempo nos convirtió en memoria 13

Dedico este libro a las nuevas generaciones de mi familia, que por ser multitud sintetizaré en dos nombres, Alba Llopis y Laia de la Torre, sobrinas nietas, las dos personas que me mostraron el camino que me conduciría de nuevo al principio de mi existencia, la familia.

Y a los jóvenes de la familia elegida, Lida Tselemegos, Ángel y Leo Fernández, Elena Gómez y Claudio Bolívar

Quiero también expresar mi agradecimiento a Raquel Ricart, sin cuya participación y empeño este libro no hubiera visto la luz.

A María Senís, por su paciencia en escuchar diariamente cada paso que daba en la redacción.

A Elisa Sanchis, que lo repasó y me ayudó a recordar algunos pasajes de nuestra vida.

A Toni Tordera, que desde que se enteró del proyecto, no cesó de animarme para que lo escribiera.

Y a tantos otros que me ayudaron de muchas maneras y a quienes no olvido, aunque no los mencione.

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Las ratas

“Tu madre andaba más lentamente que otros días. Los dolores de la noche anterior la habían dejado desasosegada e inquieta. Según sus cuentas, aún no le tocaba parir, aunque su mucha experiencia en aquellas lides le advertía que tenías prisa por nacer. Quizás hubiese hecho mejor quedándose en casa, pero si era una falsa alarma, perdía el jornal y, la verdad, no estaban las cosas como para andar perdiendo nada. Apretó el paso al ver que se quedaba rezagada del grupo. Como todos los días y de madrugada, recorríamos el mismo camino hasta llegar al tajo. Eran más de dieciocho kilómetros, por senderos y caminos embarrados y cubiertos de escarcha. Y un frío del demonio, qué quieres que te diga. Aquel invierno de mediados de los cuarenta estaba siendo muy duro y a tu madre no le gustaba la idea de que su nuevo hijo naciese a la intemperie. Sintió un escalofrío al pensar que, si Dios no lo remediaba, ese sería el destino del ser que pateaba sus entrañas con tanta insistencia.

— ¿Te pasa algo, Josefa? —le pregunté, deteniéndome a esperarla.

—La verdad, no lo sé. Éste está apretando —dijo mientras señalaba su vientre, el lugar donde te encontrabas.

¡Pobrecito, en qué mal momento se presenta! —exclamé sintiendo lástima por ti antes de que nacieras.

Tradicionalmente, nuestro trabajo se consideraba propio de hombres, por el esfuerzo físico que requería. Teníamos que golpear las ramas de los olivos con una vara de fresno hasta hacer caer las aceitunas. El resto de la cuadrilla colocaba bajo los árboles mallas y fardos para recoger las aceitunas, después arrastraban los capazos, de dos o cuatro cuartilleros, colocándolos de forma estratégica cerca de los fardos. La

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mañana era extremadamente fría, el hielo se agarraba a las hojas de los árboles y la tierra estaba húmeda. Tu madre, como un autómata, movía su vara entre las hojas. Un aluvión de escarcha le cayó encima mojándola entera. Yo no la perdía de vista, preocupada.

¿Siguen los dolores, Josefa?

—Cada vez aprietan más. Creo que con el hielo que me ha caído he roto aguas. Estoy empapada hasta el tuétano. ¡Dios mío, tengo tanto frío! ¿Cómo voy a salir de esta? ¡No tengo fuerzas, no tengo fuerzas!

Yo quiero mucho a tu madre y verla así me puso muy nerviosa.

—Eso es que ya viene. Vamos, Josefa, deja eso y no te preocupes. Entre todas te ayudaremos con el parto.

Desaté su hatillo y saqué un rollo de hilo con el que tejí un largo cordón. Aquel cordón, tejido en la oscuridad que precede al amanecer, era para atar tu pequeño ombligo. Varias mujeres del grupo, las más entendidas en la materia, rodearon a tu madre atentas a mis órdenes. Una de ellas se colocó en el suelo a cuatro patas para servir de apoyo a tu madre. Otra la abrazó por la espalda mientras le decía con suavidad: “Aprieta Josefa, aprieta”. Otras dos habían encendido un fuego y lo avivaban con un soplillo, tratando de hervir el agua de la olla que, habitualmente, se utilizaba para preparar las migas. El resto de las mujeres formaba un corro sujetando unas mantas para ocultarnos de las curiosas miradas de los hombres. En poco más de diez minutos, el parto había acabado y, a pesar de las inhóspitas condiciones, todo salió bien. Con tu nacimiento, tu madre había parido ocho veces, aunque dos de tus hermanos se le murieron: un niño a los tres añitos y una niña, al poco de nacer. Desde el primer momento, supe que tú no te morirías. Te di dos sonoros cachetes y una ráfaga de intenso frío te abrió los ojos. Observé cómo levantabas la cabecita, cómo mirabas a la gente que te rodeaba antes de lanzar tu primer grito de disgusto y estallar después en un ruidoso llanto.

— ¡Josefa, es otra niña! —le anuncié animosa, mientras te acariciaba levemente la mejilla con un dedo.

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¡No me digas eso, por Dios! —Lloriqueó tu madre—. Otra hija más... ¿No tengo suficientes ya? Menuda carga. Otra niña que no sé ni cómo voy a sacar adelante…

—Pero si te nacen niñas, Josefa, será por algo —le intenté rebatir—. Ya verás, esta criatura está destinada a romper muchas de nuestras penas. ¿No la ves? ¡Si todavía ni la has mirado! ¡Anda, cógela!

Con suavidad, te deposité en sus brazos. Tu madre te acogió con cierta desgana. Sabía que tu padre no recibiría la noticia con alegría. Quería hijos y, como si la cosa no fuera con él, culparía a tu madre por haber parido otra hija más. Tu madre te miró con preocupación. Yo me arrodillé junto a vosotras y cogí tus manos diminutas intentando calentarlas entre las mías.

¡Qué tonta estás, Josefa! Sé lo que vas pensando. ¿No te das cuenta de que esta niña es diferente? ¿No ves cómo ha nacido? ¿No ves sus ojos, Josefa? Esta no será como nosotras. Mira sus ojos. Viene decidida. Trae cambios.

Tu madre, por fin, te miró. Nunca sabré lo que sintió, pero después de observarte con atención, te estrechó fuertemente entre sus brazos y rompió a llorar. Fuimos contigo a la caseta donde se guardaban los aparejos de labranza. Allí, preparé un camastro con mantas y pellizas. Tu madre te dio de mamar y nos marchamos de nuevo al tajo dejándote calentita, envuelta en mantas y profundamente dormida. Cuando una hora más tarde volvimos a ver cómo estabas, ya había sucedido la desgracia.

¡Por Dios, Jesús bendito! ¿Qué le ha pasado a la niña? —Gritó asustada tu madre mientras te cogía y te apretaba entre sus brazos creyéndote muerta—. ¡María, corre, mira, que la niña se nos muere!

Seguramente, las ratas habían olido la leche que habías mamado y por eso te mordieron. En tu sesera había una capa extraña, parecida al plástico, como si las mismas ratas te hubiesen taponado la herida con su saliva. Los mordiscos te abrieron la piel de la que apenas había salido

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sangre, pero esa poca sangre resbalaba hasta tu mejilla. Eso fue lo primero que vi. Lo segundo fue la angustia en la cara de tu madre.

El capataz acudió al oír los gritos. Eusebio, que así se llamaba, puso la oreja sobre tu pequeño pecho y oyó un latido casi imperceptible. Luego, nada. Un largo silencio roto por los llantos de tu madre. En opinión del capataz, estabas más muerta que viva. La cosa era realmente grave, pero yo te había visto respirar y estaba convencida de que podrías salir adelante si actuábamos con rapidez.

— ¡Tranquila Josefa, la niña aún respira, está viva!

En circunstancias normales, jamás me habría atrevido a ordenarle nada al capataz, pero en aquel momento me dirigí a él con determinación.

—Hay que mandar llamar enseguida al doctor Castillo, el de Torre don Jimeno. Es la única persona que puede salvarla y conoce mucho a Josefa.

Me extrañó que el capataz asumiera mis órdenes. Seguro que era la primera vez que hacía caso de las palabras de una obrera. Conociéndole como le conocía, estoy convencida de que pensó que aquella recién nacida no merecía tanto esfuerzo. En realidad, creo que no habría hecho nada por ayudarnos si no hubiese temido las consecuencias de que te murieses allí mismo, en el tajo, bajo su responsabilidad. Por eso se dirigió hacia el pueblo.

Tu madre sollozaba. Debía sentir aquellas varas de fresno golpeándole el cuerpo y la escarcha de la mañana helándole el corazón.

¡Ha sido culpa mía! ¡No debí dejarla sola tan pronto! Es carne tierna para esos bichos asquerosos. Mi pobre niña, no te mueras, por favor, no te mueras… —te susurraba—. Y aquel susurro contenía tanta angustia…

Don Federico, el médico de Torre don Jimeno, llegó montado en una yegua parda y te hizo una cura sin demasiado convencimiento. Era evi-

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