Suplemento donald trump

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Suplemento de Gold Newspaper / Editor José Angel Lagos-J.

Donald Trump

Un año en la Casa Blanca. Un año de desaciertos y confrontación


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NO HAY DOS DONALD TRUMP El tiempo en política es una sustancia altamente inestable. Siempre va por delante pero solo se entiende mirando atrás. Es algo que saben bien los sociólogos estadounidenses. Desde hace un año, sus sensores han detectado un seísmo únicamente comparable al que en 1968 sacudió al país. Una falla que, según las encuestas, ha dividido a la sociedad norteamericana como nunca en medio siglo y que tiene una causa bien establecida: Donald John Trump (Nueva York, 1946). Retroceder 50 años no es caer en una fecha cualquiera. 1968 fue el año en que Estados Unidos perdió la inocencia. Robert Kennedy y Martin Luther King fueron asesinados. Richard Nixon ganó las elecciones. Las protestas civiles sacudieron el país. Y en Vietnam, la ofensiva del Tet y la matanza de My Lai, hicieron sentirse bárbaros a muchos americanos de buena fe. Fue una fecha para la memoria, como ha sido en muchos sentidos el primer año de Trump. “Al igual que en 1968, vivimos un choque entre dos formas de ver el mundo: emergen profundas contradicciones y hay un esfuerzo por redefinir y desmantelar instituciones”, explica Victor Davis Hanson, historiador en la Hoover Institution de la Universidad de Stanford. En 12 meses, sin necesidad de guerras ni magnicidios, se han roto todos los moldes; el presidente de Estados Unidos ha insultado y amenazado, mentido y despreciado. Ante los ojos estupefactos del planeta, ha convertido la Casa Blanca en un show en sesión continua. El resultado ha sido enfermizo. La fractura social ha alcanzado niveles que no se registraban desde Vietnam. Su valoración es la más baja de un presidente a estas alturas de mandato. El desprestigio de las instituciones, ese proyectil que él tanto utilizó en campaña,


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se ha abismado y su propia administración es vista como disfuncional por el 70% de los ciudadanos. “Ha roto con el papel simbólico de la presidencia. Trump no trata de estar por encima de la refriega ni le importa aparecer como justo. Tampoco le preocupa la imagen de EEUU en el mundo. Sus normas se reducen al poder y la humillación del enemigo”, afirma Andrew Lakoff, profesor de Sociología de la Universidad California Sur. El daño es ciclópeo y en otro país de contrapesos más débiles habría desencadenado una crisis institucional. Pero lejos de cualquier temor, Trump sobrevive y ya sueña con la reelección. ¿Cómo es posible? Los expertos indican que el presidente vive seguro bajo la bandera del patriotismo y la xenofobia. Desde los albores de su campaña ha sabido destilar los miedos de la población blanca rural para obtener un combustible de alto octanaje. Fracturando al electorado, se ha quedado con ese 40% de los votantes registrados que le es fiel, que odia la globalización y teme al inmigrante. A ellos dirige sus mensajes y por ellos sacude diariamente al mundo con sus invectivas. “Ese núcleo duro le adora como en un culto religioso. Creen en lo que diga y apoyan lo que haga”, indica el profesor Larry J. Sabato, director del Centro para la Política de la Universidad de Virginia. En la polémica, Trump se sabe fuerte. La altisonancia le eleva y distingue. La palabra es un arma en sus manos. Se pudo ver el mismo día de su investidura, hace hoy justo un año, cuando después de jurar sobre la aterciopelada biblia de Abraham Lincoln entonó un enfurecido canto nacionalista y dio por inaugurada la era de América Primero. Fue la apoteosis del aislacionismo. La


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doctrina de la que Estados Unidos nunca ha escapado del todo y que ha determinado la política exterior de Trump. En un año, el presidente de EEUU ha negado la mano a la canciller alemana, Angela Merkel, y humillado al presidente mexicano, Enrique Peña Nieto, ha despreciado a Europa, revertido el acuerdo de libre comercio del Pacífico (TPP), puesto en la cuerda floja el Tratado de Libre Comercio con América del Norte, abandonado el pacto contra el cambio climático… Todos estos movimientos los ha dado con la vista puesta en el ombligo. Aunque en muchas ocasiones, como en el caso de Irán, haya ido menos lejos de lo prometido y en la trastienda se haya mostrado más prudente que en su cuenta de Twitter, sus mensajes le han presentado ante su núcleo duro como el campeón que cumple sus promesas y antepone los intereses americanos a los extranjeros. A esta imagen flamígera ha ayudado otro factor que también asomó en su investidura. Tras la toma de posesión, aseguró contra toda evidencia que había sido la más multitudinaria de la historia. Ante las imágenes de la ceremonia de Obama que le desmentían sin atisbo de duda, sus asesores rebuscaron en la chistera y respondieron con la teoría de los “hechos alternativos”. Había nacido la realidad paralela de Trump. Un universo donde no importa el contraste empírico sino el efecto ante el votante. A esa criatura escénica, que algunos días roza el delirio, Trump pronto incorporó el bombardeo a los medios críticos (The New York Times, The Washington Post, CNN…) a los que calificó de “enemigos del pueblo”. La estrategia, marcada por su antiguo consejero áulico Steve Bannon, pasaba por considerarles un brazo opositor y, por tanto, una fuente de información


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sesgada. “Ya no cuentan la verdad, no hablan para la gente sino a favor de intereses ajenos”, clamó el presidente. Construido el enemigo permanente, creada la realidad paralela, Trump ha dispuesto de un escudo contra los embistes de su mayor pesadilla: la trama rusa. Las investigaciones para determinar si su equipo electoral se coordinó con Rusia en la campaña de intoxicación contra Hillary Clinton se han vuelto un escándalo perpetuo. Trump quiso liquidar el caso forzando, a través de Departamento de Justicia, la salida del director del FBI. La maniobra devino un desastre mayor. En un juego de contrapoderes típicamente estadounidense, su propia Administración acabó nombrando un fiscal especial para hacerse cargo del caso y despejar cualquier sombra de sospecha. Desde entonces, el cerco no ha dejado de estrecharse. Ya hay cuatro imputados, entre ellos el exconsejero de Seguridad Nacional Michael Flynn y el antiguo asesor de campaña Paul Manafort. Y nadie duda de que pronto habrá más. Hostigado, Trump ha respondido quemando puentes. Se ha declarado víctima de una “caza de brujas” y no ha dudado en acusar de parcialidad al fiscal especial, Robert Mueller. La posibilidad de un impeachment sigue lejana y el presidente cuenta con que su partido, que controla ambas Cámaras, no está dispuesto a abrir la puerta a ningún juicio. Pero la beligerancia presidencial y sus exabruptos constantes a los investigadores han ofrecido al mundo uno de sus rasgos más pavorosos: la inestabilidad. Colérico, desmesurado, atronador, Trump ha pulverizado cualquier precedente. Lo inimaginable se ha hecho realidad y ni siquiera la seguridad nuclear se ha librado de este festival. Mientras el aparato militar y diplomático estadounidense se enfrascaba en un complejo pulso para frenar la carrera


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armamentística norcoreana, el presidente no ha dejado de jugar al matón de patio. Ha llamado “gordo, bajo y hombre cohete” al no menos megalómano Líder Supremo, Kim Jong-un; se ha jactado de tener un “botón más grande y poderoso” e incluso ha amenazado con devastar Corea del Norte. Esta inflamación verbal crónica ha extremado la disputa sobre su estado mental. Unas dudas que él ha tratado de despejar aumentando sus apariciones públicas y sometiéndose a un test cognitivo. Equilibrado o no, la agitación permanente en la que vive ha oscurecido su mandato. Sus éxitos, fuera de su esfera de influencia, han quedado rápidamente diluidos. En un tiempo de bonanza económica, con Wall Street tocando máximos históricos y la cifra más baja de desempleo desde 2001, hay quien se pregunta qué habría ocurrido si Trump no escribiese en Twitter. ¿Cómo sería su mandato?¿Cómo se entenderían la entrada del conservador Neil Gorsuch al Tribunal Supremo o la reforma fiscal, con su recorte de 1,5 billones de dólares en 10 años y sus repatriaciones masivas de capital? El propio Trump parece haber sido consciente de esta interferencia y, sin dejar de hacer ruido, ha iniciado un cambio estratégico. Desde la humillante derrota ante el Obamacare, donde no logró ni el apoyo mayoritario de su partido, el presidente se ha ido acercando al establishment que tanto decía odiar. En este camino ha prescindido del ideólogo del miedo, Steve Bannon, y ha forjado alianzas con los líderes republicanos en las Cámaras. “Las mayorías republicanas en el Congreso le han salvado de sí mismo”, dice el profesor Sabato. “Ha sido una capitulación del Partido Republicano ante el trumpismo”, añade el sociólogo Lakoff.


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Instintivo como pocos, Trump ha advertido el peligro que le acecha en las elecciones legislativas de 2018 y no se ha quedado quieto. Ha avanzado, negociado y abrazado a los dueños del pantano. Ha cambiado el paso, pero no ha dejado de ser Trump ni de cavar la zanja. Día a día, incontenible y furioso, ha mantenido la estrategia de la tensión y ahondado la sima que divide como nunca desde 1968 a los estadounidenses. Ese abismo es, de momento, su principal legado.

En Blanco y Negro El muro. El veto migratorio. Los “países de mierda”. La deportación de dreamers. La expulsión de salvadoreños, nicaragüenses y haitianos. El rechazo a los refugiados. La reducción a la mitad de las green cards… Donald Trump ha construido su presidencia con un continuo ataque a la inmigración. A diferencia de su admirado Ronald Reagan, ha dado la espalda a la noción de Estados Unidos como tierra de emigrantes y ha puesto en marcha una singular clausura del sueño americano. El proyecto de nación ha llegado a su fin y es hora de cerrar las fronteras. La apertura ya no es necesaria. América ya no está en construcción. Sino que ha cristalizado en una forma que hay que aprestarse a defender. Es la doctrina de América Primero. De una América que él, blanco, multimillonario y enamorado de su propia genética, considera la mejor del mundo.


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Cronología de un presidente atípico TRUMP LASTRA LA IMAGEN DE ESTADOS UNIDOS COMO LÍDER MUNDIAL En la era Trump, la imagen de Estados Unidos como líder mundial se desploma. Solo el 30% de encuestados por la empresa Gallup en 134 países da su visto bueno a EE UU en ese papel. La potencia pierde el primer puesto del que disfrutó durante la mayor parte del mandato de Obama para quedar rezagada frente a Alemania (41% de aprobados) y, aunque solo por un punto, también sale peor parada que China, cuyo liderazgo logra un 31% de aceptación global. La caída supone la mayor registrada en los diez años de la serie de encuestas, de la que acaba de publicarse la edición de 2017, que Gallup realiza desde hace 10 años sobre el liderazgo global. Sin embargo, esta no es la primera vez en que EE UU pierde el primer puesto. En la última etapa del mandato de George W. Bush, el índice de aprobación de EE UU se hundió hasta el 34%, por debajo, como ahora, de China y Alemania. El país se ha granjeado también un 43% de desaprobación, el mayor rechazo de los últimos años, y muy superior al que suscitan otras potencias, como Alemania (25%), China (30%) y Rusia (36%).


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La diferencia con su predecesor, Obama, que se despidió de la Casa Blanca con una aprobación 48% de otros países, es evidente. Trump se estrena con 18 puntos menos y cae especialmente en países aliados de América y Europa Occidental. Solo en Canadá, el descenso es de 40 puntos, y en el resto de países americanos es de dos dígitos, con la única excepción de Venezuela, donde cae nueve. Con todo, el daño en imagen no se restringe al ámbito de los países cercanos. En 65 de los territorios donde se ha realizado la encuesta EE UU pierde diez o más puntos. solo mejora en la misma medida (10 puntos de diferencia) en cuatro: Israel, Bielorrusia, Macedonia y Liberia. En Rusia, el país junto a Islandia donde menos se aprueba el liderazgo estadounidense, el índice sigue siendo muy bajo (8%), pero por primera vez en la serie es mejor que el del año anterior. Además de estos países, en Europa, Portugal y Suecia son los que peor perciben a EE UU como líder; Kosovo, Albania y Polonia, los que más reconocen su papel. En España, la caída en solo un año es de 27 puntos. En junio de 2017, con apenas medio año en el poder, otra gran encuesta, de Pew Research Center, daba cuenta del impacto negativo de Trump en la imagen de Estados Unidos. De media, solo un 22% de encuestados mostraba confianza en que el presidente actuara de manera correcta en la escena internacional. Un 64% llegó a obtener Obama antes de despedirse del poder.


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En los "países de mierda" Trump no gusta En lugares calificados recientemente como "países de mierda" por el mandatario, como Haití o El Salvador, se constata también un enorme daño en la imagen, pero es aún mayor en Noruega, que Trump ponía como buen ejemplo de origen de emigrantes. Algo parecido ocurre en Afganistán, a cuyos habitantes, según informó The Washington Post, menospreció como terroristas. De los nigerianos afirmó que nunca "volverían a sus cabañas" en África tras quedar fascinados por Estados Unidos. En Nigeria, curiosamente, mejora algo la valoración estadounidense. Trump también se ha referido en términos despectivos a China en el pasado, pero la empresa de encuestas no mida la aprobación de EE UU en el país asiático.


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Yo, Trump Donald Trump es directo. Entra en cualquier discusión sin preámbulos. Corto y duro. Las presentaciones le aburren. Odia los informes largos. Nada de circunloquios. Todo tiene que ser rápidamente metabolizado. Una estrategia política cabe en un tuit, un acuerdo en una conversación. No hay nada que no pueda ser reducido, compactado, exhibido. Por eso ama Twitter. Y aún más la televisión. Frente a la pantalla pasa, según las reconstrucciones más rigurosas, un mínimo de cuatro horas diarias. Le gusta especialmente la extraplana que hizo instalar en el comedor, y cada mañana lo primero que ve es el conservador Fox and Friends. A partir de ahí empieza a escudriñar, no ya lo que ocurre en el mundo sino lo que el mundo piensa de él. Y si algo no le gusta, brama. Y cuando brama, a nadie se le escapa. Su gabinete, sus generales, sus adversarios, el orbe entero lo descubre al instante. Es ya una liturgia. De lunes a viernes, a eso de las seis de la mañana, a veces con un big mac en la mano y una coca-cola light esperando, Donald Trump lanza su metralla en Twitter. Lo hace, según los medios estadounidenses, desde la cama, en pijama y casi siempre solo. La intimidad es algo sagrado para él. No comparte habitación con su esposa Melania y desde que llegó al 1600 de Pennsylvania Avenue exigió, en contra del servicio de seguridad, colocar una cerradura en su puerta. Ahí dentro, con la televisión encendida y el móvil en la mano, el antiguo rey de la telerrealidad se crece. Puede ser una amenaza al juez que ha paralizado su veto migratorio, un ataque a los medios críticos, una acusación de espionaje a Barack Obama, un insulto sangrante a la presentadora Mika Brzezinski, otro a un jugador negro de fútbol americano, un indulto al sheriff racista Joe Arpaio, una invectiva al alcalde musulmán de Londres en pleno atentado terrorista… El presidente dispara tuits como si estuviera en una caseta de feria. Incansable, en un año ha


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apretado el gatillo más de 2.300 veces. Los fake news (bulos), Corea del Norte, Rusia, Hillary Clinton y México ocupan los primeros lugares. Son sus obsesiones y también un fresco que le retrata con nitidez. Trump, ante todo, se fía de sí mismo. Poco importa que jamás haya ocupado cargo político alguno. Si ponen en duda su equilibrio mental o su solvencia, responde que es “un genio”. Si le afean su edad, fulmina a su interlocutor, como hizo con el líder norcoreano Kim Jong-un, llamándole “gordo y bajo”. Es un mecanismo previsible. No duda, no calla, no transige. Y cuando percibe una amenaza, embiste. “Si alguien te ataca, le atacas de vuelta diez veces. Así, al menos, te sientes a gusto”, proclamaba cuando impartía clases sobre cómo triunfar en los negocios. Es posible que este juego feroz le deparase éxitos en su época de tiburón inmobiliario. Pero desde que el 20 de enero de 2017 cruzó el umbral de la Casa Blanca, hace temblar al mundo. “Su autoestima supone un riesgo. Cuando se siente agraviado, reacciona impulsivamente, construyendo una historia autojustificativa que no depende de los hechos y que siempre se dirige a culpar a otros”, ha escrito Tony Schwartz, el hombre que fue su sombra durante más de un año y que coescribió The art of the deal (El arte del trato), el bestseller autobiográfico de Trump. Esta tendencia se ha agudizado. Quienes creyeron que su investidura le iba a domesticar, se equivocaron. A sus 71 años, con cinco hijos, nueve nietos, 500 empresas y una fortuna superior a los 3.500 millones de dólares, Trump sigue salvaje y suelto.


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“Es peligrosamente inestable para alguien que tiene la responsabilidad nuclear. No soporta la crítica ordinaria y muchas de sus respuestas tienden a mostrar un comportamiento violento”, explica Bandy X. Lee, profesora de la Escuela de Medicina de Yale, quien ha levantado una enorme polvareda en EE UU al pedir con otros 27 psiquiatras que se le practique de forma urgente un examen mental. Se trata de un solicitud que, pese a ser minoritaria y carecer del apoyo de la Asociación Americana de Psiquiatría, ha llevado a un grupo de parlamentarios, todos demócratas menos uno, a citarse con la profesora Lee. Detrás de la reunión estaba el afán de golpear de la oposición, pero también la perplejidad que genera la conducta del presidente. Educado por un padre implacable, Trump vive en continúa tensión. A diferencia de su hermano mayor, que murió alcoholizado a los 42 años, él resistió. “Me metieron en los negocios muy joven; mi padre me intimidaba como a todo el mundo, pero permanecí a su lado y me granjeé su respeto. Nuestra relación era de casi empresarial”, escribió en The art of the deal. Forjado en la dureza, la existencia se tornó para él puro combate. Un esquema binario donde solo cabe ganar o perder. “Está en guerra con el mundo y únicamente ve un camino: dominar. Trump se dota de sentido en la conquista”, ha señalado Schwartz. El resultado de esta actitud es que, lejos de adoptar la pose olímpica de ciertos presidentes tras ganar las elecciones, el multimillonario sigue en campaña. No hay día en que no mime a los suyos y desprecie a los contrarios. A los mexicanos, a los demócratas, a los republicanos tibios. Para todos ellos tiene la vara presta. En su mandato, como ha revelado una encuesta de The Washington Post, la polarización social ha alcanzado el nivel que tuvo en la


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guerra de Vietnam. Esa fractura constituye, de momento, su principal legado y la sima por la que previsiblemente emergerá su némesis. Otro efecto es interno. La Casa Blanca, según las reconstrucciones periodísticas, se ha vuelto una olla a presión. Hombre criado en la búsqueda de la rentabilidad inmediata, devora a sus colaboradores. Les grita en las reuniones y aquellos que presentan tara, los elimina. El consejero de Seguridad Nacional, Michael Flynn; el jefe de gabinete, Reince Priebus; el portavoz, Sean Spicer; el director de Comunicaciones, Anthony Scaramucci; el estratega jefe, Steve Bannon, han sucumbido en este vertiginoso año. Y otros tan poderosos como el fiscal general, Jeff Sessions, y el secretario de Estado, Rex Tillerson, bailan en la cuerda floja y han sido despreciados públicamente por el presidente. Bajo su égida, solo están a salvo un puñado de generales (Trump siente pasión por los entorchados), su hija mayor, Ivanka, y su yerno, Jared Kushner. El resto sabe que en cualquier momento puede caer. Y el motivo puede ser inconfesable. Al diplomático John Bolton, según el polémico libro Fuego y Furia del periodista Michael Wolff, lo rechazó para el puesto de consejero de Seguridad porque le desagradaba su bigote, y a sus colaboradores más próximos les despreciaba abiertamente: de Priebus odiaba que fuera tan bajo, de Spicer y Bannon su forma de vestir, de la consejera Kellyanne Conway sus “constantes lloriqueos” y del propio Kushner su empalagosa adulación. “Más tarde o más temprano, todo el que está con Trump acabará viendo un lado suyo que le hará preguntarse por qué escogió trabajar con él”, han escrito en el jugoso Deja a Trump ser Trump dos antiguos (y despedidos) asesores de campaña, Corey Lewandowski y David Bossie.


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Con estas características, la pregunta se vuelve obvia. ¿Cómo pudo ganar las elecciones y conectar con casi 63 millones de votantes? Sus defensores enarbolan su transparencia. Dicen que Trump no oculta su humanidad y que es sincero en sus manifestaciones. Odia y ama. Grita y aplaude. No pretende, según esta visión, una imagen edulcorada, sino que exhibe sus entrañas al público como nadie lo ha hecho antes. Eso entusiasma a sus votantes más radicales. Y repele a sus detractores. “No ha cambiado apenas respecto a la campaña. Es divisivo y su único objetivo es mantener a su base”, asegura el presidente del Comité Nacional Demócrata, Tom Pérez. En contra de la gran tradición presidencial americana, Trump ha abandonado la meta de gobernar para todos. Triunfó como un marginal y sigue actuando, al menos en superficie, como tal. Esa heterodoxia le ayuda ante su núcleo duro, que no le ve como el monstruo que dibujan los medios progresistas. Por el contrario, la sobreexcitación de cierta izquierda irrita a muchos conservadores. “La mayoría de la gente que le detesta no conoce a nadie que trabaje con él ni que le apoye. Obtiene su información de otros que detestan a Trump, lo cual es la fórmula perfecta para la clausura epistémica”, ha escrito el analista conservador David Brooks. Ante los suyos, el presidente es básicamente un tipo simpático y resolutivo. Una imagen que él intenta redondear enseñando de vez en cuando su corazón. Lo hace, por ejemplo, cuando está con niños, momentos en los que se presenta como un abuelo juguetón, o al rememorar a su hermano muerto. Pero lo que realmente enloquece a su base es cuando da la cara.


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Trump tiene a gala no rehuir las entrevistas ni a los periodistas críticos. Le excita el pulso público. Puede reunirse con una decena de congresistas demócratas decididos a hincarle el diente y, sin previo aviso, ordenar que se emita en directo el encuentro para que todo el país lo siga. Incluso cuando se estudió en la Casa Blanca que el fiscal especial de la trama rusa le pudiese llamar, manifestó su deseo de declarar en público y no por escrito. Showman consumado, en las cámaras busca posiblemente la absolución. Y en numerosas ocasiones, la logra. Pero el ruido nunca le abandona. Tampoco el tiburón que lleva dentro. Vive en permanente competencia consigo. Inmune al escándalo, ganar es lo único que importa. Si Wall Street registra un día histórico, tiene que decirle a los cuatro vientos que es mérito suyo; si el paro baja, también. En ese sentido, la derrota le espanta más que la mentira. Y prefiere cualquier polémica antes que admitir un fracaso. Tanto es así que cuando los candidatos a los que ha respaldado pierden, borra los tuits de apoyo. Del igual modo, sigue sin aceptar que Hillary Clinton obtuviera más votos en los comicios y todavía lo atribuye a un imposible fraude electoral. En constante ebullición, a lo largo de un año, según The Washington Post, ha contado más de 2.000 falsedades o medias verdades. Un festival de irrealidad ante el que una parte de la población ha dado su brazo a torcer. “Es increíble cómo el público se ha acomodado a lo que hace, resulta lo más llamativo de la presidencia”, comenta Julian E. Zelizer, profesor de Historia y Asuntos Públicos de la Universidad de Princeton.


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En cualquier momento, además, Trump puede entrar en erupción. La incertidumbre es el signo de su presidencia. Nunca se sabe qué paso va a dar ni qué colmillo enseñará. Un día puede participar en un sentido homenaje a las minorías raciales y al otro llamar “países de mierda” a Haití, El Salvador y las naciones africanas más pobres. “Y no va a cambiar. Es un hombre de 71 años que se ha pasado la vida engañando a la gente. Lo único que cabe es que se vuelva más errático”, afirma el biógrafo y Premio Pulitzer David Cay Johnston. En la intimidad tampoco mejora. Son conocidas sus broncas a colaboradores y hasta el servicio de limpieza teme sus manías. Germófobo reprimido, no permite que toquen sus objetos de tocador ni sus mandos de televisión ni su cepillo de dientes, y él mismo abre su cama y decide cuándo se retiran las sábanas. “Y si mi camisa está en el suelo es porque quiero que esté en el suelo”, llegó a decir a los empleados de la Casa Blanca. La residencia oficial no le convence. Ha pasado un tercio de su mandato en mansiones privadas, ya sea la fastuosa Mar-a-Lago (Florida), su club de golf en Nueva Jersey o un complejo hotelero suyo en Virginia. Y cuando le toca quedarse en Washington, rehúye de la vida social y, a diferencia de Obama, casi nunca sale a comer. En la Casa Blanca, su menú predilecto oscila entre un buen filete con patatas o un big mac y batido de chocolate. Algo rápido y sin demasiadas complicaciones. En general, le molestan las comidas largas; odia perder tiempo en ellas. El tiempo es oro y él es su orfebre. Quizá por eso ha reducido su horario de trabajo en la Casa Blanca. Mientras George Bush hijo entraba al amanecer y Obama después de las nueve, él ha decidido llegar a las once de la


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mañana. “A veces parece que sigue actuando como si no gobernase y estuviera en un escenario de televisión”, apunta el comentarista Walter Shapiro. Su jornada se la organiza su jefe de gabinete, el general John Kelly. Un marinereconocido por su patriotismo, que ha logrado ordenar su caótico entorno. En continuo contacto con Kelly y sin dejar de beber Coca-Cola light (12 al día), el presidente lidia con informes, reuniones y declaraciones. Sobre sus capacidades no hay acuerdo. En Fuego y Furia se le dibuja como un “niño grande”, ignorante y con tan poca concentración que cuando un asesor quiso explicarle la Constitución no pasó de la cuarta enmienda. Otros testimonios hablan de alguien que más bien exige brevedad y argumentos nítidos. Recuerdan que en primavera, cuando había decidido abandonar el Tratado de Libre Comercio de América del Norte, su secretario de Agricultura logró convencerle de no dar el paso mediante un mapa que mostraba las áreas que le habían votado mayoritariamente y que sufrirían por la decisión. “A los granjeros no les podemos hacer esto”, concluyó el presidente. Terminada la jornada oficial, la cena suele celebrarse a las siete de la tarde con invitados escrutados por Kelly. Aunque el menú puede ser amplio, el filete con patatas siempre está a disposición. Después, llegan las horas más inciertas. Hasta la medianoche se mantiene activo. Siempre quedan llamadas, reuniones, conversaciones, pero poco a poco los altos funcionarios imperiales se van retirando y el mandatario se queda solo. Las pantallas encendidas, los tuits cada vez más seguidos. El mundo gira y Trump se clava ante la televisión. A ver su propio show.


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Trump como presidente: 5 puntos claves para evaluar su primer año en la Casa Blanca DONA

El 20 de enero de 2017, el magnate Donald Trump asumió la presidencia de EE.UU., luego de ganar las elecciones dos meses antes. "A partir de este día, una nueva visión gobernará nuestra tierra. A partir de este día, solo EE.UU. será la prioridad. EE.UU. primero", expresó Trump en su discurso inaugural, en el que "recuperar" a su país era la prioridad. Más que cumplir con su eslogan "EE.UU. primero", el mandatario parece haber hecho, con su 'egolatría', un show de la política mundial; puesto que sus dichos, banalidades y torpezas ocupan más titulares que sus acciones concretas. A un año de haber ingresado a la Casa Blanca hacemos un balance de sus promesas electorales y la realidad de su gobierno actualmente. 1.- México: Muro y TLCAN Construir, o más bien ampliar, el muro en la frontera sur de EE.UU. con México fue una de las promesas más sonadas durante la campaña de Trump; en las que insistía, además, que el país latinoamericano pagaría la obra.


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El actual mandatario había dicho que era necesario cubrir los 2.000 kilómetros de frontera, de los 3.000 que comparten, que no están amurallados. En la primera semana en la presidencia, firmó el decreto que ordena el levantamiento del muro, pero hasta el momento no se ha hecho nada. Hace unos días solicitó al Congreso estadounidense la aprobación de 18.000 millones de dólares para levantar cerca de 1.100 kilómetros de nuevas vallas limítrofes y otras de reemplazo, expandiendo así el actual muro de 1.052 kilómetros a casi 1.600. El muro ha sido uno de los principales puntos en discordia con el Gobierno mexicano, y Trump lo ha usado en otra de sus banderas proselitistas, que fue la renegociación o retirada del Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN) con Canadá y México. Para el mandatario, México tiene que aceptar pagar la construcción del muro a cambio de que Washington se mantenga en las negociaciones para continuar en el TLCAN. "Los 20.000 millones de dólares del muro son 'cacahuetes' comparado con lo que obtiene México de Estados Unidos a través del Tratado de Libre Comercio", dijo. 2.- Obamacare / Trumpcare Trump habló de derogar la Ley de Protección al Paciente y Cuidado de Salud Asequible, conocida como Obamacare —por haber sido impulsada por el exmandatario Barack Obama—, que busca asegurar medicamente a toda la población. Este ha sido uno de los fracasos en su primer año. Trump ha enviado al Congreso la American Healthcare Act (AHCA), que ha sido denominada Trumpcare, para revocar la Obamacare. Esa iniciativa no ha contado con el apoyo del órgano legislativo hasta ahora. Ante ello, el mandatario ha emitido una orden ejecutiva para suprimir ayudas públicas que sostenían parte de la cobertura de la Obamacare.


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3.- Deportar a millones de inmigrantes La deportación de inmigrantes no ha resultado como Trump pretendía. En su campaña prometió deportar hasta a tres millones de personas durante su gestión de cuatro años; pero en su primer año de mandato deportó 226.119 personas, unas 165.000 menos que Barack Obama en el mismo período (en 2009). Sin embargo, Trump sostiene un férreo discurso contra los inmigrantes y una lucha por concretar medidas en su contra. Han aumentado las redadas y detenciones a inmigrantes en todo el territorio estadounidense. "Llama la atención una política de castigo y de persecución a los migrantes de países extranjeros que tratan de vivir en los EE.UU. y de ganarse el sustento, con una política de expulsiones, de freno a las migraciones y de limitación de sus derechos", dice el analista internacional José Antonio Egido. "¿Por qué estamos recibiendo a toda esta gente de países de mierda?", fue la última declaración más discriminatoria de Trump, pronunciada a principios de este año. En concreto, el 8 de enero reciente, la administración Trump canceló el Estatus de Protección Temporal (TPS, por sus siglas en inglés), un programa especial que evita la deportación, para unos 200.000 inmigrantes salvadoreños. A estos migrantes se les dio un plazo de 18 meses para abandonar el país o que encuentren una forma de obtener una residencia legal. En noviembre pasado se puso fin al TPS para 60.000 haitianos y para 2.500 nicaragüenses. El año pasado, Trump había cancelado la Acción Diferida para los Llegados en la Infancia (DACA, por sus siglas en inglés), que protege a unos 800.000 jóvenes que llegaron de niños a EE.UU. Pero recientemente un juez federal bloqueó la decisión del mandatario.


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4.- Reforma Fiscal: Más para los más ricos El presidente estadounidense prometió y cumplió con sus pares, los empresarios. En diciembre se aprobó y entró en vigencia una reforma fiscal que contempla la mayor reducción de impuestos en los últimos 30 años en EE.UU. La ley establece reducción de impuestos para las personas, pero solo hasta 2025; y un recorte, este sí de manera permanente, para las corporaciones, de entre 21 a 35 %. En definitiva, se beneficia de esta normativa solo el 1 % de los que más tienen en EE.UU. Egido señala que esta medida lo que logra es "reforzar el poder de la clase económicamente dominante, de los más ricos de los EE.UU.", y a su vez aumenta "la desigualdad de esa sociedad". 5.- Política exterior: Los mismos enemigos, menos aliados La política exterior de Trump también estaba regida, según lo dicho en su campaña, por el eslogan de 'América Primero', pero al parecer se trató de un "fiasco", concuerdan los analistas internacionales Egido y Basem Tajeldine. "Sin duda ha sido una política exterior desastrosa, llena de derrotas en lo político, en lo estratégico", señala Tajeldine, porque —dice— Trump planteaba una política exterior pragmática, "de una revisión profunda y estratégica", y dedicada a "reconstruir las relaciones con otros países con los cuales históricamente EE.UU. ha estado enfrentado". Egido menciona que 'América Primero' era algo demagógico "porque la riqueza, el poder, la hegemonía, la agresividad de los EE.UU., su riqueza industrial, su desarrollo tecnológico siempre ha estado, inevitablemente, vinculado a proyectos de expansión internacional". "Hay, en su política exterior, un intento de frenar la pérdida de hegemonía y la decadencia de la presencia, del prestigio, de la capacidad militar y económica de los EE.UU. en el mundo que no está consiguiendo resultados", dice Egido. Entre las decisiones, políticas y medidas que han generado mayor revuelo internacional y que han dejado en evidencia esa política "desastrosa" están:


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Medio Oriente: El haber reconocido a Jerusalén como capital de Israel; lo que desató fuertes manifestaciones en varios países, a tal punto que el presidente de Turquía, Recep Tayyip Erdogan, señaló que Trump busca "una nueva ola de operaciones contra el mundo islámico".

Corea del Norte: "Trump ha sido responsable, claramente, por sus declaraciones y por sus acciones de una descomunal escalada de amenazas y de tensión en la península coreana", dice Egido.

Rusia y China: siguen siendo las mayores amenazas para Washington, según lo ha dejado claro Trump en su Estrategia de Seguridad Nacional, presentada en diciembre, donde las definió como "potencias revisionistas". Con Moscú, el mandatario ha manifestado querer recomponer las relaciones, pero no ha habido ningún avance. Con Pekín tampoco se ha caminado mucho, pese a que Trump se reunió con el presidente chino, Xi Jinping, en varias oportunidades el año pasado.

Siria: Actuación en contra del gobierdo de Bashar Al Assad; como por ejemplo el ataque contra la base siria de Shayrat, en la provincia de Homs. Trump se declaró la victoria contra los terroristas, que claramente fue de Rusia.

Irán: Trump ha amenazado con abandonar el acuerdo nuclear firmado con Irán por considerar que tiene "fallas significantes" y ha aumentado sanciones contra entidades y funcionarios iraníes.

Ante estas acciones, Egido enumera varias incapacidades que han revelado los inseguros pasos de Washington:    

Incapacidad de reducir a silencio la política exterior de Corea del Norte. Incapacidad de derrotar al gobierno de la República Árabe Siria y, en el territorio sirio, a Rusia, Irán y Hezbolá. Incapacidad de limitar el desarrollo de la política exterior y el prestigio creciente de Rusia. Incapacidad de frenar el desarrollo económico de una China dispuesta a ocupar el espacio que tradicionalmente había ocupado EE.UU.

La revisión de los Tratados de Libre Comercio (TLC) de EE.UU. con diferentes países y regiones ha dado resultados negativos. "Ha permitido la entrada de China en los históricos mercados estadounidenses", dice Tajeldine,


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quien añade que esto ha golpeado la economía interna de EE.UU. puesto que muchas empresas "se han ido especialmente a Asia y a América del Sur". "Las relaciones con Centroamérica y Suramérica han empeorado con la administración de Donald Trump", menciona Tajeldine, también en parte por la revisión de los TLC. Trump ha sido el único presidente estadounidense que ha contemplado la posibilidad de una invasión a Venezuela; pero no ha encontrado apoyo en Latinoamérica, "especialmente de Brasil, inclusive, de Colombia, que históricamente se han mostrado como los más serviles a la política exterior de EE.UU. han marcado un poco de distancia a esa política belicista", dice el especialista. El mandatario también dio marcha atrás al avance que habían tenido las relaciones de EE.UU. con Cuba durante la era Obama. "Hay otro elemento novedoso en su política exterior que es la intranquilidad, la molestia, la confusión que reina dentro del campo de los aliados tradicionales de los EE.UU. en el marco de la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN)", dice Egido. Un ejemplo ha sido el desacuerdo del presidente francés, Emmanuel Macron, a las medidas de Trump, cuando todos los dirigentes franceses desde Jacques Chirac "habían sido obsecuentes seguidores de la política exterior norteamericana". Otro paso, que parece haber sido en falso, fue el abandono en 2017 de varios tratados internacionales a los que Washington estaba suscrito: 

En enero, firmó una orden ejecutiva para salir del Acuerdo Transpacífico de Cooperación Económica (TPP, por sus siglas en inglés), que había sido firmado en febrero de 2016 por 12 países que representan el 40 % de la economía mundial. En junio, Trump retiró a EE.UU. del Acuerdo Climático de París, alcanzado en 2015 por 193 países para trabajar en la reducción de las emisiones para paliar los efectos del cambio climático en todo el planeta. En octubre, se retiró de la Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura (Unesco).P


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Trump muy en Broma, muy en Serio


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