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CONS E JO EDITOR I A L Rafael Argullol Jorge David Cortés Moreno Luis García Montero Fritz Glockner Corte Michel Maffesoli John Mraz José Mejía Lira Francisco Martín Moreno Edgar Morin Ignacio Padilla Alejandro Palma Castro Eduardo Antonio Parra Herón Pérez Martínez Francisco Ramírez Santacruz Miguel Ángel Rodríguez Vincenzo Susca Jorge Valdés Díaz-Vélez René Valdiviezo Sandoval Javier Vargas de Luna David Villanueva UNIDIVERSIDAD REVISTA DE PENSAMIENTO Y CULTURA DE LA BUAP, Año 3, No. 10, febrero - abril 2013, es una publicación trimestral editada por la Benemérita Universidad Autónoma de Puebla, con domicilio en 4 sur 104, Col. Centro, C.P. 72000, Puebla Pue., y distribuida a través del Instituto de Ciencias de Gobierno y Desarrollo Estratégico, con domicilio en 4 sur 104, Tercer patio del Edificio Carolino, Col. Centro, C.P. 72000, Puebla Pue., Tel. (52) (222) 2295500 ext. 5559, unirevista@gmail.com. Editor responsable: Dr. Pedro Ángel Palou García, pedropalou@me.com. Reserva de Derechos al uso exclusivo 04-2013013011430200-102. ISSN: 2007-2813, ambos otorgados por el Instituto Nacional del Derecho de Autor. Con Número de Certificado de Licitud de Título y Contenido: 15204, otorgado por la Comisión Calificadora de Publicaciones y Revistas Ilustradas de la Secretaría de Gobernación. Permiso SEPOMEX No. Impresos IM21-006. Impresa en PROMOPAL PUBLICIDAD GRÁFICA S.A. DE C.V., Tecamachalco No. 43, Col. La Paz, Puebla, Pue. C.P. 72160, Tel. (222) 1411330, DISTRIBUCIÓN CITEM, S.A. DE C.V., Av. Del Cristo 101, Col. Xocoyahualco, C.P. 54080, Tlalnepantla, Edo. de México, Tel. 52 38 02 00, este número se terminó de imprimir en febrero de 2013 con un tiraje de 3000 ejemplares. Costo del ejemplar $25.00 en México. Administración, comercialización y suscripciones: Francisco Javier Velasco Oliveros, Tel. (222) 5058400, javiervelasco68@hotmail.com, Dinorah Polin, Tel. 01 (222) 4447545, dinorah2606@hotmail.com. Las opiniones expresadas por los autores no necesariamente reflejan la postura del editor de la publicación. Queda estrictamente prohibida la reproducción total o parcial de los contenidos e imágenes de la publicación sin previa autorización de la Benemérita Universidad Autónoma de Puebla. UniDiversidad está indexada en la base de datos de la Universidad Nacional Autónoma de México: http://www.latindex.unam.mx/buscador/ficRev.html?opcion=1&folio=21621
Febrero - Abril 2013
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Una mirada José Emilio Pacheco: tiempo presente, modo indicativo Hernán Bravo Varela la autobiografía nunca escrita Diana Isabel Jaramillo Tres (o cuatro) notas sobre un autor de la época Luis Jorge Boone Las batallas en el desierto: apuntes para una reconsideración Ignacio M. Sánchez Prado Morirás lejos o el fantasma en prosa Jaime Mesa Una ventana que se abre: Morirás lejos Karen Villeda Todos ponen, fábula de fábulas a José Emilio Pacheco Miguel Maldonado
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Noctua Mecanografías Alberto Blanco Plural Diario de Bogotá Josefina Estrada Suerte e igualdad Gerald Cohen
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Bibliotecas ajenas El Kurt Vonnegut de Óscar Javier Vargas de Luna Taller Las sombras del relato oficial Manuel Guedán Vidal La luz del agua Francisco Magaña Besar tu muerte, entrevista a Miguel Maldonado Alan Saint Martin La India Alfredo Godínez Luces, cámara ¡bang! Carlos Morales Galicia
Te invitamos a descubrir otra versión de esta revista con la mirada de José Emilio Pacheco.
P a c h e c o
Ilustraci贸n Marissa Maestre
J osĂŠ E milio P ac he c o: Ti empo pre se n t e , m odo indic at iv o HernĂĄn Br a vo V a re l a
unaMirada Pacheco
“Varanassi India�
En una “Nota sobre la otra vanguardia”, aparecida en 1979 como separata de la Revista Iberoamericana, José Emilio Pacheco escribe: Junto a la vanguardia que encuentra su punto de partida en la pluralidad de “ismos” europeos, aparece en la poesía hispanoamericana otra corriente: casi medio siglo después será reconocida como vanguardia y llamada “antipoesía” y “poesía conversacional”, dos cosas afines, aunque no idénticas.
En los siguientes párrafos, Pacheco relata con generosa lucidez la historia oculta de “la otra vanguardia” poética de nuestro continente. No sólo caben en ella la odisea verbal de Vicente Huidobro, los retratos hablados en la voz caligráfica de José Juan Tablada y la nueva taxonomía del mundo que realiza Neruda, sino las puestas en escena de la intimidad que componen Espejo (1933) de Salvador Novo y el testimonio en verso que Salomón de la Selva, fusil en mano, redacta en El soldado desconocido (1922). Sobre el último, Pacheco sostiene que: En sus páginas está “la otra vanguardia”. Himnos patrióticos y gritos de batalla quedaron atrás: la guerra antiheroica ha engendrado una poesía antipoética. El primer desplazamiento lo sufre la representación del poeta mismo como hablante. A la máscara triunfalista del creacionismo o el estridentismo, al poeta como “mago”, se opone la figura del bufón doliente y el ser degradado. Escribir versos no es jugar al “pequeño dios”, sino una debilidad y una vergüenza que, sin embargo, puede expiarse describiendo lo que sucede en el lodo de las trincheras…
Los mejores libros de poemas de Pacheco no sólo provienen del ideario de aquella “otra vanguardia”, como él la denomina, sino que actualizan sus líneas de escritura. En la década de los sesenta, cuando cierta poesía mexicana estaba contagiándose del virus de una juventud tardosurrealista (la obra temprana de Juan
Bañuelos, Marco Antonio Montes de Oca, Francisco Cervantes y Homero Aridjis son ejemplos elocuentes), Pacheco negó tres veces antes de que llegara el alba de los años setenta el febril optimismo que imperaba entonces. Libros como El reposo del fuego (1966), No me preguntes cómo pasa el tiempo (1969) e Irás y no volverás (1973, aunque su origen se remonta al mismo año de No me preguntes…) pueden leerse como diatribas contra el bel canto, el lirismo órfico y el tono grandilocuente y hasta oracular de la primera persona; magníficos golpes a la dictadura blanda de la ensoñación y la solaridad. La poesía posterior de Pacheco, desde Islas a la deriva (1976) hasta Como la lluvia (2009) y La
Fotografías de la serie Calle Litost, por Cristóbal Trejo.
“La Havana, Cuba”
unaMirada Pacheco
edad de las tinieblas (2009), no ha hecho sino endurecer tales cuestionamientos. Frente a la idolatría por el lenguaje nuestro autor continuó oponiendo, de acuerdo a Osip Mandelstam, una fe en la “opulenta pobreza” y la “indigencia fastuosa” de las palabras. Frente al deseo de transformar del mundo a través de la poesía, la realidad de una poesía aplastada por un mundo hecho escombros. Frente al hambre de eternidad, un verbo transitivo: “Pertenezco a una era fugitiva, mundo que se deshace ante mis ojos. // Piso una tierra firme que vientos y mareas erosionaron antes de que pudiera levantar su inventario”, según reconoce Pacheco en “Descripción de un naufragio en ultramar”. Frente a la salvación o la “libertad bajo palabra”,
la expiación a través de una escritura que, como la de cualquier poeta de su aquí y ahora inciertos, podrá tener debilidades y vergüenzas, pero carece de mesianismos e hipocresías. Recientes o cincuentenarios, los poemas de Pacheco son todo menos la firma de un armisticio. En ellos jamás ondea la bandera neutral de la página en blanco, sino que asoman, frescas y ensangrentadas, las manchas de lodo de las trincheras en las que De la Selva combatió y escribió. En ellos jamás se lee la “x” del tesoro fácil; antes bien, la del error, tatuada en la frente de quien realiza la extracción de hechos tentativos y no la de creencias o verdades falsamente imperecederas. A la manera del antropólogo Indiana Jones, Pacheco parece advertir a sus lectores: “Lo que buscamos, en realidad, son hechos. Si lo que busca es la Verdad, le recuerdo que la clase de filosofía se ubica al fondo del pasillo.” Contra cierta producción poética de nuestro país, que hoy padece el curioso mal de Benjamin Button —envejecer desde los primeros pasos, atravesar la edad de la punzada en plena madurez y culminar con achaques de infancia—, nuestro autor ha sido en tiempo y forma un “contemporáneo del mundo”, según el término del argentino Joaquín O. Gianuzzi. Sin perder un ápice de urgencia e historicidad, nos recuerda que el tiempo ya fue pronosticado antes, y con mayor fortuna. (De ahí que, en uno de sus títulos más emblemáticos, le pida a su lector que no le pregunte sobre el paso del tiempo. Los poemas no sabrían responder, tan sólo ampliar a contrarreloj un cuestionario de opciones múltiples.) Celebremos con José Emilio Pacheco esa “otra vanguardia” que implica estar de cara al presente, único porvenir que la poesía puede adivinar para los hombres que habrán de ser pasado.
Texto de presentación a una lectura de poemas de JEP en el Centro Cultural España de la Ciudad de México, el 8 de septiembre de 2009.
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José Emi li o P a checo , l a au tobi og r a fía n unca escrit a D ian a I s a be l J a ra m i l l o
Ningún sendero quedará. Nuestros pasos conducen siempre a la nada. Todo lo devora el sol que desconoce la piedad y arrasa lo inventado por el vacío. . JEP “Biografías”
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Conocemos a José
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Emilio Pacheco por la magnificencia de sus letras y la extrema sencillez de su persona. El superlativo sobre sus libros es porque sus obras han resistido el paso del tiempo, sus novelas siguen siendo punto de partida para explicar la literatura mexicana del siglo xx. Es característico su recato: en los últimos años ha querido incluso hacerse invisible a fin de que hablen de él sus novelas, cuentos, poemas y ensayos, firmando todos con una tenue terna: JEP. Un acto que sólo los grandes se atreverían a hacer, convencidos de que el autor, al final, es un artífice de las palabras que conjunta para labrar una idea que, según Platón, le pertenece a todos. En tiempos de Internet, que él ha llamado “la cámara de los horrores y el Retablo de las Maravillas”, el anonimato se antoja imposible. Pero aun antes, en el vasto territorio de lo que significa e implica ser lector, no dejamos que la firma de la portada se vaya minimizando y vamos siempre en busca del autor; en este caso, del que escribió Las batallas en el desierto, del que tradujo a T. S. Eliot, del poeta y Premio Cervantes 2009. Queremos saber cuál es su cosmovisión, conocer cómo ocurre su proceso creativo, cuándo fue que se descubrió escritor, qué es para él poesía, qué es literatura, qué amor. La solicitud de conocer a quien escribió un libro que nos ha impresionado, así como la necesidad de muchos autores de convertirse en personajes de sus propias obras, ha dado lugar a la escritura de autobiografías y a sus respectivos estudios, sobre todo en las últimas décadas. Me he dado a la tarea de seguirles el rastro, sobre todo a los escritores mexicanos que, en la definición de Georges Gusdorf, atienden a la identidad, el yo consciente de sí mismo (auto), a la trayectoria vital (bio) y el encuentro entre ambas con la escritura (graphie) con el objetivo de reconstruirse y definir la existencia del yo. Fue así que en busca de una autobiografía de JEP que me ayudara a delinear un perfil quizás más justo, originado de sus propias descripciones, encontré que, fiel a su creencia del escritor intrascendente, a diferencia de sus coetáneos, no ha escrito alguna. Por un momento, surge el desencanto que sufre cualquier
detective que ha avanzado hacia la nada: el hecho de nunca descubrir si el temperamento de JEP había influido en su obra; si sus viajes, expatriaciones y amistades habían, de alguna manera, perturbado o favorecido su creación literaria.1 Se sabe, pues, que JEP por muchos años se ha negado a dejar sus respuestas de manera tácita y sin margen a la interpretación. Ha dejado un esbozo de ese escritor coherente, crítico y realista que se resiste a aceptar las atrocidades del irracionalismo, y que cuestiona a todo aquel que asegure tener en sus manos la verdad, o parte de ella, en la poesía. Cuando le han preguntado sobre el pasado, se niega a responder, porque no cree, siquiera, en la memoria. Por lo tanto se ha mostrado renuente a realizar fórmulas en torno a todo lo que realmente importa, como la vida, y mucho menos sobre algo que no puede salvar a la humanidad, la literatura. Como muestra de ese espíritu, basta acudir a una anécdota de cuando JEP poseía el “divino tesoro”, en la década de los sesenta. Entonces, cercano a “la mafia”,2 grupo intelectual liderado por Fernando Benítez, Carlos Fuentes y José Pagés Llergo, trabajaba en el suplemento La Cultura en México, era editor y traductor, ya tenía publicados relatos y la novela Morirás lejos. Ser joven en aquella época lo era todo, en México y en otros países como Francia, Argentina, Chile, Estados Unidos, donde los movimientos estudiantiles gritaban sus reclamos y desacreditaciones al sistema, a los emblemas, a las tradiciones, a las leyes, al gobierno, a la escuela, al lenguaje. El grupo al que pertenecía también hacía lo suyo desde las letras; para ellos el análisis crítico de los tiempos que vivían quedaba mejor expresado en sus obras literarias, más que en la acción revolucionaria. No se trataba tampoco de un desprecio a las circunstancias que los rodeaban, sino del óptimo aprovechamiento de ellas. Sin tener que participar —colaborando, construyendo, rectificando—, se dice que los jóvenes escritores de los años sesenta compartieron o heredaron o hurtaron lo que los otros habían construido, elaborado y rectificado.3 Fue una época de experimentos, aciertos y controversias para la literatura mexicana con la publicación de La feria, de Juan José Arreola, Los
Página anterior: The third son of the third son.
Imágenes: Álvaro Sánchez http://www. redbubble.com/ people/ sanchezisdead 1
Jorge Edwards ha reiterado lo importante que es para una obra la experiencia de vida del autor, los infranqueables vasos comunicantes entre vida y obra. La otra casa. Ensayos sobre escritores chilenos, Universidad Diego Portales, Chile, 2006. 2 Término ideado por Luis Guillermo Piazza, que acusaba a este grupo de elitista y de tener las mismas estructuras y manías que los gángsters de Estados Unidos. Recuerda el mismo Carballo que: “Periódicamente se organizaban comidas en las que nos juntábamos. Sin darnos cuenta revivíamos el porfirismo: nos sentíamos dueños de la hacienda y a los demás los tratábamos como peones.” 3 Rosario Castellanos, “La juventud: un tema, una perspetiva, un estilo.” En Ocampo, Aurora M. La crítica de la novela mexicana contemporánea, México: unam , 1981. pp. 175-190.
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para que los jóvenes escritores cercanos a él, que en su mayoría tenían menos de tres décadas de vida, presentaran sus nombres y hablaran sobre el origen de sus profesiones literarias, de sus manías como escritores, de la ornamentación de sus lecturas y modelos literarios, de sus técnicas para crear y sus recuerdos como lectores. Reunir los textos y luego prologarlos se le había encargado a Emmanuel Carballo, quien tres décadas después recordaría:
Orgánica 4.
En la colección figuraron escritores de las más opuestas ideologías y formas de practicar la
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Brushood, John S. “Periodos literarios en el México del siglo XX: la transformación de la realidad.” Ocampo, Aurora M. La crítica literaria de la novela mexicana contemporánea, México: unam, 1981. 5 Emmanuel Carballo, “Las décadas de un crítico“, Revista de la Universidad de México, 2010. 6 “Los libros en la literatura no funcionan sólo como metáforas […] sino como articulaciones de la forma, nudos que relacionan los niveles del relato y cumplen en la narración una compleja función constructiva”, Ricardo Piglia, El último lector, Barcelona, Anagrama, 2005, p. 34. 7 Sylvia Molly, Acto de presencia. La escritura autobiográfica en Hispanoamérica, México, FCE, 1996. 8 Ricardo Piglia, op. cit. p. 34.
albañiles, de Vicente Leñero, Gazapo, de Gustavo Sainz, Cambio de piel, Aura y La Muerte de Artemio Cruz, de Carlos Fuentes y Pedro Páramo, de Juan Rulfo; en la cual, además, según John S. Brushwood,4 se consolidó la “invención de la invención”, el surgimiento de autobiografías hechas historias y viceversa. Novelas y relatos donde el autor era en parte el narrador y en parte inventaba a otro narrador, regocijándose el primero en la contemplación del segundo. Los nuevos escritores buscaban “cualquier técnica narrativa que hiciera del acto de crear la obra, parte de la experiencia de la lectura de dicha obra” o, como lo aseguró Claude Fell, daban rienda suelta a “la fascinación frente a la creación creándose”. Cuenta la leyenda, entonces, que JEP rechazó, desde entonces, unirse a la ola de escritores pasándose por personajes, de escribir una autobiografía o cualquier texto en el que se autocitara o hablara de obras que aún no había escrito. Así se lo hizo saber al editor Rafael Giménez Siles, quien había ideado, en 1966, una serie de autobiografías
literatura: Carlos Monsiváis y Salvador Elizondo, la izquierda y la derecha, la clase media y la alta burguesía; católicos de vanguardia como Vicente Leñero; apolíticos militantes como Juan Vicente Melo; cuentistas en vísperas de escribir novelas como Sergio Pitol; abanderados de las recetas literarias y vitales de ese momento, introductores de la música joven (el rock) en novelas y cuentos como José Agustín y Gustavo Sainz; el sumo pontífice de un erotismo azucarado y simplón como Juan García Ponce; el poeta sonámbulo, a veces poeticista y a veces surrealista como Marco Antonio Montes de Oca. El texto que me entregó José de la Colina no apareció porque Giménez Siles tuvo broncas tiempo atrás (no superadas) con el padre de Pepe. El libro de José Emilio Pacheco que anunciamos en la segunda de forros a partir del primer título nunca fue ni siquiera iniciado: el autor no se atrevió a bucear en su yo profundo.5
Las más o menos cincuenta cuartillas por cada una de las once vidas narradas resultaron más bien una oda al libro.6 Un ejercicio memorístico donde su vida se perfiló como una biblioteca, la “organizadora de la literatura”, en la que “ellos como autobiógrafos fueron los bibliotecarios, viviendo en el libro que escribían y refiriéndose incansablemente a otros libros”. ¿Cuál era el sentido de tal metáfora? “Encarnarlos como personajes con sus modos de leer y escribir […], analizando los efectos de la lectura en sus comportamientos de héroes reales y ficticios.
La tentación y las palabras.
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El hábito de leer, la adicción a la lectura.” La serie fue recordada como “Autobiografías precoces”, aunque luego el propio Carballo se refiriera a ellas como “procaces”. JEP no quiso aparecer en tal colección en la que sí figuraron sus más cercanos amigos, aunque en un primer momento había dicho que sí. En 1969 publicó, sin presentarse con la arrogancia de la intelectualidad prematura o el apadrinamiento
forzado de los grandes editores, No me preguntes cómo pasa el tiempo, Premio Nacional de Poesía Aguascalientes, en el que recopilaría sus versos, que no fueron sino testimonio de aquellos días, homenaje a sus lecturas, al quehacer literario, autoanálisis de su lugar en el mundo y del paso indolente de la vida, todo sin el título de la autobiografía. ¿Acaso saldaba soterradamente la deuda adquirida con Siles, procrastinar la autobiografía procaz?
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Sobre tu rostro Crecerá otra cara De cada surco en que la edad Madura Y luego se consume y Te enmascara Y hace que brote Tu caricatura. Hace pensar que algunos de estos versos pudieron ser parte del libro que fue prometido y anunciado dentro de la serie. Por lo que la afirmación de Carballo: “JEP no quiso reflexionar sobre sí mismo” parece falsa. Con el paso del tiempo JEP no dejó de publicar poemas que criticaban, autoanalizaban y recordaban errores y aciertos propios y de los hombres: He cometido un error fatal —y lo peor de todo es que no sé cuál. En este librito —No me preguntes cómo pasa el tiempo—, JEP fincó su estilo: el verso libre sobre la vida y el sentido de ésta en relación con el libro y el lenguaje. Sus temas, desde entonces, aludían a la cotidianidad, a los miedos generales, a los terrores personales: ¿Cuándo terminaréis con las palabras? Nos pregunta En el libro de Job Dios —o su escriba. Y seguimos puliendo, desgastando Un idioma ya seco; Experimentamos —tecnológicamente deleznables— para que brote el agua en el desierto. El texto completo hubiera sido comparable con las autobiografías de Montes de Oca y Navarrete, quienes escribieron metáforas para describirse, criticando, como el propio JEP, las vanaglorias que les prodigaron en aquellos tempranos días: A pulso a fuerza infatigable O sin prisa ni pausa
He conquistado para siempre un sitio A la izquierda del cero El absoluto cero. El más rotundo Irremontable resbaloso cero Obtuve un buen lugar en la otra fila Junto a los inmigrantes expulsados De la posteridad Y ésta es la historia Cuando leía No me preguntes cómo pasa el tiempo, después de haber leído las once autobiografías que resultaron, como lo indica Adolfo Castañón, interesantes no por su valor estético sino por “su valor profético y augural”, más “que por su elocuencia en el género de las memorias”, me atreví a elucubrar que JEP configuró allí el prólogo de su propia biografía, de lo que vivía en “esas circunstancias”, dándole la razón a Paul de Man: cualquier texto es personal y ficción a la vez. Su pensamiento, su forma de ver la vida, desde entonces, se ha ido complementando con cada verso que escribe, incluso en los escritos sueltos que publica de vez en vez en revistas o discursos de agradecimiento —que le aburren enormemente—. Así, compartiendo el sentimiento que dejó plasmado Pitol en su autobiografía: “A la vez que se excitaba mi vanidad sentía el regusto de la frustración, ¿no obedecía a una especie de triste grafomanía el hecho de escribir una biografía a los treinta años sin haber logrado realizar nada memorable, sin ser la persona que sepa dar una clara idea o testimonio de su tiempo, ni el escritor que logre trascender la espiritualmente elegante y refinada, sí, pero insignificante, minoría de sus amigos?” JEP dio muestra desde la temprana juventud, de que era mejor dejar que sus “asociaciones metafóricas” hablaran de quién era él, y no caer en la tentación de destruir la poesía, o la ficción, con un exceso de realidad. Se antoja proseguir este estudio a lo largo de su obra, y quizás entonces irnos al lado contrario, como bien lo propone Ricardo Piglia en su libro El último lector, desnudando el tipo de lector para el que JEP escribe. El lector que él necesita para redondear su obra. El lector que se transforma a partir de su lectura. El tipo de lector que es él como escritor: el lector que, en todo caso, hace que la obra de JEP sea tan visible y nítida que dibuja, fielmente, quién es José Emilio Pacheco.
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Tr es (o c u atr o ) n otas sobre u n escri tor de l a ĂŠpo ca Luis J or ge Boone
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La escritura de José
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Emilio Pacheco maduró a la vista de todos. Nunca los ocultamientos del indeciso o el adolescente le impidieron publicar en los primeros años. Esta actitud, el arrojo de quien inicia su camino escritural con un grito de guerra, es el reverso exacto de la extrema preparación y reflexión con que su avatar contemporáneo enfrenta cada nueva publicación. En el inaugural Los elementos de la noche (1963) la voz ensaya lirismos que hacen estallar imágenes, alturas del vuelo poético que aspira a lo sublime o a las penumbras de lo opaco y lo hermético. Carlos Monsiváis describe esa primera etapa como una en la que la escritura está al servicio de “la maestría retórica en pos del sonido irreprochable”, una “poesía de sensaciones y descripciones finísimas”. Versos de gran lujo verbal, de complejo calado, cargados de lecturas y homenajes. Su estilo y sus temas terminan de perfilarse a partir del poemario No me preguntes cómo pasa el tiempo (1969). Para Jorge Fernández Granados, este libro es “un autoexamen, giro de 180 grados que colocó al poeta y a su obra como subproductos de una impotencia mayor: la historia.” Es precisamente al delimitarse como sujeto poemático, al reconocerse como hablante de una época moderna y compleja, cuando la obra encuentra su verdadero ser. Esa búsqueda encuentra su cabal cumplimiento en Irás y no volverás (1973), y se extiende hasta sus libros más recientes. Pero el puntal de la escritura lírica de Pacheco es el personaje, el hablante, la voz poemática que uniformiza sus libros al fincar cada edificio siempre sobre los mismos
temas, enunciarlos desde una moral definida, acompañar siempre a sus imágenes de una intención y unos rasgos que la sostienen y unifican. El primero es la mortalidad. Antes que afiliarse a la noción de que el poeta es un pequeño Dios (“Sólo para nosotros/ viven todas las cosas bajo el sol.”) enunciada por Huidobro, Pacheco le asigna al poeta la tarea del esclavo que acompañaba a emperadores romanos en los desfiles. El oscuro personaje los advertía de la tentación de sentirse cercano a las deidades con la frase oh, César, recuerda que eres mortal. Es la muerte y no el hombre, quien reina sobre la creación (ante la destrucción del planeta, el poeta reclama al hombre su arrogancia y consumismo, la destrucción de aquello que, antes que pertenecerle, lo rebasa). “Es verdad que los muertos tampoco duran./ Ni siquiera la muerte permanece./ Todo vuelve a ser polvo […] Todo está muerto./ En esa cueva ni siquiera vive la muerte”.1 Urobórica, la muerte incluso se cierne sobre ruinas y detritus.Venimos de la nada y nos dirigimos hacia ella, y este dictum nunca es depuesto, ni en sus momentos de mayor optimismo, por la voz poemática. Incluso me parece que los instantes de iluminación encuentran en ella una brida que les impide perderse en su propio laberinto, o falsearse. Aunque la muerte no es llamada por su nombre con frecuencia en la obra del poeta, su visión de la existencia es que ésta prefigura en primer lugar su total desaparición. En ella habitan el olvido, el único descanso, y la
Imágenes: © Marisa Maestre marisamaestre.com
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“Caverna”, Islas a la deriva.
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hermana a los individuos: “Todas las calaveras se parecen./ Son la imagen y el fruto de la muerte”.3 Así, ese sueño eterno que será la patria eterna de los muertos es la única utopía, la negación de todas las cosas. El reverso de esto que somos. Su límite mayor. El segundo es la derrota a priori. ¿Podría este ser condenado a muerte encontrar un claro en su existencia, uno donde pudiera suceder el triunfo, por breve y pasajero que fuera, que legitime sus empeños? Quizá. Pero lo cierto es que cualquier honor o victoria de inmediato revelan su limitación, su carácter espurio, su inutilidad. El poeta entrega a sus personajes a fuerzas superiores que terminan por dominar su destino, a la manera de los dioses antiguos. Estos titanes son el tiempo y el olvido, que terminan por rebajar al héroe al plácido nivel de los anónimos. “A pulso, a fuerza, infatigablemente/ y sin prisa ni pausa/ he conquistado poco a poco un sitio/ a la izquierda del cero […] junto a los emigrantes expulsados/ de la posteridad.”4 Ese mismo discurso de modestia absoluta, donde la autoanulación se emparienta con el discurso borgiano de llegar incluso a escarnecer la propia obra, y a dudar de las potestades del arte y la creación, es un ámbito común en la poesía de Pacheco.
única oportunidad del hombre para encarnar el misterio de la nada. 2
“Biografías”, La arena errante. 3 “Inscripciones en una calavera”, Islas a la deriva. 4 “Vanagloria o alabanza en boca propia”, No me preguntes cómo pasa el tiempo. 5 “Un ritual”, La edad de las tinieblas.
Ningún sendero quedará. Nuestros pasos conducen siempre a la nada. Todo lo devora el sol que desconoce la piedad y arrasa lo inventado por el vacío.2 Después de sumas y restas, cualquier vida es equivalente a cero. En la oscuridad de la muerte se encuentra un destino que no es ni grato ni indeseable, sino simplemente natural, que
Ningún arte llega a aprenderse de verdad. Hasta en la disciplina practicada a diario desde edades tempranas hay siempre fallas, errores, movimientos en falso que se pagan con sangre. Inútiles la experiencia, el aprendizaje, la constancia, la técnica, la atención, el cuidado: como la página perfecta, la absoluta lisura no se alcanza jamás.5
Estas palabras sonarían irónicas en boca de quien interminablemente corrige y reescribe (pero sobre todo comprime) poemas y textos ya publicados. Pero lo sabemos: no se trata de renunciar a cada lucha, sino de dirigirse al campo de batalla sin importar que seamos pigmeos enfrentando a gigantes, que giremos en torno a la misma noria, que todo vaya a perderse más rápido de
lo que suponemos. Cualquier intento está destinado a fracasar. A pesar de las evidencias, la vida sigue, se mantiene, permanece, y el poeta rastrea sus huellas, hace la crónica de sus intentos. Pero no se engaña: sabe que nunca llegaremos, que “seguimos puliendo, desgastando/ un idioma ya seco; tentativas/ de hacer que brote el agua en el desierto.”6 El tercero es la ironía. Única defensa ante la desgracia, la crueldad, el desamparo, el fracaso. El espejo donde el poeta se mira para encarar la falsa promesa de toda esperanza, para perderla de antemano. En las bodas del sentido común y el humor negro está la lanza que empuña contra molinos de viento bajo cuya apariencia de normalidad se ocultan los males de la época: los excesos de la religión, la manipulación publicitaria, la devaluación del lenguaje en los medios masivos, el yugo del consumismo, la anestesia del espectáculo, la alienación. Esa misma arma es la que le permite revelar la ineptitud del poder y los poderosos. De noche los ratones poseen tus orgullosas propiedades. Los mosquitos lancean el cuerpo que amas. Las cucarachas burlan tus medidas higiénicas. Malos sueños afrentan tu respetabilidad. Bajan los gatos a orinar tu soberbia.7
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El poeta gira el tablero de la cotidianidad para atisbar lo ridículo de las creencias con las que transitamos la superficie del mundo; las más arraigadas, las que menos se ponen en tela de juicio. Su labor es criticar las ideas recibidas, ajustarle las cuentas a los malos entendidos. La blasfemia es en realidad un diálogo insumiso con la fe y sus alrededores. La voz de Pacheco se distingue por su ateísmo militante, el de quien se pregunta, desde su descreimiento, por la existencia de un alma que nos enseñan a ver más como una caricatura católica que como un vértice metafísico. Otras veces, increpa a Dios y a sus delegados en la
Tierra; en un poema, adoptando la máscara del libertino mayor, tienta al cielo: “—Dios que castigas la fornicación/ ¿por qué no haces el experimento?”8 Las voces de los animales son aliados y puntos de ataque en su búsqueda por derrumbar supuestos. Los animales saben cosas que al hombre se le escapan, y en cada poemario encontramos fábulas que juzgan la idiosincrasia de la especie más compleja y menos adaptable. Halcones, cerdos, sirenas, unicornios. Pero es la mosca la que derrumba un mito por el que han sucumbido imperios, en cuya concepción descansan el arte y las culturas: la belleza. “Qué repugnantes los humanos […] Miren a ésta./ La consideran hermosísima./ Para nosotras es horrible. […] Asco y dolor nos dan los indefensos. Si hubiera Dios no existirían los humanos.”9 El insecto desprecia a los humanos y, al final, los compadece. Allá ellos, dice, que no se dan cuenta de su ceguera. Relativizar las cumbres de la civilización. Tal es la tarea del poeta, que, después de todo, busca mantener vivos el sentido crítico y la capacidad de sorpresa, sentidos que se adormecen y se esfuman. Poeta, ensayista, cuentista, novelista, traductor, cronista, lector. La obra de Pacheco encarna el drama del polígrafo, para quien el lenguaje es una aleación dispuesta a adoptar diversas formas. Y en medio de todo, su principal tema es el tiempo: “Mi desolado tema es ver qué hace la vida/ con la materia humana.”10 Esa misma idea se reproduce en variaciones de un poema a otro, de un libro a otro: “Mi único tema es lo que ya no está./ Sólo parezco hablar de lo perdido.”11 El hombre es el peón que será enterrado por la arena de los siglos. Quizá los rasgos anteriores puedan resumirse en éste. La mortalidad, el fracaso: expresiones de su insignificancia. La ironía: la vuelta de las cosas a su justa proporción. Pacheco canta en cada libro al anonimato y la oscuridad. A fin de cuentas, el destino de la época.
7 “Para quien vive entre murallas y guardias”, Irás y no volverás. 8 “Blasfemias de don Juan en los infiernos”, Irás y no volverás. 9 “La mosca juzga a Miss Universo”, La arena errante. 10 “José Luis Cuevas hace un autorretrato”, Irás y no volverás. 11 “Contraelegía”, Irás y no volverás.
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“Dhaka, Bangladesh” de la serie Calle Litost por Cristóbal Trejo.
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La fama alcanzada por Las batallas en el desierto, la obra más leída y circulada de José Emilio Pacheco, ha resultado paradójicamente en un impasse crítico. Pese a la fama de su autor y al hecho de ser revisitada cada determinado tiempo, realmente pocas ideas respecto a ella surgen de la crítica, centrada de manera excesiva en cuestiones de memoria, urbanidad y del narrador. Esto, sin duda, es comprensible: a fin de cuentas el libro es el mejor registro literario de lo que significó nacer y crecer en el mito de la modernidad urbana mexicana y su construcción retrospectiva del alemanismo que desde la rememoración de los afectos de la infancia ha proveído una alternativa convincente tanto a la totalización de la historia en la alegoría que caracterizó a autores como Carlos Fuentes como a la narrativa que ubicó el proceso de la modernidad fundamentalmente en la derrota de las estructuras rurales —a la manera de Rulfo o la primera Elena Garro. Las batallas en el desierto, en cambio, es una nouvelle eminentemente moderna, cuyo flujo narrativo y cuya política de representación está centrada en registrar el cambio cognitivo que significó la transición de la sociedad rural pre y posrevolucionaria a un país claramente urbano y transnacionalizado a partir de los años cuarenta. Debido a esta importancia, la reconsideración constante de esta breve pero sustancial novela debe ser una labor permanente, dada su ubicación doble en la memoria del proceso de modernización y en la refiguración de la narrativa mexicana de los años ochenta, donde el libro fue central en la transición de las novelas alegóricas y totalizantes del medio siglo a la narrativa más irónica y diversa que caracterizó a los años ochenta y noventa. Al igual que la crónica, el minimalismo de Las batallas en el desierto resultó registro de la inabarcable Ciudad de México a la megalomanía de La región más transparente debido a que la comprensión que esa experiencia histórica vertiginosa e incomprensible sólo puede ser legible desde el ámbito emocional y personal, y que totalizar su pluralidad es una tarea fútil. Ante esta posicionalidad, la constante lectura de Las batallas en el desierto es una llave
fundamental para comprender el impacto que el proceso de urbanización tuvo en las dimensiones estética y cognitiva de la producción narrativa mexicana, sobre todo si consideramos que mucha de la literatura de ficción en torno a la Ciudad de México —desde las fallidas tendencias proletarias y subjetivistas de las vanguardias y la mal llamada literatura de la Onda, pasando por el realismo sucio de los años ochenta y noventa hasta los nuevos intentos de poetizarla en la encrucijada contemporánea— ha ocupado una posición relativamente marginal en el canon, comparada con textos indigenistas y rurales, con la novela histórica o con los devaneos cosmopolitas de la literatura actual. Por estas razones ofrezco a continuación una serie de breves aproximaciones posibles a la novela, que creo podrían contribuir a reubicar y repensar Las batallas en el desierto en una historia literaria mexicana cuya reescritura es inminente y necesaria.
Las batallas en el desierto como objeto El libro de Pacheco en sí ha resultado un artefacto cultural que ha circulado de maneras importantes en formas que ameritarían mayor estudio. Por ejemplo, cada edición del libro ha otorgado a las lectores una versión actualizada y ligeramente reescrita (empezando por la última línea del libro, en la que Pacheco modifica la edad que Mariana tendría de acuerdo a la fecha de publicación). Este proceso de actualización, que se repite a lo largo y ancho de la obra de Pacheco, no es trivial, dado que registra un paso del tiempo propio de la velocidad y vertiginosidad de la experiencia urbana y resiste la fijación de la obra en el puro pasado. La modernidad a la que refiere la obra sigue activa en la consciencia del narrador y su generación, y por ende, la reescritura es la forma en la que Pacheco resiste la posibilidad de que su obra se date irremediablemente. Más aún, existen dos interesantes paratextos del libro que permiten entender su proceso de circulación e interpretación. El primero es el filme Mariana, Mariana (1987) de Alberto Isaac, que adapta la novela con guión de Vicente Leñero. En sí misma, la existencia de este filme es notable, puesto que emerge en el último momento de la
crisis del cine nacional suscitada por el lopezportillismo, poniendo en la mesa una estética que un par de años después, gracias a películas como Cronos de Guillermo del Toro o Sólo con tu pareja de Alfonso Cuarón, se volvería anacrónica. Ese filme, sin embargo, nos permite observar que en el momento de crisis de representación de las ideologías oficialistas tanto en el cine como en la literatura, el libro de Pacheco emergió como una alternativa que construyó un puente entre los procesos de modernización del medio siglo mexicano, incompatibles con el ángulo ruralista y esencialista de mucho del discurso oficial, con el proceso neoliberal, que no fue sino una aceleración del cambio epistémico registrado por Las batallas en el desierto. El segundo paratexto, más breve, pero quizá más sugerente, es la canción “Las batallas” (1992) de Café Tacuba, que figura la perspectiva de Carlos al grado de incluir en la letra de la canción fragmentos del bolero “Obsesión”, mencionado en la novela. El álbum Café Tacuba del que la canción forma parte, incluye canciones como “El catrín” y “Rarotonga”, y que constituye el intento sostenido del grupo de rock de incorporar hitos culturales de la vida cultural de México en una cuidadosa construcción sólida y melódica que la banda desarrollaría en discos posteriores. La visita de Café Tacuba a la novela de Pacheco indica un punto fundamental de su lugar en la historia: un texto que, en el proyecto de la banda musical, es parte de una genealogía de reconstrucciones del sensorium mexicano (y quizá convendría tener en mente la versión teatral de 2011, que no he podido ver, pero que sin duda está engarzada a esta pregunta).
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Los usos críticos de la nostalgia En su reciente libro Historias que regresan, el crítico y escritor José Ramón Ruisánchez observa que, en la obra de Pacheco, “La nostalgia es el dulce dolor que nos causa la (im)posibilidad de ocupar el lugar de esos personajes que activan nuestra nostalgia y por lo tanto son dueños de la mirada que no pierde los pasos de la arañita”. Esta cita, derivada de su lectura de otro libro de Pacheco, El principio del placer, nos da sin embargo una importante pista respecto a una pregunta insuficientemente discutida respecto a Las batallas en el desierto: los usos de su nostalgia equívoca y conflictiva. En la cita de Ruisánchez se observan ya entradas posibles. “La mirada que no pierde los pasos de la arañita” es una forma poética de hablar de una perspectiva (infantil en el caso de Pacheco) capaz de observar las minucias de la vida en medio del torbellino de la historia, esos detalles que se pierden cuando se reconstruye un proceso de transformación existencial como el que causó la reconfiguración del capitalismo mexicano en el periodo alemanista. El libro registra cambios de dieta (de la comida mexicana
Fotogramas de Mariana, Mariana de Alberto Issac.
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de la mamá de Carlos a la comida americanizada de Mariana, hecha posible por cambios tecnológicos como la sandwichera) tejidos a la construcción de los afectos del protagonista a la vez que no abandona del todo un imaginario pasatista: el bolero “Obsesión”, que representa un régimen de cultura a la vez nostálgico —por su atadura a una forma de sentir anterior a la americanización— y contemporáneo —dado que su circulación se debe a la existencia de una tecnología atada al proceso de modernización, la radio. La crítica Svetlana Boym distingue en su obra The Future of Nostalgia dos formas de dicho afecto. Por un lado, existe una nostalgia restaurativa, que busca reconstruir el pasado rememorado. Por otro, tenemos una nostalgia reflexiva, que opera desde la pérdida irremediable de ese pasado. Si hemos de pensar en la nostalgia de Las batallas en el desierto, esta distinción nos lleva a una doble articulación. Del lado reflexivo, existe la pérdida del objeto amado, que es una forma de representar la pérdida de formas de ser, pensar y amar arrasadas por el viento irascible de la historia. La pérdida del contacto con Mariana está atada a un proceso en que la familia de Carlos se asemeja de manera directa a la modernidad americanizada, como vemos en el hecho de que tanto él como sus hermanos terminan por estudiar en universidades norteamericanas, hecho que prefigura en 1980 una forma de pensar que sería crucial en ese segundo proceso de modernización americanizada llamado neoliberalismo. Carlos y su familia son la primera generación de tecnócratas y por eso los afectos prohibidos inscritos en la nostalgia se vuelven imposibles al lado adulto.
Las batallas en el desierto y el nacimiento de una cultura del neoliberalismo Y sin embargo, existe una dimensión restaurativa de esta nostalgia. En un brillante ensayo sobre el texto, el crítico Saúl Jiménez-Sandoval caracteriza a Las batallas en el desierto como “una novela que apunta hacia el principio de una subjetividad que aprende su papel dentro de un sistema de relaciones de producción”. Lo que no se ha perdido de ese pasado, lo que sigue presente y que la novela restaura en su inconsciente
político es dicha subjetividad, una forma de vida articulada de manera irreversible a la maquinaría cultural del capital. El olvido mismo que se articula en la mitad de la fórmula “Me acuerdo, no me acuerdo” es el punto fundacional de una borradura necesaria para que un sujeto burgués como Carlos pueda participar en el capitalismo de manera plena. Es importante recordar que Las batallas en el desierto se publica originalmente en 1981, un año antes de la crisis de la deuda y unos tres años antes del pacto que llevaría a México hacia las políticas neoliberales. Esto no es un hecho trivial puesto que Carlos es sin duda parte de la generación que implementaría esas políticas: nacido durante el primer proceso posrevolucionario de modernización capitalista y educado en el extranjero. Lo que sugiero aquí es la posibilidad de leer la novela de Pacheco en retrospectiva como un texto verdaderamente precursor de la figuración literaria del proceso neoliberal, algo que el libro logra avant la lettre. Considerando los inesperados derroteros que el país tomaría en los años ochenta y noventa desde la perspectiva de los últimos años del populismo echeverrista y lopezportillista, Las batallas en el desierto resulta ser el libro que mejor leyó su contemporaneidad, al proveernos la historia afectiva del tipo de sujeto que encabezaría la generación tecnocrática que llegaría al poder apenas unos años después. Más allá de estos tres puntos quedan abiertas muchas otras cuestiones. La genealogía posterior del libro, esos textos que continúan el trabajo de lectura de la infancia y la memoria en el capitalismo tardío, requeriría una mayor exploración comparativa: pienso, por ejemplo, en Materia dispuesta de Juan Villoro. También falta ver mejor la conexión entre el sensorium urbano de la narrativa de Pacheco y su poesía, algo que pocos críticos han hecho debido a que ambos géneros suelen apelar a lectores distintos. De cualquier modo, en Las batallas en el desierto tenemos todavía muchas vetas de lectura y oportunidades inagotadas de interpretación que hacen del libro, sin duda, una novela muy contemporánea.
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Mo rirรกs le jo s o el fantasma e n p rosa Jaim e M e s a
Cuando entendí
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finalmente que aquella novela que devoré una tarde sentado en una banca de la Facultad de Letras cuando yo tenía 20 años (1997) era uno de los clásicos de la literatura mexicana no supe qué versión había leído. Durante ese semestre de primavera me había dedicado a leer toda la Serie del Volador de Joaquín Mortiz que obtenía día a día de la biblioteca. Yo aún no era escritor pero quería serlo. Así que después de leer a todos los autores poblanos, decidí leer a todos los autores mexicanos que pudiera. Conocí la Serie del Volador por sus portadas y esos libros pequeños y entrañables. Así que de Morirás lejos recordaba perfectamente el fondo blanco, la mancha horizontal negra, como pintura abstracta, y las líneas paralelas (también negras) que en algún momento entendí con terror era alambre de púas; también recordaba el manchón vertical (si un manchón puede ser vertical) con el tono rojo deslavado, como si se tratara de sangre olvidada a punto de secarse. Del libro no sabía nada más que era una novela, la había escrito un poeta y que éste era mexicano. Eso bastaba. Inocente, como en ese momento de la primera juventud uno llega a las obras maestras, abrí el libro, encendí un cigarro y leí. He pasado casi 15 años tratando de explicar lo que sentí durante esa tarde. Recuerdo esto: terror, por lo descrito y por la sincronía de estar yo también en una banca; atracción fatal hacia ese narrador que, me parecía, a través de susurros contaba la historia y la epifanía que durante mi vida de escritor me ha perseguido para bien y para mal: la idea de que un escritor mexicano no tenía, por serlo, que escribir sobre México. Hasta esa tarde mis lecturas de la Serie del Volador (aún no descubría a Elizondo) y las de la facultad me indicaban de una forma bizarra que la única posibilidad para crear era escribir de lo que me era familiar y yo, hasta ese momento, sólo tenía idea de México. Sin embargo, la cercanía y la obligación de vivir todos los días en México hacía que la noción de escribir sobre ello se me hiciera insostenible. “¿Para qué hablar de lo que vivo?”, pensaba candorosamente pero bajo la idea de que si bien mi cuerpo vivía en este país, mi imaginación pertenecía a otro suelo.
José Emilio Pacheco me dio, como ningún otro autor lo ha hecho, la certeza y la confianza para escribir de lo que quisiera. ¿Qué hacía un mexicano hablando sobre el Holocausto?, era mi idea reiterada durante la lectura. ¿Cómo se atreve?, pensaba porque el resto de las historias que había leído transcurrían en Veracruz, el Distrito Federal, o en pueblos inventados como Comala o Cuévano que eran a fin de cuentas más México. Morirás lejos hablaba de otra cosa, y ese descaro (durante mi primera etapa de formación llamaba descaro a lo que después entendí era erudición, talento o inteligencia) hizo que le perdiera el miedo a los temas. Desde 1997 Morirás lejos de José Emilio Pacheco ha sido mi Moby Dick. Siempre ha estado en mi vida de una u otra forma y siempre se me ha escapado. Luego de esa tarde que me fue difícil olvidar durante un mes, escribí uno de mis primeros cuentos: “Los ruidos no iniciaron en el kiosco” al que adecué un epígrafe que yacía en una de mis libretas y que sabía que algún día usaría: “Al resplandor de la hoguera todos encontraron la muerte: quienes suplicaban el perdón y los que resistían con las armas”, extraído de Morirás... El cuento refiere un sueño en el cual un grupo de turistas es transportado al zócalo de algún pueblo pequeño de México, los hacen bajar mientras les entregan machetes, cuchillos, palos para que puedan defenderse de la carnicería que otros turistas mantienen y que esperan nuevas víctimas y verdugos. La idea fue mía pero el valor para escribir esa historia me la dio aquella novela. Ya sin miedo, fortalecido con la noción de que por fin podía escribir sobre cualquier cosa,
Ilustraciones: Francisco Zeledón
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regresé a la biblioteca a buscar aquella edición para volver a leerla (si la primera lectura me había abierto los ojos hacia la escritura, qué no podría darme una segunda lectura, me dije). Un año después no recordaba ni la trama ni la forma ni el lenguaje del autor, sólo habitaba en mí esa sensación de terror y miedo bajo la cual sigo recordando la novela. Necesitaba otra dosis. El ejemplar no estaba en su lugar y a pesar de que el catálogo seguía mostrándolo y no había pistas de que alguien lo tuviera, no hubo un bibliotecario capaz de explicarme la desaparición. Seguí yendo semana a semana suplicando cada vez la aparición de ese libro maldito hasta que salí de la universidad. El resto de mis lecturas hasta el día de hoy han sido permeadas por ese fantasma de papel, letras y horror que, además del autor, yo formé en mi imaginación. De alguna forma, el olvido y la distancia con ese libro me hicieron reescribirlo varias veces, agregarle cosas, quitarle, adecuarlo para que mi cabeza mantuviera la idea del Moby Dick Maligno. Pasé quince años buscando Morirás lejos. Durante ese lapso supe que había leído la primera edición de 1967, que existía una segunda edición en Joaquín Mortiz de 1977, que esta segunda edición había sido casi reescrita, con cambios, ligeros o grandes en cada página; que Montesinos tenía una edición donde aparece un hombre en una banca; que existía una edición publicada por la sep y Joaquín Mortiz en Lecturas Mexicanas, aparecida en 1986; y que antes, Seix Barral la había publicado en 1985 con una sorprendente y bella errata en la portada: “Moriras lejos”. (sic) Además, advertí que el rumor es que, entre otras cosas, no se había vuelto a publicar porque exigiría una revisión que seguramente traería consigo una reescritura por parte del autor. Debo acotar que mi búsqueda no fue la de un experto. Fue más bien la de un aficionado creyente de la sentencia de que los libros encuentran a sus lectores. Así que mi búsqueda se limitó a perseguirla discretamente en librerías de viejo en cualquier estado del país al que viajara por placer o a impartir algún taller. Aunque frecuenté las páginas de internet y encontré fotos con las
primeras ediciones a precios astronómicos o mesurados, opté por no comprarla por ese medio. Ahora que he vuelto a leerla dos veces para escribir este texto (en dos ediciones, la de Montesinos y la de Joaquín Mortiz-Seix Barral-Planeta) pienso que aquella búsqueda sin afán era sólo una forma de evadir el temor a encontrarme frente a frente, de nuevo, como cuando no era escritor, con aquel ejemplar de la Serie del Volador del que mi hambre y sed habían succionado la libertad para escribir mis mejores páginas. Porque fue con Morirás lejos (o la abstracción que ya era para mí la lectura de una novela que quizá era Morirás lejos) que encontré el valor para renunciar a México y situar mi primera novela (Rabia) en otro país que no fuera el mío. Fue mi idea (deformada por el tiempo sobre una novela de la que no recordaba ni trama ni personajes ni nada) de Morirás lejos la que me llevó a escribir mi ensayo “La Generación Inexistente”, que sostiene un epígrafe de José Emilio Pacheco: “Escribimos solos pero no aislados” para tratar de describir la generación de los setenta a la que pertenezco. Lecturas, escritura, viajes y momentos vitales posteriores están basados en esa mancha oscura, rojiza y brutal que mi mente construye y agrega capítulos cada año que ya no es precisamente una novela llamada Morirás lejos si no, espero, su sustancia, un bloque deforme reescrito entre Pacheco y yo; remendado con atisbos que leo en ensayos de lo que pudo contarme esa novela en aquella banca una tarde de 1997, esa lectura realizada 30 años después de la primera edición, y 20 años
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después de la segunda. En algún momento entendí, durante la búsqueda de mi ejemplar, que si lo encontraba y lo volvía a leer la fiesta creativa para mí habría terminado. No tendría ya ningún tótem al cual arrimarme para escribir. De la misma forma, alguna temporada, desperté con la intuición (o terror) de qué sucedería si la relectura de Morirás lejos daba cuenta de mi asombro juvenil pero ya no se correspondía con el gusto de un lector maduro como ahora soy. Pero todos los temores encuentran su callejón sin salida. Y entendí que esto era yo: “Al resplandor de la hoguera todos encontraron la muerte: quienes suplicaban el perdón y los que resistían con las armas”. Recibí la invitación para escribir un texto sobre Morirás lejos, fue gracias a una de esas pláticas donde refería las múltiples ocasiones en que he estado cercano a conseguir mi edición y la he perdido. Este texto ha renunciado a hablar de la trama, personajes, narrador y estructura de Morirás lejos para ser una confesión de mis miedos. Es curioso, además, que el director de esta revista sea Pedro Ángel Palou, quien dos o tres años después de que yo leyera Morirás... y usando el epígrafe para un cuento, me encontró afuera de mi facultad, cercano a la banca terrible donde leí de un jalón la novela, y me preguntara si tenía un libro de cuentos para publicar. Resultado de eso apareció mi primer libro, un compendio joven que, sin embargo, resume en secreto mi raíz más abundante: la novela de José Emilio Pacheco que, hasta la fecha, no tengo. Para escribir este texto me enfrenté al hecho de que, como he dicho, no recordaba nada de la novela más que la sensación que me había dejado y estos quince años de búsqueda. Pensé cobardemente en una solución que, otra vez, dejaba en manos del destino mi persecución. Pregunté en Twitter si alguien tenía un ejemplar que me prestara. Dos amigos y un conocido rápidamente me informaron que lo tenían. Uno tenía la primera edición de Mortiz, otro la de Seix Barral-Planeta (con la errata bella en portada) y otro más la de Montesinos. Acepté el ofrecimiento de los dos últimos renunciado a leer la versión original que, ya sabía, era la que había leído. “Si la lectura sale mal”, pensé, “podré
atribuirlo a eso”. En el viaje de dos horas de Cholula al Distrito Federal leí la edición de Montesinos. Entré a la lectura nervioso y no reconocí nada de mis fantasmas, de mi Moby Dick hasta la página 32 donde di con mi epígrafe (“Al resplandor de la hoguera todos encontraron la muerte…”). Terminé la novela y, aún con esa línea familiar, quedé en blanco. Sólo había dos puentes que me conectaban con la lectura: las páginas referentes al Holocausto y aquel narrador “Omnividente” de Pacheco. Luego, en el departamento que nos prestaron a mi mujer y a mí para pasar las fiestas leí Moriras lejos (sic) y el resultado fue el mismo. No había nada ahí donde un día lo hubo todo. Asustado, corrí a internet a buscar el mítico texto de Rafael Pérez Gay “Morirás lejos: La derrota cotidiana y el acoso de los fantasmas” que apareció en 1978 en la revista Nexos respecto a la segunda edición de la novela de 1977. Ahí, Pérez Gay me contó esto: El relato nace tal vez en la colonia Condesa, en el enfrentamiento entre los alemanes del colegio Humboldt y los judíos de las sinagogas cercanas; el salto del carácter local en primera instancia, de la antipatía entre los judíos y los alemanes residentes en México, ahí donde el desprecio es una de las formas del odio. En ese paso de lo anecdótico y lo cotidiano a la ficción y la historia radica uno de los logros de la novela, la construcción de una trama en la que se enfrentan dos acciones paralelas, una historia particular y otra milenaria.1
1
http://www.nexos. com.mx/?P=leerartic ulo&Article=265681
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http://www. lasiega.org/index. php?title=%22Morir %C3%A1s_lejos% 22:_el_futuro_se_ conquista_por_la_ memoria_del_pasado_perdido.
Ya antes había leído en Morirás lejos: el futuro se conquista por la memoria del pasado perdido” de Elisena Ménez Sánchez que esa partición de la novela en dos corría con los títulos: “Salónica” y “Diáspora”. La “Salónica” de Morirás lejos se ubica en la época contemporánea (momento de la enunciación del discurso de la novela), en la ciudad de México, Distrito Federal, en la casa de eme (construida en 1939) y el parque con olor a vinagre donde se encuentra un hombre que lee la sección “El aviso oportuno” de El Universal; este hombre es Alguien y podría ser, según lo indica el narrador omnividente, el individuo que acosa a eme. “Salónica” plantea una serie de hipótesis respecto a la conciencia narrativa, las identidades de Alguien (lo que lo caracteriza y lo hace existir en relación al parque) y de eme (cuyo ser y existencia se relacionan con su ubicación espacial: viendo, desde la ventana de la casa construida en 1939, hacia el parque) y la probabilidad de la historia contada (con sus respectivas digresiones). El segundo capítulo lleva el nombre que a partir del siglo I de nuestra era se asignó a la dispersión de los judíos cuando éstos salieron de Jerusalén expulsados por los romanos: “Diáspora”; tema histórico desarrollado en este apartado que se identifica gráficamente con el icono del caduceo.
La imagen de este segmento simboliza el eje como punto de enfrentamiento de los contrarios, representados éstos por las dos serpientes que se entrelazan simétricas para significar dos fuerzas en equilibrio y en oposición.2
Pero también leí que había otras partes más: En esta sección se entrelazan las historias contadas en los demás capítulos, ya que “Götterdämmerung” abarca parte de los tiempos narrativos de “Totenbuch” y de “Grossaktion”; a su vez, estos tres están incluidos en el tiempo de “Salónica”, pues el presente de eme y Alguien está supeditado por el devenir histórico. “Diáspora” y “Grossaktion” son historias paralelas en el desarrollo de las acciones principales que en sendos capítulos se relacionan con el pasado del pueblo judío; “Diáspora” abarca la guerra entre judíos y romanos, mientras que “Grossaktion” narra el enfrentamiento entre judíos y nazis. En tanto que “Totenbuch” y “Salónica” se entrelazan por la serie de hipótesis sobre la identidad de eme en el pasado (“Totenbuch”) y en el presente (“Salónica”).
Extrañamente todo me daba igual. Roto el maleficio de no leer Morirás lejos (en realidad, si somos estrictos, aún no la he vuelto a leer) aun cuando seguí sosteniendo que la novela era una pieza clave de la literatura mexicana, una obra relevante ubicada al lado de Noticias del imperio, Las posibilidades del odio, Aura o La región más transparente, La obediencia nocturna, La muchacha en el balcón o La presencia del coronel retirado (con guiño para Miguel Cane), etcétera, continuaba sin lograr explicar (a otros o a mí) por qué. Es decir, de alguna forma no me contentaba el recuerdo de ese narrador todopoderoso, que susurraba más que narrar, de aquellas escenas expansivas que contaban el mal (fue Pacheco el primero que me contó el mal y su origen), o esa ruptura de la burbuja de temas eminentemente mexicanos que eran el sustento de mi primer banquete y mi consecuente sed y hambre por volver a leerla. Ahí debía
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haber algo más. Más que ese miedo que no me ha soltado en más de una década, o algo más que ese templo (esa esfera) dentro de la cual gracias a Morirás lejos ahora escribo; debería haber algo más que esa, me lo parece, eterna búsqueda de un libro que me arrebataron y que el destino no ha vuelto a poner a mi alcance. Esta obsesión, esta ansiedad, este deseo que me han mantenido alucinando quince años no puede ser Morirás lejos. Esa novela es algo más, otra cosa más tangible, más explicable a través del análisis de sus elementos formales o del fondo que quiso y pudo transmitir José Emilio Pacheco. Ahora, la mañana en que me propongo sentarme y escribir este texto y sentirme aliviado de no haber vuelto a leer Morirás lejos en esa legendaria edición de 1967, un destello hace que me tiemblen las rodillas. Comprendo que esa bestia incansable que desde 1997 veo en el fondo del abismo, que ese temor, valor y libertad que me permiten escribir y seguir escribiendo, que esa certeza de haber leído Morirás lejos, que ese engaño por creer que he leído Morirás lejos, que esa
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turbulencia que ha cimbrado mi vida durante tanto tiempo es el verdadero nombre de la literatura, y la única reseña posible para un lector que encontró alguna vez cuando era joven un libro verdadero que se resiste a abandonar. Aquella conjunción, mi ingenuidad, mi juventud, mi deseo de escribir, la parte de mi vida en que sólo era un lector (un lector casi puro), los seis o siete años más que faltaban para que me convirtiera en escritor, mezclado con la grandeza de una novela que un hombre al que no conocía ni sabía nada de mí o yo de él, me mira de frente para advertirme del poder de bomba atómica que significan ciertos libros mayores. Algo me dice que debo dejar las cosas como están. Pasar de largo este momento en que quise revolver mi interior y la sustancia de una novela que me cambió la vida. Debo aceptar, quizá, aún no sé, que leí Morirás lejos sólo una vez, durante una tarde de 1997, y que no he vuelto a leerla y que no debo volver a intentar leerla en un rato más. Y debo entender que, en consecuencia, he olvidado su trama. Este texto, entonces, es la aceptación de que hace más de una década un gigante me derribó con un derechazo perfecto y que la crónica de mi recuperación, para bien o para mal, encarna en los libros que he escrito y en los que escribiré hasta el día en que entre a una librería de viejo y me encuentre frente a frente con mi edición de 1967, mi Moby Dick, y deba abrir, por fin, la tumba para recuperar lo que sentí en aquella banca mientras leía una novela llamada Morirás lejos.
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Un a ve n t a n a que s e a bre : M or i r รกs le jos K aren V i l l eda
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FotografĂa: Carlos Glera
Recuerdo como si
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fuera ayer cuando conocí a José Emilio Pacheco (1939) durante la Feria Internacional del Libro organizada por el Instituto Tecnológico y de Estudios Superiores de Monterrey (itesm) en 2005. Había ido a dar al lugar de las glorias gracias a un ensayo que escribí sobre Morirás lejos. Este texto es la memoria y el duelo de aquel ensayo de hace casi ocho años. En aquel octubre, el ahora premio Cervantes nos preguntaba si queríamos ser escritores o si queríamos escribir. Morirás lejos, novela de JEP publicada en 1967, contiene todo el impulso poético del escritor que nos arroja hacia la ventana de la casa. Nos estrellamos como una ciega paloma blanca contra el vidrio. La ventana está cerrada aunque los dedos índice y anular de eme entreabren las persianas. Esa ventana “que da/ a ninguna parte/ …/ que se abre hacia dentro”1 está empañada. Escuchamos gritos ensordecedores pero nada sale despedido por la ventana. Apenas podemos asomarnos cuando eme se escabulle. Alguien está sentado en un parque, siendo el testigo de la guerra que se está librando dentro. “No hay muertos cuando la memoria es la batalla más ardua”, piensa. La seducción de la historia es la memoria: la presencia del pasado o del futuro en el presente. Dolemos la historia. La memoria es fija pero el duelo es atemporal. Ambos tienen un punto en común: se rigen por la repetición. El poema “La materia deshecha” de JEP lo sabe: “No hay monte o muro que su paso ataje./ Lo perdurable, no el instante, huye”.2
Morirás lejos toma posesión de una historia al recordar y no permitirnos olvidarla a lo largo de todas sus páginas. “No perdones; no olvides y no tengas misericordia”, dice el profeta judío Caleb. El destino humano está condenado a la vida, destrucción inmutable, una historia jamás lineal: el horror cíclico, “la miseria que llamamos historia/ el horror que agazapa su insidia en el futuro”.3 Siempre hay mañana aunque “será como ayer y seremos iguales”.4 En Morirás lejos resiste la esperanza. Se insiste en el recuerdo de lo que fue la vida alguna vez para no continuar viviendo la muerte. Somos un público de condenados. José Emilio Pacheco nos contempla y, mediante su reescritura de esa historia, nos hace enfrentar las consecuencias de la maldad humana porque “escoria es lo que deja tras de sí la historia/ molicie de la historia/ una mole de escoria/ molicie de la escoria” como lo señala en su poema “El escorial”. Nos encontramos con que “las matanzas se repiten”5 en Morirás Lejos y en la vida misma. Morimos a cada instante. Sugiere que la realidad no permanece, es continua y cambiante, depende de actitudes y de situaciones, porque la vida “pasa en forma de veneno/ y siempre te recuerda/ vivir es ir muriendo”.6 Al tratar de “borrar el rumor de guerras y desastres”,7 Morirás lejos entra en los terrenos impenetrables del odio y del dolor porque el lenguaje no alcanza para describir el terror a pesar de que las palabras, como significantes, intenten recobrar “en su sonido la materia
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“Palabras en forma de tolvanera”, José Emilio Pacheco, en Octavio Paz, Poemas (1935-1975), Barcelona, Seix Barral, 1979, p. 587. 2 Los elementos de la noche. México, unam, 1963. p. 31. 3 “Idilio”, Irás y no volverás, México, fce, 1966. 4 “Tarde enemiga”, Los elementos de la noche. 5 Morirás lejos, México, Editorial Joaquín Mortiz, 1967, p.67. 6 “Contaminaciones”. 7 Irás y no volverás.
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8 Los elementos de la noche. 9 Morirás lejos. 10 “Arte poética II”, No me preguntes cómo pasa el tiempo, México, Editorial Joaquín Mortiz, 1969. 11 “El reposo del fuego III”, El reposo del fuego, México, unam, 1966. p. 67. 12 “Letras minúsculas”. 13 El reposo del fuego. 14 Morirás lejos.
deshecha del olvido”.8 En Morirás lejos, las palabras siguen siendo insuficientes porque “aunque, sombra de las cosas, ecos de los hechos, las palabras son alusiones, ilusiones, intentos no de expresar sino de sugerir lo que pasó en los campos”.9 La insuficiencia del habla nos hace escribir y, como nunca existe un testimonio completo, es preciso recordar o recordar que recordamos. La novela revela la importancia de la escritura para JEP: “escribe lo que quieras, di todo lo que se antoje, de todas formas vas a ser condenado”.10 La prosa es valiente y enfrenta al discurso más peligroso: “hay que darse valor para hacer esto. No se puede callar, comer silencio”.11 La vida y la muerte son la fuerza creadora de Morirás Lejos, pero sus mecanismos se debaten entre el recuerdo y el olvido. Para JEP, escribir es “escuchar; las voces ajenas y la que aspiramos llamar propia”.12 La escritura se escribe por sí sola; Morirás lejos es escritura pura y no un escrito: se reinventa continuamente. A eso se refería JEP cuando nos preguntó si queríamos escribir o si queríamos ser escritores. Escribir es un éxodo, como el poema homónimo, “Las palabras vuelven a ti, como tatuajes o cicatrices ásperas”. Dos palabras se fijan y repiten en Morirás lejos. Son atemporales. Odio y dolor. ¿Qué es el odio?, ¿qué significa el dolor?, ¿se puede saber el odio?, ¿qué es saber el dolor? El escritor nos invita a encontrar la respuesta a estas preguntas porque es probable que así nos salvemos del horror. Odio, dolor, o memoria y duelo. Morirás lejos es una crónica de la destrucción. Para describir una catástrofe contemporánea como el Holocausto en las mismas palabras de siempre, que son odio y dolor, JEP las reescribe para que nuestra memoria las retenga y no las olvide. Las reescribe para dolernos y, como en su poema “Idilio”, el mundo vuelva a ser un Edén que repueblen los primeros fantasmas. ¿Quiénes son los fantasmas en Morirás lejos? ¿Existe eme, existe Alguien? Alguien representa seis millones de víctimas y eme, como nombre iniciático, es personal y genérico. Monstruo, muerte. Mundo y mal. Maldad y marca. Observamos que hay tantas marcas en Morirás lejos: las incisiones hechas por eme en la pared,
las cicatrices de la tortura de la Inquisición, las costuradas de la estrella de David en la solapa, el troquel en la piel que diferencia: el ser humano vale una moneda. Marcas en una constante: la historia de persecución del pueblo judío. Una historia en Morirás lejos parece mínima pero se maximiza debido a las hipótesis, los datos, los testimonios, la catalogación con diversos alfabetos y en diversas lenguas. Son posibilidades de existencia. Sin embargo, predomina una sola presencia que es total sobre las otras representaciones: el recuerdo en bruto es la marca definitiva. El narrador de Morirás lejos nos inserta en la historia de odio y dolor a través de la intertextualidad. Al leer cada sección, somos testigos de una historia que se amplía hasta el infinito y regresa, cada vez, con mayor fuerza. En Diáspora, presenciamos la destrucción romana del templo judío y la caída de Jerusalén, en la Grossaktion conocemos la gran acción destructora del Gueto de Varsovia, con Totenbuch evocamos el libro de los muertos de los campos de concentración y al llegar a Götterdämmerung, resignificamos el ocaso de los dioses. Todas las secciones de Morirás lejos están unidas por el eje de Salónica, que es el paralelismo de la lucha occidental por el poder y la ejecución de más de 50,000 judíos en Tesalónica en 1941. En Morirás lejos encontramos una combinación de textos y de autores que entrecruza las voces para movilizar la novela. El punto de partida es la aproximación a ambos personajes, eme y Alguien, para enumerar hipótesis en Salónica como las principales y que sirven de única guía: los demás referentes son espejos que dan dos direcciones, destruyendo y construyendo identidades. Alguien y eme son, en realidad, una bifurcación. No olvidemos que pueden existir trampas en el testimonio de eme, Alguien y el narrador omnividente, porque “todo el mundo está en llamas […] arde el fuego del odio.13 La lectura de Morirás lejos nos aleja de un destino fatal: la desmemoria. Morirás lejos incita a la postergación porque “nada puede aproximarse siquiera a la espantosa realidad del recuerdo”.14 La lectura de Morirás lejos no puede definirse
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con un mismo recuerdo. Buscamos completar la narración mediante la visualización de espacios que den sentido a la lectura y nos den sentido a nosotros mismos como dueños de esos recuerdos. Lo remoto no está en la distancia sino en lo clandestino de lo que ha sido verdadero. “Lo que espero está siempre más lejos”, escribe Edmond Jabés. El diálogo creado en Morirás lejos está lleno de enigmas. No podemos saciar nuestra sed y nos obsesionamos. Inquirimos. Surgen tantas probabilidades porque todas las personalidades son hipotéticas y no se definen. Las hipótesis entrecortan la narración porque sugieren dudas y sólo quedan como intentos para descifrar lo que está sucediendo. El escritor nos vence al darnos una noción de profundidad e infinito en la repetición porque Alguien y eme pueden ser Nadie y todos a la vez. Esa es la inversión laberíntica que sustenta Morirás lejos, en donde eme y Alguien se buscan, se encuentran, se rehuyen, se acercan y se alejan. Se contraponen ambos para encontrarse al final (o al inicio) del laberinto. La Ciudad de México se presenta como un nolugar en Morirás lejos, es una utopía: “La ciudad en estos años cambió tanto que ya no es mi ciudad”.15 Debemos acostumbrar sus ojos para contemplar lo que se le está escapando en Morirás lejos. ¿Un recuerdo más? El sentido del espacio en Morirás lejos se basa en el no-espacio, porque existe una posición evasiva entre el aquí y el allí. ¿Dónde se encuentra eme? Aquí, entonces Alguien está allí. ¿Dónde se encuentra Alguien? Allí o, puede ser, aquí. Su ironía entre el ir y el venir, morir y no vivir más. “Irás y no volverás”. Como inseparables de ese proceso, están Alguien y eme. Sin Alguien no existe eme y sin eme no existe Alguien. La dicotomía verdugo-víctima, el duelo entre el perseguido y el perseguidor, es continuamente cambiante porque sin uno no existe el otro.
¿Quién es culpable? “Uno es culpable, el Otro inocente: los dos culpables, ambos inocentes”;16 eme no se siente culpable. No se asume como tal, entonces es el Otro: el culpable ahora es Alguien. Alguien como oposición a nadie, es Uno, es sí, ja, una mayúscula que supone afirmación mientras que eme supone una negación, es no, nein, está en minúsculas, es el Otro y es nadie. JEP designa una cadena de oposición porque siempre se contrapone a Alguien y a eme, con el Uno y el Otro, que son el pueblo y el poder, los dominados y los dominadores. Ese discurso es el continuo que interviene los términos en Alguien y en eme, polarizando la historia y haciéndola dinámica: una tensión constante entre la vida y la muerte. “Morirás lejos. Conmigo llevo la tierra y la muerte”.17 ¿Qué es morir lejos? Morir fuera de uno mismo y de la misma muerte. El tiempo y la distancia no le pertenecen a eme, el mundo tampoco porque “el mundo es punto, la vida instante”.18 Tampoco la vida le pertenece a eme porque está cercado por Alguien o por él mismo, eme y su conciencia; eme está condenado a la vida después de ser cómplice de la muerte. Es por eso que Alguien es una identidad múltiple: es Uno y seis millones de rostros que claman justicia. Finalmente, Alguien y eme son polvo, ambos se irán muertos pero en su boca crecerá el polvo, “lenguaje que hablan todas las cosas”.19 Es cuando “el mundo suena hueco. En su corteza ha crecido el temor”.20 No olvidemos porque “Ningún tiempo pasado, ciertamente, fue peor ni mejor/ No hay tiempo, no lo hay”.21 Para JEP el tiempo es “semejante a los mares y al desierto”.22 Así que “sólo muere lejos el que en su propia casa se persuade que está lejos su muerte”.23 En Morirás lejos, la distancia que se concreta en la misma distancia porque es, parafraseando un poema de JEP, “ser sin estar” así que “te preguntas/ si entre tantos desastres que no esperabas/ mecanismos cuyo admirable funcionamiento/ desconoces/ gérmenes afilados que fermentan/ para matar al mundo/ hombres que luchan por borrar al hombre”, como los romanos, los nazis y los hombres que han borrado a los judíos. Después de leer Morirás lejos, “ya no serás ya un fantasma/ o el último vestigio de un fantasma/ o
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Ciudad de la memoria, México, Era, 1989. 16 Morirás lejos, p. 81. 17 Séneca, De los remedios de cualquiera fortuna, glosado por Francisco de Quevedo, Obras completas, obras en prosa, Madrid, Editorial Aguilar, 1941. p. 887. 18 Ídem. 19 “Hortus conclusus”, Los elementos... 20 Ídem. 21 El reposo del fuego, p. 67. 22 “Presencia”. 23 De los remedios de cualquiera fortuna, p. 887.
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“Ser sin estar”, No me preguntes…, p. 20. 25 Morirás lejos, p.52. 26 “Live bait”, Ciudad de la memoria. 27 Morirás lejos, p. 142.
la sombra/ de una especie extinguida/ que interrumpe/ con la mirada absorta e implorante/ la abyecta procesión del matadero.24 Relacionamos la sumisión del pueblo judío con la frase encontrada en Salmos 44:22: como “ovejas al matadero”. Aunque la expresión tuvo originalmente un sentido positivo como “aceptar el martirio como obediencia a una voluntad divina”,25 ahora hay que resistir. Se debe recordar para resistir. Esa es la dificultad de índole ético que se presenta en Morirás lejos: llama a nuestra neutralidad como lectores respecto a ser testigo del testimonio pero no se puede ser impasible ante el mal. JEP es un escritor-espejo: hace literatura de la misma literatura, escribe de la misma escritura. Morirás lejos es justicia social hecha literatura. Su escritura es una “literatura comprometida” por el llamado a recordar y la dimensión ética que lo respalda. Esa es la función social de Morirás lejos: ser una lectura reflexiva que deviene en el discurso social. Como lectores, somos parte de ese discurso y nos envuelve: Morirás lejos nos obliga a recordar mediante la fragmentación, tanto histórica como ficcional, para no condenarnos a repetir la historia. O a leer una dolorosa novela como Morirás lejos una y otra vez.
Esta postura política hace que Morirás lejos no tenga vigencia porque el mismo tiempo lo contradice al excederlo. Sus correlatos abren espacios de polémica, frustración, vergüenza. Solamente así, mediante el lenguaje de JEP que expresa la bestialidad incontenible, hay una consecuencia inmediata que es el impacto social. Morirás lejos contribuye al progreso moral para que la historia del pueblo judío y otras historias más dejen de ser de opresión y acoso. No hay que olvidar que existe un exilio sin fin, de movilizaciones obligatorias. Todos hemos sido o somos, en su defecto, desterrados de ese espacio de pertenencia que busca convertirse en permanencia porque lo otros son los Otros, siempre. Permanecer también es resistir. Morirás lejos es no morir sin recordar, no morir lejos apartándonos de los horrores sucedidos. Pacheco escribió Morirás lejos porque cree en la vida como “enigma de lo que existe; terrible, absurda, gloriosa vida”.26 Para él, “el gran triunfo de los seres humanos es amar-odiar, construirdestruir, ser “verdugo-víctimas”,27 no hay que olvidar que podemos todos podemos vivir cerca —ser ventana abierta— o morir lejos.28
Fábula de fábulas a José Emilio Pacheco
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M igu e l M a l d on a d o
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La costumbre atempera incluso las situaciones terribles. Moraleja de “La zorra que nunca había visto un león”. Esopo
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—Dos veces seguidas ha salido “toma todo”, andas con suerte. Pero en algún turno, tarde o temprano, lo sabes porque te ha pasado mil veces, saldrá “todos ponen”. No te emociones de más, podrías llevarte una enorme decepción. ¿Cómo es que decía el poeta…? Ya recuerdo: “Gozar, y no morirse de contento, / sufrir, y no vencerse en el sollozo.” ¿Quién lo escribió?¿Miguel Hernández? Seguro, con todo lo que vivió, él sí vivió para contarla, otros la cuentan sin vivirla.1 —No me vengas con poesía, no a medio juego. Si llegan “las situaciones terribles”, ni modo, en tanto hay que tomarlo todo, sentir que ganamos, girar orondos la ruleta y soñar, soñar “toma todos”. No me pidas temple, esto va tan bien, ¡es el mejor de mis días! —“Ningún tiempo pasado ciertamente fue peor ni fue mejor.” —¡Ah!, quieres que nos llevemos a los versos, conmigo que soy el más pedestre de la índole humana. Por qué hacerte caso, también tus palabras se las lleva el viento, lo han dicho tus poetas: “La realidad destruye la ficción nuevamente. Y todo lo que he dicho será empleado en mi contra.”
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—Haces bien, no me escuches, cada cual con lo suyo, “desde el punto de vista de otras galaxias / somos tal vez / peces en el mar de aire, el maraire”. —Lo has dicho, la crítica de nadie vale nada, recuerda que “Para Strinbdberg todo Mozart es ‘una cacofonía de gorjeos cursis’”. No me entretengas más que va mi turno. —Tira pues. En ocasiones también yo me he dejado llevar por la emoción del momento, pero “nadie puede/ guardar unos segundos de este día/ para alumbrarse en el invierno”. —¡Toma todo!, me ha salido otro toma todo, te lo he dicho, no hay nada escrito. Si hay la pérdida total, también puede haber la gracia plena. Esa es mía. Hay que olvidar que “la perfección / es para siempre ajena a todo intento humano”. Como lo repite nuestro Julián, quien sí suele perder, ha
sido“un perpetuo excluido que contempla la vida literaria, y la existencia toda, con quebrantada y a la postre estéril ironía”. —Has ganado, yo acepto mi derrota, a cambio te pido vernos de viejos, una cita para leerte un poema. Si entonces al leerlo no lo suscribes, habré sufrido, como dices, pérdida total. —¿Qué poema? —“De aquel año invivible,/ Mil novecientos nada y cuántos,/ Han transcurrido ochenta siglos o más./ Sin embargo en diez mil y cero a la izquierda/ Seguimos unidos/ En la tarea insensata y gozosa y vana/ De echar abajo el Everest con una piedra afilada.” —No sé, quizás me ha infatuado la victoria y no tenga claridad. Entiendo que la vida se nos va en perder y ganar. Ganar ha sido mi destino. Qué tan distinto de ganar es perder, lo ignoro, no creo que mucho, pero sin esas dos cansadas y absurdas circunstancias, “sin este drama inútil sería inútil la vida”. —Quieres decir que no irás a ese encuentro de viejos, que te da lo mismo salir glorioso y triunfal a pensar que “el único destino es seguir navegando / en paz y en calma hacia el siguiente naufragio”. Estás a favor de “quienes pretenden/ negar nuestra condición de lodo quebradizo/ y ser como dioses.”
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A excepción de los versos de Miguel Hernández, todos pertenecen a José Emilio Pacheco.
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—Me da igual. Miento, no quiero que ganes, porque en ese improbable encuentro seguramente te diré que “Ya somos todo aquello / contra lo que luchamos a los veinte años”, que tenías razón, que “de aquellos tiempos lo único que conservo es mi nombre”. —Qué más da si gano. Lo has dicho, ganar y perder es el drama inútil de la vida. Perdón, tira tus dados, con bríos. Disculpa arruinarte la partida jodiendo con lo mismo, “mi único tema es lo que ya no está / sólo parezco hablar de lo perdido”. —“No lo olvides jamás: hay otros temas./ ¿Por qué obstinarse en la fugacidad y el sufrimiento?” —El verdadero tema nos antecede: ¿con motivo de qué evolucionamos hasta esto que somos? “Don Segismundo Freud/ tras arduo estudio,/ descubrió lo que al otro le costó un verso/ El delito es haber nacido”. —Qué remedio, ya estamos aquí, en un dilema, en una partida: esto que hoy me pasa me hace ser único o parte de lo mismo. Creo que estamos como empezamos. —Qué más da, a mí no me apura resolver ningún dilema, ni mostrarte nada, “está bien así:/ ¿No es peor destino ser el Poeta Nacional/ a quien todos saludan en la calle?”, Tómalo todo o no tomes nada. Con el tiempo, lo quieras o no, Todos ponen.
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Fotografías: Profética.
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Reproducimos algunas p谩ginas del libro de artista Mecanograf铆as, del poeta Alberto Blanco, gracias a la generosidad del Centro Cultural Estaci贸n Indianilla, a cuya colecci贸n pertenece.
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Pl ur a l Josefina Estrada Gerald Cohen
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“Hope”
Diario de Bogotá Josefi na E s t ra da
Durante varios sábados escuché gritar a
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las niñas que hacían los aseos de los baños: —Oiga, la que se quita los pelos, que venga a recogerlos. ¡Sucia! Pensé que alguien se había despuntado el cabello. Fui al baño por curiosidad y vi un montón pequeño de gruesos rizos, negros; los identifiqué como vellos púbicos. Imaginé las formas en que aquellas mujeres debieron habérselos quitado y la razón. En la televisión y catálogos muestran esbeltas modelos promoviendo cremas y cuchillas para la afeitada de barba, axilas y piernas, pero nunca había visto el comercial donde se mostrara a una modelo desnuda de la cintura hacia abajo en una pose que le permitiera depilarse y con un eslogan que dijese: “¡Ha llegado lo que su zona genital estaba esperando!” O bien esta otra frase: “Para una afeitada más a ras. Con vitamina E para la delicada piel del pubis, hidratándola y dejándola más suave y atractiva.” Allí, la modelo sonriente diría: “Su vagina se lo agradecerá.” No resistí la curiosidad y les comenté mis dudas a Ruby y a Sandra, a quienes las consideraba serias y experimentadas, confiables. Me miraron con asombro y me dijeron al tiempo: —¿Cómo? ¿Usted no se corta los pelos de la cuca? Titubeé. Sentí estar en el lugar equivocado. Tuve que decirles que nunca me había rasurado los vellos del pubis. Les pareció extraño, y después, muy gracioso. Les contaron a las muchachas. Y si eso no les hubiera bastado, me hicieron pasar el bochorno con la visita de los hombres. Le contaron a Olivo y a Nicolás. Yo, ruborizada, intentaba disimular con una risa que no era la mía. Me llamaron a participar en la conversación. Y de pronto, Sandra dijo: —¿Cierto que es feo una mujer con pelo en la cuca? Alex no se los quita. Y muy oportuna, Ruby refutó:
—Ella porque es una cochina. Yo, en cambio, me los bajo toditos; hasta quedar como un tocino. Y para cerrar con broche triunfal, Sandra remató: —¡Cómo será cuando le llegue el periodo! Ha de parecer un rasta. Yo traté de explicarles que nunca había sentido necesidad de hacerlo, pues todos mis vellos eran cortos por naturaleza. Pero no me entendieron ni se conformaron. Así que delante de Nicolás, amenazaron con bajarme los pantalones a la fuerza si no les mostraba mi zona pélvica. Accedí. Bajé la cremallera de los pantalones y sólo asomé el comienzo del monte de Venus. Eso bastó para que Sandra le calculara la medida: tres centímetros de largo. En medio de burlas y risas, dijeron: —Lo que tiene allá abajo es del tamaño necesario para hacer trencitas y ponerles chaquiras en las puntas. También comentaron que era como el afro de Yanelly, la costeña, cuando se suelta y se peina el cabello. O que estaba en su punto para hacerme el blower, la alisada. A estas alturas, yo sólo podía reírme junto con ellos. Sandra, que tiene el cabello largo, lo ponía debajo de su sobaco, de tal manera que las puntas quedaban hacia adelante, prensándolo con el brazo, y decía: —¿Adivinen qué es esto? ¡Es la cuca de Alex! Y todos estallaban en risas. Así recorría la cocina, el taller de costura y los pasillos. Por un tiempo fue tema de conversación entre hombres y mujeres. Por eso me enteré que los hombres también se rasuran para rebajar sus vellos y sudar menos. Nicolás decía que a él no le gustaba una vagina que fuera como un matorral desbordándose por el exterior, que a la hora de hacer el amor eso resultaba
1 Fragmento del libro Diario de Bogotá, inédito. El relato pertenece a una presa política, en la cárcel de El Buen Pastor, acusada de terrorismo. Era estudiante universitaria; inteligente y guapa. Un amigo le encargó una maleta, que la policía consideró que pertenecía a un grupo que colocó explosivos en una calle.
Imágenes de Tolentino.
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Lo que tiene allá abajo es del tamaño necesario para hacer trencitas y ponerles chaquiras en las puntas.
Hope
un matapasión; mucho menos animaba a bajar al pozo. Miguel dijo que era horrible encontrarse con unas selvas amazónicas, que tocaba a lo Indiana Jones iniciar toda una travesía, rompiendo rastrojo, tumbando arbustos, cortando troncos y raíces, apartando hojas en la cizaña de tratar de encontrar el rastro que los orientara al punto tan esperado. Olivo y Andrés dijeron que una vagina depilada en su totalidad no era de su gusto; parecía simple, sin gracia; nada incitador. Pensé que, tal vez, la depilación podría ser común en los círculos urbanos, sintiéndome fuera de contexto e ignorante. Entonces indagué cómo se realizaba una depilación. Conocí que la cera caliente, esparcida en la parte deseada, adhiriendo después un papel plástico. Al enfriarse, se jala y salen pegados cada uno de los vellos. Me pareció doloroso, nada más de escucharlo. Intenté depilarme con la cuchilla de afeitar. Tímidamente esparcí jabón e inicié lentamente; no veía por dónde iba. Cuando me percaté ya estaba como cuando era niña. O como dijo Ruby, como un tocino. El problema surgió después, luego de colocarme la ropa: no podía caminar: parecía paso de caballo fino. La piquina era insoportable. Y fue así por varios días más, acompañada de un sarpullido rosado que sólo podía calmar con crema y talco desodorante. Mis vellos crecieron de nuevo. Le conté a Elida mi experiencia anterior y me explicó que podía hacerlo de nuevo usando
cuidadosamente unas tijeras sin hacer necesario una depilación total. Así lo hice. Pero el poco ángulo de observación hizo que con la punta de la tijera me cortara la piel. Una herida que me provocó un sangrado como si hubiera llegado mi periodo menstrual. Claudia y Luarny dicen que sus amigos les hablan de lo sexis que son las vaginas depiladas; no del todo, pero que se vean organizaditas, que den sensación de limpieza y, aún mejor, que sean decoradas con alguna figura. El bikini, por ejemplo, es una de las más conocidas; cuando se le salen los bigotes al gato, cortarlos, para no verse tan panonas. El moñito, un punto de vello a la altura de la vagina; está el Mario Baracus, el de la película Los Magníficos. El de tres líneas de vellos paralelos a la línea natural, pero decorado con atractivos piercing, pasadores en la piel o aretes. Está el Triángulo de las Bermudas, el romántico corazoncito. El aventurero, en forma de ancla. En fin, creatividad, estilo y personalidad se imponen a la hora de la vanidad pélvica. Después de conocer esas maneras tortuosas para conseguir la belleza, decidí hablar con una especialista, la enfermera responsable de las citologías. Me aconsejó bajarlos un poco si eran abundantes, y no hacerlo con las tijeras de cortar papel o tela. Mantener excelente higiene; que si estaban allí los vellos eran para cumplir una importante función de protección. Terminé decidiendo que no me importará si Sandra, al ver una revista o cuando mire la televisión, ve a un hombre de abundante y espesa barba, me busque y me pregunte con risa burlona: “¿A qué le recuerda esto?” Y todavía me tenga que reír. Aunque las compañeras me la monten, mis vellos seguirán estando donde y como la naturaleza lo ha determinado.
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Rubén Bonifaz Nuño 1923-2013
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Yo seguiré cantando. Tú habrás muerto. Habré yo muerto y seguiré cantando. Ha de sonar mi voz de vida, cuando la muerte en celo me haya descubierto.
Suerte e igualdad Geral d Co hen
En el capítulo seis del libro Justicia, suerte y conocimiento, intitulado “Por qué el hecho de neutralizar la suerte no deriva en fundar una base para el igualitarismo”, Susan Hurley defiende dos posturas: por un lado, que “neutralizar la suerte no contribuye a identificar y determinar el significado del igualitarismo”; por otro, que esta neutralización tampoco implica “una justificación del igualitarismo” (147). En respuesta, rechazo la primera postura, y la segunda, siendo verdadera, carece de contenido polémico. Como señalé en mi texto “La vertiente de la justicia igualitaria”: Una parte fundamental del igualitarismo implica extinguir el efecto de la distribución irracional de la suerte. La suerte en bruto es enemiga de una justa igualdad, los
sustancia de su argumento. No quiero decir con ello que ya lo tenía muy claro desde que escribí mi texto en 1989. Hurley me ha ayudado a identificar aquello que seguramente tenía en mente cuando lo escribí. Los igualitaristas, tal como lo dije en “La vertiente de la justicia igualitaria”, están en contra de las desigualdades que provienen de elecciones que no son genuinas, en este sentido rechazan las que se derivan de la suerte, no por el hecho de ser desigualdades (pues los igualitaristas aceptan las desigualdades que son reflejo de una elección genuina) ni por el hecho de ser producto de la suerte (puesto que aceptarían algunas igualdades causadas por la suerte).1 Así —vale la pena repetirlo— están en contra de las desigualdades que se deben a la suerte, y el intento de
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efectos de una elección genuina se oponen a la mera suerte, una elección genuina excluye a las desigualdades (931).
Coincido con Hurley y aprendo de ella, aunque nunca he estado de acuerdo con la
neutralizar la suerte contribuye a delinear un tipo de igualitarismo. Los que han venido a conocerse como “igualitaristas de la suerte” se enfocan en la diferencia de ventaja que hay entre la gente, toman en cuenta las diferencias sólo si éstas
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A lo largo del texto me refiero a “suerte” como “suerte a secas”, es decir aquella que, a diferencia de una apuesta o juego deliberados, no podemos evitar. Al menos que el contexto indique lo contrario, al señalar la buena o mala suerte de X, me refiero a su suerte en comparación con otra gente.
Imágenes: Álvaro Sánchez http://www.redbubble.com/ people/sanchezisdead
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se deben a la existencia de un patrón que se repite en sus decisiones pertinentes. Las diferencias de ventaja innatas y heredadas (en el sentido más amplio) son para ellos injustas. Entre las diferencias de ventaja que nos son heredadas hay dos casos justos: una en que la genuina elección produce la diferencia, y otra en que la suerte jugó un rol de tal modo que no significó ningún tipo de ventaja para nadie. Así, podría decirse que los igualitaristas de la suerte consideran justas las diferencias no heredadas solamente si no se deben a la suerte. Hurley también declara —y con eso estoy de acuerdo— que no puede ser un argumento fundamental del igualitarismo decir que éste extingue el efecto de la suerte en la distribución (cuando la “suerte” se opone a la “elección genuina”). Estoy de acuerdo en que no es un buen argumento, pero pongamos en claro por qué no lo es. Alguien podría decir que no lo es por la siguiente razón: si igualar las situaciones donde actúa la suerte extinguiera el efecto de la suerte en la distribución, entonces sería suficiente con cualquier restructuración que impactara en la suerte, ya sea una reestructura desigual o indiferente a la igualdad, como podría ser la que propone el utilitarismo. En efecto, no es un argumento del igualitarismo decir que éste se encarga de extinguir las consecuencias de la suerte, sin embargo el razonamiento anterior es inválido. Seguramente reforzar el utilitarismo podría borrar los resultados (iniciales) de la suerte, pero a diferencia del igualitarismo de la suerte, el utilitarismo reemplazaría una suerte por otra. Puesto que la suerte, en un sentido pertinente, puede ser benéfica o puede causar una carga cuando no está de acuerdo con la elección genuina, y sabemos que el utilitarismo no elimina este desacuerdo entre suerte y elección: cuando reforzamos el utilitarismo puede ser que nos toque buena suerte, comparada con los otros, que mi utilidad me haga receptor de ganancias obscenas, y desde un punto de vista utilitario se dirá que debido a mi buena suerte soy lo que llaman un “monstruo utilitario”, lo que significa decir que mi utilidad convierte los recursos en utilidad con una eficiencia espectacular. Seguramente el
utilitarista dirá acerca de esta distribución azarosa que “apareció por pura suerte, no por la aplicación de los principios utilitarios”. Pero sabemos que lo que se ha producido por obra de la “suerte” contrasta mucho con lo que se produce a partir de la aplicación de cualquier principio, en este caso el utilitario. No se trata de suerte por ausencia de elección genuina, a la cual se dirige el igualitarismo. Así que me opongo a esta objeción de Hurley, quien rechaza que es un argumento del igualitarismo preocuparse por desaparecer los efectos de la suerte en la distribución. Me opongo a esa declaración porque se equivoca en el uso de la palabra “suerte”. Sin embargo estoy de acuerdo con Hurley sobre que no es argumento del igualitarismo desaparecer los efectos de la suerte en la distribución. Extinguir la suerte no puede ser un argumento para el igualitarismo precisamente porque —siguiendo a Hurley— sólo es una de las especificidades del igualitarismo. La especificidad del igualitarismo involucra necesariamente a la suerte, un tipo de “suerte” que se opone de fondo a la responsabilidad de los resultados a partir de una elección genuina. El igualitarismo de la suerte considera que existe una injusticia cuando alguien está mejor que los demás sin que se deba a una falla suya o a una elección propia, el contraste de la “suerte” es la “elección”; para entenderlo mejor: otros tipos de contrastes con la suerte, como “la determinación natural”, son simplemente irrelevantes. Si no existiese lo que llamamos responsabilidad genuina, entonces las propuestas de los igualitaristas de la suerte serían iguales a las de los igualitaristas a secas —quienes creen que la justicia consiste en no modificar en nada la igualdad—. Hurley escribe que “si la responsabilidad es un tema imposible, entonces todo sería causa de la suerte, y es imposible neutralizar la suerte”. Es verdad, todo sería una cuestión de suerte, en el sentido de que todo sería sin elegir, pues sin responsabilidad no hay elección. Sin embargo, sólo una responsabilidad diferenciada puede justificar la desigualdad —y este es el punto normativo más importante.
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Tres aspectos distinguen el igualitarismo de Dworkin, Cohen y el del joven Arneson de los demás igualitaristas. El primero: su igualitarismo —tan llamado de la suerte— recomienda la igualdad de oportunidad y de acceso porque éstas no se adhieren a los principios generales de igualdad. El segundo: el igualitarismo de la suerte pretende identificar la justicia distributiva, y el tercero: sus prescripciones se inspiran en ciertas intuiciones sobre lo justo. No todo igualitarismo contiene esos tres aspectos. Hay, por ejemplo, una forma de igualitarismo basada en la fraternidad, la cual carece de estos tres. El igualitarismo de la fraternidad se basa en la idea de que las divergencias entre las fortunas de la gente desaniman a la comunidad: el principio de igualdad no es, en el sentido fuerte de la palabra, fundamental para este igualitarismo, no se ocupa de responder la cuestión de la justicia distributiva y no está inspirado por las intuiciones sobre lo que es justo. No inspirarse por las intuiciones sobre lo que es justo, como en el caso del igualitarismo que se funda en la fraternidad, implica ignorar la crítica que se ha hecho a la igualdad ordinaria, afirmando que ésta es injusta porque promueve los mismos beneficios tanto para el solitario saltamontes como para la industriosa hormiga. El igualitarismo de la suerte surge como una respuesta a esta crítica, quizás desde un punto de vista más crudo. Pero, como lo ha dicho Ronald Dworkin, el cambio hacia un igualitarismo que sea sensible a los asuntos de la responsabilidad implica entender bien a bien el ideal de igualdad. Convencidos por la premisa de que la suerte ha causado enormes e injustas desigualdades, los igualitaristas tradicionales proponen, impulsivamente, en el nombre de la justicia, la igualdad llana, ordinaria. Una objeción contra ellos: ¿por qué aquellos, como el saltamontes y la hormiga, que exactamente tienen las mismas desventajas iniciales y que eligieron de forma
distinta, deben ser forzados a regresar al estado de igualdad si es que alguna desigualdad les acontece?¿Por qué debería una persona pagar por las verdaderas opciones de elección de los otros? Ya que la pregunta se relaciona con la concepción de justicia que inspiró las protestas iniciales contra la desigualdad, el igualitarista que se preocupa por la justicia no puede, como sí podría el igualitarista de la fraternidad, ignorar la objeción que dichas preguntas formulan. Así, tomando en cuenta lo que es justo, un igualitarista pertinente afirmaría que está en contra de la desigualdad cuando hay ausencia de la responsabilidad, lo cual es lo mismo que decir que se está en contra de la igualdad cuando existen las responsabilidades apropiadas. Esto significa, siendo redundantes, que se está en contra de la desigualdad sólo si ésta es cuestión de suerte. Se está en contra de la suerte en el nombre de lo justo. Traducción y edición: Miguel Maldonado.
El azar
Golgotha blues
Plural
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Ja v ie r Vargas de L una El Kurt Vonnegut de Óscar
Entonces
subo los cuatro pisos de la calle de Bolívar, esquina República de Cuba, aquí nomás, a tiro de piedra del Bar Río de la Plata. Me gusta tanto mirar un poco más allá, presentir la Asamblea Legislativa y la calle de Donceles, las protestas de costumbre y los libros antiguos comprados por kilos o bajo el régimen de las cintas métricas. Y me gusta, sobre todo y sin saber por qué, sospechar los jugos antigripales de más adelantito mientras comienzo a renegar de lo inaccesible que resulta el tráfico en el centro histórico. Es en este departamento donde Óscar, que siempre firma sus mensajes electrónicos con acento en la mayúscula y entre besos y caricias de mucha risa y de severas dudas, ha conquistado a un amplio sector femenino de la gran capital. Les repite hasta el cansancio que lo alquiló a precio de cuánto-dijo-usted al descubrir que Fidel y el Che Guevara lo habían habitado durante los años previos a la Revolución, de verdad, insiste y vuelve a insistir, porque todo el mundo lo sabe, y no me creas si no quieres, pero los barbudos eligieron este sitio como centro de operaciones ante la prometedora conjunción en los nombres de sus dos calles. A menudo lo he sorprendido añadiéndole chaquira y mucha lentejuela al asunto, según lo exijan las reticencias o los encantos de la conquista; entonces le da por hablar del día en que los comunistas de aquella generación heroica —así habla cuando entra en estado de situación— partieron rumbo a Tuxpan sin pagar varios años de renta, sí, claro, zarparon en el Granma y luego desembarcaron mareadísimos en Playa Girón, y qué se le va a hacer, nunca liquidaron su deuda de muchos meses con el dueño del inmueble. Por cierto que un cartel con las variedades preconciliares del Teatro Blanquita acompaña la veracidad que va tomando la cosa mientras él exhibe la mayor de todas sus piezas de convicción: esta máquina de escribir, salida del blanco y
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negro de las películas de otro tiempo, con la que fueron redactados los manifiestos y las proclamas del grupo... En fin, lo único claro es que mientras más avanza la Revolución hacia el triunfo histórico del cincuenta y nueve, más se demoran las conquistas. A mí lo que me llena de curiosidad es su biblioteca, este aire a libro recién cortado del árbol que tienen los estantes de Óscar. Nunca he aprendido tanto de las décadas editoriales más recientes como en el recorrido que ahora repito por autores como De Lillo, Baricco, Auster, Fadanelli, Tabucchi, Atxaga, Roy, entre otros. A día de hoy ya le he robado nombres como el Tokyo Blues de Haruki Murakami, esa que devoré absorto antes de calificarla como novela de suicidios empalmados. Por cierto, Óscar y yo nos
hemos jurado respeto eterno por los libros de cada quien, no robarnos nada más allá de los nombres, aunque, claro, la promesa llegó después del niño ahogado, cuando mi Manhattan transfer se le traspapeló en alguno de sus viajes a mi casa. Y miren si se lo he reprochado hasta el fastidio, que a ver si aprendía algo de Dos Passos, que a ver si comenzaba a leer como gente grande para fragmentar la vida como Dios manda. Quebraderos los de
72 Vonnegut, me dijo la primera vez que lo dejó caer sobre la mesa, así, sabiendo que me ganaría una vez más la carrera de todas nuestras discusiones. De hecho, en los viajes a la calle de Bolívar he comprobado que Kurt Vonnegut es la más resistente de todas sus pasiones. De verdad, pocas han sido las ocasiones en que Óscar no haya hecho el ditirambo de Pájaro de celda o de Dios lo bendiga o de Las sirenas de Titán. Tanto es así que un buen fin de semana, en el mismo sillón cómplice de sus más revolucionarias conquistas, accedí a mirar la adaptación cinematográfica de otra novela suya: El desayuno de los campeones —realizada en 1999, aunque sería conveniente verificar el dato—. Me quedé dormido frente a Bruce Willis y Nick Nolte en una especie de comedia realizada en clave de rompecabezas; no sé…, tal vez lo mío fue cansancio vulgar o, peor aún, pura incapacidad para ensamblar episodios en esa sintaxis de imágenes que parecía tan incompleta, muy inacabada, plena de incorrecciones y licenciosa en sus cronologías. En suma, antes de comenzar el cabeceo ya había decidido que aquello era una especie de Pulp Fiction sin Tarantino, así como Tampico puede parecerse
bibliotecas ajenas
al puerto de Boston si obviamos la falta de rascacielos, digo yo… Meses después de aquella siesta sin culpa, en el hojear de coincidencias posibles en una librería, reconocí la última edición de Matadero cinco. La novela tiene un título complementario, La cruzada de los niños, lo cual anuncia la casa de cristal que Vonnegut pretende para cada una de sus obras. Sí, Matadero cinco (o la cruzada de los niños) es tan transparente en sus dobleces que desde el título mismo se sospechan sus encrucijadas estéticas. El gran tema de la novela es un hecho histórico muy puntual: el bombardeo aliado a la ciudad alemana de Dresde durante la Segunda Guerra Mundial. No se sabe a ciencia cierta cuántos perecieron, aunque tampoco se ignora que aquello fue una verdadera carnicería, quizás el bombardeo más brutal que tuvo lugar en Europa durante todo el conflicto; ¡cerca de ciento treinta mil muertos en una sola noche!, dice el libro, y ello en los ámbitos de una ciudad que no representaba ningún interés estratégico para nadie. Como haya sido, es en los detalles de un hecho marcado por la crueldad donde Vonnegut oculta a su personaje Billy Pilgrim. Años más tarde, con la urgencia de rescatar la memoria del bombardeo, Billy escribe para recordar los miles de muertos de aquella hora y cómo es que ha salvado el pellejo en los corrales de una casa de matanza. Sin embargo, justo a punto de comenzar a calificar el relato con el sello de las ficciones históricas, el libro se hace jirones —tal vez sería mejor decir que se hace confusión— pues el personaje nuclear ha sido raptado por habitantes del planeta Trafalmadore. Golpe certero que desordena nuestras convenciones de lectura: ¿novela histórica?, ¿ciencia ficción?, ¿relato psicológico?, ¿humor negro?, ¿experimento de un libro que narra su propia creación?, ¿escritura especular donde lo dicho no es la imagen sino el reflejo de lo que se quiso decir...? Sin duda, el texto representa más una suma de géneros que una forma conocida de hacer novelas. Asimismo, el relato se parece mucho al cuaderno de notas donde han sido garabateados los párrafos primigenios de lo sucedido. Da la impresión que, sin saber a ciencia cierta cómo contar lo que ha vivido en carne propia, Vonnegut hizo hasta lo imposible por respetar la confusión —¿o la locura?— de Billy Pilgrim; sólo así su propia incapacidad para ordenar un recuerdo atroz podía llegar tan nítida, tan intacta y tan transparente, a cada página. Dicho sea de paso, en algún momento se percibe también un ligero tufillo a las confusiones de Lucharon por su patria de Mijaíl Shólojov, cuando a la mitad del combate alguien descubre la belleza de un rostro infantil en el soldado muerto en acción. De regreso a Vonnegut, con Matadero cinco es necesario correr el riesgo de decir que si lo terrible es impronunciable, bien vale la pena hablarlo con el fragmentado silencio de una novela como esta. Conciliar el dolor con las realizaciones estéticas, imaginar y sufrir al mismo tiempo: eso es lo que Kurt Vonnegut hace mejor que nadie; incluso, imaginar que se escribe mientras se redacta el dolor, o, si acaso fuera posible, escribir que se imagina la lectura de alguien más que no soy yo. Frente a su despiadada forma de hacer literatura —o de deshacerla—, el único consejo posible para enfrentar a Vonnegut con eficacia es leerlo de un solo golpe, atragantarse de episodios para tener todo el sabor bajo la lengua antes de manifestarnos a favor o en contra de sus exploraciones. Y ya después buscar entender por qué la fuerza de su obra aún tiene tanta vigencia entre nosotros.
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T alle r Las sombras del relato oficial La luz del agua Besar tu muerte La India ยกLuces, cรกmara, bang!
Las sombras del relato oficial
Javier Cercas
Las leyes de la frontera España, Mondadori 2012
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avier Cercas conoció el éxito masivo con Soldados de Salamina (2001). Su novela posterior, La velocidad de la luz (2005), guarda ciertos aspectos en común con ella: ambas indagan en la guerra como fuerza que extrema las conductas humanas, ambas están narradas por un escritor —ya sea periodista o novelista— que se ve afectado por las experiencias límite de otros y ambas juegan con elementos de autoficción. De sus dos siguientes obras, Anatomía de un instante (2009) y la recién estrenada Las leyes de la frontera, también puede decirse que conforman una pareja o, más específicamente, que la una es el reverso de la otra. Las dos cubren los años 80 con la transición española como telón de fondo, sólo que mientras una se cuenta en clave de crónica, la otra es ficción; una se ocupa de la Historia y la otra, como diría Unamuno, trata la intrahistoria; una se centra en gobernantes, tenientes coroneles y la realeza y la otra en quinquis, heroinómanos y pandilleros. Son las dos caras de una España empeñada en contarse a sí misma una fábula de consensos y progreso que ya pocos se creen. Las leyes de la frontera es, ante todo, una reflexión sobre la inestabilidad del relato oficial. La novela adopta el formato de una serie de entrevistas que realiza un escritor para elaborar un libro sobre el Zarco, delincuente juvenil dibujado a semejanza del Vaquilla. La mayor parte del libro se centra en las declaraciones de Ignacio Cañas, alias el Gafitas, un antiguo miembro de la banda devenido abogado de éxito. Al principio el relato avanza con paso firme y esgrime, incluso, alguna declaración de intenciones (“no me pida explicaciones; pídame hechos”, p.58); no obstante, a medida que los acontecimientos se precipitan, se dejan ver vacíos, inflexiones, especulaciones y desmentidos. El libro que está haciendo el entrevistador nacía con la vocación de revelar la historia real de Antonio Gamallo, el Zarco, frente a los libros y películas incompletos o hagiográficos que se habían hecho hasta entonces; pero su afán de veracidad se va desintegrando hasta convertirse en un puñado de posibilidades incapaces de ser nada
más que eso. La del Zarco es una historia mediática, que levanta pasiones, que se construye de grandes y penosas hazañas y en la que el mito no deja ver a la persona. Cercas lanza una reflexión —la imposibilidad de desficcionalizar una realidad ya sedimentada— que se hace fácilmente extensible al trasfondo histórico de la transición española. Las cargas de profundidad de la novela se deslizan bien sobre su armazón literaria. El autor de La velocidad de la luz demuestra que conserva las destrezas narrativas que han hecho de él un escritor de éxito y dosifica secretos, presenta las voces nuevas de manera oblicua, atrapa intimidades y cierra frases ingeniosas. Cada giro de trama se anuncia previamente, levantando así una sospecha o una inquietud que funcionan como motores de la intriga (“Aquella tarde ocurrió algo que cambió mi vida”, p.30; “Hasta que una noche de finales de julio me pareció que por fin el personaje real y el personaje ficticio se fundían en uno solo, y que eso significaba que todo iba a cambiar entre nosotros”, p.97). Sin embargo, en algunas ocasiones estos artificios narrativos cobran demasiado peso, o se ven más de la cuenta, y convierten a Cercas en ese anfitrión tan preocupado por agasajar a su huésped con todo lo que tiene en la nevera, que olvida sentarse a darle conversación. Aun así, sobre esas pequeñas costuras prevalece la figura de Tere, de la que el autor sabe mantenerse a la distancia adecuada para no caer en el psicologismo, ni en el mero retrato de clase; la voz sobria y precisa del director de la cárcel, el placer de Cercas por contar y por interrogarse acerca de los mecanismos de la narración y, sobre todo, ese lazo opaco que ata la historia del Zarco y la Historia de España; un lazo cuyas resonancias más siniestras se disparan cuando aparece en voz del director de prisiones de la novela, quien celebra la presunta reinserción del Zarco como “un triunfo de Antonio Gamallo, un triunfo de nuestro sistema penitenciario y un triunfo de nuestra democracia”. Manuel Guedán Vidal
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La luz del agua Una palabra, con todo su verde, Vuelve sobre sí, se trasplanta, Síguela. Paul Celan
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ay la poesía que uno encuentra en librerías. En libros retractilados —en la mesa de novedades, empolvados— en Donceles. En “El burro culto”. Que uno escucha en lecturas. Que uno lee en revistas. Que uno lee por sugerencia de otro lector. La hecha por otros y para otros en muchas ocasiones. Y hay la poesía escrita para uno y encontrada como al azar en el instante justo, único. Como al azar. Así encontré Voluntad de la luz, hace ya varios años en un altero de libros en una casa de Chetumal, Quintana Roo. Muy cerca del agua, del malecón. Me llamó la atención el sello. Años después supe que con ese título iniciaba una de las propuestas poéticas y editoriales más sostenidas en los últimos años en nuestro país. Por ello, esas dos facetas de Luis Armenta Malpica (Ciudad de México, 1960), que tiene desde hace tiempo su centro de acción en Guadalajara, son indisolubles: nacieron juntas y juntas siguen dejando marca indeleble en los lectores. El agua recobrada. Antología poética de Luis Armenta Malpica, publicado en 2012 por Vaso Roto Poesía, con prólogo de Eduardo Moga y selección de Luis Aguilar, es un libro significativo por al menos dos razones: 1. Muestra una visión completa de un poeta de los más consolidados de su generación, y 2. Nos permite ver que la acepción “antología” no se mueve únicamente dentro de los parámetros de la temporalidad. Luis Aguilar, poeta, realizó una lectura personal y lúcida de una obra en proceso que, ahora que la leemos así, adquiere otros horizontes. Y desde el ángulo que se le vea esta poesía alumbra. Los fragmentos de libros y los títulos que conforman este gran total, obedecen a un planteamiento de lector y a no los rigores secuenciales del tiempo. Siendo así, es un libro nuevo a partir de una visión que confirma los elementos sostenidos en el quehacer de Armenta Malpica, pero organizados de tal forma que cada conjunto es un guiño que se atiende según transcurren las páginas, trescientas veinte, por cierto. Para quienes conozcan la obra de este poeta, traductor y editor nacionalizado tapatío, esta es una oportunidad inmejorable de recorrer sus obsesiones, sus recurrencias temáticas y la frescura contundente de quien maneja con acierto notable el verso corto y
el versículo. El mundo primordial de Armenta Malpica, que comienza significativamente con la creación, abarca un panorama que comprende la música (la ópera, en primer sitio), la poesía, la amistad, el amor, las lejanías, todos esos senderos espirituales que en su voz vuelven de nuevo a nacer a través de una lente de gran alcance, y cuyas palabras, en busca del lenguaje puntual, se cristalizan en su concepción más pura. El agua recobrada nos recuerda que la biografía de un poeta está en sus libros. De tal suerte que los títulos publicados forman un rompecabezas que a través de los años fue esparciendo sus piezas al parecer de una manera inconsciente. No es así. Pues entre los muchos aciertos del trabajo poético de Luis Armenta Malpica, sobresalen la coherencia, la unidad, la conciencia de las formas (no es casual que el taller que coordina lleva el nombre de José Gorostiza). Este libro es también una oportunidad de apreciar el minucioso trabajo de orfebre de un autor que no desdeña la ironía, los juegos de palabra, los riesgos que implican la devastación de las formas, y que apuesta por la sonoridad, por las imágenes tan refulgentes por naturales y por la transparencia, ese recurso que muestra lo mejor de sí cuando el poeta tiene claro, en su percepción emocional, el objetivo de su discurso. “Mi corazón es la ciudad más grande que conozco”. Es el verso con el que inicia el libro. Y allí comienza la aventura. Una aventura en la que los vaivenes naturales de su concepción frecuenta y reaviva tópicos que fraguan la marca de fuego de lo indeleble; es decir, la poesía y sus misterios de orden altísimo. No es frecuente que un autor debute con un libro como Voluntad de la luz. Y no es frecuente, tampoco, que una primera muestra antológica conserve la solidez y la frescura de una voz amorosa que no calla su nombre y que se hace y conforma con paciencia, con oficio, con el oficio que da la paciencia y con la madurez que dan las lecturas. Los epígrafes signan el linaje de Armenta Malpica: Jaime Gil de Biedma, Gonzalo Rojas, Eugenio Montejo, David Huerta, son algunos de los poetas que acompañan sus poemas. Eduardo Moga, en un prólogo sensible y lúcido, afirma, y coincido con él, que “El agua recobrada luce una coherencia fluida, muy natural, fruto de una cosmovisión tan depurada como reconocible, que ha emergido de los poemas sin el armazón, quizá, de los huesos, pero con la nitidez con que se imprimen los músculos en la piel que los alberga”. De acuerdo a la disposición asumida por el antologador, no se puede prescindir de señalar algunos poemas donde los recursos de Armenta
La luz del agua
Luis Armenta Malpica
El agua recobrada, antología poética España, Vaso Roto Poesía, 2012
taller
Besar tu muerte
Miguel Maldonado
“El mejor besador de pezones” La muerte y su erotismo México, Tusquets, 2012
Malpicia son utilizados con evidente maestría: “Solo para unos ojos”, “Oficio celestial de los dominios”, “Can mayor”, “Tango de la primera herida” son algunos de ellos, y que juntos, estructuran este libro que se encarga de consignarlo como destacado en una generación que incluye a Tedi López Mills, María Baranda, Ernesto Lumbreras, Jeremías Marquines, Jorge Fernández Granados y Javier España, entre otros.
Un autor que más allá de los reconocimientos, sabe que el mejor es el que le dan sus lectores. Y que sin duda este libro traerá los suyos. Como la lluvia trae sus nostalgias, como el agua trae consigo su cantar florido, que ya lo escribió el poeta: Pudiera no ser agua lo que digo / pero agua es lo que queda. Francisco Magaña
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también una atadura. El hecho de que uno ejercite una manía libremente es atarse. El besador buscaba la muerte de su amante como una metáfora de su liberación. ALS. En cada uno de los interrogatorios del policía que busca al culpable, el besador detalla sus actos amatorios: en ambos son distintos. ¿Hasta qué punto se decide cuánto narrar del acto sexual, porque en el cuento son narraciones explícitas, extensas, sin llegar a la exageración o al cansancio, necesarias para entender el desarrollo erótico del personaje? MM. Cuando describía las escenas eróticas me propuse que fueran excitantes. Me dejaba llevar por el impulso del momento erótico que construía, tratando de lograr que el acto amatorio fuera provocador y apasionante para el lector, porque lo era para mí en ese instante. ALS. Ya que estamos hablando de esta intención, cómo defenderías tu frase: “mis partes donde exploro el acto amatorio son eróticas y no pornográficas”. MM. La frontera entre la pornografía, la sexualidad y el erotismo la determinan las culturas. Depende también de las épocas y el criterio personal, quizás lo que a nosotros nos parece pornográfico para otros es parte de su erótica común. Algo así viví cuando estuve en Kenia, como agregado cultural, y me acerqué a las prácticas sexuales de algunas tribus. Lo que sí traté de evadir en el cuento fueron imágenes grotescas, porque quería que hubiese cierta sutileza erótica. ALS. Es claro por el título, y por las acciones, que nos encontramos ante el fetiche o la manía de besar pechos. Para mostrarla, se cuenta con la investigación policiaca y la psicológica que esbozan el retrato del besador. ¿Hasta qué punto crees que es tarea del lector determinar que lo que está haciendo el besador de pezones es un gusto y no una locura? MM. Creo que el besador linda con la locura en el momento en que busca a
a editorial Tusquets ha publicado, dentro de la colección La sonrisa vertical, su más reciente título La muerte y su erotismo, antología de cuentos que seducen por la diversidad de fugas que puede tener el tema que abordan. Esa línea tan delgada entre el Eros y el Tánatos que siempre involucra a la locura, es el caso del cuento “El mejor besador de pezones” de Miguel Maldonado (Puebla, 1976), no sólo atrayente por su título, sino por su estructura que va de la investigación policiaca a la diatriba de las artes amatorias y de allí a la discusión sobre la creación literaria. ALS. La narración, al llevarnos por distintos niveles, nos otorga las piezas del rompecabezas del asesinato de una joven mujer: la del policía que realiza la interrogación, la del informe con los resultados arrojados, la del terapeuta que escribe el perfil psicológico de un paciente señalado como el culpable, la del diario del besador en el que se incluyen los poemas, los cuentos, los aforismos y su reflexión sobre la creación poética. ¿Por qué contar así la historia? MM. Cada que te enfrentas al hecho de escribir te enfrentas también a una pulsión de tiempo y espacio distintas; en este caso, lo que quise fue una imagen fragmentaria del personaje y sus decisiones. Entre más fragmentaria y menos cronológica la hiciera, el personaje podría recobrar un halo más etéreo, de misterio e inascibilidad. El “besador de pezones” es un hombre al que el psiquiatra cree que puede desmenuzar mentalmente. Pero, al mismo tiempo, el lector se pregunta si el psiquiatra pudiera ser El besador que, con alevosía, está adiestrando al paciente para que se declare culpable, tomando el lugar del psiquiatra. ALS. El personaje principal, El besador, se edifica a partir de recuerdos que parecieran ser los trofeos de su vida y de una sola obsesión. Lo que me lleva a preguntar si se podría decir que esta característica de ser maestro en el arte de besar pezones pueda ser también su debilidad. MM. De alguna manera toda obsesión es
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alguien que desee morir mientras hace el amor, rebasando la frontera del erotismo para entrar en una mucho más siniestra. Tiene un pie en el erotismo común y otro en el amor como una de las bellas artes, la del amor terrible. El terror, lo sabemos de vieja escuela, se parece al amor. Quise retomar los vademécum amatorios que a lo largo de las distintas civilizaciones y de la historia se han escrito. También desee que se mostrara el amor como un oficio en el que tienen que ver la práctica y las técnicas, como la de besar (aunque se oiga frío y pueda desmeritar el arte de amar). Cierta acentuación en el método, recordando aquel libro de Kierkegaard, Diario de un seductor, donde el personaje planea puntualmente cómo ganarse el amor de una desconocida. ALS. Justamente esto del arte amatorio creo que se puede observar muy bien cuando una de las mujeres le confiesa que grabó los sonidos mientras estaban en el acto sexual y que podrían disfrutar escuchando la grabación. Es muy distinto escuchar los sonidos, los gemidos en el momento exacto a rememorarlos u oírlos a través de un aparato. MM. Cierto. Tiene también correspondencia con una revelación poética: la idea surgió de ese verso que cito textualmente de Luis Cernuda: “Qué ruido tan triste el que hacen dos cuerpos cuando se aman”. En general, hay un intento por integrar la poesía dentro del cuento. ALS. Si seguimos con la idea de la “locura”, en el texto se complementa con la idea de morir en el acto sexual. Si bien el orgasmo se conoce como la petit morte, ¿hasta qué punto matar es un acto de locura como última finalidad del acto sexual? MM. La locura puede darse por causas de amor o de muerte, y las tres se parecen —amor, muerte y locura— porque implican la anulación de los sentidos. ALS. El siguiente punto a tratar es otra cualidad y profesión que se adjudica al personaje, el besador: este es un escritor amateur cuyos recuerdos o trofeos se plasman en los poemas que escribe y que son el esqueleto del cuento que también podría ser de su autoría. ¿Por qué retomar este recurso del personaje creador? MM. Deseaba redimir al asesino o al loco a través de su sensibilidad. Es decir, un hombre más complicado y no un simple matón diletante de las artes, no sólo las amatorias sino las literarias. Hay algunos poemas dedicados a los pezones de sus mujeres, y me parecen más que modestos. La idea misma de que escribiera un diario, es una forma de darle una imagen mucho más completa.
ALS. Nos acercamos al final de la historia, en dos párrafos se cierra el cuento. Se busca encontrar al asesino, el besador afirma que él no es culpable y que su único crimen es ser “el mejor besador de pezones”. A partir de esto surge la ambigüedad. No se sabe quién mató a la mujer, pareciera que hay un final abierto y al mismo tiempo cerrado, o viceversa, en la posibilidad del lector. MM. Creo que atinaste desde el principio el ritmo del cuento: se habla simplemente de un besador de pezones, sin nombre ni apellido, este anonimato generaliza al besador: todos podemos ser “El mejor besador de pezones”. El hecho de señalar al asesino significaría quitarle esta cualidad anónima y universal. Digamos que el cuento se cierra sobre sí mismo porque no sabemos quién es el besador, aunque haya un besador, y quién es el asesino; sabemos, claro, que el asesino es el besador, el problema es que no queda claro quién es ese besador. Esto provoca justamente que se cierre el círculo del cuento: inicia en la anonimia y termina en la misma. ALS. Casualmente, las únicas que tienen nombre son las mujeres porque ellas son el detonante del crimen. ¿Qué clase de lector se espera para este cuento? MM. Desde aquellos que frecuentan la literatura erótica, para el cual existen párrafos completos donde se describe el acto amoroso, hasta aquellos a los que les gusta la literatura policiaca; y para quienes tienen una sensibilidad inclinada hacia a la poesía. Es una mezcla de géneros y de giros literarios que hacen que sea un cuento abierto, como el mismo título de la antología, muerte y erotismo te hablan de crimen, por un lado, y de amor, por el otro. Alan Saint Martin
taller
La India
Margo Glantz
Coronada de moscas México, Sexto Piso, 2012
Luces, Cámara, ¡Bang!
Petros Márkaris
Suicidio perfecto España, Tusquets, 2012
L
a literatura —creo— es un acto puramente introspectivo, intuitivo. Viajar además de ser un placer de la vida, también es un acto de purificación que siempre invitará a la reflexión. El ejercicio de registrar la experiencia que deja en uno el viaje, es una tradición milenaria; desde los griegos pasando por Cristóbal Colón y continuando con un sinfín de escritores como Mempo Giardinelli o Sergio Pitol, incluso existen novelas donde el viaje o las consecuencias del mismo son lev motiv, como es el caso de La divina comedia de Dante Alighieri o La Odisea de Homero. Coronada de moscas de Margo Glantz se inscribe dentro de esta vieja tradición y lo hace de una bella forma. Gracias a la amena y precisa narración de Glantz, el lector tendrá la sensación de estar sosteniendo una conversación en directo con la autora. Maneja a la perfección los tiempos narrativos, cuando requiere de una amplia descripción lo hace con gran meticulosidad y cuando no quiere llenar al lector de datos innecesarios usa la pluma de la misma forma que un cirujano recurre al bisturí. A través de las palabras de Glantz, uno camina, come y duerme por Agra, Bombay, Rajastán, Kajuraho, Udaipur, Delhi; de igual forma, las
logradas descripciones de Glantz nos llevan a percibir los olores que desprenden esas ciudades tan plagadas de miseria y suciedad, que al mismo tiempo guardan una belleza arquitectónica en sus numerosos templos. Sin dejar a un lado la sorpresa que el lector podrá llevarse al acercarse a la religiosidad y costumbres que practican los habitantes de la India —quizá un poco extrañas para nosotros—, donde la vaca ocupa un lugar importante, el perro no es el amigo del hombre y el mono es un buen compañero. En el libro se publica —en un apartado especial— una serie de fotografías de Alina López Cámara que ayudan a darnos una idea más completa de lo narrado por Margo Glantz. Coronada de moscas es también, dice Glantz, un homenaje a Octavio Paz y su viaje por la India. Acompañando sus experiencias de viaje están sus lecturas de escritores como Naipaul, E. M. Forster o Agatha Christie que sirven de refuerzo narrativo. Margo Glantz logra retratar tan bien a la India, que en ciertos momentos tuve que detener la lectura al sentir un poco de depresión ante cada uno de los paisajes y personas retratadas, y percatarme que en el fondo México no está tan distante. Alfredo Godínez Pérez
¿H
que dada la gravedad del caso y su salud, no puede regresar a su puesto. La presión de perder su trabajo, así como la intriga detrás de suicidio de Favieros, nos revelan algunos secretos escondidos detrás de la gran crisis económica que atraviesan los helénicos. Con una trama bien elaborada, Petros Márkaris nos transporta a los rincones más inesperados de la capital griega, el clima juega un gran papel durante la narración, pues la temperatura, a la par del desarrollo de la historia, va en aumento hasta poner a prueba a uno de los agentes más prestigiados del país. Suicidio perfecto no es una simple novela policiaca: a través de su lenguaje escrito nos transportamos hasta las entrañas de una ciudad histórica, que hoy vive una de las catástrofes económicas más mencionadas de la última década. Es una reflexión acerca de todo los que nos rodea: globalización, publicidad, televisión; la moral del hombre moderno en la primera década del nuevo milenio. Una de las lecturas imperdibles del año, pues este suicidio metafórico podría suceder en cualquier nación que esté, en su totalidad, “teledirigida”. Carlos Morales Galicia
asta dónde un hombre puede soportar la presión moral, cuando se tiene, en apariencia, todo? La televisión se ha posicionado como el medio de difusión masiva por excelencia, día a día somos testigos del “fracaso de nuestra cultura” como tenía a bien decir Federico Fellini. Sobran los noticieros con titulares de nota roja, guerras en algunas partes del mundo y decenas de crisis económicas, la europea siendo una de las más recientes. Qué sucede cuando el ciudadano llega a su hogar, enciende el aparato y es testigo de un suceso inesperado “en vivo y a todo color”. Un empresario exitoso, que tiene en sus manos uno de los eventos más importantes del año, los Juegos Olímpicos, decide poner fin a su vida, pero no en la soledad, donde suelen ocurrir estos actos, sino en vivo y a todo color; en cadena nacional, a través de un programa de televisión. Es así como arranca la aventura de Kostas Jaritos, un comisario que debido a un mal cálculo de trabajo debe permanecer retirado de su cargo, sin embargo, en su descanso, es testigo del suicidio de Iásonas Favieros, millonario empresario encargado de la infraestructura deportiva para próximos Juegos Olímpicos, en una emisión televisiva. Jaritos debe volver a enfundarse el traje de comisario, pero, esta vez desde las sombras, ya
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FotografĂas: Archivo familiar JEP.