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INMIGRACIÓN, MULTICULTURALISMO Y DERECHOS HUMANOS

Coordinadora:

ANA MARÍA MARCOS DEL CANO Profesora Titular de Universidad de Filosofía del Derecho y Secretaria General de la UNED

tirant lo b anch Valencia, 2009


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Autores: Ara Pinillo, Ignacio; Contreras Mazarío, José Mª; De Asís Roig, Rafael; De Castro Cid, Benito; De Castro Sánchez, Claribel; De Miguel Beriain, Íñigo; Marcos del Cano, Ana María; Pelayo Olmedo, José Daniel; Pérez de la Fuente, Óscar; Ramiro Avilés, Miguel A.; Solanes Corella, Ángeles. ISBN UNED: 978-84-362-5859-2 ISBN TIRANT: 978-84-9876-392-8 Depósito Legal: V - 227 - 2009 Primera edición: enero de 2009 Impreso en España - Printed in Spain Impresión: GUADA IMPRESORES, S.L. Maquetación: PMc Media, S.L.


ÍNDICE PRESENTACIÓN..................................................................................

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A MODO DE PRÓLOGO ......................................................................

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PARTE I PROBLEMÁTICA GENERAL DE LA INMIGRACIÓN R. DE ASIS ROIG, “Derechos humanos: integración y diferenciación” .................................................................................................. B. DE CASTRO CID, “¿Tiene límites la tolerancia cultural?” ............ I. ARA PINILLA, “Criterios de evaluación de las políticas de diversidad cultural” .................................................................................... A.M. MARCOS DEL CANO, “El proceso de integración de la inmigración: luces y sombras” ................................................................

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PARTE II DERECHOS HUMANOS E INMIGRACIÓN M. A. RAMIRO AVILÉS, “El derecho al sufragio activo y pasivo de los inmigrantes, una utopía para el siglo XXI” ................................... J. Mª CONTRERAS MAZARIO, “Inmigración e interculturalidad religiosa” .............................................................................................. A.M. MARCOS DEL CANO, “Los derechos de la mujer y la cultura: ¿un conflicto?” .................................................................................. O. PÉREZ DE LA FUENTE, “Inclusión, redistribución y reconocimiento: Algunas paradojas sobre los inmigrantes” .......................

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PARTE III DERECHO INTERNACIONAL E INMIGRACIÓN A. SOLANES CORELLA, “La respuesta internacional al desafío de las migraciones: el caso de la Unión Europea” .............................. I. DE MIGUEL BERIAIN, “Globalización e inmigración” .................. C. DE CASTRO SÁNCHEZ, “Mujer y derechos: la labor de Naciones Unidas” ............................................................................................ J. D. PELAYO OLMEDO, “Las minorías en el sistema de Naciones Unidas” ............................................................................................

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PRESENTACIÓN Este libro Inmigración, multiculturalismo y derechos humanos recoge en fundamental medida las ponencias presentadas en un curso de verano, dirigido por la profesora Ana Mª Marcos e impartido por la UNED en su Centro Asociado de Denia en 2007, desde un enfoque fundamentalmente filosófico y con los derechos humanos como perspectiva preferente de análisis. Dado que predominan criterios jurídicos y filosóficos en relación con el fenómeno de la inmigración, se me ocurre que puede ser útil introducir en esta presentación una perspectiva complementaria, la que puede aportar un economista. Evidentemente, el fenómeno de la inmigración es de una gran complejidad y esta aproximación será necesariamente esquemática e incompleta. Un economista hablaría primero de oferta y demanda. Desde esa perspectiva, existe una oferta de emigración porque las condiciones de los países de origen se convierten en insoportables: hambre, guerras, ausencia de expectativas, pobreza extrema… Las personas de los países del Sur sometidas a esas circunstancias comparan esa situación con las expectativas de empleo, progreso y bienestar en los países del Norte. Cuando la diferencia es abrumadora, el riesgo de intentar la emigración compensa los costes económicos, físicos, afectivos… que se derivan de un éxodo doloroso. Se da así la circunstancia de que, frecuentemente, los emigrantes son, por tanto, los más decididos, los más lanzados y los más capacitados de sus países de origen. El primer coste de la emigración aparece, pues, para quienes abandonan su país, su familia, sus raíces; también para sus familiares; también para sus sociedades que sufren una fuerte pérdida de capital humano. Poco después, esa pérdida se ve compensada con la llegada de las remesas que esos emigrantes envían a sus países de origen y que supone, a menudo, la principal fuente de ingresos exteriores para economías poco desarrolladas. La oferta es absorbida por la demanda de los países del Norte. Las sociedades desarrolladas necesitan trabajadores que asuman los puestos de trabajo más molestos e insalubres (que son despreciados por los trabajadores nacionales), que rejuvenezcan poblaciones progresivamente envejecidas, que mantengan sectores condenados


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a una crisis absoluta como la construcción, la agricultura, buena parte de los servicios… Desgraciadamente, las desigualdades entre el Norte y el Sur son tan profundas que la oferta tiende a superar a la demanda. La imposibilidad de absorber aquélla obliga a buscar algún mecanismo de control y corrección de los flujos migratorios. Como siempre que se aplican este tipo de medidas, la realidad es más fuerte que las medidas legales y aparece un mercado negro, una emigración ilegal. Y, como siempre que existen mercados negros, florecen las mafias, se aprovechan los empresarios sin escrúpulos, no existen controles adecuados de las condiciones de la oferta, se pierden ingresos públicos… Por ello, es siempre recomendable buscar las vías para que el flujo pueda seguir los cauces legales y regularizar la situación de los ilegales tan pronto como sea posible. A largo plazo, es necesario reducir las diferencias de renta y riqueza con los países más atrasados, porque la desigualdad es el único y fundamental efecto llamada. La segunda tentación de un economista es comparar los beneficios con los costes. En casos como el de España, los beneficios son tan evidentes que no merecería la pena ni recordarlos. Junto a las razones generales de demanda que se veían más arriba, basta recordar que la mitad del fuerte crecimiento experimentado en los últimos diez años se debe, según todos los estudios, a la aportación de la población inmigrante o que la Seguridad Social se ha saneado en fundamental medida por su aportación. Además, la atención que la inmigración ha permitido a niños y personas dependientes ha propiciado la masiva incorporación de la mujer al trabajo, recuperándose un notorio atraso de la sociedad española respecto a las europeas de nuestro entorno y mejorando el bienestar global de muchas familias. Evidentemente, junto a los beneficios existen costes de la inmigración. En nuestro país los costes resultan frecuentemente magnificados por la circunstancia del cambio tan repentino que hemos experimentado en muy pocos años. España ha pasado, en apenas diez años, de ser país de emigración a recibir millones de personas; de una situación, a mediados de los noventa, en que la población extranjera era casi inexistente, a otra en la que supone más del diez por ciento de la población total. Como en tantos otros aspectos, España ha comenzado a incorporar fenómenos sociales comunes en los


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países europeos con retraso… pero a tal velocidad que se sitúa ya en posiciones similares a las de quienes iban en cabeza. Los cambios rápidos provocan vértigo, inevitablemente, en muchas personas. Por ese miedo, se señalan como costes aspectos que han de considerarse absolutamente normales. Por ejemplo, se dice que los inmigrantes están saturando determinados servicios públicos como la sanidad o las escuelas públicas, deteriorando el servicio que venían recibiendo con anterioridad los ciudadanos españoles. Es evidente que la llegada de extranjeros ha supuesto un aumento de la población. Sin ese aumento (¿hay que repetirlo?) no habría sido posible el crecimiento de los últimos años y sería notoriamente inferior el bienestar de los españoles. Si hay un aumento de la población, obvio, es preciso incrementar los servicios públicos. Pero habría ocurrido exactamente igual si ese crecimiento se hubiera debido, por ejemplo, a un retorno masivo de los emigrantes españoles en el exterior con sus familias. O si se hubieran mantenido las tasas de crecimiento de la población española de los años sesenta, aunque en estos supuestos, probablemente, el crecimiento económico habría sido mucho menor y el efecto neto implicaría un menor bienestar general. En tales casos, como lo es en el de la inmigración, es claro que el debate debe centrarse en cómo dotar y organizar mejor los servicios y prestaciones públicas para hacer frente a las mayores necesidades, pero nunca demonizar a los usuarios por ser más. Es evidente que los inmigrantes entran en la escala social por su parte más baja (a menudo, independientemente de su cualificación de origen). Por lo tanto, son los nuevos pobres. Ello implica, por una parte que, de nuevo, hay más personas que compiten por los servicios sociales y las prestaciones que tiene como objetivo atender a los más necesitados. Si no se tiene en cuenta tal circunstancia, se produce efectivamente un “efecto expulsión” de los antiguos beneficiarios a favor de los nuevos, y ello puede generar un fuerte sentimiento de rechazo de tintes xenófobos. También aquí, la demanda ha de enfocarse hacia una ampliación de las prestaciones que tenga en cuenta que el colectivo de hogares con necesidad de apoyo social es ahora más numeroso. De la misma forma que cuando hay más parados se aumentan automáticamente las partidas destinadas a prestaciones de desempleo, deberían


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arbitrarse mecanismos que incrementen los presupuestos sociales cuando aumenta la población en pobreza relativa. Otro coste asociado a estos nuevos pobres es el peligro de que aumente la delincuencia y la inseguridad ciudadana. Sin embargo, los datos contradicen de forma manifiesta esta percepción que existe en algunos ciudadanos y que otros parecen estimular. Por ejemplo, en los primeros años de este siglo se ha producido el mayor aumento de población inmigrante en España. En ese mismo periodo, se han reducido las tasas de delitos por número de habitantes. Se arguye que el número de extranjeros en prisión representa un porcentaje mayor que el que se corresponde con su peso en la población. Estamos ante un caso claro de falacia estadística. En primer lugar, porque la mayoría de los presos lo son con carácter preventivo y no por condena judicial. En segundo lugar, reforzando el aspecto anterior, porque muchos extranjeros son detenidos por su aspecto físico y por faltas (“no tener papeles en regla”) no por delitos: en esas circunstancias, lo raro sería que no hubiera más detenidos inmigrantes que nacionales. De hecho, es significativo que el colectivo extranjero con un mayor porcentaje de población reclusa en España es el argelino (con muchas probabilidades por su simple aspecto), en su inmensa mayoría en prisión preventiva por situación administrativa irregular. Incluso en ese caso, el porcentaje es del 2’7%, que implica que el 97’3% restante no plantea ni siquiera problemas administrativos. Para el conjunto de la población inmigrante puede señalarse que no llega al 1% el número de personas implicadas en actos delictivos. También se utiliza a veces en el mismo sentido la conexión entre determinados tipos de delitos y la presencia de colectivos extranjeros específicos y, así, se habla de mafias rusas o rumanas… Relacionar ese hecho con la inmigración es tan injusto como tachar a los andaluces de delincuentes porque se habla de las mafias marbellíes. Las mafias existen, probablemente en todos los países de una u otra forma, antes, durante y después de que se produzcan los fenómenos migratorios por la pobreza. Y este aspecto de la pobreza es el último factor que es obligado citar para desmontar las falacias estadísticas citadas. Porque la gran mayoría de los presos, también en todos los países, provienen de los hogares con menores niveles de ingresos. Ese dato, indiscutible, necesitaría otro libro para debatir todo lo que implica. Pero ahora


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solo interesa un dato matemático. Si, por ejemplo aproximado, el 90% de los presos pertenecen al 20% de la población más pobre y los inmigrantes representan la mitad de este grupo, el porcentaje de presos inmigrantes debería suponer el 45% de la población reclusa. Si aplicamos todos los factores correctores que hemos señalado anteriormente, el porcentaje subiría a cifras astronómicas, muy lejos de la reales. La conclusión de los datos, por tanto, nos llevaría a afirmar más bien que la población inmigrante presenta una probabilidad de cometer delitos inferior a la de la población española en igualdad de circunstancias. En resumen: hoy por hoy, el análisis coste/beneficio del incremento de la población inmigrante en España nos da un resultado inequívocamente favorable al bienestar social global de los hogares españoles. La ventaja del retraso español en estos fenómenos sociales es que podemos aprender de las experiencias ajenas. Por ello, el análisis anterior no puede hacernos olvidar que la población inmigrante supone un incremento de las situaciones de pobreza, con riesgos evidentes de marginación y de exclusión social. La primera generación compara su situación con la que tenía en origen y el resultado es normalmente positivo. Pero las segundas generaciones no tendrán ya esa referencia. Estamos a tiempo de habilitar las políticas adecuadas de integración social, de erradicar los brotes de rechazo, racismo y xenofobia que lleven a futuras espirales crecientes de marginación y de violencia. Sin duda, las reflexiones que contienen los trabajos incluidos en este libro contribuirán a ese esfuerzo tan necesario.

JUAN ANTONIO GIMENO ULLASTRES Catedrático de Economía y Rector de la UNED Madrid, abril de 2008



A MODO DE PRÓLOGO Me parece oportuno abrir este breve alegato de presentación del libro Inmigración, multiculturalismo y derechos humanos con la advertencia de que su propósito central se circunscribe a la consideración de dos únicos puntos, aunque con una distribución bastante descompensada. De una parte y con extrema brevedad, la circunstancia que propició el nacimiento del proyecto; de otra, con mayor detalle, el significado y alcance de los mensajes que definen el peculiar perfil doctrinal de la obra. Creo que ambos puntos son necesarios (y, al mismo tiempo, suficientes) para entender su diseño básico y para valorar la capacidad de influencia que puede atribuirse a las ideas que se exponen en él. –I– Entre las circunstancias que han contribuido a abrir el camino de esta publicación figura sin duda el hecho de que la creciente presencia de inmigrantes en España se haya convertido en la actualidad (junto al ya tradicional del terrorismo) en uno de los principales motivos de preocupación para una destacada mayoría de ciudadanos y, por consiguiente, también en uno de los temas de interés preferente de políticos y filósofos sociales. Por otra parte, a este significativo hecho se ha sumado el aliciente del carácter relativamente revolucionario de la situación, ya que hace tan sólo tres décadas los españoles no tenían apenas conciencia directa de los complejos problemas de convivencia que suelen acompañar a los procesos de inmigración, a pesar de que un número significativo de sus conciudadanos los estaban viviendo como inmigrantes y de que varias sociedades de su entorno inmediato sufrían ya esos problemas. Y se ha añadido también la incitación de la sorpresa, ya que los actuales flujos de inmigración parecen seguir una dinámica contrapuesta a la que ha guiado la experiencia patria y continental del fenómeno migratorio1, cogiendo

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En efecto, a diferencia de lo que había venido ocurriendo en los siglos precedentes, desde las postrimerías del XX las sociedades europeas occidentales se han convertido en objeto de deseo y en puerto de destino de un gran número de individuos y grupos que sueñan con olvidar definitivamente las


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desprevenida, no sólo a la capacidad de adaptación de los ciudadanos de a pie, sino también a la aburguesada ética de sus sociedades2. Así que los diferentes sectores de la sociedad española están sintiendo ya la necesidad apremiante de que se abran nuevos caminos que permitan superar esta situación de desorientación cívica y de insuficiencia funcional de una buena parte de los diagnósticos que han formulado en ocasiones los estudiosos. Estos deben afrontar, por tanto, el reto de insistir en la búsqueda de soluciones, aunque sea a costa de revisar sus propios planteamientos y conclusiones anteriores o de llegar a retractarse de los (tal vez) ya viejos dogmas éticos que venían utilizando como referencia última. Se explica, por tanto, que los flujos migratorios, especialmente en su vertiente de inmigración, constituyan en la actualidad de las sociedades desarrolladas, no sólo uno de los temas estrella de los análisis y debates éticos, jurídicos y políticos, sino también un frecuente motivo de desencuentros doctrinales, de preocupaciones vitales colectivas y hasta de vivos conflictos sociales. Consecuentemente, quienes tienen el deber general de otear los brumosos horizontes éticos a la búsqueda de una solución justa para los problemas de convivencia que agobian en cada momento a los ciudadanos se ven hoy en la necesidad de abordar una y otra vez el análisis de la compleja problemática de la inmigración, con la esperanza de en-

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precarias condiciones de vida que les ofrecen sus sociedades de origen en África, Asia, Sudamérica o Europa oriental, para llegar a beneficiarse en alguna medida del bienestar que disfruta ya la mayoría de los ciudadanos de la sociedades europeas desarrolladas. Es cierto que las migraciones han acompañado la historia de las sociedades europeas de una forma tan constante que bien puede pensarse que constituyen algo así como una especie de estado o modo de ser connatural a los hombres. Sin embargo, es también cierto que los actuales procesos presentan varios rasgos marcadamente peculiares, por lo que resulta casi inevitable llegar a la conclusión de que estamos ante un fenómeno cualitativamente nuevo. Así, por una parte, es en sí mismo bastante novedoso el hecho de que las oleadas de emigrantes se dirijan, con ritmo casi sistemático, no hacia tierras despobladas e inexploradas (como venía ocurriendo tradicionalmente de modo preferente), sino hacia países que tienen ya un alto nivel de aprovechamiento del suelo y unos elevados índices de desarrollo industrial, de tejido ocupacional y de densidad de población. Y, por otra parte, son también novedosos en gran medida los niveles de extensión, frecuencia, densidad, organización y, sobre todo, inseguridad y riesgo que han alcanzado en la actualidad los flujos migratorios.


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contrarle alguna nueva salida, más satisfactoria que las anteriores, o, cuando menos, con el propósito de reforzar el obligado camino de una reflexión crítica comprometida. Esta ha sido precisamente la circunstancia existencial de este libro que ahora presento. En efecto, el libro se gestó al calor de las reflexiones y debates que tensaron el desarrollo de un ambicioso ‘curso de verano’ que (con el mismo título y bajo la dirección de ANA MARÍA MARCOS DEL CANO) fue impartido por la UNED en su Centro Asociado de Denia durante la semana del 16 al 20 de julio de 2007. Allí, sobre el efervescente cimiento de las ponencias y de los diferentes puntos de vista que fueron apareciendo en los debates que las siguieron, surgió la idea inicial. Después, el siempre generoso y arraigado compromiso académico y social de la profesora ANA MARÍA MARCOS hizo el resto. Y, en sus manos, aquella primera idea fue cobrando fuerza hasta convertirse en lo que hoy es ya realidad: una recopilación sistemática de las ponencias del curso de verano3, que ha sido enriquecida con la incorporación de varias colaboraciones de gran interés que no tuvieron la oportunidad de ser expuestas durante el referido curso. –II– Inmigración, multiculturalismo y derechos humanos ha sido diseñado obviamente siguiendo las exigencias de su propio proyecto o propósito fundacional. Y se ajusta también, con notable fidelidad, al perfil doctrinal definido por ese propósito, de modo que los distintos estudios que incluye tienen casi siempre a la inmigración como problema central de reflexión, a la multiculturalidad como principal circunstancia contextualizadora de esa reflexión y a los derechos humanos como perspectiva preferente de análisis. El libro intenta, pues, concentrar una vez más el foco de atención sobre los principales desafíos éticos, jurídicos y políticos que plantea a las actuales sociedades económicamente avanzadas la incesante y creciente presión de los flujos migratorios que intentan incorporarse al disfrute

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Va de sí que los estudios que ahora se recogen en el libro no tienen una estricta correspondencia de literalidad con las exposiciones verbales del curso, ya que éstas estaban inevitablemente sometidas a exigencias de mayor fluidez y dinamismo, más intenso tono coloquial y menor permeabilidad a la invocación de contrastes doctrinales o legislativos.


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de sus contrastados sistemas de bienestar. Su lectura facilitará, por tanto, la tarea de profundizar en las principales cuestiones que se debaten actualmente en relación con el trato que debe dispensarse a los inmigrantes. Y permitirá asimismo tomar conciencia de las diferentes sensibilidades y criterios que están en la base de los discursos que los distintos autores construyen en torno a esas cuestiones, sin perjuicio de que se reconozca que existe una notable coincidencia en la selección de los parámetros o referencias fundamentales de los análisis. En efecto, esa lectura puede confirmar que la mayoría de las reflexiones es fiel a un marco referencial cuyos elementos determinantes de base, no sólo son comunes a la línea doctrinal predominante en la actualidad, sino que son también coincidentemente asumidos y utilizados con gran generosidad. Así, puede constatarse, por ejemplo, que los diferentes análisis se inscriben de forma preferente dentro del ámbito de los debates morales y políticos, obviando casi siempre las consideraciones ajenas a la perspectiva estrictamente ético-política. Del mismo modo, es posible comprobar el alto grado de fidelidad con que han sintonizado el intento doctrinal de atravesar definitivamente el puente que lleva desde la anterior percepción de los inmigrantes como visitantes ocasionales a los que se admite en calidad de huéspedes temporales hasta su actual valoración como personas que merecen incorporarse de forma estable a su nueva sociedad en calidad de miembros de pleno derecho. Por eso, optan casi siempre por verlos ante todo como un colectivo de ciudadanos que, al encontrarse en una especial situación de desventaja social, han de recibir un trato diferenciado, a fin de que dispongan realmente de la igualdad de oportunidades a que tiene acceso el resto de los ciudadanos4. Es destacable también, por otra parte, la unanimidad con que los autores de los estudios incluidos en el libro apuestan por la elección de los derechos humanos como paradigma cualificado de orientación de todas las soluciones arbitradas para salir al paso de las múltiples disfunciones detectadas en el trato que las sociedades europeas han

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Importante cambio de perspectiva que está afectando obviamente al alcance y sentido que se asigna a los principales factores determinantes de lo que se considera el trato justo de los inmigrantes: el código de los derechos humanos y los principios de dignidad, libertad, igualdad y solidaridad.


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venido dando a los inmigrantes. Y se ve asimismo cómo es invocado en forma casi unánime el protagonismo directivo de los principios/valores de la dignidad, la libertad, la igualdad y la solidaridad, mientras que se insiste en la inadecuación de los tradicionales criterios de la nacionalidad y la soberanía estatal. El libro proporciona, pues, una amplia batería de argumentos que, a partir de los derechos humanos, la dignidad, la libertad, la igualdad y la solidaridad, permiten construir una defensa bastante sólida de las tesis favorables a la plena equiparación de los inmigrantes con los nacionales de las sociedades de acogida. Su preocupación humanitaria, su interés teórico y su utilidad dialéctica son, por tanto, evidentes. Y, por otra parte, la alta cualificación profesional de los autores garantiza el valor intrínseco de los trabajos. Pero no corresponde ahora solazarse en el recuento de los méritos de la obra o de sus autores, sino apurar las posibilidades de revisión y superación de los caminos que han seguido y de las conclusiones a que han llegado. Entre otras importantes razones porque las innegables y meritorias virtudes de la obra no pueden blindar el horizonte de la reflexión contra la curiosidad por saber si tan pacífico consenso estratégico está o no actuando de hecho como una inconsciente coartada ideológica para impedir la visualización de alguna posible contradicción interna que podría poner en entredicho la aparente consistencia de las conclusiones a que llegan los análisis. Y, desde este punto de vista, parece razonable aprovechar ahora la oportunidad de corregir la posible debilidad defensiva de algunos de los planteamientos o propuestas que (siguiendo casi siempre la senda de alguna otra doctrina patria relativamente consolidada) hacen en ocasiones los autores de las colaboraciones incluidas en el libro. Sobre todo porque los factores determinantes de esa debilidad podrían minar la solidez de los propios discursos en favor de los inmigrantes. De ahí que sea conveniente replantear, por ejemplo, la pregunta de si la elección de la perspectiva moral, jurídica y política como enfoque preferente y casi único para afrontar el análisis de los problemas vinculados a los actuales procesos de inmigración, tiene más ventajas que desventajas o viceversa. Ciertamente esa elección cuenta con un respetable aval, no sólo por el perfil profesional de los autores, sino también por la propia importancia que la dimensión ética tiene para la justa resolución de los conflictos de convivencia. Pero parece que no debería hacerse en ningún caso sin advertir previamente que el punto de vista ético tiene un alcance meramente sectorial y en


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gran medida unilateral, por lo que la fiabilidad de sus propuestas es también relativa. Dado que los flujos de migración no obedecen casi nunca a la presión de las preocupaciones o de los impulsos éticos, sino a incentivos de carácter económico, laboral, social o político, tal vez sea obligado advertir de forma expresa que los caminos de la reflexión exclusivamente ética no son siempre los más adecuados para encontrar una solución realista y eficiente a los complejos problemas que plantean esos flujos. Y, en consecuencia, habrá que reconocer también que, ante la evidente transversalidad del fenómeno, sólo será posible formular propuestas del todo razonables cuando, además de las consideraciones ético-políticas, se asuma la perspectiva de las concretas medidas prácticas (de carácter social, económico, laboral, educativo, sanitario, etc.) que sería necesario o conveniente aplicar en cada caso. Ahora bien, si se concede beligerancia a este punto de vista, habrá que aceptar asimismo la exigencia de que, junto a las en principio ‘desinteresadas’ consideraciones de moralidad política sean tenidas también en cuenta (y tal vez de manera preferente) las ‘interesadas’ opiniones de los simples ciudadanos, de los trabajadores, de los productores de bienes y servicios, de las organizaciones empresariales o sindicales, de los garantes del orden público y de la seguridad ciudadana, de quienes sostienen el funcionamiento de las instituciones docentes o sanitarias, etc.5. Esta opción evitaría,

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Deberá admitirse que no es fácil entender por qué en el debate sobre el reconocimiento de derechos a los inmigrantes se apela a las exigencias de la moral racional y de los derechos humanos, sin conceder beligerancia de legitimación a las preferencias empíricas de los ciudadanos, siendo así que se proclama al mismo tiempo que las decisiones mayoritarias de éstos (sean o no defendibles desde el punto de vista racional) son las únicas que pueden legitimar la organización y ejercicio del poder en el seno de todos los grupos humanos. En efecto, en la actualidad resulta muy difícil encontrar a alguien que esté dispuesto a defender en público la tesis de que debería exigirse a los ciudadanos que justifiquen racionalmente su voto antes de admitirlo como inapelable factor decisorio de las contiendas políticas. Ahora bien, si este planteamiento es razonable desde el punto de vista moral, entonces ¿por qué se priva de valor decisorio a sus preferencias empíricas cuando se trata de decidir sobre la admisión o rechazo de los inmigrantes y sobre los derechos que han de serle concedidos? ¿Es coherente esta actitud con la defensa del principio democrático? No puede olvidarse, a este respecto, que el postulado democrático ha actuado siempre como uno de los elementos básicos del núcleo central de legitimidad de los Estados de Derecho, de modo que ésta sólo existe cuando son


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entre otras cosas, que siga ensanchándose la tradicional brecha existente entre el discurso de los filósofos éticos y las valoraciones de los otros miembros de la sociedad civil. Y, sobre todo, contribuiría a disminuir el riesgo de que las soluciones propuestas carezcan de utilidad práctica para resolver los problemas reales que surgen en la aventura diaria de la convivencia de nacionales e inmigrantes. A su vez, la aceptación dogmática de los derechos humanos como indiscutible paradigma orientador de los debates relativos a los criterios que deben guiar las medidas adoptadas por las sociedades industrializadas para hacer frente a las nuevas situaciones sociales conflictivas que han surgido a raíz de la intensificación de la presencia de inmigrantes no siempre queda a resguardo de la duda metódica. Es cierto que, por su propio carácter omnicomprensivo, el código de los derechos humanos es una referencia de la que no puede prescindirse en ningún caso. Sin embargo, su aplicación sistemática como guía autosuficiente de solución de los problemas de convivencia que plantea la inmigración parece exigir varias matizaciones previas. Por ejemplo, la que tiende a delimitar el grado de validez moral, jurídica y política que ha de otorgarse en la actualidad al modelo de los derechos humanos. Sobre todo, si se tiene en cuenta que varios de sus tradicionales caracteres constitutivos (como la propia universalidad de los derechos o la radical igualdad de sus titulares) están siendo objeto de una profunda revisión transformadora, de suerte que parece que, para seguir invocando ese paradigma, resulta ya inevitable pasarlo antes por el quirófano de una relectura o reinterpretación evolutiva. Podría considerarse, por tanto, aconsejable el planteamiento explícito de la pregunta acerca de si la invocación de los derechos humanos como referencia última para la solución de los

los titulares de la soberanía nacional (y, al mismo tiempo, destinatarios del orden jurídico) los que ejercen las competencias inherentes a esa soberanía, aunque no haya sido fácil determinar el elemento o criterio que permita definir en cada caso quiénes son los titulares de esa soberanía (es decir, quién es el “demos”), especialmente en los actuales modelos de democracia monárquica. En consecuencia, puede parecer que la opinión de que ese “demos” está constituido, por ejemplo, por `todos’ los habitantes o residentes permanentes actuales y no solamente por los nativos, tiene las mismas posibilidades de defensa que las que lo identifican con quienes tienen una ciudadanía plena, o con los mayores de edad, o con los residentes de cierta antigüedad, o con los contribuyentes netos, o con los no-delincuentes, etc.


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conflictos surgidos con ocasión de los procesos de inmigración puede seguir manteniéndose en la actualidad de forma incondicionada. A este respecto, no parece razonable pasarse por alto el dato de que, en principio, la universalidad de los derechos humanos implica que tales derechos han de ser igualmente reconocidos en su totalidad de forma igual (universalidad objetiva) a todos los hombres, sin condicionamiento alguno por las circunstancias existenciales de éstos (universalidad subjetiva)6. Y, en consecuencia, si la titularidad o el disfrute efectivo de los derechos quedan finalmente mediatizados en forma relevante por los llamados procesos de especificación o por la ponderación de las condiciones particulares en que se encuentran los sujetos, parece obligado plantear la pregunta de si puede o no seguirse manteniendo la tradicional retórica de la universalidad. Porque, si resulta inevitable reconocer que la universalidad no es ya una condición existencial de los derechos humanos o que ese rasgo no puede seguir siendo entendido como lo era en el momento fundacional en que se consagró el modelo, habría que cuestionarse si la ética de los derechos humanos sirve de algo cuando ha sido privada previamente de su universalidad incondicionada. Y, del mismo modo, sería imprescindible aclarar de forma previa si es o no posible seguir invocando el ideario de los derechos humanos como clave de superación de conflictos cuando (como hacen muchos autores en la actualidad) se está inyectando en el cimiento de la igualdad radical de sus potenciales titulares el disolvente de la consideración diferenciada. En efecto, si se legitima la opción de atribuir los derechos por referencia a la ponderación de las condiciones y necesidades particulares de los sujetos, no parece posible invocar al mismo tiempo el principio distributivo general de igualdad. Al contrario, en ese supuesto, sería ya inevitable levantar acta de que ese principio debe ser definitivamente enterrado por haber caído víctima de un transformismo tan paradójico como el que en la actualidad proclama sin rubor que el contenido de la igualdad se cifra precisamente en

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Conforme al artículo 2.1 de la Declaración Universal de Derechos Humanos, “toda persona tiene todos los derechos y libertades proclamados en esta Declaración, sin distinción alguna de raza, color, sexo, idioma, religión, opinión política o de cualquier otra índole, origen nacional o social, posición económica, nacimiento o cualquier otra condición”.


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el trato diferenciado y desigual de las situaciones y de las personas que son diferentes7. Hay otro rasgo común a la mayoría de los análisis incluidos en el libro que parece requerir asimismo algún tipo de matización. Éste: todos los estudios adoptan como principio regulador de sus planteamientos el postulado ético-político del mayor trato beneficioso que sea posible para todos los inmigrantes, rasgo que ha convertido el libro en una bondadosa colección de alegatos de defensa de esos inmigrantes contra las presuntas prácticas abusivas de los Estados o de las organizaciones supraestatales. Y, así, al no incluir habitualmente ningún tipo de matización o cayendo incluso en descripciones que son notoriamente contrafácticas8, los correspondientes estudios terminan incurriendo en la sospecha de no tener interés en evitar con la diligencia que debieran el riesgo de desarrollarse como simples discursos ideológicos y de haber primado, en consecuencia, la defensa apriorística de los inmigrantes frente a la ponderación equitativa de las situaciones reales que casi siempre dan fe, con reiterada contumacia, de que los intercambios de inmigrantes y sociedades receptoras comportan siempre beneficios y cargas para ambos9. Y terminan también siendo sospechosos de partidismo cuando, al propugnar el pleno reconocimiento cívico y el tratamiento diferenciado de los in-

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Salvo el extraño gusto por la defensa de tesis viciadas de incongruencia paradójica, no parece existir razón alguna que avale la definición de la igualdad como diferenciación (o discriminación) positiva. Ciertamente, el trato desigual de situaciones que no son iguales constituye una exigencia moral y jurídica ineludible. Pero no es una exigencia de la igualdad, sino de la justicia, como ya entendieron los filósofos de la antigüedad. Como cuando se afirma que no son los inmigrantes los que se benefician del nivel de bienestar de las sociedades a las que deciden incorporarse, sino que son éstas las que logran sus cotas de bienestar gracias a los inmigrantes. Pero… ¿a dónde se dirigen los emigrantes: a sociedades más pobres y subdesarrolladas que la suya de origen o a sociedades más desarrolladas y ricas? Y ¿qué es lo que van buscando: la posibilidad de contribuir filantrópicamente a incrementar la prosperidad de la sociedad de destino o más bien la oportunidad de mejorar sus propias expectativas de una vida mejor? No puede resultar, por tanto, extraño que, para reforzar la defensa de los inmigrantes, se invoque el carácter radicalmente universal de los derechos y la consiguiente exigencia de plena generalización de su reconocimiento y disfrute igualitario, insistiendo al mismo tiempo en la trascendencia de los procesos de especificación que permiten satisfacer de forma particularizada las peculiares necesidades que afectan a los diferentes colectivos sociales.


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migrantes en función de sus propios condicionamientos culturales, no se plantean siquiera la duda de si es o no razonable reconocer la totalidad de los derechos (incluido el de conservación y desarrollo de su propia cultura) a quienes practican una actitud fundamentalista de intolerancia y de destrucción de las culturas “opuestas” a la suya, sin exceptuar la “cultura de los derechos humanos”. Sobre todo porque existen muchos indicios de que esa actitud sea escasamente razonable, pues, como ya señalara LOCKE en referencia al fundamentalismo de los papistas, no hay por qué ser tolerante con las ideas o creencias que practican la intolerancia. Así pues, no estaría de más que los estudios de los fenómenos migratorios abandonaran por un momento el cómodo limbo de los análisis racionales y desinteresados y se enfrentaran a la posibilidad de reconocer que las actitudes ingenuas y angelicales ante los fundamentalismos excluyentes y agresivos pueden ser fruto de algún tipo de desviación axiológica y de un notable grado de alergia a los sentimientos y valoraciones que configuran el patrimonio ético prudencial de la mayoría de los ciudadanos. Si hicieran eso, tal vez no resultara tan obvio, por ejemplo, el seguir manteniendo determinados prejuicios universalistas de “buenismo” ético cuando los datos estadísticos avanzan en la dirección de confirmar la percepción de que existe una conexión bastante estrecha entre el crecimiento de determinados colectivos de inmigrantes y la intensificación de determinados tipos de actuaciones delictivas. Es cierto que en principio ha de pensarse que los inmigrantes (o determinados grupos de ellos) no son más proclives a la desviación social o a la delincuencia que los ciudadanos nativos. Pero no lo es menos que su presencia suele disparar con frecuencia los indicadores de ciertas modalidades de delincuencia10. Y, por consiguiente, el discurso teórico sobre los valores éticos que deben guiar el trato que ha de dispensarse a los inmigrantes en el seno de las sociedades de acogida deberá temperar sus conclusiones autorreferentes mediante el correspondiente contraste

10

Los datos estadísticos de lo que está ocurriendo actualmente en las grandes ciudades españolas con los asaltos a los viandantes por parte de grupos de menores de edad organizados, las extorsiones, los ajustes de cuentas, los asesinatos de encargo, los asaltos con violencia a chalets, el tráfico de drogas, ciertas manifestaciones de violencia de género, etc., avalan lamentablemente la percepción de que la presencia de inmigrantes está contribuyendo a elevar los niveles y la gravedad de la delincuencia.


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