NACIMIENTO DE DON QUIJOTE Y MUERTE DE ALONSO QUIJANO EL QUIJOTE comienza así: “En un lugar de la Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme, no ha mucho tiempo que vivía un HIDALGO…”. Empieza el libro y el narrador nos oculta la fecha del nacimiento del hidalgo, su familia, su juventud y no nos dice ni el nombre ni el verdadero apellido del mismo, cosa contraria en las biografías de los héroes. Esto no es corriente. Cualquier novelista le pone un nombre al personaje que inventa y sabe exactamente cuál es el de su héroe. El autor no sabe con seguridad si el hidalgo se llama Quijada, Quesada o Quijana. Con esta confusión de nombres, Cervantes trata de acrecentar la realidad del relato y convencernos de que no nos cuenta una ficción, sino una historia verdadera. Nuestro hidalgo entra en la historia cuando ya era cincuentón, edad poco apropiada para lanzarse a buscar aventuras en una época en que sólo el 10% de los hombres lograban superar los 60 años. Dicho hidalgo era propietario de algunas tierras y vivía relativamente bien en compañía de su sobrina y de su ama. Como todo buen hidalgo, pasaba el tiempo sin hacer nada, ocioso, cazando algunas veces y leyendo libros de caballerías que relataban gloriosas hazañas de famosos caballeros. ¿Por qué se dio a esta lectura? Porque en dichos libros de caballerías encontraba “retratada” la vida de sus antepasados, guerreros que habían participado en las luchas contra los musulmanes y en la conquista de América, como lo atestiguaban las armas que “dormían” en su casa. Él trataba de imitar esta clase de vida, pero, como no podía hacerlo en la realidad por su edad avanzada, se conformaba con vivirla en sus lecturas. Pero también es posible que se refugiase en la lectura para olvidar el amor que profesó a una moza labradora de clase inferior a la suya, de la que estuvo enamorado y a la que fue incapaz de declarar su amor, quizás, por su diferencia social. El hidalgo vive en una aldea de la Mancha dedicado a la lectura de los libros de caballerías. “En resolución, él se enfrascó tanto en su lectura, que se le pasaban las noches leyendo de claro en claro, y los días de turbio en turbio; y así, del poco dormir y del mucho leer, se le secó el cerebro de manera que vino a perder el juicio. Pero esa locura no fue locura de manicomio, sino locura mística que le movía a realizar el bien. (…), rematado ya su juicio, (…) le pareció convenible y necesario, (…) hacerse caballero andante e irse por todo el mundo, con sus armas y caballo, a buscar aventuras (…)”. 1