Clínica de lo psíquico

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¿Oposición entre Clínica y Educación? Marlon Yezid Cortés Palomino

Freud imaginó su invento como algo capaz de lograr que un sujeto cambiase una existencia miserable por una infelicidad admisible. Gustavo Dessal, “La chispa de un deseo puede cambiar a un sujeto, a una comunidad, a un país”.

Introducción La convocatoria que se me hace para re-pensar la clínica en el contexto institucional educativo me lleva a construir varias preguntas que serán el con­ texto de la ponencia que presento; las siguientes: ¿Qué clínica? ¿Qué educación? ¿Qué institución? ¿Qué estudiante? ¿Qué paciente? Las cinco preguntas apuntan a complejizar un poco la perspectiva desde la que fui invitado, que giraba en torno a la definición de clínica y educación. Complejizan el asunto porque pluralizan los elementos implicados allí. La clínica no existe. La educación no existe. La institución no existe. El estudiante no existe. El paciente no existe. Existen diversos modos de hacer clínica, diversos modos de educar, diversas instituciones y, finalmente, diversos estudiantes y diversos pa­cientes. Por lo tanto una relación entre clínica y educación, así en abstracto, se vuelve imposible. El texto que presento tiene como base mi experiencia en varias instituciones:

• Como maestro en una institución de educación superior (allí no hago clínica).

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• Como psicopedagogo en una institución de educación media (allí hacía algo más parecido a la clínica –una escucha analítica–, pero no el dispositivo clínico del psicoanálisis).

• Como analista practicante, en una institución1 que trabaja con niños, niñas y jóvenes, que en el lenguaje estandarizado son llamados disca­ pacitados, psicóticos, etc.

• Como analista practicante en el consultorio particular (aunque esta práctica no es institucionalizada, van a ver que tiene relación direc­ ta con lo institucional). En todas estas experiencias está de fondo el psicoanálisis y la pedagogía. Sé que la mayoría de las personas que están acá vienen del mundo psi, pero, de­bo decirlo, fui primero maestro que psicoanalista aunque la pedagogía haya llegado de manera tardía a mi vida. De esto último se podrá inferir que uno pue­de ser maestro sin conocimientos de pedagogía y eso ya es una gran confesión de mi parte: mis primeros quince años como maestro se desarrollaron sin mayores conocimientos de pedagogía. No sin educación, sin pedagogía. El texto que presento a continuación está causado por una frase en la definición de los ejes de este seminario. La siguiente: “Si pensamos la clínica al interior de un contexto institucional educativo aparece un nuevo cuestionamiento, puesto que los propósitos o “resultados” esperados desde ambos campos pueden diferir. Es en este sentido que inicialmente será necesario discernir cómo definir la clínica y la educación”. Al parecer, quienes construyeron este seminario se han encontrado (con sus estudiantes y pacientes) que los propósitos de la clínica y la educación pue­den estar en direcciones distintas, y a veces contrarias. Es común la situación. De mi experiencia institucional relato la siguiente viñeta: Óscar llegó a Escolarte con todas sus notas de primero de primaria, uno de los requisitos indispensables para pasar a segundo. Pero desde el primer día de clases Óscar mostró un comportamiento que fue nombrado como “intolerancia a la frustración”. Cuando se le preguntó a su familia sobre el particular, relató que Oscar había sido excluido de las otras instituciones por eventos de agresividad muy fuertes contra sus compañeros, incluso contra sus profesores. Cuando el asunto se les salió de las manos lo llevaron al psiquiatra, quien lo medicó. Desde

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Corporación Ser Especial.

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ese momento la agresividad disminuyó y quedó el llanto excesivo como respuesta a cualquier exigencia escolar que se le hiciera. Fue imposible sostenerlo en la institución (Escolarte), en el programa educativo en el que la apuesta era pedirle que trabajara sus capacidades intelectuales. Entendimos la situación del niño: hay algo de su estructura psíqui­ca que le complica su vínculo con los otros, sean autoridad o no. La decisión, en­tonces, fue pasarlo al programa Alegro, donde la exigencia académica se hace siguiendo la lógica clínica de cada caso. A pesar del cambio, en ocasiones se se­guía desencadenando su agresividad y la emprendía contra todo el que se encontrara. Se comenzó un trabajo clínico con el dispositivo analítico que implicaba no seguirle exigiendo académicamente con tanta consistencia, sin embargo, entró otro elemento en la situación: la familia. Ellos tenían expectativas académicas con su hijo. Consideran que era muy inteligente, incluso más inteligente que los niños de su edad. Les costaba entender que no hubiera sido posible sostener a Óscar en el programa educativo donde la exigencia académica era más consistente. Soportaron unos meses dicha decisión, pero la mamá todos los días le ponía más tareas de las que le exigían en la Corporación. Finalmente Óscar salió de la institución. Cuando la coordinadora le preguntó el porqué de su decisión, el ni­ño respondió: “porque aquí no estudian”. Queda clara la tensión entre los elementos de la situación: el niño, la institución, la familia, los objetivos educativos, el dispositivo clínico. En este caso, al parecer, triunfó la familia con las expectativas académicas que tienen con Óscar. Con el trabajo clínico que se hizo en casi cuatro meses, es muy com­plicado decir que reforzando la exigencia académica el niño iba a seguir su pro­ ceso escolar. De fondo, parece, hay una estructura psicótica con la que le ha sido difícil enfrentarse al mundo educativo. ¿Qué problema se presentó aquí? Aquí lo que hubo fue un enaltecimiento de los objetivos educativos por parte de la familia, convencidos de que, sin importar la condición subjetiva del estudiante, él debería responder adecuadamente. En este caso, la clínica y lo educativo aparecieron como opuestos. Sin que sea mi posición personal, creo que es necesario comprender por qué ha hecho carrera en el mundo académico dicha oposición. Mi hipótesis es la siguiente: existen imaginarios sobre el sujeto, construidos a partir de lecturas simplistas de algu­ nos marcos teóricos. Dicho de manera más específica: a veces hacemos lecturas muy simples y sesgadas de las posturas freudianas y lacanianas con respecto a la educación; y dichas lecturas hacen que la relación entre clínica y educación sea evidentemente opuesta.

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Una perspectiva sesgada de la postura freudiana sobre la educación Es usual que en el mundo psicoanalítico se tenga la idea de que Freud fue un crítico de la educación. Incluso, aún se puede encontrar por ahí una frase cliché que convirtieron en grafiti: “Menos represión, más educación”. Y entonces, contraponiendo estos dos términos (represión y educación) es que puede encon­ trar uno un obstáculo cuando clínica y educación se encuentran en una misma institución. Desde el inicio de su obra Freud comienza a pensar cómo es que opera la educación sobre el sujeto. En 1889, en una reseña que hace de un libro sobre hip­notismo, ya tiene la idea fundamental: “Toda la educación social del hom­bre descansa en una sofocación de representaciones y de motivos inviables, y en su sustitución por otros mejores” (Freud, 1979j). Lo que hace al afirmar esto es ubicar el proceso pedagógico como una operación de dos elementos básicos en la vida psíquica del individuo: sofocación y sustitución. En nuestro ámbito la palabra sofocación se relaciona rápidamente con una de las formas de apagar el fuego: se le pone algo encima, consiguiendo con eso la reducción del oxígeno y, por lo tanto, su extinción. Cuando Freud menciona esta palabra para hablar de educación la articula a uno de sus conceptos fun­ damentales: la pulsión. Lo hace de la siguiente forma: la educación sofoca las representaciones de la pulsión. Esto quiere decir que el maestro lo que hace es intentar apagar el fuego que ellas traen. Para explicar un poco este concepto tan específicamente psicoanalítico se puede partir de la descripción de una situa­ción muy común para los maestros: ¿cómo se responde usualmente frente a un niño que muestra los síntomas propios de la hiperactividad? Con regaños, órdenes, castigos, refuerzos positivos, etc. Todas esas respuestas no hablan sino de un intento de sofocación de los síntomas que Freud denomina “representaciones y motivos inviables” para la cultura. Esta sofocación tiene sus efectos en la vida psíquica del niño, y del posterior adulto. Es lo que se puede decir a partir de su producción académica hasta 1908, año en el que escribió La moral sexual cultural y la nerviosidad moderna. Allí Freud hace todo un análisis de cómo dicha sofocación es la causa de las enfermedades nerviosas de la modernidad. Dice: “El influjo nocivo de la cultura se reduce en lo esencial a la dañina sofocación de la vida sexual de los pueblos” (Freud, 1979g), trayendo como consecuencia, la nerviosidad moderna, que en ese momento

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nombra él como neurosis y psiconeurosis. Y de una manera más explícita, en El interés pedagógico, texto de 1913, dice: “Una violenta sofocación desde afuera de unas pulsiones intensas en el niño nunca las extingue ni permite su gobierno, si­no que consigue una represión en virtud de la cual se establece la inclinación a contraer más tarde una neurosis” (1979b: 192). Después de diez años de pensar las conversaciones entre pedagogía y psicoanálisis puedo afirmar sin temor que esta postura freudiana sobre la edu­ cación es sesgada. Es una perspectiva totalmente Moderna de la educación. Y cuando digo Moderna, me refiero a lo que nuestra raza humana se inventó cuando recluyó a los niños y jóvenes en estas cuatro paredes que llamamos escuela. Es necesario seguir leyendo a Freud, pues aquí no termina su postura con respecto a la educación. Freud no es moderno. Foucault lo agrupó, junto con Nietzsche y Marx, en una categoría que nombró como filósofos de la sospecha. Filósofos que ya no tie­ nen la perspectiva cartesiana de lo que es el sujeto. Descartes planteó la fórmula (casi nunca leída y mucho menos entendida) “pienso luego existo”, ubicando así el pensamiento en el núcleo de la existencia humana. Desde esta perspectiva, la clínica y la educación tienen un sesgo moderno estudiado (y denunciado) por Foucault en varios de sus textos, pero fundamentalmente en Vigilar y castigar y en El nacimiento de la clínica. Y la denuncia es simple, pero se dirige a uno de los puntos nodales del asunto: la escuela y el hospital son instituciones en donde hay explícitamente un ejercicio del poder para el fortalecimiento del capitalismo en su forma actual, que es el neoliberalismo. Freud no lo denuncia de ese modo. Freud no es sociólogo. Freud se inventa el psicoanálisis para hacerle una pregunta al ser humano, no por lo que pien­sa y proyecta, sino por lo que desea, que no es otra cosa sino lo que ha hecho en la vida. Por lo tanto, la lectura que Freud hace de lo educativo va mucho más allá de decir que reprime lo pulsional en el sujeto, y que será motivo de reflexión en el punto cuatro de este texto.

Una perspectiva sesgada de la relación entre lo educativo y lo clínico en Lacan Hay una frase que se subraya mucho cuando se comienzan a hacer acercamientos a las conversaciones entre lo educativo y el psicoanálisis: “El discurso analítico y el discurso del amo se oponen”. En principio, topológicamente es así:

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Discurso del amo

Discurso del analista

Los lugares son:

Y los elementos son:

S1 : Significante amo S2 : Saber

S : Sujeto dividido a : objeto a

No voy a explicar con detalle los lugares y los elementos que hay en cada uno de estos discursos, pero por lo menos quiero que observen que, con la teo­ría lacaniana, se puede construir la afirmación según la cual el discurso analítico y el discurso del amo (o del maestro) son opuestos. De hecho, Lacan (1975) lo di­ce explícitamente así: “[El] discurso del analista, debe encontrarse en el punto opuesto a toda voluntad, al menos manifiesta, de dominar” (73).

Una tabla puede ayudar a mirar dicha oposición:

Discurso del amo

Discurso del analista

Agente

S1

a

Producción

a

S1

Verdad

S

S2

Otro

S2

S

Lo que es agente en el Amo, pasa a ser producto en el analista; y lo que está en el lugar de la verdad en el Amo, pasa al lugar del Otro en el analista. 22


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¿Qué significa que S1 esté en el lugar del agente? Lo que agencia este discurso son los significantes Amo, los S1. Los que dan inicio a una cadena significante. Es la orden. Es el “tú tienes que”. En términos lacanianos, este discurso del Amo es el discurso del maestro. Y con esta especie de igualdad entre amo y maestro es que empieza una confusión bien complicada en la cual, al parecer, un maestro solo se puede posicionar como un amo. Opuesto a ese amo, en el discurso del analista está como agente el obje­to a minúscula. Lo que agencia este discurso es que el analista se posiciona como semblante de objeto. Dice Lacan de este discurso: “El analista se hace causa del deseo del analizante” (1975: 163). Se presenta como semblante de objeto (a) para que la transferencia se instale. Y entonces le dice a su paciente: “Venga, diga todo lo que se le ocurra, por muy dividido que esté, por mucho que demuestre que usted no piensa o que usted no es nada en absoluto, la cosa puede funcionar, lo que produzca siempre será de recibo” (1975: 112). El amo dice “tú tienes que”, y el analista dice “hable de lo que se le ocurra”. Es decir que, en principio, teóricamente, el discurso del maestro y el del analista son opuestos. Lo que pasa es que esto no significa que, inevitablemente, la in­ tervención pedagógica y la intervención clínica lo sean. Y esto es así por una razón: no toda intervención pedagógica entra en la lógica del discurso del amo. Más adelante, cuando complejicemos la postura psicoanalítica sobre lo educa­ ti­vo, veremos un ejemplo de este asunto.

Una perspectiva compleja de lo educativo en Freud El gobierno de la pulsión Freud no pensó la educación de manera directa, pero no fue ajena a sus reflexiones. Para comenzar a enunciar que él se desmarcaba de la mirada según la cual se equiparaba lo educativo a lo represivo, comencemos con la siguiente cita: “Hasta hoy [la educación], se ha propuesto siempre por única tarea el gobier­no –a menudo es más correcto decir la sofocación– de las pulsiones; el resulta­do no ha sido satisfactorio” (Freud: 1979k). Aquí comienza a abrir una puerta en la que diferencia la sofocación de las pulsiones, de su gobierno. De hecho, en un texto posterior, El interés por el psicoanálisis, de 1913, Freud lo que dice es que la sofocación violenta de las pulsiones no permite su gobierno. Parece ser que la idea de Freud en relación con la educación está más del lado de gobernar las pulsiones, no de sofocarlas violentamente.

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Pero ¿qué es gobernar las pulsiones? Partamos de uno de los elementos básicos que definen la pulsión: ella busca satisfacerse, y dicha satisfacción es sentida como placer. La instancia psíquica encargada de que dicha satisfacción se realice es el yo; es la intermediaria entre la satisfacción y las normas sociales. De ahí que gobernar las pulsiones implica tener en cuenta dos movimientos subjetivos que Freud nombra como “el alfa y el omega de la sabiduría de vida” (1979f: 188):

• Refrenar la pulsión por los límites que impone la realidad exterior.

• Tomar partido por la satisfacción de la pulsión.

Sobre esa sabiduría dice Freud: “Esta actividad se convierte luego en la operación suprema del yo; decidir cuándo es más acorde al fin: dominar sus pasiones e inclinarse ante la realidad, o tomar partido por ellas y ponerse en pie de guerra frente al mundo exterior” (188). En psicoanálisis se plantea que el ser humano está en una lógica del “no todo”. Aplicado a este punto en específico, significa tener la sabiduría suficiente para no siempre refrenar la pulsión y no siempre tomar partido por ella. Y entonces aquí nos podemos hacer la siguiente pregunta: ¿la formación en esa sabiduría de vida es un asunto que le compete a lo clínico? ¿A lo educativo? El contexto de la cita sobre el alfa y el omega de la sabiduría es el siguiente: es sacada de ¿Pueden los legos ejercer el análisis? (texto escrito en 1926). Es del tercer apartado en el que Freud le explica al juez imparcial cómo puede representarse la génesis de una enfermedad nerviosa a partir de las teorías del psicoanálisis. Es un texto clínico donde Freud habla de la dinámica psíquica entre el yo y el ello. Y entonces aquí es donde comienzo a enunciar mi hipótesis con respecto a la oposición entre lo clínico y lo educativo: si ubicamos en el centro de la reflexión algo que podamos llamar sujeto, dicha oposición se convierte en diferencia. Me explico: la cita a la que hago mención sobre el alfa y el omega de la sa­ bi­duría me la encontré buscando algo relacionado con lo educativo. Freud, en sus últimas elaboraciones sobre este tema, dice: “La educación tiene que buscar su senda entre la Escila de la permisión y la Caribdis de la denegación”. Esta expresión resuena con los dos movimientos subjetivos que mencioné arriba: refrenar la pulsión y tomar partido por ella. La vía de la permisión se empare­ja con el tomar partido por la pulsión, y, por el otro lado, refrenar la pulsión se empareja con la denegación. Uno de los textos habla de lo educativo, y, el otro, de lo clínico. ¿Por qué en esta vía lo clínico y lo educativo pueden confluir? Porque aquí Freud está hablando del sujeto y de su formación. Y esto les compete al clínico y 24


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al maestro. Articulemos esto con un ejemplo de trabajo institucional. Volvamos a Óscar, en la Corporación Ser Especial: el llanto aparecía en la relación del niño con el maestro de escuela que le exigía ciertas tareas. No aparecía en su relación con otro tipo de saberes que le eran muy familiares. Como es un ni­ño que está capturado por el objeto mirada, entonces lo que ve en las pantallas lo aprende fácilmente. Él sabe sobre el medio ambiente, los animales, los medios de transporte (especialmente los trenes). Por lo tanto, cuando se decidió que pasara a Alegro, donde el currículo es flexible a la condición subjetiva del niño, a la profesora se le indicó que con él hiciera especial énfasis en esos temas para hacerlo avanzar en eso que ya sabe, pero no en la lógica escolar de enseñar lo que el maestro y los planes educativos quieren, sino de enseñar lo que le ayu­de al sujeto a armar lazo con su profesor y sus compañeros. En esta situación, un ele­mento que aparece en el dispositivo clínico se pone también en operación en el ámbito educativo. El asunto es que esto que podemos hacer en una institución privada, pequeña, con una clara dirección psicoanalítica, nunca se podrá hacer en otra institución donde el discurso universitario de la erudición sea el que funcione. Traigamos a colación otro caso: Al consultorio privado llega un joven universitario con conflictos en la universidad, más exactamente con una materia en particular. Cuando comienza a hablar sobre el asunto aparece que el conflicto es, fundamentalmente, con su profesor. Y, como suele pasar con muchos pacientes, en un primer momento el problema está afuera de él, el problema es el profesor. Dice: “Parece que me la tiene montada”. Solo cuando comienza a tener noticias de su cuota de res­ ponsabilidad en la situación, es que puede moverse un poco. Alcanza a decir: “¡Eh! Es que es como si cada semestre me buscara a un profesor para que me la monte”. Y entonces es capaz de callarse, de no decir lo que él ve como fallos de su profesor, para que, en su decir, “no se la monte”. Este paciente, esta vez, ganó la materia, pero luego también rectificó su decisión de ser un estudiante universitario, y siguió con su negocio particular de ofrecer cursos para que los estudiantes de once pasen a las universidades públicas de la ciudad. Como clínico le ofrecí lo que el psicoanálisis le ofrece a un sujeto, en palabras de Freud (1979a): “Entonces se le dice que el éxito del psicoanálisis depende de que tome nota de todo cuanto le pase por la cabeza y lo comunique, y que no se deje llevar, por ejemplo, a sofocar una ocurrencia por considerarla sin importancia, o que no viene al caso, u otra por parecer disparatada” (122-123). Y en palabras de Lacan (2008): “Venga, diga todo lo que se le ocurra, por muy dividido que esté, por mucho que demuestre que usted no piensa, o que

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usted no es nada en absoluto, la cosa puede funcionar, lo que produzca siempre será de recibo” (112). Con esta técnica (que también podríamos pensar como ética), los sujetos lo que hacen fundamentalmente es arreglárselas para vivir con los recursos que tienen, en este mundo que les demanda ser exitosos. La oposición entre clínica y educación se sostiene con todas sus catastróficas consecuencias, cuando las instituciones en las que se inscriben los sujetos intentan borrar la subjetividad con la “buena” intención de producir personas exitosas. Para concluir este primer apartado sobre una perspectiva compleja de lo educativo en Freud, enunciemos algunos puntos que sirven de síntesis:

• Gobernar las pulsiones no es sofocarlas. La sofocación hace que, por otra vía, la pulsión arremeta con más fuerzas.

• Gobernar las pulsiones tiene que ver con dos movimientos subjetivos básicos que son, para Freud, el alfa y el omega de la sabiduría: saber cuándo refrenar la pulsión y cuándo tomar partido por ella.

• El gobierno de las pulsiones es un asunto de la formación del sujeto y, por lo tanto, le compete al ámbito clínico y al educativo.

La sublimación Hasta aquí tenemos claro que pensar lo educativo como una simple sofocación es una manera sesgada y simplista de abordar los procesos educativos de un sujeto. Dicha perspectiva tiene una idea que funciona de manera paralela: el ideal es la liberación. Algunos educadores, lectores de Freud, lectores de esa posición según la cual es traumático educar con represión, también leyeron que, entonces, los procesos educativos deberían fundamentarse en la libertad, en el dejar hacer, para evitar traumas y dolores. Esta idea paralela es igual de sesgada. Es necesario seguir leyendo a Freud en textos que no son explícitamente referidos a la educación. Dice Freud (1979f):

Es imposible darle [al niño] la libertad de seguir todos sus impulsos sin limitación alguna. […] La educación tiene que inhibir, prohibir y sofocar. […] Se tratará de decidir cuánto se puede prohibir, en qué épocas y con qué medios. […] La educación psicoanalítica asume una responsabili­dad que no le han pedido si se propone modelar a sus educandos como rebeldes (138).

Esta cita está en ¿Pueden los legos ejercer el análisis?, de 1926. Ya Freud ha renunciado al ideal de la posibilidad de educar a los niños de manera profiláctica,

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para prevenir la neurosis. Ya ha conceptualizado la pulsión de muerte, y por lo tanto tiene muy claro que la represión es también un destino pulsional y no simplemente una acción sofocadora de algún agente externo sobre el suje­to. Incluso, muy temprano en su obra, en 1908, llega a decir: “En términos uni­ versales, nuestra cultura se edifica sobre la sofocación de las pulsiones” (1979g: 167-168). Y, en defensa de la represión, en 1917 dice: “[Si no hubiera represión] la pulsión rompería todos los diques y arrasaría con la obra de la cultura, trabajosamente erigida” (1979h: 284). Queda claro que sustentar una propuesta educativa en la vía de la libertad, del dejar hacer, también es algo sesgado. Leyendo la filigrana freudiana, con lo que nos encontramos es con que Freud contrapone a la sofocación la noción de sublimación. Esta idea se sostiene a partir del siguiente texto:

El psicoanálisis tiene a menudo oportunidad de averiguar cuánto contribu­ye a producir enfermedades nerviosas la severidad inoportuna e ininteli­ gente de la educación, o bien a expensas de cuántas pérdidas en la capacidad de producir y de gozar se obtiene la normalidad exigida. Pero puede también enseñar cuán valiosas contribuciones a la formación del carácter prestan estas pulsiones asociales y perversas del niño cuando no son sometidas a la represión, sino apartadas de sus metas originarias y dirigidas a unas más valiosas, en virtud del proceso de la llamada sublimación. Nuestras me­jores virtudes se han desarrollado como unas formaciones reactivas y sublimaciones sobre el terreno de las peores disposiciones. La educación debería poner un cuidado extremo en no cegar estas preciosas fuentes de fuerza y limitarse a promover los procesos por los cuales esas energías pueden guiarse hacia el buen camino (Freud, 1979b: 192).

Esta cita es absolutamente rica y reveladora sobre la posición de Freud con respecto a la educación y a la dimensión clínica del psicoanálisis. Se pueden extraer tres elementos valiosísimos para la reflexión que hasta ahora vamos haciendo: • La severidad que critica Freud de la educación es la inoportuna e inin­ teligente; lo que quiere decir que existe una severidad oportuna e inteligente.

• El psicoanálisis sabe que las pulsiones asociales y perversas no son para desechar, pues si esto se hace contribuye a la producción de enfermeda­ des nerviosas.

El psicoanálisis sabe que nuestras mejores virtudes son una sublimación de las pulsiones asociales y perversas.

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Sobre los dos primeros puntos ya comentamos arriba. Hablemos del tercero: ¿Cómo define Freud la sublimación? “El destino de pulsión más importante pareció ser la sublimación, en la que objeto y meta sufren un cambio de vía, de suerte que la pulsión originariamente sexual halla su satisfacción en una operación que ya no es más sexual, sino que recibe una valoración social o ética superior” (Freud, 1979c). Lo primero para subrayar es que la sublimación es un destino pulsional; en otras palabras, es uno de los modos por los que se tramita la pulsión, pues de ella no se puede huir, ya que es un impulso constante, acéfalo, que se construye con el otro, y que pide satisfacción. ¿Cómo es ese trámite? Es un proceso por el cual la pulsión cambia de objeto y de meta, dejando de ser sexual y convirtiéndose en una actividad de valoración social. Pero, como todos los destinos pulsionales, no es a libre albedrío. Un ejemplo que puede ayudar en la comprensión de este destino pulsional nos lo da el mismo Freud cuando escribe uno de esos casos clínicos, El hombre de los lobos:

Bajo el influjo del maestro alemán se generó una nueva y mejor sublima­ción de su sadismo, que, en correspondencia a la pubertad que se aproximaba, había pasado a prevalecer en esa época sobre el masoquismo. Empezó a entusiasmarse con todo lo relativo al soldado, uniformes, armas y caballos y a nutrir sobre esto continuos sueños diurnos. Así, bajo el influjo de un va­rón se había librado de sus actitudes pasivas y al comienzo se encontró an­dando por unas vías bastante normales (Freud, 1979d: 65).

¿Este destino pulsional le compete a la educación?, ¿a la clínica? Freud, en este caso en particular, comprende que el influjo del maestro lleva a este sujeto a la sublimación del sadismo (que es un representante de la pulsión con contenido sexual), en tanto que lo llevó a entusiasmarse con todo lo relacionado a lo militar. El ejemplo está claro: una pulsión sexual (sádica) se sublimó a una meta no sexual (lo militar) por influjo del maestro, aunque es claro que el poder sobre este proceso no está puesto en un agente externo. Freud incluso llega a decir que la sublimación es una facultad o capacidad que tiene la pulsión misma; por lo tanto, la intervención del maestro es contingente. De algo externo se vale la pulsión para satisfacerse (siempre parcialmente) por medio de la sublimación. La palabra que usa Freud con respecto a la participación del maestro en el proceso de sublimación es influjo. Me detengo un poco aquí. Cuando voy a la rae me encuentro con: “Producir sobre otra cosa ciertos efectos. Como el hierro sobre la aguja imantada, y la luz sobre la vegetación”. Y con lo que me encuen­tro en el diccionario etimológico es con lo siguiente: “Viene del latín influere, que 28


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significa deslizarse hacia un interior. El verbo se compone del prefijo –in (hacia el interior, en el interior) y el verbo fluere (deslizarse, fluir)”. Tanto en la de­finición como en la etimología hay un tono que no es de acción directa, sino de flujo, fluido, afluente. Los ejemplos que hay en la definición son dos: el poder que tiene el hierro sobre la aguja imantada, pero sin tocarla; y el alimento que es la luz sobre las plantas, que es un proceso invisible. Quienes están familiarizados con el psicoanálisis estarán adivinando hacia qué concepto voy: la transferencia. Ese lazo que se construye entre algunos sujetos, que tiene que ver fundamentalmente con que uno de los sujetos le supo­ ne un saber al otro. Es cuando un alumno alcanza a decir: “¡Ese profe sí sabe!”, con un gesto de admiración, de fe, de creencia en lo que él le está enseñando. O cuando alguien elige a un psicoanalista y se le pregunta ¿por qué él? La respuesta puede no ser tan clara, pero quien elige tiene una cierta certeza que lo lleva a decirse: “Ese profesional me puede ayudar en este punto en el que no sé qué más hacer”. Y entonces, dicen estudiantes y pacientes, “este hombre me po­ne a trabajar”. Detengámonos un poco en la noción de transferencia.

La transferencia, entre lo clínico y lo educativo En la conceptualización de la transferencia hay un primer momento en el que no se diferencia lo que sucede con el maestro y con el psicoanalista. Y esto se ve de manera clara en la siguiente cita:

[El psicoanálisis] nos ha enseñado, en efecto, que las actitudes afecti­vas hacia otras personas, tan relevantes para la posterior conducta de los in­dividuos, quedaron establecidas en una época insospechadamente tem­ prana. Ya en los primeros seis años de la infancia el pequeño ser humano ha consolidado la índole y el tono afectivo de sus vínculos con personas del mismo sexo y del opuesto; a partir de entonces puede desarrollarlos y trasmudarlos siguiendo determinadas orientaciones, pero ya no cancelar­ los. Las personas en quienes de esa manera se fija son sus padres y sus hermanos. Todas las que luego conozca devendrán para él unos sustitutos de esos primeros objetos del sentimiento (acaso, junto a los padres, también las personas encargadas de la crianza), y se le ordenarán en series que arrancan de las “imagos”, como decimos nosotros, del padre, de la madre, de los hermanos y hermanas, etc. (Freud, 1979e: 248-9).

Si alguien no conoce el origen de esta cita, podrá medio imaginar que es de alguno de los textos clínicos de Freud en los que se conceptualiza la transferencia.

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Pues no. Es de un texto que se llama Sobre la psicología del colegial, en el que Freud habla de sí mismo recordando su bachillerato. Y entonces para comprender lo que le sucede con su maestro, habla de la transferencia como ese proceso que viven las relaciones entre profesores y alumnos. A veces los sentimientos que te­nemos como alumnos hacia los maestros no suceden por lo que ellos son (o por algo que hayan hecho), sino por las imagos que les transferimos, y que fueron construidas los primeros años de nuestra vida con las personas que nos rodearon. Entonces, para comprender la relación con nuestros maestros, es necesario saber algo de las imagos que construimos en nuestra infancia. Esto que traigo sobre la transferencia lo escribe en un texto que explícitamente trata un tema educativo. Y luego, en Sobre la dinámica de la transferencia, texto eminentemente clínico, va a explicar de una manera muy similar dicho proceso transferencial. Dice:

[El niño] adquiere una especificidad determinada para el ejercicio de su vi­da amorosa, o sea, para las condiciones de amor que establecerá y las pul­siones que satisfará, así como para las metas que habrá de fijarse. Esto da por resultado un clisé (o también varios) que se repite –es reimpreso– de manera regular en la trayectoria de la vida (Freud, 1979l: 97-98).

Cuando se construye una relación maestro-alumno, y cuando se elige a un psicoanalista para iniciar un proceso de trabajo personal, se pone en operación lo que Freud y Lacan llaman la transferencia. De hecho, Freud va a ser más abierto, y va a decir que en todas las relaciones sociales existe la transferencia. Pero entonces, ¿qué diferencia hay entre lo educativo y lo clínico contando con este concepto?

La transferencia en lo educativo Es amplio el tema de este apartado. Tomemos la vía que ya comenzamos cuando trajimos el ejemplo del maestro alemán y el niño del caso del hombre de los lobos. La vía de la palabra influir como el verbo preciso para pensar la transferencia en lo educativo. ¿Qué es lo que permanece de lo escolar en el sujeto? No precisamen­ te los contenidos curriculares, sino fundamentalmente el tono del maestro, su per­sonalidad, sus énfasis, sus subrayados, sus maneras, etc. Su influjo va a depender en mucho de su posición subjetiva. Y esto no lo digo solo para el ni­ vel de primaria o secundaria. Incluso en doctorado, la relación maestro-alumno tiene asuntos meramente burocráticos, pero también otros asuntos que tienen que ver con el vínculo subjetivo, con el lazo que son capaces de construir los implicados en la relación. Esto que estoy tratando de describir lo nombra Freud como una “corriente subterránea” que sucede entre maestro y alumno, que lleva 30


¿Qué clínica de lo psíquico es posible en un contexto institucional educativo?

a este último a dos cosas: primero, a suponerle imaginarios al maestro (incluso le supone que sabe), y segundo, a creer que su vida está supeditada a lo que este maestro representa. Algunos obedecen, algunos son rebeldes, pero los unos y los otros no dejan de tener al maestro como punto de referencia. La transferencia no se rompe cuando el odio aparece; se rompe con el olvido. ¿Cómo usa el maestro esa transferencia que se instala? Lacan, en el Semina­rio 8 La transferencia, habla mucho de Sócrates y su relación con Alcibíades. Lacan reconoce en Sócrates a un maestro y en Alcibíades a un discípulo. Alcibíades no se cansa de elogiar a su maestro y de querer un encuentro sexual con él. Alcibía­des construye en su interior a un maestro del que aprende mucho y ama a montones. Le dice cuanto piropo pueda encontrar. Lo compara con el sátiro Marsias. Dice que cuando la gente escucha a este músico queda en un estado interior de posesión. Sócrates es mejor porque, para conseguir ese mismo efecto en la gente, él no utiliza instrumento alguno. Sólo su palabra. Con ellas, “quedamos transportados de estupor y arrebatados por sus palabras […]. Cuando le escucho, mi corazón da muchos más brincos que el de los Coribantes en su danza frenética” (Platón, 1983). Pero la maniobra del maestro es no aceptar los halagos de su discípulo y, además, señalarle a Agatón como real destinatario de su deseo. Sócrates envía a Alcibíades hacia Agatón, y la forma de hacerlo es elogiando al poeta. En este punto es que está lo que hace el maestro con la transferencia: estar enamorado de su saber, elogiarlo mucho, mostrarlo con toda su potencia y, de ese modo, enseñarlo a sus discípulos para que ellos se enamoren de dicho saber. El maestro, con el lugar privilegiado en el que lo ubica su discípulo, sugestiona al estudiante para que vaya en una cierta dirección. Aquí utilizo la palabra sugestión en los términos que la usa Lacan (2004): “[El sugestionado entra en un] estado de dependencia, verdadera perversión de la realidad por fascinación ante el objeto amado y su sobreestimación” (194). Solo con quien se tiene esta transferencia es que sucede este tipo de sugestión. Por eso es que no con todos los profesores que han pasado por nuestras vidas hemos construido una relación de maestrodiscípulo. Cuando hay transferencia, sucede la sugestión, y entonces hay vínculo.

La transferencia en lo clínico La relación transferencial comienza porque el paciente le supone un saber a ese que, en primera instancia, es ubicado en el lugar de un maestro. Cuando uno llega donde un analista (o donde cualquier profesional psi) es, usualmente, porque construyó una suposición: él me puede ayudar en eso que me está dividien­do. Al analista se le supone un saber, como se le supone al maestro. Esto es lo que sucede, digámoslo así, en la conciencia del paciente. Siendo coherentes con la 31


¿Oposición entre Clínica y Educación?

definición de transferencia que conceptualizamos arriba, lo que el analista hace es permitir que el paciente le transfiera las actitudes afectivas, el tono afectivo de los vínculos que construyó en los primeros seis años de la infancia. Dichas actitudes afectivas lo que hacen es que el paciente le demande amor a su analista. Por algo, Lacan, para pensar la transferencia, lo que hace es hablar de Alcibíades demandándole amor a Sócrates. ¿Cómo responde un analista ante dicha demanda de amor? Se abstiene de dar lo que le pide. Y en medio de la frustración del paciente, lo que le pide el analista es que hable. Que recuerde. Que asocie libremente. Freud (1979i) lo enuncia así: “Dejar que subsistan necesidad y añoranza como fuerzas pulsionantes del tra­bajo y la alteración; y guardarse de apaciguarlas con subrogados” (168). En esta ética de la transferencia en la cual el analista no satisface a su paciente, y no se satisface satisfaciéndolo, es que se puede construir la posibilidad de que traiga al consultorio (vía palabra) sus condiciones de amor. Esto que está dicho en ocho líneas es lo que hace que la formación del analista sea bien seria y continua y, sobre todo, alejada de toda burocracia universitaria. La formación intelectual centrada en la erudición no va en la vía de asumir una posición ética en la que exista algo que Freud ubica casi como pilar de la posición del analista: una “prohibición firme de extraer de ahí (de la situación analítica) una ventaja personal” (Freud, 1979i: 172). Por otro lado, el saber que se pone en juego en la transferencia analítica ya no es el académico, sino el saber no sabido del inconsciente. Por eso la interpretación es el otro elemento nodal para pensar la posición del analista. Con dos condiciones:

Atención libremente flotante: el analista escucha al paciente sin fijarse en algo en particular, sino en todo de manera amplia. Esto permite dos cosas: posibilita la anulación de las resistencias del paciente y, además, va en búsqueda de anular cualquier expectativa de parte del analista.

• Frialdad de sentimientos: el analista escucha en un estado que haga posible la no emergencia de los sentimientos. Por ello el análisis personal es capital en la formación del analista. No significa esto que el análisis personal lo deje a uno frío de sentimientos; lo que significa es que algo debe saber uno sobre qué hacer cuando estos emergen, pues no se in­ terpreta con el propio inconsciente, sino con el deseo de analista que se construye en parte en el diván.

Aquí ya la diferencia entre lo clínico y lo educativo es grande. Un cuadro nos puede ayudar:

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¿Qué clínica de lo psíquico es posible en un contexto institucional educativo?

Clínico

Educativo

El saber que se pone en juego es el no sabido (el inconsciente).

El saber que se pone en juego es el aca­ démico.

El paciente le supone un saber al analista.

El alumno le supone un saber al maestro.

El paciente le demanda amor a su paciente.

El alumno le demanda amor a su maestro.

El analista no le responde con amor a la demanda del paciente.

El maestro puede responderle con amor a su alumno.

El analista se corre del lugar de supuesto saber para que emerja el saber inconsciente.

El maestro le enseña al alumno lo valioso del saber que ha construido con su deseo.

Oposición entre lo clínico y lo educativo: un falso problema Los anteriores cuatro puntos del presente texto se escribieron teniendo como marco teórico el psicoanálisis (y más específicamente el psicoanálisis freudia­no con alguna que otra cita lacaniana). Pero es claro, y se dijo desde el inicio, que lo clínico no existe y lo educativo tampoco. Es decir: existen diversas clínicas y diversos modos de educar. A partir de esta pluralización es que construyo una última hipótesis sobre la relación entre lo clínico y lo educativo: hay pro­ puestas formativas para el sujeto (clínicas o educativas) que propenden por su estandarización, y otras que propenden por rescatarlo en su particularidad con la posibilidad de hacer con su propia vida una obra de arte. Y aquí sí hay una oposición. Unas propuestas borran al sujeto y otras lo rescatan. Frente a la pérdida de una materia en una institución universitaria, hay in­tervenciones clínicas que tienen preestablecido un objetivo: conseguir que el estudiante estudie lo suficiente para no perderla de nuevo. Entonces se le ofrece una atención personalizada para que aprenda a aprovechar mejor el tiempo y a planificar sus actividades. Además, se le ofrecen talleres grupales para aprender hábitos de estudio. Formas clínicas así existen en la ciudad, en el país, en el mundo, y se encargan de mostrarse como exitosas. Estos modos de intervención están articulados al miedo que tienen las universidades en los últimos años: la deserción de los estudiantes. Miedo que a la vez está articulado con que bajen los índices de cobertura. Y si bajan los índices de cobertura, baja también el rendimiento económico de la empresa. ¡Y esto sí que es insoportable!

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¿Oposición entre Clínica y Educación?

¿Esta situación le compete a lo clínico? ¿A lo educativo? Cuando el norte es el dinero, ya no importa si el asunto es de este lado o del otro. El amo neoliberal exige que sus individuos tengan las competencias necesarias para que sean productivos en el andamiaje económico. Para eso se inventó el poder pastoral, encarnado de manera eficiente por algunos maestros, algunos psicólogos, algu­ nos curas, algunos psicopedagogos, algunos médicos… y algunos psicoanalis­tas, que se preocupan más por el dinero que produce su paciente, que por el sujeto que tal vez está padeciendo detrás de ese no ganar tal materia. Para terminar: creo que hacen falta profesionales de las ciencias sociales y humanas que piensen el mundo críticamente, al mejor estilo freudiano, nietzscheano, foucaultiano, para que se desnaturalicen modos de vivir que cada vez matan más al sujeto, imponiéndole estilos de vida estandarizados que solo favorecen a unos cuantos que tienen el poder económico del mundo.

Bibliografía Freud, S. (1979a), La interpretación de los sueños, en: Obras completas, vol. 4, Buenos Aires: Amorrortu. (1979b), “El interés por el psicoanálisis”, en: Obras completas, vol. 13, Buenos Aires: Amorrortu. (1979c), “Dos artículos de enciclopedia. Psicoanálisis y teoría de la libido”, en: Obras completas, vol. 17, Buenos Aires: Amorrortu. (1979d), “De la historia de una neurosis infantil”, en: Obras completas, vol. 17, Buenos Aires: Amorrortu. (1979e), “Sobre la psicología del colegial”, en: Obras completas, vol. 13, Buenos Aires: Amorrortu. (1979f), “¿Pueden los legos ejercer el análisis?”, en: Obras completas, vol. 20, Buenos Aires: Amorrortu. (1979g), “La moral sexual cultural y la nerviosidad moderna”, en: Obras completas, vol. 9, Buenos Aires: Amorrortu. (1979h), “La vida sexual de los seres humanos”, en: Obras completas, vol. 16, Buenos Aires: Amorrortu. (1979i), “Puntualizaciones sobre el amor de transferencia”, en: Obras completas, vol. 12, Buenos Aires: Amorrortu.

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¿Qué clínica de lo psíquico es posible en un contexto institucional educativo?

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Clínica ◊ educación: un debate sobre los medios y los fines Clara Cecilia Mesa Duque

Agradezco la invitación a participar en este debate que pone en tensión dos praxis o dos discursos: la clínica y la educación. Este no puede más que trazar­ se en una vía que ayude a discernir qué tipo de articulación conviene. Asumo que en el horizonte tenemos la pregunta: ¿qué clínica de lo psíquico es posi­­ble en un contexto institucional educativo? Y específicamente el eje Definición de clínica y educación. Comenzaré atendiendo a las definiciones que nos convocan:

La clínica como noción general que proviene de la medicina, del cuidado que ejerce el médico sobre su paciente, sobre la enfermedad o sobre su sufrimiento; en este sentido, partimos entonces de la noción de clínica más cercana a su etimología, siendo klinos el término que nombra el lecho del enfermo y el cuidado del médico al enfermo en su lecho. Esta noción se desliza, en el enunciado que nos convoca, hacia la noción de terapéutica, entendida como una acción ejercida por el terapeuta sobre el paciente, sobre la enfermedad o el padecimiento.

En segundo lugar, tenemos la pregunta por si lo psíquico ha trascendido la noción médica o si ha permanecido amarrado a ella. Con respecto a esta pregunta debe decirse directamente que hay dos vías que conside­rar para pensar la llamada clínica de lo psíquico. Una de ellas, la vertien­te psi­coterapéutica de la psicología que ha mantenido su fundamentación en la etiología orgánica indemostrable: de tanto en tanto a lo largo de la historia ha pasado de la teoría de la lesión a la teoría de la alteración funcional, de la herencia a los neurotransmisores y la recaptación de 37


Clínica y educación: un debate sobre los medios y los fines

la serotonina. De la teoría un poco mítica de los nervios en el siglo xix a la igualmente mítica de los neurotransmisores. Por otro lado, la noción de síntoma psíquico que de allí se deriva se define, sin embargo, en otros términos: anomalía, desadaptación, mal adaptativo, irracional, desviación, etc., lo que indica entonces que el síntoma, aun cuando hunde sus raíces en la hipótesis orgánica, es considerado a la luz de un parámetro estándar, un universal que fija las coordenadas de la desviación individual.

• En tercer lugar, de lo anterior se construye un modelo de intervención terapéutica tendiente a corregir, dirigir, modificar, orientar, etc., todo como una acción ejercida por el terapeuta sobre el paciente.

La segunda vía, la tomada por Freud, implica una ruptura, tal como se define desde la filosofía de la ciencia a partir de Thomas Kuhn; una ruptura epis­temológica, un cambio de paradigma entre una concepción médica y una con­cepción que implique lo psíquico. Esto quiere decir que esa ruptura hay que seguirla por una vía en la cual lo psíquico no dependa de las coordenadas médicas y nos permita acceder a otras categorías para comprender la dimensión del síntoma, el sufrimiento, la angustia, la inhibición, etc., para introducir direc­ tamente las categorías freudianas. De modo pues que producir esa ruptura implicó un cambio de objeto y, en consecuencia, un cambio en los fines y los medios. De ello me ocuparé de inmediato y dejo para el final la tercera premisa, aquella que interroga por las condiciones de posibilidad de una intervención clínica en el ámbito institucional educativo. Este trayecto que planteamos, el que va desde la medicina a la psicoterapia y de allí a la clínica psicoanalítica, es efectivamente la trayectoria de Freud. Freud, como todos saben, es inicialmente médico de formación, prestigioso de alguna manera, a quien la medicina le debe no sólo algunas formalizaciones sobre la neurología en sus desarrollos en el siglo xix, también sobre las afasias y el descubrimiento del valor anestésico y analgésico de la cocaína. No se conformó con ello y siguió indagando sobre la etiología de las enfermedades mentales, lla­ madas enfermedades nerviosas en su tiempo. En este segundo momento, siguiendo los presupuestos científicos de su época y orientado por las enseñanzas de su maestro, el psiquiatra Jean Martin Charcot, inició y ejerció por algún tiem­po las psicoterapias, basadas, como toda psicoterapia, en la sugestión como medio para alcanzar el fin curativo, esto es, desaparecer el síntoma. El síntoma para este momento hay que entenderlo como enfermedad. 38


¿Qué clínica de lo psíquico es posible en un contexto institucional educativo?

Sin embargo, hay que reseñar el tercer momento en el que Freud abandonó ya no la medicina, sino la cura por medio de la sugestión y la hipnosis, para producir una novedad en la intervención clínica: la clínica psicoanalítica, que, como dice Lacan, es una terapéutica, no como las otras. Esta diferencia se produ­ ce por la pureza de los medios y los fines; se trata, continúa diciendo Lacan, “de un rigor en cierto modo ético, fuera del cual toda cura, incluso atiborrada de conocimientos psicoanalíticos, no sería sino psicoterapia” (Lacan, 1971). De modo pues que para que Freud haya podido establecer los fines a los que apunta una cura analítica y los medios de los cuales se ha de servir, debió abando­nar la medicina en primer lugar y la sugestión en segundo lugar, es decir, renunciar al poder que la sugestión le da al terapeuta. Las razones por las cuales abandonó la psicoterapia, aun cuando le reconozca algunos beneficios, los que siempre aporta el tratamiento por la palabra, son las siguientes (Askofaré, 2010):

• Que los efectos no son siempre duraderos.

• Que estos efectos son obtenidos por métodos que se emparentan a ve­ ces con formas de violación psíquica o en todo caso con el ejercicio de influencia psíquica.

Que la obtención de estos efectos deja en la sombra lo que los provocó, lo que mantiene inquebrantable el poder del terapeuta.

Que no hay ganancia de saber en estos medios que pretenden erradicar el síntoma.

El movimiento freudiano implica modificación en los fines, no la erradica­ción del síntoma sino la búsqueda de efectos terapéuticos que se deriven del aborda­­je de la causa inconsciente del síntoma, lo cual se logra por la vía del desciframiento del síntoma en su dimensión significante por un lado y, por el otro, del reco­ nocimiento para el sujeto de la satisfacción que le concierne. Entonces digamos también que si para la psicología, y su instrumento, la psicoterapia, el síntoma es pensado en términos de desviación de la norma, de lo mal adaptativo, etc., para el psicoanálisis, el síntoma es una solución y una satisfacción. Es por la supresión de toda tentativa de dirigir al paciente, de influir sobre su destino, de influir sobre sus emociones. En este sentido, cada vez que Freud se veía en la posición de dar consejos a quienes se iniciaban en la labor analítica tomaba la vía de aquello de lo que debe privarse en el sentido ético y no de lo que se debe hacer en el sentido técnico, entonces sus consejos son: privarse del 39


Clínica y educación: un debate sobre los medios y los fines

furor sanandi, es decir, una clara invitación a no responder con el terapeuta que duerme en cada uno de nosotros, con la pasión por curar. Privarse de querer comprender demasiado pronto para no ahogar con conocimientos superficia­les el saber inconsciente que subyace a todo síntoma. Privarse de introducir sus pro­pias pasiones, es decir, evitar que sus propios prejuicios, su amor, su odio, su compasión interfieran en el destino de la cura. Es lo que se llama la neutralidad ana­lítica con la cual el analista responde a la transferencia como el medio esencial de la cura analítica. Entonces, si se trata de situar la diferencia estructural en los medios y los fines, no se trata de dejar el problema en el nivel ideológico y simplemente de­cir que uno es mejor o superior que otro, diremos que se trata de dos discur­sos diferentes, posiblemente ninguno en verdadera ventaja sobre el otro, si nos orien­tamos por los tres imposibles freudianos: educar, gobernar y psicoanalizar.2 Cuando Freud habla de estos tres imposibles se refiere a que en cualquiera de estas tres praxis hay un punto irreductible que tiene que ver con la incidencia de la pulsión, un punto de real que hace objeción al ideal de cada discurso. Ese punto de real que marca lo imposible es en Freud la pulsión y específicamen­te la pulsión de muerte; es la pulsión la que marca un resto ineducable, un resto ingobernable y específicamente la que marca el límite de lo incurable. El término Discurso es propuesto por Lacan en 1969 (Lacan, 1992), en relación con los imposibles freudianos. Esta noción es propuesta para definir los diferentes modos de lazo social y los diferentes modos de intentar regular el goce. Dentro de los cuatro discursos uno es el llamado discurso del amo y el otro, su reverso, es el llamado discurso del analista. Hay otros dos discursos: el discurso histérico –el discurso que representa el deseo– y el discurso universitario. Esta noción implica un juego de posiciones con cuatro lugares y cuatro términos: los términos que rotan en los lugares del discurso son: el S1, que re­ presenta el significante del poder, el S2 que representa el saber, el S que represen­ta el sujeto dividido, el sujeto del deseo, el sujeto del inconsciente, y finalmente, el a, que representa el objeto que puede bien operar como objeto causa o como objeto medio de goce. Los cuatro lugares son:

2

Cfr. el prólogo a August Aichhorn de 1925.

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¿Qué clínica de lo psíquico es posible en un contexto institucional educativo?

A la izquierda arriba está el lugar del agente, es decir, el lugar desde el cual se opera el discurso. A la derecha, arriba, está el lugar del otro como el lugar del tra­bajo. A la derecha, abajo, se encuentra el lugar de la producción pero también de la pérdida, y a la izquierda, abajo, reprimida, se encuentra el lugar de la verdad: la verdad que sólo puede ser medio dicha. Así, en el discurso del amo en el lugar del agente se encuentra el S1, es decir, el significante amo, que para los efectos de lo que estamos tratando es el lu­gar del imperativo, de los ideales. En el lugar del otro aparece el S2, el lugar del saber; en el lugar de la pérdida está el objeto y el sujeto está reprimido en el lu­ gar de la verdad. En el discurso analítico, en el lugar del agente está el objeto a que encarna el analista, y si se representa con el objeto es porque él allí no opera, como lo hemos expresado antes, con sus ideales ni con sus prejuicios ni con una idea del estándar o la norma, sino que opera como causa. El sujeto está en el lugar del tra­bajo, es él quien hace funcionar el discurso. Si se observa la relación entre el discurso del amo y el del analista, la inversión es doble. Lo que el uno tiene en el piso de arriba no lo tiene el otro en el de abajo, dicho de otra manera, lo que el discurso analítico posibilita, el discurso del amo lo reprime y, lo que el discurso analítico preserva como oculto, el discurso del amo lo ejerce como un poder, así no sea más que como el más noble de todos los poderes: el poder de hacer el bien. Discurso del analista

Discurso del amo

Entonces armemos las parejas de términos en cuestión:

Clínica y educación, pero esta pareja se desliza hacia un tercer término: el de terapia. Entonces la segunda pareja es la de terapia y educación. Si entendemos terapéutica como una acción ejercida sobre el paciente o sobre la enfermedad, y lo pensamos a la luz de noción de discurso, no hay diferencia entre ellas, pues ambas responden al poder o influjo ejercido desde un stock, ya sea de conocimientos en la educación, ya de ideales y deberes en la terapia.

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Clínica y educación: un debate sobre los medios y los fines

Finalmente, retomo la tercera premisa propuesta sobre la posibilidad de una intervención clínica en el ámbito institucional educativo, advertidos de que partimos del principio de que tanto los propósitos como los resultados esperados en ambos discursos son diferentes. Ahora bien, si he podido demostrar que se trata de dos discursos que se constituyen el uno como el reverso del otro, la pregunta sería ¿cómo ejercer un discurso dentro de otro, si hemos visto que sus fines, y en consecuencia sus medios, son opuestos? Lo que distingue de manera específica el discurso del maestro del discur­so del psicoanalista es la posición que cada uno de ellos le da al sujeto. Es lo que permite ver Lacan con su teoría de los discursos, propuesta en 1969, un año muy importante porque es inmediatamente posterior a los hechos de ma­yo del 68 en el que los estudiantes se levantaron en revuelta contra toda inten­ ción de dominio ejercida por la cultura. Su consigna más célebre se expresó como “Prohibido prohibir”. Los efectos de esta revuelta contra los ideales, efectuada por los estudiantes, son muy importantes para la historia reciente; lo dejo de lado porque no me es posible continuar con su desarrollo en este espacio, pero podemos decir que uno de los efectos se produce en la obra de Lacan. En el Seminario XVII (1969-1970) propone la existencia de cuatro discursos, es decir, cuatro modos de lazo social, y en consecuencia, cuatro modos de tratamiento de lo real. Entre ellos incluye el discurso del amo (Maître en francés, que introduce el equívoco entre amo y maestro) y el discurso del analista. En el discurso del amo, el agente es el S1; en el discurso del analista, el agente es el objeto a. En eso radica la diferencia: cuando el objeto a es el agente, el otro es un sujeto, y es como tal que el analista recibe la queja del sujeto, una queja que transformará en demanda para hacerlo hablar y hacerlo producir su propia determinación: descubrir su inconsciente y verificar lo que determina su sufrimiento; esto, porque los fines del acto analítico están fundamentalmente dirigidos a permitir al sujeto descubrirse como sujeto deseante. Por otro lado, de manera inversa, cuando el agente es S1, es decir, quien se sitúa en ese lugar, porta los ideales, la mayoría de las veces los suyos propios y los de la cultura, pero siendo el portador de los ideales de bienestar y de normalización no puede menos que operar conforme al modelo hegeliano; en consecuencia, el otro ya no queda situado como sujeto sino como esclavo y debe trabajar en pro del amo, satisfaciendo sus deseos y demandas. Resumamos entonces: si bien la educación cumple con una labor fundamental para la cultura, sus fines no son los mismos que los de la clínica. Si la educación se apoya en la transmisión de los ideales del Otro con su función colectivizante, por la vía del deber, la clínica es necesariamente una 42


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empresa de desidealización, la única vía por la cual un sujeto puede, a la pregunta por ¿quién soy? responder con su propio ser, ser no de ideal, sino de goce. Si en la educación el saber está del lado del otro como saber consciente constituido, en la clínica está del lado del sujeto como saber inconsciente a construir. Mientras el uno favorece la alienación al deseo del otro, la otra favorece la separación como tensión de la relación a lo particular. Aun por la vía del síntoma hay una tentativa de separación. El síntoma objeta el discurso del Otro. Finalmente, como dice Freud, evocando a Da Vinci:

En verdad, entre la técnica sugestiva y la analítica hay la máxima oposición posible: aquella que el gran Leonardo da Vinci resumió, con relación a las artes, en las fórmulas per via di porre y per via di levare. La pintura, dice Leonardo, trabaja per via di porre; en efecto, sobre la tela en blanco deposita acumulaciones de colores donde antes no estaban; en cambio, la escultura procede per via di levare, pues quita de la piedra todo lo que recubre las formas de la estatua contenida en ella. De manera en un todo semejante, señores, la técnica sugestiva busca operar per via di porre; no hace caso del origen, de la fuerza y la significación de los síntomas patológicos, sino que deposita algo, la sugestión, que, según se espera, será suficientemente poderosa para impedir la exteriorización de la idea patógena. La terapia analítica, en cambio, no quiere agregar ni introducir nada nuevo, sino restar, retirar, y con ese fin se preocupa por la génesis de los síntomas patológicos y la trama psíquica de la idea patógena, cuya eliminación se propone como fin (Freud, 1973: 937).

Otro factor fundamental para establecer el modo de intervención en la cura psicoanalítica es el modo de operar con la transferencia, como el medio a través del cual se alcanzan los fines. Este modo de operar trabaja para producir una des­titución del saber supuesto al Otro, lo que le permite al paciente concluir que no hay nada que esperar del Otro y que sólo a él le corresponde la decisión sobre aquello de sí que va conociendo. Solamente un saber que no venga desde el ideal del Otro, un saber más allá del Otro, del saber constituido como un saber común, o del saber inducido como efecto de la sugestión. Este factor es muy importante considerarlo porque es la única vía por la cual se puede responder a la singularidad del sujeto. Nos queda por enunciar otro factor fundamental, el de la demanda: la pregunta sería: ¿desde dónde proviene la demanda en una psicoterapia y qué lugar ocupa en la intervención posible? igualmente, es esencial para definir una cura analítica que, si el sujeto no expresa su demanda, una demanda que pueda operar como causa, no habrá análisis. En este sentido

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Freud es muy claro al exponer sus casos clínicos, uno de ellos, el conocido como el caso de la joven homosexual es muy ilustrativo sobre este punto, pues Freud destacaba la imposibilidad de que hubiera análisis porque la joven no expresaba ninguna demanda que la articulara a sus síntomas. La cura no tiene estructura clínica si no está mediada por la demanda del su­jeto que sufre. Lacan define la cura como: “[…] una demanda que parte de la voz del sufriente, de alguien que sufre de su cuerpo o de su pensamiento. Lo sorprendente es que haya respuesta, y que desde siempre la medicina haya dado en el blanco por las palabras” (Lacan, 2012: 535-573). En mi concepto la idea es que aún en el marco institucional educativo sea posible alojar de manera “ectópica” un espacio para ejercer una clínica que no de­penda de los fines educativos de la institución, que no pretenda una educa­ción moral ni comportamental, que no se asuma bajo los principios de la dirección de conciencia o la reeducación emocional del paciente (Lacan, 1988). Otra que no sea introducir una clínica que tenga en el agente al S1, entendido como “voluntad de bienestar” o “voluntad de hacer el bien”, inclusive que pueda situar una clínica que al menos pueda interrogar el peso de la reglamentación estatal de las psicoterapias que vendrá, que ya está en camino y que tiene la fi­nalidad de reducir nuevamente las psicoterapias al modelo médico. Digo un poco más que esto, porque en realidad no es el modelo médico el que impera en las intervenciones institucionales guiadas por el S1 del DSM.,3 si se hace un análisis cuidadoso de este medio, en el sentido que hemos hablado de los medios y los fines, se puede verificar que en él ya no queda ningún residuo del mode­lo médico clásico. No hay ninguna pregunta por la causa, ninguna pregunta por la singularidad de la clínica, más bien su orientación es estadística. En definitiva, si es posible intentar implantar un ejercicio clínico dentro de las paredes de una institución con fines educativos, lo que no tiene en sentido estricto ninguna novedad pues podríamos decir que es una experiencia ya proba­ da y ejercida desde hace varias décadas, tendría un valor clínico importante si logra crear las condiciones para un encuentro, para intervenciones memorables, es decir, intervenciones que le permitan a los sujetos que consultan encontrar en su vida elementos nuevos, poder construir su verdad, elaborar un saber inédito sobre su ser.

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Manual diagnóstico y estadístico de los trastornos mentales (en inglés, Diagnostic and Statistical Manual of Mental Disorders, DSM).

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Bibliografía Abbagnano, N. (1996), Diccionario filosófico, México: Fondo de Cultura Económica. Ansoleaga San Antonio, D. (24 de Junio de 2015), Reseña de Gestión de Instituciones Educativas Inteligentes. Un manual para gestionar cualquier tipo de organización, de Martín Fernández E., Indivisa, Boletín de Estudios e Investigación [en línea] 2007, (sin mes). Obtenido de http://www.redalyc.org/articulo.oa?id=77100816> ISSN 1579-3141 Arendt, H. (1999), Eichmann en Jerusalén. Un estudio sobrela banalidad del mal, Bar­ celona: Lumen. Askofaré, S. (2010), Psicoanálisis vs Psicoterapia, Medellín: Asociación Foro del Campo Lacaniano. Bauman, Z. (2000), Trabajo, consumismo y nuevos pobres, Barcelona: Gedisa. Dasuky, S. (2011), Comentario sobre la relación psicoanálisis y libertad: la cuestión del sujeto del inconsciente, Medellín: UPB. Descartes, R. (1993), El discurso del método, Barcelona: Altaya. (2001), Meditaciones metafísicas, México D F: Porrúa . Esopo (1985), Fábulas de Esopo. Vida de Esopo. Fábula de Babrio, Madrid: Gredos. Foucault, M. (1996), Lavida de los hombres infames, Buenos Aires: Altamira. (2005), El poder psiquiatrico, Buenos Aires: Fondo de Cultura Económica. Freud, S. (1973), Sobre Psicoterapia, vol. i, L. L. Ballesteros, trad., Madrid: Biblioteca Nueva. (1976b), Psicología de las masas y análisis del yo, en: Obras completas, Buenos Aires: Amorrortu. (1976c), El malestar en la cultura, en: Obras completas, Buenos Aires: Amorrortu. (1976d), La moral sexual cultural y la nerviosidad moderna, en: Obras completas, Buenos Aires: Amorrortu. (1976e), La interpretación de los sueños, Buenos Aires : Amorrortu. (1976f), Mas allá del princio del placer, en: Obras completas, Buenos Aires: Amorrortu. Gadamer, H. G. (1996), El estado oculto de la salud, Barcelona: Gedisa.

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Clínica y educación: un debate sobre los medios y los fines

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Educar para la depresión Lisímaco Henao Henao

Resumen La represión de las emociones y de su expresión suele ser la causa de que el sistema psíquico se revele produciendo la patología como compensación. Esta represión es, muchas veces, producto de la educación. El autor propone que una clíni­ca pre­ventiva de la depresión, en entornos educativos, encontraría sentido en la edu­cación para la expresión de un monto normal de depresión.

Palabras clave: depresión, emoción, educación, ego, tragedia, expresión

Se nos ha invitado a hablar de la probable cercanía entre el cuidado del alma (la clínica de lo psíquico) y nociones como terapéutica, educación y resocialización. Es evidente que una cultura como la occidental, que insiste cada vez más en el triunfalismo (una sociedad de ganadores), quiere educar, resocializar e incluso dar terapia con fines triunfalistas; pero como terapeuta siento la responsabilidad de hablar en nombre del alma que quiero cuidar clínicamente, un alma que es mucho más que simple ego. Por eso comienzo preguntándome cuál es la perspectiva del alma que se ha vuelto más masiva actualmente y obtengo una respuesta: la depresión.4 Sí, porque una patología es una perspectiva sobre la vi­da que se mueve desde dentro hacia afuera, una perspectiva, por supuesto, nada apreciada por el ego al que cualquier situación incapacitante le apartaría del anhelado éxito externo. Cada enfermedad nos da una visión del mundo, de las relaciones y de nosotros mismos; basta con hablar con una persona deprimi­da para ver los colores y los matices de un mundo particular. El ego se resiste

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Según un informe de la OMS (Organización Mundial de la Salud), para 2020 la depresión será la segunda causa de muerte o incapacidad en el planeta. http://www.eltiempo.com/archivo/ documento/MAM-502927 (Recuperado el 22 de junio de 2015).

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Educar para la depresión

a esta perspectiva, no quiere ver la vida en términos de depresión y por ello la señala como patología e inventa conceptos, terapias y fármacos, por eso se le di­ficulta escucharme a mí en estos momentos hablar en favor de la depresión, o decir que la depresión es una forma del alma de ver la vida. Porque el ego actual está en contra de la depresión y todo lo que se le parezca, teme que yo vaya a decir que estar deprimido es una maravilla. Pero como lo haría con un paciente en terapia, yo le digo al ego en este primer párrafo: no te preocupes, no voy a decir eso, ya me explico. Para el psiquiatra y analista junguiano Rafael López-Pedraza (2009), el mundo primitivo de la especie humana puede ser visto como un mundo de titanes, en el que la fuerza y la violencia eran imprescindibles para la sobrevivencia frente a los elementos y peligros de la naturaleza aún no domeñada. También, nos dice López, es muy probable que haya sido imperativa la extraversión como forma de dirigir la energía y la atención hacia el entorno. Todos hemos leído en alguna parte o se nos ha hecho evidente que nuestra especie es la más frágil de todas, sobre todo entre los mamíferos; mientras que los demás cachorros saltan a la acción instintiva inmediatamente, nosotros necesitamos ser sostenidos y contenidos durante años, antes de poder valernos por nosotros mismos; sin em­bargo, maravillosamente hemos sobrevivido frente a animales terribles y a fenómenos naturales de toda índole, incluso hemos llegado a domesticar a esos mismos animales y creamos sistemas ingeniosos para controlar, hasta cier­to punto, los fenómenos naturales. Para ello tuvimos que echar mano, ne­ cesariamente, de nuestro carácter titánico y de nuestras tendencias a atender al afuera, de estar alertas ante el exterior, de tal manera que aquellas otras tendencias más introvertidas quedaron relegadas y, sólo paulatinamente, cuan­do nos sentimos un poco más seguros y protegidos, pudimos darnos el lujo de desacelerar el ritmo, aceptando las tendencias introvertidas y la capacidad de contemplar los procesos psíquicos internos en conexión con la naturaleza, de lo que surgieron probablemente las religiones y muchos otros sistemas espirituales. Lo que estoy planteando es que un estilo psíquico acelerado y extraverti­do es la marca necesaria de la educación, en un mundo en el que la sobreviven­cia es el objetivo principal; cuando seguir respirando es el objetivo, no es posible detenerse a contemplar el paisaje o las imágenes internas, lo necesario es oler, ver, palpar y responder a impulsos naturales que no se piensan ni se reflexionan y, lo más importante, hacerlo rápido. Ahora bien, pienso que esas características están incluidas en lo que hoy denominamos manía, uno de los lados del trastorno bipolar o lo que solemos ver como opuesto radical de la depresión. Los manuales 48


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psiquiátricos, al hablar de manía, se refieren a síntomas como “autoestima exa­ gerada o grandiosidad”, “disminución de la necesidad de dormir”, “aumento de la actividad intencionada” e “implicación en actividades placenteras que tie­nen un alto potencial de producir consecuencias graves”. Que hoy veamos esos comportamientos como patológicos no les quita su utilidad y pertinencia. Han pasado ya casi doscientos mil años desde que dimos el salto evolutivo al homo sapiens y muchas cosas han ocurrido; lo más notable es que una gran parte de la población mundial vive en condiciones en las cuales el sentido de la vida se ha complejizado, vivimos en condiciones que han dado lugar a un alto grado de emancipación de los instintos más primitivos y a un mundo que incluso, en tiempos recientes (no más de doscientos años), ha llegado a convencerse a sí mismo de que puede controlar y dominar esos mismos instintos. Uno esperaría que al cambiar las condiciones básicas de existencia, la aceleración extraverti­da ya no fuera tan necesaria, que la introversión y la desaceleración tuvieran un lugar preponderante en la vida cotidiana; por supuesto, no quiero desconocer que hay lugares del mundo y pequeñas comunidades donde esto sucede, donde no se vive la vida como una carrera contra el tiempo, contra los otros, contra el envejecimiento y la muerte, pero como se nos ha invitado a hablar de educación y clínica, mi mirada se dirige a la patología cultural que percibo como una manía colectiva, una aceleración titánica moderna que encontramos en las organizaciones, en la política, en las relaciones sociales y en la forma misma que van tomando las ciudades y sus locas calles y autopistas, una locura, en fin, que nos cuestiona a través de la mirada de los niños, adolescentes y jóvenes que pretendemos educar. La perspectiva del ego moderno promueve valores basados en la acelera­ción extravertida, ¿quién puede negarlo? La vida se organiza en torno a la com­petencia por algo: la fama, el dinero, la imagen, el éxito, el control; y pa­ra competir, lo sabemos, hay que correr, estar al día, llegar primero e imponerse sobre los otros, con lo cual la extraversión se potencia pues tengo que estar aten­ to a la imagen del otro, la fama del otro, el éxito del otro o el control que el otro logró (también, por supuesto, suele ser muy útil actualizarme en los fracasos de los otros). Comprendemos así la importancia que las redes sociales y en general los llamados mass media han tomado, pues en este sistema yo soy un observador que quiere superar a toda costa lo observado. En esta lógica, procesos como el envejecer, el enfermar y el morir, en otras pa­labras, las vivencias fundamentales del cuerpo, se convierten en enemigas que lentifican, por lo que el cuerpo debe ser continuamente reforzado, tratado y

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revitalizado. Luchar contra la edad, contra el cuerpo y sus cambios de tono se vuelve imperativo, lo que nos ayuda a comprender el miedo actual a la vejez y el desprecio por los viejos. Así también, todos aquellos elementos que provie­ nen del interior de la psique, a no ser que sean compatibles con el estilo egoico, serán desvirtuados y reprimidos o, cuando menos, desatendidos. Y es aquí, en esta desatención a los ritmos del cuerpo, a la vida interior, a su espontaneidad y su diversidad de emociones y objetivos, que encontramos el caldo de cultivo para la formación de la depresión como una perspectiva, más que contraria al ego, complementaria con respecto a su estilo moderno. Para ejemplificar lo que digo: todos y todas tenemos la experiencia de perci­ bir una autoimagen compuesta por diversos ideales o aspiraciones, esta incluye aspectos tanto corporales como psíquicos y sociales; así mismo, tenemos la experiencia de descubrir la distancia que existe entre esa imagen de nosotros mis­mos y lo que realmente resultamos ser. Así, un día descubrimos que no somos tan inteligentes como creíamos, o tan atractivos, o tan agradables a la vista de todos. Algunos pensarán que llegar a la madurez es darse cuenta de esto y suspender las fantasías sobre uno mismo, personalmente creo que no es así pues la función fantaseadora de la psique, con toda su autonomía, no de­ jará de producir estos y otros tipos de imágenes hasta nuestra muerte. Ahora, madurar quizás implica darse cuenta de esto y observar la distancia que hay entre fantasía y realidad, y hacer consciencia, además, de que la fantasía sirve para poner a prueba nuestra capacidad de mejorar, cambiar o aprender, y de que la realidad es útil para ponernos límites. Esta consciencia trae siempre una cierta dosis de tristeza, de desilusión, de una cierta depresión. Ahora invito a pensar esto mismo no en la edad madura sino en la infancia, en la adolescencia o en la juventud temprana, épocas de la vida donde por el proceso de separación del mundo ensoñador de la niñez, o por la búsqueda de identidad en el mundo externo a la familia, la distancia entre fantasías de uno mismo y realidad suele ser mayor y, quizás, la consciencia de esa distancia aún más difícil y dolorosa. En esa época entonces, poder expresar las emociones asociadas a tal desilusión es importantísimo, así como tener otro acogedor con quien compartirlas. Que un niño o un joven tengan esa oportunidad, puede entrenarles para aceptar la vida futura con toda su maravilla y todo su azar, sin necesidad de deprimirse gravemente. El antiguo dios griego Dionisos es conocido popularmente por nosotros como el alegre dios del vino y de la orgía, es algo que cualquiera puede repetir; sin

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embargo, por razones que atañen a la forma como se fue construyendo nuestro ego occidental, hemos olvidado que también era el dios de la tragedia, es decir, aquel que inspiraba a los humanos a aceptar las vivencias más contradictorias. Lo interesante del teatro griego, y que considero el motivo principal por el cual podría ser una potente herramienta educativa, es que en sus tragedias encontramos unidas la posibilidad y la impotencia, la juventud y la vejez, la esperanza y la muerte, la belleza máxima y el horror. Incluso la embriaguez a la que asociamos a Dionisos está vinculada con la vida natural: era una embriaguez sagrada pues conectaba lo divino y lo humano, es decir, nuestra posibilidad de trascender lo meramente material junto a lo más frágil en nosotros, las emociones y su tendencia a torpedear hasta los más altos ideales. Porque es natural en nosotros equivocarnos, sufrir y no lograr, he traído aquí la imagen de este antiguo dios que parecía convocar a la aceptación de esas realidades. Es cierto que no tenemos una religión griega, así que jugamos con estas imágenes como metáforas, como símbolos de cosas que alguna vez supimos de nosotros mismos y olvidamos. Olvidamos que estar joven, acertar, disfrutar y triunfar son sólo una cara de la moneda; tanto lo olvidamos que tratamos una y otra vez de inculcar en nuestros hijos e hijas la negación o la evitación de la otra cara y, por consiguiente, la no expresión de las emociones difíciles que pro­duce una vida completa. Me permito traer a colación dos ejemplos claros de las luchas de este ego pseudoheroico y de sus batallas:

1. El jardín de infantes de mi hija invita a los padres a participar de una clase de inglés. La profesora abre la clase mostrando a cada niño y niña tres caritas en una cartulina. Hay una carita feliz, una carita neutra y una carita triste. La profesora entonces pregunta: “¿How are you?”, ante lo cual el niño debe señalar una de las cartulinas y responder en inglés: “I am…”. Un niño a nuestra derecha, de unos tres años, es el único que señala la carita triste y la profesora se apresta a increparle: “Pero por qué estas triste, tú no puedes estar triste, ¡tú estás happy!”.

2. Acompaño a mi padre al médico y este le pregunta: “¿Cómo está usted hoy?”, mi padre responde: “Muy bien, gracias, doctor”. El doctor le dice: “Pero yo no lo encuentro muy bien” (mi padre no solía seguir las indicaciones médicas debido a que se negaba a dejar de trabajar), a lo que mi padre replica: “Es que a mí desde pequeño me enseñaron que uno tiene que decir siempre que está bien para que le vaya bien, aunque esté mal”. Mi padre tenía entonces ochenta y dos años.

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Educar para la depresión

Estas dos anécdotas tendrían muchas aristas que explorar, pero en favor de la brevedad sólo haré notar su alta carga de “positivismo” cultural. Hemos sido educados de tal manera que momentos tan vitales como el encuentro con una fuerte emoción, son calificados automáticamente como debilidad, como producto de una falla fundamental que debe ser corregida; lo que sigue es que sobre esta sensación de fracaso se impone, o bien la marca de la culpa egoica (“me falta inteligencia”, “me falta control”, “nunca tendré éxito por tener estas cosas malas en mí”, “la vida no tiene sentido si no puedo ser fuerte”), o de la paranoia (“no me van a querer por reaccionar así”, “me odian por no ser como ellos”, “los otros son mejores que yo”, “me van a apartar o a aniquilar”). Ahora bien, cada emoción que explota en nosotros en un momento de des­ cuido del ego, trae una gran variedad de consecuencias para la vida psíquica, pero la emoción de la tristeza y del fracaso son quizás las más básicas, las más co­munes como reacción ante el hecho de que no siempre podamos tener el con­trol o lograr lo anhelado. En este punto es imprescindible que en nuestro pro­ceso educativo hayamos aprendido por lo menos dos cosas: un lenguaje para expresarlas y el permiso de hacerlo. Uno de los grandes sufrimientos psicológicos consiste en no poder expresar lo que sentimos, es posible que el ser humano haya llegado al lenguaje por la necesidad de quejarse o de compartir la alegría; sin embargo, es notable que mu­ chas personas carezcan de un lenguaje emocional, una buena batería de pa­labras, expresiones e imágenes que permitan al alma mostrarse a otros, esperando de ellos un reflejo que le permita saber más de lo que le ocurre o de sus necesidades. De esta manera, podemos imaginar al alma como aquello que en nosotros se ofrece al mundo por medio de imágenes cargadas emocionalmente, dicho de otro modo, nuestra profundidad se muestra sobre todo en las emociones que viajan en palabras e imágenes. Sin embargo, repito, muchas personas han crecido y podrían estar creciendo sin este lenguaje. Recuerdo que me encontré un día frente a un paciente que no podía decirme cómo se sentía su novia en el momento en el que él cortó la relación, siempre recurría a explicaciones intelectuales o de evasión, del tipo “tal vez sintió que ya no podría lograr sus objetivos” o “ella tal vez esperaba tener a su lado un tipo como yo”; cuando lo invité a que se imaginara ser ella le fue aún más difícil (por supuesto, si no funcionó la técnica ex­travertida, mucho menos lo iba a hacer la introvertida). Sabemos que para algunas personas el solo decir “estoy triste”, “abatido”, “celoso”, “resentido” o “dolido” puede ser todo un trabajo contra la culpa o la sensación de debilidad,

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incluso a algunas les cuesta admitir emociones de las llamadas positivas como estar enamorado. Para ellas las emoción resulta peligrosa, pues la mayor marca de la vivencia emocional es la de su carácter autónomo e impositivo, es decir, el ego no decide tener ira o celos, el ego no decide enamorarse, estas son cosas que le pasan a uno, o para decirlo en términos más amenazantes para el yo: cosas que le pasan a uno por encima. He entrado entonces en el segundo aspecto de la educación para las emociones, es decir, tener la posibilidad de permitirse la vivencia emocional. Quizás aprender el lenguaje para lo que sentimos no sea tan difícil, mi hija tiene unos pequeños libros de cuentos, cada uno titulado con una emoción, que le han permitido hablar de estar tímida, triste, alegre, iracunda o celosa. Así mismo, al mencionado paciente le pasé yo una lista de emociones básicas que le fue útil hasta cierto punto. Pero quizás lo que más cuesta es darse el permiso de ser frágil, construir en el ego cierta flexibilidad para ello, algo que se acerca­ría a otro concepto de López-Pedraza (1987): la consciencia del fracaso. Para acceder a este permiso, a esta consciencia, los adultos solemos asistir a psicoterapia, psicoanálisis o a otros métodos, los cuales son vías modernas de aproximación al alma profunda que sustituyeron al teatro griego, la confesión y el ritual religioso. Vamos a un terapeuta porque intuitivamente sabemos que hay cosas en nosotros que debemos admitir, cosas que quizás le quiten brillo a nuestros egos, pero que dan importancia a otros aspectos de nuestra más claroscura humanidad. Una vez una amiga me dijo: “Yo no voy a terapia porque me pongo a recor­ dar y a hablar de cosas tristes, a llorar, y de pronto me deprimo”, a lo que le dije: “Si no vas a terapia y no lloras y no aprendes a estar triste, te deprimes”. Y es a este aprender y enseñar a estar tristes, admitiendo que la tristeza y el fracaso hacen parte de la vida, a lo que me refiero con “educar para la depresión”. Si el padre y la madre, si el educador y el clínico mismo entran en pánico frente a la tristeza del niño o del joven, estarán aliándose con el enemigo, reforzarán la represión de la vida emocional y, consecuentemente, estarán provocando que el sistema psíquico busque otras salidas a toda esa emocionalidad. Lo que puede suceder después es que aquella tristeza, aquella depresión normal, es decir, aquella reacción humana natural, emerja convertida en depresión patológica, pues el alma inconsciente hará un llamado aún más fuerte. Lo inconsciente es lo no domeñado en nosotros y puede actuar como aquellas fieras de las que nos defendimos en tiempos primigenios; si el ego se ha resistido a sus vivencias emocionales, estas fieras pueden tomarlo por sorpresa y llevarlo hacia el interior,

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buscando así que tenga que aceptar lo inaceptable: su naturaleza frágil y dual, todo lo humano y lo azaroso de la vida misma. Si no nos sabemos deprimir, es decir, si no hemos obtenido un lenguaje y un permiso para vivir la tristeza y el fracaso, nuestra alma inconsciente será quien tratará de educarnos. Así que, ya que estamos hablando de clínica y educación, me parece que para enriquecer nuestro lugar como clínicos en ámbitos educativos y hacer una buena reflexión como educadores que quieren adquirir herramientas realmente psicológicas, debemos plantearnos las siguientes preguntas: ¿qué conceptos tengo sobre la vida emocional? ¿Cómo me sitúo frente a los valores colectivos del triunfo y los caminos para lograrlo? ¿Cómo reacciono frente a las vivencias emocionales de otros? ¿Cómo reacciono frente a mis propias emociones? Deseo que estas pocas ideas y sentimientos aporten a la discusión y a un paulatino –y estoy seguro, lento– proceso de conocimiento, aceptación y expresión de la vida interior como parte del proceso educativo; quizás podríamos lograr unas generaciones que no se enfermaran tanto de depresión, ni de otro montón de patologías generadas por las emociones consideradas enemigas de la prosperidad, el éxito y el triunfo del yo. Por ahora, y a modo de incitación a la cu­riosidad, les dejo con estas palabras del analista junguiano Carlos Byington (2013), quien se atreve a hablar de la necesidad de la depresión, tanto de la normal, es decir, del estado que es fruto de la aceptación de lo más humano en nosotros, co­mo de aquella otra patológica que, según él, puede resultar éticamente correctiva:

La depresión normal ayuda a la introspección porque retira la libido de la extroversión, o sea, del envolvimiento con los acontecimientos de la coti­ diani­dad, y propicia la introversión que, muchas veces, es dirigida para elaborar algo errado y destructivo. En este caso, la depresión es acompaña­ da de culpa y opera junto con la función ética para confrontar, corregir y alejarnos del Mal. Otras veces, la depresión no está necesariamente vinculada a la ética, y tiene la finalidad de reconocer y acoger las disfun­ ciones o heridas del Ser. En esos casos ella se compara con la conducta de animales heridos que se retiran a su cubil para lamer sus heridas.

Sea para elaborar heridas, o una conducta equivocada y culposa, o para elaborar la muerte o simplemente conducir a la introspección, la depresión es una función esencial en el funcionamiento de la Psique que necesita ser acogida y diferenciada para ser ejercida. De esta manera, siempre es un error y es anti-ético recetar o ingerir antidepresivos automáticamente solo porque la persona no sabe o no quiere deprimirse (25).

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¿Qué clínica de lo psíquico es posible en un contexto institucional educativo?

Bibliografía Asociación Americana de Psiquiatría (2014), Guía de consulta de los criterios diagnósticos del DSM 5, Arlington: American Psychiatric Association. Byington, C. A. B. (2013), El viaje del ser en busca de eternidad y del infinito. Las siete etapas arquetípicas de la vida por la psicología simbólica junguiana, São Paulo: edición del autor. López-Pedraza, R. (1987), Ansiedad cultural, Caracas: Festina Lente. (2009), Dionisos en exilio, Caracas: Festina Lente.

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Lo Clínico y lo Educativo: definiciones y reflexión sobre su posible unión Carolina Blair Gómez

Resumen Este texto revisa brevemente el tratamiento de las enfermedades mentales a través de la historia, para facilitar un entendimiento de la noción de clínica psicológica a nivel contemporáneo. El texto muestra que la efectividad de la clínica, teniendo en cuenta el objeto y los fines de las diferentes modalidades terapéuticas, debe estar fundamentada sobre todo en la preeminencia de la relación terapéutica. Se dan además las definiciones de Educación y unas reflexiones sobre la relación entre lo clínico y lo educativo. Palabras clave: Clínica, Educación, factores comunes, relación terapéutica, psicología clínica, psicología educativa.

Introducción Este escrito tiene como objetivo presentar un breve resumen que dé cuenta de las definiciones de clínica y educación como panel introductorio del evento “¿Qué clínica de lo psíquico es posible en un contexto institucional educativo?”, a presentarse en las instalaciones de la Universidad EAFIT y programado por el Departamento de Desarrollo Estudiantil de esta institución. Este evento tiene como objetivo presentar diversas reflexiones y posturas sobre la intersección entre Clínica y Educación. La psicología, entendida como el estudio científico de la conducta huma­na, en­cuentra sus raíces en la filosofía y la fisiología, y popularmente se considera una ciencia separada de la filosofía sólo desde el último cuarto del siglo xix, cuando Wilhelm Wundt establece el primer laboratorio de psicología.

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Lo Clínico y lo Educativo: definiciones y ref lexión sobre su posible unión

Ebbinghaus (1908), citado por Pinillos (1994), expresó que “la psicología tiene un pasado largo pero una historia corta” para dar cuenta de que, a pesar de que la psicología como ciencia es relativamente nueva, sus bases históricas son conocidas, tienen un arraigo en el pasado y dan un sustento a la reflexión teórica y aplicación práctica propias de nuestro campo. Una de las bases históricas de la psicología es la fisiología y su aplicación en la medicina, y por tanto cualquier intento de definición de la noción de clínica de lo psíquico debe ser entendido históricamente desde la clínica médica. Pero antes es importante entender que cualquier intento de definición de una palabra compleja es casi imposible si no se intenta primero entender la raíz etimoló­gi­ca de ésta y su concepción a través de la historia. Así que para poder definir clínica, educación o psicoterapia tendremos que ir a sus raíces, para lograr un mejor entendimiento de su objeto, sus fines y sus límites. La palabra “clínica” o “clínico” se deriva del latín clinicus que a su vez es tomado de la palabra griega klinē que significa “cama” y del verbo klinō también “inclino”. La palabra griega klinikos significa “que visita al que guarda cama” (Coromina, 2011). En la historia de la medicina (Jaramillo, 2001) se encuentran hechos históricos que demuestran cómo desde las civilizaciones antiguas hasta las más nuevas, los chamanes, sacerdotes y médicos como tal, trataban el padecimiento de los enfermos con magia, hierbas medicinales, emplastos, técnicas quirúrgicas entre otras tantas técnicas para el tratamien­to de la enfermedad. Es común escuchar hablar de “médico de cabecera” o “médico familiar ” como una figura que usualmente tenía un conocimiento profun­do de los miembros de la familia y sus situaciones de salud. Se dice también que hace ya varios siglos Galeno en su Tratado de las pasiones (citado por Vázquez, 1990) describe a una figura próxima al psicoterapeuta, quien “se erige como un mentor que señala los defectos y ayuda a equilibrar emocionalmente al paciente empleando básicamente la terapia verbal” (421). Pinillos (2001) cita a Hipócrates, quien dijo: “El hombre debe saber que sólo del cerebro proceden la alegría y las penas; y es gracias a él que adquirimos conocimientos y sabiduría, vemos, oímos y conocemos lo que es malo y bueno. Por el mismo órgano nos volve­mos locos y de él proceden los sueños” (105). Ya hace miles de años Hipócrates estaba en lo cierto con respecto al cerebro como la fuente de los trastornos mentales, y Galeno describió en gran parte las funciones de lo que hace hoy un psicólogo clínico, pero el estudio de la historia de la psicopatología nos explica que no siempre fue así. Es reconoci­do y enseñado en clases de introducción a la psicología y de psicopatología, 58


¿Qué clínica de lo psíquico es posible en un contexto institucional educativo?

cómo desde la antigüedad los seres humanos se han preocupado por entender y tratar las causas de las enfermedades (tanto orgánicas como mentales) de acuerdo con los conocimientos y modelos de conducta populares de la época. Según Amparo Belloch (2008), “[…] el interés por conocer los trastornos y enfermedades mentales caminó […] con paso irregular y aciertos dispares, desde al menos el siglo v a. de C., es decir, desde los albores de lo que hoy conocemos como medicina” (70). Enfoquémonos brevemente en recordar la historia del tratamiento de los trastornos mentales para comprender la noción de clínica, desde las concepciones animistas de las civilizaciones primitivas, pasando por las nociones de tinte re­ ligioso de la Edad Media, llegando así a las tendencias más de orden organicista que aparecen desde el siglo xix. Retomando apenas algunos de los teóricos reconocidos de la psicopatolo­gía, Barlow y Durand (2001) comentan que el ser humano siempre ha considerado la existencia de agentes externos a ellos mismos, categorizados como divinida­ des, demonios, espíritus, la luna o los astros. Por ello, y contando con el nivel de conocimiento de la época, en las sociedades primitivas más antiguas cualquier tipo de conducta extraña era vista como posesión de espíritus malignos o castigo divino, por lo que el tratamiento de elección o clínica de la época era el exorcismo; también se explica que en varias civilizaciones se han encontrado cráneos trepanados, lo cual se usaba para permitir la salida de los espíritus. La concepción animista y demonológica de la enfermedad mental continuó en gran parte desde las sociedades primitivas hasta la Edad Media, donde primaron las concepciones religiosas de la enfermedad mental debido a la influencia del cristianismo. En esta época, debido a que se concebía la enfermedad mental como una posesión o un castigo divino, los tratamientos podían ir desde oraciones, exorcismos y agua bendita, hasta encierros y torturas. Se empezaron luego a conocer los primeros centros de tratamiento de enfermos mentales en Europa. Vázquez (1990) explica que el año de 1409 se toma como el año del nacimiento de estos centros, cuando se inauguró “La ca­sa de orates” en Valencia, España, como un lugar de “recogida y tratamiento para los dementes” (426). Este modelo se fue difundiendo a varias otras ciudades de este país. La figura de Juan Ciudad Huarte se cita (Vázquez, 1990) como una figura importante al haber sido un enfermo mental tratado y recuperado que decide inaugurar un hospital mental, que fue más adelante inspiración para Phillippe Pinel y Jean Esquirol en su reforma psiquiátrica en Francia. Fueron estos últimos quienes se reconocieron por propugnar por un trato más humano

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Lo Clínico y lo Educativo: definiciones y ref lexión sobre su posible unión

a los locos en Francia, donde se evidenciaba una tendencia al encierro y maltrato. Es así que nace aquello llamado “terapia moral”, que en realidad significaba “emocional” o “psicológica” (Barlow y Durand, 2001), y cuyos principios se basaban en un trato empático, en un ambiente natural, provisión de descanso y actividades ocupacionales con miras a la reinserción social, y “reestructuración ambiental” (Vázquez, 1990). No obstante, las nuevas tendencias más organicistas de la época, entre otras cosas, llevaron a la decadencia de la terapia moral. La corriente psicológica tiene su origen en Charcot, Breuer y Freud, cuyos trabajos son de gran importancia debido a la exclusividad de lo psicológico como modelo explicativo de la patología y dando preeminencia a la curación por medio de la palabra. Según Vázquez (1990), el psicoanálisis trajo beneficios a la psiquiatría en la medida en que “descubre el individuo y no la enfermedad como objeto de atención” (437). Además, pocos están en desacuerdo con que Freud es la figura predominante en la emergencia del campo de la psicoterapia, aunque no todos lo estudien o lo sigan. Es importante además reconocer que, durante este periodo, Estados Uni­dos estaba capacitando a los psicólogos para evaluar las capacidades intelectua­les, y las posibles perturbaciones emocionales y comportamentales de los reclutas, ad­ ministrando pruebas psicológicas, y que “debido al enorme número de trastornos psicológicos durante y después de la guerra, tuvieron que realizar terapia” (Durán, et al., 2007). Esto se reconoce como el nacimiento de la psicología clínica como campo de acción, siendo representado en dos de sus funciones principales: diagnosticar y tratar. Los modelos más organicistas en la comprensión de la conducta anormal y la enfermedad mental conciben estas como resultantes de una base desregulada o enferma del cerebro, y por tanto los tratamientos se basan en la corrección de estos por medio de sustancias químicas. Este breve (y bastante superficial) recorrido histórico se realizó para mostrar que la clínica depende del contexto histórico y de los conocimientos propios de la época para tratar al ser humano. Sabemos ya que, etimológicamente, psyche es alma o mente, y que también se le ha tendido a homologar con comportamiento, con el advenimiento de los modelos comportamentales y la necesidad de volver más científica la disciplina. ¿Es nuestro objeto entonces el inconsciente, los pensamientos irracionales, las disfunciones cognitivas, los estilos interpersona­les o las incongruencias del self? ¿Es el fin de la psicoterapia la mejoría sintomática, la resolución de conflictos, o la reestructuración de la personalidad? Según Perry London (1986, citado por Messer y Wachtel, 1997), la psicoterapia no se enfoca 60


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solamente en los síntomas de enfermedad sino también en conflictos morales y elecciones en la vida, pero también resalta que la cultura nos lleva a la necesidad de que el enfoque sea la enfermedad y el fin la reducción de síntomas, debido a las presiones económicas y de tiempo establecidas por las compañías de salud (sobre todo en países como Estados Unidos, donde las personas utilizan sus pólizas de salud para pagar su psicoterapia). Los diferentes modelos psicoterapéuticos tienen distintos objetos de estudio y metas terapéuticas, pero tienen muchas cosas en común, que llevan a ob­tener resultados similares. Esto se ha demostrado ya en varias investigaciones (Lambert, et al., citados por Uribe, 2008) en donde se ha determinado que la efectividad y eficacia de las psicoterapias no están determinadas específicamente por lo que las hace diferentes sino por lo que las hace iguales. Este fenómeno se ha llamado en ocasiones el efecto dodo –por su relación con la historia de Alicia en el País de las Maravillas, en donde el pájaro dodo dice que “todos han ganado y todos deben recibir sus premios”–. Según Jerome Frank (1973, citado por Messer y Wachtel, 1997), hay cuatro aspectos que son compartidos por casi todos los modelos de psicoterapia: (a) una relación en la que el paciente tiene la confianza de que el terapeuta es competente y le importa su bienestar; (b) un lugar de práctica que tiene unos confines socialmente definidos como lugar de curación; (c) un racional que explica el sufrimiento del paciente y cómo se puede intervenir; y (d) un set de procedimientos que requie­ren la participación activa tanto de paciente como de terapeuta y, que ambos creen, son el medio para restaurar la salud del paciente. La investigación en factores comunes demuestra (Lambert, 1992; Asay y Lambert, 1999, citados por Uribe, 2006) que el 85% del cambio en la terapia se da por los factores comunes, de los cuales el 40% son los llamados factores extraterapéuticos (o específicos del paciente), como el compromiso, la motivación y la esperanza en los pacientes; el 30% se debe a la relación terapéutica (como el contacto, contrato, rapport, alianza terapéutica y grado de acuerdo en las metas de tratamiento entre paciente y terapeuta), y el 15% se debe al efecto placebo o la expectativa del paciente de curarse y la del terapeuta de tratar­lo. Desafortunadamente, encontramos que los modelos terapéuticos en general y los terapeutas en particular le dan prioridad a ese pequeño 15% de la técnica específica (llámese catarsis, interpretación de los sueños, reestructuración cognitiva, desensibilización sistemática o silla vacía) como lo que trae el cambio y mejoría en el paciente. La clínica de lo psíquico entonces, sin importar su modelo teórico, debe ser una clínica de lo humano, en donde se da prelación a la relación terapéutica

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Lo Clínico y lo Educativo: definiciones y ref lexión sobre su posible unión

como relación humana, con unos roles y metas establecidos. El fin de la terapia debe ser entonces la mejoría del sufrimiento o conflicto del paciente, sea ésta considerada una enfermedad mental diagnosticable o una cuestión decisional puntual, como vemos más específicamente en ámbitos educativos. Esto nos lleva entonces a entrar en el campo de la educación y la definición del concepto educación, que tiene una interesante dualidad etimológica. La palabra educar viene del latín educare, que traduce “formar, instruir” pero está también emparentado con ducere, “conducir” y e “afuera” (Coromina, 2011), por tanto, tiene una connotación de “sacar afuera”. Pareciera que estas dos raíces (educare y educere) son disímiles en tanto instruir implica un movimiento de fuera hacia dentro, en donde un otro concebido como mejor formado e instruido ejerce una función de instruir a individuos, por tanto menos formados. Esta definición implica una concepción de que el aprendiz es una tabula rasa y por tanto requiere que le entreguen (desde fuera) el conocimiento. Esta concepción sería congruente con la concepción popular más negativa de la palabra alumno (a-lumen: “sin luz”), a pesar de que esto ha sido ya desmentido (Colmenárez, 2009) y congruente también con los modelos pedagógicos tradicionales más catedráticos. Mientras tanto, la concepción de “sacar afuera” de la palabra educere, conlleva una connotación de que el individuo tiene algo ya dentro de sí que puede ser sacado (para aprender), y sería congruente con los modelos pedagógicos más constructivistas. Esta noción además se puede vincular con la noción de facto­res extra-terapéuticos nombrados en las investigaciones de Lambert (1992; Asay y Lambert, 1999, citados por Uribe, 2006) con respecto a los factores de cambio en la terapia. Recordemos que lo que el autor llama factores extraterapéuticos son todas aquellas características de personalidad o recursos que el paciente trae a terapia, incluidos sus conocimientos previos, capacidad de resiliencia y redes de apoyo, y que son en un 30% responsables del cambio que se da en la terapia. Serían estos mismos factores los que se “sacarían fuera” (educere) del paciente o consultante en un proceso terapéutico o de asesoría individual. De hecho, de manera especial en los procesos puntuales de asesoría breve en los ámbitos educativos, es común encontrar que es más indicado realizar proce­sos en los que se enfaticen y se refuercen estas características con las que ya viene el consultante, debido a lo puntual de las asesorías y la cantidad limitada de intervenciones permitidas. Es posible hacer un par de reflexiones en torno a la relación entre clínica y educación, tomando en cuenta las dos direccionalidades posibles, a saber, la 62


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educación en la psicología y la psicología en la educación. En relación con la visión de la educación en la psicología tendemos a decir en terapia que realizamos “psicoeducación” sólo cuando instruimos y enseñamos al paciente elemen­tos teóricos de nuestros modelos terapéuticos, en un acto casi catedráti­ co dentro de la sesión, sin contar con los elementos de conocimiento previo que pueda ya traer el paciente. No obstante, nunca hablamos de educar al paciente cuando de manera facilitadora permitimos iluminar aspectos ocultos o facilitamos el descubrimiento de ideas reprimidas o emociones no conscientes. ¿No es esto también educación, y al mismo tiempo uno de los más hermosos resultados del encuentro clínico? “Sacar afuera” en el encuentro clínico implica también enfocarnos y facilitar el descubrimiento de los aspectos positivos, las potencialidades del paciente y las soluciones que el paciente ya ha intentado o tiene la capacidad de intentar por su cuenta. Tomando la otra direccionalidad de esta relación, se podría también homolo­ gar la misma teoría de los factores comunes de la psicoterapia a la educación. Como es bien ejemplificado por Ortiz (2008), todos estos factores comunes, a saber, factores extraterapéuticos, la relación terapéutica y la expectativa o efecto placebo, algunos de los factores de cambio más importantes en terapia pueden ser homologados en el ámbito educativo. No conozco investigaciones que homologuen esta teoría y que evidencien la importancia o valor de cada factor en el proceso de aprendizaje, pero la reflexión de Ortiz (2008) nos invita a pensar que la relación maestro-estudiante es de gran importancia en el proce­so de enseñanza-aprendizaje, del mismo modo en que las características propias del estudiante también pueden explicar cómo los estudiantes aprenden por su cuenta más allá de los planes de estudio o a veces “independientemente de las deficiencias de sus maestros y de las instituciones en que están inscritos” (59). Debe ser, por tanto, una función primordial del psicólogo educativo evaluar e intervenir sobre las relaciones maestro-estudiante, capacitar a los docentes en autoevaluarse con respecto a este factor, evaluar las capacidades previas y potencialidades de los estudiantes, y los niveles de expectativa como factores que influyen en los procesos de enseñanza-aprendizaje. No obstante, también en la educación es notorio que se haga un mayor énfasis en la técnica utili­za­da en el aula (debates, mapas conceptuales, cine-foros, cátedra, exposiciones, entre otras) como determinante del aprendizaje de los estudiantes más que en todos esos otros factores ya anteriormente citados. La reflexión con la que termino este artículo es que la psicoterapia, sin im­­­portar su corriente teórica, debe tener una especial atención a la relación

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Lo Clínico y lo Educativo: definiciones y ref lexión sobre su posible unión

terapéutica, y que la función clínica es eminentemente educativa, en tanto el te­rapeuta ayuda a iluminar aspectos desconocidos y a extraer del paciente las potencialidades con las que ya cuenta.

Bibliografía Barlow, D. y Durand, V.M. (2001), Psicología anormal. Un enfoque integral, México D.F.: Thomson. Belloch, A. (2008), “Psicología y Psicología Clínica: sobre árboles y ramas”, Análisis y Modificación de Conducta, 34, p. 67-93. Colmenárez, A. (2009), ¿Con o sin luz? “Reflexiones sobre la etimología de la palabra alumno”. REDINE, 1 (5), p. 63-86, recuperado en junio de 2015 de http://bibvirtual. ucla.edu.ve/db/psm_ucla/edocs/redine/Vol1Nro1/redine010105.pdf Coromina, J. (2011), Breve diccionario etimológico de la lengua castellana, Madrid: Gredos. Durán, N., et al. (2007), “Historia paralela de la Psicología Clínica: un rastreo teóricohistórico”, Informes Psicológi­cos, 9, p. 135-148. Jaramillo, J. (2001), “Evolución de la medicina: pasado, presente y futuro”, Acta Medica Costarricense, 43 (3), p. 104-113. Messer, S. y Wachtel, P. (1997), “The Contemporary Psychotherapeutic Landscape: Issues and Prospects”, en: P. Wachtel y S. Messer, eds., Theories of Psychotherapy. Origins and Evolution, Washington: APA, p. 1-38. Ortiz, F. (2008), “Los factores de cambio en psicoterapia y su aplicación en la docencia”, Casa del Tiempo, 1 (9), p. 59-62, recuperado de http://www.difusioncultural.uam. mx/casadeltiempo/09_iv_jul_2008/casa_del_tiempo_eIV_num09_59_62.pdf Pinillos, J.L. (1994), “El segundo frente de la psicología científica”, Papeles del Psicólo­ go, 59, recuperado de http://www.papelesdelpsicologo.es/vernumero.asp?id=629 Uribe, M. (2006), “Factores comunes e integración de las psicoterapias”, Revista Colombiana de Psiquiatría, 37, (1), 14-28. Vázquez, C. (1990), “Historia de la psicopatología”, en: F. Fuentenebro y C. Vázquez, eds., Psicología médica, psicopatología y psiquiatría, col. 1, Madrid: McGraw-Hill, p. 415-448.

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