Unidiversidad 30 - El gabinete del Doctor Padilla

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UNIDIVERSIDAD REVISTA DE PENSAMIENTO Y CULTURA DE LA BUAP

UNIDIVERSIDAD REVISTA DE PENSAMIENTO Y CULTURA DE LA BUAP

AÑO 8 / NÚMERO 30 / ENERO - MARZO 2018 / $50

AÑO 8 / NÚMERO 30 / ENERO - MARZO 2018 / $50

El Gabinete del Doctor Padilla

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“El sabio a cuyo cargo debe de estar el escribir la historia de mis hazañas le habrá parecido que será bien que yo tome algún nombre apelativo como lo tomaban todos los caballeros pasados: cuál se llamaba el de la Ardiente Espada; cuál, el del Unicornio [...]. Y, así, digo que el sabio ya dicho te habrá puesto en la lengua y en el pensamiento ahora que me llamases el Caballero de la Triste Figura.”

Capítulo XIX. El ingenioso Hidalgo Don 1Quijote de la Mancha.


DIRECTORIO Mtro. José Alfonso Esparza Ortiz Rector Dr. José Jaime Vázquez López Secretario General Mtro. José Carlos Bernal Suárez Director de Comunicación Institucional Pedro Ángel Palou Miguel Maldonado Directores Consejo editorial Rafael Argullol, Jorge David Cortés, Luis García Montero, Fritz Glockner Corte, Michel Maffesoli, John Mraz, José Mejía Lira, Francisco Martín Moreno, Edgar Morin, Ignacio Padilla (), Alejandro Palma Castro, Eduardo Antonio Parra, Herón Pérez Martínez, Francisco Ramírez Santacruz, Miguel Ángel Rodríguez, Vincenzo Susca, Jorge Valdés Díaz-Vélez, René Valdiviezo Sandoval, Javier Vargas de Luna y David Villanueva.

César Rodrigo Pimentel Haro Edición Diana Jaramillo Jefa de redacción Javier Velasco Distribución y comercialización

UNIDIVERSIDAD REVISTA DE PENSAMIENTO Y CULTURA DE LA BUAP, año 8, No. 30, enero-marzo 2018, es una publicación trimestral editada por la Benemérita Universidad Autónoma de Puebla, con domicilio en 4 Sur 104 Centro Histórico, Puebla, Pue., C.P. 72000, y distribuida a través de la Dirección de Comunicación Institucional, con domicilio en Edificio La Palma, 4 Sur No. 303, Centro Histórico, Puebla, Pue., C.P. 72000, tel. (01222) 229 55 00 ext. 5270, unirevista@gmail.com. Editor responsable: Miguel Maldonado, maldonado.miguelangel@hotmail.com. Reserva de Derechos al uso exclusivo 04-2013-013011430200-102. ISSN: 2007-2813, ambos otorgados por el Instituto Nacional del Derecho de Autor. Con Número de Certificado de Licitud de Título y Contenido: 15204, otorgado por la Comisión Calificadora de Publicaciones y Revistas Ilustradas de la Secretaría de Gobernación. Permiso SEPOMEX No. Impresos im21-006. Este número se terminó de imprimir en octubre de 2017 con un tiraje de 3000 ejemplares. Impresa por Promopal Publicidad Gráfica S.A. de C.V. Tecamachalco No.43, Col. La Paz, C.P. 72160, Puebla, Pue. e-mail: promopaldesign@gmail.com. Costo del ejemplar $40.00 en México. Administración, comercialización y suscripciones: Francisco Javier Velasco Oliveros, Tel. (222) 5058400, javiervelasco68@hotmail. com. Las opiniones expresadas por los autores no necesariamente reflejan la postura de los editores de la publicación. Queda estrictamente prohibida la reproducción total o parcial de los contenidos e imágenes de la publicación sin previa autorización de la Benemérita Universidad Autónoma de Puebla. Unidiversidad Revista de Pensamiento y Cultura de la BUAP está registrada en el sistema de información de la Universidad Nacional Autónoma de México sobre revistas de investigación científica, técnico-profesionales y de divulgación científica y cultural que se editan en América Latina, el Caribe, España y Portugal (http://www.latindex.unam.mx).

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Índice Presentación El gabinete del doctor Padilla Lápidas, círculo sexto. Ignacio Padilla Algo sobre el doctor Padilla Apuntes para una teoría de la física cuéntica de Ignacio Padilla. Jorge Fernández Granados Queremos tanto a Nacho. Pedro Ángel Palou Pesar con las manos las cosas: Ignacio Padilla y el ejercicio del ensayo. Tomás Regalado Disparos de la imaginación

vs cañonazos de la realidad. Ramón Alvarado Intemperie / Poema. Jorge Fernández Granados Nada sobre el doctor Padilla Bibliotecas ajenas Memoria de Dickens en San Pedro de Atacama. Javier Vargas de Luna Voy por ellos / Poema. Lukasz Czarnecki Microensayos. Karen Villeda



Presentación

Como un unicornio sin cuerno que vive entre caballos ignorante de que es unicornio. Ignacio Padilla

UNI XXX Donde se descubre que formamos parte de un cuento de Nacho y la supuesta resolución Nacho, escribimos sobre lo que escribiste. Y en ésas, ya con la matrioshka dentro de la matrioshka —escribir acerca del escribir—, nos damos cuenta que caímos en tu trampa: nos hemos trocado en los personajes espejeantes de tus cuentos, como el de aquella arácnida especular cuya ponzoña inocula recordar que recuerdas tus recuerdos. No bien descubrimos que estamos a merced de tus espejos, sospechamos que ha sido tu plan maestro. Reluctante como eras a las coincidencias, esto no podría ser un casual juego de reflejos como que es tu premeditado y abracadabrante gran finale: vernos escribir sobre lo que escribiste, y reservar así para cada uno de los suscritos un postrero nicho en el Gabinete del Doctor Padilla; muy probablemente

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nos colocarás en la vitrina para “Siameses y otras imbricaciones”; sección que ocupa una gran cantidad de anaqueles en directa proporción con esa pasión tuya por el mise en abîme. Quién diría que todo este tiempo anduviste anónimo entre nosotros, sin siquiera sospechar tu fabuloso linaje y menos el fantástico plan que urdías a fin de que pasásemos a una doble vida, o triple o cuádruple; te hiciste pasar por pedestre como aquel mimético unicornio en tu gabinete, el cual en el mundo de los equinos se las daba de caballo al ocultar su cuerno. ¿Cómo escribir sobre tu escritura sin sentirse una más de las cajas chinas, a semejanza de tu autómata el Turco que parecía guardar en vientre a otro autómata a la potestad de uno mayor? Podríamos los encajonados, en pos de recuperar la soberanía, atrevernos a publicar un deslinde pero no somos ingenuos, Nacho, a tu “gran finale” no lo arruinaría una idea peregrina, la cual seguramente tenías prevista, pues deslindarse nos hunde aún más: escribir que se niega lo escrito acerca de un escritor. Triple salto mortal Miguelón, dirías socarronamente y pelando los ojos. Para salvarse de estar dentro de adentro, lo recomendable es, a buen seguro, quemar los manuscritos. Que no quede huella de este tramposo encajonamiento chino. A todas claras, la destrucción de los originales nos hará libres. Pero haciendo de abogado del diablo —que no siempre duerme, Sancho— a nuestra incendiaria audacia otra estirpe de audaces, una menos noble y cuya casta maledicente de plano nunca ha dormido, también incendiariamente arremeterá que destruimos lo que destruía nuestra libertad. Condenándonos, de nuevo, al juego doble, como la señorita Sobhoan, Nacho, que adonde fuera llevaba consigo su dobledad. Si todo ha sido causa de un juego verbal, quizás por medio de otro juego de palabras podamos ganar nuestra libertad, y entonces no escribir sobre lo que escribiste sino más bien escribirte, inventarte, sin

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juego de espejos. Escribiremos la historia de un cuentista, sobre todo cuentista, que solía sonreír porque sí, porque así es la naturaleza de los hombres nacidos del lado del calor, y que estaba dispuesto a compartir una tarde por el gusto de compartir; inventaremos a esa persona que podía solidarizarse con los problemas de la diaria vida y que gustaba pregonar los asombros que le agitaban la mente. Te escribiremos, Nacho, con la sospecha siempre de que más bien tú nos inventas, que por mucho malabar verbal somos una parte de las mil quinientas en tu gabinete, ocupando los entrepaños de los reincidentes que sin saberlo cayeron en la trampa: escribir un escritor. Miguel Maldonado

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El Gabinete Del Doctor Padilla

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“Es a le tard e, pa r hu eci por bie ó pri o r tro me dis a tin cam , c ra v po to y bia omo ez, rh su le e do s a i ind be ne sin tam herm r r ó su mit here vó no avi bié ano ma a b so. n e da p o e d dre llez o d der Lo so ha a q e s cu vio b l u u p í com a to e n pa arlo i pa cad a e dre rti r.” o en lla n la jus i a tic ia

o, i p ci n i pr ejo l a vi e en o l d e rri ue e qu ces u oc de q cias n pe el a bí tes nun aría re y a í h an s a ntr sang s “A aun r le nco la o o e de d a sc ar n res o.” e p m colo ciel e es los con 10


da a z l a lo, e u te z n n e a i l p ser re e b a o is n s u m a r , d e i a d d u “Pren bre el ag boca. Su en los o so ba por la desord r sa t e e r m a p n r r un ang otaba e o y la so templar s e m enor nosa reb na. El asc se a con cordel i u l a oleag los de la L se limit rcía en e l l o deste n que é te se ret a.” b n ro a e e r i i o c p l i l r h a se se. Ella l o cóm asfixiar hasta

“U n rec ver o mu rda dug r p o, ho erte rim hi mb n re o e ero jo m s cu lpa un que ío, ble ce e rdo l re debe .” sin o de o un 11


“Po c sob o se de r mel e las pe cía en l l s sob izos, m adilla os mat s r e com e su m enos a de eso rnos d syo odo ún isc plic s s o ado ingu bre tros tr ursos de su i ágic lar y sati d n esa sfac n t hog ecesa imida os er s ar s riam d, us n u s e ece sida apetit nte os y des .”

ún g e o s d , a e s qu rovi lar a r p ngu o m d i a si b n l u a l í e c e b n e r i a s le re, h ciar po b s o o n d d u ad “La su m al an os uni ía ores elliz c .” e o t d d c m ta do o de s o s c t lo par

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el , o ci rde n e l i a l s ta t tros e s fue e e noso ció qu ntre anun il rto e i c e o i c e ial las m o s c n c r r i e l a a si ún tal si m en de s o n o “L ros por i voz ca del tr a s pe inó lta ada a n m ter ndo u la lleg cua ronto .” p de ientas n qui

“Más de un a umbr al tint vez le hab ine ía desma gnetiz ante porqu ocurrido h a a pront o una r un libro e la tarde p llarse pres o en e revia de las volum que l h se l a en y e s b vaba ecreta ía olv él se ponie a i r d ias se la cas ado lo ent ndo u a o f r n r [ e e . uñas largas niño en las gaba con l cía a desa ..]. De a c , mano mano s de u sensación tivar el s dist olorosas a n hipo in de es m desea tar grifo: ron y tas de las d anicura y m t e i a e s n de juv nos de t entud recharon t él que sus te para el an ca , sus es c quina en sus sóta tas veces d ompinches bello, s e nos p aun c reñad sde sus esc vieron, uando vigilantes, os d ond ma oculto es o al la tuvieran a nos que olí e explosivo rijos an do de d s un cu oscientos p a sexo y p y en arte ólvo aso de he mbra l a punto d s del autom ra, e esta y cam llar. M óvil arada ”. anos 13


“No po Mike r nada e n vid hubo una a de e a n u C t é o deca pitac ntica epi lorado d que i esto, ones de emia de av p nove dad: or sí mi es. Claro smo, siem parte no e p re, e del p s n deca a l a l g n un eta pitan do a , se está a un p ollo. ”

iado c i r a c bía a a h s o ell a que r e a d p o a un fónic ; acá e a l l r e t “Aquí a z a i l bin uti nta u una ca die pudiese p a l na trado s a a n r a r ñ a de un a e í r ma r f b o c a ás h e el te, uno m índice sobr día siguien o, do e la d d del de il cuyo dueñ a t n mi v e ó o m d o que a t r o a n au v a a v í en dar se que , esperando ayudarlo; y a a lparía a avenid e detuviese p , e t tris s ns e á i en el u m g l e l e u a , q r ayo ficio i m d l e e n á l a sus u a e í r d acul a s t mna sepul u l o o t c o s la errem ntes.” t o m i próx habita 14


"Uno piens a, vacila, s e refleja cualquier n oche en la Luna de su camerino o en la vidrie ría de un bar, y acab a por recon ocer que las certeza s que lo su stentaban se han des moronado. Uno baja y la guardia a ante aquel l o q ue hasta hace nada creía sólo u n discreto malestar d e la edad, un mero p sagio, y as reume que s u e xistencia no le perte nece más, o peor, qu nunca le p e erteneció d el todo."

“El pro del de blema con l st as ben di limitad ino es que r ara ve ciones as. No z las ju entend merec zga e mos q e para u e nadi siemp estrell r a e , s y u que la aliada buena e de provid en nuestr l demonio q ue sólo cia es a glori a por u a cam consie bio de n rato nte a y l g siemp o. Cas prepar i n a d u o n s para ca esta re que se pagar m nos pe el prec os aparen dirá p io or te de h aber s la gracia só i l los had do elegidos o por os.” 15


“Nadie e n el porque están to teatro lo mira y dos pen a obra, ca dientes utivados de la po envejeci do que e r la figura de u n joven n el esce tragedia nario in del ya n voca la o ser, qu viejo rev e iejo en e r l público eplica a un aplaude que ape po nas su silenc rque sabe que n io llama i siquier ría la at a ectoplas ención, ma que un se irá qu entre el relente d edando solo el el eco ca da vez m as flores arroja das y ás lángu y los en i d o de los b cores. El ravo h o m bre, en fi se qued ará a n, que sin llam hí hasta las tan t ar la ate nción de as, afanado los res que e ntrarán para reb lue uscar en tre las b go un parag utacas ua una cart s, con buena su e era que les alegr rte noche.” e la í an b a h a: no s gatos b a c o ir lo ntes de quiv e m e e g S e “ do de tió los di brazo. a n i term aida sin ante , los l e n gua le e do M cuan a clavárse eco del a para. rt ió el de la lám tes d u Robe c a eo os dien t b i s r m o g l o Su ete. , el b berta con r s é o u d i may lamó Ro os, m ara, d a t n p c re Puta, ía ensang s de la lám nadie í todav zar los ojo lma. Aqu a l Sin a mó a la c e, dijo.” lla orirs m Íñigo a va 16


rdió e p re. e b s u o t t c n ame ados de o se g r a c er edi ica m m i m r á a r p e c co rdam i “El e t e t d n t á s o l At iña eR en el cientas n s millas d da para Seis scasa ios ni ayu , piernas, e a jes aron ubiera d a c g o n e h a aron r ue h zobra de i q m n i s zo que a o i s r e d r i v e no di e e u d p q s s m i pece seguirán y ojo s s o o l z bra ar a Ahí r i . s m a l as, ar sin d r u o v m e an d nrientes, í r d o p : so a as.” r o d a h a n i hac “Los repe gatos s i con nte fue guieron hab lo que precis multi o pl ía h fugi n llega ubiera reforza icándo de l tivos, v do ahí a mano r la bar se. De ac as id ri : Has antigu rios y arread muebl cada es q plás os p ta la as o t ue o fi i v r c cina más esti o ar l o s men s de otro ranc priv esta t s a l a a ban a es dos dos y l o t e la m d a s n ural este m e quien recuer ción. la felin d e u a qu contra ndo al s ya no os im e am a erm no par quella entaro ar n e l n i en cía dis egión núm hambr puesta e ni ero. ” en 17


“Esta m local añana e l de aj edrez presiden desp te de me p darle ojos del un cí r o p s un T u u rcu s r o c corre entierro o con el p rescatar lo digno los cta, p Bern . La i ropósito ero e um h d d el inc a hecho l custodi ea me pa e o lo e r prolo ndio, ase suyo pa del Muse eció gu ra o n vísce gado que ra, fue t disuadir habla ras metá destruy an intens nos: ó li o r y el h de su at cas del m inclusive y uend uñec ueco las que o o t , , e s p m tanto u o s gra plete de s extrem r no id nd m parti es maes adera de ades das m tr sd ás cé os dirigie e el ron s lebre us s.”

ibujó do d t r tala mbe s u n C i o o i r cas inúscul era, cas e i u ualq ombre m de mad ablero c n E “ un h e la base a en un t os que s e c n d lizab ovimient rior. ento interior a n a e te en el ende qu ido los m en el ex dor c a u a un d nte redu efectuab z del jug ha e me te eñe igual ntrincan da pequ iempre m omo si s c su co porciona umbert neta. Es a la o o C o r n i r p r y o a La do p n una m hombre a j u dib ar e giese al s n e iri op .” hech tómata d inversa el au

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a la r a m a ncial ercado, e s e o era a en el m oba, d o t alc ante n ell a o l o r c n e r e P “ ga a ora r t ñ s a e a c S h , a a piedr corrillos y votas de l s como e en los las más de dras altar con la ie a e dond on a sus p a la espad e los ld eí tar levan rero que v honor y e r u el gue efenderá s .” suyos cual d

“U ste s d a ha sta berlo es d flo en e , ofic ema ma rec l m ial siad qu gia e un ás , ma o jo ob e n se s c ven g v e o i réa c r o im p po ons me t p r ag n m uco me ara un r v el pa prec e. Ya islum ra un alig de que ga io n n a b v los r po que e us rada tran o. En aipe sig r in yo ted ha sgr la s co nos d verti mism dijo de q esión ns ide e lo r de o h el m ued ram qu un e q ago ar os e co a jod ueri , inm mú id do uta nm a ve ble ent z e .” 19


“Esa gestá mirada y n niño dose entr este acto d e fu mom esde hace nosotros eron e c mula nto en qu años, cas omo un i des d e la s de el mise ar donde a q u é de rable la ten aq d de M í ongo e su padr a encerra uel lia qu da el e, un que s e t o r n n a o ten fican la vid pobre í a a i n o dea d te el am y lo p iña en c e lo or. Te ondic eor e n ía a l iones s que para a d n c e o a p mbia lorab s e mu la t e rla p ntó e les, de al o l r c u o q n oficia r u l, com iler. Desd caballo y azón mira da, e enzábam e ese mo una st m o más profu e acto y e s a ensay ento, ar e sta nd de nu o de nues muerte e sa t n estro s cor ros cuerp lo azon os y es.”

“Acto seg desd e el p uido me expli tenid rincipio có pues o proble él y su m que casi ma si u cada bien hab s en la in jer habían ía t i su m ntento de deseo en imidad, uj tre e t ll cosqu er respon ocarla el cuerp os, a día c illeo on un o y en ca insuf de rcaja una risa desce da según que se t rible roc ndían la rumb s manos aba d o al v ientr e él e.”

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“Me re s en el m igné a qued arm ito en sue de que las p e ahí escuda lo euro e d propor peo er nurias pade o ci a c artista ionales al fu n directame das n tu de ren ombre ro éxito de te tradici . Quie ón que re esa todo sórdid m e m deteng oa a ahor isma cuarto necdotario a en e de mi de la c l v ida en alle Je Mas n a a tempr o pienso ha n Baptiste P quel ana re nuncia cerlo. Creo q igalle. vida a u a los e rtística spejism e mi me ex os de enta aberra nte mi de alimenta la tología r su .”

tes n a epid r t ás as m m no. i a s s i í e r d r rro e lige lo coti sí o h d “Los nacen nes de , es en esto cio añadió unque ced a t er mu dad, ,a s a m r n o a i d tr al irlo ectiva. a e r b r b r La rtu descu persp la e p ma emos os de ge de rror s i m od ambi p ote del ho s r o p l c só tos te nos ngulo escaso r e i en o el á ac m re a ina.” p a r L e m , p ra sie ra rut d a d t t i real encuen e nues se ados d gr 21


“No el f es en a est ntasm tonce s uv a cua iese c de la impro erc sui babl jov ndo a ci e e m sab n que i pad de pa da Sib que sar ,p er re ho de lo ese ara su descu al olv an m id b par esto ma ece l, ll rió a o solo ismo a o hoy t a la nomb evaba la Sio jos ce an a casu re. C sin así bhan rrado bsurd alidad ulpar o ocu lo d s isp que como me rrie la p ra d uso cre r t e i esd o m del e e do pa era r l infi r ern fondo a que o.” mis mo “L mon a repre sen str ver, uo que tación ,c es de tort uga semej omo p l odé ante : so dos is b l r a ínea e la San u n s tra a cap Mar a z c ra de é a o stas s, y en n la cr zón uz d que hay cad e a ex un o anim se da t jo re a aun al ve p enten , de mo mo der que or c que do u n a o t boc a y tiene s ro rum el in un s b olo o una os, vien s tre. ola ”

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se n gú aleta e s , P ich s de o de n Mú estro mos El e d Ma y fa ma el a c a a l u e s l l ot e lo ro m Se mp urto c e a t . d d f x n in a P el ala n cua n Ma co co lza a e de l “En por ay u er vo médi le a edirs itar y ra ra, h Ritt un a t esp palp e h n c d e , s u l a n Osc rneliu . En é much scara rece a hac el Co ista una si bu ía pa hast bro d e o om de av que hom se l e t d m a o an áver io co ue t ida e el enas illa d v o cad sudar os, q e la Sobr e ap mes s: un el pech eco d aba. ría qu a una áneo no.” sus on el anim somb asom os cr huma c los tan r, se san d nte a e nad dico, ingui repo aram mé dist cual ro cl ede en la y ot u p he de i c o no trop an

“Me ape na que u n filósof Villiers, o como que se l el señor a s d ade sabe las besti rlo todo as del o dientes r sobre b e , enumera y midien ndo sus do hasta colas,se l a lo muestre por otro ngitud de sus delos an lado ign imales m orante Mundo. á s c omunes ¿Qué be del Nue stia hay vo América m ás recon que la m ocida en edusa d el Potos í?” 23


cosas s a l e d n parte a n e u um era , y b r , o i o l j i A d ecto, undus ñeses viejos s M l e “En ef n otra onta as e o d r m a e t e p a d l ; r s re endo yenda aba su auto r e e l v s e e r t l eviden s las acredit s contaba e no con a a e y l l , , a t s o t a como era vis quello que s osad i à b m u h s a la as o con dad Visión cosas, i él mismo l n i s o d i s e mun ia de credul t como s e e aclaró d , c n s n ó o i a j t s o i c v a los ja de a, en j ta Otra. Esa a b d a n a m r a a él ll obra ayor z a o Vis a d l m n e a u l d g Se no, era entresacarse epositaba a i c n a d el a podían eikle, quien s a na rar t u n n e M cua s erendo sus ostento ra reparar v e r l e d de s pa a d e t a n d i e l i g la Vist s a e t d r e la fiab i o t a d de c l asun , obrab o faculta isible. Aque c i m e nv cadé ismo s sto en lo i erminó el a m í h a Otra, t lo para que fuese expue so cuanto ás creíble.” por sí o d o t m e editas m, hasta lo r c a s e d Alioru s u d n u en el M

“Corne lius M ax pen Burne saba a t t iba de s lengua s c amina imismo qu je pon e Edw do bestia í ard s. El h a al hombre al afirmar abla, e q que u e u n e venta el na t scr del pr ara contraí ibió el pinto ja sobre las og da en las fra r, no era má compl reso. Que l gu s ej a sea lo o, añadió, n naturaleza as repelent es pro m o articu ejor; prueb significa qu penda a lo a la e consis do, con su de ello es q lo complej o ten en ue el l engua y horr cia a nuest diablada m je agia p ores, n ros es c a o r r ú a h p d a hech u decad o más los, ambic ar encia ion qu de la e specie e promover es huma la na. ” 24


Lápidas, círculo sexto Ignacio Padilla

Recordaba también el tránsito luminoso de su propia muerte, la tarde en que un disparo estremeció la serranía, cuando él, por un instante, se creyó alzado a los cielos en brazos de una legión de ángeles, un millón de espíritus que en pleno vuelo se habrían tapado los oídos para no resentir el eco montaraz de la detonación, el parietal despostillado por la ojiva, el derrumbarse de su cuerpo sobre el suelo de una taberna hedionda a orines, o a fango, quién sabe, madre, porque uno no se fija en esas cosas cuando se va (está en original) desangrando, madre, uno anda demasiado distraído para morirse así, sin susto, con dignidad, sin tiempo siquiera para perdonarme ante Dios ni disculparme con aquellos jornaleros beodos que de pronto vieron los muros de la taberna salpicarse de sangre, ésta es mi sangre, y su cuerpo caer al suelo, éste es mi cuerpo, mi cuerpo sin susto, madre, sin tiempo para despedirme de los borrachos que no vieron a los ángeles llevarme en vilo, porque uno no se fija en esas cosas cuando le matan a un cura en las narices, teniente, aunque se trate de un famoso cura renegado, o de un cabrón hereje, como usted le llama, teniente, y aunque lo mataran como a un cerdo, teniente, igual era nuestro deber cristiano enterrarle en sagrado, bajo una lápida como Dios manda, y velarlo en una capilla pobre en flores pero, eso sí, señores, muy rica en oraciones que salían como sangre a borbotones por las bocas de una legión de mujeres como demonios del infierno, san Jerónimo bendito, ruega por nosotras, ruega por las arpías, las beatas ignorantes de que en esos momentos, madre, yo seguía de alguna forma vivo, porque mi memoria persistía más allá de mi propia muerte y por encima de mi materia deshecha, y también por encima del tiempo, madre, hacia atrás, antes del velatorio, antes del disparo, mucho antes del grito inseguro del asesino al entrar en la taberna con su “Así

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quería verte”, curita, antes de tantas cosas, madre, cuando en vez de ángeles eran luciérnagas las que aleteaban junto a mí y junto a mi hermano, y cuando no era mi cráneo lo que se dejaba perforar por una bala sino enormes sandías que estallaban tras los disparos del abuelo, sandías como cabezotas verdes de un cuento de ogros que desparramaban su entraña roja en el solar de nuestra casa entre maizales, con sus montones de leña y sus cacharros oxidados en la puerta, con sus hornillas y sus trampas para liebres hacinadas sobre estiércol y la alfalfa, y el abuelo en el solar con su mirada de otro siglo y su escopeta resbalándole del hombro, madre, nuestro pobre abuelo loco con su sonrisa de prócer olvidado que le hablaba a las sandías como si fueran reos de muerte, jurándoles que las enviaría al infierno, hijos de la chingada, al infierno he dicho, y las ponía sobre una tapia para dispararles con gesto de militar ofendido, al infierno he dicho, cabrones, y las sandías fusiladas vaciaban su entraña sobre el suelo del solar mientras mi hermano y yo, niños aún, corríamos hacia la casa con la picadura de la pólvora en los ojos, gimiendo ante la madre como si nos hubiesen disparado a nosotros, como si nos hubiesen reventado en lo más oscuro de una taberna, madre, rogándote que le digas al abuelo que ya no mate sandías, madre, y ella en la cocina, tristísima entre ollas, ella de pie y los niños en su enagua, asustados todavía, llorando siempre, y la madre que

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calma, hijos, ya no griten, su padre duerme, estense calladitos a pesar de los disparos y aunque el padre, bien lo sabían ellos, no iba a despertar con nada, ni siquiera con las sandías fulminadas, mucho menos con el llanto de la madre cuando al hermano lo mató un relámpago y se fue al cielo, hijo mío, mucho menos con mis gritos, madre, que eran los de un niño espantadizo y que vaya usted a saber a quién salió, comadre, no a su padre, que no es hombre para asustarse con nada, mire usted, tan hecho y tan derecho que ni lloró cuando a su hijo el mayor lo mató un rayo ni tampoco cuando fueron a decirle que al otro hijo, el curita renegado, lo habían reventado en una taberna, compadre, veinte años más tarde de la muerte del primero de sus hijos, cuando el escorbuto mataba vacas como moscas y los jornaleros se bebían sus préstamos del rescate agrario en una taberna apestosa a orines, o a fango, quién sabe, madre, que uno no se fija en esas cosas cuando le arrancan a un hijo, aunque el hijo sea un cura asesinado en el culo del mundo como si fuera un cerdo, o una sandía, madre, como las que destrozaba el pobre abuelo, que se apagó con la muerte del primer nieto y lloró, él sí, el cadáver del segundo en una capilla huérfana de heliotropos pero, eso sí, señores, rica en beatas como arpías que pidieron por su alma a los Santos Niños Inocentes, rueguen por nosotras, mientras la madre hacía prodigios por encender las ascuas y darle gusto a todos, primero al hijo fulminado por el rayo que se había ido al cielo y luego al otro, el curita renegado, que se fue al infierno, la madre con el fogón siempre a nada de apagarse en la cocina, y el abuelo robando sandías del huerto, mandándolas a todas al infierno, cabrones, gastando pólvora y emprendiéndola contra las sandías, teniente, así como lo oye, y espantando a sus nietos, que corrían a casa como si les hubiesen disparado entre las cejas en lo más guardado de la sierra, adonde fue a encontrarlo su asesino, teniente, un rapaz que apenas distinguía entre el honor ofendido y el miedo a lo que debía hacer, así quería verte, curita, y la madre al hijo que le quedaba vivo, entre sillas, acariciándolo sin prisa, diciéndole que si sigues llorando te vas a ir al infierno o te vas a quedar ciego de tanta lágrima, o al menos tullido para cualquier cosa que no fuese el seminario, el exilio definitivo de la enagua de la madre, la pobre, que se afanaba por tener el almuerzo listo y encogía el puño y lo dejaba caer sobre el cogote del hijo menor porque, en sus tambaleos de miope y mariquita, había tirado una jarra de agua de sandías que se extendió en el suelo como se extendería luego su

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sangre en una taberna hedionda a orines o a mal vino, quién sabe, madre, que en esos momentos a uno sólo se le ocurre recordar quién fue en la vida que ahora se le escapa, y quién era ese niño taimado que todo lo rompía, y a quién pertenecía esa alma atribulada que tenía un hermano en el cielo y que se preguntaba cada noche por el infierno, que es adonde van a vivir los muertos, hijo mío, no todos, sólo los que fueron malos, los herejes, los niños que quiebran jarras, votos y copas como las que él dejó caer cuando un muchacho torpe le puso una bala en la cabeza, así quería verte, curita, cuando él por fin tuvo la buena excusa de estarse muriendo para que nadie volviese a amenazarle con el infierno, el curita finalmente en paz cayendo al suelo como para besarlo, los parroquianos mirándole con pasmo, los ángeles tapándose los oídos para no escuchar el desplomarse del hombre que jadeaba apenas con la excusa de estarse muriendo, el pretexto aquel que le había faltado antes al esquivar el segundo sopapo de la madre y escapar de la enagua tirando cacharros, encerrándose en la noche de su cama

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para rogar a Dios, por favor, no dejes que me vaya al infierno, santiguándose la frente por ahora intacta, su frente de niño como una tabla rasa donde se alojarían después la ojiva, el horror, las amenazas de la madre, los catecismos flamígeros, las bendiciones, el infierno, sobre todo el infierno, y los cientos de plegarias semejantes por favor, diosito, al infierno no, las mismas plegarias entonadas luego en la media luz de su cuarto inundado de luciérnagas como ángeles, los mismos rezos y los mismos ruegos repetidos en la enagua, en el retrete, en la celda helada de un seminario helado donde años después debió marchar con los demás novicios en hileras perfectas, la cabeza gacha, el misal abierto en el tedeum mientras sólo él cerraba los ojos para no mirar las baldosas del pasillo ni los muros, tan distintos de la enagua de la madre, y tan parecidos a las lápidas que él había visto cierta vez impresas en un libro de su abuelo desquiciado, un libro en tercetos italianos e ilustrado cada cinco páginas con pavorosas litografías, entre las cuales halló una que ni siquiera la muerte borraría jamás de su recuerdo, los cuerpos retorcidos de un centenar de hombres en un paisaje cenagoso a orillas de la Ciudad de Dite, allá donde los poetas encapotados miraban con gesto de latina tristeza un bosque de lápidas destinadas a torturar a los herejes, a espíritus que en vida se habrían llamado Farinata o Giaccomo, almas que habían sido de cátaros o de pontífices o de herejes que habrían traicionado a Dios, o a su Iglesia, o a todos los hombres, quién sabe, madre, porque cuando uno es niño y mira imágenes así en un libro sólo puede aterrarse y preguntar dónde queda este lugar, abuelo, y el abuelo que en el infierno, soldado, ni más ni menos, en el infierno, cabrones, no el de Dios sino el de Dante, no el de las litografías, madre, pues ahora que estaba ahí, en el infierno, podía decir que era verdadero el sufrimiento que se anunciaba para los herejes, aunque ya no podría explicárselo a la madre ni al abuelo,

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pues una bala le habría llevado hasta ahí, al Círculo Sexto, donde había constatado que el infierno es como lo imaginamos, y que el infierno es la representación del Círculo Sexto, allá donde había perdido ya la cuenta del tiempo que llevaba en el ultramundo, un siglo o un eterno instante desde que se desplomara en el suelo de una taberna apestosa a orines, quién sabe, madre, pues de cualquier forma el dibujo en el libraco del abuelo había mentido, ahora lo sabía, ahora podía decir que el de Dante era un infierno justo, y el infierno, madre, no puede ser justo, porque en el libro del abuelo el lodo de la Estigia no apestaba como en verdad apesta, y porque en el grabado no quemaban los remordimientos como ahora le quemaban los suyos ahí, bajo su propia lápida de cura renegado, al lado de los herejes Giaccomos y Farinatas, los que traicionan a Dios y a su Iglesia, hijo, decía el abuelo desde el limbo o desde el infierno de los locos esperando que sus palabras llegasen ahí, hasta su tumba, bajo una lápida como Dios manda, teniente, una lápida que él ahora debía alzar mientras el lodo de la Estigia se le metía entre las piernas, y mientras todo junto a él hervía y le hacía alzar su lápida en busca de aire, aunque ahí, en el Círculo Sexto, el aire también oliese a orines, porque en el infierno de verdad, madre, los dos poetas latinos no estaban para atestiguar mi tormento ni para asentir con lágrimas de verso cuando les explicase cómo y por qué había llegado hasta los linderos de la Ciudad de Dite, en la página centésimo cuarta del libro del abuelo demente, en aquel grabado atroz de su niñez, al que se supo destinado cada cuando

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rompió un cacharro y su madre le juró que si seguía rompiendo cosas se iría al infierno, o cuando el abuelo, en un momento de cordura, le explicó que bajo las lápidas del Círculo Sexto, soldado, están los herejes, los que traicionan al Dios del seminario, el mismo Dios y el mismo seminario de tantos recorridos de madrugada hacia la capilla, en hileras otra vez perfectas, otra vez con el misal abierto en el tedeum, y él, sólo él, con los ojos cerrados ante esos muros como lápidas, el mismo Dios de las hostias y el vino que él, un día, pudo al fin consagrar, este es mi cuerpo y esta mi sangre, hasta que un disparo de venganza lo mandó a saber cuáles eran las verdades y cuántas las mentiras del infierno dantesco, madre, a confirmar qué tan ciertos habían sido sus miedos en la infancia, qué tan áspera la cúpula de roca sobre el paisaje del Círculo Sexto, y qué tan copioso el llanto bajo las sábanas o bajo las lápidas que vio cierta vez impresas en el libro del abuelo, página centésimo cuarta, hojeado a escondidas entre fieles e infieles, entre él y su hermano, el fulminado y el maldito, frente a una comarca entera de jornaleros como odres a medias pasmados por la sangre, esta es mi sangre, y ante el asesino que había entrado titubeante en la taberna después de seguir por varios días al curita renegado, lento, seguro de que aquel saltear de pueblo en pueblo acabaría de ese modo, con su Así quería encontrarle, curita, esperándolo, lista la víctima para inmolarse y caer creyéndose llevada al cielo por ángeles como espadas, aunque en realidad lo estuviesen refundiendo en los infiernos, cabrones, no esos ángeles sino uno solo, el ángel terrible, el perseguidor que apenas distinguía entre el honor ofendido y el miedo, rogad por nosotros, el ángel muchacho, el ángel justiciero, el ángel medroso a quien él, la víctima, el curita renegado, ni más ni menos, había estado esperando con la espalda untada al muro de la taberna, como a una lápida infernal, de cara a la sombra, las manos encallecidas de resignaciones, adelantándose ya, en su mente, hacia el lodo estigio y hacia aquella condenación tan buscada en su profano ministerio, un pregón de sandalias raídas y de pies hartos de andar por tanta plaza y tanta casa anunciando a sus devotos que no teman más, porque yo he recibido la autoridad para perdonarles del infierno, y sí, perdonarlos a todos de cualquier condena, teniente, mire usted, diciéndonos que, hiciéramos lo que hiciéramos, no habría infierno si no pensábamos que lo había, y que él había padecido desde niño, y para que el infierno no pasara sobre nuestras consciencias como la lápida que ahora le pesaba sobre el pecho, explicándonos que así pecásemos, así rompiésemos

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millones de jarras de agua de sandía o de vino como sangre, así disparásemos en la penumbra contra el cráneo venerable de un curita renegado, así mereciésemos el infierno, madre, yo igual eximía a todos de sus pecados, hasta a mi propio asesino, al que yo mismo confesé días antes de que me matase, a sabiendas de que ese pobre muchacho vendría a buscarme con su ojiva diminuta y su grito de así quería verte, curita, empacando el alma para hundirme acá, en la Estigia, y para decirte, madre, desde ahora, que el dibujo en el libro no dolía como de veras duelen los gritos de los cátaros, los gritos de cada uno de los herejes que ahora compartían con él su pena gimiento en toscano, en árabe, en lenguas que dejaban de importar cuando el gemido se volvía uno y comprensible para cualquiera que pasara por ahí, llorad, almas perversas, no veréis jamás el cielo, perded toda esperanza de que un día vengan los poetas que prometía el libro aquel, página centésimo cuarta, perdedla, os digo, no esperéis que vengan los latinos a aguantar este dolor, madre, tanta mierda en el suelo, tanta sangre, tanta contradicción en la teología infame del castigo eterno, tanto descreer de un Dios capaz de crear el infierno, tanto arrepentimiento diferente del de quienes acercaban los labios a la malla del confesionario, Ave María purísima, y de hinojos, sin pecado concebida, cantaban faltas que el curita hereje no se molestaría en escuchar, pues igual les diría ve en paz, hija mía, ve en paz, hijo mío, porque te digo que desde ahora has destruido el infierno, y absolviéndolos a todos, incluso a su asesino, un mozalbete que los siguió mientras él iba sumando pecados ajenos a los propios, cuánto peso para un solo hombre, madre, cuánta pena para el santo deveras que se había ganado a pulso su lugar en el Círculo Sexto, ya no en el libro del abuelo sino en el verdadero infierno, un suplicio que estaría sólo diseñado para él, pues en el seminario le habían dicho dar la otra mejilla, y él la había dado, y que había que ser siervo de los hombres, y él lo había sido, y que había que darlo todo, no sólo la vida o la muerte sino la propia Salvación, la del alma, se entiende, que se purificaría en su traición a la Iglesia desde la Iglesia misma, la Iglesia que lo había parido y transformado después de tantos misales, confesiones, desfiles entre muros como lápidas, la Iglesia que lo mandó a un círculo muy próximo al de los violentos, donde los asesinos y los verdugos paladeaban acaso el mismo lodo que los herejes y escuchaban el mismo llanto que fluía de la laguna infame y elevaba la barca de Caronte mientras él gritaba que yo no pertenezco aquí, madre, pues ahora sé que el infierno debe ser injusto para ser infierno, aunque 32


los teólogos y los poetas cantasen otra cosa, aunque el vaso de vino o la jarra se rompiesen en mil suelos, aunque las sandías reventadas, aunque el hermano fulminado por el rayo, aunque así quería verte, curita, arrepentido en serio de tantas bendiciones repartidas como peces y como panes, arrepentido de tantos te perdono del infierno para que tu vida sea menos pavorosa que la mía, para que tus noches no estén llenas de ruegos contra la pena, ni llenas de caminatas de pueblo en pueblo, asustado por las lechuzas, recordando para seguir adelante el miedo que había sentido de niño, por favor, Dios, no dejes que me vaya al infierno, y reemprendiendo la marcha entre galpones de mineros y alcarrías semidesiertas, empeñado en su inútil redención del mundo y en su vana destrucción del infierno para todos menos para él, en ese ministerio de santo hereje en que él solo había cometido un error, madre, uno solo, quizá negarse como un asceta a las insinuaciones de una mujer que lo había deseado deveras, este es mi cuerpo, y que luego, despechada, habría puesto tras sus pasos a un hermano o antiguo novio fulminado por el resentimiento de quiméricas deshonras, esa mujer que era tan deseable y necesaria ahora, en el Círculo Sexto, página centésimo cuarta, donde el cieno le metía alimañas en el sexo y le hacía darse cuenta de que ninguno de los que compartían su condena eran en verdad herejes, que ni Farinata ni los cátaros compartían su pena, y que por eso precisamente estaba él ahí, en un lugar de castigo al que no pertenecía, atormentado por no entender qué crimen habría cometido, escandalizado por saber que había tenido razón en perdonar a todos del infierno y que la incertidumbre del siervo de los hombres es el infierno, y que el infierno es su representación y que la Salvación es el olvido del infierno, la salvación del último y el primero de todos los hombres a los que había perdonado en cada bendición del vino que le recordaba el jugo de una sandía herida, esta es mi sangre, en cada baldosa semejante a una lápida, en cada fragmento de aquel segundo esplendente en que la ojiva diminuta me hizo recordar las sandías que al estallar vertían su entraña tras el certero escopetazo del abuelo.

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Algo Sobre El Doctor Padilla

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Por una pluma se reconoce al รกguila, dijo alguna vez

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Apuntes para una teoría de la física cuéntica de Ignacio Padilla* Jorge Fernández Granados Una de las fuerzas primordiales y recónditas en la vida de las personas es la vocación, aquella empatía innata que trama los hilos de las afinidades y las elecciones vitales. La vocación, como las líneas del rostro o de la mano, es una identidad definitiva que, aunque evoluciona o madura, es inseparable del ser mismo. Ella actúa a semejanza de un campo magnético que rodea desde el nacimiento hasta la muerte a cada uno de nosotros y a ella le debemos, con el correr de los años, tal vez la última llave de nuestro destino. Creo que la vocación literaria ha sido en la vida y la obra de Ignacio Padilla un centro irradiante que ha dado coherencia y esplendor a una trayectoria que hoy, sin duda, atraviesa su plena madurez. Dicha vocación se manifestó pronto en él. No fue el caso, sin embargo, de la precocidad apremiante sino el de la temprana destreza. Por una pluma se reconoce al águila, dijo alguna vez Julio Cortázar, y ello es particularmente cierto en este caso, pues desde su primer libro la pluma segura del escritor ya estaba en la mano de Ignacio Padilla. Al respecto, quiero referir una pequeña anécdota, o mejor dicho, un modesto episodio que perfila bastante bien, según creo, la personalidad observadora y esencialmente literaria que lo anima. Dos casualidades cimentaron nuestros primeros encuentros. Dos convergencias, ahora que lo recapitulo, muy al estilo de sus tramas cuentísticas y que bien podrían hacernos pasar por personajes envueltos en laberínticos itinerarios que se entrecruzan dentro de una narrativa fantástica. Parte de esta historia comenzó, por lo menos para mí, en 1989. El Tecnológico de Monterrey y la editorial Castillo lanzaron una convocatoria, abierta a nivel nacional, para premiar a escritores jóvenes, de menos de veinticinco años, en los géneros de cuento, ensayo y poesía. La primera casualidad no fue solamente que Ignacio Padilla y quien esto escribe resultáramos distinguidos, en cuento y poesía respectivamente, con el Premio Alfonso Reyes de las Juventudes —que así se llamaba aquel certamen—, sino que pocas semanas después, en la atareada mañana de una sala de espera del aeropuerto, en medio de los numerosos pasajeros que nos * Texto leído durante el homenaje a Ignacio Padilla, dentro del ciclo: Protagonistas de la Literatura Mexicana, en la Sala Manuel M. Ponce del Palacio de Bellas Artes, el martes 2 de agosto, 2016.

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preparábamos para abordar el primer vuelo del día a Monterrey, un joven se acercó a mí y me dijo: “Hola, tú eres uno de los ganadores del premio de Monterrey.” Lo curioso es que era más una certeza que una pregunta lo que noté en el tono de su saludo. De inmediato se presentó, sonriendo con la inteligente cordialidad y el espíritu observador que siempre lo han acompañado. Era Ignacio Padilla. Por entonces, el autor de Amphitryon contaba apenas veinte años de edad y había sido precisamente por el que sería su primer libro de cuentos, Subterráneos, por el que le habían dado la citada distinción. Fue aquel un viaje corto, de ida y regreso el mismo día, para la entrega del premio en la capital regiomontana. Pese a lo breve del encuentro y del viaje hubo de inmediato la empatía intuitiva, que después se volvería también literaria, de quienes la vocación ha hecho coincidir en el camino. Nunca entendí, sin embargo, cómo Ignacio había hecho para reconocer, entre los no pocos pasajeros que aguardábamos en el aeropuerto, quién era otro de los convocados aquel día para el premio “de las juventudes”. Tiempo después, le pregunté directamente sobre ello y su respuesta fue muy elocuente: “Eras el único en aquella sala de espera que llevaba un libro de poesía.” Una segunda casualidad ocurrió en 1994. Aquel año marcado en México por la violencia política y el levantamiento zapatista, en el cual parecía que los cimientos del añejo sistema se tambaleaban, un grupo de nuevos autores trabajaba sin descanso, con la idea de devolver a la literatura su más alta y exigente tradición. Sus relatos, novelas y ensayos, por entonces en ciernes y en apariencia ajenos o distantes a la inmediata realidad, interpretaban y transcribían de otro modo el devenir de su tiempo. Las historias que contaban tenían lugar en la Europa de la Primera y la Segunda Guerras Mundiales, en el medievo celta o en islas de los Mares del Sur; y daban cuenta de comendadores y senescales, de espías y conspiradores, de náufragos y prodigios y, en fin, toda clase de seres poseídos por avatares y destinos irrevocables. Aquel grupo de autores, amigos desde la escuela preparatoria, eran Jorge Volpi, Eloy Urroz e Ignacio Padilla. Ellos serían quienes, poco después, junto con Pedro Ángel Palou y Ricardo Chávez Castañeda, lanzarían el Manifiesto del Crack y constituirían el epicentro del quizá más animado, polémico y mal entendido capítulo de los últimos años en la literatura mexicana. Pero sobre ello se ha hablado mucho ya y no me detendré más por el momento en el tema. En aquel 1994, como dije, decisiones en absoluto ajenas a mí me llevaron a leer una novela, una extraordinaria novela bajo el seudónimo de Nicodemo. Cuando los otros dos jurados y yo nos reunimos para dictaminar el Premio Juan Rulfo para Primera Novela el consenso era inmediato: el libro ganador era La catedral de los ahogados, participante

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bajo el seudónimo de Nicodemo. No es, claro, ninguna noticia a estas alturas que les informe quién era Nicodemo. Otra vez la casualidad, que a estas alturas me atrevo a llamar el destino, había reunido a las personas y los hechos —o, debería escribir: a los personajes y las historias— en aquel laberíntico itinerario que se entrecruza. ¿De qué habla La catedral de los ahogados? Me permito esbozar esta primera novela de Ignacio Padilla, pues varios de los componentes característicos de su narrativa están ya presentes ahí. A grandes rasgos habla de una isla que envejece en algún confín del mundo, cuya historia comienza el día en el que el único barco que llegaba a ella naufraga; y deja el último cargamento sobre sus playas, en el que arriba, entre otras cosas, un cofre donde se ha escondido el Diablo. A partir de entonces, la isla queda a expensas de sí misma, o lo que es peor, sus habitantes tienen que inventar su propio devenir para no morir de tedio. Este breve mundo está habitado por un Comendador y su mujer, por un pueblo ignorante, devoto y sin querer a veces justo, alguien que inventa cosas, alguien que las destruye, muchos que tienen miedo, otros envidia, otros que sueñan y blasfeman. Y en un rincón de ese pequeño pero completo ecosistema, Orlando, el poeta, y Patricio, el idiota, esperan en el casco de un barco encallado al Ángel prometido, el que bajará para nombrar todas las cosas nuevamente, Orlando y Patricio viven en una extraña convivencia mitad desamparo y mitad desdén del mundo monótono del resto de los isleños. Ebrios los dos la mayor parte del tiempo, uno de luz y el otro de tinieblas, ambos terminan de formar ese imaginario fresco que propone el autor como una gran metáfora de la irremediable soledad humana. Cabe notar que en esta novela están ya presentes algunos ejes de su fabulación, como podrían ser los escenarios exóticos —o más bien los escenarios atópicos, es decir, lugares no precisados en el tiempo y el espacio históricos—, lo real y lo fantástico entretejidos en un mismo discurso que se retroalimenta como un juego de espejos, la dualidad (materia-espíritu, orden-caos, luz-tinieblas, vigilia-sueño, etc.), la cual plantea un permanente campo de batalla entre fuerzas antagónicas,

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el lenguaje rigurosa y hasta obsesivamente vigilado, y, en el centro de todas estas constantes, la imaginación. La imaginación es el primer motor —en el sentido aristotélico del término— de esta narrativa. No la imaginación que pretende sustituir la realidad del mundo sino la imaginación que pretende revelar precisamente el mecanismo inagotable del mundo. En las novelas, los ensayos y particularmente en los relatos de Padilla la imaginación no es un recurso al servicio de la trama sino la trama misma del discurso literario. En su obra las dimensiones imaginarias irrumpen y trastocan constantemente la convención de lo real para adentrarse con perspicacia en las posibilidades paradójicas de lo real. Asimismo, ésta como todas sus historias se desarrolla en un escenario no precisado en el tiempo y el espacio históricos. La isla de La catedral de los ahogados, si bien está verosímil y minuciosamente descrita, es en realidad un pretexto geográfico, un limbo imaginario meramente funcional para el desarrollo de la trama, como el reino vacante de Si volviesen sus majestades o la Europa del Este donde se dan cita los personajes de Amphitryon o de Espiral de artillería. He aquí, por cierto, una de las más distintivas marcas de casa en la narrativa de Ignacio Padilla. El lugar y el tiempo de sus relatos es, con toda premeditación, atópico. A diferencia de la utopía, que sueña un mundo perfecto, o de la distopía, que plantea un devenir apocalíptico, la atopía es más bien una dimensión paralela, aunque perpetuamente presente, a través de la cual la alteridad del tiempo y del espacio cumplen narrativamente el objetivo de no distraer al lector de la ficción con el peso de coordenadas demasiado específicas acerca de un país o de cualquier época concretos. Podría decirse que la intención narrativa de este recurso es una variante actualizada del: “Había una vez...”.

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Otro elemento que ya aparece desde entonces en La catedral de los ahogados es el Diablo. Entidad innumerable que disloca los trabajos y los días al frente de una tarea tan detallada y necesaria como la de la creación: la destrucción. Para el narrador, no obstante, el Diablo más que el Mal es el saboteador, el doble, el íntimo revés de la voluntad que actúa en las omisiones y tiene con frecuencia de su lado al olvido. Tal entidad innumerable también sería, años después, el tema de la tesis con la cual Ignacio Padilla obtendría el doctorado en Literatura Española e Hispanoamericana en la Universidad de Salamanca. En efecto, El diablo y Cervantes fue el título del objeto de estudio dentro de la obra cervantina que él decidió investigar a fondo. Y, como sabía Stéphane Mallarmé, que todo tarde o temprano termina en un libro, en este caso el libro, con el mismo título, fue publicado en 2005 por el Fondo de Cultura Económica. Muchas, muchas cosas más podrían comentarse sobre la obra literaria de Ignacio Padilla. Las habilidades centrales, decisivas, en un escritor son quizá la imaginación y el lenguaje. Así como no hay un verdadero narrador sin los dones de la imaginación, no hay un poeta sin la expresión precisa y elocuente del idioma. Ambas destrezas están presentes en cada uno de sus textos. Hablar de dicha obra el día de hoy exige por lo menos un deslinde bibliográfico. Se trata de un corpus que suma casi treinta libros publicados y son por lo menos tres los géneros en los que esta obra se ha desplegado, con igual solvencia y maestría: la narrativa, el ensayo y la literatura infantil. Cualquiera de ellos, por sí solo, ameritaría un coloquio para analizarse y discutirse. Pero, como el propio autor ha declarado en diversas oportunidades, él mismo se considera, ante todo, un cuentista, un fabulador o –como también se autodefine en un hallazgo de humor– un físico cuéntico: Soy un cuentista, un corredor de cien metros, a quien de vez en cuando le crece un cuento para convertirse en una novela, o un cuento le pide escribirse en forma de ensayo. Pero llevo trabajando toda la vida en esa propuesta de un volumen de cuentos que no será otra propuesta que la de mi vida. Y que, naturalmente, quedará inconclusa, porque no me durará la vida para contar todo lo que quiero contar.

La vocación primordial, como se desprende de estas sinceras palabras, es la de inventar y comunicar historias. La vocación del fabulador es la raíz que nutre al árbol de esta obra literaria. Con modestia se refiere a sus novelas como cuentos que crecen de más y a sus ensayos como cuentos que piden escribirse de otro modo. Y en sentido estricto esto tal vez es verdad. Sugiere la idea de un primigenio género universal, de una sola matriz de toda la literatura, de la cual provendrían, a manera de adaptaciones o especializaciones evolutivas, los que hoy consideramos distintos géneros literarios. Pero dichos géneros no serían más

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que expectativas estabilizadas de la lectura, convenciones de nuestras costumbres mentales al enfrentar determinado texto. La literatura, parece insinuarnos, bien podría ser una misma y proteica materia imaginaria que no cesa de crearse, destruirse y transfigurarse. Tal propuesta, como la de ser el autor de un único libro que quedará, como la vida misma, inconcluso, remiten a tangentes intuiciones borgeanas. Acaso desde la literatura es posible, por otro lado, reelaborar la realidad y dar una medida humana al mar de la Historia y las historias. Acaso la literatura existe como una herramienta ancestral para poder mirar, a través de la ficción de sus espejos, lo que de otro modo no reconoceríamos nunca; o sencillamente existe para recordarnos que la novela, el relato, el poema, el ensayo, la fábula, el mito y aún el cuento infantil sólo pretenden —como también Padilla propone en otra parte— dar un orden al caos de la imaginación. A este respecto, me viene a la mente un aforismo árabe, o una de aquellas citas que, por certeras e intemporales, atribuimos a los pueblos más antiguos; en él se afirma que Dios inventó a los hombres porque ama escuchar historias. Así, la vocación del narrador, del inventor y contador de historias, ha sido, como dije al principio, el centro irradiante que ha dado coherencia y esplendor a esta obra no menos sutil que poderosa. Me arriesgo, y lo sé, a una afirmación desde la subjetiva cercanía de la amistad, pero estoy seguro que la obra de Ignacio Padilla está ya en el reino riguroso de la más genuina literatura. Sus personajes habitan ahora mismo su propio mundo paralelo, fuera de las coordenadas confinadas por el tiempo y el espacio conocidos, en ese lugar que imaginó la teología bizantina, y perfeccionó descriptivamente Dante, donde las almas todavía son libres y salvajes o inocentes, a la espera de un Juicio que no ha de llegar mientras todavía alguien, en algún lugar del mundo, sostenga el tejido del tiempo contando una historia.

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Queremos tanto a Nacho

Pedro Ángel Palou Un año de su partida. Un año sin la conversación con el amigo vivo, su risa y su ironía. El recuerdo y la memoria no nos bastan, aunque del recuerdo, la memoria y la imaginación estén hechas las páginas de Nacho quien absurdamente, tempranamente, nos dejó acá, aún más solitarios. La obra de Nacho, hecha para los lectores, trasciende el hecho absurdo de su muerte. Como diría su admirado Borges: “Esa inmortalidad [cósmica] se logra en las obras, en la memoria que uno deja en los otros. Esa memoria puede ser nimia, puede ser una frase cualquiera. Por ejemplo: `Fulano de tal, más vale perderlo que encontrarlo´. Y no sé quién inventó esa frase, pero cada vez que la repito yo soy ese hombre ¿Qué importa que ese modesto compadrito haya muerto, si vive en mí y en cada uno que repita esa frase?” No se trata, siguiendo a Borges, de la inmortalidad personal, que no existe, sino de la inmortalidad cósmica, la que convierte al uno, al individuo mortal, en todos, en eterno, a través de la obra y la memoria. Creo que a Nacho no le desagradaría la torsión de la frase con la que su admirado García Márquez titulaba sus memorias. En el caso de Padilla la imaginación —la ficción pura, si se quiere— era lo que posibilitaba e incluso creaba la vida. No es que la narración le otorgara un sentido a las cosas de la vida. Es que la vida solo cobra existencia para él porque es susceptible de ser narrada. En esa fórmula se condensa la poética de nuestro autor para quien —tampoco es gratuito— el cuento fuera, de los géneros de la ficción su predilecto. El cuento en Padilla es, siempre, obsesión formal que no formalista. Es un ideal, una especie de absoluto platónico al que el gran narrador debe aspirar. Y solo puede hacerlo, es claro, ensayando la forma una y otra vez. Ese proyecto cuentístico por excelencia Ignacio Padilla —nuestro Nacho— pensaba titularlo cuando completo, Micropedia. Una enciclopedia de lo pequeño, de lo mínimo, de lo nanoficcional, otra metáfora que le hubiese gustado. Él que urdía las más increíbles metáforas.

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El cuento condensa, de allí que le parezca también privilegiada forma para que el universo sea visto, entero, en la palma de la mano. En el excepcional relato con el que ganó el Premio Juan Rulfo de Cuento en París, Los anacrónicos, Padilla se atreve a condensar la historia latinoamericana, discutir con la fundación de lo real maravilloso en Carpentier y Gabo y por si fuera poco convertir a esa Historia con mayúsculas en el relato fracasado de un amor homosexual: la mancha necesaria en una historia que se creía inmaculada. Esa es la función de la cuentística de Padilla: mostrar las manchas necesarias, sin las cuales no existe la realidad, en la apariencia prístina e inmaculada de las cosas. Esa dualidad que le gustaba recalcar —todo héroe es un monstruo, toda mujer tiene algo de ángel y demonio— está presente en los libros de cuentos de Nacho. Libros, porque también le gustaba repetir, eran esas unidades literarias —no el cuento aislado— que trastornaban al lector y al escritor. Las antípodas y el siglo, El androide y las quimeras, Los reflejos y la escarcha iban sumándose paulatinamente a uno de los proyectos literarios más personales y ambiciosos de la literatura en español. Su temprana muerte, su dolorosa partida, nos cercena la posibilidad de ver cómo iba evolucionando esa poética. Su obra publicada es suficiente prueba de maestría y búsqueda, de obsesión, neurosis y soberbia ejecución. Nos lo muestra en toda su complejidad y madurez. La palabra legado me repele, pero he de admitir que la herencia literaria de Ignacio Padilla al cuento mexicano va a ser realmente importante en los años venideros. Su obra irá creciendo en lectores, en profundidad de miradas críticas y se verá lo que siempre dijimos: era un laborioso orfebre de las palabras, un hombre de desbordada imaginación y de concentrada minucia. En un ensayo sobre la novela, “El accidente de la novela moderna”, ahora póstumo publicado en la revista Luvina —y que terminó siendo un ensayo sobre el cuento, como todo lo de Nacho— escribió: Me queda al menos el consuelo de que, en este imperio ultramoderno de la novela como contingencia, al cuento se le concede todavía un puesto honorario. En nuestra tradición el relato sobrevive como un rey viejo, fantasmal y providente que con frecuencia estima necesario aparecérsele a su vástago enloquecido para que éste no olvide su alcurnia y se vengue de quienes quisieron matarlo. Ricardo Piglia, una de nuestros novelistas más ilustres, se definió alguna vez como un cuentista que a veces escribe novelas para descansar entre un cuento y otro. Le oí decirlo, le creí y puede que hasta lo haya comprendido. Escuchar esto en boca del novelista Piglia, heredero impenitente de la gran tradición austral del cuento latinoamericano, me tranquilizó; sus palabras me producen todavía la sensación de deslumbramiento de quien comienza a entender así, sin más, que en tiempos de horror y distopía la novela volverá cíclicamente a mostrar su esqueleto cuentístico y a parecerse más al Quijote de 1605 que al Quijote de 1615.

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Después de todo, la inevitabilidad del cuento como un espíritu gobernante entre las sombras es otra de las grandes lecciones de la gran novela latinoamericana del siglo xx. Nuestra gran tradición novelística se debe al cuento tanto como nuestra actual distopía de dictadores, democracias fallidas y bandidos de cuello blanco se debe a la esperpentización del fervoroso nacionalismo herderiano del siglo xxi.

Cervantes en Padilla, Nacho en Cervantes Para Nacho, Cervantes era la máquina narrativa por excelencia. El que, en su caso, podríamos llamar el factor Cervantes representaba el lado lúdico de lo literario, la experimentación estructural. El autor del Quijote era caro a Padilla no por lo lingüístico, sino por la profunda subversión textual de algunos temas que siempre fascinaron al autor de Amphytrion: el doble, la máscara, el monstruo, el diablo, la gruta y la caverna —lo mismo la Cueva de Montesinos que la espeleología—, el teatro dentro del teatro, lo metaliterario como metáfora de la manera en que opera, en realidad, toda la literatura. Con el Quijote, Nacho abrevaba, pero también se permitía conjeturar. ¿Quién cuenta la novela? El autor se finge el único escritor en los prólogos, pero luego Cide Hamete y el traductor lo complican todo. Y en la segunda parte el personaje se sabe ya, plenamente, personaje de un libro. La segunda parte responde al lector de la primera, responde al falso Quijote de Avellaneda. Nada más cercano a Nacho que ese infinito juego de espejos que se prolonga en otra de las preguntas centrales de Cervantes, la naturaleza de la ficción. Una naturaleza particular, digamos descentrada de lo real. Es una ficción que se finge real y se vuelve aún más ficción debido a esa pretensión realista. Desde la cuestión nominal tan importante para el autor de La gruta del Toscano como para su maestro: “Quieren decir que tenía el sobrenombre de Quixada o Quesada, que en esto hay alguna diferencia entre los autores que deste caso escriben: aunque por conjeturas verosímiles se deja entender que se llamaba Quijana”. Nos estamos preguntando, en realidad, si el personaje fue —es— persona de carne y hueso. En la novela hay un principio básico: Un hombre que juega a ser otro. El narrador carece de informes fidedignos, y de los que propone, Quixada o Quesada, no está tampoco seguro. Cervantes logra que se juegue a ser otro, incluso “jugando con las palabras”, por ejemplo su jamelgo antes era “Rocín” ahora es “Rocinante”. Es decir, la transformación primero es lingüística. Debemos pues imaginar la biografía de Quijano antes del Quijote (recordando a Trapiello que escribió la biografía después del Quijote): su infancia, sus fantasías, su sexualidad (por qué prefería mujeres inventadas también), etc.; que incluya las razones del cambio de identidad. El autor llama caballero a su personaje

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porque es ya pura y simplemente el protagonista de un libro de caballerías. Es entonces la biografía de la primera parte el ejercicio de alguien que quiere ser algo y que alcanza a serlo, puesto que en la continuación de su historia se le reconoce tal de manera explícita. Entonces el protagonista de la historia ha pasado a serlo de un libro publicado. Como en Carlos Fuentes que escribió todo un arte de la lectura basado en su propia visión de Cervantes —y Terra Nostra como resultado narrativo- el factor Cervantes en Ignacio Padilla es el que, creo, genera toda su idea de lo literario. Me explico con una cita que es en realidad una interrupción. El Curioso impertinente —intercalado en la novela— está siendo leído en tiempo real y de pronto: Se suspende la lectura, acuden al camaranchón y hallaron a don Quijote en el más extraño traje del mundo: estaba en camisa, la cual no era tan cumplida que por delante le acabase de cubrir los muslos, y por detrás tenía seis dedos menos; las piernas eran muy largas y flacas, llenas de vello y no nada limpias. Tenía en la cabeza un bonetillo colorado, grasiento, que era del ventero. En el brazo izquierdo tenía revuelta la manta de la cama (…) y en la derecha desvainada la espada, con la cual daba cuchilladas a todas partes, diciendo palabras como si realmente estuviera peleando con algún gigante; y es lo bueno que no tenía los ojos abiertos, porque estaba durmiendo y soñando que estaba en batalla con el gigante que fue tan intensa la imaginación de la aventura que iba a fenecer, que le hizo soñar que…

La ficción y la realidad son una y la misma cosa en Padilla, igual que en su maestro Cervantes. No sabremos nunca dónde empezó una y dónde terminaba la otra; en tanto supuesto hombre real, por la prueba del mundo propicio, congruente. No importa para el caso que tal mundo —la casa de los duques por ejemplo en el capítulo xxxiii— haya sido todo un escenario teatral poblado de verdaderos actores, porque don Quijote lo toma por verdadero, o hace como si lo fuera, o se ciega voluntariamente para creer en él, para aprovecharlo. Pensemos en el niño que está obligado a inventarse un juguete (no el que lo posee, sino el que crea de una caja un castillo). De la misma manera don Quijote

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crea el mundo que necesita. Don Quijote tiene siempre una visión correcta de lo real pero es como un niño que se irrita si alguien le vierte en la cara que su caja no es un castillo, que éste no existe. El narrador, así pues, afirma que el personaje confunde la realidad porque está loco, pero luego nos da herramientas para saber que el personaje ve tan claramente las cosas como Sancho o el lector. Por eso quizá la ironía y la melancolía cervantina le interesaban a Nacho. Es esa mirada crítica del lector la que pondera. Enrique Lynch, en su ensayo La moral y la fábula plantea una duda: ¿por qué estoy tan dispuesto a ceder en mi autonomía moral cuando me pongo en contacto con la literatura? La fábula y la sátira pertenecen a un género híbrido, bifurcado entre literatura y filosofía. Los relatos o narraciones morales que se producen en la confluencia entre un desasosiego suscitado por el sinsentido de los valores y un anhelo para reformar las conductas individuales. La idea de que la literatura sirve como técnica para cambiar las conductas anima la escritura de los moralistas. ¿En qué punto se tocan estas dos concepciones? Fabula y sátira revierten para moralizar. Sigue Lynch: “¿Por qué es lícito extraer un conocimiento moral de nosotros mismos por el mero hecho de recrear literariamente las acciones protagonizadas por otros?” Nos ha dicho Agustín Redondó que la melancolía es el elemento más significativo de la creación cervantina. Quizá porque aparece por el distanciamiento de los demás, por la pérdida del vínculo con la realidad: la sensación de no pertenecer, ser incapaces de comunicar la desesperanza. Como en el Pantagruel de Rabelais donde uno de los recursos para dar cara a la aflicción es la parodia. De hecho es un tema presto para suscitar la risa: “Ya he dado en Don Quijote pasatiempo al pecho melancólico y mohíno”, escribe Cervantes muy renacentista, usando el término melancolía como mohín, la paradoja se acentúa: la melancolía es fuente de alegría. Afirmación que desde la antigüedad es conocida, Aristóteles concluyó que todos los hombres eminentes han sido melancólicos. Igual en Cicerón, que usando el concepto platónico de “furor divino” insistió en que los grandes creadores y transformadores son melancólicos. Sólo en la edad media, a través del pecado de la acedía, madre de todos los vicios, se asiste con el renacimiento a una rehabilitación del papel positivo de la melancolía. Es el ocio valorado de Ángelo Poliziano que lleva a la vita speculativa sive studiosa del homo literatus o el centro del discurso de Pico della Mirandola: de hominis dignitate. No es gratuito que un neoplatónico como Maricilio Ficino nos indique que

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Platón colocaba la parte más alta del espíritu (mens) bajo el imperio de Saturno, el más alto de los planetas cuyos hijos son melancólicos. No es gratuito, tampoco, que la mayor representación de esta idea esté en el mejor ilustrador del Quijote: Alberto Durero, quien en su grabado famoso Melancolía I resume el ideal renacentista del hombre apesadumbrado por sabio. Sin embargo, los sabios rehúyen a la corona de laureles y a diferencia de Sancho que busca la gubernatura de la ínsula, don Quijote preferirá ser a Beautiful loser: “Por mis valerosas, muchas y cristianas hazañas, he merecido andar yo en estampa en casi todas o las más naciones del mundo; treinta mil volúmenes se han impreso de mi historia y lleva camino de imprimirse treinta mil veces de millares.” Ese fue, literariamente, Ignacio Padilla. El factor Cervantes, acaso una fórmula infinita, nos puede seguir ayudando a entender una obra que, lamentablemente, no seguirá escribiéndose. Nos queda la lectura de lo que Nacho sí alcanzó a escribir. Nacho, como Cervantes, nos siguen encantando. Y al abrir sus libros nos encontraremos como a Alonso Quijano le pasó: “Mirando a todas partes por si descubría algún castillo o alguna majada de pastores donde recogerse y donde pudiese remediar su mucha hambre y necesidad, vio no lejos del camino por donde iba, una venta, que fue como si viera una estrella que no a los portales, sino a los alcázares de su redención le encaminaba”. Esa estrella, esa redención, ese camino, seguirá siendo nuestra lectura de Ignacio Padilla.

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Pesar con las manos las cosas:

Ignacio Padilla y el ejercicio del ensayo Tomás Regalado A Ix-nic Iruegas.

Este homenaje pretende abrir una ventana al trabajo ensayístico de Ignacio Padilla, una de las facetas en su formación intelectual que menor interés ha despertado entre la crítica. Ignacio Padilla entendió el ejercicio del ensayo como una cuestión esencialmente subjetiva, que no debía ocultarse bajo falsos plurales mayestáticos y que debía rehuir de toda impostada objetividad, convencido como estaba el autor, siguiendo a Michel Montaigne, de que ensayar, del francés essaier, no significaba otra cosa que “sentir en las propias manos el peso de las cosas.” Reflejo, en sus propias palabras, del: “Entusiasmo que proviene de la más desenfadada presencia del yo que critica, que mide con las manos el pensamiento, que se ensaya en un tema al margen de si éste es o no libresco”. En virtud de ello el autor se dedicó a la escritura de ensayos no literarios de la más variada índole, donde reflexionó sobre temáticas diversas como la antropofagia, el once de septiembre, las supersticiones infantiles, el genoma humano, las películas de Disney, el fin del mundo, la construcción del Palacio de Bellas Artes, la simbología del encendedor o mechero, las consecuencias del terremoto de 1985, el ajedrez, los vínculos entre Latinoamérica y su entorno oceánico o, entre otros tantos y variados motivos, la mezcla entre horror y atracción que desde tiempos inmemoriales han causado robots, humanoides y muñecas. En el prólogo al volumen El peso de las cosas el autor citaba la influencia decisiva del tono ensayístico, subjetivo y ajeno a todo academicismo, de Alberto Ruy Sánchez en Al filo de las hojas (1988), justificando estas singulares líneas temáticas porque le interesaban, en sus propias palabras, temas que: “En verdad me provocasen, temas de preferencia poco literarios, por lo general sopesados durante años de lecturas, viajes, meditaciones, apasionamientos y exposiciones constantes a eso que algunos llaman subcultura mediática”. 49


A partir de estas pautas el escritor dejó una amplia obra ensayística, entre la que destacaron libros como El peso de las cosas (2006), recopilación de textos breves; La vida íntima de los encendedores. Animismo en la sociedad ultramoderna (2009), sobre el animismo o la atribución de vida a los objetos inanimados; Arte y olvido del terremoto (2010), sobre la insuficiente representación del seísmo de septiembre de 1985 en las letras y en las artes de México; La isla de las tribus perdidas: la incógnita del mar latinoamericano (2010), acercamiento a la identidad latinoamericana a partir de su (des)conexión simbólica y real con el océano; La industria del fin del mundo (2012), sobre la atracción de los discursos milenaristas en la historia de la humanidad; y El legado de los monstruos. Tratado sobre el miedo y lo terrible (2013), complemento ensayístico de su antología de cuentos Las fauces del abismo y su reflexión sobre la instrumentalización del miedo en la literatura y la cinematografía. En el campo del ensayo literario, Ignacio Padilla trabajó con particular interés la figura de Cervantes, pasión que lo acompañó toda su vida, a la que dedicó su tesis doctoral en la Universidad de Salamanca y que dio lugar a la tetralogía conformada por El diablo y Cervantes (2006), Cervantes en los infiernos (2011), Cervantes & compañía (2016) y Los demonios de Cervantes (2016), este último publicado póstumamente. A ellos pueden unirse Heterodoxos mexicanos (2006), antología original dialogada con el académico Rubén Gallo (sobre escritores excéntricos de la tradición mexicana) y dos ensayos que han permanecido, inexplicablemente, inéditos: El dorado esquivo: espejismo mexicano de Paul Bowles (1994), sobre el autor de El cielo protector y la figura del escritor viajero, y Los funerales del alcaraván. Historia apócrifa del realismo mágico (1999), destinado a desarticular la importancia cultural, sociológica y literaria que se le había otorgado al realismo mágico en América Latina. En la formación ensayística de Ignacio Padilla tuvo un papel esencial el ejercicio de la crítica periodística que el escritor llevó a cabo entre 1989 y 1998, de manera ininterrumpida y con una cadencia semanal, en la columna El baúl de los cadáveres que incluía, bajo la supervisión de Huberto Batis, el suplemento “Sábado” de Unomásuno. Allí se publicaron columnas dedicadas a escritores de la tradición mexicana (Silvia Molina, Dante Medina, Aline Petterson, Guillermo Samperio, Gerardo Laveaga o Daniel Sada, entre otros), latinoamericana (José Donoso, Alfredo Bryce Echenique, Álvaro Mutis o Mario Vargas Llosa) y española (Javier Tomeo, José Ángel Valente o Arturo Pérez Reverte), aunque el grueso de sus opiniones se remontaba a tradiciones literarias no hispánicas, como 50


prueban sus entradas, por citar sólo las más ilustrativas, sobre Ítalo Calvino, Milan Kundera, Boris Vian, Marguerite Duras o Julio Verne: escritores que, indefectiblemente, ocuparon un lugar de excepción en la biblioteca del autor. Ignacio Padilla fue, además, un observador de los cambios en la literatura de su tiempo, de los posicionamientos de los escritores de su generación frente al stablishment de los noventa y de la necesidad de articular una identidad estética que aunara la obra dispersa de los autores latinoamericanos nacidos en la década del Boom, reflexiones que el autor llevó a cabo tanto de manera individual como en el plano colectivo desde su papel como escritor y miembro del Crack; membresía por la cual deben incluirse aquí sus participaciones en los tres manifiestos que vertebran teóricamente la identidad estética del grupo: el “Manifiesto Crack” (1996), con un capítulo titulado “Septenario de bolsillo” donde se trazan líneas teóricas del Crack como la identidad cosmopolita, el rechazo de los discursos nacionalistas o el retorno a las grandes obras de la tradición mexicana, latinoamericana y universal; el volumen Crack. Instrucciones de uso (2004), con el fragmento “El Crack a través del espejo”, donde se analizaba el Crack desde una perspectiva exclusivamente generacional, en analogía o disyunción con otros fenómenos grupales, dentro y fuera del mundo hispánico; y el reciente “Postmanifiesto del Crack, 1996-2016”, con un capítulo titulado “Nuevo septenario de bolsillo”, destinado a evaluar los alcances del grupo veinte años después de la lectura de su primer manifiesto. Quedaron patentes las ideas de Ignacio Padilla sobre el Crack y sobre la narrativa contemporánea en otros ensayos aparecidos esporádicamente, algunos de ellos incluidos en el original volumen misceláneo Si hace Crack es Boom. Lo cierto es que existió una equidistancia entre el ejercicio crítico del autor sobre la narrativa de su tiempo y el valor de sus ficciones como muestras prácticas de lo expresado en los textos teóricos, partiendo de las palabras que dan inicio al volumen El peso de las cosas y en las que Padilla afirmaba sorprenderse: “Lamentando que un magnífico ensayista sea también buen narrador”. Doble tarea que se asignó el autor y en la que supo vincular, por un lado, la reflexión teórica sobre el campo literario en el que le tocó desenvolverse y, en el otro extremo, la coherencia para proyectar estas ideas sobre sus cuentos y novelas. Sus ideas en este ámbito se pueden sintetizar en un acercamiento a la obra literaria como eslabón de tránsito entre el pasado y el presente, entre lo antiguo y lo nuevo, herencia del concepto de la tradición de la ruptura de Octavio Paz; la convicción en 51


el relevo generacional en el campo de las letras y la conciencia de pertenecer a una generación de escritores mexicanos y latinoamericanos a quienes correspondió renovar la narrativa de fin de siglo, desentendiéndose de viejos clichés con las que habían cargado las generaciones anteriores. Como parte de ello, rechazó abiertamente el realismo mágico, al que llegó a rebautizar irónicamente como magiquismo trágico, espejismo mágico-realista o surrealismo mágico, proponiendo en cambio una estética de la dislocación, esencialmente atemporal, no distante de la estética del cómic, de la realidad virtual o de la pura imaginación novelística, que el novelista llamó en el “Manifiesto Crack”, siguiendo a Bakhtin, el cronotopo cero. También la búsqueda de nuevos lenguajes y nuevos códigos, ejemplificada en libros de ficción suyos como Últimos trenes o Si volviesen sus majestades. Y, en general, la creencia borgeana que la literatura es, ante todo, incertidumbre y sugerencia, antípoda de las ciencias exactas, ecuación contra las verdades dogmáticas y festiva celebración de lo desconocido, lo plural y lo incierto. Queda pendiente un trabajo crítico que calibre la aportación de Ignacio Padilla en el campo del ensayo literario, particularmente urgente en el caso de sus trabajos sobre Cervantes y el Quijote, pero también, como se ha descrito aquí, en lo relativo a sus reflexiones sobre la narrativa mexicana y latinoamericana de finales del siglo xx y principios del siglo xxi. Arte y olvido del terremoto, libro publicado por la editorial Almadía en el 2010, evidencia la singularidad de Ignacio Padilla como ensayista y revela, frente a quienes lo consideraron un escritor aislado de la realidad de su país, a un intelectual capaz de discernir y pensar sobre los tejidos sociales y políticos de una nación que nunca dejó de importarle y que, a pesar de sus innumerables viajes por Asia, África y Europa, nunca terminó de abandonar. Nacido apenas un mes después de Tlatelolco, Ignacio Padilla no había cumplido dieciocho años en el momento de los seísmos de septiembre de 1985 y un cuarto de siglo después, reflexionó en Arte y olvido del terremoto sobre la importancia del temblor como momento axial en la historia, sociedad y política del México finisecular, accidente cuya representación en las artes y las letras había sido hasta entonces, según expone en el ensayo, parcial e insuficiente. Premio Luis Cardoza y Aragón de Artes Plásticas, Arte y olvido del terremoto vino a recordar, discernir, explicar y en cierta manera llenar ese vacío en la memoria colectiva, justo cuando se cumplía un cuarto de siglo de la tragedia sísmica y cuando el país afrontaba, una vez más, una crisis de proporciones bíblicas.

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Valga una rápida recapitulación de los momentos que sirvieron a Ignacio Padilla como punto de partida para la escritura de su ensayo: el diecinueve de septiembre de 1985, a las 7:19 de la mañana, la Placa Norteamericana y la Placa de Cocos convergieron y la ciudad de México sufrió un seísmo de 8.1 en la escala Richter. El veinte de septiembre, a las 7:38 de la tarde, un segundo terremoto terminó de sumir a la ciudad en la catástrofe; el presidente Miguel de la Madrid admitió en televisión la incapacidad institucional para organizar el caos, dando paso a la organización de la sociedad citadina de una forma independiente, autónoma y espontánea. Ambos terremotos destruyeron parcialmente las colonias Roma, Guerrero, Obrera, Morelos y el barrio de Tepito, y en apenas minutos convirtieron en escombros edificios como el Hospital Juárez, el Nuevo León en Tlatelolco, la Secretaría de Comunicaciones, el multifamiliar Juárez y los hoteles Finisterre, Regis, Principado, Romano Centro, Versalles y Montreal. Hubo entre diez mil y veinte mil muertos, una cifra nunca fijada. ¿Por qué el terremoto de 1985, siendo uno de los grandes traumas comunitarios en la historia de una ciudad y un país, apenas tuvo repercusión en la literatura y las artes como, por contrario, sucedió con otras crisis, a saber la Revolución Mexicana, Tlatelolco o el annus horribilis 1994? Esta pregunta animó a Ignacio Padilla a reflexionar sobre una realidad concreta como paso previo al análisis de cuestiones universales que atañen a la relación entre el arte y el olvido, entre el hecho y su registro, entre el dolor colectivo y su representación estética. A partir de los ensayos Sobre la historia natural de la destrucción (1999), del filósofo alemán W.G. Sebald, Regarding the Pain of Others (2004), de la teórica estadounidense Susan Sontag, y Tiempo pasado (2005), de la crítica argentina Beatriz Sarlo, el escritor estructuró Arte y olvido del terremoto en torno a una dicotomía entre amnesia y olvido: la primera bloquea la manifestación artística del dolor pasado, evita confrontarlo y estigmatiza la experiencia traumática, impidiendo así su comprensión en el presente y provocando, a la larga, una reverberación futura. El olvido, por el contrario, hace del arte y la literatura instrumentos válidos para universalizar el dolor, eleva el trauma a una categoría mítica y permite que la creación funcione como mecanismo catártico a nivel personal y colectivo, proceso necesario para la gradual asimilación del dolor. Mientras en otras naciones la memoria artística se ha incorporado naturalmente a un proceso de profundización, aprendizaje y olvido de experiencias de dolor colectivas (véanse, por ejemplo, los casos de Chile, Argentina o Alemania), en México la ausencia

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de una profunda memoria artística después del terremoto implicó, por el contrario, una negación colectiva de la experiencia traumática, amnesia autoimpuesta que no permitió, según Padilla, una sana cicatrización de las heridas. A partir de ello Arte y olvido del terremoto analiza por qué la producción artística sobre el seísmo no respondió nunca a su verdadero valor como catarsis de la colectividad, contribuyendo por el contrario a una celebración comunitaria de la amnesia frente al olvido. De acuerdo a esta dicotomía el escritor articula una digresión que conduce, indefectiblemente, a un final que se explicita en la última de las ciento treinta y cinco páginas que componen el ensayo: “La auténtica maduración de las conciencias siempre intranquilas y una más firme entrada de nuestro país en la mayoría de edad social, política y cultural dependen todavía de que sepamos renunciar a la amnesia y acudir finalmente al olvido.” Existe, además, un acercamiento ideológico al terremoto de 1985, pues el movimiento telúrico borró cualquier ilusión de progreso nacional, ejerciendo como trágico puente entre las crisis institucionales de 1968 y 1994. Ya que no matan los sismos sino los edificios, el temblor de septiembre desnudó abruptamente la corrupción inmobiliaria y el oportunismo de los planes urbanísticos, revelando además la incapacidad total del gobierno de Miguel de la Madrid para manejar la crisis, por mucho que la fastuosa celebración del Mundial de fútbol de 1986, apenas nueve meses después de la tragedia, sumergiera fácilmente al país en esta amnesia colectiva. Bien es cierto —y así se refleja en uno de los más brillantes capítulos del ensayo— que existe un recuento literario y estético de los terremotos de septiembre de 1985: le dedicaron poemas Octavio Paz y José Emilio Pacheco, en la dramaturgia existió un mínimo reflejo en las obras de Villoro, Leñero o Pérez Quitt. Aline Petterson y Silvia Molina lo hicieron presente en sus novelas y Carlos Monsiváis supo reflejar sus efectos en crónicas como Los días del terremoto o

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el capítulo que abre Entrada libre, citados todos ellos en el ensayo, precedentes directos de Arte y olvido del terremoto y lecturas obligatorias para cualquier profundización sobre el tema. Titulado “Resistencia de materiales”, el tercer capítulo de Arte y olvido del terremoto llevó a cabo, de hecho, un exhaustivo análisis de las representaciones de la tragedia en la fotografía y el arte, como se explicita aquí. Todo ello, sin embargo, resulta insuficiente si se compara, por ejemplo, con el impresionante caudal literario que dejó la Revolución mexicana o la enorme cantidad de documentos artísticos y literarios sobre Tlatelolco. En el campo de las letras, sostiene Padilla, muchos escritores mexicanos se dedicaron a analizar el dolor desde la palestra de los medios de comunicación negándose a profundizar sobre ello en la misma literatura, y cuando lo hicieron fue desde el amparo paternalista de las instituciones que supieron, en un pacto tácito por ambas partes, aceptar cualquier posición reaccionaria. En el campo de la fotografía muchos casos reflejaron la tragedia de forma tan efímera como lo fueron las numerosas exposiciones temporales o itinerantes dedicadas al tema. Fueron pocos, en definitiva, los casos donde se consiguió alcanzar el nivel de sublimación que eleva el arte, la literatura y la fotografía a un espacio mítico: entre ellos, Ignacio Padilla rescata la icónica fotografía de Rubén Pax, tomada justo después del seísmo, que muestra a un hombre caminando al lado del hotel Regis derrumbado sobre el asfalto de la Avenida Juárez. En general, Arte y olvido del terremoto actualizó la reflexión sobre la organización civil en México y la forma de gestionar las crisis desde las palestras institucionales. Uno de sus valores radica en su capacidad para analizar, discernir y subvertir dogmas aceptados en el imaginario mexicano, fosilizados en el tiempo: así, el seísmo de 1985 constituye un cataclismo de magnitud histórica pero no fue suficientemente recogido por la literatura y el arte, a pesar de su significado como trauma colectivo; puso al descubierto

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la incompetencia gubernamental y despertó un importante movimiento de solidaridad, pero esta sensación comunitaria resultó efímera; hizo cambiar temporalmente el concepto de sociedad civil en México, pero esta prometedora reconstrucción apenas se mantuvo en pie durante unos meses; ofreció una violenta experiencia colectiva pero desenmascaró, como mera entelequia, la asumida convivencia natural entre el mexicano y la muerte. Arte y olvido del terremoto demuestra, por tanto, lo contrario de aquello que muchos criticaron en las ficciones de Ignacio Padilla: frente a quienes acusaron al escritor de evasión y desarraigo, revelaba a un intelectual que plantea preguntas, rebate verdades e intenta definir la identidad cultural de México y Latinoamérica. Ejemplo de la originalidad ensayística de Ignacio Padilla, Arte y olvido del terremoto vino a recordar, en conclusión, que la literatura, la fotografía y el arte son, como bien se expresa implícitamente en el libro, la memoria de las sociedades: reflejo, en fin, del pensamiento de una figura cuya voz comenzaba a oírse con fuerza, allá por el 2010, en el panorama de la cultura y la intelectualidad mexicana. Porque ensayar es, al fin y al cabo, pesar con las propias manos las cosas. Sirva este texto como homenaje póstumo a Ignacio Padilla: narrador único, original ensayista y, sobre todo, amigo. Con el nítido recuerdo de los diálogos sobre la literatura y la vida, siempre en compañía de Ix-nic Iruegas, en México, en Gijón, en Toronto o en Guadalajara. Nunca, sorprendentemente, en Salamanca.

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Disparos de la imaginación vs cañonazos de la realidad Ramón Alvarado

¡Todo un mundo encerrado ahí, un mundo maravilloso y lleno de aventuras que nos aguardaban!

Ignacio Padilla. Ha pasado ya un año y me resisto aún a su ausencia. Vuelvo la mirada de manera constante a los lomos de sus libros cada vez que su recuerdo vuelve. La bonhomía de Ignacio Padilla campea y aleja los fantasmas de la memoria, ausencia sí, pero no olvido. Dos textos llegaron de manera reciente a mis manos: La catedral de los ahogados y Las tormentas del mar embotellado. Dos libros en los que se cimenta una escritura que iba alcanzando altos vuelos cuando el aciago destino desembotelló sus tormentas y nos dejó sin la magia del capitán Añil. Los textos iniciales de ciertos autores suelen trazar la ruta que sigue la escritura y en el caso de Ignacio Padilla no es la excepción. Es un cuenta cuentos nato —físico cuéntico se declaraba— que, si bien se fue arropando con escritura de largo aliento, nunca abandonó ese deseo de poblar el continente narrativo con historias que nos devolvieran la esperanza. Pienso en nuestro presente tan lleno de zozobra y por eso mi punto de partida es un libro pensado para un público infantil que además le valió el premio Juan de la Cabada 1994: Las tormentas del mar embotellado. En ese libro el abuelo Enrique cuenta episodios de su niñez y cómo fue que conoció el mar gracias al capitán Añil. Para ello, junto a sus amigos de infancia debe abandonarse a la imaginación y adentrarse en una botella para sortear sus diferentes tormentas con el objetivo de encontrar la isla de Cerca. El ejército de Lejos debe vencer a los Piratas de la Realidad para volver a casa y ayudar a la gente del pueblo a recuperar el sentido del vivir cotidiano. Pero la realidad no es fácil de vencer, a sus estruendosos cañones los niños hacen frente con disparos de imaginación materializados en bolitas de migajón.

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Así es la escritura de Ignacio Padilla, disparos de la imaginación que en vida le ayudaron a sortear las diferentes tormentas embotelladas. Su obra, cerrada ya, es un trazado imaginario que se inscribe en lo mejor de la tradición literaria del siglo xx, que hereda la escritura de sus predecesores, que homenajea tanto a Borges como a Manganelli y que ha terminado por edificar su propia escritura microcuéntica maravillosa en un mundo de miedos e incertidumbres. Disparos de la imaginación Ignacio Padilla se vio sorprendido al recibir la noticia de que su novela Amphitryon había sido galardonada con el IV Premio Primavera Breve. Más sorprendido el jurado por la trama de la novela cuyo telón de fondo distaba del cuadro que hasta ese momento escenificaba a la literatura mexicana. Una novela que, en una primera mirada, encajaba con lo pedido años atrás en el texto del Manifiesto (1996): “[Novelas que] comparten esencialmente el riesgo, la exigencia, la rigurosidad y esa voluntad totalizadora”. Recurre al mito griego, donde Zeus suplanta la identidad de Anfitrión para poseer a Alcmena, para construir una historia de identidades intercambiadas. Un texto ambicioso que capitalizaba años de escritura y galardones ya obtenidos como el Nacional para primera novela Juan Rulfo o el de Cuento infantil Juan de la Cabada. Desde ya, como hemos mencionado, era manifiesto su interés por contar historias, por ejercitarse en el lenguaje y con él construir nuevas formas narrativas. La catedral de los ahogados debe su nombre, tanto a la estructura con la que edifica la novela —los nombres de los capítulos corresponden a las partes principales de una catedral comenzando en el atrio y finalizando en el ábside—, como al contenido de la historia: una isla en la que encuentra refugio Orlando y quien “empezó a escribir en la arena las historias de su insomnio”. Es un libro mítico, que si bien se hizo acreedor a un reconocimiento, no ha sido leído; muestra dos ejes de su literatura: el manejo y la soltura del lenguaje así como la capacidad de crear historias: la del Comendador encontrado muerto, decapitado, en una isla que gobierna desde el miedo y a su capricho; la de Elías, el inventor del pueblo, quien “seguía soñándose en un viaje exitoso”; la de Orlando que en realidad es un poeta del que no hay registro de su origen pero se sabe un episodio de su vida donde regresó del infierno. Sólo alguien como Padilla sería capaz de hilvanar tan disimiles historias en un creíble relato que da cuenta de la naturaleza humana y sus más recónditos temores.

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Sumado al anterior y compartiendo los rasgos mencionados, Si volviesen sus majestades, apuntala lo dicho. La obra que acompañó al Manifiesto sentaba a cabalidad la exigencia de su escritura. Una obra cuyo espacio del castillo fortifica el lenguaje y crea un universo literario del que no puede escapar el escribano. Es la historia de un señorío, mismo que fue dejado a merced del mayordomo, quien fiel a sus señores guarda con celo el buen estado del castillo. Pero, tan pronto se han ido aquellos, afronta una revuelta estudiantil y una sublevación popular: la turba enardecida arremete contra la nobleza para liberar a su poeta encarcelado y una vez cumplida su venganza dejan arrasado el reino. El autor manifiesta de manera lúdica el uso del manejo del lenguaje ya que, del mismo modo como hace con los nombres propios, juega con una serie de intertextos sobre películas, canciones, situaciones de la vida cotidiana elevadas a lo fantástico por el manejo de las palabras. Guarda con ello la novela una frescura y humor que en no más de una ocasión nos moverá a risa y donde destaca ese calco del español medieval sujeto a sus propias reglas. Si bien son dos libros que presentan complejidad en su escritura y estructura, Padilla da muestras de llevar las historias al nivel simple de la primera escucha con Los papeles del dragón típico (1993) y la ya mencionada Las tormentas del mar embotellado. Literatura infantil es la primera categoría, pero no por ello deja de lado el lenguaje lúdico que mueve a reflexión. ¿Quién habría podido imaginar que a un dragón le sea vedado transitar por los cuentos clásicos dado que perdió su pasaporte? Inusual, ahí en la República Imaginada donde todo puede suceder pero no romper ciertas reglas que permitan la feliz convivencia de los personajes a los que estamos acostumbrados. Y esa habilidad de contar la fortalece en el libro que guía este ensayo, cuyo personaje además es alguien que sabe mantener la atención con sus historias. Una anécdota tan sencilla la vuelve un magnifico relato, en un momento donde la gravedad de la situación social obligaba a tomar las cosas con seriedad. Así, el abuelo remontándose a su infancia, narra la aventura que él y sus amigos de correrías emprenden con el titiritero capitán Añil para devolver la risa a la gente de su pueblo. La aventura

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implicaba adentrarse en el mar embotellado y sortear sus peligros para encontrar la isla de Cerca. A Ignacio Padilla lo convertimos en adulto por sus letras y quedó con ello fuera de los márgenes de la literatura fantástica, con todo y que es un sello distintivo de su obra. Razón por la cual, consideramos, él mismo erigió su república imaginaria y la pobló con su Micropedia: Las antípodas y el siglo (2001), El androide y las quimeras (2008) y Los reflejos y la escarcha (2012). La primera colección de cuentos fue publicada por Espasa Calpe, las otras dos por la editorial Páginas de Espuma; no es un dato menor, dado que el primer libro poco ha circulado y, como se puede apreciar, hay más distancia temporal de por medio. El término lo acuña en el segundo libro: es ahí donde habla de la Micropedia cuando al final de los cuentos externa sus deudas y pone en entredicho el término de ficción dado que argumenta que pudieron ser acontecimientos históricos. Este neologismo parece devenir de una analogía con la palabra enciclopedia que la entendemos más de manera llana como ese conjunto de libros que compendian el saber necesario en la educación. Micropedia invita a pensar que se trata de un conjunto mínimo de cuentos que encierran un saber, ¿sobre lo ficticio? Si algo guardan en común los tres libros es que precisamente reúnen doce cuentos breves bajo ejes temáticos señalados desde el título mismo. En Las antípodas y el siglo los cuentos no presentan división alguna; El androide y las quimeras está seccionado en dos partes, El androide en nueve tiempos y Quimeras de tres orillas; Los reflejos y la escarcha guarda una simetría en su estructura, seis cuentos bajo el tema “Reflejos solos” y seis titulados “Sólo escarcha”. Hay una intención cuidada en la estructura que denota, pensando en los tres como un conjunto, un pensamiento cíclico, redondo en la manera de presentar las historias y que, sugerentemente, guarda ese saber cuentístico que nos lega. No pretendemos detenernos en toda su obra sino resaltar esos disparos de la imaginación con los que fue edificando su narrativa. Padilla, en palabras de

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Huyssen: “Libera el arte y la literatura de esa sobrecarga de responsabilidades” al adentrarnos en un entorno donde se difuminan las fronteras de la realidad. Es una primera mirada, una invitación a dejarse subyugar por las historias contadas donde adquiere consistencia el lenguaje, donde “podemos resistirnos a creerles, defender por un momento lo que pensamos haber hecho o vivido, pero al final es siempre la versión de los otros, convincente y enfática, lo que acaba por seducirnos, lo que termina por hacernos lo que somos” (Espiral de artillería). Cañonazos de la realidad Dicho lo anterior Padilla no rehúye de su realidad, cabe preguntarse: “¿Pero qué cosa ve quien ve su tiempo, la sonrisa demente de su siglo?” (Agamben). Comprende que es un hombre a dos tiempos, que asumió con sus compañeros de manifiesto —con quienes nunca dejó de ser cómplices— que la escritura de ficción no agotaba el disertar sobre los problemas inherentes al cambio de época. Es en El peso de las cosas donde expone la necesidad de plasmar la intimidad de su pensamiento: “Con los novelistas, en cambio, sucede a veces que la brillantez de sus obras de ficción y la popularidad del género narrativo consiguen silenciar buena parte de sus más destacadas obras en el dominio del puro pensamiento”. Se trata de la efusión del yo, como lo denomina, donde consideramos se muestra una faceta del escritor quien desde sus preocupaciones personales expone las preocupaciones sociales ¿Qué hay en ese puro pensamiento? Para Weinberg en el ensayo: “Hay una organización de sentido y una configuración articulada y articuladora de mundos”. ¿Cuál es el mundo por el que transita y que además articula Ignacio Padilla? ¿Cuáles son sus miedos y pesadillas, sus preocupaciones y esperanzas? Su obra ensayística muestra la composición de mundo que el autor nos lega y donde, además, “traduce y reactualiza las tensiones […] entre [los campos] el literario y el intelectual”. Creemos, por tanto, que no hay una dicotomía de pensamiento entre ensayo y narrativa, sino más bien una continuidad de esas preocupaciones íntimas que de manera lúcida ensaya y a su vez refracta en su prosa. Podemos poner como espejo, siendo de naturaleza distinta, El legado de los monstruos (2013) y Las fauces del abismo (2014): “No pretendo nada más que proponer la

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lectura de un ciudadano de a pie que tiene miedo”, sentencia. Ese miedo catalizador de las más opuestas emociones, “una energía capaz lo mismo de destruirnos que de salvarnos” (El legado de los monstruos). Y ¿cómo no tener miedo cuando se transitó en un espacio-tiempo lleno de incertidumbres, “de colapsos financieros que van desde el 74 hasta el 94”? De ahí parten sus cavilaciones, de ahí sus alianzas escriturales para enfrentar tiempos de tormentas en botellas y cañonazos de realidad: “los autores nacidos en los sesenta nos refugiamos en la literatura cuando, invitados al escepticismo, descubrimos que nadie puede subsistir en el desencanto absoluto” (Si hace crack es boom). En sus ensayos están sus monstruos, sus miedos, sus peguntas más que respuestas. Mismas que cataliza en la ficción. Las fauces del abismo cierra su obra cuentística en vida. Una animalia de espejos nos espera en esos cuentos que patentan los miedos que se generan ante lo desconocido. Un muestrario de los más diversos caprichos de la imaginación en distintas latitudes y que ponen de manifiesto la universalidad del miedo. La realidad no dista de la ficción en ese punto, y Padilla lo sabe. Tal vez de ahí el por qué recurre a documentar los cuentos, a jugar con las fronteras entre lo creíble y lo inverosímil. Otra vez los dobles, los bordes pantanosos de lo que está documentado y pudo suceder. La imbricación de ambos géneros manejados de manera magistral nos muestra no un pensamiento dividido, sino un pensamiento expandido que requiere ambos cauces para dar soltura a las ideas que bullen al ser testigo de su tiempo. Padilla teme a un mundo que nos avasalla y donde hemos concretado en monstruos, fantasmas y androides nuestros miedos y ansiedades. No es difícil entender una literatura del caos, del juego del lenguaje que construye espacios y situaciones, donde los personajes inclusive tienen que desdoblarse o acudir a ignotos lugares en busca de un sentido. La mirada a la obra ensayística de Ignacio Padilla nos permitirá comprender su obra narrativa, ese caos articulado de la ficción está ahí condensado en el ensayo, es su Legado de los monstruos, y entiéndase también el género humano, donde: “A fin de cuentas seguimos picando piedra en la cantera de la angustia: estamos destinados a objetivar nuestros miedos universales en monstruos y estrategias políticas, en profecías bíblicas y armas de defensa o ataque, en obras de arte y productos de entretenimiento, en fin, en una limitada caterva de ficciones necesarias y anheladas” (El legado de los monstruos).

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∗ Ignacio Padilla ha sido un escritor contemporáneo: “El contemporáneo es aquel que percibe la oscuridad de su tiempo como algo que le concierne y no deja de interpelarlo, algo que, más que toda luz, se dirige directamente a él” (Agamben). Contemporáneo porque a la oscuridad de la realidad, sin negarla y a la que cuestiona desde sus ensayos, respondió con disparos de la imaginación. Es la herencia del constructor de historias que desde una nueva arquitectura del lenguaje abre espacios inusitados, mismos que, más que un refugio, son la proyección para enfrentar nuestra realidad. Disparos de la imaginación contra cañonazos de la realidad, si nos parece imposible, baste leer sus obras para entender que su propuesta quijotesca toma consistencia, donde, además, Nacho como buen Capitán Añil, nos seguirá guiando en este presente de tormentas embotelladas.

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Intemperie Jorge Fernández Granados Para Ignacio Padilla. El gran silencio asciende la fogata está a punto de extinguirse pero hemos conversado esta noche hasta el origen hasta el germen magnífico de la comunión hemos rodeado la gravedad de un intocable fuego como insectos o cuerpos errantes (extraviados) en el bosque el cielo o la orfandad de las estrellas y hasta la más brillante de las palabras es ya únicamente una chispa en medio de la noche es hoy como ayer anterior e interminable la intemperie es hoy como ayer único el instante de la combustión es hoy como ayer breve el alcance del lenguaje ante esta tan pequeña fogata pero acaso los dioses o los ancestros vigilan discretamente la hoguera y la ceniza y tras los rescoldos del fulgor nos conducen todavía con una advertencia: sólo tus palabras te defenderán ante el frío del futuro el todopoderoso el último adversario.

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Nada sobre el doctor Padilla 66


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BIBLIOTECAS AJENAS

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Memoria de Dickens en San Pedro de Atacama Javier Vargas de Luna

También están las bibliotecas de la memoria. Conviene no dejarlas escapar, reconstruirlas en la inmediatez del recuerdo porque durante mis últimas horas en San Pedro de Atacama he perdido mi cuaderno de notas. Acaso entre los millones de años de historia del Museo del Meteorito (una de mis últimas actividades el día de mi partida), y entonces regresaré al hostal del otro lado del cementerio, pensaré otra vez que la muerte en el altiplano tiene muros de barro y entramados de adobe, caminaré quince minutos a toda prisa desde la placita central, a un costado del puesto de carabineros sobre la Gustavo Le Paige y luego doblar en la Tocopilla. Calles mínimas que pronto se hacen familiares en la largueza de los minutos, porque la vida del vecino más alejado exige tan sólo una buena caminata; es cotidiano el uso de las bicicletas en el pueblo, los autos todo terreno y muchas, muchísimas busetas, agencias de viajes, compañías nacionales e internacionales, colores y logotipos que abusan de la paz de los moradores locales. Éste es un pueblo de casas bajas y de techos prudentes. En ocasiones uno concluye que sólo puede ser así, no vaya a ser que los Andes frunzan el ceño desde una puna que quiere llegar a todos lados, a todos y cada una de sus perspectivas posibles, y que nada interrumpa el espectáculo de las cordilleras. Aún no ha sonado la hora del tercer turno de turistas: primero son las tandas del amanecer rumbo al géiser del Tatio, luego las ordenadas carreras del mediodía en busca de los colores del Valle del Arcoíris, y más tarde, ya casi de noche, aparecerán las apresuradas muchedumbres camino a los atardeceres históricos y a las constelaciones con guías a precio fijo y telescopio incluido. Una vez cumplido el ritual de cada partida, las calles de ahora mismo volverán a sentirse tranquilas, gracias a Dios, y entonces podré apresurar el paso con mi mochila de andar ligero. De seguro perderé el boleto rumbo a Arica, dieciocho luquitas, es decir, dieciocho

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mil pesos chilenos tirados a la basura, o más o menos, y no importa —me digo varias veces en el silencio de la frustración—, de verdad, nada importa sino localizar las páginas de mis anotaciones. A nadie pueden interesar las entrevistas, las descripciones de un estante, las apostillas sobre la vida de un lector histórico en el desierto de Atacama o la obsesión (aquí le dicen volón) de mis garabatos entre los nombres más conocidos de los autores locales: varias veces escribí a medias el apellido de Gabriela Mistral, y Neruda se redujo siempre a sus dos iniciales mientras Huidoboro era un juego de vocales escritas con torpeza para economizar esfuerzos. Lo he buscado mucho bajo un viento arcilloso que irrita la mirada. Mejor distraer el frenesí, discurrir un poco, cavilar que la soledad en este pueblo-oasis se hace más extraordinaria ante la certeza de los lectores que la derrotan con recetas de buena ficción y remedios de fantasía. Por lo demás, la vida posee su propia épica en la región más

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árida de América del Sur, aunque la realidad del turismo haga creer que basta un grifo en el baño, los restaurantes a la carta, esas antenas parabólicas, los bares de música en vivo, para vencer el agostamiento y el estiaje. El sol poniente vaticina ya las horas lentas de un cielo despejado, pronto aparecerán las estrellas más limpias que he visto en mi vida, tan cercanas, contiguas, casi tangibles en las noches del invierno austral. Como si el enemigo más temible fuera siempre el más deseado —vuelvo a abstraerme para no pensar en el cuadernillo—, al triunfar sobre un cautiverio de excepción, en un desierto a miles de metros de altitud, la lectura cobra una fuerza mucho más liberadora. Algunos de sus habitantes me han hecho intuir que leer es poblarse de ausencias para servir de ejemplo, ¿cómo decirlo?, es desollarse sin aspavientos, sanar de otro modo la sequía y el párpado, reinventar a Dios con arcillas de altiplano, completar el día de cada día con viajes que van de lo literal a lo simbólico, del desierto a cualquier pico nevado, antes de convertirse en altura y hondonada en un solo golpe de voz. Sí, servir de ejemplo, siempre servir de ejemplo, aunque apenas pude conocer a dos almas así, gente que aprendió a perfeccionar su ciudadanía de volcanes en los perímetros de un librero cuando me lanzo a la nemotecnia de aquellas cumbres: el Licancabur y el Sairecabur rimaban con la palabra albur, el Lascar tenía nombre infinitivo y pico del Putana era de raíces impronunciables —también perderé la conexión entre Arica y Tacna, ni modo—. Era necesario levantar el ánimo en las callejuelas, frente a la cordillera de los Andes. Sin detenerme, recorrí un pedazo de la Carrera Pinto y pasé por un mercado de artesanos que desemboca en aquel taller de bicicletas donde días atrás descubrí una pequeña biblioteca comunitaria cuya fachada exhibía el apellido de un prócer olvidadizo —Paniri o algo del género, vaya uno a saber—. Recuerdo con claridad, eso sí, los sobresaltos lingüísticos que me produjo aquel batiburrillo editorial: había libros a la vista de todos, idiomas sin orden ni concierto en un cajón enorme, Alice Munro y José Saramago en francés, Drumond de Andrade en versos ingleses, Beckett traído al castellano, y, sorpresa de sorpresas, un Don Quijote ruso, caracteres cirílicos, elocuencia de dibujos, portada con molinos de viento y cabalgadura en una edición leída quizás hace mucho tiempo por algún hijo de aquella lengua que, muy a su manera, decidió nunca más salir del desierto de Atacama. De algún modo (así es como creo haberlo sentido en aquel momento), tan elaborado crucero de traducciones sólo podía suceder en un lugar como San Pedro; en efecto, mientras sus pobladores saben ser universales a la menor provocación de una

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novela, el viajero lo ha transformado en el vértice y el meollo de cualquier literatura. Sí, aquí comienza y aquí termina el infinito a cada rato…; simple y complicado de ilustrar, mejor será seguir adelante. Debo haber caminado a toda prisa por la sonoridad del agua sucia en las canaletas a cielo abierto. No hay muchas calles pavimentadas, sólo breves remansos de adoquín, y a menudo se presiente el sabor a pueblo colonial, en especial en las fachadas de algunos muros encalados, herencia de aquella España que inventaba ciudades en esta parte del mundo. Conviene no idealizar la escasez del alumbrado público, los solares baldíos, el desamparo de la noche, las aceras de tierra dura y los pedregales, las cicatrices y las huellas de autos y de tractores al alcance de los tropiezos, la epidemia de los agentes de viajes, las veredas olvidadas de otro siglo y muchos, muchísimos perros callejeros a cada paso, de razas que fueron finas, melancólicos de frío, acaso vestigios de una edad de pastoreo que ya no es más. He vuelto a la tienda de mis empanadas diarias, queso y champiñones, y algo he preguntado a los dueños del lugar —perdí mi cuadernillo, señor…, y no, ellos tampoco vieron nada entre sus cosas—. Al salir, y casi como de reojo, miré la escuela de instrucción básica donde asistí a un festival infantil en homenaje a los pueblos autóctonos; se habló de los mapuches, los aymaras, los collas y atacameños y rapanuis y otras naciones de pronunciación imposible y de difícil memoria. Hubo bailables llenos de significado, comidas tradicionales, un sol picando en la piel de todo el mundo, niños metafóricos vestidos de colores representativos y al final palabras en lengua cunza y breves explicaciones sobre la cultura Likan Antay (a veces sonó a vocablo total, “likanantai”, y otras era una sucesión de términos). Por cierto, en la Biblioteca Municipal de San Pedro, a un costado de la escuela, trabaja un hombre ciego, amable historiador de la Pachamama, capaz de mucha cortesía al evocar las operaciones de cataratas en una infancia que lo dejó sin luz; casi a diario acudí al internet de sus pantallas públicas en la media hora repetida, de cada mañana, de cada tarde, para leer mis correos electrónicos, y fue allí donde levanté el primer inventario de autores en un Chile transhistórico, canónico, preceptivo y casi obligatorio: Parra y Donoso y Bombal y Neruda y Skármeta y Mistral, varios tomos repetidos de La Araucana de Alonso de Ercilla, El largo adiós a Pinochet de Ariel Dorfman, mucho de lo mucho que no he leído de Bolaño, nada de Jodorowsky ni de Huidoboro, qué raro, y un poco más allá reconocí la edición Cátedra del Martín Rivas, de Alberto Blest Gana.

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Después regresé a los sillones difíciles del Café Dulce-Salado. Frente a las bancas de cemento de una plaza central con simetría de arriates, muy cerca de la vieja iglesia de San Pedro, conversé largo y tendido con Joyce, nutrióloga de profesión y oriunda de Santiago. Bien pertrechada en unas gafas descomunales para prevenir resolanas, la mitad de su cara liberada se distraía en el constante saludar de vecinos y de viandantes. Junto a ella construí las preguntas de mis primeras sorpresas: ¿cómo se lee en el desierto chileno?, ¿cómo es el alma de los libros que se agitan en esta región hispánica?, ¿quién se acompaña de quién en un canon literario a miles de metros de altura?, ¿quién abandona qué en la consagración de una página hecha de macizos montañosos, saturada de arcillas, desbordada de galaxias lo mismo que de minas salitreras? Además, allí fue donde Joyce me presentó a la maestra Ema, muy amable, hija radical de una de las familias más eternas del pueblo, o casi; mujer ya mayor aunque no tanto, militante de sabidurías espontáneas lo mismo que de bondades genuinas, y en la parquedad del intercambio fue posible advertir la tierna severidad de una voz agradable y cansada, reservada y fehaciente. Al día siguiente me invitó un té en su casa sin exigir puntualidades, al caer la tarde —sólo eso dijo—, porque acá las horas viven en la conciencia de cada uno y San Pedro sabe mejor que nadie lo que significa llegar a tiempo a su tiempo más franco. Son los valores entendidos de la prudencia en una vida donde todos se conocen, porque la gente de Atacama nace y muere al alcance de los otros.

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En la esquina de la Tocopilla hay que doblar en Le Paige y subir por Calama. Las casas exhiben los mismos muros de adobe, puertas idénticas de madera rústica y de aldabones pesados, limpias y con goznes de hierro antiguo. Tantos rasgos de lo rural sobreviven aún entre cantinas políglotas, itinerarios al observatorio de Alma, precios imbatibles de la cocina internacional, casas de cambio y la bohemia eterna en la calle de los Caracoles donde deambulan veganos new age, amantes del yoga, estudiantes sin pasado comprobable y artesanos sobrellevando la vida con tejidos y cerámicas y alpacas y manteles y pirograbados y pinturas y tantas, tantísimas cosas asociadas al folclor de artificio con que suele materializarse la memoria de cualquier viaje (llaveros, postales, sacacorchos, imanes, ajedreces, delantales, y etcétera). Mientras evoco la cita con la maestra Ema, sé que la pérdida de mis notas significó algo más en aquellas horas, acaso que San Pedro no me dejaría salir ileso de sus geografías al haberlo sospechado tan vacío de literaturas. A mi llegada, es cierto, creí poco menos que imposible penetrar los entrepaños locales, si acaso los había; la gente ni siquiera poseía una conciencia clara de su propia demografía y con algo de cinismo señalaba la confusión de sus cuatro mil, tal vez seis, siete, quizás fueran un poco más de ocho mil los habitantes del pueblo. El lugar me pareció un mundo sin coterráneos, un anti-paraíso de pobladores flotantes cuyas trashumancias habían desplazado a los hijos de la lectura más nativa

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porque hace más de un cuarto de siglo que aquí se vive un trasiego de alemanes, franceses, americanos, japoneses, argentinos llegados para soñar montañas y bolivianos en busca de otro destino, y, sobremanera, chilenos venidos de todos los rumbos, de Antofagasta, de Concepción, de Valparaíso, de Santiago, de Iquique, de Copiapó, de La Serena, para concentrar en San Pedro su idea de país universal o de nación cósmica. Dicho en otras palabras, era como si el municipio más célebre del desierto cobrara cumplida venganza de mis prejuicios al arrebatarme las notas de lo que nunca supe sospechar: a saber, que entre los muchos peregrinajes que lo han manchado, hay alguien como la maestra Ema que pronuncia sus libros de otro modo, alguien que los hace totales y avasalladores e irrepetibles con la luminosa nacionalidad de sus costumbres. Y antes de entrar a esa casa —es menester señalarlo—, todo lo que pueda decir hoy de aquellos libreros representa algo a medio camino entre los ecos de una lecturas y la evidencia de que los títulos cotejados aquí no serán nunca los más importantes, sino tan sólo los más evocables. Su domicilio era una casa de adobes altos, barda de dos cuerpos sobre el nivel del suelo, y en un pedazo de madera estaba pintado el número y el nombre del predio. Al abrir la puerta, los ojos recorrían un jardín de verdores impensables, frescura de lo semiárido, orden y contraste de matorrales, y ante la posibilidad de los perros domésticos mejor gritar mi llegada con amabilidad, y luego avanzar con precaución. El sendero interior, de barro y piedra incrustada, desembocaba en unos muebles de mimbre cuyos cojines gastados de sol daban al porche el encanto de lo añejo. Me habló enseguida de la casa de muñecas instalada a la mitad del jardín, construida sobre palafitos, ideal para las tardes de nietos y de niños vecinos; después describió la flora local, los arbustos, el pingo pingo, el carbonillo, ¿los algarrobos?, el membrillo, los higos, las flores de invierno, a veces se da el durazno, todo señalado con amabilidad y paciencia ante los ojos de mi curiosidad. Nació aquí mismo, aunque la familia se mudó pronto a Calama donde inició su instrucción básica y entonces San Pedro se convirtió en el refugio de sus vacaciones anuales; era otra vida, el turismo no provocaba fastidio y había rebaños y gente a caballo y camionetas de trabajo en los terraplenes y el excremento animal se recogía de todas las calles para beneficiarse con el abono. Vida campestre, claro, y ella continuó sus estudios superiores en Antofagasta y más tarde en la Escuela Normal, allá en Santiago. Por fin llegamos a la memoria del golpe,

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Pinochet, La Moneda, los milicos, las primeras desapariciones cuando cursaba el último semestre de la carrera y luego se suspendieron las clases durante algún tiempo. Hay un detalle que le regresa a la mente, pues ya es la tercera vez que lo repite: cuando ella entró a la facultad al día siguiente, los soldados habían invadido los patios del 12 de septiembre y se oía un mar de gritos en todas las puertas, cascos y uniformes en el interior de las oficinas, daba un miedo así de duro en 1973... Se había girado la orden del regreso a sus casas y así fue como viajó horas de horas en la incomodidad de un tren de carga, hasta que amaneció en Calama. Saltamos por su historia, los vaivenes de una vida de activismos y de militancias y ahora mismo la maestra forma parte de un comité que demanda la reapertura del Museo Le Paige porque las autoridades regionales lo cerraron hace un par de años, y con urgencia explica la necesidad de recuperarlo como espacio de conocimiento. Por cierto, ella sí que conoció al jesuita aquel —el padre Gustavo Le Paige—, en los años setenta, quizás un poco después, llegado de Bélgica, y no sólo asistió a sus misas sino que ha leído muchas de sus investigaciones sobre las culturas locales. Era tan joven en la edad de otra época, la maestra Ema, cuando de repente abordamos su experiencia docente, las primeras letras de un niño del desierto, los silabarios, la intimidad de sus enseñanzas y la maravilla de asistir a un espíritu que se prepara para florecer en la curiosidad de cualquier página. Pasó cerca de cuatro décadas enseñando en la Escuela de Instrucción Básica, la número siete o la número cinco —también eso lo tenía escrito en el cuadernillo—. Las vueltas que le dio el corazón cuando los militares cambiaron el sistema educativo y la idea de Chile comenzó a construirse desde batallas y hechos gloriosos, aun la época colonial se volvió explicación castrense hasta llegar a O’Higgins, figura que parece disgustarle por razones que no le diría jamás a un extranjero. Después habló de las infancias nativas, de niños capaces de vivir constelaciones arriba de un árbol o de viajar al centro del mundo a la menor provocación del aburrimiento, y entramos en la sala, el comedor, esa cocina, un tejido de vicuña o de alpaca con figuras rupestres colgaba de una pared en el corredor y todo estaba amueblado con sencillez sobre pisos de mosaico marrón y techos de vigas barnizadas. No era la escasez de los enseres sino algo mucho más esencial, algo que con dificultad llega a las palabras, como si los espacios abiertos vivieran expectantes de la vida que los transita: en esa casona de una sola planta parecía como si sus habitantes reinventaran las recámaras a toda hora, también los pasillos, un antecomedor, esas

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sillas y todos los demás recovecos. Quizás ese afán desmedido por los espacios vacantes también fuera inspiración del desierto, y llegamos a una salita interior, libreros al muro, sillón extenso, un gato regalón de pelaje gris monótono y ese muro reticulado de cristal, como en un solario. Más allá de la vista, los surcos de un huerto mínimo, el gallinero, una mesa de carpintería, utensilios, cuñetes, rastrillos, la carcaza de una camionetita de hace muchos años, quizás aún funcione, y al fondo, a unos cincuenta metros, un muro de vegetación señala el hito de la propiedad (otra vez, ¿eran algarrobos?). Al final, la pérdida del cuadernillo me ha instalado en el azar de las cosas fundamentales. De regreso a la terminal de autobuses pregunté por un boleto hacia la ciudad de Arica, o rumbo a Iquique, salir a medianoche, quizás por la madrugada, y hubo que recomponer el rostro, cambiar el color del cansancio, hacer el cálculo de los días vividos en San Pedro de Atacama y elegir una hoja limpia en la agenda, la que fuera, para construir la lista de mis títulos recobrados. Para eso sirven los autores canónicos —ahora creo entenderlo mejor—, para evocar sin ayuda de ningún apunte los lugares comunes de lo descubierto en la casa de la maestra Ema, sobre la calle Calama, con el sol de la tarde paseando por sus estantes. Primero, claro, lo indispensable: algo de Gabriela Mistral, Magisterio y niño así como Elogio de las cosas de la tierra, y Los versos del capitán, de Neruda; recuerdo, además, Cinco pepitas de naranja de Conan Doyle, La edad del pavo y Memorias de pantalón corto de Carlos Ruiz-Tagle y el Diario de Ana Frank. Nadie hubiera podido pasar de largo, claro que no, frente al Manual de urbanidad y buenas maneras de Carreño en una edición deshilachada en la que ni siquiera he cotejado el pie de imprenta. Por su parte, en lo que toca al pensamiento nacional, creo haber recorrido El evangelio americano de Francisco Bilbao en un tomo suelto de la Biblioteca Ayacucho; después, un ejemplar más o menos reciente de las Pinturas de Gustavo Le Paige, o algo así. Rescaté, además, Los caballos de Salta —autor y título

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por verificar— y La vorágine de J.E. Rivera, y aunque a menudo la retórica de sus entrepaños tomaba respiros de gente adulta (Madame Bovary de Flaubert no desentonaba mucho, como tampoco La engañada de Thomas Mann), aquellas repisas regresaban pronto a su provechosa obsesión por la infancia. Recuerdo haber cotejado títulos de la niñez más canónica en nuestro universo cultural, y resultó conmovedor y un tanto paradójico imaginarla espoleando a los hijos de San Pedro con Un mundo para Julius de Bryce Echenique, con Los ríos profundos de Arguedas, o con La increíble y triste historia de la cándida Eréndira y de su abuela desalmada, del Gabo. No creo haber descubierto ningún Rudyard Kipling, tampoco a Michel Ende, Gunter Grass, William Golding o Mark Twain, y, sin embargo, en las acrobacias que ordenan mi memoria, sé que aquellos libreros del desierto de Atacama eran el único lugar para encontrarlos, entre repisas que además comenzaban a exhibir espacios vacíos, porque la maestra poco a poco ha ido regalando sus libros —para qué sirve guardar una biblioteca después de la muerte, me decía—. Aún sonrío, sentado junto al gato, en la polvosa tarde del solario, al descubrir un lomo de la Editorial Cumbre. Sumergido en la evocación de la casa de mis padres, en aquel golfo de México del otro lado del tiempo, he reconocido una encuadernación envejecida de pliegos en octavo, la pasta dura, su gastada viñeta, las hojas amarillentas, el olor rancio del papel con ilustraciones en tres tintas y esos grabados que no quisieron parecerse a Doré (nunca lo hubieran logrado). Cuando la maestra Ema regresó con la gentileza de la hora del té —tila sin azúcar—, fue como cerrar el circunstanciado círculo de Atacama: una escuela primaria en día de fiesta nacional, la infancia de un ciego, los oficios de la paciencia de una educadora local y el Oliver Twist como última coincidencia literaria de la niñez universal. En el reconocimiento del título y de las ediciones gemelas, fue como si aquel pueblo chileno me propusiera el desafío de un autor clásico para constatar que la literatura de otras épocas se hace canónica sólo si osamos enfrentarla más allá de la crítica heredada. En esta historia de infancias agrietadas, acaso sea imposible acercarse con premeditada ingenuidad al nombre de Charles Dickens. Sin embargo, hay que intentarlo, apresurar la tarea, recorrer cada capítulo y decir pronto que la novela trasciende, antes que nada, como un singular escaparate textual. Aquí todo es narración de una narración, lenguaje que vuelve al lenguaje, voz que se preludia mientras cede a la tentación de identificar su

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forma de hacerse literatura o renglón que se reafirma en la experiencia de su propia enunciación. El libro habita la letra que lo escribe mientras el narrador expone y discute y repite y declara y se arrepiente y alumbra con lucidez todos y cada uno de los puntos cardinales de su geografía verbal; los párrafos se anuncian como la huella de sí mismos, los diálogos poseen la magia del doble fondo (hablan mientras argumentan su manera de hacerlo) y las descripciones se arraigan en la profunda conciencia de su giro dialectal. Entre tantas cosas que pudieran decirse al respecto, nada mejor que iniciar la jornada por los infortunios del Oliver Twist dese la certeza de un libro siempre a punto de sumar algo más a su heteróclita vitrina escritural. A casi dos siglos de su primera publicación (entre 1837 y 1839), Dickens ha decidido mostrarnos la fuerza que aún poseen sus instintos sintácticos. Si se toma en cuenta que sus libros circularon bajo formatos de folletín, en anejos o encartes de periódicos, se puede ilustrar mejor este constante rizar el rizo de un relato que abrevia lo ya dicho antes de retomar el porvenir de una nueva entrega. Ante tal contingencia —recuperar y resumir los antecedentes de cualquier capítulo—, la lectura más actual, lineal y por ende sin interrupciones, le otorga al texto una estética inusitada que se nos revela casi por accidente. Aquí los contenidos del verbo “narrar” han deslizado sus significados hacia el acto de recapitular, y los valores de tan singular ecuación se conducen hacia un infinito de viceversas mientras se lanzan a un juego interminable de reemplazos semánticos:

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relatar también es transcribir y además es traducir; aludir es informarse de algo que está por ser recordado; suponer es historiar una nueva forma de representar la vida; evocar es sobrentender la vida novelesca, y describir un instante, cualquier instante, es reseñar la posibilidad de nuevos caminos narrativos. Cada página se ha hecho portadora de una imaginación totalizante donde, en un elaboradísimo espejo de palabras, son revividas las conjeturas del porvenir mientras se nos anuncian esperanzas conocidas de antemano. En este orden de ideas, el libro irá siempre un poco más lejos. Al imponer a Oliver la promesa de nunca convertirse en autor de novelas, y sin acudir al despliegue ni de metáforas ni de rebuscadas filosofías, en el relato será establecida la diferencia entre leer y escribir. De tales alternativas, la mejor es y será siempre la más cotidiana, la del lector que permanece abierto a la letra que se le propone para triunfar sobre las rigideces de su propio destino. Dígase lo que se quiera sobre Dickens y su posicionamiento frente a la realidad de la época, lo cierto es que en los ámbitos de la ficción el autor se ha solidarizado con nuestra lectura, estará todo el tiempo a nuestro lado, será la sombra y asimismo la raíz que protege lo dicho, el juez y el jurado de lo narrado, la voz y la resonancia que todo lo perpetúa en el marco de un relato que trasciende como un muy singular acto de contrición respecto a cualquier forma de abandono social. Dicho en otras palabras, el autor británico entra y sale de su propia creación, se arraiga mientras se deslinda de la gran realidad del mundo para que nadie acuda a los sosiegos de la fantasía: este libro es la culpa que acudió a las amenidades de la literatura para devolverle al lector una posibilidad real y fehaciente de resolver los equívocos de su tiempo. Es mucha y muy sincera la extrañeza que se desprende de una novela capaz de anunciar, incluso, otras fórmulas para ser contada. De hecho, en el colmo de un arrojo textual más allá de cualquier expectativa, el relato nos compartirá sus lamentos al concluir que se ha quedado sin tiempo y sin

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energía (y también sin espacio) para construir la felicidad en estreno de sus personajes. Por añadidura, al revelar que la vida de un niño expósito posee un sinfín de posibilidades narrativas, Dickens discutirá también un género para su historia: sí, esto bien puede ser un melodrama porque la vida en sí misma, dentro y fuera de cualquier fabulación, es un conjunto de efectos dispares donde la sencillez de una rutina sirve de tribuna para magnificar las desgracias. Bien es cierto que hay frases de culebrón que desesperan, burdos parlamentos de folletín y expresiones que confiesan su gusto por la rapidez del suspenso y las acrobacias del desasosiego; sin embargo, es en dicho aspecto donde se genera la ironía necesaria para existir en el universo de Dickens. Para decirlo de una buena vez, en Oliver Twist la idea de género se ha transformado en realización estética no sólo por la gran capacidad que la novela posee para teorizarla en el interior de sus intrigas, sino porque la claridad de sus ironías nos arrima a la certeza de que los desamparos del personaje se han ganado el derecho al folclor sentimental, es decir, al melodrama mismo. Desde tal óptica quizás se comprenda mejor la historia de un huérfano de nombres inventados y de destinos inciertos donde la amistad se estrellará con el odio, la maternidad con el abandono, la justicia con la ignorancia, la educación con el atropello, la ternura con la iniquidad, y, por si fuera poco, aquí la maldad y el crimen emergen como premisas irrefutables en el ejercicio de la conmiseración o el altruismo. Además, es mediante tales estrategias que la novela nos suministra figuras que imitan nuestra manía de resolver la vida mediante dictámenes de lo yuxtapuesto y con juicios de lo claroscuro. Diríase, por lo tanto, que nuestra lectura le es urgente a este libro, ella es su lugar central, la línea intermedia que le ofrecerá equilibrio a lo que sucede, la inesperado tregua que atrae hacia su interior las dinámicas de un mundo antitético que sólo entonces (y gracias a nuestra condición de mediadores) se humaniza, hace sentir tanto como hace pensar, mueve a reflexión mientras provoca misericordias. Y cuando creímos que esta forma de discutir la literatura dentro de la literatura ya no daba para más, aparecerá el libro en tanto que palabra, es decir, en su condición de objeto nombrado que se transforma también en la fuerza motriz de lo narrado. En efecto, el libro es un eje vertebrador de muchas acciones y la literalidad de su mención confirma la capacidad de Dickens para organizar un sistema hecho de infinitos. Vale la pena recordar aquí al librero de viejo en el relato, su negocio de volúmenes en arriendo, la compraventa de títulos o el ir y venir de las portadas; cada uno de dichos episodios

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es una coyuntura que apunta hacia la singularidad del arquetipo narrativo que la novela defiende: la experiencia de un libro —por enésima vez, dentro y fuera de la narración— debe significar siempre la posibilidad de todos los libros y de todas las aventuras; y si acaso se prefiere el otro extremo de la misma perspectiva, bastaría con argumentar desde San Pedro de Atacama que una biblioteca es la expectativa que resume la totalidad de sus títulos desde la especificidad de cualquiera de ellos. Al final, conviene no elaborar demasiado las intuiciones y decir que un “libro tan libresco” como éste es el inesperado botón de muestra que argumenta las interminables vueltas de tuerca que la literatura es capaz de aplicarle a la representación del alma humana. Por lo demás, Oliver Twist también es un recuento de justicias poéticas cuyos clímax se suceden en claves maniqueas. Construido mediante un lúcido régimen de coincidencias, aquí gana siempre el azar de la esperanza y aquí la deshonestidad es el accidente más inapelable de cualquier castigo. La razón que argumenta una escritura así, tan

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sólida y tan ambivalente en un solo golpe de voz —sin duda bastante peculiar para la época—, es más o menos fácil de inferir: Dickens conoce mejor que nadie la dualidad moral de nuestros reflejos, deduce el contraste de los exámenes que le aplicamos al mundo y toma nota de todas las dicotomías que nos habitan antes de aludirnos y de nombrarnos y aun antes de representarnos. Somos su variable oculta y su modelo fehaciente, su soterrada inspiración y su objeto de crítica en una sociedad que se discute entre mecánicas binarias que poco o nada se ajustan al destino de nadie. Aceptémoslo, así sea sólo durante las horas gastadas en la lectura, que si la condición humana se parece hoy en día a Charles Dickens es porque la novela en cuestión nos ha enseñado a renegar de la pequeñez de nuestras sombras y de la frivolidad de nuestros afanes. Y, aunque con distintos grados de claridad, lo mismo podría decirse de otros libros suyos, como Grandes esperanzas, Historia de dos ciudades, El almacén de antigüedades, y, por supuesto, del decembrino y comentadísimo “Scrooge”. Porque todo debe ser dicho, los textos de Dickens también nos exigen desmontar los prejuicios de su secular grandeza. Para resolver el dilema, en la página tanto como fuera de ella se impone un remedio hecho de transparencias: por el lado del relato, debemos estar en condiciones de cuestionar su capacidad para proponer un viaje al destino de alguien, para diseñar laberintos, hablar y callar y construir búsquedas, para decir y ocultar y potenciar la curiosidad de los desenlaces; y, por el lado de nuestra respiración, es conveniente avivar el recelo hacia la noción de los libros obligatorios. En resumidas cuentas, los muchos años de vigencia de un texto canónico representan un desafío tanto como una denuncia en nuestra contra, son queja y también provocación ante la posibilidad de habernos convertido en lectores por encargo, tímidos a la hora de confesar los exabruptos que (des)nutren nuestra franqueza y mojigatos para señalar que aun Dickens merece un fruncimiento de ceño que lo ponga en entredicho. Así de contradictorio y así de fundamental puede ser este libro cuyas páginas propagan las virtudes más conocidas de lo pequeño-burgués (el perdón, la honra, la modestia) mientras exhiben el contrapeso de muchos prejuicios, sobremanera los que la sangre vehicula en su camino hacia los amores inexactos. En este sentido, los códigos postales de Dickens se nos parecen todo el tiempo —¡y tantas veces al mismo tiempo!—, su ciudad es nuestro crimen posible, y, por qué no, también es el triunfo de suspicacias que nos apaciguan desde la hipocresía. El cielo urbano de Oliver Twist contiene la doble

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filiación del refugio y la amenaza, de la fuga y el retorno, de la liberación y la persecución, del anonimato y el asesinato, de la ventura tanto como del infortunio. Al final, todos estos vaivenes han de certificar que la novela busca producir una extrañeza mucho más eficaz, ésa que nos permita reconocer los determinismos que manipulan nuestro estar en el mundo. No es por ello coincidencia que muchos episodios se alejen de calles y de avenidas mientras privilegian imágenes de la exclusión: la cárcel, el hospicio, las recámaras olvidadas, los zulos, las guaridas, los escondrijos, la soledad de una casa de campo, el yermo camino de terracería; todas ellas son metáforas que simbolizan un afán de rompimiento con las inercias del devenir histórico. En sentido estricto, Dickens ha imaginado la novedad del destino de Oliver a través de una escritura que nos exige la noticia de nuestra comprensión, con todo lo que tal vocablo puede y debe contener en términos de asombro. Al hacerlo, busca iniciar la reforma del tiempo heredado, cambiar los diálogos con el pasado e insuflar en lo leído una esperanza por fin de veras nuestra. Por último, Oliver Twist no ha querido ocultar influencias ni engañar a nadie. De hecho, en todo momento la casa de la novela nos dejará entrar a todas sus recámaras, incluso a las más recónditas, para vivirlas y organizarlas y entenderlas en tanto que ámbitos de lo ya conocido. De hecho, su página inaugural estimula una dinámica de reverberaciones literarias en ese tan evocador párrafo inicial —en el íncipit, según dicen los que saben—: en un lugar de cuyo nombre no quiero acordarme… Además, toda la picaresca de todos los siglos y de todas las lenguas se concita en Dickens; aquí viven Las aventuras de Roderick Random (1748) de Tobias Smollett lo mismo que nuestro Lazarillo de Tormes (1554), La historia de Tom Jones (1749) de Henry Fielding, el Cándido (1759) de Voltaire tanto como la academia de ladrones imaginada por el propio Cervantes en “Rinconete y Cortadillo” (1613). Acaso Dickens entendía que un libro también es un espacio de homenajes, un recinto privilegiado donde nuestros autores más socorridos pueden comenzar a suceder de otra manera, donde se renuevan y cambian de piel y se actualizan en las bancas de una sala de espera, entre asientos desvencijados, muros de adobe, láminas oxidadas y anuncios de bebidas refrescantes en la medianoche de la terminal de San Pedro. Hay un partido de fútbol en un televisor que se quedó sin voz en los ángulos del cielo raso y hace frío y una perra en celo desata las fiebres de los machos que la rodean, ladran, enseñan los dientes y gruñen y se olisquean y los otros pasajeros tampoco saben reaccionar mientras todos miramos al unísono lo que nos trae la última hora de

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la pequeña estación. No, no todo está perdido, aún puedo recuperar algo más con sólo la memoria, aún soy capaz de recorrer en sentido inverso los lugares visitados durante el único día en que hice vida de paseante y compré una entrada al Valle de la Luna. El ocaso fue medido en horas y minutos, charlé con una italiana desembarcada de universidades rimbombantes, miré los parajes de un desierto mayor con voces en otro idioma, conocí los senderos de sal a la espera de más explicaciones, las formaciones rocosas, la reserva nacional, el santuario de las sorpresas y ahora estoy aquí, ya estoy aquí, en mi agenda, para que nada de San Pedro resulte inverosímil al recordar las cordilleras de una maestra hecha de Dickens y de tantas otras cosas.

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“Voy por ellos” Lukasz Czarnecki Entonces voy, pero no me puedo mover. Mi rodilla, mi cabeza y brazo izquierdo atrapados. Hoy no iré a mi clase de piano, aunque ya está hecha mi tarea. Do not lose your peace of mind, Do not lose your peace of mind. Ese mantra me la ensañaron en el taller de yoga. Entonces ¿por qué las lágrimas? Las quince horas y cada una, una eternidad: las primeras cinco, esperaba que me encontraran: 300 minutos, 18000 segundos. Las otras cinco, pensaba sobre mis próximos: mi mamá, papá y la hermana, amigos de la facultad y del trabajo: 300 minutos, 18000 segundos. En las últimas cinco, logré hacer pipí, sentí el frio escalofriante, pensaba ya no sé sobre qué. Ahora comienza el dolor por no haber podido estirarme, por no haber tocado más de Tchaikovski y de Bach, por no haber sido una paloma y haber salido antes. Calambre. Son 4:29 en la madrugada, la hora muerta, 87


pero yo sigo viva. Voy por ellos, mis sueños: ayudaré a mi mamá que vive sola después del divorcio, acabaré mi carrera, seguiré trabajando, tendré una casita con un jardín donde habrán bugambilias, rosas y piano, mariposas y colibríes. Seguiré con mi taller de yoga, comenzaré el de pintura. Oleos sobre tela: el paisaje verde, el cielo azul, hojas de otoño, el mar inmenso antes de hundirse con el barco. Voy por ellos, mis sueños. Queda poca pila. Mi mami, quiero ir contigo, juntas a la iglesia y después a comer esquite con mucho chile y limón. “¿Mami? ¿Me escuchas? ¿Entra la llamada? No me siento bien. Hablo para pedir tu bendición, en el nombre de Cristo, el hijo de Dios que disque es Todopoderoso”. Voy por ellos, sueños: Bach…mi mama…colibríes, quiero, quiero salir, entonces voy, peace of mind, no me quiero morir.

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Microensayos Karen Villeda Micro

Micro es un diminutivo de algo muy pequeño o un pref. Derivado del griego μικρό (mikró) que significa ‘pequeño’: como en microelectrónica, microscopio, microcast, micrococo, microscopio, ‘millonésima parte’ de una unidad, microsegundo, la abreviatura informática de microprocesador y, si hablamos de un sonido concentrado, el micrófono. Micro es un elemento compositivo que se emplea para nombrar unidades de medida que designan el correspondiente submúltiplo. Su símbolo es μ. También existen más múltiplos y submúltiplos que no trataremos en este libro. Micro es, además, una forma de referirse al autobús en algunos países latinoamericanos como Argentina (así le llaman al autocar en algunas zonas) y México.

Ensayo m. Véase ensayar (verbo). m. Acción y resultado de ensayar (véase nuevamente el verbo).

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Obra en prosa, de extensión variable, en la que un autor reflexiona sobre determinado tema. Representación completa de un espectáculo que se hace antes de presentarlo al público (el verbo no desiste). Lo que distingue un diccionario usual es lo siguiente: Del lat. tardío exagium ‘acto de pesar’. 1. m. Acción y efecto de ensayar. 2. m. Escrito en prosa en el cual un autor desarrolla sus ideas sobre un tema determinado con carácter y estilo personales. 3. m. Género literario al que pertenece el ensayo. Y, entonces:

Microensayo Def. Conjunto de las palabras micro y ensayo que generan un neologismo para designar a los ensayos mínimos.

1: Disneylandia del Este Praga tiene una belleza de aparador, que atrae al turismo de masas como miel a las abejas. Cada objeto que vi tiene una etiqueta para advertir un trueque: “Valor o dinero”. Aquí, el individualismo resalta como una consigna peligrosa. Las miradas curiosas se satisfacían con cantidades industriales de souvenirs: camisetas tan coloridas como la Sinagoga del Jubileo en la calle Jeruzalémská que tienen impresa la palabra “Praha” arriba de un espumeante tarro de cerveza, gorros tipo cosaco de piel sintética y marionetas del Barça, del ManU y ¡de Harry Potter, “Chicharito” y Leo Messi! por doquier. Praga se erige sobre los desperdicios de la más poderosa remembranza (cierta o inventada) de los babeantes turistas: el insuperable primer amor. Fue la ciudad perfecta para el nacimiento de Rainer Maria Rilke: “Piense, muy estimado señor, en el mundo que lleva en sí mismo, y dé a este pensar el nombre que guste. Así sea recuerdo de la propia infancia, o anhelo

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del propio porvenir. Sobre todo, permanezca siempre atento a cuanto se alce en su alma, y póngalo por encima de todo lo que perciba en torno suyo. Siempre ha de merecer todo su amor cuanto acontezca en lo más íntimo de su ser. En ello debe usted laborar de algún modo, y no perder demasiado tiempo ni demasiado ánimo en esclarecer su posición frente a sus semejantes” (Rainer Maria Rilke, Cartas a un joven poeta). Ese es el mecanismo principal que impulsa sus mentes hollywoodescas que, con la confianza característica de los advenedizos, están al acecho de un cuentacuentos callejero que los deleite en pésimo inglés con la leyenda de Cenicienta elevada por un remolino de polvo que se perdió en las alturas praguenses. Me pregunto si los advenedizos estarían enterados de que Praga fue una Viena de bajo costo durante la monarquía de los Habsburgo y una ciudad de provincia alemana durante la Segunda Guerra Mundial. ¿Sabrían que, en realidad, las mujeres checas más hermosas e inteligentes viven en Silesia? ¿Sabrían que la diplomacia restaurantera ha determinado que los ingleses universitarios son personas nones gratas por sus stagparties, en las que manan hectolitros de cerveza? ¿Sabrían que hace no mucho tiempo hubo toque de queda a las ocho de la noche y que los agentes de seguridad se reunían bajo la Torre de la Pólvora cuando terminaban las redadas? Praga comprueba que la bohemia se ha convertido en una paralizante pose: 90% de los turistas que visitan Chequia solamente se dirigen a esta ciudad. Todos llegan a ella con un mapa de curiosidades turísticas como si fuera la Disneylandia del Este. Praga “imita lo ya imitado” en un círculo vicioso y se divierte como un maniquí déspota digno de aparecer en los créditos de “El club de los caídos”, un inquietante cortometraje animado de Jiří Barta. Alguna vez, Praga fue una sencilla chica con un solo vestido en su baúl pero era despreciada en los bailes. Sus orígenes son humildes, práh significa “umbral” y un vetusto raigón eslavo define la palabra praga como vado.

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Para mí, Praga era demasiado perfecta y yo era demasiado demente. Las hordas de turistas peregrinan a Praga sin cuestionar el ciego amor que le profesan. Si se aventuraran a aprender checo, es casi seguro que no memorizarían la cortesía de rigor como prosím (“por favor”) o děkuji (“gracias”). Mucho menos el grandilocuente Rukulíbám, milostpane (“Beso su mano señor”), que era el saludo cotidiano en el país que instituyó el oficio de organillero para soldados lisiados. Sin duda alguna, turistas corearían un par de únicas palabras con pésima pronunciación: —Nejhezčíholčička. Sí, Praga, la niñita preciosa. No la Praga de la comunal poliklinika perfumada con cloro o la de los baratos comedores populares que han sido remplazados por pretenciosos restaurantes étnicos, como uno de comida afgana se llama “Kabul Karolina”, una combinación de una ciudad de Afganistán que tiene abundancia de minas antipersonales en su subsuelo con un típico nombre eslavo. Sí, todos quieren a Praga, nejhezčíholčička, la más bella de todas las princesas. No la Praga del antiguo asilo en la Klemensgasse, actualmente calle Klimentská, donde vivieron miles de judíos que fueron deportados al campo de extermino de Majdanek, al gueto de Łódź o al gueto de Baranovichi para morir. Es común que los primerizos sientan ese amor ilimitado por Praga antes de toparse con el primer habitante y ser arrastrados por la chabacanería.

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UNIDIVERSIDAD REVISTA DE PENSAMIENTO Y CULTURA DE LA BUAP

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AÑO 8 / NÚMERO 30 / ENERO - MARZO 2018 / $50

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El Gabinete del Doctor Padilla

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