Hace ya mucho tiempo que los hábitos intelectuales de los filósofos se han vuelto sigilosos. Normalmente ellos leen y meditan en silencio y también en silencio escriben páginas que serán interpretadas por lectores taciturnos. Desde la soledad de sus estudios los filósofos dialogan con sus colegas, pero lo hacen a través de escritos que, sin su presencia, se interrogan y se responden entre sí. Existen notables oradores entre los filósofos, pero su gloria es efímera como el medio retórico elegido. A tal punto se ha llegado en la convicción de que la escritura es la forma más cabal e importante de expresión de un filósofo. La filosofía antigua permite entrever, sin embargo, un paisaje intelectual enteramente diferente. En la antigüedad los filósofos escuchaban leer mucho más de lo que leían por sí mismos; dictaban sus obras a secretarios más que escribirlas de propia mano y preferían conservar la información en la memoria, más que en voluminosas bibliotecas personales. Muchos de ellos se