FICHA:
Oriche
la belleza desnuda Texto y fotos: MIGUEL MENA
Existe un estereotipo en torno a lo que es bello en cuestiones paisajísticas. Por lo general, aquello que es verde y frondoso se considera ideal, mientras existe un cierto desprecio hacia los paisajes ocres y grises con poco arbolado. Pero la desnudez también es hermosa en la naturaleza y a menudo crea unos paisajes conmovedores, como en el caso que nos ocupa, un paseo por la zona más despoblada de Teruel en pleno invierno, cuando los árboles tiritan de frío y las rocas se resquebrajan por las cuñas de hielo. La sierra de Oriche es una pequeña estribación montañosa pegada a la sierra de Cucalón, en el extremo norte de la provincia turolense, justo en el límite con la provincia de Zaragoza, al pie de un paisaje dominado por la ermita santuario de la Virgen de Herrera. No es una zona de grandes desniveles. Aunque hay varios montes por encima de los 1300 metros, todo el conjunto se asienta sobre una meseta que ronda los mil metros de altitud media. Por lo general son montañas de perfil redondeado, salvo aquellas que exhiben alguna cresta rocosa. Entre ellas se forman pequeños valles de pueblos minúsculos o deshabitados, rincones que parecen olvidados del mundo. Nuestra ruta arranca en Loscos, el pueblo más grande del contorno, lo cual no es mucho decir en una redolada cuya densidad no llega
a los dos habitantes por kilómetro cuadrado, sólo comparable en Europa a la de algunas zona polares pues incluso en Siberia hay una densidad mayor. La soledad es tan grande aquí que a ratos produce vértigo. Es algo más que soledad, es la sensación de abandono, de rendición, de que los hombres se fueron porque la tierra no daba más de sí, porque habían quedado al margen de las comunicaciones y del progreso. Pero a cambio esa misma soledad se convierte en un preciado tesoro a tan solo una hora del ajetreo de la gran ciudad. Desde Loscos tomamos la estrecha carretera que conduce al pueblo vecino, Mezquita de Loscos, a menos de dos kilómetros de distancia, al fondo de una larga recta que no admite lugar a dudas. A la izquierda de Mezquita, saliendo junto a la fuente y el lavadero, arran-
ca un camino que se empina y nos conduce hacia el pequeño valle que abre el río Nogueta, llamado “Noguera” en algunos mapas, un arroyo que sólo recibe ese nombre durante unos kilómetros. Antes lo llaman Piedrahita y en cuanto sale del valle pasa a llamarse Santamaría y después Moyuela. Nunca un río tan corto gozó de tantos nombres, como si los habitantes de cada término por el que pasa lo hubieran querido bautizar a su manera. A pesar de su modestia, el Nogueta abre un tajo en medio de la sierra de Oriche y crea un rincón muy especial, que en primavera y verano, por lo tupido de su floresta y la verticalidad de la montaña, parece más un valle prepirenaico que un terreno propio de estas latitudes. Pero nuestra visita de hoy es en pleno invierno y gran parte de los árboles tienen sus ramas desnudas. El camino, siempre a la izquierda del curso del agua, es ideal para las bicicletas. Discurre suavemente, sin grandes desniveles, en un continuo sube y baja apto para todos los paseantes. Incluso en días de viento, este rincón se convierte en un espléndido refugio porque discurre de forma transversal al cierzo dominante y las abruptas laderas del norte lo protegen del aire embravecido. Es un paseo tan agradable que apetece detenerse y mirar hacia un cielo increíblemente azul, donde los buitres sobrevuelan los riscos más elevados y por donde, en contraste con la tranquilidad del lugar, se ve pasar a muchos aviones. La explicación está en que nos encontramos bajo el pasillo aéreo que parte de Madrid hacia Bar-
Loscos está a un os 90 kilómetros de Zaragoza, si se sigue el traye cto por la N-232 (carretera de Castellón) y lueg o por Belchite, Az uara, Moyuela y Plenas. En este caso, el peor tramo es desde Belchite hasta Az uara. La ruta es unos cinco kilómetros más corta si se opta por la N-330 (carretera de Va lencia) y luego po r Fuendetodos, pero encontrare mos más curvas . El recorrido descrito aquí es cir cular y tiene un os 30 kilómetros. Si se prefier e ir y volver po r el valle del Nogueta, de Losc os a El Colladico, ida y vuelta, viene a suponer unos 28 kilómetr os.
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ARAGÓN EN BICI
celona y distintas ciudades del noreste europeo. Pero las aeronaves vuelan tan alto que no rompen la magia del silencio. No se las oye, apenas son un punto móvil que traza estelas blancas sobre el fondo azul. A derecha e izquierda del camino, sobre todo junto al curso del río, aparecen diseminados diferentes restos de construcciones: casas, corrales, molinos, una serie de edificaciones que vienen a recordarnos que aquí se vivieron tiempos de mayor actividad, en contraste con la paralización casi absoluta que reina ahora. Junto a una de esas ruinas hay un camino que nos conduce al río. Allí vemos un cartel, toscamente escrito sobre una tabla, que identifica el lugar con el nombre de “La Verdiguera”. También hay un rústico puente de maderos que permite pasar a la otra orilla. Pero hoy podríamos prescindir de él y caminar sobre las aguas, porque en esta zona de umbría todavía no se han derretido los hielos de la última ola de frío y el río Nogueta muestra una costra blanca de muchos centímetros de espesor. Aunque bajo ella discurre el agua, impresiona ver el río paralizado, como si sufriera el mismo mal que expulsó de aquí a sus pocos habitantes. De vuelta al camino, nos vamos encontrando con más paredes convertidas en zarzales, y muchos chopos cuyo tronco delata su vejez y a los que la desnudez del invierno convierte en una especie de radiografía de los árboles tupidos que serán cuando llegue el buen tiempo. Al poco rato el camino desemboca en la vieja carretera de Piedrahita. La vegetación comienza a desaparecer dejando su espacio a las rocas. Pronto aparece el pueblo, con un aire de loca-
lidad fantasma. Me dicen que aquí sólo viven dos personas, pero yo no veo a nadie mientras paso por unas calles de tierra flanqueadas por edificios desmoronados. De vez en cuando se ve una casa arreglada, porque Piedrahita es uno de esos lugares que sus antiguos pobladores han convertido en lugar de fin de semana y veraneo, sitios que reviven cada cierto tiempo, pero en invierno recuperan el letargo en que quedaron sumidos por la despoblación. Para seguir el camino basta con seguir la calle principal, que nos conduce junto a la fuente y de allí a la iglesia, o mejor dicho, a lo que queda del viejo templo dedicado a San Pedro. La torre y la campana se mantienen en pie, pero el tejado hace tiempo que se desmoronó y el interior es una montaña de escombros por donde asoman algunas vigas. También sobrevive milagrosamente el arco de la entrada, pero tiene aspecto de que puede venirse abajo cualquier día de tormenta. El camino nos va introduciendo en el valle que se forma en medio de la sierra de Oriche; las montañas de la izquierda nos separan de la zona de Bea, y por allí se halla el paraje conocido como El Avellanar, muy apreciado por los naturalistas, y las montañas de la derecha ocultan a Mezquita de Loscos. Al poco rato nos encontramos con un vallado: rodea todo el término de lo que fue el pueblo de El Colladico y desde hace años es un coto de caza, una reserva cinegética a la que acuden cazadores desde puntos muy lejanos. El acceso está permitido, por ser un camino de uso público, pero se advierte a los ciclistas y caminantes que está prohibido salirse del camino. Para que no nos quepan dudas sobre la privacidad del lugar, al poco rato de internarnos aparece un motorista que se encargará de vigilarnos a una prudente distancia. Al poco nos encontramos con el único vestigio de El Colladico: su iglesia, también desmoronada, aunque da la impresión de que le han hecho algunos apaños recientes para evitar que su fachada se desplome del todo. Del antiguo pueblo no hay más edificios. Todo fue arrasado, y en su lugar ahora se ven varias naves agrícolas y la casa donde habitan los guardeses de la finca. Hasta aquí todo ha sido subida, aunque tan suave que apenas lo han sentido las piernas. En este punto comienza un largo descenso que atraviesa todo el coto de sur a norte, y en el que sólo hay que tener la precaución de no bajar a demasiada velocidad porque de vez en cuando el camino muestra algunos surcos transversales que, en caso de exceso de confianza, pueden jugarnos una mala pasada. En la bajada veremos un edificio con aspecto residencial y nos quedaremos con las ganas de internarnos entre los árboles de las laderas. La sensación de estar en un territorio vedado crea una cierta
incomodidad, aunque no le resta un ápice de interés al paisaje. A la salida hay que cumplir con la orden de cerrar bien la puerta del vallado, y dejando atrás la finca particular seguimos el descenso al encuentro de la carretera. Por aquí nos han dicho que se encuentra la cueva del Ocino, famosa entre los del lugar, pero quizá bajamos tan deprisa que no llegamos a ver el agujero. Habrá que dejarla para un próximo recorrido espeleológico, algo difícil de practicar con las bicicletas. El reencuentro con el asfalto sucede cerca del pueblo de Bádenas, un lugar recogido y coqueto en el que aún resisten un puñado de vecinos y otros cuantos veraneantes. Además de varias casas notables, Bádenas tiene una fuente junto a la carretera que permite echar un buen trago y repostar para los kilómetros que nos quedan de regreso hacia Loscos, que no son muchos, unos nueve, pero discurren enteramente por la carretera, sin el atractivo casi virginal de los rincones por los que acabamos de pasar. Estos últimos kilómetros de pedaleo sirven para recrearse con lo que se acaba de ver y reflexionar sobre el olvido de estas tierras duras y hermosas, condenadas a una soledad que quizá pueda ser el gran atractivo para usar como reclamo turístico. Un paseo por esta sierra desnuda es el mayor tónico relajante al que puede aspirar cualquier urbanita agobiado.
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