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Cesar Fernández Arias Un tipo simpático Texto: Ester Catoira
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Un día, César Fernández Arias tiró una gubia por encima del hombro y ésta se convirtió en un bosque tan espeso que ya no pudo dar la vuelta y tuvo que seguir adelante con lo único que llevaba en el bolsillo, un rollo de plástico y una grapadora. La gubia era de su hijo, que estudió Bellas Artes. Él sabía que no iba a usarla en la vida, pero como parecía que era una cosa por la que tenía que pasar la compró. César, al principio, tenía complejo, porque no llegó a acabar la carrera y no sabía cómo hacer claroscuro. Entrar era dificilísimo, porque se presentaban seiscientas personas y al final sólo dejaban pasar a ochenta. Él, cuando vio que algunas se pasaban un año entero metidas en una academia fro-
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tando un lienzo negro con una goma y un difumino, se dijo que no, que lo suyo iba a ser naïf para siempre. Ya se lo decía un profesor que tuvo, muy bueno: “tú ibas para hiperrealista pero te quedaste en naïf”. César, a quien lo que 1 (…) En sintonía con sus dibujos y pinturas de autómatas, interiores alienígenas y jardines marcianos, Fernández Arias venía levantando una serie de piezas que oscilaban entre ruinas del futuro y restos de un naufragio sideral, utensilios caídos desde un platillo volador seriamente averiado e ídolos de una religión en trance de desaparición. (…) Pocos artistas contemporáneos pueden vanagloriarse de haber creado un universo tan singular y propio como el que ha dibujado, pintado y modelado este singular artista, con esa estricta disciplina de un Noé construyendo su arca donde poner a salvo, de algún cataclismo más o menos remoto, la más extraña flora y fauna (…). Raúl Eguizábal, Otra vuelta de tuerca a C.F.A. Del catálogo César Fernández Arias. Esculturas. Galería Sen, Madrid, 1999.
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más le gusta del mundo es aprender, se iba a su casa y se ponía a hacer bodegones, a ver si se le pegaba algo, pero no había manera. También pasó por la escuela de Artes y Oficios, ávido de experimentar con moldes perdidos, pero allí sólo se trabajaba con el molde italiano y frotando pies de escayola. Al final lo mandó todo a paseo y se decidió por su exabrupto pictórico de interiores alienígenas y jardines marcianos, creando un universo propio con la disciplina de un Noé1 moderno. Es, dice, lo que tiene la pintura, un territorio en el que cada uno inventa sus propias leyes. A ello le ayudó mucho Tony Crack, un escultor inglés con el que realizó un taller hace unos ocho años y que le vol-
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vió la cabeza del revés. Cuando le veían, sus amigos le preguntaban, extrañados: “¿pero qué te ha hecho ese Tony Crack?”. Porque César le hablaba a todo el mundo de él. Con Crack –aunque en el fondo ya lo sabía– aprendió a ‘nominar’ material, pensando para sus esculturas asociaciones insólitas realizadas con materiales baratos –gratuitos, incluso, rescatados de la calle o de un contenedor–, disponibles en abundancia y fáciles de encontrar. También le reforzó en su argumento de que la actividad artística no tiene por qué ser muy compleja o sofisticada. Lo único importante –y lo más difícil– es pensar una buena idea, que no será la primera, y tener paciencia y honestidad para dejar
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que madure. Aunque en eso el mercado no ayuda nada. El mercado quiere que las cosas vayan ligeras, que los niños coman chicle y que tengan un móvil cuanto antes y lo lleven al colegio. Eso es un disparate. Y lo peor, dice César, es que algunos se lo creen. Hoy en día muchos artistas jóvenes quieren exponer enseguida, sin pasar por el proceso de pintar de verdad, y eso es un error. ¡No te preocupes tanto por el éxito, disfruta de lo que estás haciendo! –exclama–. El éxito llega o no llega, y a algunos les llega y luego caen, hay de todo. César, aunque reconoce que las mieles de la vanidad a veces te pueden hacer perder los papeles, predica la resistencia con el ejemplo, disfrutando del paisaje en medio
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del pelotón, como los buenos ciclistas, y haciendo lo que le da la gana la mayor parte del tiempo. En el fondo, piensa César, esto de la actividad plástica se parece mucho a lo que grita la gente en las manifestaciones: ¡Bajad de los balcones a la calle! O en el fútbol: ¡Menos espectadores pasivos y más participación activa! Se trata de hacer, y no de ganar un premio, o de mirar desde la barrera. Y no importa cómo lo hagas, asegura, de todo vas a aprender. César lo sabe bien, y por eso le gusta todo, hasta las malas exposiciones. También leer, ver cine, escuchar música, viajar, los object trouvé… y perderse por las calles, montar quioscos constructivistas y meter la
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nariz en los talleres de Usera, un barrio de Madrid en el que asegura que viven muchos artistas buenos, pero a los que no va a ver ningún comisario porque la mayoría se pasan el día sentados en su despacho del centro. César, por el contrario, es como Sherlock Holmes. Piensa que detrás de cualquier trabajo, por modesto que sea, hay un tipo que se lo creyó y se lo curró mucho, y eso hay que valorarlo. Él practica ese ejercicio a menudo, y por eso ve más que muchos, y más lejos. Ya lo hacía de pequeño, en Venezuela, cuando su padre le compró a su tío, que era marchante, varios cuadros de un joven Eduardo Arroyo y otros pintores un poco raros para la época. A César aque-
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llo le entraba por los poros. Le tenía mucho cariño a esas telas, de las que además no se preguntaba el significado, ni mucho menos. Las disfrutaba y punto, cocinándolas en su interior a fuego lento. Ya saldrían después en forma de tigres circenses, moscas, cactus, relojes de estación, trompetas o greguerías. Lo que descubres por ti mismo, dice, se te queda dentro. Eso lo saben muy bien los niños de sus talleres de pintura y construcciones, a los que alienta constantemente en su esfuerzo por diseñar una nave espacial con una sillita encima, una mosca verde con tarrinas de petit suisse, o un barco con un tiburón dibujado en la vela. Para los niños, César no es un profesor, es simplemente
César. “¡Oye, César!”, le dicen. “Tengo una idea”. Él confiesa todas las suyas, y les advierte: yo lo hago así, pero se puede hacer de otra manera. En sus clases hay clavos con cabeza y sin cabeza, pistolas de silicona, bobinas de hilo trenzado, corchos, alambre de hierro dulce, palitos y cucharitas de helado, botones, chapas de refrescos, escarpias, tuercas, maderitas, hueveras de cartón, tinta china, serrín, teclados de ordenador, martillos pequeños, cartón pluma, alicates, sierras de costilla, cepillos de púas, punzones y un botiquín, entre otras muchas cosas. A veces clava el punzón en la mesa para darles un susto, y así aprenden que es una cosa potente y peligrosa, y que hay
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Invitación a dibujar César Fernández Arias (Caracas, 1952), escultor, pintor y dibujante, se dedica desde hace ya muchos años a la tarea cotidiana de crear obras maestras. Madrileño desde los años 70, en 1977 expuso por primera vez en la Galería Artis de Santander, y desde entonces no ha dejado de hacerlo, en muestras tanto individuales como colectivas. Tampoco de realizar magnéticas ilustraciones en prensa, en especial para el diario El País, en cuyo suplemento El País Semanal publica regularmente. También lo hizo durante años en el primitivo El País de las Tentaciones, hoy moderno EPS, en cuyas páginas manufacturó memorables viñetas. El inconfundible estilo de César Fernández Arias, a medio camino entre el tótem mecánico y la candidez del arte primitivo, se ha prodigado además en libros maravillosos, ora en compañía del poeta y artista plástico Ángel Guache –Piano, piano, Torpedos flamencos, Fútbol, Canciones para interpretar con maracas o el más reciente Cortometrajes–, ora en solitario –Abecedario, Viñetas–, ora en abrazo fraternal con el disparatado Ramón Gómez de la Serna. Sus epatantes imágenes para 100 greguerías ilustradas (y seleccionadas por Herrín Hidalgo) publicadas por la editorial Media Vaca, hicieron de él el flamante ganador del 2º Premio Nacional a las Mejores Ilustraciones de Libros Infantiles y Juveniles 2000, concedido por el Ministerio de Cultura. César, que la primera vez que vio un ordenador se dijo a sí mismo: “¡Qué lío! Esto es infinito, aquí puedes hacer lo que te de la gana. Ahora bien, lo importante es saber qué quieres hacer”, mantiene a raya a la infernal máquina enhebrando a mano la mayoría de sus trabajos. Agitador urbano, en 1998 dio a luz el periódico mural ilustrado El Cartel junto a Mutis, Eneko y Olaf con el sano objetivo de reivindicar la calle como espacio de opinión pública –también participó en él Sean, alias Jaques le Biscuit, sustituto de César durante algún tiempo–. Enemigo del consumismo descerebrado, César actúa también como “motivador” en numerosos talleres. Famosos son ya los organizados “a la manera de” los constructivistas rusos, o el Taller de pintura y construcciones para niños entre 6 y 14 años que desde hace varios años imparte en el Círculo de Bellas Artes de Madrid –espacio en el que también ha realizado talleres de títeres–, y de cuyas maravillas Media Vaca ha editado un libro del mismo título, igualmente maravilloso y acompañado del formidable “Cuaderno para dibujar” El mundo es como yo quiero. En el taller, su ironía, sentido del humor, inagotable talento y envidiable frescura, aderezada además con la convicción de que “quien tiene una inquietud artística no está para forrarse ni para estar todo el día sentado en la tumbona, sino para hacerse preguntas, reflexionar, y explorar terrenos desconocidos”, se miden día a día con la de unos pequeños pero extraordinariamente agudos contrincantes, siempre dispuestos a preguntar sin empacho cómo se pinta la nieve sobre papel blanco, si los trenes tienen ruedas de recambio o si un robot puede llevar reloj como cualquier persona. Preguntas a las que César siempre responde, claro.
que tener cuidado con ella. Del taller los niños salen con tapices hechos con bolsas de plástico, con espadas y con banderas, y vuelven loco a todo el mundo en el autobús. De vez en cuando, César se anima también a organizar talleres con mayores, pero son mucho más difíciles, porque casi todos dejaron de jugar hace mucho tiempo. Con ellos, él tampoco va de profesor ni nada: es uno más. Un tipo simpático que pone a su disposición unos materiales. Como siempre andan buscándole tres pies al gato, lo primero que les advierte es: la norma aquí es que no hay normas. Y también: venga, venga, no penséis tanto. Lanzaros a la acción. Entonces, cuando arrancan… pues eso. ❧
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