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traducci贸n de TATIANA SULE
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DEJARÁS A TU PADRE Y A TU MADRE por PHILIPPE JULIEN
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PRÓLOGO
Este libro nace de la pregunta siguiente: ¿qué debe transmitir una generación a la siguiente que le permita dejarla? Dicho de otro modo: ¿qué permite a un hombre y a una mujer fundar una nueva familia? Las respuestas a estas preguntas no son simples. Con mucha frecuencia, en efecto, dependen de la manera en que se considere la situación actual de la familia. Para unos es más sólida que nunca. Con el nacimiento del anonimato urbano y en ausencia de cualquier comunidad profesional estable, hoy la familia se ha vuelto el único punto de referencia y el único lugar donde encontrarse, reposar y ser comprendido. Así, se hablará fácilmente de una solidaridad intergeneracional cada vez más fuerte: cuidado de los más pequeños por parte de los abuelos mientras la madre trabaja, ayuda financiera sostenida, residencia compartida, apadrinamiento profesional de la generación siguiente; y, a la inversa, apoyo afectivo y moral de los padres y abuelos, vacaciones en común, sentimiento durable de deuda y gratitud hacia la generación anterior. Para otros, por el contrario, sólo se trata de reacciones sintomáticas a una crisis profunda de la familia moderna. Parejas desunidas, familias con un solo padre o recompuestas, incompetencia creciente de los padres en la educación de sus hijos, decadencia de la imagen social del padre, celibato prolongado de las .
mujeres por motivos profesionales, son signos de la imposibilidad fundamental de las nuevas generaciones para, a su vez, poder fundar verdaderamente una familia. Ante esta divergencia en la interpretación, nos preguntamos: ¿de dónde viene entonces la transmisión de esa ley que impone dejar al padre y a la madre? La antropología responde que la ley de prohibición del incesto no puede constituirse en fundamento de la familia sino a través del discurso público de la sociedad. La sociedad, y sólo ella, es la que permite a cada uno y cada una, dejar sus orígenes según la ley del intercambio. Ahora bien, la psicología objeta esa posición: la verdadera transmisión a la generación siguiente no puede venir más que de la autoridad de los padres. Es de orden privado, porque lo parental es lo que da y presenta el modelo de familia que debe darse. ¿Más allá de estas respuestas contrarias, no se puede contemplar una tercera posición? ¿No existe una vía no coyuntural, que provenga de una estructura fundamental del deseo humano como tal?
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4. ¿LA TERCERA LEY?
En el fundamento mismo de cada nueva conyugalidad hay una tercera ley. Sociológicamente, ella ordena las relaciones entre grupos, entre familias, las de un hombre con una mujer y de una mujer con un hombre. Esta ley existe desde el origen de la humanidad. El Génesis consigna la palabra de Yahvé: Por eso deja el hombre a su padre y a su madre y se une a su mujer, y se hacen una sola carne. 1 Se trata de un universal. En efecto, no es el Dios de Abraham o de Moisés el que habla a su pueblo, sino el Creador de todo el Universo. Es más, se puede sobreentender que esta ley también concierne a la mujer: “Ella deja a su padre y a su madre...” LA RESPUESTA ANTROPOLÓGICA Ahora bien, el antropólogo reconoce fácilmente la universalidad de esta ley de hierro. Es lo que Lévi Strauss realiza con toda claridad en su artículo titulado “La Famille”.2 Desde luego, a lo largo de los 37 tiempos las familias han conocido diversas modalidades: familia “ampliada” con intercambio entre dos grupos, familia “restringida” con intercambio de un hombre y una mujer entre dos familias, monogamia o poligamia y poliandria, ¡poco importa! Hay una estructura elemental, una invariable que separa las “conductas animales” de las “instituciones humanas”. En efecto, “sólo éstas instrumentan sistemáticamente
1 Génesis il, 24. Trad. La Bible de Jérusalern, Lt‘ Cerf, 1998 [Biblia de Jerusalén, México, Porrúa, 1997] 2 2 Publicado en inglés en 1956 y más tarde en francés en Clau- de Lévi-Strauss, Le regará éloigné, Plon, 1983, pp. 65-92.
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las reglas negativas para crear lazos sociales”.3 Reglas negativas en el sentido de que, mediante la prohibición del incesto, llevan a las familias biológicas “a engendrar nuevas familias por el oficio de las cuales, solamente, el grupo social logrará perpetuarse”.4 Pero entonces surge una nueva pregunta: ¿De dónde viene pues la transmisión de esta negación creadora, de generación en generación? La antropología responde claramente: sólo de la sociedad, que impide a cada familia encerrarse en sí misma y constituirse como mundo cerrado por medio de lo que se llama incesto. ¿Por qué este origen en la sociedad? Porque la propia familia sólo puede instituirse a partir de la alianza conyugal, es decir de una ley que viene de la sociedad. X escandalizando a los nostálgicos de la tradición familiar, corresponde a Lévi-Strauss decir: “una familia no podría existir si no hubiera en primer lugar una sociedad”5 y no a la inversa. Negación a través de la sociedad de los lazos de consanguinidad que hay que superar e integrar “al proceso social de la alianza”; negación de la autosuficiencia de las familias a fin de que siempre dependan unas de otras por el sesgo del 38 encuentro de la extrañeza, por el riesgo de lo desconocido. Entonces, Lévi-Strauss puede concluir que se trata de un “trabajo incesante de destrucción y de reconstrucción”.6 Destrucción de la familia originaria para construir una nueva familia: la sociedad se perpetúa oponiéndose a la familia de donde cada ciudadano proviene para que se funde una nueva familia en la generación siguiente. Es preciso que cada familia muera para que otra pueda vivir de otro modo y en 3
Claude Lévi-Strauss, op. cit., p. 82. Ibid 5 Ibid p 83 6 Ibíd. p 90 4
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otro lado. ¿Cómo interpretar este incesante vaivén? Se podría pensar que la finalidad de la ley es la perpetuación biológica de la sociedad, según los siguientes tres tiempos: 1. Naturaleza: filiación biológica 2. Cultura: ruptura por medio de la ley 3. Naturaleza: parentesco biológico. Este esquema no es falso pero sí insuficiente, de acuerdo con el testimonio de los antropólogos. La finalidad de la ley es más bien instituir la alianza conyugal extrafamiliar y, para alcanzar dicha meta, la ley enuncia la necesidad de romper con los lazos familiares originarios. Tenemos entonces los siguientes tres tiempos: 1. Cultura: alianza conyugal 2. Naturaleza: filiación biológica 3. Cultura: nueva alianza conyugal Claro está que la cultura necesita a la naturaleza, pero para superarla. En efecto, si la sociedad tiene como condición biológica a la familia, es para negarla y así perpetuarse de generación en generación. ¡Que la familia no deje de morir para que la sociedad se perpetúe!
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5. LEY DEL DESEO Y CONYUGALIDAD
Instaurar una alianza con una mujer, con un hombre, es vivir la experiencia de tres dimensiones de la conyugalidad: el amor, el deseo y el goce. 1. EL AMOR La primera experiencia es la del amor, cuya relación con el otro se puede definir así: velle bonum alicui, desearle bien. Definición muy antigua, pero siempre presente, puesto que el amor por el amado o la amada es el efecto mismo de lo que se ha recibido de los padres. Dedicación, atención constante, olvido de sí, sacrificio, ¿no es lo que nos han enseñado unos “verdaderos” padres? En efecto, amar es constituir un Todo, del que el otro y uno mismo forman parte. Lo que importa no es solamente la unión, sino la unidad de una sola Totalidad cuyos elementos son “tú” y “yo”. Pero entonces ¿cómo realizar ese Uno? Por medio de la promoción de mi ser según estos tres postulados, cada uno basado en el que le sigue: Yo soy el que, la que quiere tu bien. -Yo soy el que, la que, puede tu bien. -Yo soy el que, la que, sabe tu bien Así la comunicación se establece en el compartir: compartir bienes (vivienda, automóvil, ahorros), pero sobre todo compartir opiniones todas las noches, 41 todos los fines de semana. Esto funciona porque las opiniones están hechas para ser compartidas: la política gubernamental, las catástrofes naturales, las guerras civiles, la violencia entre los jóvenes -o de manera más práctica: el tiempo que hará, el menú de la cena, el programa de televisión, el trabajo escolar de los niños, las próximas vacaciones, las enfermedades .
de los abuelos, las facturas que hay que pagar, las invitaciones que hay que prever, etcétera. Y así sin fin, como un barril sin fondo. Éste es el sostén del amor: comunicarse lo que se piensa con la convicción de que se es interesante y bien escuchado en todo momento, ¡porque soy “yo” el que lo digo, y no otro u otra! Actividad y pasividad se invierten mutuamente y no se fijan. Por ello, en la reciprocidad del amor, como cada uno quiere el bien del otro el intercambio puede continuar por mucho tiempo y durar hasta la muerte. Pero esto sólo es algo posible y no necesario, también todo puede romperse y hundirse. ¿Por qué? Porque “tú no sabes cuál es mi bien. Mi bien no es igual' al tuyo. Tú me identificas contigo, con tu querida persona para dominarme mejor. ¡Pero yo soy otro!” De repente se revela una alteridad irreductible cuyo desconocimiento está bien ilustrado por la historia que la tradición cuenta con respecto a san Martín, dando la mitad de su manto a un pobre a la orilla del camino. Cada mitad es idéntica a la otra: “Te doy lo que me doy. ¿No eres tú a imagen de mi caro Yo?” Es la crisis. Se abre una falla: “Creí saber que para ti, yo solo(a) podía querer y realizar tu bien. ¡Y tú me despiertas con un puñetazo proclamando mi ignorancia!” En efecto, en el amor hay una pasión de ser único, la única, en saber cuál es el bien del otro. Por ese 42 motivo, ante el rechazo del otro, el amor se convierte en odio por aquel que no quiere recibir su bien de mí. Amor y odio se parecen mucho en la ignorancia sostenida de que el verdadero reto no es en realidad el bien del otro sino la pasión de ser el único, la única, que sabe y en consecuencia puede el bien del amado (a).
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2. EL DESEO Pero la conyugalidad no reposa solamente en el amor. También es la experiencia del deseo. Si el amor es un don de lo que se es, el deseo, a la inversa, es un don de lo que no se tiene y de lo que no se es: es confesión de la carencia, del vacío. Es lo que dice el flechazo en el encuentro casual: “¡Tú, sí, tú eres lo que me falta!” El deseo no es la necesidad. Ésta es el mantenimiento de la vida contra la muerte; es del orden de lo útil: necesidad de comer, de beber, de moverse, de dormir. El deseo es completamente diferente: tiene que ver con el deseo del otro; es deseo del deseo del otro: “¡Tú eres lo que me falta, es decir la respuesta a mi pregunta sobre lo que te falta, a ti y a ningún (a) otro (a)! Así, cuando un día se da el acontecimiento del encuentro del límite del amor, sólo el deseo da respuesta. Él puede tomar lugar e instaurar un nuevo lazo. Lejos de huir en el reproche o la falta de esperanza, se abre un camino para nosotros dos, donde cada uno avanza, en la noche, uno hacia otro, y cada uno mantiene su marcha en el túnel. Ahora bien, en esta espera de una luz, el deseo es llamada e interrogación: ¿qué sucede con el deseo 43 del otro? Interrogación que siempre se mantiene ya que el lenguaje no puede decir aquello de lo que el otro carece ni lo que desea: “Es cierto, tú me hablas tú me dices esto; yo comprendo el sentido de tus frases, pero ¿por qué me lo dices?, al decírmelo, ¿qué quieres pues... de mí?” No hay respuesta: enigma del deseo del otro. Así, el deseo está más allá de la demanda de reconocimiento por otro deseo. Está más allá del lenguaje, espacio siempre abierto, lugar de terror y fascinación, al mismo tiempo. Este es claramente el pretexto del discurso de la .
neurosis que, al identificar demanda y deseo proclama que el deseo sólo puede ser insatisfecho o imposible. Entonces, el sujeto no deja de quejarse o de ocultarse. Lo que busca en el otro, es el precipicio de su deseo para que el abismo de su propia ausencia tenga más atractivos para el otro que su presencia limitada. De esta manera, la neurosis se vuelve ocasión de actuar y demostrar múltiples personajes. El deseo jamás está ahí donde el otro lo espera; siempre en otra parte, no deja tras él sino una cera blanda sobre la cual cada uno, cada una, puede imprimir su marca, a su conveniencia. Sin embargo hay otra vía: mantener la verdad del deseo es pasar al acto, más allá del lenguaje, y esto se hace gracias al apoyo del fantasma cuya función es sostener el deseo. 3. EL GOCE Más allá del lenguaje está el encuentro de dos cuerpos, tal es la tercera dimensión de la conyugalidad: la experiencia del único goce posible, el del cuerpo del otro. Este lugar de la sexualidad no se puede re 44 ducir a la genitalidad y, en consecuencia, a la eventualidad de la procreación. En el no-saber verbalizable del deseo del otro, el sujeto corre el riesgo del goce... ¿De qué? ¿De su propio cuerpo o del cuerpo del otro? El goce que yo tengo del cuerpo del otro no es el que el otro tiene de mi cuerpo. ¡Ah!, ciertamente, en el momento del acto sexual, en los pocos segundos del orgasmo se puede creer que verdaderamente hay unidad, identificación, fusión de dos en uno. Pero el éxtasis sólo es puntual. La dualidad permanece de manera irreductible. Desde luego, se puede poseer el cuerpo del otro, prodigarlo de caricias, estrecharlo con todas las fuer.
zas, rodearlo con los brazos y beber de sus labios. Una alteridad se mantiene firme: hay un Tú que es un Él, o un Tú que es un Ella, que se me escapa, me rebasa, huye de mí irresistiblemente. Entonces, volvemos a ser dos: él y ella, ella y él, empujándose uno a otro ante lo imposible de una relación que de dos, nos haría Uno. ¿Qué respuesta damos a esta imposibilidad? ¿La desesperación, la cólera, el desencanto, la huida en la soledad errante e incluso el suicidio? El goce que el otro conoce se me escapa desde el momento en que quiero apoderarme de él. Es como el mercurio en la mano; si la mantengo abierta, permanecerá; si la cierro, se me escurrirá entre los dedos. En esta diferencia entre dos goces hay dos causas completamente diferentes. La primera concierne al goce sexual y erótico. Cuando la conyugalidad de una mujer la lleva a ser madre, con frecuencia hay en ella un desplazamiento del goce del cuerpo del hombre al cuerpo del niño. La gestación, el parto, la lactancia y el cuidado constante del recién nacido instauran una relación 45 cuerpo a cuerpo, una sensorialidad a dos que ningún hombre experimenta con tanta intensidad y que sólo puede imaginar. Él creía conocer a su mujer y, repentinamente, una alteridad viene a sorprenderlo e impresionarlo, aun cuando se haya convertido en padre. Dicho de otra manera, una mujer que se ha vuelto madre se muestra diferente en diversos grados. Pero a esta primera razón se añade una segunda más fundamental: la experiencia de un goce no sexual, no erótico y que no se puede calificar si no es negativamente: no sexual. Las místicas y las mujeres hablan de ello de buena gana pero no está reservado a ellas. Una parte de nosotros es el lugar de un goce que escapa a nosotros; y lo experimentamos solos, marginal, silenciosamente. .
Pero, aunque estemos solos, no obstante nadie puede decir que es el único en conocerlo, ésta es claramente la paradoja que hay que compartir. Así, cuando Paul Claudel dice que la mujer es “la promesa que no se puede cumplir”, ¿hay que tomarlo como una queja de su parte? ¿No es más bien que lo universal de la mujer no existe como esencia calificable? Hay una, una y una mujer, cada una en su singularidad, según la manera en que se sitúe en relación con un goce diferente al sexual y sin nombre. 7 ¿Cómo mantener lo conyugal pese a esa alteridad en la dualidad del goce? También en este caso sólo la ley del deseo permite responder positivamente. Ella es la única que puede sostener la diferencia de los sexos, si no se la reduce ni a la diferencia anatómica ni a la diferencia de las identidades culturales y sociales según el género masculino o femenino. 46 Desde luego, con la democracia el discurso político afirma la igualdad de todo ser humano, pero se trata del sujeto de derecho. Asimismo, el discurso religioso revela, según san Pablo, que en Cristo “no hay ni hombre, ni mujer”, 8 ya que el Dios de la salvación da su gracia universalmente sin distinción de género. Ahora bien, estos discursos públicos no borran la experiencia privada e íntima de la conyugalidad en la diferencia. Por tal razón, frente a esa alteridad del goce del otro, más allá de la travesía del fantasma, el único apoyo que puede permitir no huir sino mantener la relación es la Ley del deseo. Concluyamos: por dos veces, en el encuentro del límite del amor y en el de la dualidad de los goces, sólo la ley del deseo puede impedirnos romper la alianza y hacernos avanzar en la conyugalidad. Ella es nuestro único apoyo. Pero ¿cómo la recibimos?
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Véase Philippe Julien, La féminité voilée, Desclée de Brouwer, 1997, pp. 97-101. Epístola a los gálatas, 3, 28, Biblia de Jerusalén, op. cit.
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7. LAS PARADOJAS DE LA TRANSMISIÓN
Así volvemos a nuestra pregunta central: ¿qué se transmite de generación en generación? En el capítulo 3, vimos una primera respuesta: la transmisión le concierne tanto a la ley del bienestar como a la ley del deber. Con la modernidad, esta transmisión ya no está reservada sólo a los padres: el tercero social interviene para garantizarla, controlarla y completarla. Pero ¿qué sucede con la ley del deseo? Hemos reconocido que ella funda la conyugalidad. En efecto, la ley de dejar al padre y a la madre para poder hacer una alianza con un hombre o con una mujer que procede de otra parte es la ley del deseo. Éste fue realmente el descubrimiento capital del psicoanálisis freudiano, pero la humanidad poseía ya la experiencia inmemorial de la misma. El amor y el goce sexual no bastan por sí solos para constituir el lazo conyugal; se requiere el deseo y su ley. Ahora bien, ¿cómo se transmite esta ley? ¿De quién la recibimos? Para responder a esto, procedemos según tres etapas: 1. No
hay alianza conyugal sin ruptura con la familia de donde se procede. “Ley de hierro”, decía Lévi Strauss. O bien la familia originaria, o bien la alianza conyugal. Aquel o aquella que quiera conciliarlas traiciona su lazo conyugal. En efecto, el lazo filial que se mantiene hace fracasar el pacto con el cónyuge o la cónyuge. La antropología declara que 55 toda sociedad enuncia la necesidad de escoger, según la ley de prohibición del incesto. ¿Pero, basta con que la sociedad la enuncie?
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2. No
hay ruptura posible sin transmisión de los padres. En efecto, lo que la sociedad promueve, no lo puede realizar ella misma. El antropólogo enuncia una estructura elemental, pero calla con respecto al poder de realizar lo que enuncia. En esto hay una extraña paradoja: sólo la familia de donde se procede y que se deja puede trasmitir esa ley del deseo dando así el poder de efectuarla mediante una alianza conyugal. ¿Pero bajo que condición? 3. No
hay transmisión sin conyugalidad fundadora de la parentalidad. Esta es la condición: la familia de origen no debe fundarse en la parentalidad, sino, al contrario, la conyugalidad de un hombre o de una mujer es la que funda la parentalidad. Esto no debe interpretarse en términos biológicos: sólo la fecundación permite tener hijos. Esta reducción “científica” lleva al fracaso el verdadero reto de la transmisión a la generación siguiente. En efecto, sólo una madre y un padre que fueron y siguen siendo el uno para el otro mujer y hombre pueden transmitir la ley del deseo a sus hijos que se han vuelto adultos. Volvemos a encontrar la misma paradoja: en el hecho de ser totalmente madre, totalmente padre, dirigidos hacia la generación siguiente, hay, desde luego, respeto por el bien y los derechos del hijo y, sin embargo, una transmisión sigue ausente. Lo que es sorprendente es que la verdadera filiación es haber recibido de los padres el poder efectivo de dejarlos para siempre, porque su conyugalidad estaba y sigue estando en primer lugar. Dicho de otro modo, traer al mundo es saber retirarse, de tal mane56 ra que, a su vez, los descendientes sean capaces de retirarse. Así, los padres que, gracias a su conyugalidad, permanecen en su propia generación, no hacen que sobre sus hijos, una vez adultos, pese una deuda de .
reciprocidad. El hijo no tiene que dar a los padres a cambio tanto amor como el que él recibió de ellos. No, el amor desciende de generación en generación pero no retrocede, si procede de la ley del deseo. Como un día lo señalaba Françoise Dolto, “honrar a los padres, con mucha frecuencia es darles la espalda y partir demostrando que uno se ha vuelto un ser humano capaz de asumirse”. 9 Esa pérdida del origen, ese despojarse, ese dejarser, ese Gelassenheit, sólo es posible gracias a padres que, debido a su conyugalidad (única o múltiple), pudieron comprender que “traer al mundo” es saber retirarse, así como el mar crea la orilla: retirándose. En este caso, se trata de una negación creadora dirigida al hijo: “Tú no eres el objeto de nuestro goce”, por medio de lo cual él podrá volcarse hacia fuera, hacia y según su propia generación. Ésta es claramente la significación de la castración liberadora. En efecto, en la generación siguiente, cuando el hijo que se ha vuelto hombre o mujer se encuentre con la prueba del límite del amor y la de la irreductible alteridad del goce, entonces, la ley del deseo que él o ella habrá recibido le permitirá avanzar en la conyugalidad y no desfallecer. ¿Cómo se instaura esa primacía de lo conyugal sobre lo parental? Según una doble negación. 57 LA PRIMERA RESPUESTA DE LOS PADRES Ella se realiza en primer lugar gracias a la palabra de la madre que responde a su hijo. En efecto, poco después de su nacimiento, todo niño vive la experiencia de la angustia en relación con el deseo de su madre: ¿Qué quiere ella... de mí? A esta pregunta, él mismo no puede responder. Es el enigma. En efecto, acostado sobre sus espaldas, él ve con sus grandes ojos abiertos una alternancia de 9
Françoise Dolto, Andrée Ruffo, l’enfant, fe juge et la psychanalyste, Gallimard, 1999, p. 36 .
presencia y de ausencia del cuerpo de su madre: su mirada, su rostro, sus manos, sus senos. Cuerpo privilegiado, voz irremplazable porque está más allá de lo útil y de la satisfacción de las necesidades tísicas. “Grito, ella viene. Ella se va. Grito otra vez, ella no viene. No grito, ella viene. Su presencia no depende de mi llamado. Entonces... ¿de qué depende?” ¿Entonces? Ésta es la pregunta sin respuesta del deseo del Otro. De ahí la definición de la angustia como efecto de una interrogación sobre el deseo del Otro, que siempre sigue siendo enigmática. ¡Es para volverse loco, para volverse loca! En efecto, a esta alternancia sólo puedo responder con otra alternancia que concierne a mi propio ser: ¿qué soy para ella? ¿El todo de su deseo? Entonces, es lo insoportable de lo demasiado con sentimiento de impotencia. Pero, a la inversa, ¿no soy pues nada para ella? ¿Nada más que una boca que llenar y un trasero que limpiar? ¡Es todo o nada, sin fin, sin conclusión! Sólo la madre puede dar una respuesta. Más allá de lo que parece sometido a lo arbitrario y al capricho, la madre transmite la razón de su propia alternancia de presencia y de ausencia. Lo que la ordena y la rige es la ley de su deseo: “No eres tú en primer 58 lugar, sino fuera, en ese lugar en tercera posición entre tú y yo, en ese lugar de mi carencia cuyo nombre yo te transmito”:
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Esto porque la madre no es completamente madre, sino también y en primer lugar, mujer. En una parte de sí misma, la madre como mujer marca para el niño un lugar en tercera posición. ¡Ah! ¡Por fin puedo respirar! No soy ni el todo de la angustia ni la nada de la desesperación, sino algo entre ambos, según el lugar relativo recibido de mi madre. Ésta es la primera respuesta que se le da al niño. En otras palabras, para el niño, no hay lugar para un padre sino por medio de su fe en la palabra que le transmite su madre. Desde luego, en los tiempos del patriarcado ésta era una verdad difícil de admitir públicamente, a causa del amor propio y del prestigio del hombre. En consecuencia, era una verdad secreta y privada, que había que compensar mediante una afirmación pública de la autoridad y del poder paternales, para equilibrar dos poderes, uno femenino y otro masculino. La modernidad, al deshacer este antiguo equilibrio mediante la promoción femenina, nos obliga a reconocer esa verdad de siempre: para su hijo o para su hija un hombre es padre en la medida en que recibe ese lugar del deseo de su mujer. Esto no es ni humillación ni sumisión, sino
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verdad de la paternidad humana, si el hombre no se toma por amo y señor. Por lo demás, la definición tradicional del derecho romano, “pateris est quem nuptiae demonstrant” (el padre es el que las nupcias designan), ya afirmaba que la paternidad se funda en la conyugalidad y, por lo tanto, que depende del deseo de una mujer. Se puede hacer el paralelo con el evangelio de Lucas donde el Espíritu de Dios sólo fecunda a María gracias a su fíat, su consentimiento de mujer; asimismo, las místicas no han dejado de repetir durante siglos que sólo su “feminidad” daba poder efectivo a su Esposo divino.10 LA SEGUNDA RESPUESTA DE LOS PADRES La respuesta de la madre al niño representa para él un reto. En tanto que la madre ha simbolizado lo que le falta, el niño puede querer ser para ella la imagen misma de la significación de su deseo, para obtener de ella signos de amor. Sí, ¿pero cuáles son entonces los rasgos de esa imagen con los cuales identificarse? Es la segunda pregunta del niño. Ésta se formula a través de la demanda dirigida a un hombre, es decir a aquel que llegó a ocupar el lugar vacío instaurado por la madre en tanto que mujer. En efecto, para saber con qué imagen identificarse se requiere un modelo noble, atractivo y manifiesto. Por ello, la segunda solicitud de cualquier niño después de haber recibido la respuesta materna a su 60 primera pregunta, tiene que ver con la imagen de un Padre ideal, es decir de un maestro digno de ser amado y admirado, porque él es fuerte y todopode10
Cf. Jacques Maître, Mystique et féminité: essai de psychanalyse so- ciohistorique, Paris, Le Cerf, 1997.
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roso, en primer lugar en su vida pública y, en segundo, en su vida privada. Ciertamente cuando todo funciona más o menos así, en rigor se puede prescindir de ello. Pero desde el momento en que el reto de ser una imagen deseable para la madre se vuelve difícil e incierto, el llamado a una autoridad paternal se hace tanto más insistente. Lo mismo sucede en relación con el lugar del Yo en la vida pública. Si los jóvenes, muchachos o muchachas se sienten inseguros en cuanto a su futuro profesional, temen el desempleo, la soledad y el abandono; si todo proyecto está destinado a la falta de esperanza, entonces, surge la demanda apremiante de que se erija un jefe que hable fuerte y claro para ordenar lo que es preciso hacer. ¡Malditos sean esos dirigentes políticos sin poder real, profesionales o religiosos, esos profesores que poseen el arte del bla-blabla, pero que en realidad no tienen credibilidad! Cuando todo funciona mal, sólo un verdadero maestro puede salvar. Para recurrir a él, el único lenguaje del que dispone la juventud es el de la violencia contra un mundo que se percibe como “podrido”: violencia que es el signo de un llamado a la intervención de una autoridad indiscutible, a imagen de un Padre ideal. Vemos también de qué manera la droga o el suicidio se vuelven los últimos “recursos”, los últimos signos que quedan por mostrar. La búsqueda del Padre ideal es una demanda de siempre, escudo contra el mal y la infelicidad, y está de más actualidad que nunca. El fundador del psicoanálisis, Sigmund Freud, lo confiesa ya en su libro La interpretación de los sueños: 61 Tendría yo diez o doce años cuando mi padre empezó a llevarme consigo en sus paseos y a revelarme en pláticas sus opiniones sobre las cosas de este mundo. Así me contó cierta vez, para mostrarme cuánto mejores eran los tiempos que me tocaba a mí vivir, .
que no los de él: “Siendo yo muchacho, me paseaba por las calles del pueblo donde tú naciste, un sábado; llevaba un lindo traje con un gorro de pieles nuevo sobre la cabeza. Vino entonces un cristiano y de un golpe me quitó el gorro y lo arrojó al barro exclamando: "¡Judío, bájate de la acera!'” “¿Y tú qué hiciste?” “Me bajé a la calle y recogí el gorro”, fue la resignada respuesta. Esto no me pareció heroico de parte del hombre grande que me llevaba a mí, pequeño, de la mano. Contrapuse a esta situación, que no me contentaba, otra que respondía mejor a mis sentimientos: la escena en que el padre de Aníbal, Amílcar Barca, hace jurar a su hijo ante el altar doméstico que se vengará de los romanos. Desde entonces tuvo Aníbal un lugar en mis fantasías. 11 Por tal motivo, cuando Freud nos presenta los tres mitos fundadores de su pensamiento, no se trata en absoluto del buen padre de familia: - Layo, el padre de Edipo, es un rey, el rey de Tebas. - El padre primitivo de Tótem y tabú, el Uruater, es todopoderoso: posee a todas las mujeres. - En fin, Moisés, la última imagen del padre para Freud, es el fundador público de una nueva religión. Lo que Freud recuerda tres veces es la alta estatura de un maestro, que tiene la autoridad de poder fundar la Ley. No basta con responder que ese motivo del patriarcado, común en la época de Freud, hoy ya está superado. La demanda de un padre fuerte siempre es actual; el fascismo del siglo xx da testimonio de ello, así como las guerras étnicas, la proli62 feración de las sectas y, sobre todo, la violencia de los jóvenes. ¿Cómo responder a ese llamado a la autoridad que formula el niño, el adolescente, la juventud, e incluso cada uno de nosotros? ¿Es preciso responder? ¿O, al Sigmund Freud, L’interprétation des reves, puf, 1980, p. 175 [La interpretación de los sueños, Obras completas, Buenos Aires, Amorrortu, 1976, vol. 4, p. 211]. 11
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contrario, hay que decepcionarlo, a riesgo de provocar reproches, maldiciones, violencias sin fin? La respuesta no viene en primer lugar de la sociedad pública, sino de determinado hombre. Así sea el progenitor, el padre legal o el padrastro, esto no es el problema. Lo importante es que sea el que ocupa el lugar marcado por el deseo de la madre en tanto que mujer. En efecto, solo él puede permitir que la generación siguiente haga poco a poco el duelo del Padre ideal. LAS CONDICIONES DEL DUELO Para que se haga ese duelo, es necesario primeramente que el padre no se case con esa imagen ideal del maestro, que 1.0 responda a esa demanda del niño. Convertirse en su cómplice sería volverse aquel que encuentra su goce en ver todo, controlar todo, saber todo de la vida íntima del niño para intervenir en todo propósito. Convertirse en el cómplice sería identificarse con el maestro todopoderoso que espera al niño supuestamente impotente. ¿Pero esto es un padre? Freud nos transmitió el sueño de un padre que acaba de perder a su hijo: Un padre asistió noche y día a su hijo mortalmente enfermo. Fallecido el niño, se retiró a una habitación vecina con el propósito de descansar, pero dejó la puerta abierta a fin 63 de poder ver desde su dormitorio la habitación donde yacía el cuerpo de su hijo, rodeado de velones. Un anciano a quien se le encargó montar vigilancia se sentó próximo al cadáver, murmurando oraciones. Luego de dormir algunas horas, el padre sueña que su hijo está de pie junto a su cama, le toma el brazo y le susurra este reproche: “Padre, ¿entonces no ves que me abraso?’’ Despierta, observa un fuerte resplandor .
que viene de la habitación vecina, se precipita hasta allí y encuentra al anciano guardián adormecido, y la mortaja y un brazo del cadáver querido quemados por una vela que le había caído encima encendida. 12 ¿Cómo interpretar este sueño? ¿Es sólo una consecuencia del hecho de que la luz viva del cirio haya penetrado por la puerta entreabierta a la recámara del padre? No, eso no es suficiente. El “¿no ves que me abraso?” ¿No es el retorno de un antiguo reproche del hijo dirigido al padre cuando, enfermo, se “abrasaba” de fiebre? ¡Sí, sin duda! Pero, ¿cómo leer este reproche? La primera lectura concierne a la culpabilidad del padre que no fue capaz de ver todo en relación con las enfermedades, los errores y las aflicciones de su hijo. Así, por medio de la palabra del hijo, el padre se acusa a sí mismo de no ser el Padre ideal, completamente disponible para su hijo. Tenemos aquí una interpretación psicologizante, fácil, demasiado fácil. Pero la que aporta el psicoanálisis es completamente diferente. Esa negación: “No ves que...” no es sólo un recuerdo, sino el llamado a una respuesta negativa: no, en efecto, ningún padre puede ver todo, saber todo; ningún padre humano es Dios. Ése es el trabajo del sueño: la instauración de un imposible, más allá de la impotencia falible. Justa 64 mente, ese imposible, esa distancia entre la imagen ideal del padre y lo real del padre, es lo hay que transmitir al niño. Pero ¿bajo qué condición? La condición primordial tiene que ver con la posición del padre en tanto que está volcado hacia una mujer. El objeto de su goce no es el niño sino la mujer, frecuentemente la madre -aunque no siempre. De ahí este esquema: 12
Sigmund Freud, op. cit., p. 433 [op. cit., vol. 5, p. 504J .
Como consecuencia, se instaura una diferencia entre las generaciones que provienen de esa separación misma entre la imagen y lo real. A esa imagen ideal que demanda el niño, el padre responde por medio de “cortina, muro, pantalla”. “¡Tu recámara es tú recamara, la mía es la mía! Sobre esa pantalla blanca el niño podrá proyectar la imagen de un Padre ideal. Pero esta proyección viene sólo de él. La función del velo es a la vez ocultar e indicar una carencia, una ausencia, un imposible de ver, tal como el manto (Simla en hebreo) colocado sobre el cuerpo de Noé el padre. 13 Así, gracias a ese retiro fundador, el niño que ha realizado el duelo del Padre ideal podrá dejar a sus padres y hacer una alianza en otra parte, dentro de su propia generación, según la ley del deseo.
2 13 Cf. Philippe, Julien, l.e manteau de Noé, Esstii sur la patena té, Desclée de Brouwer, 1991, pp. 40-49.
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