El dibujo, la mano y el alma Una guía para mirar la gráfica popular Texto: Norberto Chaves
Lo que empezó por tener un interés local, regional, nostálgico, romántico o pintoresco, acaba por presentarse como un problema cuya solución interesa a la historia de la civilización. Telésforo Aranzadi
Girando la mirada En la historia de la cultura occidental, el siglo XX quedará signado, entre otras marcas, por un fenómeno peculiar, quizá sin precedentes: la eclosión de las vanguardias artísticas y su distanciamiento respecto de la sociedad. Un marcado desinterés por las formas vivas del gusto social e, incluso, por las herencias históricas, ha ido enrareciendo las obras y restringiendo su disfrute a un reducido círculo social. A mediados del siglo, esta corriente cultural –a pesar de su ya prolongada oficialización– comienza a manifestar síntomas de agotamiento. Y en busca de una reinserción social más viva, retoma con mayor o menor éxito, senderos abandonados. Entre esos intentos, la cultura oficial también vuelve su mirada hacia el trabajo de aquéllos que, ajenos a sus tribulaciones, siguieron haciendo lo suyo sin preguntarse nada: los sectores populares.
La década de los 60 es testigo de los inicios de una tendencia a reconsiderar las manifestaciones no profesionales de la cultura. Y las aportaciones de la antropología, la etnografía y la semiología salen de los claustros académicos, reclamadas para que echen nueva luz sobre la cotidianeidad, entendida como cultura real. Un sano relativismo va poniendo en duda el supuesto valor universal de la cultura oficial y sus géneros, hasta entonces denominados –sintomáticamente– géneros “cultos”. Va creciendo así otra concepción de la cultura, más heredada de la antropología que de la ideología cultural hegemónica. El concepto de “cultura popular” comienza a crecer, ganando espacio y respeto; alentado, además, por los primeros síntomas de anomia, efecto de la creciente hegemonía mundial del modelo consumista. Pues el proceso de globalización no sólo sofoca las culturas de las sociedades dependientes, sino tam-
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bién empobrece –y quizá más drásticamente– a las sociedades hegemónicas y sus respectivas culturas nacionales, otrora exhuberantes. Obviamente, aquella reconsideración de las manifestaciones populares, “marginales” o simplemente no-oficiales de lo cultural es sólo una conducta de las élites: no es la cultura popular la que vuelve por sus fueros, sino la cultura oficial exhausta la que busca abrevar en otras fuentes. Inevitablemente, el motivo de esas búsquedas condicionó el modo de apropiación de lo encontrado: la aproximación inicial a lo ajeno se realiza predominantemente desde una actitud voyeur y expropiadora. Y fruto de esta actitud son tanto el expolio del patrimonio popular y el turismo a países exóticos como el reciclaje “culto” de lo outsider. En esta última vertiente debemos señalar su manifestación quizá más notoria, el “pop art”: una suerte de boutade que
por su cripticidad: el producto no exhibe la menor huella del modo en que fue producido. Y esto no es un mero efecto secundario, sino una intención explícita de la cultura industrial: la ocultación está en su propio sentido. La alta industria aumenta exponencialmente esta característica: sus productos sofisticadísimos presentan unos acabados de precisión “inhumana”, inexplicable; y ocultan pudorosamente el modo en que han sido montados. Ante los ojos de la sociedad, el producto alto-industrial aparece como por generación espontánea. O como por arte de magia; “magia” que, con la informática y sus efectos especiales, pierde todo sentido metafórico. Una de las paradojas más interesantes de la “sociedad del conocimiento”, fruto del desarrollo científico y tecnológico, es haber reinstalado el pensamiento mágico como forma dominante de la representación del mundo. Nadie sabe cómo es que ocurre todo aquello; pero nadie se lo pregunta: basta con creer. La expresión “sociedad del conocimiento” constituye -qué duda cabe- una denominación perversa. La producción gráfica no escapa a ese proceso de encubrimiento sino, más bien, constituye uno de los campos dilectos de la magia, el más al alcance de la población; y ya no sólo en la recepción de las imágenes sino, incluso, en su producción: la tecnología de consumo ha hecho de cada usuario un mago.
Discapacidad logró sacar de su aburrimiento a un sector social inconformista, descreído de su propio currículum cultural. Roland Barthes, ya en 1947, advertía de este problema al referirse a aquella literatura que, seriamente comprometida con la vida y la cultura real de la sociedad, (pensemos en un Rulfo o un Delibes) recrea en lenguaje directo su modo de hablar: “Por mucho que el “hablar” ocupe un lugar cada vez mayor en la creación literaria, no puede eliminar por completo una parte forzosamente convencional del lenguaje literario, la narración”. Es decir: el patrón “culto” –la narrativa literaria– condiciona inevitablemente el modo de procesar el contenido popular. Este cuadro conflictivo nos brinda una referencia para entender los posibles sentidos de una exposición de gráfica popular y, si hay suerte, arrancarle un sentido superador, no limitado a la práctica del voyeurismo o el pastiche.
¿Crisis?, ¿qué crisis? Para intentar esa mirada más profunda a la gráfica popular, previamente tendremos que ahondar en nuestra propia situación cultural; preguntarnos por la forma modélica del fenómeno cultural en las sociedades “avanzadas”. Y, muy especialmente, preguntarnos por el estado de las prácticas culturales, no ya de los profesionales de la cultura sino de la propia sociedad. Es decir, hemos de preguntarnos por el estado de la “cultura popular” de las personas que asistirán a una exposición de gráfica popular. Veremos, entonces, que el panorama no es muy alentador.
Ocultación Una de las características de la producción industrial es el estar oculta a los ojos de la sociedad; no tanto por su distanciamiento de la vida cotidiana, su “clandestinidad”, como
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Y aquí damos con otra paradoja, bella como toda paradoja. En la prestidigitación, son las manos de los prestidigitadores las artífices de sus “efectos especiales”. El mago es un “manitas” en su sentido más extremo. Nuestro tecno-mago, en cambio, carece de manos. En su lugar hay dos o tres dedos rígidos que sólo realizan la operación elemental de teclear. La capacidad manual se extingue y entre las infinitas potencialidades de la mano -esa maquinaria perfecta- se extingue la de producir mensajes escritos o dibujados. Suele decirse que existe una relación directa entre el desarrollo del lenguaje en el ser humano y el salto cualitativo en el desarrollo de su manualidad respecto de los simios. De ser esto verdad existe más de un motivo de preocupación. Uno de los efectos contraculturales de la sociedad industrializada es, entonces, la
pérdida de capacidades de producción cultural de las personas, transformadas en consumidoras de bienes producidos profesionalmente. Y dicho modelo se autolegitima instituyendo la desvalorización de la producción artesanal autónoma como culturalmente retrasada o subdesarrollada. Paradójica-mente (tercera paradoja), la discapacitación cultural se autoerige como forma superior a la autogestión cultural de aquellos que, por uno u otro motivo, han conservado sus capacidades. Esta actitud general se observa también respecto de la comunicación gráfica: la persona que envía una carta manuscrita por correo tradicional es mirada con cierto desprecio o, a lo sumo, con condescendencia por parte de quienes sólo utilizan el correo electrónico y los mensajes de texto de sus teléfonos móviles. La discapacitación se autolegitima para, así, avanzar sin culpa y a mayor velocidad.
Por su parte, la producción industrializada de mensajes gráficos y su precondición -el diseño- ha ido desarrollando sus propios lenguajes, independizándose de la cultura gráfica espontánea, y con ello se ha ido enrareciendo y empobreciendo por simple endogamia.
Amnesia A aquel encubrimiento del modo de generación del producto se suma otra ocultación, ésta en el orden del tiempo: se desconoce la procedencia de los códigos que rigen la forma de las cosas y los mensajes. Nuestra sociedad, su experiencia vital, se instala en un presente absoluto: nada tiene historia, por lo tanto no hay nada que recordar, por lo tanto nada recordamos. Los mensajes salen “de la nada” para quien los lee; pero también para quien los produce. La comunicación descansa en el
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manejo de un repertorio de paradigmas socialmente en boga; repertorio exiguo por efecto de la citada amnesia. Por consiguiente, crece el volumen de mensajes vacuos, “mensajes-sin-mensaje”, a los cuales la sociedad comienza a acostumbrarse y a asumirlos como la situación normal. El olvido del patrimonio, donde residen las reglas de la comunicación -que no se inventan sino se obedecen- conlleva un creciente silencio que, por fuerza del horror vacui, es sustituido por el opuesto simétrico de la comunicación: el ruido. Reza un “sticker” en una habitación de adolescente, en medio de sus posters de rock: “IF IT'S TOO LOUD; YOU'RE TOO OLD”. Observar a nuestros hijos es ver nuestro futuro.
Extrañamiento Como efecto recíproco, la incapacidad para dibujar, para escribir, sumada al olvido de los
fuera para dejar una huella personal legalmente reconocible como lo es la firma: sorprendente supervivencia jurídica de lo analógico en una sociedad en la cual hasta la identidad está computada. El quehacer gráfico espontáneo expresa, sin inhibiciones, todas las dimensiones del mensaje: obviamente su contenido; pero también la personalidad y talante del emisor; el nivel de registro de su discurso, o sea, el tipo de relación con los destinatarios; la intención del mensaje; la voluntad estética o corriente del gusto; las condiciones objetivas de lectura. Y, a través de todo ello, se expresan inevitablemente las características del entorno cultural de pertenencia del ejecutor del mensaje. Observemos algunas de sus características más salientes.
Pertenencia El cerrajero que dibuja una llave en la puerta de su taller lo hace como una de sus actividades propias: como hablar, como vestirse, como pintar un tiesto. Con la misma autoridad con que arregla las cerraduras, dibuja el cartel con el cual ofrece sus servicios. No está haciendo algo impropio, algo que no sea suyo, algo que debería hacer otro; sino algo que forma parte de sus quehaceres. Lo hace con la misma propiedad con que su esposa borda un mantel o teje una bufanda.
Inmediatez antecedentes gráficos, vuelve críptica toda obra gráfica no industrial: el bisonte de las cavernas comienza a ser tenido por obra de extraterrestres. El trabajo, humano por excelencia, se vuelve extraño: cuarta paradoja. La obra de nuestros ancestros aparece ante nuestros ojos estupefactos como algo inexplicable, increíble... sobrehumano. Todo yacimiento arqueológico es un catálogo de nuestras insuficiencias: no hemos acumulado, hemos sustituido. La sociedad avanzada experimenta una mutación que es fruto de dos procesos combinados: el acelerado distanciamiento de su propio patrimonio cultural -relegado al carácter de bienes de consumo museístico- y la acelerada discapacitación para la producción cultural autónoma -delegada en la producción industrial de bienes de consumo simbólico-. A partir de este diagnóstico se entiende que, sobre todo discurso contemporáneo acerca de la cultura -desde la opinión espon-
tánea hasta las reflexiones de los especialistas- penda un enigma básico: ¿esta situación será de algún modo reconducible hacia un reencuentro entre la vida y la cultura?
La gráfica popular A diferencia de la gráfica profesionalizada, en la gráfica popular se expresan inevitablemente, todos los planos del fenómeno comunicacional. Y esto no se debe a ninguna supuesta jerarquía o superioridad de lo popular, sino al simple hecho de su inmediatez. Comparte con el habla coloquial y sus jergas la transparencia propia del repentismo en la comunicación: “escríbeme cualquier cosa y te diré quien eres”. Nada similar puede decirse de un mensaje escrito en helvética en la pantalla del ordenador. No casualmente, aún en las sociedades tecnificadas, resulta inevitable recurrir a la acción gráfica espontánea; aunque más no
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La producción gráfica popular es mayoritariamente artesanal y, por tanto, inmediata: la pieza se va definiendo al tiempo que se va realizando. No hay proyecto previo; la premeditación es mínima. A partir de cierta idea general de cómo ha de ser aquello, el dibujante espontáneo se lanza a realizarlo y va corrigiendo y agregando rasgos a medida que la imagen que va apareciendo ante sus ojos se lo va sugiriendo o exigiendo.
Naturalidad Lo anterior lleva implícita la irreversibilidad: el dibujante espontáneo hace trapecismo sin red. Y, dado que la premeditación es mínima o nula, la pieza transmite naturalidad: se pinta un cartel (“SE VENDEN HUEVOS”) como quien deja una nota (“VENGO ENSEGUIDA”). La pieza final, por lo tanto, no sólo dice lo que debe decir, sino narra también el proceso por el cual ha logrado decirlo. De allí su
calidez, su proximidad: en el cartel está el mensaje, la mano y sus temblores, los errores y sus correcciones. Lo “anónimo” es, a la vez, absolutamente personal: el dibujo, la mano y el alma.
Modestia La gráfica popular no es anónima -como suele sostenerse- pues, en su entorno directo, el emisor es individual y conocido: el frutero, la verdulera, el dueño del restaurante. En todo caso, es anónima para el viandante desconocido o se vuelve anónima con el tiempo. Pero la gráfica popular sí es anónima en el sentido de que el emisor no la considera una obra que deba autoatribuirse. Por más cariño que ponga en su factura, el dibujante no hace aquellas piezas para que piensen en él. Ni jamás se le ocurriría firmarlas, guardarlas, enmarcarlas y exhibirlas. Sólo a nosotros podría ocurrír-
senos, por ejemplo, montar una exposición de gráfica popular. La pieza espontánea es puro mensaje y, por lo tanto, está volcada sobre el público receptor, como un grito, como un llamado. Así como nadie firma un piropo o un aplauso nadie firma un “PINTURA FRESCA”. El emisor se evidencia como emisor pues ello forma parte de la propia información, del sentido del mensaje; pero “emisor” no es “autor”.
tación del individuo no está en la transgresión o la invención de códigos artificiales; pues ello pondría en riesgo el éxito comunicacional. La aportación del individuo está en la interpretación imaginativa de esos códigos, su manejo claro, contundente y atractivo. Exactamente tal como ocurre con el habla. Podemos aludir, entonces, a la convencionalidad de la gráfica popular, o sea, su condicionamiento cultural.
Utilidad
Estética
A diferencia del arte, la gráfica popular carece de sentido en sí misma: éste está dado por una finalidad exterior que la trasciende. Desde la simple información hasta la decoración de un objeto o un local, la gráfica está “fuera de sí”, al servicio de una utilidad. Y en tanto en su esencia está el comunicar, esta gráfica recurre a códigos socialmente diáfanos, preservados de toda cripticidad. La apor-
Como todo mensaje natural, como toda pieza de comunicación interpersonal, la gráfica popular posee una dimensión estética que no es un agregado aleatorio sino un factor esencial al éxito comunicacional. Nadie dibuja un cartel para producir desagrado en el lector. Ni siquiera para producir indiferencia: toda comunicación humana apela a la seducción, a la atracción posi-
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tiva del interlocutor; y un instrumento irrenunciable de la seducción es la belleza, la calidad estética del mensaje. La gráfica popular echa mano, entonces, a reglas armónicas no del todo conscientes, intuiciones formales que, involuntariamente, ponen a la vista unas estéticas que trascienden al gusto personal. Cuanto más espontánea la expresión, más sólidamente anclada a la sensibilidad estética de la comunidad de referencia. En la forma del mensaje gráfico espontáneo, más que el gusto del autor, vive el gusto imaginado del destinatario, o sea, de la comunidad. En síntesis: la gráfica popular es una manifestación más de la cultura social, o sea, del acervo de usos, habilidades y costumbres de una comunidad y de cada uno de sus miembros. Es expresión directa de esa comunidad, la exteriorización de su universo simbólico. Integra el mismo paradigma que la cocina popular, la jerga, el baile, la cultura
indumentaria, la gestualidad. Emana de la propia comunidad y vuelve a ella como su imagen en un espejo. Es el alma de esa comunidad vuelta visible. Exactamente lo contrario al consumo; actividad que la suple (conflictivamente) en la sociedad alto-industrial.
¿Y ahora qué? La sociedad de consumo tiene en la discapacitación cultural de sus miembros un mecanismo estructural de sustento: una comunidad de individuos habilidosos conduciría al mercado a la quiebra. Pero tal principio genera un nuevo malestar, otro “malestar en la cultura”: la desesperación de tenerlo todo y no saber hacer nada. Síntoma de este malestar son todas las prácticas “alternativas” que genera el mercado como paliativo, devenidas ellas mismas consumo: el bricolage, los deportes de ries-
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go, el turismo aventura, los cursos de cocina, los manuales de sexología...: intentos de recuperar la sensación de que uno sabe hacer algo, de que es productor y no mero consumidor pasivo. En esa recuperación, la gráfica va atrasada: ni los diseñadores saben ya dibujar. Y la escritura manual no sólo se está perdiendo, sino que la sociedad ve, en esa pérdida, un privilegio. La manu-factura sigue teniendo mala prensa; a pesar de su silenciosa eficacia: al dejar en la puerta un papelito que pone con rotulador “Vuelvo enseguida. Espérame”, no hará falta firmarlo. Y el ser querido reconocerá la letra y esperará. La síntesis entre el autodesarrollo productivo en lo cultural y la integración culta de las prótesis tecnológicas está aún pendiente. Nuestra sociedad está de ida; desconoce todavía las vías de retorno y sólo tímidamente comienza a preguntarse por ellas. Se trata no sólo de poner en entredicho la comida industrializada y aprender a cocinar, sino también preguntarse por los valores insustituibles de una carta manuscrita, sin por ello renunciar a las ventajas de la informática. El desafío está en atreverse a recuperar las prácticas más ricas y complejas: aquellas en las que se ponen en acción todas las capacidades personales; y compensar así la tendencia a la unidimensionalidad inevitable de los mecanismos sustitutivos. Pues el abuso de las prótesis superfluas genera las discapacidades que las vuelven imprescindibles. Para concluir podemos retomar las palabras de Roland Barthes que nos ha dejado, entre su legado, esta bella confidencia: “Con frecuencia, me he preguntado por qué me gusta escribir (a mano, se entiende), a tal punto que, en muchas ocasiones, el placer de tener frente a mí (cual banco de carpintero) una bella hoja de papel y una buena pluma compensa, a mis ojos, el esfuerzo a menudo ingrato del trabajo intelectual: mientras reflexiono en lo que he de escribir (eso es lo que ahora ocurre), siento como mi mano actúa, gira, liga, se zambulle, se levanta y, muchas veces, por el juego de las correcciones, tacha o hace estallar la línea, y ensancha el espacio hasta el margen, construyendo así, a partir de trazos menudos y aparentemente funcionales (las letras), un espacio que es sencillamente el del arte: soy artista, no porque figuro un objeto. Sino, más fundamentalmente, porque, en la escritura, mi cuerpo goza al trazar, al hender rítmicamente una superficie virgen (siendo lo virgen lo infinitamente posible)”. l