FÁBRICA DE EXPERIENCIAS DIEZ REFLEXIONES SOBRE EL ARTE Y LA CULTURA CONTEMPORÁNEA
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8 Andy Ovsejevich
1 16 Santiago Vazquez 24 Josefina Licitra
2 36 Maricel Alvarez 44 Gerardo Hochman
3 52 Fabián Casas 60 Leonardo D’espósito
4 70 Lucas Soares 80 Diego Golombek
5 90 Daniel Molina 98 Magdalena Fleitas
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2003 - Edificio de la futura Ciudad Cultural Konex. Foto: Archivo Konex.
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Por Andy Ovsejevich Director Ejecutivo de Ciudad Cultural Konex
PRÓLOGO
Corría junio de 2003, hacía poco más de un año que habíamos abierto el centro cultural en la planta baja y el primer piso de la Fundación Konex, sobre avenida Córdoba entre Libertad y Talcahuano. Trabajábamos con artistas de vanguardia y producciones alternativas, compañías de teatro y de danza que no tenían visibilidad en otros ámbitos. Pero sentíamos que el espacio iba a quedar chico para cumplir todos nuestros sueños. Por eso habíamos adquirido una fábrica de aceite abandonada en pleno barrio del Abasto. Casi siete mil metros cuadrados para llevar a cabo un proyecto ambicioso. Apenas entramos al edificio ubicado sobre la calle Sarmiento, miles de ideas comenzaron a tomar cuerpo: la futura Ciudad Cultural Konex estaba en marcha.
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Tres personas liderábamos el proyecto: Luis –mi padre–, Ricardo Manetti y yo. En ese entonces lo que teníamos era una enorme mole de cemento, varios proyectos en la cabeza y el deseo de reutilizar un predio fabril para que ahí sucediera buena parte de la vida cultural de la ciudad. Algo que en aquel momento ya ocurría en otros lugares del mundo, pero no en Buenos Aires. Necesitábamos un evento fuerte que nos permitiera llamar la atención sobre el lugar y decir: acá estamos. Lo primero que apareció fue el nombre, Festival Verano Porteño. Y después armamos la programación artística, encabezada por Luis Alberto Spinetta, Charly García, Fito Páez y Gustavo Cerati. En siete semanas hubo veinticinco recitales, treinta espectáculos de teatro y danza y se expusieron sesenta y dos obras plásticas en la muestra TransAbasto, acompañadas por instalaciones y performances. El primer hito nos puso una vara muy alta. El Festival Verano Porteño transcurrió entre enero y marzo de 2004. Podríamos decir que esa es nuestra prehistoria. Lo que siguió fue la remodelación del edificio, a cargo del estudio de Clorindo Testa. Había dos caminos posibles: el primero concebía al espacio como un centro para conciertos de música clásica y ópera; la reconstrucción no ponía el foco en conservar el aspecto industrial del edificio. El otro –el que más me gustaba– era cercano a la cultura contemporánea y contemplaba un reciclaje parcial, que mantuviera visible el espíritu fabril original. Durante el Festival Verano Porteño, el público nos marcó la dirección: pusimos en la entrada un libro con las dos ideas para que la gente eligiera. Los comentarios de los espectadores fueron categóricos: “¡No pueden cambiar esto!”, “respeten lo estético”, “lo que van a hacer es un sacrilegio”, decían. Aprendimos que cuando se genera una mística común, cuando se comparte una identidad, hay que dejarla ser. Aún hoy vivimos con esa marca: desde el primer día nos adaptamos
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a ese camino intermedio entre la vanguardia y lo popular, entre lo que ha tenido éxito y lo que todavía está por explotar. Aquel festival inicial plantó la semilla pero el verdadero trabajo de Ciudad Cultural Konex fue, en efecto, transformarse en una ciudad: un sitio donde las generaciones, las disciplinas y los estilos se encuentran, se cruzan y se mezclan. En la actualidad, el público se acerca, los artistas confluyen, se expresan, la inspiración emerge y las ideas se multiplican. Todo lo que tiene potencial, aquí puede brotar y crecer. Hay una palabra que atraviesa esos diez años que empezaron en 2006, cuando la obra terminó y el Konex que habíamos soñado se puso en marcha. Esa palabra es diversidad. En este espacio conviven el rock, el tango, la cumbia y la música clásica; el teatro y el cine; el ballet y la danza contemporánea; la filosofía, la divulgación científica y la tecnología; la teoría y la práctica; los espectáculos infantiles y las artes visuales. Como toda ciudad, se trata de un espacio habitado por expresiones culturales muy diferentes que, a primera vista, pueden parecer contradictorias. Pero en esa contradicción, la ciudad vive. Durante estos diez años pasaron por Ciudad Cultural Konex cerca de tres millones de personas. Adolescentes que volvieron en pareja, jóvenes que se conocieron acá y más tarde trajeron a sus hijos, abuelos que vienen con sus nietos. Cuando pienso en eso me siento orgulloso, cumplimos con el sueño de llevar adelante un lugar que le agrega valor a la vida cultural de Buenos Aires. Un lugar al que yo vendría a ver espectáculos, si mi trabajo no fuera –entre otras cosas– producirlos. En esta década cambiaron muchas cosas. Sin embargo, hay otras que se mantienen desde siempre: todavía tenemos la capacidad de emocionarnos ante una obra de arte, ante un espectáculo en vivo. El concepto de fábrica de experiencias hace referencia a esa sensibilidad.
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Tal vez ahora vivimos más apurados y “conectados” que hace diez años, más pendientes y dependientes de la tecnología, cambiamos el espacio y el tiempo que le dedicamos a estas actividades, pero encontrarnos ante un hecho artístico todavía nos conmueve. Nuestra tarea es darle lugar a estas emociones. Lo que sigue es otro desafío: la continuidad de una Ciudad Cultural Konex como un espacio de innovación. Un lugar donde lo más interesante de la música y la danza, del teatro y el mundo de las ideas siga manifestándose. Un espacio para que las nuevas generaciones consigan renovar su creatividad y sigan fabricando experiencias gratificantes a partir del arte. Este libro puede ser leído como el primer paso en esa dirección: no es un libro institucional con el típico recuento de hechos históricos ordenados en una línea de tiempo. Decidimos celebrar nuestra primera década invitando a diez referentes de algunas de las disciplinas que habitan nuestro espacio para que expresen lo que sienten en su contacto con el arte y el espectáculo. Los textos son eclécticos. Unos abordan la experiencia artística en primera persona. Otros ensayan diferentes puntos de vista sobre nuestra época. Unos fueron escritos por actores, directores y músicos. Otros, por periodistas, intelectuales y científicos. Nuevamente, la diversidad aparece como referencia natural. A partir de este momento, les pedimos que por favor apaguen sus teléfonos celulares. Les recordamos que está prohibido fumar dentro de las salas. Que disfruten la función.
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conocí el berimbao —instrumento que me acompaña desde entonces— y a los 15 asistí a ensayos de escolas do samba en grandes galpones en Rio de Janeiro. Un año después participé de las llamadas de candombe en las calles de Montevideo y cuando cumplí 17 visité San Salvador de Bahía para conocer los blocos afro de samba-reggae en la plaza del Pelourinho y en el fuerte de Santo Antonio. Conseguí ver y escuchar a los grupos de gnawa en las plazas y a los de isawa en las calles, bodas y circuncisiones en Marruecos. Los viajes, también, me llevaron a escuchar la música del mundo, la que vibra en cuerpos y rostros de todos los seres humanos. Adelante de los terreiros de candomblé en Bahía, los diversos folklores de percusión en rituales de la India, los carnavales que toman una vez al año las calles de algunas pequeñas ciudades de Suiza y que sorprenden por lo su percusión, o los enormes encuentros corales en la plaza central de Torshavn, capital de las islas Faroe. También pude aprender con muchos y diversos profesores, sobre las músicas tradicionales de Bali, Java, Corea o Zimbabwe, entre otros lugares. A través de ellos, entendí que la música tradicional también sucede en los lugares públicos, en plazas y calles, en el centro y en los rincones más alejados de las ciudades o pueblos. Cada vez que visitaba un país, me ponía en contacto con músicos locales para aprender los toques de los diversos instrumentos. Y en cada oportunidad, al presenciar a estos grupos de percusión popular, tomaba mis cuadernos de viajes y anotaba todo lo que podía: la clave de cada instrumento, las variaciones, las ideas rítmicas, la forma de generar capas que conforman cada ensamble. Casi sin querer, este trabajo me atrajo de manera total y definitiva. Una vez que comencé a pasar en limpio toda esta información, descubrí que todas esas músicas de lugares tan diversos tenían mucho en común: por un lado, resultan muy similares los principios constructivos y musicales que hacen que el ensamble de
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tantos instrumentos resulte orgánico, ordenado y vivo a la vez. Ahí se focalizó mi interés como compositor. Por otro lado, entendí el efecto social, el que trasciende la música en sí misma, la completa, le da otro sentido. Todas las músicas populares de percusión que fui conociendo sucedían en los mismos tipos de lugares y cumplían la misma función en la comunidad: unir a las personas atravesando las distinciones sociales y económicas. La forma de hacerlo es utilizar un punto de partida esencial, algo que nos es común y que en cada lugar brinda a su comunidad un sentido de unidad y de pertenencia: el ritmo. Con todos estos viajes entendí que cada ciudad y cada pueblo tiene ritmos que le son propios. Ritmos que funcionan como un sostén de trance colectivo en rituales y festividades; situaciones en las que toda la comunidad se percibe como tal. No se trata de un plano teórico, científico, económico ni racional, sino de una comunidad unida a través de la pura vivencia sensorial. Así llegué a entender que los carnavales, o todas las festividades equivalentes presentes en todas las culturas, sirven para reconocernos como comunidad. Y que todo esto sucede principalmente a través de nuestro cuerpo rítmico: el baile. Buenos Aires Al finalizar cada viaje y volver a Buenos Aires sentía siempre un vacío. Algo faltaba. En nuestra ciudad, esas festividades comunes perdieron fuerza y su ritmo —la murga porteña— se había estancado y ya no representaba a la comunidad ni generaba ese efecto que había visto en otras partes del mundo. Tampoco teníamos otras tradiciones de percusión propias que pudieran generar esa pertenencia y comunión. Nuestras calles y plazas estaban desiertas de música. Como si el exterminio histórico de la cultura negra en Argentina, o el estado de sitio instalado por nuestras cruentas dictaduras, hubieran logrado
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convencernos de que no hay comunidad, sólo una suma de individualidades. Imaginé varias veces la posibilidad de crear grupos de percusión para tratar de instalar una fiesta similar, pero presentía que no podía hacerlo imitando los maravillosos ritmos de otros lugares. Resulta imposible generar una verdadera pertenencia con un medio ajeno. Otro camino fue especular con alguna adaptación de ritmos argentinos que, en su origen, no son de ensamble de percusión. ¿Podría con el tango, el chamamé o la chacarera? Entendí muy rápido que cualquier experimento basado en este concepto sonaría como algo artificial. Una música no orgánica, producto de una elucubración no musical, algo que nunca llegaría a ser apropiado ni natural para una festividad común. Este deseo de contribuir a restablecer ese espacio comunitario en relación al ritmo me acompañó desde entonces. Y aún hoy me acompaña de manera cotidiana. Señas particulares Entre viajes e investigaciones, mi vida musical transcurrió entre tocar percusión junto a otros músicos, componer y generar proyectos muy entrañables para mí, como Puente Celeste o el Colectivo Eterofónico de Improvisación. Con este último hicimos conciertos en fábricas, cines y otros lugares no convencionales: el grupo estaba dirigido mediante un sistema de señas que desarrollé tomando como modelo el método de trabajo del músico estadounidense de free jazz, Butch Morris. Y así fue hasta que en 2001 decidí no continuar con el Colectivo Eterofónico: la necesidad de ahondar más en lo rítmico, en lo cíclico, en la repetición como elemento fundamental se imponía con fuerza. Y el reflejo de esta repetición en el cuerpo y en el baile favorecieron el impulso original. El sistema de señas con el que trabajaba no me permitía encontrar lo que buscaba. Al igual que la idea de Butch Morris, mi objetivo era obtener fluidez y renovación constante de las ideas
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musicales, generar una música de gran riqueza en texturas, pero el sistema no funcionaba con las posibilidades de desarrollo rítmico. Como consecuencia empecé trabajar en un disco solista al que titulé Raamon. En él me propuse improvisar cada parte de cada instrumento; pero repetir cada célula rítmica hasta el infinito para, luego de superponer muchas capas de instrumentos con esa idea de repetición, darle forma a las composiciones silenciando algunos instrumentos en diversos momentos. En 2004, dos años después de terminada la grabación de Raamon, sentado en la galería de una casa en el Delta del Paraná, mientras veía correr el agua, comprendí que continuando esa idea de repetición podría generar nuevas señas, ahora sí enfocadas en procedimientos rítmicos, los cuales eran imposibles si no se partía de la repetición exacta de cada idea musical. Empecé a soñar con un grupo de percusión grande, como los que había visto en mis viajes, pero de música íntegramente improvisada, dirigido con este nuevo sistema. De inmediato bajé a papel las primeras setenta señas, surgidas de las anotaciones rítmicas de toda mi vida de compositor, director, viajero y percusionista, desde aquellas libretas originarias hasta Raamon. Y llegué a una extraña idea: tal vez la pertenencia que la comunidad siente con sus ritmos, y que en otras culturas se produce por la vía de una tradición que supone la transmisión de generación en generación, podría darse en este caso por el mecanismo opuesto. La improvisación sería el reflejo genuino del momento presente de todas las personas involucradas, desde los músicos hasta el público: la comunidad. La improvisación como un medio de integración de todas las influencias de los participantes. ¿Qué más propio y genuino que eso? Después de varios meses de no poder quitarme esta idea de la cabeza decidí poner manos a la obra y comencé a convocar a varios músicos a ensayar en mi casa y transmitirles la idea y las señas, para empezar a darle forma al sonido del grupo.
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Entonces surgió la necesidad de encontrar un lugar abierto como para que la gente se sintiera dueña: un espacio neutro, amplio, en el que se pudiera bailar, que se asemejara a un espacio público y al aire libre, como lo son las calles y las plazas, pero que pudiera albergar un emprendimiento cultural nuevo, con necesidades de amplificación y con la posibilidad de un techo para poder sostener el ritual semanalmente, llueva o truene, como lo hacen las escolas do samba en sus ensayos. En esa época yo comenzaba a enseñar mbira, un instrumento hasta entonces desconocido en Argentina. Uno de los primeros quince aventurados estudiantes era Dani Abadi, quien conocía mis proyectos anteriores y sobre todo mi interés por los espacios no convencionales. Fue él quien me comentó que estaba participando junto a su amigo Andy Ovsejevich en la programación y apertura de un espacio cultural con varias salas: Ciudad Cultural Konex. Le comenté que tenía en mente un proyecto para el que estaba buscando un lugar tal y como ese. Me llevó a conocerlo enseguida. Cuando entré y vi la plaza central del Konex, con su escalera gigante naranja en el medio, quedé hipnotizado. Todo en medio de la ciudad, en el Abasto. Fue como una visión, una certeza: ese era el lugar en el que se podría generar en Buenos Aires un encuentro para todos, para la comunidad. Un encuentro alrededor del ritmo, con el grupo de percusión tocando en la escalera, en el centro y la gente bailando a su alrededor. ¡Pero el patio del Konex es muy grande! ¿Cómo íbamos a hacer para tocar ahí sin que se sintiera vacío? ¿Qué podíamos hacer cuando vinieran “apenas” trescientas o cuatrocientas personas, cuando el proyecto estuviera en su fase de crecimiento? Cincuenta metros más adelante estaba la respuesta: el entrepiso, cubierto pero abierto, para unas cuatrocientas personas. Abajo, una sala grande cubierta, para más de mil personas paradas y bailando, para los días de lluvia, durante el invierno. La arquitectura urbana y fabril completó el concepto: no se define una estética, se sugiere; el espectáculo y el público la completan. Un lugar privado pero público.
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El Konex estaba a punto de abrir. El lugar perfecto en el momento perfecto. Tres meses después, ya con el nombre La Bomba de Tiempo, el grupo comenzaba sus ensayos abiertos en el entrepiso del Konex para trescientas cincuenta personas. Siete meses más tarde, hacía sus primeros shows en la escalera del patio. Desde entonces La Bomba de Tiempo y Ciudad Cultural Konex han crecido juntos como proyectos para el encuentro de la comunidad. A través del ritmo y albergando acontecimientos culturales. En la actualidad, el sistema de señas que desarrollé para esa agrupación, se utiliza en escuelas, escenarios, grupos terapéuticos, plazas y calles de toda Argentina y hasta de otros países. La Bomba de Tiempo y su ritual en el Konex siguen siendo un modelo, el modelo del que todo eso, y todo esto, se desprende.
BIO Santiago Vázquez (1972) es compositor, director, multinstrumentista, productor, percusionista y educador. Ideó y fundó proyectos como La Bomba de Tiempo, La Grande y Puente Celeste, entre otros. Creó y desarrolló el Ritmo con Señas, un lenguaje para dirigir improvisaciones rítmicas que puso en práctica por primera vez con La Bomba de Tiempo y que actualmente es utilizado por músicos, docentes y terapeutas en diversos países del mundo. Es autor del Manual de Ritmo y Percusión con Señas. Creó varias escuelas de ritmo, entre ellas el Centro de Estudios de Ritmo y Percusión con Señas, que dirige en la actualidad. Editó y produjo cuatro discos como solista y más de diez discos con sus diversas agrupaciones. Integró, como baterista y percusionista, los proyectos de figuras como Pedro Aznar, Dino Saluzzi o Juana Molina. Recibió dos premios Konex junto a sus grupos Puente Celeste y La Bomba de Tiempo, dos premios Clarín como revelación de jazz y de folclore por su trabajo como solista y con Puente Celeste. Actualmente se presenta como solista y al frente de sus proyectos: La Grande, GPS y BLOQUETANGO.
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realmente llora lágrimas de sangre: quiero confirmar que lo que dicen es cierto. Necesito entender cómo hacen los músicos para que esto —lo que sea que la palabra “esto” signifique— siga vivo y en movimiento. Son las siete de la tarde de un lunes. La Ciudad Cultural Konex es, a grandes rasgos, un cúmulo de galpones organizado en torno a un patio central, que es donde se hacen los recitales al aire libre. Adentro y afuera hay un aire otoñal que anticipa una lluvia que caerá más adelante y que no disuadió a nadie de venir. A lo largo de la próxima hora, el lugar se irá llenando de extranjeros con ganas de tener una “experiencia” en el barrio de Abasto, fanáticos de la banda, empleados recién salidos del trabajo y chicas con morral que toman cerveza en corro y fabrican un calor propio dentro de la inmensidad de un predio que parece haber sido pensado para cosas grandes. Fue, de hecho, pensado para cosas grandes. Desde su construcción —en la década de 1920— y hasta 1989, acá funcionó una fábrica y un depósito de aceites. Hasta que la empresa cerró y en la década del 2000 se decidió usar las instalaciones para un proyecto cultural que fuera ambicioso y popular a la vez. Estuve en este espacio entonces, en el año 2005. Recuerdo las paredes desconchadas, los vidrios partidos, el ruido oscuro de las palomas que revoloteaban entre los recodos del techo. La fábrica era una caverna gris que ganaba luz recién en el patio, donde ya se levantaba la escalera irreverente y colorida del arquitecto Clorindo Testa. “Hacer este Centro es como resolver un gran problema de ajedrez”, me dijo en su momento Testa y después se rió bajito, como si el emprendimiento fuera una picardía de la tercera edad. Testa, sin embargo, estaba lejos de jubilarse. Había llegado a Ciudad Cultural Konex después de haberse presentado a concurso y de competir con otros setenta y ocho grupos aspirantes. ¿Por qué ganó? Entre otras cosas, porque presentó un proyecto tan
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desaforado como su escalinata naranja: no se atuvo a las bases del concurso y armó una propuesta con carácter. Ahora, en torno a —y debajo de— la escalera de marras, cientos de personas miran sus teléfonos, se toman selfies, beben cerveza en vasos de medio litro y esperan que empiece el show. La propuesta, en rigor, no consiste sólo en un despliegue de percusión. Los miembros de La Bomba de Tiempo tienen, además de destreza con los parches, la capacidad de comunicarse entre sí mediante un sistema de señas —más de setenta— que les permite llevar adelante un gran contrasentido: improvisan, pero lo hacen de un modo organizado. —A mí el que más me gusta es Juampi. Un hombre de seguridad se acerca a hablar. Se refiere a Juampi Francisconi, uno de los miembros que, de forma rotativa, asume la dirección del grupo durante el espectáculo. En cualquier caso, el hombre de seguridad está buscando charla. —Yo también escribo —dice—. El Jardín Botánico es un lugar hermoso para escribir. No sobre las plantas, eh. Sobre lo que uno quiera. La seguridad del Konex no es mano de obra desocupada, no es fuerza policial haciendo horas extra: es un hombre morrudo que escribe en el Jardín Botánico y que intenta, como todos acá, matar el tiempo hasta que se hagan las ocho. —Edité en Dunken también. Tengo un libro. —¿Cómo se llama? —Es hora de volver a mí. —… —Es caro editar. Me cobraron un kilo de plata por doscientos ejemplares. El hombre trabaja en el Konex desde hace tres meses. Antes hacía seguridad en canchas de fútbol. En comparación con las canchas, dice, esto es como tener una beca. A lo sumo, alguien sufre una baja de presión por el calor humano.
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—No sabés lo lindo que se pone esto. Al no haber alguien que cante, el idioma es universal. La Bomba de Tiempo también tiene esa característica: no hay voces. Desde 2006, el año de nacimiento de la banda, trabajan en base a un lenguaje de dirección de “ritmo con señas”. Hasta 2014, esa coordinación estaba a cargo de Santiago Vázquez, el fundador del grupo. Pero hace dos años Vázquez dejó la dirección y desde entonces ese cargo es ocupado de modo rotativo por todos sus integrantes. Ninguno de ellos habla cuando está en el escenario. Los percusionistas sólo abren la boca antes del show, en la sala de catering, mientras entran en calor entre vasos de cerveza, bandejas de comida, y juegos de ping pong y metegol. En la entrada, Andy Inchausti —uno de los miembros— saluda a los que van llegando. Y hace un esfuerzo por entender por qué la gente, después de diez años, sigue viniendo a escucharlos. —Porque improvisamos y nunca es lo mismo —enumera con los dedos—. Porque siempre hay algún invitado fuerte —sigue, en relación a figuras como Kevin Johansen o Jorge Drexler, o como los miembros de Calle 13 y Café Tacuba—. Porque no hay texto, entonces el público se amplía. Y por terapia: hay gente que viene a descargar. De fondo se oyen tambores. En una habitación contigua, algunos miembros ya llevan puestos los overoles rojos con los que salen a escena y entran en clima con sus instrumentos. Adentro hay un olor dulce, y afuera ya pasaron algunas cosas: llovió, paró, oscureció, llegó más gente y la explanada está llena. Es la noche. A las ocho en punto baja la banda. Los dieciséis integrantes —entre ellos, sólo una mujer— atraviesan el patio enfundados en ropas de trabajo como minions que van rumbo a la fábrica. Suben al escenario y sin mucho preámbulo empiezan a tocar. Una mayoría mira en estado de quietud, una minoría empieza a moverse con
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timidez, y dos chicas entran instantáneamente en trance. Como si alguien hubiera apretado un botón, ambas se zambullen en un ritmo aeróbico, preocupante y, sobre todo, joven. Están poseídas. Con euforia, y en pocos segundos, queman las etapas que una persona normal agota cuando promedia una hora de espectáculo. ¿Qué les pasa a estas criaturas? Mirarlas bailar supone preguntarse no sólo por ellas, sino por la entidad misma de esta clase de música. La Bomba de Tiempo tiene una energía tribal que produce un estado de ánimo que remite a la noción de jouissance de Roland Barthes: un concepto —cuya traducción más corriente es “orgasmo”— que viene de la teoría psicoanalítica y que alude a la instancia en la que el niño se prende al pecho de su madre y entra en estado de plenitud. Cuando el niño deja el pecho, y por ende ingresa al orden simbólico del lenguaje y de las relaciones sociales, ese estado de gracia se pierde y es irrecuperable. O casi. Muchos creen que ciertas drogas y ciertos bailes colectivos —que pueden hacerse sin estar, necesariamente, bajo los efectos de ninguna droga— son instancias de búsqueda de la famosa jouissance. En estas cosas pienso mientras veo a las poseídas. Se sacuden como látigos durante veinte minutos, hasta que la banda hace una pausa para cambiar de director y ellas también entran en un paréntesis. Ahora elongan, repasan una coreografía, toman agua y vuelven a empezar apenas oyen los nuevos tambores. El resto de la gente va entrando en clima. Como el flautista de Hammelin, la banda va llevando al público hacia un lugar inasible y preciso a la vez: todos se dirigen hacia un estado del alma, hacia un estallido personal. Este frenesí tiene una explicación orgánica. En su libro La antropología del cuerpo, el inglés John Blacking asegura que la tradición filosófica divide a los sonidos en dos clases: los que entran por el cerebro (para contemplar) y los que entran por el cuerpo (para
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bailar). En el segundo caso, se trata de vibraciones que llegan al organismo a través de los huesos, que son grandes trasmisores de ondas sonoras. En el drum n’ bass —una forma de música electrónica— y en cualquier acto de percusión, las ondas retumban en el suelo y ascienden por las piernas, y hacen que la música no sólo se grabe en el cerebro, sino que también —y principalmente— se sienta en todo el cuerpo. Cuando esto sucede, lo último que importa es la palabra. Quizás sea eso lo que ocurre con La Bomba de Tiempo. Hablan con un sistema de ceros y unos que construye, como la Matrix, un universo. A medida que tocan van subiendo el amperímetro de un cuerpo colectivo que ahora está por explotar. Pasó más de una hora de show y la gente late bajo la luz ambarina que sale del escenario. Es febrero, es la noche y es el fin del verano, pero nadie atiende a las marcas del tiempo y lo único que queda es la inminencia: la certeza de que algo grande se acerca. Las poseídas no están solas: miles de personas son la cristalización de algo que tomó el Konex y que tiene que ver con el tan mentado “poder de la música”, esto es: con la fuerza del lenguaje cuando se libera de su propia forma. Sobre el escenario hay otra pausa, entra la banda invitada y sigue el espectáculo. Aunque no para todos. Las poseídas agarran sus mochilitas y se van al baño. Su lugar lo ocupa una chica que vive en estado de selfie y un muchacho gay que baila como si estuviera en una clase de step. La audiencia, sin embargo, se enfría cuando no está La Bomba; pero vuelve de inmediato al estado de euforia cuando los percusionistas retoman el escenario. Ahora, una vez más, el auditorio entero salta y dialoga con la banda y espera las directivas como un perro frente al amo, y demuestra que la gente sabe bailar, sabe cuáles son las posibilidades del ritmo: sólo hay que darle la chance aunque esa chance ocurra así: un lunes a la noche.
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¿Por qué, de hecho, hay gente bailando un lunes a la noche? En su libro La cultura popular en el Medievo y el Renacimiento, Mijail Bajtin —lingüista, profesor, crítico marxista ruso y uno de los teóricos más interesantes del siglo XX— asegura que la fiesta es un elemento primordial de la civilización. Para Bajtin, no se puede explicar la fiesta de acuerdo con principios pragmáticos como el descanso del trabajo —de hecho, no hay nada más aburrido que un domingo—, ni tampoco se la puede atribuir a una necesidad de manipular la frustración de las masas por parte de la clase dominante. En verdad, la fiesta sería una de las más profundas y permanentes necesidades de la sociedad humana. Ya en la Edad Media, se trataba de una instancia de abundancia y participación democrática, un territorio donde se abolía provisionalmente las jerarquías, las reglas y los tabúes, y donde se vivía de acuerdo a una sola ley: la libertad. De eso trata todo esto, finalmente. Ahora vuelven las poseídas con la fuerza del guerrero después del descanso. Apoyan sus mochilitas en el suelo y con naturalidad y dos golpes de cadera desplazan a la chica de la selfie, desplazan al chico gay y se ponen a saltar como si jamás se hubieran ido y como si esos dos metros cuadrados les pertenecieran. El aire es una bolsa de sudor; todos bailan y dejan que el cuerpo —o el alma— se proyecte hacia el cielo: las poseídas, la chica de la selfie, el chico gay que ahora besa en la boca a la chica de la selfie —no era gay: era metrosexual—, un hombre con boina que supera los sesenta y tantos, un muchacho que cierra los ojos y se golpea el corazón suavemente, como si se lo estuviera acariciando: todos saltan, sudan, sienten. Entonces cambia el director y con las nuevas marcas llega el agua: el cielo suelta los primeros gotones. Son las diez de la noche y el baile hizo su efecto: alteró el humor de los dioses; provocó una lluvia que ahora mide fuerzas con la
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banda. La Bomba de Tiempo sin embargo no entrega el final: bajo el agua redobla la apuesta y provoca un pogo hecho de zapatillas húmedas y pies descalzos. —¡¡¡Vamos que se larga!!! —grita alguno en el escenario y da cuenta de una media verdad: se larga la lluvia, eso es cierto. Pero todo lo demás —todo lo que no es agua sino hueso, golpe y movimiento— largó hace rato.
BIO Josefina Licitra (1975) es periodista y narradora argentina. Escribe, entre otros medios, en las revistas Piauí (Brasil), Letras Libres (México), Internazionale (Italia) y Ya, Domingo y El Sábado, que dependen del diario chileno El Mercurio. Editó el área de no ficción de la revista Orsai. Es autora de los libros Los Imprudentes. Historias de la adolescencia gay lésbica en Argentina (2007, Tusquets), Los Otros. Una historia del conurbano bonaerense (2011, Debate) y El Agua Mala. Crónica de Epecuén y las casas hundidas (2014, Aguilar). Muchas de sus crónicas figuran en varias antologías del género. En 2004 ganó el Premio Nuevo Periodismo CEMEX-FNPI en la categoría texto.
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que se inscribe en lo que hoy se denomina: trabajo de literatura expandida. También la videoinstalación teatral Yo tenía un alma buena (fragmentos de un relato mutilado)2, ambas experiencias presentadas en el Espacio de Arte de la Fundación OSDE en 2015 y 2013, respectivamente. Sin embargo, me gustaría referirme aquí a la performance Yo te vi caer3, experiencia multidisciplinaria —o híbrida— producto de la mezcla y la contaminación entre los universos de la danza, la literatura, la música y el videoarte. Fue un proyecto en colaboración artística con Santiago Loza y Diana Szeinblum que dirigí en la Antesala de Ciudad Cultural Konex en el año 2014. La performance es una práctica que escapa a definiciones simplificadoras. Un buen punto de partida es pensarla como una expresión interdisciplinaria, mutante, excéntrica y en la que el cuerpo del artista se presenta en todo su potencial poético y revolucionario. Yo te vi caer, sin ser una performance en su sentido más estricto, traficaba de ésta algunas nociones como las de riesgo, azar, improvisación, autorreferencialidad. Además, indagaba en las zonas liminales, especialmente en los territorios entre movimiento y palabra, entre la construcción ficcional y el presente escénico, biografía y obra artística, documento y metáfora, presentación y representación. Comparto en este libro que celebra los 10 años de existencia de Ciudad Cultural Konex, algunas de las estrategias artísticas que se pusieron en juego en aquel entrañable montaje, que marcó para siempre y de manera formal, pero sobre todo afectiva, mi producción como directora desde entonces. Yo te vi caer se propuso explorar en términos formales y poéticos el concepto de caída entendido en todas sus acepciones posibles: física, filosófica, existencial, estética, amorosa. Utilizando una serie de recursos como la palabra, el movimiento, la proyección de imágenes y la composición de un paisaje sonoro, la experiencia intentaba dar cuenta de cómo un cuerpo siente y articula esa caída. 38
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También, de cómo el ser humano la pone de manifiesto a través de la palabra. Una de las principales referencias estéticas y conceptuales durante todo el proceso de ensayos fue la figura y la obra de Bas Jan Ader (1942, Holanda - 1975 probablemente muerto a la deriva en el mar), artista de culto al que aquel montaje finalmente rendía homenaje4. La caída fue un motivo recurrente en la breve, contundente y singular obra de Bas Jan. La caída entendida como la expresión máxima de la libertad. La pérdida de control absoluto, total. Atravesado por el estudio de la filosofía, y profundamente influenciado por la performance, la danza y el teatro, el propio cuerpo de Bas Jan Ader fue sujeto y objeto de su obra. Su concepción tragicómica de la existencia —que él mismo sintetiza en el acto de caer— fue fundamental para dar con el tono entre romántico y melancólico, aunque no desprovisto de cierta sutil humorada, que predominaba tanto en los aspectos formales como discursivos del espectáculo. Otra referencia que merece ser destacada, ya en el plano espacial y compositivo, es la obra de Bruce Nauman (1941, Estados Unidos). Artista extraordinario y prolífico en todos los medios, se lo define principalmente como escultor, performer, fotógrafo y videoartista. Su concepción espacial —la que despliega sobre todo en sus piezas de carácter minimalista como las “habitaciones ambientales” Performance corridor y Yellow Room— fue determinante para pensar el marco ideal que contuviera a los artistas-performers de Yo te vi caer. En Yo te vi caer, las categorías aristotélicas de personaje, acción dramática, tiempo y espacio se disolvían por completo. Lo que se le presentaba al espectador en escena era a los artistas-performers “sin máscara”, desarrollando una serie de acciones: algunas muy precisas y guionadas, otras totalmente improvisadas. Los artistas
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decían o leían textos en un dispositivo sin características semánticas específicas, implantado en el espacio y compuesto por una serie de elementos —mesas, pantalla, micrófonos, monitores de TV—dispuestos en una arquitectura dada. Esta misma lógica se repitió en el abordaje del texto de Santiago Loza, que fue el punto de partida. La misma estructura poética ya lo distanciaba del género teatro puesto que, por ejemplo, carecía de didascalias que apuntaran a esclarecer o a definir un contexto, así como de una diferenciación de voces articuladas a manera de diálogo. La presencia de los artistas-performers en Yo te vi caer reforzaba la función poética de un cuerpo en un espacio tan connotado de afectos como el escénico. Sin las “ropas” de un personaje que los vista y los ampare, pero con roles y tareas bien definidas, permanecían todo el tiempo en escena desde el ingreso mismo del público a la sala. La tensión entre esos dos cuerpos compartiendo un mismo espacio se ponía de manifiesto en la diferencia explícita de ambos: mientras que el de Santiago Loza (autor y cineasta) se exponía en toda su vulnerabilidad —su verdad de cuerpo no formateado o domesticado para la escena—, el de Diana Szeinblum (coreógrafa y bailarina de técnica exquisita, con un alto grado de maduración y entrenamiento) se empoderaba al desplegar sus potencialidades expresivas. Mientras que para uno, “estar ahí” era pura presentación, ausencia total de virtuosismo o de histrión, para el otro, significaba poner el cuerpo al servicio de la representación desarrollando un lenguaje de un alto grado de sofisticación. Un solo de Szeinblum, de alrededor de veinticinco minutos, daba comienzo a la experiencia. Esta primera parte carecía prácticamente de marcaciones. Con apenas algunos acuerdos temporales pautados —con la instalación sonora como guía—
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y a partir de dos o tres premisas indicadas por la dirección, la bailarina se organizaba en escena. El resto era pura creación en tiempo real. Había en esa primera parte tanto momentos de tensión como de liberación. El nivel de concentración y de exigencia de un cuerpo cuando está sometido a la búsqueda (y expuesto en sus logros y fracasos) genera un grado de extenuación que transgrede los límites expresivos y que permite el estallido, la conmoción. Como contrapartida, la segunda mitad de la obra hacía foco en la palabra. La bailarina se convertía en una voz que asumía la enunciación de lo que el cuerpo había expresado en términos cinéticos en un principio. Como su interlocutor, irrumpía la presencia de Loza: una suerte de narrador de fábulas que funcionaban como un complemento o contrapunto de esa voz encarnada por Diana. En un claro juego autorreferencial, el narrador en escena no era otro que el mismo autor de la obra. Precisamente en la intensificación de esa autorreferencia, me arriesgo a decir, radicaba el valor agregado de que fuera el mismo Santiago Loza —con su tonada cordobesa, su timidez y hasta cierta tierna torpeza— quien estuviera presente en escena. La obra concluía con la proyección de una vieja película filmada en super-8 —como las de Bas Jan Ader— en la que se veía a una niña de 5 o 6 años bailando —hallazgo entre las películas familiares de la intérprete, olvidadas durante años en algún cajón— con tremenda libertad y gracia. Esa secuencia estaba acompañada por un leitmotiv musical que, con sutiles variaciones, ya se había escuchado en varios pasajes de la obra. De la secuencia final, que funcionaba como epílogo —del espectáculo pero también de todo un proceso creativo—, de la imagen de esa niña, en la que yo misma veía reflejada mi propia niñez perdida, una caída de la que uno nunca llega a reponerse del todo, de los cuerpos estáticos de Diana y Santiago mirando
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fijamente la pantalla, de las notas de esa melodía que parecía venir de un lugar recóndito de la memoria o el recuerdo, solía sobrecogerme su impronta elegíaca. Trágica y dulce a la vez. La que vuelve a presentarse al evocar este trabajo, ahora mismo, en este instante, en esta última línea.
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Texto: Emilio García Wehbi / Música: Marcelo Martínez /
Dispositivo escénico: Julieta Potenze / Intérprete: Maricel Alvarez.
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Texto: Santiago Loza / Video: Nora Lezano / Instalación sonora: Marcelo
Martínez / Vestuario: Martín Churba / Intérprete y directora: Maricel Alvarez
3
Texto: Santiago Loza / Interpretación: Loza-Szeinblum / Música: Marcelo
Martínez / Foto y video: Nora Lezano / Asistencia: Felicitas Luna /
Directora: Maricel Alvarez
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En la obra se proyectaban fragmentos de las siguientes películas de
Bas Jan Ader: Fall I, Fall II, Broken Fall (organic) y Broken Fall (geometric).
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BIO Maricel Álvarez es actriz de teatro y cine, directora y docente. Su práctica se desarrolla en la intersección del teatro, la performance, la danza y las artes visuales, generando una fusión de los espacios en los que el cuerpo, como un aparato artístico y crítico, se puede manifestar. Trabaja desde 1999 en estrecha colaboración artística con Emilio García Wehbi. Ha trabajado además con El Periférico de Objetos, Alejandro González Iñárritu, Sophie Calle, Santiago Loza, Rubén Szchumacher, Woody Allen, Alejandro Tantanian, Martín Churba, Nora Lezano y Diana Szeinblum, entre otros. Sus trabajos fueron presentados en prestigiosos teatros en Argentina y en el extranjero, como el Teatro Colón, Teatro Argentino de La Plata, Teatro General San Martín, Centro Cultural Kirchner, Konzert Theater Bern (Suiza), Berliner Festspiele (Alemania), Akademie der Künste Berlin (Alemania), Teatro El Galeón de Ciudad de México. Ha presentado su trabajo en festivales en Alemania, Brasil, Francia, Colombia, Chile, Bélgica, Japón, España y México. Es docente de la Maestría de Teatro y Performance de la Universidad Nacional de las Artes y curadora de la Bienal de Performance (BP.17)
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–¿vivía él allí?– y los vetustos palcos para la gente más importante –¿quién no lo era?–. Hay que sumar los largos batallones de ordenadas y pulcras butacas y los aburridos e inmaculados cielorrasos. Ya nada tenía secretos para descubrir, ni había desafíos para ofrecerles. Hastiados estaban también de lo que les tocaba hacer pues ya habían bailado todos los estilos, actuado todos los géneros, cantado en todos los idiomas y tocado todos los instrumentos. No eran viejos pero ya soñaban con jubilarse, pues estaban hartos de los acomodadores y de los maestros de ceremonia. De los cortaboletos y los vendedores de chocolatines, de los agentes de prensa y de los invitados especiales. Estaban necesitando una novedad que les hiciera sacudir el fastidio acumulado. Y aunque al principio desconfiaron, aquella inesperada invitación los rescató del letargo y los obligó a recordar sus principios y sus orígenes en el teatro callejero del cual ya casi se estaban olvidando. Teatro placero mejor dicho, donde el valor de la entrada cuesta lo que cuesta conseguir la escurridiza atención de los espectadores. En algún momento, discutieron mucho entre ellos sobre la posibilidad de cambiar la palabra espectadores (muy parecido a esperadores) por la de “expectadores”: gente que tiene algún tipo de expectativa. La invitación a crear un espectáculo en la herrumbrosa arquitectura de la vieja fábrica aun chorreando aceite, olorosa, aun habitada por tanques en desuso, cadáveres de maquinolas, encarnaciones de fantasmas, telarañas de tamaño escenográfico y vestigios de una actividad industrial abandonada, les hizo descubrir un lugar para intervenir, agujerear, moldear, perforar. Un lugar maleable y flexible como sus propios cuerpos. Se fascinaron. Porque este lugar los invitaba a cambiarle el sentido y les permitió ampliar lo imaginado para un espacio escénico, desdibujando su contorno, empujando las fronteras, borroneando su 46
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perímetro para desafiar el destino de los cuerpos en movimiento y al mismo tiempo dilatar su propia imaginación, por ese entonces ya agónica. Pasaron un mes investigándolo y la arquitectura les sugirió un parque de diversiones sin necesidad de hacer largas colas ni pagar costosos tickets, con espacios para trepar y reptar (que bellos palíndromos) deslizarse, dejarse llevar, entrometerse, inmiscuirse, encastrarse, adherirse, camuflarse. El espacio les evocó un enorme y sofisticado juego de plaza y comenzaron a utilizarlo como un complejo aparato de circo que les permitió parir un espectáculo para todos los sentidos. Un espectáculo en el que los espectadores no fueron extras sino los protagonistas de un a contecimiento colectivo. Descubrieron y decidieron que la arquitectura misma sería, a partir de ese momento, escenario y escenografía, decorado sin nada para decorar. Decorado que, a pesar de haber estado siempre allí, la gente vería por primera vez por efecto de la acción que comenzaba a posarse en ella. Como si se pudiera descubrir una flor ya existente, a partir de que un pájaro se posa en ella. La arquitectura podría ser el papel sobre el que se imprimiría una dramaturgia hecha a base de movimientos y de acciones. Cuando los artistas comenzaron a trabajar en Vibra, en Ciudad Cultural Konex todavía no estaba la escalera naranja de Clorindo Testa y aún se mantenía una cabina con la balanza para pesar los camiones. Era una fábrica en estado puro, un espacio salvaje, y la obra recorrió todos sus extremos. Habían decidido usarlo todo y usarlo bien: huecos y recovecos, ángulos y rincones, ventanas, columnas y paredes, cornisas y barandas, escaleras, cabreadas, zócalos, techos, terrazas, rejas, pasarelas, pasadizos y balcones. Establecieron un diálogo con el ámbito, un vínculo de jugadores de ping pong, un ida y vuelta contra un frontón que devolvía modificado lo que estrellabas en él. Eso fue la mecha. 47
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Luego el espacio mutó y reabrió sus puertas: ya no existía la balanza. Una escalera partía al patio por la mitad y en las salas techadas aún no había butacas. Para Sanos y Salvos, inventaron una pasarela central con el público a ambos lados, lo que les permitía –otra vez– apropiarse de un espacio en formación. Con Kamuflash pasó algo similar. Sus cuerpos se treparon mutuamente y fueron cuerpos palestras escalables, escaleras. Sus cuerpos reptaron y se raptaron. Se entrometieron, se inmiscuyeron, se encastraron. Se adhirieron, se mimetizaron, se ensamblaron. Se apilaron, se rolaron, se contorsionaron Se despidieron, se esperaron, se recibieron. Se equilibraron, se contrapesaron. Se doblaron, para no doblegarse. Se apilaron para unirse. Se lanzaron para atajarse. Se arriesgaron. Y se hicieron espacio. Se abrieron paso. Y casi sin quererlo, comenzaron a parir un trabajo inédito e imprescindible para ellos mismos, imposible de imaginar en otros lados. Un trabajo que jamás saldría idéntico al anterior, ya que sus cuerpos y los cuerpos de los “expectadores” se verían desafiados desde ahora y para siempre.
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BIO Gerardo Hochman (1966). Es actor, acróbata y director. Desde la fundación de su compañía La Arena en 1998, creó, dirigió y participó de más de veinte espectáculos, entre los que se encuentran: Gala (1999), Bellas Artes (2000), Vibra (2001), Ronda (2002), Fulanos (2004), Sanos y salvos (2006), Milagro (2007), La vuelta al mundo (2008), Kamuflash (2008), Travelling (2009), Tiempos que corren (2011), Sanos y salvos (2012). Dirigió además: Sudestada con el grupo musical Los 4 vientos (2006); Corazonada, sobre textos de Oliverio Girondo con la Comedia de la Provincia de Buenos Aires (2009); Cuento con vos (2010); Giramundi en Curitiba, Brasil (2010). Sus trabajos se presentaron en festivales internacionales de España, México, Perú, Venezuela, Brasil y EE.UU. Actualmente es el Director del área de Artes Circenses de la Universidad Nacional de San Martín, del Centro de Creación y Perfeccionamiento en Artes del Circo de la Comedia de la Provincia de Buenos Aires y del Centro de Artes Circenses y Urbanas de la Ciudad de Santa Fe.
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Independencia a Cochabamba) cuatro cines: el Los Andes —hoy un supermercado— el Cuyo —hoy una iglesia del pare de sufrir, El Moderno —locales de audio— y El Nilo —locales de venta de electrodomésticos—. Como muchas computadoras, los cines de barrio se volvieron obsoletos a la velocidad del sonido. Ya no forman la parte metafísica de la zona comercial, el lugar donde los fantasmas, siempre sedentarios, se movían con alegría. La gente que vive ahí, parece, ya no los necesita. Con la desaparición del cine de barrio debe haber desaparecido cierto tipo de singladura espiritual. ¿Pero cuál? Recuerdo ahora un cuento de Ray Bradbury donde alguien crea una máquina del tiempo para que ciertos turistas puedan viajar al pasado. Claro que cuando llegan ahí hay una zona construida, perimetrada, para que nadie de los que viene del presente modifique algo de la fauna y flora del lugar. Es un safari domesticado. Sin embargo, cuando los viajeros del tiempo regresan al presente de la narración, notan que la gente es muy grasa, tosca, agresiva, fea. No entienden qué pasó, qué cosa modificaron en el pasado que puede haber tenido injerencia para ese cambio. Hasta que mientras se están cambiando, sacándose la ropa que usaron para viajar en el tiempo, uno de los “turistas” descubre que en la suela de sus botas tiene aplastada una mariposa y con eso, tal vez, la modificación de la especie, la extinción también de cierta dulzura y belleza en el mundo. Tuve un amigo de la infancia al que le decíamos Petete. En realidad primero lo apodaron Chupete por su costumbre de chuparse el delantal del colegio. Cuando llegó a los televisores el pingüino mutante de García Ferré su nombre declinó de Chupete a Petete. Era un buen amigo y vivía en la avenida Independencia, al lado de una farmacia sindical. Una tarde me dijo que el boletero del cine Cuyo le había ofrecido —a cambio de subir las latas de película— ver cine gratis. Como las latas venían en unos sacos largos y pesados, Petete me preguntó si yo quería tratar de subirlas con él. Cosa que acepté al instante. Conocíamos al boletero porque vivía en el barrio y lo
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cruzábamos en los restaurantes, el quiosco, la iglesia Santa Cruz. Pero también él nos conocía porque habíamos perfeccionado el arte de colarnos en el cine, de entrar sin pagar. Era un hombre joven, calvo y gordo. La cosa es que subíamos las películas por unas escaleras altísimas y largas hasta la sala de proyección y después bajábamos para entrar a ver las mismas, sin necesidad de colarnos. Este hecho sería un buen comienzo para la fábula, el mito fundacional, que cimentara la vida de un potencial director de cine. Pero ni Petete ni yo soñábamos con filmar películas, simplemente queríamos verlas. No soy un cinéfilo: me gusta el cine, mucho. Pero no puedo ver muchas películas juntas como sucede en los festivales, me empalago. No puedo dejar pasar que muchos sucesos de mi vida cotidiana en el Boedo de los setenta, a veces tenía implicada a gente que trabajaba en alguno de los cines barriales. Una vez, por ejemplo, una chica que vivía en mi cuadra saltó de techo en techo atravesando la manzana y cayó en el patio donde estábamos todos tomando mate en familia: mi mamá, mi tío Jito, mis hermanos, mi tía Teresa, mi padrino, una familia larga y ancha de las que ya no abundan, una familia tribu. Después de la conmoción de que la chica cayera desde el cielo, nos dimos cuenta que era Marta, la hermosa mujer policía que, se decía en el barrio, se había vuelto loca de miedo en un tiroteo con la guerrilla. Sí, era ella, pero a pesar de saber sus antecedentes mentales, como dice Jung, todos fuimos tomados por el arquetipo y cuando ella nos rogó desesperada que la protegiéramos porque venían buscándola por los techos para matarla, corrimos a esconderla en la “pieza de adelante”, como le decíamos a la pieza donde almorzábamos de día y por la noche dormía mi tía Teresa y mi primo Carlos. La escondimos, yo era muy chico y mi hermano Juan más aún, mi tío Jito —un entrerriano salvaje y valiente— se fue a afilar un cuchillo a la cocina por si aparecían los que la buscaban. Mi padrino nos abrazó y mi mama y mi tía se sentaron, mudas, a esperar. Ahí vienen, dijo mi padrino, dos
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cabezas asomaban desde el techo lindante, a punto de saltar al techo del taller de mi padrino, siguiendo los pasos de la hermosa Marta. ¡Pero si es el acomodador del cine!, dijo mi madre, riendo y soltando la tensión que todos acumulábamos. Claro, el papá de la hermosa Marta era el acomodador del cine Los Andes. ¡Cómo podíamos haberlo olvidado, cómo podíamos no haberlo reconocido ni bien se asomó desde las alturas! Venía, nos dijo, buscando a su hija que estaba bajo los efectos de un brote psicótico. Estaba acompañado por el hombre que vendía golosinas en los intervalos entre película y película. No recuerdo como se llamaba el papá de la hermosa Marta, pero sí su delgadez extrema, su pelo acarmelado, largo peinado para atrás, su gesto de bondad cuando mi tía Teresa me llevaba con mi hermano a ver las películas infantiles al Los Andes y él nos dejaba pasar gratis a esa máquina soltera, para usar una expresión de César Aira1, que es el cine. Vi, gracias a ese hombre y a mi tía Teresa que siempre me llevaba al cine, Bambi, un dibujo de Disney que me liquidó porque, como se sabe, unos cazadores matan a la madre del pequeño ciervo. Francois Truffaut solía castigar a sus hijos de manera peculiar. Cuando uno se portaba mal, retaba y le ponía penitencia al otro, al que no había hecho nada. Era, dijo, para que supieran desde chicos que la vida es injusta. Me pregunto si esa muerte temprana de la mama de Bambi no calibró mi preferencia posterior por Arthur Schopenhauer, Lois Ferdinand Celine y Joaquín Giannuzzi ya de grande. En qué momento se produjo mi conversión de un espectador encantado por el cine, con la boca abierta, a un espectador “difícil” de esos que le exigen al cine que les cambie la vida, que introduzca en la ranura algo no para ver la vida color de rosa si no para atravesarla de manera vertical, central, uniendo técnica y metafísica, traficando experiencia. Creo que esa conversión se dio en el cine Luxor, de la calle Lavalle. Yo tenía trece años y la película que más ansiaba ver en el mundo era prohibida para menores de catorce. Se titulaba
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Manhattan, de Woody Allen. Yo había visto sus películas de humor y me encantaban, eran puro entretenimiento, pero ésta era en blanco y negro, había leído que era una película intelectual, extraña. La obra de un genio. Quería ver eso y pergeñé un plan. Le pedí a mi amigo Beto Extranges que era alto, muy alto, que me acompañara al cine y que él sacara la entrada. Yo me iba a poner de costado, para que no me pudieran medir ni ver mi cara de púber. Lo hicimos y salió perfecto. Empezó la película y me partió la cabeza precisamente que no se entendiera nada, que todo fuera críptico, prometedor, como el tablero de dirección de Rayuela. Había un suceso nimio: un hombre mayor que vive la presión de tener una novia joven en la que no confía y en torno a ellos la belleza de una ciudad. Pero casi no había relato, tensión dramática. No era lo que estaba acostumbrado a ver. La naturaleza que mostraba la película, incluso, estaba domesticada, el Hudson, los árboles eran, como escribió Henry Miller, árboles intelectuales, grises, como los versos de T.S. Eliot. Beto Extranges se durmió rápidamente: nunca voy a olvidar tu gesto de amistad, acompañarme y pagar de tu bolsillo para ver un bodrio. Yo estaba radiante de felicidad. Me voy a hacer el lacaniano: el apellido Extranges, el que me introdujo en el cine “serio” da cuenta de una diferencia, de una alteridad: sólo el extranjero ve las cosas como son. Desde ese entonces hay una diferencia que experimento cada vez que voy al cine. Por un lado, en esas tardes largas donde podía ver hasta tres películas seguidas, casi siempre de aventuras, durante mi infancia, cuando finalmente salía del cine estaba bajo los efectos de un estimulante perverso. El cine, sus películas, me habían suspendido en algo mejor que mi vida y me costaba salir de ahí para volver a casa, ya de noche, en invierno, para bañarme, cenar y prepararme para ponerme de nuevo, al otro día, el guardapolvo almidonado que me esperaba, tieso, en mi cuarto. Así que había por un lado un cine de aventuras, que me sacaba, por un tiempo, de mi vida y que hacía que mi vida, después, no me gustara, me sonara vacía, chirle.
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Pero más adelante experimenté el enfrentamiento a otro tipo de películas. Una vez mi padre me dijo: vi en Mar del Plata la película de un pibe mudo. Andá a verla. Era El sacrificio de Andréi Tarkovski, un sacrificio literal que le pedía esa película a mi antiguo yo de espectador encantado. Desde entonces empecé a cruzarme con otro tipo de cine, un cine que me devolvía a mi vida con herramientas metafísicas para abordarla, cambiarla. Un cine que como esos golpes de karate que te pueden matar dos o tres meses después de recibirlo, tenía un efecto no inmediato, si no retardado, pero letal. Por eso siempre me costó mucho entender al cine de manera deportiva, como en los festivales, con críticos que suelen decir “escribí en contra o a favor de tal película”. A veces una película tarda dos años en revelarse con toda su potencia en nuestro espíritu ¿cómo se puede escribir con certeza apenas la vio uno apurado por el cierre diario del periódico donde se trabaja? Todas las críticas deberían ser tentativas, aproximadas, conjeturales. Uno de los grandes clichés de la literatura está encarnado en la famosa pregunta ¿qué libros te llevarías a una isla desierta? Entiendo a la literatura de una manera colectiva, no individual. Y los libros no son para estar en una isla desierta, si sirven para algo es para estar entre la gente, para vivir. No una isla desierta, una isla despierta. Ninguna técnica que te sirva para escribir es buena si no te sirve también para vivir. El cine que me interesa, que incluye y potencia a la literatura, cumple los mismos requisitos. Me gustan las películas de James Bond pero más me impactan las de Tarkovski. No creo que las películas largas y morosas sean películas aburridas. Creo que que hay películas rápidas, intensas y dinámicas que son aburridisimas. Teorizaba Tarkovski: “Si se aumenta la duración media de un plano, te aburrís, pero si seguís alargándolo, despierta tu interés, y si lo hacés todavía más largo, emerge una cualidad nueva, una intensidad especial de la atención. A Alberto Girri, un grandísimo poeta argentino, se lo solía increpar porque, decían, sus poemas
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eran oscuros, crípticos. Se le criticaba que el lenguaje no cumpliera su servil rol comunicacional. Sin dudas alguien, hace mucho, descubrió la forma de prender el fuego y encontró la forma de decirle a su compañera o compañero: pasame esa astilla que la froto. Pero lo que vio, lo que sintió cuando el fuego se prendió no encontró un lenguaje preciso. Y ahí entra Girri, ¿no? La mayoría de la poesía que más me gusta es la que no entiendo. He visto Rumble Fish, de Coppola, millones de veces, cada vez que la veo me dice algo nuevo. Es un largo poema que se resiste a ser interpretado. Que permite que el espectador ponga su propia experiencia. Películas hechas para un espectador que tal vez no surja en el tiempo que le toca vivir al director o guionista que las pensó. Mucho del nuevo cine argentino tiene esta cualidad. Me siento contento y orgulloso de ser un espectador contemporáneo de esta experiencia.
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“El cuadro pintado al fin no es sino el testimonio visible de una loca máquina
soltera que se desplaza dentro de la actividad del artista”. Sobre el arte
contemporáneo. César Aira. Mondadori. 2016.
BIO Fabián Casas (1965). Publicó Horla City y otros. Toda la poesía, 19902010, La supremacía Tolstoi, Ensayos bonsai, Trayendo a casa todo de nuevo y los libros de ficción Ocio, Los Lemmings y otros, y Titanes del coco. Fue guionista del film Jauja, dirigido por Lisandro Alonso y protagonizado por Viggo Mortensen, que se presentó con gran éxito de crítica y público en el Festival de Cannes. En 2007 obtuvo en Alemania el prestigioso premio Anna Seghers y en 2011 fue elegido por la Feria del Libro de Guadalajara como uno de los autores que garantizan el relevo de los grandes escritores latinoamericanos del siglo XX.
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solo se podía ver en el cine, ese sistema era todavía poroso y no era extraño ver películas italianas, españolas, francesas, alemanas, japonesas o de alguna nacionalidad aún más exótica (rusas, húngaras, suecas) en las carteleras argentinas de cada semana. Las películas duraban mucho en cartel, cines había muchos y si Hollywood era mayoritario, las demás tenían su público. En un tiempo, entre fines de los cincuenta y por lo menos mediados de los setenta, estaban los cines “de la L”, comenzando por el mítico Lorraine y siguiendo por el Lorange, el Losuar, el Lara, el Loria y unos cuantos más. Cuando los críticos y periodistas decíamos a mediados de los noventa que era imprescindible tener un circuito de arte y ensayo, que habíamos fracasado —oh, ciudad cinéfila— en crearlo, nos respondían que eso era porque en Buenos Aires Bergman iba a salas de estreno, Godard iba a salas de estreno... no hacía falta un circuito específico. Así fue, perdimos la chance. Los cines “de la L” eran salas de estreno, céntricas y solían llenarse como casi todos los cines. Éramos tan cultos... ¿Para qué un circuito de arte y ensayo? La sucesiva andanada contra las salas que comenzó con el VHS y siguió con el cable terminaron de tapiar primero los cines de barrio y, más tarde, las salas del centro, las de la calle Lavalle y las de la avenida Corrientes. El cine fue a parar a los shoppings y los complejos multisala cuyo mayor ingreso no proviene de las entradas sino de la coca y los pochoclos. Costumbre, dicho sea de paso, que se da de patadas con las de mi infancia: caramelos Stani o confites Sugus, maní con chocolate y los bocaditos Cabsha o las mentas de Suchard. Comestibles pequeños, cápsulas de sabor para agregar al film y tomarse un respiro del llanto o la risa. Ahora el asunto es diferente y las salas hieden a nachos con (algo similar y peligroso que simula ser) queso. Hoy las películas duran lo que un suspiro: un gran éxito puede mantenerse doce semanas, y eso si es un flor de tanque, sin contar la volubilidad absoluta y
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sana del público (¿Vieron que aquí el Episodio VII de Star Wars, tercer film más recaudador a nivel mundial de la historia, acá hizo un magro millón y medio de espectadores?). Hoy repetimos el esquema de estrenos de Hollywood, de paso, y por eso las películas argentinas grandes solo se ven tras el Día del Niño: las vacaciones de invierno, el momento del año que define la taquilla, son para los ultratanques. Eso también: el público que buscan las salas es el que va entre los cinco y los veinticinco años. El cine que no se estrena en nuestro país incluye no solo a todos esos países que antes iban a ver nuestros viejos sin pensar demasiado, sino mucho cine argentino totalmente escondido e incluso gran parte de lo más interesante que produce Hollywood. ¿Tanques? Mire, los chinos y los coreanos del sur están haciendo unas películas geniales, bien “gran público”. Sí, claro, por acá, ni noticias. Desolador como parece, tenemos algunas alternativas en la pantalla grande. Una consiste en festivales y semanas: en Buenos Aires el evento más grande es el BAFICI, que permite a los bulímicos desesperados conocer en diez días mucho de lo que no podríamos conocer en diez años. Claro que después, nada, o un algo si viajamos a Mar del Plata para el otro festival grande. De algún modo, de todas maneras, ha surgido un circuito alternativo: ahí están la eterna Sala Lugones y los nuevos cines del Centro Cultural en el subsuelo de Paraná y Sarmiento; el cine del Malba, el Konex, la sala de la Asociación Amigos del Museo Nacional de Bellas Artes, el cineclub Bama en el viejo cine Arte, el Palais de Glace y algunos rincones más. Uno diría “bueno, al fin tenemos un circuito de arte y ensayo”, pero son excepciones. Muchas veces son hogar de films que el circuito comercial expulsó sin darle chance. Hace década y media, Álex de la Iglesia podía llenar cines con La comunidad. Hoy, Mi gran noche pasó por alguna salita de estreno y recaló en salas alternativas casi al instante. Es un ejemplo; los cineastas argentinos más interesantes tienen el mismo destino.
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En fin, que el panorama es desalentador porque el sistema ha acostumbrado al espectador masivo a esperar una experiencia inmersiva, fantástica y gigante en el cine, que para todo lo demás existe el video on demand (olvídense del DVD). Problema educativo serio y absoluto, claro. Y aclaro: soy defensor absoluto del gran espectáculo de Hollywood por varias razones que no vienen a cuento. Mi rango de gustos en el cine va de El sabor de la cereza a Guardianes de la galaxia, porque lo bueno es bueno sin importar orígenes, presupuestos, proyectos artísticos o público al que, en principio, esté destinado. En términos generales, las buenas películas trascienden su molde y terminan encontrando, a la corta o a la larga, los espectadores que merecen. Justamente eso es de lo que deberíamos hablar: cómo lograr que las películas se encuentren con sus espectadores. El circuito alternativo de Buenos Aires —al que se pueden sumar algunos otros lugares como el pasaje Dardo Rocha en La Plata o el Cineclub Hugo del Carril de Córdoba, por solo mencionar un par de ejemplos—. Pero primero, tenemos que respondernos la pregunta de si el cine debe verse en el cine. Sí, es cierto, lo repetimos desde hace por lo menos dos décadas como dogma incuestionable: “El cine se ve en el cine”. Pero gran parte de quienes hoy forman las nuevas generaciones de cinéfilos han visto la mayoría de la historia del cine en medios digitales, frente a una pantalla de televisión o de computadora. No soy de los que piensan que la esencia de las películas se pierde en la pantalla chica, sino más bien de quienes creen que, si un film es fuerte, gran parte de su fuerza se transmite en cualquier formato. Pero sí hay algo sustancial de la sala que agrega un valor a la película: la experiencia comunitaria. Ir al cine es una manera de ocupar un espacio cívico y de relacionarnos con otros. La electricidad que recorre una sala frente a la emoción que propone o desencadena una película es algo difícil de medir, pero sin dudas presente. Y nos vuelve individuos y sujetos de una de
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las pocas experiencias colectivas que nos quedan, una de las pocas que es, además, una experiencia estética y puede incluso ser trascendente. Nadie está en contra de acceder al cine por otros medios: de hecho, sería imposible que conociéramos el pasado fílmico de no ser por ello. Pero la verdadera dimensión del cine como arte incluye la experiencia doble de estar individualmente hipnotizado por la pantalla y, a la vez, rodeado de conciudadanos de la misma experiencia. Dicho esto, la Argentina —como todo país alejado, o al menos un poco periférico— necesita reconstruir sus públicos. En plural, porque los hay para los grandes éxitos de taquilla (que lo son porque a ellos accede el público no especializado, lo que mantiene al cine como verdadero arte popular y vivo) y para otras películas que implican un entrenamiento o una mirada un poco más específica. Pero esa mirada requiere de ver mucho cine, justamente. El rol de lo que hoy es un circuito alternativo es entonces fundamental. Pero más fundamental es algo que falta en casi todo el mundo: la educación en el cine. Hoy deberíamos incorporar el cine como materia obligatoria en los secundarios, de la misma manera que se ofrecen nociones de plástica y de música (o se enseña literatura). La formación estética es fundamental en todo sentido, y la escuela lo sabe. Pero respecto del cine se ha vuelto ciega. La mejor manera de formar o reencontrar el público perdido consiste en volver a enseñar que el cine existe y cuáles son sus características, cuál es la verdadera forma de apreciarlo. La otra cuestión es cómo debería ser un circuito de arte y ensayo. Es simple: debe tomar como ejemplo el gran circuito del teatro off. Salas de no más de cincuenta butacas con la mejor tecnología de reproducción de imagen y sonido. Programación variable que alterne clásicos con estrenos. Participación activa de embajadas y festivales de cine en las programaciones. Créditos blandos para equipamiento. Pequeño bar a la entrada o salida. No es demasiado
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difícil, si se piensa, y en Buenos Aires tiene un público potencial mucho más alto de lo que se cree. Claro que alguien tiene que creer que esa inversión a futuro, a un futuro lejano que tiene como horizonte la recuperación de una forma de compartir un arte, tiene sentido. El autor no solo considera que sí, sino que es una de las herramientas básicas para ese “salto en la calidad educativa” que tantos políticos prometen con la garrocha en la mano pero sin la menor intención de tomar carrera. Quizás no se puedan recuperar las salas de barrio, pero sí se pueden en los barrios, incluso hermanadas con las salas teatrales, recuperar la presencia del público sin la presión de generar un millón de entradas para volver rentable un lanzamiento. Sí, claro: esto es una asignatura pendiente del INCAA, que pasó demasiado tiempo creando salas propias pero no pensó lo suficiente en cómo utilizarlas. Siempre es sospechoso utilizar el término “resistencia”. Pero el incipiente circuito alternativo de Buenos Aires es la resistencia a un modelo de distribución y exhibición —astutamente fogoneado por el propio Estado desde que se creó el Fondo de Fomento Cinematográfico y el impuesto del diez por ciento de cada entrada para financiar el cine nacional— que en realidad hace de las películas mera excusa para gastos adventicios, y empobrece con la saturación de una sola forma la experiencia estética del público. Hay una posibilidad futura para enfrentar a los vikingos e incluso para seguir admirando sus bellas eddas.
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BIO Leonardo D’espósito (1968) es crítico cinematográfico, periodista y docente. Abandonó el estudio de la lingüística poco antes de recibirse para dedicar todo su tiempo a pensar y escribir sobre cine. Desde 1995 ha publicado en El Amante/Cine, Noticias, Brando, Access, Ñ, Terra, Perfil, Crónica, Radar, La Maga, Global (Rep. Dominicana), Kinetoscopio (Colombia), Wired (EE. UU.), Forum – Latin American Studies (EE. UU.) y Cinémaction (Francia), entre otras publicaciones. Fue editor de “Espectáculos” en el diario Crítica de la Argentina y, actualmente, ejerce esa misma función en el diario BAE. Es docente en la Escuela Superior de Cinematografía El Amante/Escuela, durante durante una década ha contribuido a formar a una nueva generación de críticos y escritores de y sobre cine.
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En principio, diría que las condiciones de posibilidad que hicieron posible la actual interacción entre esos campos se vinculan con un cambio de paradigma epocal-generacional que, como todo cambio de paradigma, no implica un menosprecio de lo anterior sino tan sólo la marcación de nuevos signos de época. ¿Qué pasaba antes y qué sucede hace aproximadamente una década con esa interacción? Creo que antes los registros académicos, ensayísticos y de divulgación operaban en la carrera de filosofía por carriles separados, a la manera de compartimentos estancos. Había una brecha muy grande entre lo que pasaba afuera y adentro de la facultad. Salvo excepciones —siempre las hay—, esta antinomia se resolvía, si uno estaba afuera, en un acérrimo anti-academicismo; y, si uno se hallaba dentro, en el ninguneo de las prácticas filosóficas (como por ejemplo, la escritura del ensayo y de la divulgación) que operaban por fuera de la Academia. En contraste, hoy puede observarse una dialéctica mucho más aceitada entre lo que acontece por dentro y por fuera de la facultad en lo que respecta a dicho cruce de registros, el cual ya no se vive, desde dentro de ella, como una pasión escondida o silenciada, sino como un hacer que se preocupa por salir a la luz en busca de públicos más amplios. Y ello fue posible, a mi modo de ver, porque un conjunto de profesores de la generación de la que formo parte se encargó, quizá por instinto de supervivencia, de tender puentes entre el afuera y el adentro de la Academia. Por allí discurre el cambio de paradigma que señalaba, a caballo de un ethos epocal-generacional signado por la idea de interacción armoniosa entre los registros académicos, ensayísticos y de divulgación. Y quizá ello también se deba a que ese conjunto de profesores supo mantenerse más atento a lo que acontecía en esos espacios de producción, procurando introducir en la Academia algo de la frescura del afuera, y algunos de los sistemas académicos de lectura dentro del material ensayístico y de
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divulgación dirigido hacia un afuera conformado por lectores no especializados. Hoy, como decía, la interacción entre estos registros es mucho más fluida, fecunda y auspiciosa y, consecuentemente, la receptividad de lo producido desde ese cruce cobra una mayor resonancia, como puede advertirse en la fuerte presencia que en la actualidad detenta el discurso filosófico en los medios de comunicación (pensemos, por ejemplo, en los programas de filosofía que desde hace años transmite Canal Encuentro, y antes Canal (á); en eventos más recientes y masivos organizados por las áreas de Cultura, como La noche de la filosofía y La noche de las ideas; y en ciclos como los que se dan en Ciudad Cultural Konex). No se trata aquí, insisto, del panegírico de un colectivo de graduados de filosofía, sino más bien de la marcación de un cambio de tendencia que, en mi opinión, favoreció la aparición de una convivencia armoniosa entre el trabajo académico, el ensayístico y el de divulgación. Me gusta pensar que, para soportar el peso del lema académico “publicar o perecer”, la generación de profesores de la que formo parte vino a agregarle la consigna: “hibridarse o perecer”. Ahora bien, ¿de qué tipo de divulgación filosófica estamos hablando? Porque el término “divulgación” puede decirse en muchos sentidos. El sentido que a mí me interesa es el que encuadra dentro de lo que llamaría una divulgación de tipo “académica”, algo que, dicho así, parece una contradicción en los términos, por aquel viejo prejuicio según el cual los académicos no se rebajan a la escritura del ensayo y de la divulgación. Pero en una época como la actual, tan caracterizada por la hibridación de los discursos, era natural que se empezaran a observar, desde hace varios años, más tráfico de influencias entre los campos de la Academia, el ensayo y la divulgación. Era lógico que en un determinado momento se necesitara probar qué es lo que acontece al hacer interactuar esos campos discursivos; porque ya no tiene ningún sentido seguir sosteniendo aquel supuesto e improductivo
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antagonismo, que sólo reconforta a los extremistas. Y esta interacción no es, por supuesto, algo privativo de la disciplina filosófica, sino que se inscribe dentro de un fenómeno más general, caracterizado por el auge del “paradigma divulgativo”, cuya presencia puede advertirse más claramente en otras disciplinas, tales como la economía, la biología y las neurociencias, etc. En suma, además de escribir artículos y ponencias, y de ejercer la docencia, creo que otra de las funciones no menores de un profesor de filosofía es la de expandir lo que investiga por fuera de su círculo académico, produciendo así un tipo de divulgación rigurosa, creativa, y a la vez atractiva para públicos más amplios. La segunda cuestión que me interesa pensar se vincula con el grado de influencia que mi labor literaria ejerció sobre mi escritura filosófica y mi forma de dar clase. Escribo poesía desde antes de entrar a la facultad. Entré a ella escribiendo y salí, por suerte, escribiendo, lo que se tradujo, con el correr de los años, en la publicación de un conjunto de libros de poesía. Vista en perspectiva, la complicidad entre los registros literarios y filosóficos fue tal que si hoy tuviera que definir mi estilo para escribir y dictar clase diría que éste pasa por una perspectiva literaria respecto de los filósofos abordados, complementaria con otros enfoques de corte epistemológico y ético-político. Nunca se trató, por supuesto, de homologar ambos registros, ni de hacerme el poeta hablando de filosofía o el filósofo hablando de poesía, sino más bien de sostener en la escritura filosófica y en la docencia un tipo de entonación literaria. Así, sin darme cuenta —lo pienso ahora— la literatura empezó a volverse un prisma importante para leer gran parte de los textos filosóficos que enseño. Me fascina encontrar, entre la maleza de sus edificios conceptuales, aquellos pasajes donde los filósofos relajan la pluma y dan pequeñas muestras del tono literario que puede llegar a asumir un texto filosófico, como en este caso paradigmático de la
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Crítica de la razón pura, de Kant: “La paloma ligera que hiende en su libre vuelo los aires, percibiendo su resistencia, podría forjarse la representación de que volará mucho mejor en el vacío”; o asimismo en la prosa filosófico-poética que abre, a modo de epígrafe, Caminos de bosque, de Heidegger: “Holz” (madera, leña) es un antiguo nombre para el bosque. En el bosque hay caminos (“Wege”), por lo general medio ocultos por la maleza, que cesan bruscamente en lo no hollado. Es a estos caminos a los que se llama “Holzwege” (“caminos de bosque, caminos que se pierden en el bosque”). Cada uno de ellos sigue un trazado diferente, pero siempre dentro del mismo bosque. Muchas veces parece como si fueran iguales, pero es una mera apariencia. Los leñadores y guardabosques conocen los caminos. Ellos saben lo que significa encontrarse en un camino que se pierde en el bosque. Tanto al escribir filosofía como al dar clase suelo detenerme en este tipo de pasajes, tratando de destacar que no se trata de frases descartables ni de desvíos innecesarios respecto de la argumentación vertebral, sino de plasmaciones literarias de conceptos filosóficos. Y ni hablemos de todos los pasajes de este tenor que pueden encontrarse en la literatura presocrática, platónica, cartesiana, nietzscheana y deleuziana, etcétera. Más personalmente, de entre todos los períodos filosóficos, en el griego hallé desde temprano la conceptualización de aquella intuición original que me hizo estudiar filosofía, la cual pasaba justamente por la posibilidad de dar con un discurso que llegara a mixturar filosofía y literatura. Al fin y al cabo, enfatizar desde la escritura y la docencia el valor literario de la filosofía no es hacer otra cosa más que devolverle a ella algo que constituye una parte inherente de su condición desde su emergencia occidental como discurso en el siglo VI a.C., puntualmente si pensamos en Heráclito y Parménides, presocráticos que traficaban filosofía a través de un
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formato poético. En su inicio presocrático, en efecto, la filosofía se identificaba con la poesía, revistiéndose de su aura, puesto que los grandes poetas de siglos anteriores, como Homero y Hesíodo, eran vanagloriados como “maestros de verdad”. Con el correr de los siglos, no obstante, tal dimensión literaria de la filosofía fue mermando en favor —sobre todo en la filosofía moderna, de Descartes a Hegel— de una escritura de corte más científico (donde el saber matemático se erigía como modelo a imitar), hasta volver a ser recuperada por Kierkegaard y Nietzsche en el siglo XIX, y prolongada por una tradición de pensadores que abreva en parte en ellos, como Heidegger, Deleuze, Foucault, entre otros. De alguna manera, con las intervenciones de Nietzsche y de Heidegger, dos —no es casual— admiradores declarados de los presocráticos, la filosofía vuelve a reencontrarse con esa dimensión poética que constituía su pulso de origen. Por todo ello, hoy puedo llegar a ver cómo el modelo de problematización y de interrogación literaria fue contaminando y resignificando mi modo de problematización y de interrogación filosófica, y viceversa. Por último, de forma paralela a mi labor académica en la Facultad de Filosofía y Letras y en el Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas, me dedico desde hace más de una década a tender puentes entre la universidad y la comunidad a través del dictado de cursos introductorios de filosofía, tanto en el Centro Cultural Ricardo Rojas de la Universidad de Buenos Aires, como en otras instituciones vinculadas al arte y al psicoanálisis. La forma de trabajo con textos filosóficos, que vengo poniendo en práctica en esos cursos, terminó por traducirse en un formato libro, puntualmente en los cuatro primeros volúmenes de una colección de divulgación filosófica llamada La revuelta filosófica, que dirijo para la editorial Galerna. El espíritu de la colección busca, en efecto, reflejar el formato de una clase introductoria sobre el filósofo tratado, que puede ser Epicuro, Nietzsche, Eriúgena
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y Derrida, por citar sólo los títulos hasta ahora publicados; un libro-clase sin el acartonamiento y tecnicismos propios del registro académico. Alcanzar ese tono de divulgación académica no fue fácil con los autores de cada volumen, todos profesores de la Facultad de Filosofía y Letras, ya que para muchos de ellos (entre los cuales me incluyo) es más difícil escribir un libro de divulgación científica que una tesis de doctorado o un paper. A través de esta colección me interesa, fundamentalmente, que un lector no especializado pueda introducirse en el universo conceptual del filósofo tratado, a partir de ese gesto desestabilizador que define y motoriza al pensamiento filosófico desde su origen (de allí el título elegido, La revuelta filosófica); que pueda experimentar en el proceso de lectura una expansión del ejercicio de la sospecha; que llegue a dimensionar cómo las respectivas revueltas críticas de esos filósofos siguen interpelando nuestro presente. Porque al fin y al cabo, ¿qué sentido puede tener hoy leer un libro de filosofía o asistir a un curso introductorio a este tipo de saber? Si tuviera que dar una breve respuesta, diría: para poder organizar el mundo a través de nuevas visiones, lo que supone previamente aprender a desmontar los marcos de comprensión habituales a través de los cuales lo abordamos; para permitirnos enturbiar el confort del sentido común y sustituirlo por la fiesta imprevisible de un pensar que pone las cosas en estado de pregunta más que en el de respuesta; para problematizar los modos de subjetivación imperantes, esto es, el modo cómo llegamos a ser ese humano que somos y que no alcanzamos a comprender; para entender, en suma, que si la filosofía se expresa a través de un léxico difícil es básicamente porque la actividad de pensar constituye una tarea difícil. A veces me gusta definir mi trabajo como una especie de militancia que apunta a transmitir esta idea de la filosofía a distintos públicos (especializados y no especializados), a fin de instalar en ellos la práctica del autoexamen y del conocimiento de sí.
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Porque, como señalaba Platón en uno de los pasajes más bellos de su Apología de Sócrates: “la vida sin investigación no es digna de ser vivida para un hombre”. Por el momento, siento que escribir filosofía y practicar la docencia desde esta interacción entre los registros académico, ensayístico y de divulgación me brinda más aire y libertad. Hacer que estos se entrecrucen devino para mí una experiencia más saludable y terapéutica.
BIO Lucas Soares (1974) es filósofo y poeta. Doctor en Filosofía por la Universidad de Buenos Aires; Investigador Adjunto del CONICET; Profesor Adjunto de Historia de la filosofía antigua en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires, y docente de Arte y filosofía e Introducción a la filosofía en el Centro Cultural Ricardo Rojas de la Universidad de Buenos Aires. Es autor de los libros Anaximandro y la tragedia (Biblos), Filosofía: temas fundamentales y aportes para su enseñanza (Biblos, en colaboración), Platón y la política (Tecnos), y de diversos artículos y ensayos en publicaciones nacionales y extranjeras. Director de la colección La revuelta filosófica, de Editorial Galerna. En poesía publicó los libros El río ebrio (Paradiso), El sueño de las puertas (Alción), Mudanza (Paradiso), Roña (VOX), El sueño de ellas (Bajo la luna) y La sorda y el pudor (Mansalva).
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Es que las ideas no vienen de los sueños, ni siquiera de la inspiración, sino de las caminatas, las páginas en blanco, las charlas sin sentido con los amigotes, el trabajo de todos los días y todos los años. Lo nuevo, quizá, es esto de desparramar ideas y proyectos, sembrarlas en miles de cabezas y que nazcan, se desarrollen y vayan a parar donde menos nos imaginemos. tEdificar el mundo Comencemos por el principio. Todo empezó con unas siglas simpáticas, dignas de oso de peluche: Tecnología, Entretenimiento, Diseño. Lo que en el comienzo fue una reunión relativamente pequeña en California, de a poco fue ganando escala hasta convertirse en una reunión de varios días que, aún así, no alcanzó para el fervor del desparramo y siguió creciendo hasta transformarse en un fenómeno mundial. El centro de esta coctelera de ideas son las charlas TED, que ya son casi una marca registrada. En pocos minutos —nunca más de dieciocho— hay que contar una historia, un proyecto, un sueño. Así algunos de los principales hacedores deben exprimir sus estilos para cambiar la usual conferencia —muchas veces soporífera— y transformarla en una participación breve y, sobre todo, movilizadora. En el camino suele suceder que los que se transforman son los mismos oradores, y por allí han pasado nombrecitos como Bill Gates, Philippe Starck, Elizabeth Gilbert, Al Gore, Isabel Allende y muchos, muchos otros. Pero eso, el evento (que, convengamos, tiene un tinte de exclusividad particular) es solo la primera piedra. Las charlas son grabadas, subtituladas en diversos idiomas y puestas a disposición del mundo en el sitio ted.com, donde explotan a través de millones y millones de visitas. A las charlas se han ido sumando premios, libros, becas, talleres… Y siguen las firmas (y las ideas). El mundo, claro, también quiso saber de qué se trata y así se generó el programa TEDx (en donde la x, esa letra inquieta significa
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que es un evento realizado bajo licencia TED pero organizado de manera independiente). Así fue como, signo de los tiempos, la fiesta de las ideas se globalizó. El mapa de los eventos TEDx poco a poco va pintando el mundo: ya se han realizado más de quince mil reuniones, y quedan pocos países por conquistar en el universo de las ideas. Pero tú no querías más amor que el del Río de la Plata Entonces a nuestras costas rioplatenses. Hace ya unos cuantos años, Gerry Garbulsky reunió a un grupo de personas (que, suponemos, juzgó lo suficientemente chiflados como para embarcarse en esta aventura) para proponer un viaje hacia nuestras ideas, una semilla de proyectos, emociones y propuestas para eso que se suele llamar cambiar el mundo. Comenzamos de a poco, en una particular fiesta de cumpleaños y, menos de a poco, fuimos creciendo. Once eventos más tarde, la misión no está nada cumplida sino, en todo caso, trazada. En el centro de todo, las charlas: participaciones breves de oradores que se presentan, participan de audiciones, son acompañados de cerca (demasiado de cerca, opinan algunos, ya que somos particularmente obsesivos con la preparación de las palabras y las cosas) durante unos meses hasta que, por fin, le cuentan al mundo de qué se trata. Lo bueno, si breve, dos veces TEDx: nuestras charlas tienen un promedio de doceminutos de duración y abarcan las temáticas más diversas, incluyendo ciencia, tecnología, arte, diseño, cultura, educación o acción social. No es menor agregar que los eventos son gratuitos y convocan a participantes de todas las edades, que dedican uno o dos días a compartir ideas transformadoras. Como corresponde, las charlas son grabadas y subidas a Internet, en donde ya fueron vistas alrededor de dieciocho millones de veces. Sí, eso es mucho, y no deja de sorprendernos. En el medio, algunos hitos, como organizar
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los dos eventos TEDx mais grandes do mundo, en Tecnópolis y para diez mil personas sentadas, emocionadas, huracanadas por las ideas (tanto las que venían del escenario como las propias o las del vecino) —aparte de muchos más que lo veían en vivo por una aplicación de streaming. Algunos de los eventos tienen nombre propio, como TEDxRíodelaPlata Educación, en el que las charlas tienen una temática específica —y adivinen cuál es. Estamos convencidos de que uno de los ámbitos en donde las ideas deben cuidarse, atesorarse, compartirse y crecer es en las aulas, transformar la manera de enseñar y de aprender. Como diría el poeta González Tuñón (que no lo dijo, pero podría haberlo hecho), de la unión entre las aulas y las ideas puede brotar la rosa más pura. Otros son más pequeños, como los TEDxSalón, en el que un ámbito más cercano, casi diríamos que unplugged, ayuda a que ideas, ideítas e ideotas circulen por unas decenas o cientos de cabezas. Otros, por fin, tienen un público particular, como TEDxJoven: hicimos dos eventos de TEDxRíodelaPlata dirigidos a jóvenes de 16 a 21 años, en 2011 y 2012. En cada uno de estos eventos, realizados en el Centro Cultural Konex, participaron mil doscientos chicos. Tuvimos charlas de los temas más variados: emprendedurismo (Daniel Nofal, Santiago Siri), ciencia (Paenza, Sidarta Ribeiro, Willy Pregliasco, Andrés Rieznik), humor (Luciano Mellera, Pedro Saborido), deporte (Nicolás Pueta, Juan Curuchet), arte (Pablo Kaloustian, Alberto Montt, Alejandro Bustos, Martín Buscaglia), periodismo (Juan Pablo Varsky), magia (Maximiliano Giacconia), Historia (Daniel Balmaceda), inventores (Jorge Odón), entre otros. Y, de paso, muestras de inventos, de arte, de tecnología, videos y avioncitos de papel. Era un riesgo, sí, porque vaya a saber qué quieren losjóvenesdehoyendía. Pero funcionó: losjóvenesdehoyendía también tienen ideas y,
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sobre todo, ganas de compartirlas, de esponjear iniciativas y proyectos, de ser inmortales y cambiamundos como todo joven que se precie. Claro que también tienen otros intereses, y tenemos información fidedigna de que se han formado varias parejas en este evento que, esperamos, sigan desparramando ideas por las calles. No sólo de charlas vive TEDx Pero hay más, mucho más. Se fueron sumando cabezas y brazos, ganas y proyectos. Así surgieron, entre otras, iniciativas que buscaban contagiar este fervor por las ideas y desparramarlas más allá de los escenarios y las pantallas. Comentemos dos de esas ideas. Por un lado, nuestro TEDxRíodelaPlata Educación fue creciendo y haciendo sus propios caminos. Un grupo de voluntarios se tomó la tarea de aprovechar las charlas para las aulas, armando guías pedagógicas, proponiendo actividades para maestros y alumnos, llevando la mítica germinación de semillas en la escuela a la germinación de ideas, de nuevos recursos, de empapar pupitres y pizarrones de esas ideas que transforman. Las palabras clave son entender, pensar, producir y profundizar, y la meta es, como la utopía, seguir caminando. Aun así, no alcanza, y de pronto surgieron los Clubes de Ideas, una propuesta educativa para escuelas secundarias que quieran embarcarse en el desafío de acompañar a los alumnos en la búsqueda de sus pasiones y en el desarrollo de capacidades para generar y comunicar ideas. Es sencillo, pero maravilloso: se realizan encuentros y capacitaciones para los docentes que, a su vez, derraman este espíritu en sus clases para que los chicos puedan recorrer todo el camino de desarrollar una idea propia y llegar a comunicarla. Y la ciencia, claro, no podía estar ausente. En algún momento descubrimos que teníamos al mejor público para hacernos
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preguntas y, por qué no, experimentos. Al fin y al cabo, no todos los días se cuenta con miles de personas dispuestas a pensar y a pensarse, a jugar con las palabras, los pensamientos y los números. Con ustedes… TEDxperiments: un proyecto que reúne el juego y la ciencia para descubrir y crear conocimiento. En TEDxperiments la ciencia sale del laboratorio y se instala en el escenario a través de actividades y experimentos participativos, juegos de interacción social en los que se descubre jugando… y haciendo ciencia entre todos. Así interpretamos preguntas y símbolos, exploramos qué pasa cuando intentamos hablar con alguien que no nos presta atención, jugamos con los conceptos de pasado, presente y futuro (y los dibujamos) o negociamos una pulseada china digna del record Guiness. Es más: en algunos casos, estos experimentos se convirtieron en ciencia “seria”, y hasta fueron publicados en revistas científicas internacionales. Hay más, claro, y hay también ganas de reinventarnos con nuevos proyectos y nuevos futuros. Desparramar y festejar las ideas Así hemos ido compartiendo ideas y proyectos, sueños y caminos. Creemos que en el viaje hemos cambiado, un poquito, a nuestro mundo, nuestro público, nuestros oradores. Pero de algo estamos segurísimos: nos hemos ido transformando nosotros mismos, ese grupo de chiflados que, simplemente, quiere ayudar a desparramar cosas que valgan la pena desparramar. En el camino, chicos que en una pijamada deciden mostrarle a sus amigos una charla TEDxRíodelaPlata en lugar de jugar a la play, o profes que les pasan nuestras charlas a sus alumnos (solo si se portan bien). Es algo parecido a esa sensación que a veces tenemos los científicos cuando le robamos un pequeñísimo secreto a la naturaleza y, por un ratito, es algo que solo sabemos ella —la naturaleza— y
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nosotros. Es el placer de compartir esos secretos —y que dejen de serlo. De alguna manera, nos demostramos que sí es posible abrir la cancha, dejarse llevar por el entusiasmo y la sensación de maravilla, decir uau y ohhhh y nolopuedocreer, reírse a carcajadas, lagrimear un poquito, hacer del pensamiento crítico un vehículo masivo, inventar más flores y más primaveras. TED tiene el lema de ideas que vale la pena compartir. Y, por si fuera poco, vale la pena ayudar a que eso suceda.
BIO Diego Golombek nació en Buenos Aires en 1964, es licenciado y doctor en Biología de la Universidad de Buenos Aires. Actualmente es profesor titular en la Universidad Nacional de Quilmes (UNQ, donde dirige el laboratorio de Cronobiología), e investigador superior del CONICET; ha publicado más de 120 trabajos de investigación científica en revistas internacionales y dirigido tesis doctorales y de licenciatura. Ha sido investigador o profesor invitado en la Universidad de Toronto (Canadá), Smith College (Massachussets), Universidad de Sao Paulo, Universidad de Buenos Aires, Universidad de Campinas, Universidad de la República, University of Virginia, UNAM, Université Louis Pasteur, Universidad de Santander, entre otras. Además, ha trabajado como director de teatro, periodista y músico. Publicó 14 libros sobre de ciencia y divulgación científica, hace programas de TV y participa activamente en la mejora de la educación científica a nivel global. Recibió, entre otros, el premio nacional de ciencias “Bernardo Houssay”, la beca Guggenheim, el premio IgNobel, el “Public Understanding of Science” de la Third World Academy of Sciences (TWAS), el premio “Ciudad Capital” del Distrito Federal de Mexico, el Premio Latinoamericano de Popularización de las Ciencias (Red Pop / UNESCO) y el premio Konex 2007 en Comunicación y Periodismo. En 2015, la UNESCO le otorgó el premio Kalinga, la mayor distinción a nivel mundial en popularización de la ciencia.
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Solemos llamar “arte egipcio” a las producciones culturales realizadas durante tres milenios en la tierra de los faraones hasta la conquista romana. O “arte maya” a las construcciones monumentales que realizó ese pueblo. Y lo mismo sucede con el arte clásico griego o con el arte chino tradicional o con el arte de los pueblos cazadores recolectores de todo el mundo. Pero nuestra visión del arte desde el comienzo de la modernidad no se parece en nada a cómo veían los egipcios, los griegos, los chinos, los mayas a las producciones simbólicas que ellos realizaban. Nosotros somos los que uniformamos, a partir de semejanzas formales con nuestras producciones estéticas, las producciones de todas esas culturas (que, además, no coincidían tampoco entre ellas). Vistas por nosotros, en un gran museo moderno, las obras egipcias, griegas, zulúes, tibetanas o aztecas se transforman en otra cosa que lo que fueron en su momento para las comunidades que las produjeron. Cuando un artesano del siglo VIII producía una cruz ornamentada para la iglesia de su pueblo no pensaba que estaba realizando una obra de arte sacro ni ninguna otra cosa diferente a cuando hacía los bancos o el altar de esa misma iglesia. Somos nosotros, siglos más tarde, los que revalorizamos su exquisito trabajo manual y lo “elevamos” a la categoría de una obra de arte. Lo que la modernidad llamó arte (una producción estética que le da sentido al mundo, comunicando ideas, sensaciones, creencias y emociones) no coincide para nada con la idea con la que realizaron sus grandes producciones visuales los imperios del pasado. Por lo general, y a pesar de sus enormes diferencias, casi todos esos imperios producían lo que ahora llamamos arte como la forma visual de demostrar su poder político, militar y económico. El arte antiguo era esencialmente propaganda político-religiosa. El cambio hacia el concepto moderno de arte comienza en el Renacimiento, pero muy tímidamente. Si bien Leonardo, Miguel Ángel y Rafael pudieron ser íntimos de papas y reyes, por lo
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general seguían recibiendo el trato que se le dispensaba a los artesanos. Miguel Ángel fue uno de los primeros artistas que fue invitado a comer en la mesa de los Medici, como un favor especial que le concedió el Gran Duque de Florencia, quien además lo consultaba sobre varios temas. En esa época, esta actitud de los Medici causaba escándalo en toda Italia: era como si hoy la reina de Inglaterra invitara a sentarse a su mesa al plomero que arregla su inodoro o a la mucama que ordena su habitación. Al uniformar experiencias tan distintas como la que tenía un cristiano que viajaba en peregrinación a Chartres en el siglo XV con la que tiene un turista actual que visita la misma catedral para admirar su arquitectura nos empobrecemos culturalmente, porque no nos permitimos comprender otras formas de ser y estar en el mundo. En el siglo XV nadie viajaba para conocer la arquitectura de las catedrales. Incluso la observación y el deleite ante el paisaje surgen recién con la modernidad. Hace apenas dos o tres siglos que gozamos de los claros del bosque, del inmenso mar o de la belleza de los lagos. Como dijo Oscar Wilde: “Nadie vio una puesta de sol deliciosamente brumosa hasta que no la pintó Claude Monet; sin educación estética el ojo no ve”. La modernidad artística surge junto a las revoluciones del siglo XVIII y comienzos del XIX. Allí nace un mundo nuevo, en todos los aspectos. El artista se libera de sus mecenas obligados: el noble que lo contrataba para decorar sus palacios o el obispo que lo tenía bajo su ala para que sirva a dios embelleciendo templos. Con la modernidad el artista se ve arrojado al mercado: ahora su mecenas es anónimo y aleatorio. Surge el coleccionista de arte, el buen burgués que paga comprando distinción su falta de origen noble. En un doble y complejo proceso, esta libertad le da al artista un nuevo status: deja de ser un mero artesano que fabrica objetos de lujo para convertirse en un productor de sentido. Dos siglos más tarde el artista será el creador de conceptos.
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El arte moderno se divide en dos grandes momentos. El primero abarca desde la Revolución Francesa hasta los años posteriores a la Segunda Guerra Mundial: este es el período estrictamente moderno. El segundo momento del arte moderno va desde los 60 hasta la masificación de Internet: se lo suele llamar “arte contemporáneo”. Entre el primer momento y el segundo hay más ruptura que continuidades. En cierta medida el primer momento (1790-1950) lleva a la perfección (y a la crítica) las principales ideas sobre arte heredadas del Renacimiento: los artistas son vistos como “autores” de su obra, es decir, se consideraba que tenían el control decisivo de lo que producían; de ahí que se valorizara la originalidad o la perfección artesanal (que son valores heredados de los gremios artesanales de la Edad Media). En ese primer momento del arte moderno surgen las vanguardias históricas, que producen una ruptura radical con esa tradición medieval. Su ideal es unir el arte a la vida y transformar a todo ser humano en un artista. Cuestionan que el arte tenga un soporte privilegiado (la pintura o la escultura) y sostienen que el arte es esencialmente una producción mental. Pero las vanguardias van a diluirse hacia 1930. El segundo momento del arte moderno, la época del arte contemporáneo, es fruto de las vanguardias históricas asociadas a una revolución cultural que sucede con posteridad a la Segunda Guerra Mundial: el nacimiento de la juventud como valor positivo y como modelo a imitar. Hasta mediados de los 50 es la edad adulta el modelo de la cultura. Se lo puede ver incluso en las primeras representaciones de Elvis Presley: se viste como sus padres, con traje y corbata. Pero en muy poco tiempo esa imagen cambiará radicalmente: aparecerán Los Beatles en Londres y Andy Warhol en Nueva York y el mundo será otro. A pesar del cambio radical que inauguran, tanto Los Beatles como Andy Warhol pertenecerán al viejo mundo de las ideas de arte: aún
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se presentan como autores de sus obras, y todavía se valoriza su originalidad y su creatividad. Ellos fundan un nuevo mundo, pero como Moisés en el Antiguo Testamento, solo pueden ver la Tierra de Promisión desde un monte, pero no entrar en ella. El futuro será otra cosa. En la modernidad artística brillaron Jimi Hendrix, James Joyce, Alfred Hitchcock y Pablo Picasso. Artistas geniales que hicieron una obra con sello propio. En las obras actuales -producto de la colaboración, basadas en la cita de otros artistas, con soportes que no requieren destrezas manuales- esos valores ya no tienen ningún sentido. Estamos viviendo una nueva era del arte, pero aún no sabemos cómo pensarla. Sabemos hoy que no hay límites para el arte porque traspasar los límites es lo que le da sustento: por eso hay tanta dispersión, tantos formatos, tantos estilos. Salvo Madonna, no hay otros artistas “universales” en la actualidad. No hay artistas que definan la época como hace 40 años lo hicieron los Beatles. Ahora, Jeff Koons, Damien Hirst, Takashi Murakami o Maurizio Cattelan (por nombrar a las más grandes figuras de las artes contemporáneas) no son soles únicos alrededor de los cuales giran los planetas, sino estrellas frías, perdidas en la inmensidad brillante de la oscura noche del sentido. Madonna es la última artista universal porque en ella se operó como en casi nadie más la gran transformación: de “oruga” analógica a “mariposa” digital. Ya no es la materialidad de su voz (y su diálogo con la tradición de la canción popular) la que sostiene su obra, sino que ahora el eje de su trabajo está puesto en el enorme proceso de producción. La Madonna actual no es una persona (que canta o que baila), es la imagen final que surge de una compleja maquinaria que estimula nuestros sentidos. Madonna dejó de ser la excepcional cantante de sus comienzos para convertirse en una plataforma multimedia en sí misma.
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Esa operación surgió en 1998 cuando lanzó su álbum Ray of Light (que produjo en colaboración con William Orbit, Patrick Leonard y Marius De Vries). Desde entonces mezcla sonidos, imágenes y culturas en una especie de batidora digital que todo lo reprocesa. Lo hace de tal forma que surgen de allí obras (canciones, videos, performances) que no se parecen a ninguno de los componentes, pero que tienen algo de cada uno. Una obra ahora nos importa según su potencia viral: su capacidad de citar y de ser citada, de “contagiar”, de ser transformada. Roland Barthes (un crítico central de la época analógica) sostenía que la literatura de goce era la que motivaba a escribir una nueva obra. Esa idea es central en la producción estética actual, en todos los campos. Demuestra, además, que son las audiencias las que están tomando el control del proceso, y que se está borrando la separación entre consumidor (o receptor) y productor. En el eslogan “Hágalo usted mismo” (que une la ideología optimista de la revista Mecánica Popular con destellos del ideario vanguardista de comienzos del siglo XX) se condensa buena parte del ideario artístico contemporáneo: ahora cualquiera podría ser artista. La época en la que el arte fue una artesanía de lujo coincidió históricamente con la aparición del individuo —ese animal racional y aislado que fuimos durante cuatro siglos—, pero ese ser ya no existe. Ahora somos esa neurona que sólo tiene sentido cuando hace contacto (“hace sinapsis”) con las demás neuronas. Es en las redes sociales (en Twitter, principalmente, pero también en Instagram o en Facebook) en que la vida contemporánea se manifiesta y se desarrolla. Vivimos interactuando con pantallas. En este contexto, ¿qué sería el arte y quién sería un artista? En este contexto, ambas preguntas ya no tienen demasiado sentido. Las obras “artísticas” actuales son el producto de la colaboración, están basadas en citas de otras obras y tienen soportes que no requieren destrezas manuales.
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Incluso, son obras que pueden ser pensadas y desarrolladas por máquinas, sin intervención humana. No es posible hoy distinguir ni estética ni conceptualmente entre una “obra de arte”, una práctica performática transformadora en lo sociocultural y la programación computacional. Al contrario, funcionan como un continuum ininterrumpido: somos parte de la gran máquina del sentido del mundo. Internet y la vida virtual ahora nos posibilitan a todos vivir la utopía que soñaron las vanguardias artísticas de hace un siglo: que cada ser humano sea, realmente, un artista.
BIO Daniel Molina (1953). Licenciado en Letras (Diploma de Honor) de la UBA. Escritor y crítico cultural. Investiga sobre arte, literatura, vida cotidiana y sociedad, con especial énfasis en las nuevas tendencias. Durante una década (1993-2003) integró el equipo de edición del suplemento cultural del diario Clarín. Publicó cientos de artículos sobre literatura, arte, cultura y sociedad en revistas y diarios, entre los que se destacan los diarios La Nación, Perfil, Clarín, El Cronista y Página/12. Fue editor cultural de las revistas El Porteño y Fin de Siglo, entre otras. Dicta cursos de literatura argentina y de arte contemporáneo, tanto en universidades argentinas como en el exterior. Dictó clases sobre literatura en universidades nacionales y fue invitado como conferenciante por universidades del país y del exterior. Fue Director de Cultura de la Universidad Nacional de General Sarmiento (1993-98). Desde 1986 dirige el Área de Letras del Centro Cultural Rector Ricardo Rojas (UBA). Conduce “Los Futuristas”, un programa de TV en el canal Ciudad Abierta. En 2007 recibió el Premio Konex en Letras.
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En la educación y la crianza, la música es un poderoso aliado, una varita mágica de aprendizaje en todos los sentidos. Por ejemplo, en el canto es fundamental la alternancia. Como en la respiración, uno inhala, emite y luego hace una pausa. Luego vuelve a inhalar y así sucesivamente. Hay un momento para cada cosa, lo mismo sucede en el trabajo con los niños, en la dinámica y la tarea del equipo docente. Si el canto fluye, se abre la boca y la voz sale y se proyecta hacia adelante, hacia el exterior, hacia el otro. Con la experiencia musical sucede lo mismo. Al descubrir el maravilloso mundo del sonido podemos aprender a escuchar, aprendemos el arte de ser receptivos. Entonces, respirar, escuchar, emitir, fluir. En la vida como en la música. Además de artista y musicoterapeuta, soy maestra. Y en la práctica docente encontré muchas afinidades con la música. En Risas de la Tierra, el jardín que fundé en el 2005, construímos una escuela que canta y baila, con un lenguaje impregnado de juegos sonoros, de vibración, canciones y movimiento. La música habita en todos los rincones, nos envuelve, nos contiene. Es un abrazo potente y amoroso, lo sentimos todos los que trabajamos allí, los niños y las familias. Todos quienes nos dedicamos a la educación sabemos que la experiencia musical es maravillosa a la hora de aprender. Hay muchos estudios del cerebro que dan cuenta de esto, cada vez se investiga más la relación entre la música y el aprendizaje. Si nos enfocamos en la experiencia misma, podemos ver que tiene mucho para decirnos. Armonía ¿Qué es la armonía? A veces pensamos que la armonía en la vida es un estado de permanente felicidad, casi edulcorado. En realidad, es una alternancia entre tensión y distensión. Esto es parte de la riqueza de la música y podemos aplicarla también a la alternancia en nuestra actividad. A veces deseamos que todo siempre sea
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bonito y nos enojamos con los momentos de ruido, de tensión en el aula. Pero estos momentos son necesarios, especialmente para los niños, que cada tanto necesitan descargar, ser ruidosos, gritar, circular por el espacio libremente. Nuestra educación nos ha enseñado a modelar a los chicos. En el siglo pasado, la escuela los tenía a todos mirando para adelante quietitos. Sabemos que esto todavía se mantiene en muchas instituciones. Pero para que haya una verdadera armonía, hay que animarse a atravesar tanto los momentos de calma como también los de caos, siempre con la contención y mirada del docente. Esos instantes de catarsis, de juego libre y a la vez cuidado, sin consigna, donde la exploración reina y los chicos juegan a su manera, son fundamentales en la dinámica. Luego, con la autoridad de quien sabe dar libertad, podemos volver al silencio, al secreto, a la canción íntima, a ese estado de calma y escucha que tanto nos gusta. Esto puede ser un auténtico camino de armonía. Hay que saber escuchar y dar la bienvenida a la naturaleza de los niños, con su necesidad de movimiento, de exploración y libertad. Para que haya una armonía real tiene que existir esta sucesión de tensión y distensión. El fluir de la energía, el ritmo En Risas hacemos muchas reuniones de equipo. Las dinámicas grupales son fundamentales, todas las semanas hacemos intercambios, a veces hablando, otras ensayando repertorio y también bailando. Incluir distintas formas de comunicación nos permite llegar a todos los rincones de nuestra experiencia y poner el cuerpo en juego, liberar tensiones y jugar también como hacen los niños, desde nuestro lugar de adultos, docentes y artistas. A veces sucede que el cansancio nos invade. Hace algunos años, dediqué toda una capacitación al manejo de la energía en el grupo. Hicimos foco en la propia experiencia personal y también en
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la mirada que tenemos de los niños, tanto de manera individual como de forma grupal. A modo de investigación, nos hicimos estas preguntas: ¿Cómo administrar mejor mi energía personal? ¿Cómo administrar mejor la energía de mi grupo de alumnos? ¿Cómo administrar mejor la energía del grupo de docentes? ¿Cómo mantener el flujo de la energía sin agotarla ni sobreexcitarla? Si miramos a los chicos, podemos distinguir si el fluir del grupo y de cada niño está en su ritmo natural. Los niños son transparentes, enseguida expresan lo que les pasa. En este sentido, mirar nuestra energía es simple. Si la energía funciona mal, uno empieza a agotarse y a funcionar “haciendo lo que se debe”. La sensación de cansancio y fastidio crece. Porque además del entorno, están todas las exigencias propias. Al funcionar de esta manera, nos perdemos de un flujo que se retroalimente y que se recicle, porque estamos retenidos, cerrados. Esto mismo sucede en la dinámica con los chicos. Al estar ellos tan en contacto con el suelo y con su cuerpo, enseguida se ven los efectos: hay caídas, golpes, llanto, sobreexcitación, miedo, rechazo, ruido y caos general. Los chicos chiquitos son grandes imitadores y por empatía, pueden entrar en caos o ponerse rígidos si lo que perciben de su maestro es un estado de poco fluir, un clima de fastidio y sobreesfuerzo. Tenemos una responsabilidad al respecto, porque somos sus primeros modelos y guías. El silencio como flujo de la energía, el habla y la dispersión En las reuniones de maestros hacemos foco en comunicarnos con eficacia. Como los poetas, que eligen cada palabra y la saborean, la sienten. Como en la publicidad, donde cada detalle se piensa. Imaginemos entonces si no es importante buscar las palabras con las que vamos a guiar a los niños, para hablar de ellos, para nombrar lo que nos pasa en la escuela. El hablar de más, esa “charla sin significado” es una gran causa de
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pérdida de energía. Esto no quiere decir que todo tenga que ser serio o pesado o intelectual. Puede ser divertido, lo importante es percibir si una conversación nos cansa o nos nutre. Si lo que compartimos tiene sentido, podemos refinar las palabras y continuar por ese camino. La alegría está llena de significado. Es lindo escuchar que los compañeros dicen cosas bellas, profundas o divertidas, agudas y con humor. Hasta el disparate puede tener sentido. Pero si la palabra deja de tener sentido se pierde, no deja nada, es automática, vieja. Y para eso, mejor hacer silencio y escuchar lo que sucede. Si hacemos silencio podemos recibir toda la carga de energía que está en el aire. Allí hay información, sensibilidad. Determinar que estamos teniendo una charla con significado no es un proceso de pensamiento, es un proceso del chakra de la garganta, de confianza, apertura y significado. El cuerpo te da la clave, dice si hay comunicación. Si nos sentimos mejor, es porque fluye la energía. Algo “vuelve”, algo te recarga, eso te enriquece. Estás a gusto, vital. Así como el corazón es el centro de nuestro ser, el silencio es el principio de toda comunicación. Si lo que decimos viene de ahí, es genuino. Entonces, con los chicos, es importante que construyamos espacios de silencio, de escucha y de intercambio genuino. Cuando los maestros conducen distraídos, el hablar se transforma en ruido ambiente. A veces se pone música de fondo que también se vuelve ruido. Y no queremos que eso suceda. Tampoco estar a los gritos, ni que los chicos se dispersen en un momento de concentración. Llamamos al silencio, lo convocamos con gestos exagerados, con mímica casi secreta al estilo clown. Los chicos observan y entienden y también hacen silencio. Pueden buscar recursos que ayuden. Apagar la luz, algunos movimientos, un «ahhhh» con la voz, que indique silencio, jugar a taparse la boca y abrir los ojos, reírnos de un sonido
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lejano, con complicidad y gestos de picardía, lo que se les ocurra. Luego, cuando el silencio llega, respiramos, suspiramos, decimos: “Qué lindo este silencio”, “Chicos, son los campeones del silencio”. De esta forma también les enseñamos a escuchar, a apreciar la maravilla del silencio en grupo, conquistado por su propio valor y sin gritos mediante. En grupo con la sumatoria de todos, presentes y en sintonía Es difícil avanzar en una dirección o mantener la sensación de grupo cuando hay un nene que se quedó atrás, que se dispersó, que lo perdimos deambulando entre las sillas, con un juguete. Los que trabajamos con niños sabemos que los focos de dispersión interfieren en la dinámica, por eso cuidamos el espacio, los elementos y el orden, para ayudar a los chicos a concentrarse en la propuesta. Es importante que todos estén presentes para estar en la misma frecuencia en grupo. De esta manera los resultados son mejores, las canciones y los bailes suenan mejor, se ven más bellos, integrados. La postura también tiene que ver con esto. Los maestros tienen que estar centrados para guiar a los niños: la forma también es contenido, lo mismo pasa con los chicos. Con esto es suficiente Los que nos dedicamos a la educación sabemos que noviembre y diciembre son meses de intenso trabajo. Hay reuniones de padres, informes, cierres de proyectos, y todo lo que implica un fin de ciclo incluyendo el duelo, la despedida de los niños y la preparación de las vacaciones. Para esa época, en Risas de la Tierra hacemos la Fiesta de la Música. Implica un gran despliegue ya que realizamos conciertos en la calle e invitamos a toda la comunidad. Es una fiesta reconocida, declarada de interés cultural por la Legislatura de Buenos Aires. Sumamos entonces la preparación de una fiesta, ensayo de repertorio, de perfomances callejeras que hacen los maestros disfraza-
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dos de clowns. Tenemos que presentar permisos en el Gobierno de la Ciudad, convocar a la comisaría, organizar todo lo que tiene que ver con la seguridad y tantas otras cosas. Vamos a habitar por una tarde la calle y la plaza con todas las familias y los vecinos. No podemos descuidar ningún detalle: son tiempos de muchísimo trabajo para todos. Uno de esos días fui a coordinar un ensayo al mediodía con los maestros. Apenas entré a la sala, percibí el cansancio general, cierta resistencia, lentitud en los movimientos, caras serias. Yo tenía una larga lista de pendientes para avanzar tema por tema con ellos, pero sentí que los maestros necesitaban una pausa, por lo cual cerré mi carpeta y les pregunté “¿Están para trabajar o necesitan otra cosa?”. Entonces surgieron algunas sonrisas espontáneas, cierta complicidad de ser descubiertos, bostezos y estiramientos en algunos de los docentes. Decidí cambiar el rumbo original del encuentro y tomé lo que sucedía. Esto es muy frecuente en el trabajo con los niños. Para qué forzar algo cuando se puede tomar el emergente, dar un rodeo e ir suavemente hacia donde queremos, con pausas y con el cien por cien de todos. Cerramos las persianas, apagamos las luces y propuse una meditación sencilla y espontánea con el fin de renovar la energía, de reciclar, descansar y sentir el cuerpo en el espacio. Hablé claro de darnos un tiempo para la relajación. Para comezar nos paramos todos en ronda y sacudimos un poco el cuerpo, empezando por los brazos, las piernas, una sacudida para liberar la tensión del cuerpo. Luego les pedí que se estiren, hicimos algunas respiraciones en forma consciente y fuimos todos a acostarnos al piso. No dije muchas palabras. Básicamente la meditación se centró en respirar y sentir el espacio a nuestro alrededor. Tan lleno de canciones y las risas de los chicos, del proceso de todo el año. Cada espacio tiene sonidos. Vibra y podemos escucharlo si hacemos silencio. Risas de la Tierra también lo tiene. Hice foco en abrir los sentidos, en silencio, dando pausa, sin hablar demasiado. Escuchar el espacio es hermoso, los oídos se abren y con
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ello se despiertan sentimientos, de estar en contacto, se oye la respiración, de uno y del compañero, pequeños movimientos. El sol entraba por las rendijas de las persianas, el jardín estaba callado, sólo se oían algunos sonidos lejanos. Los maestros descansaban. Luego de veinte minutos hice un cierre, los invité a incorporarse de a poco, sin apuro. Y cuando una maestra me preguntó por los ensayos, me atajé a mí misma para cuidar esa intimidad conquistada, tan valiosa. Disfruté de decir casi con picardía misteriosa: “Con esto es suficiente”. Los maestros se fueron incorporando agradecidos, con una gran sonrisa. Algunos hicieron preguntas de la Fiesta de la Música y yo me contuve de avanzar en el trabajo repitiendo: “Con esto es suficiente, vayan a sus casas”. Fue hermoso poder cuidar ese momento de descanso, todos nos sentimos plenos y en la reunión siguiente el ensayo funcionó excelente, estábamos con energía y agradecidos por el momento compartido. Y con eso fue suficiente.
BIO Magdalena Fleitas (1970) se recibió de musicoterapeuta y docente en la Universidad del Salvador. Más tarde, trabajó como profesora en “El jardín de la esquina” hasta crear “Risas de la Tierra”, un jardín con iniciación musical de la cual es la directora. Multipremiada cantautora dedicada a la música para niños y toda la familia, actuó en las salas más importantes de la Argentina incluyendo el Teatro Colón, Ciudad Cultural Konex, el ND Ateneo y La Trastienda. Grabó cinco discos de música para niños y es autora del libro “Crianza y arte. La magia de aprender”. Compuso más de sesenta canciones para programas de TV de la señal Paka-Paka. Se la reconoce por su compromiso con los niños y la familia, integrando educación, arte, salud y recreación, desplegando una particular forma de trabajo en equipo y participación de la comunidad.
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Créditos fotografía Tapa: Juan Pablo Correa. Páginas 14/15: archivo La Bomba de Tiempo. Páginas 34/35: archivo Konex. Páginas 68/69: Ignacio Sánchez Páginas 88/89: archivo Konex.
FICHA Técnica Edición: Tomás Linch Diseño gráfico: Verónica Coletta Coordinación: Pablo Scioscia Corrección: Florencia Salvador y Pablo Scioscia Imagen de tapa: Juan Pablo Correa Fotografías: Alejandro Löbbe, Ignacio Sánchez, Juan Ignacio Aguilar, Juan Pablo Correa, Nora Lezano, Pedro Otero.
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