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RITA AZEVEDO GOMES HONG SANGSOO JAMES GRAY BRIAN DE PALMA JEAN-MARIE STRAUB DANIÈLE HUILLET PAULO ROCHA CLAUDIO CALDINI GREGORY J. MARKOPOULOS MAX DAVIDSON LEO MCCAREY HAL ROACH FRED GUIOL
LUMIÈRE Editor: Francisco Algarín Navarro. Coordinadores: Vanessa Agudo, Miguel Armas, Miguel Blanco, Miguel García, Manuel Praena, Arnau Vilaró i Moncasí. Consejo de Redacción: Evaristo Agudo, Basem Al Bacha, Alfredo Aracil, Aurelio Castro, Alfonso Crespo, Santiago Gallego, Fernando Ganzo, Pablo García Canga, Félix García de Villegas, Ramiro Ledo, Moisés Granda, Manuel J. Lombardo, David Phelps, Andrea Queralt, Clara Sanz. Han colaborado en este número: Miguel Ferreira, Matheus Kerniski, Vasco Barbedo, Pablo Marín, Gregory J. Markopoulos, Jorge Silva Melo, Noah Teichner, Luiz Soares, Lukas Foerster. Diseño y maquetación editorial: Laura I. Bernal Machera, Manuel Praena. Agradecimientos: Marion Abadie, Les Acacias Cinéaudience, Andolfi / Belva GmbH, Antennae Collection, ARP Selection, Álvaro Arroba, Manuel Asín, Rita Azevedo Gomes, Robert Beavers, Teresa Borges, Claudio Caldini, Cinemateca Portuguesa-Museu do Cinema, Clap Films, Alejandro Díaz, Edition Filmmuseum, Les Films de l‘AprèsMidi, Filmes do Tejo, Les Films du Camélia, Les Films du Passage, Filmmuseum München, Regina Guimarães, Jorge Honik, Integral Film, Jeonwonsa Film Co., Keep Your Head Productions, Kingsgate Films, La vie est belle, Metro e Tal, Pablo Marín, Werner Nekes, María Palacios Cruz, Paulo Rocha, SBS Productions, Michael Snow, Jean-Marie Straub, Temenos Archive, Mitsos Triantopoulos, Barbara Ulrich, Vértigo Films, Leandro Villaró, The Visible Press, Mark Webber, Wild Bunch, Worldview Entertainment. www.elumiere.net contacto@elumiere.net ISSN: 2014-1548 Depósito legal: SE-2317-2015 Barcelona, enero de 2015. Imagen de portada: O Som da Terra a Tremer (Rita Azevedo Gomes, 1990). Cortesía de Rita Azevedo Gomes. Imagen de contraportada: The Hedge Theatre (Robert Beavers, 1986-90/2002). Cortesía de Robert Beavers y de Temenos Archive
EDITORIAL > 4 AVENTURAS > 6 Rita Azevedo Gomes Frágil como el mundo. El cine de Rita Azevedo Gomes, por Manuel Praena > 7 Entrevista con Rita Azevedo Gomes, por Francisco Algarín Navarro, Miguel Armas y Manuel Praena > 24 NOCHES >58 Nobody‘s Daughter Haewon & Our Sunhi, por Miguel Blanco Hortas > 58 The Immigrant, por Miguel Ferreira > 64 Los fabricantes de sueños, por Miguel García > 67 El sueño americano <-> Amerika, fábrica de sueños, por Francisco Algarín Navarro, Miguel Armas y Miguel García > 70 Passion, por Evaristo Agudo Molina y Vanessa Agudo > 76 Un conte de Michel de Montaigne & À propos de Venise & Kommunisten & Dialogue, por Matheus Kerniski > 85 Yo vi la luz, por Jorge Silva Melo > 92 Se eu fosse Ladrão… roubava, por Vasco Barbedo > 94 Entrevista con Regina Guimarães, Por Vasco Barbedo > 98 GRITOS > 102 Cuadro de puntuaciones > 102 LAS AMIGAS > 104 DVDs 2014, por Félix García de Villegas > 104 Número tres. Entrevista con Claudio Caldini, por Miguel Blanco Hortas y Félix García > 105 ECLIPSES > 124 Film as Film. Escritos de Gregory J. Markopoulos La búsqueda de Psyche de la hierba de la invulnerabilidad, por Gregory J. Markopoulos > 125 El puente adamantino, por Gregory J. Markopoulos > 129 Correspondencias entre el olfato y lo visual, por Gregory J. Markopoulos > 140 TIEMPO RECOBRADO > 147 Max Davidson Comedies Max Davidson o el arte del sufrimiento cómico, por Noah Teichner > 148 Jewish Prudence, por Luiz Soares > 152 Don’t Tell Everything, por Luiz Soares > 154 Flaming Fathers, por Luiz Soares > 156 Pass the Gravy, por Alfonso Crespo > 159 The Boy Friend, por Lukas Foerster > 161 Hurdy Gurdy, por Miguel Ferreira > 163
EDITORIAL. LAS MISERIAS DE LA VIRTUD
«Kafka, para nosotros, es el único gran poeta de la civilización industrial, es decir de una civilización en la que la gente depende de su trabajo para sobrevivir. Es por ello que siente ese miedo permanente por perder su puesto,por eso en él se encuentran las huellas de este temor, la miseria que aflora y amenaza». Jean-Marie Straub (1984) «—¿Tienes algún dinero ganado?– interrogó finalmente el agente de policía. —Fui ascensorista– dijo Karl. —Fuiste ascensorista, de manera que ya no lo eres, y si es así, ¿de qué vives ahora? —Ahora me buscaré otro empleo. —Pero, ¿te acaban de despedir entonces, ahora mismo? —Sí, hace una hora. —¿Repentinamente? —Sí– dijo Karl alzando una mano como para excusarse. No podía ponerse a contar allí toda la historia y, aunque hubiera sido posible, parecía no obstante del todo inútil querer repeler la amenaza de una injusticia con la narración de otra injusticia, ya sufrida». Franz Kafka, Amerika (1927)
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LOS FILMES DE RITA AZEVEDO GOMES
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FRÁGIL COMO EL MUNDO. EL CINE DE RITA AZEVEDO GOMES por Manuel Praena
El arte parece entonces el silencio del mundo, el silencio o la neutralización de lo que hay de usual y de actual en el mundo, así como la imagen es la ausencia del objeto. Maurice Blanchot, L‘Espace Littéraire (1955)1. —tomorrow is our permanent address and there they‘ll scarcely find us (if they do, we‘ll move away still further: into now) E. E. Cummings, 1x1 [One Times One] (1944)2.
0. Una intuición vital Hay casos en los que un cineasta, en su primera película, ofrece ya toda la potencia de su cine, concentrada en una obra que es como la imagen fija de un universo en el momento de su nacimiento; cuando la materia, en el mínimo espacio posible, alcanza el punto máximo de acumulación de energía y comienza a desplegarse. Habrá infinitas variaciones, pero todo estaba ya ahí, en ese momento privilegiado de la verdad por venir, que corre el riesgo de pasar inadvertida, oculta por sus actualizaciones, por sus diversas materializaciones –la luz más pura sólo puede percibirse acostumbrando poco
a poco al ojo–. Algo así sucede con O Som da Terra a Tremer (1990), de Rita Azevedo Gomes, ya que, como summa anticipada, contiene en potencia su obra futura. En sus películas, la cineasta parece recoger aquello que Gilles Deleuze señala como imprescindible: «Unir a la imagen óptico-sonora fuerzas inmensas que no son las de una conciencia simplemente intelectual, ni siquiera social, sino las de una profunda intuición vital»3; la intuición de Azevedo Gomes es lo que, no sin pudor, podríamos esbozar como la conciencia de la fragilidad de la experiencia humana; la incapacidad de recuperar el pasado, la imposibilidad de fijar el presente,
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que siempre tiende hacia un más allá. A este lado sólo quedan los cuerpos, pesados, tristes, incapaces de romper su enclaustramiento salvo por la vía del ensueño o la muerte. Sólo el arte, se trate de la poesía, la pintura o, especialmente, el teatro, permite alcanzar ese infinito o tratar de fijar una imagen del pasado. Los personajes de estas películas son en cierta manera zombies, si bien, como escribió el filósofo francés4 , «he aquí que los zombies cantan un canto, pero es el de la vida»5. En el episodio 14 de la cuarta temporada de The Walking Dead (2010—) una niña, Lizzie, mata a su hermana para llevarla al otro lado, al de los «caminantes», siguiendo la intuición de que una vida mejor se le escapaba a los vivos, incapaces de percibirla. Sus compañeros la asesinaron, y ya antes la miraban con preocupación y recelo cuando explicaba sus teorías. Algo así ocurre con estos personajes marginados y vistos, en el mejor de los casos, como figuras extravagantes –como Duarte de Almeida, el coleccionista de A Colecção Invisível (2009)–, quedándoles como única vía la máscara, la ocultación frente al mundo. «Ay de aquellos que no saben usar la máscara que escogieron», advierte el narrador de A Vingança de uma Mulher (2012). Para los personajes que la rechazan –o que no saben vivir con ella–, sólo la muerte dará cumplimiento a sus aspiraciones, como sucede con la Duquesa de Sierra Leone en A Vingança de uma Mulher, los jóvenes amantes de Frágil como o Mundo (1995) o incluso con Alberto en O Som da Terra a Tremer, en su caída –o ascensión– hacia la disolución de las fronteras entre ficción, realidad y sueño. Lo real, en el cine de Azevedo Gomes, es una dimensión en constante decaimiento, afectada por una fragilidad constitutiva que la sitúa a merced de todo tipo de imágenes que se imponen a la experiencia del mundo sensible, distorsionándola. Será fundamental, entonces, explorar la posibilidad de fijar estas imágenes; de qué manera el cine, el arte –y el ser humano en su propia experiencia vital– es capaz no ya de evocar, sino de hacer presente, de constituir como presencia un recuerdo del pasado o un sentimiento que poseímos, o que más bien nos poseyó en algún momento privilegiado de nuestras vidas. No es una cuestión trivial si aceptamos las palabras de Blanchot sobre la dificultad de esta empresa: «Como si la imagen fuera solamente el alejamiento, la refutación, la transposición del objeto»6. ¿Qué sucede entonces con la imagen cinematográfica? En «Teatro y cine», Bazin reflexiona sobre una diferencia fundamental entre ambas artes: si en el teatro el actor está presente sobre el escenario y todo aquello que ocurre está ligado tanto a su cuerpo como a su voz, en el cine también hay una presencia del actor, pero a la manera
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«de un espejo [guardemos esta figura para retomarla más adelante: espejos, vidrios y cristales] diferido cuyo azogue retuviera la imagen»7. El cine –y esto es lo que nos interesa– nos devuelve entonces una duración –una presencia definida por el parámetro TiempoEspacio– «disminuida, pero no reducida a cero»8. Este atributo de «presencia disminuida» propio de la imagen cinematográfica será clave, ya que si ésta, en cuanto presencia, mantiene una relación directa con lo real – como referente y como significante–, será su cualidad disminuida –a través del espacio que esta disminución abre– la que permitirá presentificar aquellas imágenes que, fuera del mundo sensible, contienen la verdad de su cine. Éstas, por tanto, surgen de una insuficiencia de «lo presente cinematográfico»; vendrán necesariamente de otro lugar, siempre más acá o más allá: de los dominios de –o dominando a– la memoria y el deseo. Encontramos entonces dos tipos de imágenes: 1. Las imágenes-recuerdo proceden de un acontecimiento del pasado que, cristalizado, encierra a los personajes, desconectándolos de su presente y atrapándolos en una vivencia que, permanentemente diferida por su resistencia a ser asumida, no logran superar. 2. Las imágenes-deseo, en cambio, proceden de una aspiración a un más allá de lo cotidiano, a una imagen absoluta, idealizada, de lo que la vida debiera ser: emplazan a los personajes a un futuro inalcanzable, desconectándolos del presente y del pasado. Sin embargo, ambos tipos de imágenes arrastran a los personajes atrapados por ellas hacia un mismo punto de fuga: la muerte. Ésta, sin embargo, no supondrá lo mismo para unos y otros. Si la muerte es necesaria para alcanzar la imagendeseo, para aquellos encerrados en las imágenesrecuerdo significará liberarse del dominio de éstas a través del único instante privilegiado de nuestras vidas imposible de ser soslayado; mediante ese momento que, como presente absoluto, se impondrá a toda imagen del pasado aniquilándola: qué otra cosa es la muerte sino la soberanía absoluta del tiempo sobre toda experiencia humana. A la pregunta de cómo traer aquí y ahora esa imagen de la que el cinematógrafo sólo nos ofrece su ausencia, Azevedo Gomes responderá en voz de uno de sus personajes con una máxima en la que, además de resonancias bazinianas, podemos adivinar la filiación de la cineasta respecto a Manoel de Oliveira: «Es preciso componer. Lo importante es el artificio». Así, su obra se constituirá como un cine impuro, en el sentido baziniano del término, nutriéndose de la poesía, la pintura y el teatro para ampliar las posibilidades de expresión del cinematógrafo. Dos vías se abren: 1. Será
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necesario un dispositivo aparentemente teatral –es decir, trabajar con la capacidad del cine para aportar lo que Bazin definió como un «suplemento de teatralidad»– para que las palabras tomen cuerpo, para que los relatos del pasado se hagan presentes –así ocurre, por ejemplo, en A Conquista de Faro (2005) y en A Vingança de uma Mulher, pero también, esta vez a través de la pintura9, en Altar (2003)–. 2. Por otra parte, esa presencia disminuida tenderá a disolverse en un todo que, a nuestro entender, será el de la naturaleza –el agua es el medio privilegiado: el mar en O Som da Terra a Tremer y en Altar, el río en Frágil como o Mundo– en los momentos en los que su cine, más que un cuadro cerrado, se constituye como ventana abierta hacia lo trascendente. Pasado, presente y futuro no son coordenadas temporales sino los distintos regímenes que habitarán aquellos que aún están de este lado. De ahí la compleja textura espacial de su cine: un cambio de plano o un simple movimiento de cámara pueden llevarnos de lo real hacia los dominios de lo onírico o la memoria, reafirmando la ambigüedad inherente al espacio cinematográfico. Tres elementos, formando una serie, articularán el paso de un régimen a otro: el espejo –capaz de materializar las imágenes que poseen a los personajes mediante la duplicación de la presencia–, el vidrio –figura de transición, ya que, por su composición heterogénea, deja pasar la luz ofreciendo una imagen distorsionada, mostrando que hay algo más allá que aún no puede ser alcanzado– y el cristal –que por su composición armónica, homogénea, será la figura por excelencia del artificio: no sólo el pasaje hacia una imagen nueva sino, sobre todo, esa imagen nueva constituida–. 1. Imágenes-recuerdo Roberto, el dandy de A Vingança de uma Mulher, vive una vida superficial, repleta de máscaras. Escribe, o al menos lo intenta, pero se niega a mostrar sus textos, salvaguardando este espacio, como si fuera su único refugio del «infierno social». No es raro entonces que el filme se desarrolle en un plató sobre el que se ha construido un escenario teatral y que, al comienzo de la película, el narrador, mientras ayuda a Roberto a vestirse, nos presente la historia. El artificio se nos muestra abiertamente: el paisaje es un telón pintado y oímos el canto de un pájaro que, sin embargo, no es real, sino un elemento de atrezzo. No se verá un exterior natural hasta que el protagonista se encuentre con la Duquesa de Sierra Leone (Rita Durão), aquella que decidió rechazar su máscara y que agrietará la de Roberto, quien no puede ser más que un fingidor. Mediante el abandono del estado de teatralidad
aparente –ya que lo teatral, hasta ese momento, poseía un valor meramente simbólico, como analogía de la vida mundana, del juego de máscaras– se entra en un nuevo régimen, esta vez verdaderamente teatral, en el que el cine alcanza ese «suplemento de teatralidad». Para ello, será necesario salir del plató, al exterior, a través de un pasaje subterráneo, accediendo así al apartamento de la prostituta-duquesa, donde la palabra adquirirá una verdadera presencia «no disminuida». En las escenas anteriores, la palabra no era capaz de materializarse; se perdía, en cierta manera, por los resquicios de la pantalla. Sin embargo, cuando la Duquesa de Sierra Leone narre su historia, el apartamento devenirá espacio teatral, permitiendo que las palabras tomen cuerpo, que resuenen y se amplifiquen en ese decorado que, actuando como condensador, acumulará toda su energía, evitando que se pierda en los bordes del encuadre, en el espacio en off. Cómo no recordar, a este respecto, las palabras de Dreyer acerca de la necesidad de dejar que las palabras «naden por la atmósfera»10 para que adquieran verdadero volumen, a la manera de lo que ocurre en el teatro. La cineasta parece evocar en este mismo sentido una sentencia de Manoel de Oliveira: «La palabra es una imagen en sí»11. Es entonces necesario que ésta posea su espacio para desarrollar sus potencias. Un diálogo fundamental de Branca de Neve (João Cesar Monteiro, 2000) viene a la mente de Azevedo Gomes: «No, no quiero mirar, continua describiendo para que yo vea mejor»12. Bajo un influjo parecido queda Roberto en A Vingança de uma Mulher, aturdido por unas palabras que parecen golpearle físicamente. La Duquesa necesita retener dos imágenes del pasado para dar cumplimiento a su venganza: la de su amado y la del Duque –del primero conserva su sangre en un vestido blanco; del segundo, un retrato colgado al cuello para que éste, de alguna manera, pueda contemplar la humillación a la que se somete voluntariamente–. Trata de producir una imagen terrible, inapelable por el hecho de estar ligada a su propio fallecimiento, que arrastre al Duque a la misma degradación a la que ella se sometió. La máscara, al fin y al cabo, es una cuestión vital: la protagonista lo sabe y por ello ha sustituido una –la de duquesa– por otra –la de prostituta– con la esperanza de que, en el momento de su muerte, una vez cumplida la venganza sobre su propio cuerpo, ambas se aniquilen mutuamente y, con ellas, la de su marido, el Duque de Sierra Leone. La muerte es el punto de fuga más recurrente en el cine de Azevedo Gomes pero, a pesar de ello, A Vingança de uma Mulher parece ofrecernos otra vía de escape: al final se muestra la puerta de salida del estudio, ya desprovisto del decorado; el tráfico de los
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coches, los sonidos del presente penetran en la escena. La vida real, en resumen, entra en juego rompiendo el artificio. También en A Conquista de Faro el pasado se hará presente a través de un dispositivo teatral. Dos parejas que por azar comparten mesa en un restaurante mantienen una conversación banal. Uno de ellos, profesor de Historia, relatará cómo Alfonso III conquistó la ciudad de Faro a los musulmanes. La palabra toma la forma de una representación en la que los cuatro protagonistas encarnarán a las diferentes figuras históricas de la narración, la cual, una vez concluida, continuará habitando el espíritu del personaje interpretado por Rita Durão. Mirando hacia algún punto fuera de la pantalla, de espaldas a su marido, ésta hablará del aroma de una flor desconocida que cree percibir. Como si el personaje que encarnó en el relato del profesor –la mora Zaira– la poseyera, pronunciará el lamento por el reino perdido: «Los perfumes de Arabia, pasaron todos». Los trasvases entre realidad, ficción y sueño son insistentes; bastará la contemplación de un grabado o esperar en un pasillo, como en A Colecção Invisível, para que un personaje quede indefenso frente a las imágenes oníricas que le asedian. Este último filme es un buen ejemplo del uso que hace la cineasta de fuentes variadas: si la historia principal está basada en un cuento de Stefan Zweig –«Die unschtbarre Sammlung» (1925)–, el más allá onírico procede del relato de Gabriel García Márquez «Ojos de perro azul» (1950). Junto con la música y los grabados de un viejo coleccionista, componen un filme que, como ocurre en todas estas películas, no funciona ni como collage ni como compendio erudito. En rigor, más que de citas o de influencias, quizá debieramos hablar de invocaciones: se ha fundado un cine del espiritismo. Un coleccionista (João Bénard da Costa/Duarte de Almeida), ciego desde hace años, alardea orgulloso de una colección de grabados que ya no existe. Debido a los problemas económicos de la familia, su hija Claudina –de nuevo Rita Durão– fue vendiéndolos. Para no herir a su padre, decidió sustituirlos por láminas en blanco, evitando así que éste los echara en falta. Pero la llegada de un pasante de arte, interesado en los grabados, desencadenará un complot entre éste y la hija para que el padre no descubra que su preciada colección ha desaparecido. Para asombro del pasante, el coleccionista describirá hasta el más mínimo detalle de cada uno de los grabados al tiempo que cree mostrarlos. Desconectado del presente, el anciano se recrea en las imágenes pictóricas ausentes en las láminas bajo la mirada compasiva del comprador y de Claudina.
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Preso por esas imágenes que retiene en su memoria como resto, no hallará más salida que la muerte, evocada a través de una panorámica circular que, recorriendo la habitación dos veces, nos llevará hasta la silla vacía del padre, ocupada por él al inicio del movimiento, y de ahí a la imagen de Claudina cerrando las ventanas de la habitación. Ésta saldrá a la calle y, en un acto cruelmente irónico, dejará abandonado en la acera el único grabado que el viejo aún poseía: el mismo que llevó al pasante al lado de lo onírico. Vivir en el mundo, liberarse de las imágenes, es un privilegio reservado a aquellos que no se aferran a éstas, a quienes han comprendido que «todo aquello a lo que ciertos hombres nunca renuncian, cuanto más les apasiona, más perdido y olvidado parece. Todo lo que se va a buscar se aleja». El comprador, sin embargo, no persigue una imagen, y esto es algo que lo diferencia de los personajes anteriores. La mujer del pasillo no procede de un recuerdo que trate de evocar; es una imagen olvidada de un sueño recurrente: «Eres el único hombre que, al despertar, no recuerda nada de lo que ha soñado». La chica que aparece en el sueño no está tanto en el lado del recuerdo como en el del deseo, pero, a diferencia de las imágenes-deseo, no es una imagen que él persiga sino que, al contrario, le asedia: es por esto que el pasante está atrapado entre ambos regímenes. 2. Imágenes-deseo Quizá sea en Frágil como o Mundo donde encontramos la imagen-deseo en su estado más puro. El filme se abre con el reflejo del cielo en el agua. La cámara, mediante una panorámica circular, recorre las ruinas de una casa abandonada en mitad del bosque. El siguiente plano nos muestra las sombras de una madre peinando amorosamente a su hija –estando los dos primeros planos filmados en color, a partir de aquí la película
continuará en blanco y negro–. Al alejarse la cámara, ambas entrarán en el encuadre, mientras una voz en off recita las siguientes palabras: «En breve espacio, cambió todo aquello que largo tiempo se buscó y que para largo tiempo se buscaba». La hija, Vera, mantiene un romance secreto con un chico del pueblo e intercambian cartas de amor que entierran junto a un camino. Este amor, que parece brotar de la tierra, no es aquel que pudiera fundar una familia, como sucede con los padres de Vera: «Es por eso que me gustas, porque me haces reír. Pero aquellos que hacen reír a las mujeres no las aman verdaderamente», le dirá la madre al marido. El de los jóvenes no es ese tipo de amor doméstico, domesticable, como el de Eduard y Charlotte, el matrimonio de Die Wahlverwandtschaften (1809) de Goethe, sino más parecido al de Eduard y Odile en la misma obra: un amor que tiende, por su pureza, a consumirlos; es un abismo por cuyo borde transitan. «Oh amor, amor, ¿qué haremos nosotros de ti? ¿Qué harás tú de nosotros?». Los amantes viven junto al abismo, expuestos al acontecer, enfrentando al mundo la fragilidad constitutiva de su amorío con una inconsciencia que no tiene nada de despreocupación, sino que, al contrario, recoge toda la gravedad del mundo. No hay juegos de amor salvo para hacerlo más llevadero, para eludir momentáneamente su gravedad. Un hecho banal herirá de muerte a la pareja. El chico, João, debe partir a la ciudad para estudiar – probablemente sea ésta la manera más prosaica de acabar con un romance: cuántas cobardías esconde el Deber–, lo que amenazará su relación. En una hermosa escena, Vera, en la escuela, es reclamada por la profesora para que señale los distintos ríos portugueses en un mapa –la clase anterior estuvo dedicada a la anatomía humana, al funcionamiento del aparato circulatorio;
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ambas ilustraciones, la del ser humano y el mapa de Portugal, están situadas una junto a la otra–. Así pues, Vera empezará a recitar los ríos: «Río Guadiana, río Tajo, río Duero...», pero, afectada por la ilustración del cuerpo humano, pasará del agua a la sangre: «Arteria, el Cávado [río del norte de Portugal], arteria cava, el corazón...». Habiendo tomado conciencia del vértigo, la joven se desmaya. Ya no será posible seguir habitando en la frontera: tendrá que elegir entre alejarse del abismo o sumergirse en él. A diferencia de los personajes anteriores que trataban de aferrarse a una imagen que sólo ellos conservaban, Vera y João aspiran a una imagen compartida. El coleccionista, aferrado a su colección –qué es una colección sino una cierta clase de onanismo–, era incapaz de compartirla, ya que ésta ha desaparecido y él ni siquiera es consciente de ello. La Duquesa, sin embargo, en A Vingança de uma Mulher, aspira a una imagen compartida, si bien el asesinato de su amante la dejó presa de esa misma imagen. Como única depositaria, queda a merced de ésta, la cual la arrastra fuera del presente, desconectándola del mundo. Por eso en su búsqueda de venganza, sentirá horror por el destino que ella misma se ha impuesto, aunque en los momentos de flaqueza, recurrirá al vestido blanco manchado de la sangre de su amado, extrayendo de éste la fuerza necesaria para proseguir con su plan. En Frágil como o Mundo, Vera también siente el peligro de quedar atrapada por su propia imagen, la de un amor más fuerte que la vida –bastará con que João se marche–, pero también teme que ésta desaparezca en las rutinas de lo cotidiano. Una vez en casa, la joven conversa con su abuelo: «Amaría tanto ver el mar. (…) Abuelo, ¿crees que se puede verdaderamente morir de amor?». El agua, el mar o los ríos, como ya intuímos en la escena de la clase, son el correlato privilegiado de esa aspiración a lo absoluto, a un amor sin gradación. El abuelo –João Bénard da Costa–, más que como tal, actúa como médium, como depositario de un secreto que, a través de un cuento, transmitirá a su nieta. Es una historia que parece rimar con el relato de «Los extraños vecinos», narrado en Die Wahlverwandtschaften, en el que una una pareja de amantes separados se reencuentran el día en que ella iba a casarse con otro hombre al caer juntos a las aguas de un río; sin embargo, a diferencia del feliz desenlace de este cuento, en el relato del abuelo los amantes morirán, pasando al lado de la leyenda y quedando así constituidos como imagen imperecedera. Vera seguirá el mismo camino aprovechando una excursión al bosque, al que se penetra a través de un túnel que funciona como pórtico –todo el bosque es
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en sí mismo un pasaje–. Allí, se alejará del grupo con João y le hará prometer que nunca volverán. En ese momento regresarán las imágenes en color, expresión de ese otro lado que poco a poco se irá imponiendo a lo mundano –filmado en blanco y negro–. Es en color como veremos, en un claro del bosque, crecer miles de flores hasta llenarlo por completo, mientras que en blanco y negro desaparecerán los amantes, volviendo a aparecer en color como espectros en el río. Ahora comprendemos ese plano en color con el que se abría el filme, la panorámica sobre la casa derruída. Bien pudiera ser la misma casa familiar. Entendemos entonces que el reino de la imagen nos ofrece una belleza que no es posible habitar; para alcanzar el amor absoluto ha sido necesario abandonar la vida. Ambos amantes, en su desaparición, se funden en una única imagen y devienen leyenda, confirmándose así que la imagen no es otra cosa que el alejamiento del objeto. Los personajes de los filmes mencionados tienen en común el haber consagrado su vida a una imagen hasta terminar por consumirla. Por ello, no es casual que habiten espacios cerrados: la habitación de la Duquesa y el apartamento del coleccionista; la terraza cubierta de un restaurante en A Colecção Invisível; una biblioteca oscura en el caso del pasante, en la que escasos rayos de luz proyectan múltiples sombras. Todos ellos se encuentran además atrapados por imágenes que no pueden poseer, de las que sólo conservan los restos: un vestido manchado de sangre o láminas en blanco sobre las que proyectar el recuerdo. Muy pocos escapan a la atracción de las imágenes y son capaces de salir al exterior: es el caso de la hija del coleccionista y, en A Vingança de uma Mulher, de Roberto, que como buen fingidor no se aferra a ninguna imagen; desencantado del mundo, cree imposible encontrar una verdad –y la única que llega a encontrar, la de la Duquesa, le espantará–. En Frágil como o Mundo, sin embargo, la huída de los amantes al bosque no tiene nada que ver con una salida a la naturaleza sino, ante todo, con adentrarse en lo sobrenatural del mundo. Podríamos calificar el cine de Azevedo Gomes como una advertencia general contra las imágenes, un serio aviso de lo que supone aceptar lo que éstas nos ofrecen, entregarse a ellas. Sin embargo, en A Conquista de Faro encontramos un posible remedio: si el matrimonio de profesores sale del restaurante, se debe a que es el marido quien narra la historia; éste no puede caer en una imagen que él mismo ha creado, siendo la otra pareja la que queda atrapada. Aparece así otra manera de relacionarse con
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las imágenes: para no caer preso de ellas será necesario crear imágenes nuevas –y el arte cumplirá entonces un papel decisivo–. 3. Crear una imagen En Altar (2003), un escritor permanece sumido en una crisis creativa tras la muerte de su esposa. Una frase, que repite una y otra vez, va tomando cuerpo como germen de su nueva obra: «Me pregunto por qué Madeleine puso su mano sobre la mía. ¿Era sólo un juego o, al contrario, sabía ella qué clase de mal me iba a causar?». Diversas reproducciones de pinturas sirven al protagonista de inspiración, como encarnaciones posibles de Madeleine. Ésta, mientras tanto, se aparecerá repetidas veces en un espejo sin que él pueda verla, como si contase con una existencia propia. Sin embargo, ninguna imagen aprisiona al escritor, ni Madeleine ni su mujer fallecida, probablemente debido a que la casa en la que se aísla está junto al mar –recordemos cómo el agua, en el cine de Azevedo Gomes, se corresponde con lo absoluto, que en este caso no es lo ausente, sino aquello presente en el espacio que él habita, como plenitud–. Quizá por ello la imagen perseguida logrará tomar cuerpo, conseguirá presentarse. Mientras el escritor duerme a oscuras, frente al espejo, en el reflejo aparecerá Madeleine
que, encendiendo unas velas, ilumina la habitación. Entrando en el encuadre, ya fuera del espejo, la mano de la joven se posará sobre la del escritor, despertándole: afirmación formidable de la potencia creadora del arte. Si en A Colecção Invisivel un grabado lleva al pasante hasta las imágenes que le asediaban, y el bosque, en Frágil como o Mundo, sirve de entrada al reino de la imagen, en Altar será el espejo el elemento que cumpla esta función primordial. Conviene además detenernos en esta figura más allá de su función de pasaje. En A Vingança de uma Mulher, cuando la prostituta, en su habitación, comienza a narrar su historia a Roberto de Tressignies, ésta sale del encuadre para aparecer reflejada como la Duquesa de Sierra Leone en un espejo que aún permanece en la imagen. Es a través del reflejo como se presenta la verdad oculta en la prostituta y, de alguna manera, la imagen que alimenta su obsesión. El espejo, en su mayor pureza, sirve para dar cuerpo a las imágenes que atenazan a los personajes. Ampliando los espacios cerrados al multiplicar sus caras –lo que no supone, en ningún caso, una apertura– permite que las imágenes retenidas tomen cuerpo, que se presentifiquen. Como señala Deleuze, se produce así un intercambio: lo que hay de actual en el personaje retrocede, para que aquello que había de virtual en él, a través del espejo, se
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haga presente. O en sus propias palabras: «La imagen en espejo es virtual respecto del personaje actual que el espejo capta, pero es actual en el espejo que ya no deja al personaje más que una simple virtualidad y lo expulsa fuera de campo»13. Sin embargo, esta potencia del espejo para actualizar esa imagen virtual que contiene el personaje conlleva un riesgo evidente, consistente en dejarlo a merced de la imagen-recuerdo y la imagen-deseo: «Cuando las imágenes virtuales proliferan, su conjunto absorbe toda la actualidad del personaje, al mismo tiempo que el personaje ya no es más que una virtualidad entre las otras»14. El gran peligro del espejo es la indiscernibilidad entre ambas imágenes, la actual y la virtual. En el caso de Altar, no obstante, el pasaje no lleva al personaje hacia el otro lado, ni lo hace preso de su imagen, sino que sirve para traer al mundo, para encarnar, esa imagen perseguida por él. Éste no se ha sumergido en el todo sino que hace surgir de él, mediante el artificio, una imagen nueva. El espejo ya no es un intermediario entre dos mundos sino, sobre todo, esa imagen reconstituida: el espejo como modalidad del cristal. Los espejos serán también importantes en O Som da Terra a Tremer. Un escritor, Alberto, trata de concebir una obra sobre un marinero, Luciano, que vive reconciliado con el mundo y no necesita más que aquello que éste le ofrece –con cierta malicia, reconoce que Luciano está inspirado en su amigo Cipriano, contable y padre de cuatro hijos: un hombre satisfecho–. En su habitación, mientras escribe las primeras líneas de su relato, la cámara se acerca hacia su ventana, hasta que el vidrio ocupa todo el encuadre. Intuimos las ramas de un árbol en el exterior, si bien un corte nos llevará a la imagen del mar, aquella que Alberto persigue. Con todo, aún será imposible pasar al otro lado: el vidrio no es capaz de constituir la imagen buscada. Más tarde, Alberto lee algunos pasajes de su novela a Isabel, amiga cercana, probablemente antigua amante, que le escucha con atención. Al comenzar la lectura, la cámara se mueve, abandonando a los personajes para volver a mostrarlos reflejados en el amplio espejo que preside el salón. La profundidad de campo que hasta ese momento había dominado la escena desaparece, o más bien se amplifica, ya que la imagen plana reflejada en el espejo, carente del desenfoque propio del objetivo de la cámara, nos presenta todos los elementos del encuadre con igual nitidez. Mediante este tránsito de lo real a su reflejo pasaremos al lado de la ficción, volviéndose visibles las imágenes del relato de Alberto: el mar, el barco, los marineros.
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Pero no será este el único espejo. Alberto pasea con el poeta Jean-Pierre, el tercero de sus amigos, bajo los árboles en un parque situado junto al agua, exclamando en un momento dado: «Isabel, Isabel... Isabel. Esa forma que sólo ella tiene de escuchar, de ser como un espejo de nuestra voz» –esta figura, la de la mujer que, mediante una escucha atenta, parece permitir que las palabras tomen cuerpo en ella a través de su propia carne y, especialmente, en sus ojos, la encontraremos también en A Vingança de Uma Mulher cuando la actriz Isabel Ruth, memoria viva del cine portugués, escuche, situada en primer plano, de espalda a los personajes y mirando a cámara, la conversación de Roberto de Tressignies con su amigo–. Jean-Pierre, conocedor del peso que arrastra el escritor, le recitará unos versos de L‘Angoisse (1866) de Verlaine: «Nature, rien de toi ne m‘émeut, ni les champs / Nourriciers, ni l‘écho vermeil des pastorales / Siciliennes, ni les pompes aurorales, / Ni la solennité dolente des couchants. / Je ris de l‘Art, je ris de l‘Homme aussi, des chants, / Des vers, des temples grecs et des tours en spirales / Qu‘étirent dans le ciel vide les cathédrales, / Et je vois du même oeil les bons et les méchants. / Je ne crois pas en / Dieu, j‘abjure et je renie / Toute pensée, et quant à la vieille ironie, /L‘Amour, je voudrais bien qu‘on ne m‘en parlât plus»15. El personaje de Alberto parece igualmente alejado de los dos polos que representan sus amigos: Cipriano, el hombre feliz, nunca lee lo que Alberto escribe y, sin embargo, afirma conocerle muy bien a través del trato diario, presunción que a éste le enerva, como si su obra literaria fuera la mayor verdad en él; Jean-Pierre, en cambio, comparte con Alberto el amor por la literatura, pero el arte no es más que un juego. Jean-Pierre obviará los tres últimos versos del poema de Verlaine; aquellos que, sin embargo, mejor definen a Alberto, los que contienen su verdad: «Lasse de vivre, ayant peur de mourir, pareille / Au brick perdu jouet du flux et du reflux, / Mon âme pour d‘affreux naufrages appareille»16. Alberto se encuentra atrapado, insatisfecho con su vida e incapaz de producir una imagen liberadora; no en vano, su texto está dominado por una imagen, la de las «aguas estancadas». Para él la literatura, el arte, no son vías de escape, sino una manera de profundizar en ese vacío que se ensancha a cada momento y no es casual que rehúse asistir a las veladas de escritores a las
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que acude asiduamente Jean-Pierre. También rechaza el camino de Cipriano, «una vida hecha para tapar agujeros». Isabel podría ser la solución pero, paseando junto al mar, avanzando a través de la tierra mojada en la que sus piernas se hunden a cada paso, se pregunta: «Por qué perturbar la paz de Isabel. Dónde vamos a llegar si al estancamiento se une la ceguera». Antes de dejarse caer en la arena, hundiendo su rostro en el agua de la marisma, expresa una plegaria: «Esperemos que Dios no mida el esfuerzo del hombre por el poco resultado que obtiene». Así, Alberto vuelve a casa de Isabel, donde la encuentra contemplando unas diapositivas. Mientras éstas se suceden, ella recita: «Dos personas esperan en la calle un acontecimiento y la aparición de los actores principales. El acontecimiento sucede y los actores son ellos mismos». Isabel se encuentra en una situación parecida a la de Alberto. Sentada en una silla, mientras la cámara traza un movimiento circular que la rodea, le habla de su hastío: «Alberto, Alberto, créeme. No hay nada ya que me encuentre. Todo me molesta, me repugna. (…) No sé qué sueños ir a buscar». Sin embargo, interrumpirá bruscamente
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su hipnótico lamento para preguntar a Alberto si se quedará al encuentro literario de esa misma noche –las frustraciones del alma se sobrellevan con la vida mundana, tal como le ocurría a Roberto de Tressignies en A Vingança de uma Mulher–. Éste rechaza la invitación e Isabel le ofrece una salida al estancamiento: hacer una excursión –otra vez la imagen compartida que encontramos en Frágil como o Mundo; de nuevo el bosque como pasaje–. Alberto acepta y, al volver a casa, se sumerge en la escritura de la obra. Una mano sujeta una manzana fuera de la barandilla de un barco; el agua del mar pasa violentamente, ofreciéndonos mil destellos de luz. La imagen tiembla por las sacudidas de las olas y resuena la voz de Alberto: «El tiempo, ese gran devastador de las cosas creadas. Antiguamente la tierra tenía forma cuadrada, y el mar y el fuego corrían por su superficie. Por eso, en todos los altos montes, seguimos encontrando todavía cosas procedentes de las aguas saladas, restos de lágrimas dejadas por las mareas de entonces» –el mar, de nuevo como figura privilegiada, esta vez como origen de un mundo sometido a la implacable degeneración del tiempo: «[El agua] desaparecerá por fin, dejando a la
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tierra estéril y árida de imaginación»–. En este barco viaja Luciano, el marinero. Mientras suena la voz de Alberto, éste anuncia a un amigo que por fin han llegado al destino previsto, a lo cual le responderán: «El mar jamás se acaba, pero nosotros sólo pasaremos una noche en tierra». Luciano contesta: «El tiempo basta para que todo acabe». El barco hace escala en un puerto durante unas horas, por lo que el joven decide salir a dar un paseo. Las imágenes más hermosas del filme cobran vida. Luciano, en un tren, observa el mar corriendo junto a la orilla; al mirar al lado contrario, sus ojos se encuentran con los de una joven, desapareciendo el sonido y quedando la imagen muda, pues sólo escuchamos sus palabras: «¿Qué es lo que siento? Ahora sé del tiempo, de todas las cosas que en mí dormían y de mi corazón con ellas» –no podemos obviar la resonancia del mito de la caverna en estas palabras, que están íntimamente ligadas a aquellas sobre la retirada del mar de la superficie de la tierra–. Luciano ha visto al fin, pero el rostro de la chica se ha oscurecido a medida que el tren seguía la curva que marcaban las vías, hasta devenir silueta. Una verdadera imagen ha tomado cuerpo, pero desaparecerá al momento con la llegada del tren a la estación, donde la muchacha baja al andén. Es así como Luciano queda prendado por esta imagen y, turbado, deambula por unas salinas, recogiendo cristales de sal. A través de un túnel en el que penetra el mar –otra vez la figura del pasaje a lo absoluto– llega a una gruta, donde ve de nuevo a la joven aparecer por una escalinata, como un espectro –no es necesario, como en el mito de Platón, salir de la caverna para conocer el mundo sino, al contrario, basta con que Luciano penetre en ella para encontrar la verdad que sólo en él habita–. Tras tocar el rostro de la muchacha para asegurarse de que es real, ella saldrá del plano y él lanzará los cristales hacia arriba, quedando estos fijados, brillantes, en su superficie oscura, como si de un cielo estrellado se tratase. El cristal, por su composición plenamente armónica, es la figura privilegiada de la obra de arte, y este momento, por su hermosura, parece tocar el límite de lo que el arte puede alcanzar. Recordemos a este respecto las palabras de Alberto a Isabel: «Para conseguir la verdad es preciso componer. El artificio es obligatorio. Lo importante es la emoción». Cuando ella le pregunte si la emoción es falsa él le responderá: «No, Isabel, la emoción nunca es falsa. ¿Nunca oíste decir que el error viene de lo sabido?». Estas palabras ya nos avisaban de que Alberto no retomaría la relación con Isabel; no puede retomar una imagen compartida que ya pertenece al pasado, como recuerdo, y que no puede
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actualizarse más que como fingimiento. Debe crear una imagen nueva, alcanzar la emoción a través del artificio. Al día siguiente, en la puerta de Isabel, Alberto decide no entrar a buscar a su amiga y toma una habitación en un hostal, situado en la misma calle, para seguir escribiendo. Justo ese momento se corresponde con el del traspaso de un pasaje: si desde su casa, junto al escritorio, el jardín que ve a través de la ventana le permite imaginar su novela, o al menos, intuir algunas cosas acerca de ésta, al entrar en el hotel pasa al lado de la ficción. La casa de Alberto contiene dos polos: la habitación con la cama, y el despacho con el escritorio, habitaciones contiguas, unidas por una puerta siempre abierta. En la habitación del hotel, Alberto ha cruzado al otro lado: la ventana ya no nos permite imaginar el mar, sino que, a través de ella, vemos la casa de Isabel, el último anclaje con el «mundo de acá». Alberto se encuentra ahora en un espacio único, desconectado, en el que una cama ocupa el centro. Y, corriendo las cortinas, rechaza el exterior, consagrándose a la ficción. Pero ya no será necesario escribir, las imágenes de la novela volverán al dejarse caer en la cama, como si sólo el sueño pudiera ir más allá de esa imagen que compuso la escritura, de ese cristal perfecto pero cerrado en sí mismo que parece marcar el límite de los esfuerzos humanos. Al despertar, Alberto ve desde la ventana a Cipriano visitando a Isabel; todos están preocupados por él. Sin embargo, no puede salir de la habitación. Tras varios días, vuelve a asomarse a la ventana, pero ya no se ve la casa de Isabel, sino a Luciano, en la playa, encontrándose con la joven del tren. El marinero le regala un libro con una nota que ésta olvida en una cafetería en la que un hombre, interpretado por João Bénard da Costa, de nuevo en el papel de médium, recoge. Isabel ha caído en la desesperanza y, continuando el juego de espejos, repite el lamento de Alberto: «Esperemos que Dios no mida el esfuerzo del hombre por el poco resultado que obtiene». Mientras toca el piano, su propia sombra, proyectada en la pared, parece estar a punto de consumirla. Alberto, sin embargo, sale a pasear junto a la playa –de nuevo el mar–, donde se cruza con el personaje interpretado por João Bénard da Costa. Ambos caminan recitando las mismas palabras, aquellas contenidas en la nota que Luciano dio a la joven: «Ahora sé del tiempo. De todas las cosas que en mí dormían, y de mi corazón con ellas». En el caso de Alberto, se trata de un monólogo interior –parte del relato que escribe–; en el del médium, surgen de la lectura de la carta, resonando con la voz de Luciano: todas las fronteras entre ficción, realidad y sueño han
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quedado aniquiladas. Alberto ha llegado mediante el sueño donde no pudo llegar con la escritura. A cambio, entregarse a su imagen le lleva a quedar a merced de ella. «Mañana...», exlamará al oír la música procedente del piano de Isabel. Cuando ambos vuelven a encontrarse junto a un muro de piedra, pasan el uno junto a la otra sin reconocerse, como si habitaran dos mundos desconectados. Probablemente, Isabel ya no pueda encontrar a Alberto más que en sus sueños: «Ojos de perro azul». 4. Coda: «Lo que quiera que sea que aún nos sujeta a las cosas mortales» Parabéns Manoel de Oliveira: Intromissoes (1998) Hemos convocado diversas imágenes que, de una forma u otra, mantienen una estrecha relación con la fragilidad de la experiencia humana, siempre amenazada por la muerte, entendida ésta tanto como derrota de la carne como abatimiento del espíritu. Son los peligros de perseguir una imagen, de la obsesión en busca de lo absoluto. Incluso el arte, como vemos en A Colecção Invisivel y en O Som da Terra a Tremer, guarda numerosos peligros. A 15ª Pedra (2007) parece ofrecernos una salida de este reino terrible. La película consiste en una larga conversación entre João Bénard da Costa y Manoel de Oliveira, dos figuras esenciales en el devenir de Rita Azevedo Gomes como cineasta. Al igual que la hija del coleccionista, que no puede caer presa de las imágenes porque centra sus esfuerzos en cuidar a su padre, o los padres de Vera, aquella pareja sustentada en un amor que tenía que ver más con el cariño y el cuidado que con una imagen sublime, Azevedo Gomes parece realizar esta película por el amor que siente hacia sus dos amigos; ésta será, también, una forma de cuidarlos: «Yo quería captar la relación entre los dos, cómo mantienen ese gustarse el uno al otro, esa estima que es inquebrantable hasta el fin. Y esa era la idea de la película. [...] De repente, les miraba a los dos, con aquella alegría de haberse encontrado. Ahora que pienso en ello, me doy cuenta de que era como si ellos quisiesen, por encima de todo, dar valor a su amistad. Tenían que conservarla intacta, y así lo hicieron»17. Si João Bénard da Costa era un gran amigo para ella, alguien con quien aprender a vivir –«nos situaba tan próximos que casi me sentía en su regazo cuando hablaba con nosotros. Y después era muy familiar, como si estuviera hablando con sus nietos al lado de la chimenea o sentados a la mesa. Decía cosas muy importantes, pero con el mismo
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aire de quien habla sobre lo que se va a comer o del paseo que va a hacer...»18– la admiración de Azevedo Gomes por Oliveira le llevaría a dedicarle un filmehomenaje de felicitación por su noventa cumpleaños: Parabéns Manoel de Oliveira: Intromissoes (1998), un collage artesanal y rugoso en el que se van entretejiendo los filmes de Oliveira, y que nos deja ver, en esa textura, la fuerte filiación entre las imágenes de ambos cineastas, un reconocimiento de aquello que Oliveira le (nos) ha legado; o bien un regalo realizado con las propias manos, como la tarjeta de felicitación que el niño elabora para su padre. Al final de A 15ª Pedra, Oliveira comenta que, si de joven tenía fuertes convicciones sobre lo que debía
ser el cine, ahora, a sus noventa y cinco años, cada vez tiene menos certezas, revelando que, quizá, su última convicción respecto al cine consista en sostener una «deontología cinematográfica, una cuestión de ética, una cuestión de posición»: «No puedo traicionar aquello que siento que está mal, y no traspaso esta barrera. Me quedo en el sitio que me parece bien». Éste parece ser el mensaje de Azevedo Gomes, desconfiar de lo absoluto y de sus cantos de sirena; frente a la fragilidad del mundo, guiémonos por la emoción, que siempre es sincera, y, ante todo, elijamos cuidarnos, incluso a costa de las imágenes. Parabéns, Rita.
1. Blanchot, M. El espacio literario. Madrid: Editora nacional, 2002. Pág. 40. 2. Cummings, E. E. Complete Poems, Nueva York: Liveright, 1991. Pág. 579. 3. Deleuze, G. La imagen-tiempo. Estudios sobre cine 2. Barcelona: Paidós, 1986. Pág. 37. 4. Con estas palabras, Deleuze hace referencia a algunos filmes de Alain Resnais, entre ellos L‘Année dernière à Marienbad (1961) o Je t‘aime, je t‘aime (1968). 5. Deleuze, G. Op. cit., Pág. 277. 6. Blanchot, M. Op. cit. Pág. 40. 7. Bazin, A. «Teatro y cine» en ¿Qué es el cine?. Madrid: Rialp, 2004, Pág. 74. 8. Bazin, A. Ibíd. Pág. 175. 9. Se podrá observar una interesante relación entre la forma de filmar la materia pictórica en Altar y el trabajo conceptual y manual de intervención sobre la imagen y el uso de diferentes tipos de papel más o menos transparentes y de diferente espesor en el catálogo concebido por Rita Azevedo Gomes para el ciclo Um Mar de Filmes (Lisboa: Cinemateca Portuguesa, 1998), donde destacan especialmente las superposiciones naturales y el uso de las capas de papel translúcido que tanto recuerdan al trabajo de montaje –también en torno a la luz, el color y las
texturas– de esta película filmada en vídeo. 10. Cinéastes de notre temps: Carl Th. Dreyer (Eric Rohmer, 1965). 11. Arroba, A. «Sonidos con los ojos abiertos (o continúe describiendo para que yo vea mejor). Entrevista a Rita Azevedo Gomes». Cinema Comparat/ive Cinema, nº 3, 2013. Pág. 32. 12. Arroba, A., Ibíd. Pág. 32. 13. Deleuze, G. Op. cit. Pág. 99. 14. Deleuze, G. Ibíd. Pág. 100. 15. «Naturaleza, nada tuyo me conmueve, ni los campos / nutricios, ni el eco bermejo de las pastorales / sicilianas, ni las pompas aurorales, / ni la solemnidad doliente de los ocasos. / Me río del arte, me río del Hombre también, de los cantos, / de los versos, de los templos griegos y de las torres espirales, / que se estiran en el cielo vacío de las catedrales, / y con igual ojo veo a los buenos que a los malos. / No creo en Dios, abjuro y reniego / de todo pensamiento, y en cuanto a la vieja ironía, / el Amor, quisiera que no me hablaran más de él». 16. «Cansado de vivir, temeroso de morir, semejante / a un bajel perdido, juguete del flujo y del reflujo, / mi alma para espantosos naufragios se apareja». 17. Arroba, A. Op. cit. Págs. 35-36. 18. Arroba, A. Ibíd. Pág. 36.
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Entrevista con Rita Azevedo Gomes
PASADO CANÍBAL por Francisco Algarín Navarro, Miguel Armas y Manuel Praena
Podríamos comenzar por el origen de A Vingança de uma Mulher (2012), por esos 15 años que te llevó hacer esta película. Efectivamente, dediqué 15 años de mi vida a esta película. Desde el comienzo, cuando leí el relato de Jules-Amédée Barbey d‘Aurevilly, me di cuenta de que sería difícil adaptarlo al cine. Siempre imaginé que filmaría la película en un estudio y que el filme se constituiría como una especie de re-cuento por parte de la Duquesa de los hechos que se narran en el relato. Dicho esto, pensé, posteriormente, que tal vez la idea del estudio no era tan necesaria y que era un capricho por mi parte realmente. Los estudios hay que montarlos, hay que adaptarlos a lo que la película requiere. Más adelante, creo que empecé a ver las cosas con mayor claridad. Durante esos años escuché cientos de opiniones. Algunos me decían: «No, debes buscar una articulación diferente, debe ser un filme cronológico respecto al texto, que es tu punto de partida. La Duquesa debe viajar a Italia, después debe estar en el castillo…». Pero yo nunca conseguí desarrollar esa idea, porque el texto, este cuento, sigue la forma de la narración y para mí su sentido consistía en mantener aquel mundo nuevo en el que vive la Duquesa, que fuese ella quien contase su propia historia. El tiempo pasó y yo continué leyendo los escritos de Barbey d‘Aurevilly, entre otras sus memorias. A
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partir de estas lecturas llegué a la conclusión de que el propio autor era en su vida real un simulador, un dandy, un tipo que llevaba a todas partes su máscara. Por lo tanto, para mí el estudio era la máscara perfecta. En ese momento me di cuenta de que contaba con la excusa perfecta para exigir un estudio para A Vingança de uma Mulher, si bien esta exigencia me costó 15 años. Mientras tanto, realicé otras películas y este proyecto se fue quedando ahí, de lado, en aquella testarudez mía; era una película especial, una representación de época, si bien no una película de época en su esencia. ¿En qué consiste la diferencia? El texto pertenece a una época concreta, pero no existía ninguna traducción al portugués de este relato. Por lo tanto, debí encargarme yo de ello, con ayuda de algunas personas. Mantuvimos lo fundamental, pero realizamos igualmente algunos cambios: una cosa es leer un libro y otra, bien diferente, construir una película. Hay elementos o pasajes que por ejemplo aparecen más adelante en el libro respecto al lugar en el que los vemos en la película. Aun así, tratamos de buscar un respeto frente al texto y su época: no necesitaba retroceder demasiado, sólo quería simular el 1800. Por supuesto, nunca viví en esa época, por lo tanto por un lado estoy yo, realizando esa traducción en la actualidad, y por otro está el estudio, del que salía para llegar a la calle, dirigirme a mi casa o a
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cenar con alguien, continuar con mi vida fuera del rodaje. Así que de algún modo estaba queriendo traer el texto hacia mi época, porque como es obvio, hay además muchos elementos en él que lo relacionan con nuestro presente. Aparte de esto, hay pequeñas frases, pequeños párrafos, que proceden de otros lugares. Hay algunos poemas de Camões o de Jorge de Sena. Como conclusión: es una representación de época y no una película de época: es una máscara. Al entrar al estudio no hay nada. No hay sonido, no hay luz, no hay objetos. Es un lugar muy extraño, un agujero vacío. Todo lo que añadimos a él, a partir de ahí, es esta propia máscara. Comienzan las capas de mentiras. Así que con esta máscara, la conclusión a la que llegué, es que yo simulaba una idea, que era aquella que yo había extraído a partir de la lectura del relato, pero también sobre la persona del autor existía una máscara, la del escritor. Barbey d‘Aurevilly era alguien enigmático dentro de su sociedad, era un enmascarado en sí mismo, nunca quiso mostrar su verdadera cara. Solía decir que para él lo más interesante de la vida es una conversación, la gran creatividad que encontraba en el juego de la conversación. En ese terreno, su alma, como se refleja en el filme, se libera como un pájaro azul. En una conversación realmente animada encontramos la creatividad. Es algo que me parece bastante increíble. Hay algo interesante en el paso de los años en relación con el proyecto y es la elección de la actriz que daría cuerpo a la Duquesa de Sierra Leone. Rita Durão, quien finalmente la interpreta, trabajó también con João César Monteiro, primero en As Bodas de Deus (1999), donde interpretaba a Joana de Deus, y luego en Branca de Neve (2000) y Vai~E~Vem (2003), si bien ha colaborado con otros cineastas como Raoul Ruiz en Combat d‘amour en songe (2000) o José Álvaro Morais en Quaresma (2003). As Bodas de Deus debió rodarse poco después de que hubieras comenzado a imaginar tu película. ¿Habías pensado en Rita Durão desde el comienzo del proyecto? Y ya que durante estos 15 años trabajaste con ella en otras de tus películas, ¿te preocupaban los cambios físicos del paso del tiempo en relación con el cuerpo y el rostro que debiste imaginar a partir de la lectura del relato? Es divertido que hablemos de João César Monteiro, pues un día le dejé el libro de Barbey d‘Aurevilly. Le pedí que lo leyese y me respondió: «Es sin duda extraordinario, pero me parece imposible de filmar». No por ello desistí en mi idea de hacer esta película.
En aquella época había pensado en varias opciones para interpretar a la Duquesa de Sierra Leone. Una de ellas consistía en que, como vivía en Italia, fuese una actriz italiana. Fue entonces cuando pensé en Asia Argento. Incluso llegué a hablar con ella de A Vingança de uma Mulher. Me gusta mucho Rita Durão, creo que es una actriz extraordinaria. Durante esos años me di cuenta de esto al realizar con ella A Conquista de Faro (2005) y A Colecção Invisível (2009). A Conquista de Faro se rodó en sólo 6 días, fue una sensación de «sólo empezar y ya terminó…», así que me quedé con ganas de poder volver a trabajar con ella. En A Colecção Invisível volvimos a trabajar, en esta ocasión durante una semana. Un día me encontraba en Toulouse. Mi cabeza siempre estaba dando vueltas a este tipo de dilemas: ¿quién podría ser la actriz adecuada para A Vingança de uma Mulher? Así que me encontraba con mis dudas en un museo de Toulouse en el que había grandes estatuas de piedra en una sala. Eran estatuas griegas. Me fijaba en sus piernas y sus brazos. De repente me di cuenta de que me encontraba frente a un Apóstol descabezado. Había una especie de escrituras en papel junto a él. Esta estatua en particular, que era más o menos de mi tamaño y que estaba a mi altura, me hizo pensar por sus formas en las pinturas limpias que pintaba Rubens y en sus mujeres. Así que cuando vi aquello, pensé repentinamente: «No es esto lo que quiero, el resto está en el texto». A partir de ahí, volví a una serie de ideas que conservaba desde un tiempo atrás. Se trataba de un lado más bien histriónico. Por ejemplo, cuando ella dice en la película la palabra «loca» agarra su vestido ensangrentado y grita: «¡Está aquí la sangre del hombre al que amé!». Esto me hacía imaginar y recordar cosas, hasta que de repente esa imagen se perfiló en mi mente y la vi con claridad. Sólo necesitaba hablar con Rita Durão. La premisa de la que partimos al comienzo fue muy sencilla: todo lo que vemos en el texto no tenemos por qué verlo en la imagen. Pero aun así es extraño, porque todo esto es verdad y es mentira al mismo tiempo. Siempre quise rodar la escena en la que ella se come su corazón. Nunca pensé no mostrarla, no filmarla. Debía ser algo teatral y plástico. Una de las grandes dificultades de Rita Durão, de hecho, consistía en rodar esta escena y en superar su pánico a los perros (de hecho fuimos en tres ocasiones a una perrera como terapia de choque). Sólo con escucharlos se asustaba. Intentaba acercarla a los perros, pero no había manera. Nunca vi tal pánico. Para colmo, el
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perro que debía aparecer en la película era bastante feroz, un poco peligroso. Esto no es un detalle menor, sino más bien brutal, que había que tener en cuenta y que dice mucho del trabajo de la actriz. Por otra parte, tuvimos un tiempo de ensayo en el que Rita Durão trajo muchos materiales, incorporó muchos elementos. Fue un lujo poder ensayar durante cuatro semanas y trabajar el texto juntas. Me gusta mucho el «teatro libre», y con ella tuve la oportunidad de probar lo que es trabajar con un actor. Para mí siempre hay un misterio, pero fue una muy buena experiencia. En paralelo a la construcción de la película, Rita y yo descubríamos y construimos el personaje de la Duquesa. Íbamos adaptando el texto palabra a palabra a las necesidades del propio filme. Es fascinante lo que tenía cada palabra de eterna e infinita. Una frase, un gesto, adquieren de repente un sentido muy fuerte. De este modo, veíamos cuántas formas podían corresponder a un solo gesto y comprendíamos que una palabra podía ramificarse en varios significados. Había que encontrar el gesto y la palabra precisos. Volviendo al texto de Barbey d‘Aurevilly, el relato «La Vengeance d‘une femme», que forma parte de Les Diaboliques, se publicó en Francia en 1874. En un primer momento pensábamos que no era muy importante la relación del texto con el presente, de lo cual has hablado ya afirmativamente, pero luego tratamos de imaginar cómo conseguiste, a nivel formal, trasladar ese relato escrito en el siglo XIX a un medio desarrollado a lo largo del siglo XX y si ese desplazamiento podría por sí mismo provocar una serie de cambios en la película, que comienza con una voz que dice: «La civilización obtiene su congeladora poesía del crimen. En esta época de inefable y delicioso progreso, el crimen ha adquirido una extraña fisonomía» y, poco después, se compara el problema de la memoria con un perro que está a nuestros pies y se habla de una ficción
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derrotada por la guerra del tiempo, por lo que éste sí debe tener cierta importancia a la hora de decidir si trabajar en el sentido original del relato o si construir un discurso propio y distintivo a partir de él. En general, creemos que la película está bastante cerca del espíritu de Barbey d‘Aurevilly, si bien, como también has comentado, en ocasiones has incorporado materiales y, en otros casos, has suprimido pasajes, siendo tan importante aquello que era necesario filmar como aquello que no lo era porque podía solamente ser narrado. Como he señalado antes, muchos amigos me decían que es un relato increíble, pero que yo me equivocaba, que debía hacer algo más cronológico, con la Duquesa de Sierra Leone que se va de Italia, que viaja a España, etc. Pero es una idea que nunca me gustó, siempre quise que el espectador estuviera en el lugar del hombre que está ahí y que la escucha, que fuera ella quien relata la historia y no mostrarla con otras imágenes. Si hiciera eso, el juego de la puesta en escena entre pasado y presente no hubiera sido así, y eso no me interesaba. Además, creo que una de las cosas que dan fuerza a la historia es la necesidad que ella siente de explicar, de contar todos los detalles. Es por eso que fue casi imposible hacer la película, porque si debo pasar por una comisión que lea el guión, todo lo que uno encuentra es: escena uno, diálogo…; escena dos, la duquesa sentada, más diálogo… Siempre quise quedarme cerca del espíritu del libro, es eso lo que me interesa. No quería «hacer como». Otros lo han hecho ya, quizá, y mejor que yo. Siempre siento un deseo de sugerir cosas nuevas, de ver qué se puede hacer a partir de un texto, buscar soluciones que no se hayan probado antes. Podría afirmar que la película estaba dirigida por el texto. ¿Qué significa esto? Durante el tiempo que pasé pensando en el filme, éste fue transformándose poco a poco. Pasaron los años y yo fui cambiando de idea. No fue hasta el final, realmente, cuando decidí regresar
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a lo que fue mi primera intuición, que consistía en conservar el texto de la forma más fiel posible, como dije, pues lo que me gustaba esencialmente no sólo era la historia de Barbey d‘Aurevilly, sino la propia forma del texto y el trabajo con la lengua francesa, hasta tal punto que estuve dudando incluso sobre si debía rodar la película en francés. Pero más adelante pensé que por mucho que pudiera contar con la colaboración de alguien que me ayudara a trabajar bien en francés, ésta no es mi lengua y, por tanto, nunca conseguiría poder comprender del mismo modo cada frase, cada palabra, cada unidad. Fue entonces cuando decidí que debía llevar a cabo esa traducción. Cuando empecé a trabajar en el texto en sí mismo, planteándome una serie de cuestiones de cara a la película, me di cuenta de que efectivamente debía ser lo más fiel posible, pero también observé que había en él algunos elementos que no eran convenientes a la hora de trasladar este relato al cine. Por ejemplo, pensando en el filme, en ocasiones el texto se volvía un tanto insistente, un poco repetitivo, puesto que una cosa es escribir y leer y otra muy distinta ver una serie de imágenes y escuchar una serie de sonidos y palabras en una pantalla. Además, trabajé en cambios importantes en cuanto a la narrativa, en una organización diferente de las pautas de la historia. Junto a todo ello, a los poemas comentados se añadieron las citas o incluso frases de amigos que fueron juntándose y entrando aquí y allá. ¿A qué se debe esto? Probablemente esté relacionado con vuestra pregunta, pues yo pensaba que este texto del siglo XIX, un texto romántico, debía tener algún rasgo propio de la contemporaneidad. Siendo consciente de que todo lo que sucede en el filme es muy diferente a nuestros días, estoy de acuerdo con vosotros en vuestra apreciación en torno a la frase inicial en la que se habla del crimen como forma de poesía: sin duda es algo propio de nuestros días –me refiero sobre todo a un tipo de crimen horrible y obsoleto bastante frecuente en el mundo en el que vivimos–. Mi primera conclusión fue que el hombre no cambia demasiado. Poco a poco, fueron llegando también otros textos u otros fragmentos que se fueron añadiendo porque guardaban alguna relación con el texto de Barbey d‘Aurevilly, como la frase que escuchamos hacia el final: «Ja o tempo a ordem sua te sabida / O mundo não; mas anda tão confuso / Que parece que delle Deos se esquece / Casos, opiniões, natura, e uso / Fazem que nos pareça desta vida / Que não ha nella mais do que parece». Se trata de un soneto de Luís de Camões. Siendo así, es aún más curioso, porque Camões
estaría recogiendo este mismo espíritu bastante antes que Barbey d‘Aurevilly. Si este soneto de Camões perteneciera a un poeta actual se diría que resume perfectamente la percepción de nuestra época. Pero A Vingança de uma Mulher tenía que trabajar sobre un texto de época porque, aunque la manera de escribir de Barbey d‘Aurevilly no sea la nuestra de hoy, ni tampoco nuestra forma de hablar, aun así tiene un contacto con lo actual, con la realidad, con un día a día, incluso, en el que todos vivimos. Por tanto: sí, quise hacer una película de época; y sí, quise hacer una película actual. ¿Cuál es la conclusión? Quise «juntar el tiempo». Una vez has trabajado en la forma final del texto, suponemos que una de las tareas más complejas debe consistir en trabajar en él con los actores. Nos preguntamos si te dedicaste principalmente a ello en las cuatro semanas de los ensayos y si el trabajo con Rita Durão, del que has hablado un poco en relación al gesto y la palabra, se centró en la dicción, en su adaptación al texto: si fue un trabajo vocal o más bien radicaba en las ideas que contenía el propio texto. El trabajo consistía en comprender qué se encontraba en el texto. Luego, en una segunda fase, intentamos asimilar qué queríamos transmitir por medio de él. En ocasiones Rita Durão aportaba algo nuevo, en otros casos lo hacía yo. Son pequeños detalles que surgen a medida que uno trabaja en el texto. Por ejemplo, en la escena en la que la Duquesa se encuentra junto a la chimenea y dice: «Tiró el cuerpo a la salgadora o a algún sitio peor que no sé». A continuación, de manera un poco repentina, añade: «Pero yo nunca supe…». En ese momento, sugerí a Rita que al decir estas palabras lo hiciera como si pensara en ellas en ese instante. Es una actriz extraordinaria, pues tan sólo con esta indicación supo cómo llevar a cabo un cambio en su registro. Así, tras las palabras «Tiró el cuerpo a la salgadora o a algún sitio peor que no sé», llega un completo cambio: «Ni nunca supe… ¿cómo es que no pensé en esto antes?». Es decir, una pequeña frase modificada puede dar lugar a un inmenso movimiento de expresión. En estas cuatro semanas de ensayos que compartimos Rita y yo nos acompañó otro actor que en un principio debía interpretar el personaje de Roberto, si bien finalmente me di cuenta de que algo fallaba y tan sólo cuatro días antes del rodaje expresé mi disconformidad, lo cual fue extremadamente complicado. No fue hasta el último momento cuando
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apareció el actor Fernando Rodrigo. Con esto, lo que se puede ver es que durante esas cuatro semanas de ensayo se trabajó en la película y en el texto escena por escena, experimentando un poco con cada una. Incluso podía suceder que, durante los ensayos, me marchara a casa decidiendo allí modificar la cronología de las escenas del filme, con el objetivo de que fuéramos adquiriendo una especie de seguimiento. Este proceso consistió básicamente en tomar algunos elementos situados más bien al final y adelantarlos en buena medida. La razón fundamental para operar de este modo es, de nuevo, la misma apreciación por mi parte: en un escrito puedes avanzar y retroceder; al leer esto es muy sencillo de llevar a cabo. En una película, en cambio, no lo es tanto. Estas cuatro semanas nos ayudaron mucho a interiorizar la temporalidad de la película. Cuando llegamos al estudio, a Tobis, tuvimos de hecho una sola semana para preparar el resto de la película. Resulta sorprendente y cuesta incluso creer que en tan sólo una semana se pudiera llevar a cabo todo ese trabajo en el lugar de rodaje sin haber pisado los decorados con anterioridad. Cuando leí el cuento, tuve una visión y me dije que había que hacer una película. Me gusta mucho ese romanticismo exacerbado hasta las últimas consecuencias, como la imagen del cuchillo. Enseguida vi que todo ocurriría en esa especie de salón donde ella recibe a los hombres, un espacio cerrado, sin ventanas. Pasaron 15 años desde que leí el cuento hasta que pude hacer la película. Al principio imaginé algo mucho más construido, con decorados que se movían, las paredes se abrían a otros espacios, etc. Es un poco lo que hice finalmente, sólo que quedó más simplificado, por diferentes razones. Me gusta esa idea del espacio caleidoscópico que se va descubriendo poco a poco. Obviamente, tiene que ver con el hecho de no tener el dinero suficiente para construir todo lo que has imaginado, no tienes todo el tiempo, ni la luz… Hizo falta adaptar los medios de los que dispones a la idea original. Durante el rodaje encontré también nuevas ideas que me gustan mucho, como esas enormes pinturas murales de óperas de Mozart que recuperé, y el rojo. ¿El rojo del decorado no estaba previsto desde el principio? No demasiado. Pero, una vez que vi el decorado, me di cuenta de que tenía que ser rojo. No puede ser otro color. Es una cuestión de corazón, de sangre. No
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quería lo real, porque en ese caso hubiera podido rodar en un palacio. Quería un escenario, la intensidad del teatro. En ese sentido, el rojo era esencial. En realidad es un color rojo muy feo, que se ve así en la película gracias a la iluminación. Es un color complicado porque contamina el resto de colores y no fue fácil hacer la composición del decorado. ¿Cómo era, visualmente, el découpage con el que trabajaste? ¿Hasta qué punto contabais con una planificación detallada? Normalmente establecíamos las líneas principales y luego dejábamos el resto un poco abierto. Algunas cosas se habían probado durante los ensayos, especialmente a nivel de movimientos. Por ejemplo, algunos de los juegos relacionados con la seducción, sus mecanismos y funcionamientos, como cuando la Duquesa trata de provocar a Roberto y le toma de la cintura. Este tipo de coreografías había que trabajarlas de la forma más precisa posible con antelación. Por tanto, los ensayos contaron, como dije antes, con un componente de experimentación realmente fuerte. Recuerdo especialmente la escena en la que la Duquesa coge su vestido: ahí, simplemente, se trataba de agarrar cualquier elemento y de tratar de decir el texto de la mejor manera posible. Lo interesante es que este plan permeable, en el que se diseñaron más algunas líneas que otras, se ensayó en el espacio de una biblioteca. Realmente era un lugar que no tenía absolutamente nada que ver con los decorados del estudio Tobis. Lo extraordinario es que con el escenario fue sucediendo en buena medida el mismo proceso: mientras veía cómo se iban construyendo los decorados, mi idea en cuanto al espacio también se fue modificando. Hice una maqueta en casa, con una caja, y empecé a mover los diferentes compartimentos. Llegué incluso a preguntar por la dimensión exacta de los decorados reales, el número de metros, con la idea de aplicarlos a la escala de mi maqueta doméstica. Aprendí que un escenario, durante su construcción, al menos en un caso como éste, sufre un número muy elevado de transformaciones, puesto que se puede dar el caso de que no haya suficiente presupuesto para construir una pared o para encargar una estufa, por ejemplo. Recurría entonces a una estufa de cartón que fabricaba yo misma. Por tanto, ¿en qué consistió nuestro trabajo en esta primera etapa? Esencialmente, prepararnos para el inicio del rodaje, las primeras tomas. Luego, a medida que el rodaje iba avanzando, acudía tanto
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por las noches como en los fines de semana al estudio para continuar pintando, tirando una pared, transformando una puerta o moviendo los espacios. En realidad son siempre las mismas salas: lo que funciona como una terraza, lo que es España, la taberna, el salón. Un mismo espacio queda sometido a un juego de variaciones. En la construcción de los escenarios es muy peculiar el movimiento de los actores y las figuras por ellos. Por ejemplo, realizas varias composiciones a través de un espejo como en una estructura de Velázquez, ampliando la escena, o hay entradas y salidas de plano que uno no espera. En concreto, estamos pensando en la escena en la que se recuerda el primer encuentro con la Duquesa en Saint-Jean-de-Luz, donde haces que ella aparezca primero en el espejo, ya vestida como Duquesa. Todas estas ideas espaciales, relacionadas también con cuestiones de puesta en escena y de luz, ¿fueron surgiendo a medida que explorabas las posibilidades de este decorado o estaban escritas con anterioridad? En general, tenía ideas bastante precisas. Lo complicado era conseguir trasladarlas visualmente a la pantalla, por así decirlo. Lo difícil era filmar en este caso el reflejo de ella al pasar por el espejo. Además, como decís, es un momento que afecta también a la iluminación, porque en ese instante en el que ella está frente al espejo hay un cambio de luz, entra un efecto de «luz de día». Yo quería conseguir una intensidad mayor aún de la que vemos en la película. Mi proceso mental era el siguiente: cuando uno va comprendiendo el texto y entra en la historia, se comienzan a intentar definir algunas ideas, pero no antes. En este caso, me gustaba mucho aquella transformación, la idea de pasar de una escena a otra en el mismo plano, como si las figuras del pasado pudieran entrar en el presente. Esto podría ser sólo un efecto, algo hermoso; sin embargo, para mí tenía otro sentido, contaba con una razón, pues para aquella mujer el pasado es una especie de caníbal del presente: es algo que viene a vomitar encima de este presente. Cada vez que ella invita a un hombre a acompañarle, lo lleva a este lugar y le cuenta su historia, es el pasado el que invade rápidamente el presente. Por lo tanto, encontré un sentido pleno en el hecho de que el pasado en la terraza de España invadiese aquel salón. Dicho esto, añadiré que no me gustan los flashbacks: entiendo que un retroceso debe ser algo más físico, como si ocurriese en el interior de ella, de manera
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repentina. En un instante ella ha pasado a estar en España, se encuentra en aquel horror. Por lo tanto, la única forma de conseguirlo era operar un desplazamiento también físico: las dos únicas opciones eran llevar la vida de ella allá o traerla aquí. Esta es la explicación para cada uno de los artificios que se ven en A Vingança de uma Mulher. La idea del espejo, por ejemplo, ¿estaba presente en tu maqueta inicial? Sí, siempre pensé que debíamos trabajar con espejos y que debíamos servirnos de ellos para operar este tipo de transformaciones. Es interesante, porque el espejo puede proporcionar el doble de espacio si se trabaja en un lugar relativamente pequeño, pero también permite trazar movimientos de una doble amplitud. Está relacionado con un efecto de «tridimensionalidad» presente en A Vingança de uma Mulher. Sin embargo, el espejo es una imagen de lo que está también, ¿no creéis? Es lo contrario… Por lo tanto, es como si hubiera tres espejos de algún modo. Sí, eso es cierto. Siempre hay tres espejos y siempre hay un reverso. En cualquier caso, ya sabéis que no es fácil filmar con espejos, pues siempre aparecemos al otro lado. El sonido es también horrible, porque se habla al espejo. Cuando haces la prueba de sonido y pides al actor que mire en dirección al espejo y hable, el resultado es lamentable. Por eso para mí tiene sentido que encontremos a la Duquesa en esa posición, girada hacia el espejo y que después, de repente, cuando grita «Silencio, silencio, silencio», mire hacia dentro. En cualquier caso, nos parece bastante evidente que el espejo es un elemento que cuenta con una presencia enormemente fuerte en tu cine. Y no sólo se trata del espejo en sí mismo, sino del hecho de pretender plantear una conversación a través de un espejo, como sucede también en O Som da Terra a Tremer (1990), en el intercambio dialéctico entre el personaje de Isabel y el novelista, o en A Colecção Invisível, cuando escuchamos las líneas correspondientes a «Ojos de perro azul» (1972) de Gabriel García Márquez, donde vuelve la idea de los espejos múltiples, de personajes que pueden ver y hablarse a través de esos espejos. Sí, nunca pensé en esto. Nunca seguí esta dirección en A Colecção Invisível ni llegué a ello desde ahí, pero
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es cierto. Es interesante cómo no siendo ésta la idea que me llevó a hacer aquello podemos llegar al mismo lugar. Es muy probable que en O Som da Terra a Tremer ya estuviera presente este recurso como algo buscado. En esa conversación entre Isabel y el novelista hay un pasaje de una obra de teatro de Paul Claudel que recita el escritor, L’Echange (1894), concretamente las líneas «Luciano não vive descontente com a sua vida, bastalhe olhar os alcatrazes atrás do navio com as sua asas ora brancas, ora negras... mas uma ligeira mudança de tempo e tudo varia...» [«Luciano no vive descontento con su vida, basta verle mirando las gaviotas detrás del barco con sus alas a veces blancas, a veces negras… pero un ligero cambio en el tiempo y todo cambia…»] Poco antes, había estado trabajando en una puesta en escena de ese texto dirigida por Jean-Pierre Tailhade y asistí a todos los ensayos, incluso si en realidad no me hacía falta para mi trabajo (decorado y vestuario). Me aprendí los diálogos de memoria. Para mi guión, había estado intentando realizar algunos cambios y en esas líneas de L’Echange encontré la emergencia de algo que provenía de lo real, de la propia vida. Pero en O Som da Terra a Tremer la película es de algún modo esa conversación. Luego, Isabel entra en una especie de delirio. Comienza a escucharse el texto de Claudel. Entonces nos quedamos únicamente con la imagen del espejo, nos quedamos en el espejo durante el resto del diálogo al completo. En una de esas escenas de O Som da Terra a Tremer se dice que Isabel, en su forma de escuchar, es como un espejo de su voz. Esa cualidad, ser un espejo de la voz, es una constante en tu cine, desde O Som da Terra a Tremer hasta A 15ª Pedra (2007) o A Vingança de uma Mulher. ¿Podrías hablarnos sobre cómo trabajas con los actores, con sus rostros, para que sean un espejo de las voces de los otros, no sólo al hablar, sino también al escuchar? Los actores se aprenden, se descubren –como todo en el cine–. Lo que sucede es que, antes del encuentro con los actores, hay semanas y semanas –muchas veces años– en que se está pensando en la película y las ideas se van formando y ganando consistencia. Después, cuando llegan los actores, y aunque antes se hayan cambiando algunas ideas, casi siempre traen consigo su propia propuesta, diferente de la que yo había pensado –como es natural–. Pero esa primera aproximación puede ser un choque. Es decir, hay siempre una sorpresa que no en todas las ocasiones es agradable: una especie de dislocación interior de todo. La sensación es de que hay algo
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que interfiere, y eso asusta. Con el tiempo, fui aprendiendo a refrenar mi primer impulso de decir «¡No!». Pienso que en los primeros ensayos, en los que el actor experimenta cosas, son un espacio de descubrimientos decisivos, algunas veces fascinantes, otras veces desesperantes. Pero es a partir de ahí que es posible retener lo que más enriquece y favorece a la película. Cuando hay tiempo para eso porque, como se sabe, normalmente en los rodajes la presión es increíble. Lo ideal sería poder tener más tiempo de ensayo para profundizar el trabajo con los actores y con el texto. En relación con esa idea de «ser un espejo de la voz» (que se dice sobre Isabel en O Som da Terra a Tremer), lo que sucede es que justo cuando alguien nos está escuchando, nosotros conseguimos «ver mejor» lo que estamos diciendo. El otro, que escucha, provoca en nosotros una reflexión inmediata sobre lo que decimos –es terrible cuando no hay otro–. En las películas, ese reflejo de nosotros tiene una fuerza muy grande. Es decir, un filme, cuando nos embarga, refleja lo que cada uno de nosotros proyecta en él. Da la sensación de que la película nos entiende. Nos escucha. Creo que para alcanzar ese estado también son precisos determinados silencios en la imagen. Y también silencios en la forma de interpretar del actor. Si en una película el texto nos «da» una imagen muy viva, a través de la palabra, pienso que en ese caso siempre es bueno filmar lo que estamos escuchando. La palabra nos ofrece ya en sí misma una imagen. Eso me llevó a tomar ciertas decisiones en A Vingança de uma Mulher. Por ejemplo: cuando la Duquesa de Sierra Leone habla del tedio de la vida que lleva: «Cuando el vómito me llega a la garganta, me arrodillo en estos trapos ensangrentados, todavía calientes por la sangre de él»; si Rita Durão apareciera como una Bacante, gritando y lanzándose al suelo y restregándose su vestido lleno de sangre, sería patético. ¡Está en el texto! La fuerza, en este caso, viene precisamente de dentro hacia fuera. Busqué una forma contenida de representación para llegar ahí. Estaba claro que este texto no podía dar lugar a escenas histriónicas. El caso de la escena de los perros es diferente, como comenté al principio. Tenía que ver a los perros, a Rita comiendo el corazón, todo aquello que me parecía tan excesivo, que parecía imposible de imaginar que sucediera. Incluso aunque sea deliberadamente falso –papel, tinta, plástico–, se ve y se oye. E incluso aunque después repita la escena como el texto, como hice, según el estilo de racconto de la Duquesa.
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Como consecuencia de lo anterior: el espejo de la voz parecen ser los ojos, que se diría que escuchan más que los oídos. ¿Crees que esto es común a una buena parte del cine portugués, desde Manoel de Oliveira a João César Monteiro o Paulo Rocha? ¿Crees que has dirigido a los actores en todas tus películas siempre más o menos de la misma manera? Como consecuencia de lo anterior... el «espejo de la voz» son las películas. Los ojos, las miradas, poseen en las películas un lenguaje muy particular que no creo que sea igual en ningún otro arte. Tal vez sólo posea un efecto semejante en la pintura, pero, incluso así, me parece otra cosa, puesto que la pintura es fija y las miradas que se fijan en los cuadros no se mezclan, somos nosotros quienes las mezclamos. En el cine las miradas establecen un lenguaje propio entre los personajes y lo hacen de otra manera, según pienso. Es una forma diferente de la vida real, donde es fácil que podamos evitar la mirada de los otros, a no ser cuando miramos a «los ojos en los ojos» y ahí los ojos son, como se suele decir, «el espejo del alma», que el cine tanto persigue. Pero me gusta más la idea de écran, de superficie blanca donde nosotros, como las imágenes, nos sentimos proyectados. No sé si es un síntoma del cine portugués. Veo eso en muchas buenas películas. En las de Ozu y Mizoguchi, en Bresson y en Lang, en Ford... ¡En tantos! Respecto a la dirección de actores, no sé si dirijo o no dirijo. Pienso que sé lo que quiero, y después intento llegar a ello. Pero desde el comienzo siento que voy en la misma dirección. El proceso de construcción con los actores, de pensar en eso, ha sido siempre un proceso continuado. Por eso, me gusta mucho trabajar con los mismos actores. Y hay una
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intuición muy fuerte que espero que no me falle. Por eso digo que es importantísimo hacer películas que pidan una continuación. La creatividad no se disipa con la continuación, sino al contrario, se alimenta a sí misma. Tampoco nosotros sabemos si es un síntoma del cine portugués la idea del espejo y la voz. En A Vingança de uma Mulher podemos encontrar la escena en la que se ve a Isabel Ruth de pie, inmóvil, en medio de la plaza. Ella escucha sin mirar, lo cual es raro, mientras la escena trascurre a sus espaldas. Es algo que hemos visto en no muchas ocasiones. Ella no sólo escucha, también parece a la vez ajena, como si estuviera en un plano o capa diferente de la película. Esto es algo que por alguna razón nos trae a la mente Amor de Perdição (1979) con cierta frecuencia; e incluso O Estranho Caso de Angélica (2010), en los desayunos, cuando vemos a Ricardo Trepa mirando totalmente absorto a través de una ventana invisible, que coincide justamente con el lugar desde el que vemos la película como espectadores, lo cual es algo que tiene que ver, creemos, con la idea de pantalla que señalabas. En el caso de Ford o de Ozu, lo encontramos por supuesto, pero de forma diferente. En cambio está presente en casi todas tus películas hasta el punto de convertirse verdaderamente en una figura que aquí, como tantas otras veces en el fondo, pues es la actriz más importante del cine portugués, se ha personificado en Isabel Ruth, como si estuviera mirando a través de un espejo aquello que escucha, mientras que la escena está detrás de sí y ella mira, como Ricardo Trepa en O Estranho Caso de Angélica, realmente a cámara.
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Sí, comprendo esta idea. No pensé en Amor de Perdição, pero debo decir que para mí es una película realmente importante. Además, en lugar de realizar un primer plano sobre el rostro de la persona, se opta por el hecho de que sea el propio actor el que se encargue de trabajar el primer plano. Para mí es muy importante estar con el actor y tratar de entender qué es lo que el texto está trabajando en su interior: es decir, cómo es posible que el actor, aunque no se diga nada, esté oyendo ese texto. En cuanto a la escena concreta de Isabel Ruth, era también una forma de dar el paso desde los dos hombres hasta aquella mujer –es cierto que no contaba con el apoyo de otros extras y tenía que apañarme con muy pocas personas para que trabajasen como figurantes–. La aparición de Isabel Ruth, con todo su pasado, como habéis señalado, limitándose a oír esa conversación, es un poco cruel, puesto que el otro dice: «Actores sin trabajo (…) derrotados por el tiempo…» [Se trata de «Noche tropical», un poema de Juan Luis Panero: «Nuestros dos cuerpos juntos, los que ahora llegan, actores sin trabajo, estandartes inútiles, derrotada ficción en la guerra del tiempo»]. Por tanto se aproxima a una especie de primer término, dentro de un juego de entradas y salidas, donde un actor cubre y descubre a otro. En ese momento adivinamos que todo se va a repetir. Hay un trabajo de capas en esa escena realmente elaborado. En el fondo aquellas mujeres ven que Isabel Ruth es una mujer que tiene su vida, una vida solitaria en la taberna; oye la conversación de las mujeres, es consciente de todo aquello, pero luego hay una especie de despedida, por supuesto: hay un ciclo que se cierra y otro nuevo que empieza, de modo que nosotros siempre vamos rellenando los lugares, de unos a otros. Para mí era muy importante que este
texto en particular no cambiara en una sola palabra, así como la presencia de Isabel, estando solo con ella en plano. Quería ver cómo reaccionaba cuando escuchaba aquellas conversaciones entre los hombres, hasta que finalmente es derrocada por el tiempo y sale de plano para dejar que entre otra mujer. Quizá esta sea una idea bastante más frecuente en el teatro. Sin embargo, no es muy común en el cine francés, por ejemplo. Tiene que haber una razón para ello… No lo sé, es extraño. Voy a tener que empezar a pensar en esto con detenimiento. Quizá se trate de que no sabemos trabajar con los actores de otra manera en Portugal, por eso terminamos recurriendo a ello. Claro. Es posible que sea un recurso natural, simplemente. Es probable, porque incluso llegué a filmar un primer plano de Isabel Ruth en esa escena. No estaba muy convencida y terminé por descartarlo en el montaje. Luego acabé optando por mantener el plano abierto. Para mí es preferible, en lugar de cortar la escena, hacer un inserto del rostro de Isabel Ruth, si es necesario, y luego volver. Cuando la Duquesa sale del «nicho» y hace el retrato de las mujeres españolas, por ejemplo, «altivas, católicas…», se adelanta. Es algo que me gusta mucho en el momento de un discurso: ella camina en una dirección y el resto en otra. Pero son cosas que se van descubriendo en el propio rodaje. Generalmente estás también condicionado por el espacio físico del que dispones. Al final no encuentras en ningún caso el espacio inicialmente pensado, no cuentas con lo que necesitas y tienes que adaptarte y ajustarlo todo: pensar cómo vas a incluir esto o aquello en estas dimensiones y cómo podrás resolverlo. Nosotros trabajamos así en A Vingança de uma Mulher; las cosas se presentaron de ese modo.
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Ese trabajo con el espacio llega a unos niveles inusitados en la escena del concierto situada al principio de la película. Los personajes se sitúan al fondo, enmarcados rectangularmente por la puerta. Entonces una mujer cierra la puerta, permitiendo que la cámara y el espectador se queden de algún modo «excluidos» de una posible escena que no necesita del cine para existir, que continúa, a través del sonido, más allá de él, pero también es como si el propio siglo XIX cerrara sus puertas por una vez al siglo XXI, revelándose por un momento un posible choque. Luego encontramos otro corte hacia un plano menos abierto de esta misma puerta aún cerrada. Mi idea era un poco esto mismo: es importante que nos quedemos detrás de la puerta. Hay razones para tomar esta decisión, pues lo que yo quería finalmente era modificar a los personajes: es decir, retirarles del salón y de la sociedad, especialmente a Roberto. Y también entenderlo. Era fundamental encontrar una solución para que se llegase a comprender que entre Roberto y aquella mujer, Marie, había una historia. Había que entender el comportamiento de este hombre que va de un lado a otro, pero también la forma de relacionarse con él de las chicas, como aquella que le gustaba al principio y que «se queda atrás», dentro de lo que es su mundo. De hecho, en un plano se ve literalmente hasta qué punto están las mujeres a su alrededor. En definitiva: en esa escena lo importante era dejarlos a todos ellos allí, en el salón; que ellas saliesen de escena, que se quedasen de lado. Ante todo, no quería que fuéramos a la fiesta. Por otro lado, hay una serie de razones prácticas: encontré grandes dificultades a la hora de rodar esta escena, pues tenía solamente un día para concluirla. Me encontraba en un lugar donde no nos dejaban hacer apenas nada, porque se trata de un museo. No estaba permitido encender velas, no se podían pisar las alfombras, no nos podíamos sentar –de hecho,
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tuvimos que llevar algunas sillas, tapar los conductos de aire acondicionado…–. Todo esto es importante: luz, movimientos limitados. Una vez más, había que adaptarse a esas condiciones. Cuando llegó el momento en que estaba todo preparado para filmar, nos informaron de que había llegado el momento de marcharnos. Pensé, por esa razón, que sería más interesante, en lugar de recurrir a un découpage elaborado, mantener la situación y quedarnos con dos planos. Se trata, esencialmente, de conseguir sostener el movimiento de todas aquellas personas entrando y luego, cuando llega el momento en que suena la campanilla que nos invita a marcharnos, hacer salir a todos los extras, quedarme sin nadie y trabajar de ese modo. Pero no fue un problema, pues yo no quería rodar con la puerta abierta el resto de la escena. No queda nadie en plano y todo termina solucionándose. ¡Así es el cine! Terminé de filmar la segunda parte del plano sola, sin nada, buscando algo más próximo. Fue entonces cuando recurrí a la niña para el final de la escena. Viene uno, viene otro, y luego otro más, contando esta historia. Si esta escena resulta tan poco común, en parte se debe a que la película no está realmente interesada en retratar la vida social, sino las máscaras, lo que se oculta detrás de éstas: en ese plano nos quedamos afuera, en un lugar en el que los personajes pueden salir y escapar un poco de esa fiesta de máscaras; un lugar donde realmente pueden verse cosas debajo de las máscaras a partir de entonces. Sí, la gente que acude a esa fiesta ya sabe lo que va a encontrar. Recuerdo a menudo lo que sentía cuando era pequeña y te mandaban a marcharte a la cama en el mejor momento de la fiesta. Seguramente sea una experiencia compartida, pero uno siempre pensaba que aquel momento en el que ya no estabas allí iba a ser el mejor y tú no ibas a estar presente, sino detrás, o en el cuarto de al lado, en una especie de fuera de
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campo, como aquí. Incluso hoy, siento que después de ver una película, cuando me voy, me lo voy a perder todo. Así que está también presente esta mezcla de sensaciones: liberación de las máscaras y sensación de pérdida. Por otro lado, no me interesaba reforzar demasiado la presencia o los rasgos de estos personajes figurativos. La ciudad, en el fondo, sólo estaba ahí para sugerir cómo era el olor de la época, como suele decirse «un cierto aire de los tiempos», una forma de volver al texto. Pero no es preciso que ésta cuente con una gran presencia, no es necesario quedarnos con ellos. Mi estrategia consistía en marcharme por detrás de aquello y entrar en otra película. Definitivamente, no era lo que sucedía detrás de la puerta lo que me interesaba en A Vingança de uma Mulher. Era únicamente una presentación del hombre, una forma de situarlo, porque sin aquello no se entendía que él saliera de aquel encuentro o que pensara que ya lo ha visto todo –mujeres de Arabia y de Turquía que solían acudir a este tipo de espectáculos, el conocimiento de la propia vida al completo…–. Pero de repente, cuando sucede aquel encuentro, llega el contraste. Si no llegáramos a él por medio de esta introducción pienso que no sería posible. En el mismo sentido, son poco habituales los retrocesos en continuidad espacial, con la actriz desplazándose por el escenario sin que haya cortes de plano. ¿Cómo se te ocurrió esta forma narrativa donde la memoria juega un papel fundamental? Me gustan otras películas que probablemente utilizan los cortes, pero cuando estoy en el rodaje, intentando determinar la razón por la que se pasa a otro plano, pienso que cuando las cosas cambian se debe a que tiene que haber un motivo; si no, no cambian. Es difícil cortar por ello. Nos gustaría hablar un poco sobre algunos aspectos relacionados con la imagen (la luz o la forma en que trabajaste el color), pero para ello creemos que es preciso detenernos por un momento en la figura de Acácio de Almeida, con quien has trabajado en casi todas tus películas y cuya carrera condensa de algún modo una buena parte de la historia del cine hecho en Portugal: la cuestión es que no sabemos hasta qué punto depende de él, pero por un lado, encontramos una vía dentro de las películas que ha hecho donde estarían los cortos de João César Monteiro, además de Veredas (1978) y A Flor do Mar (1986); quizá Agosto (1988) de
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Jorge Silva Melo; con seguridad, dentro de esta línea, Falamos de Rio de Onor (1973) y A Festa (1975) de António Campos; Jaime (1974), Trásos-Montes (1976), Ana (1982) y en menor medida Rosa de Areia (1989) de António Reis y Margarida Cordeiro; Continuar a Viver ou Os Índios da Meia-Praia (1976) de António da Cunha Telles; O Constructor de Anjos de Luis Noronha da Costa, en la que tú actuaste; Deus Pátria Autoridade (1976) y Bom Povo Português (1980) de Rui Simões; A Lei da Terra (1977) del Grupo Zero; Brandos Costumes y Gestos e Fragmentos (1983) de Alberto Seixas Santos; A Pousada das Chagas (1972) de Paulo Rocha; o La Ville des pirates (1983), Pointe de fuite (1984) y Manoel na Isla Das Maravilhas (1984) de Raoul Ruiz. No es del todo exacto, y por supuesto media una gran distancia en todos los sentidos entre lo que propone cada una de estas películas, pero sin ánimo de cometer una injusticia creemos que hay una primera vertiente estética del cine portugués aquí, que para nosotros está más relacionada con la parte más poética o soñada de O Som da Terra a Tremer que con A Vingança de uma Mulher, por establecer una línea de demarcación general, aunque sólo sea, en una primera diferenciación, por el hecho de que la mayor parte de O Som da Terra a Tremer se rodó en exteriores, con luz natural, mientras que la mayor parte de A Vingança de uma Mulher se filmó en interiores, en estudio, con luz artificial. En esta parte soñada de O Som da Terra a Tremer la imagen es más rugosa –se aprecia en la textura, en el color, en la luz; las materias se sienten en su estado primario, en bruto; la mayoría de los planos están filmados con una cámara fija, pétrea, casi de mármol. Quizá esta sensación se deba también al tipo de película que se utilizaba en Portugal en esa época o al trabajo de emulsión, suponemos que tampoco había demasiados laboratorios donde elegir. La cuestión es que en O Som da Terra a Tremer Acácio parece más libre a la hora de componer los planos. Luego existiría una segunda vía –por otra parte, ¿dónde situar Maine-Océan (1986), de Jacques Rozier, quizá la «menos portuguesa» de todas las películas que ha hecho Acácio?–, abierta con O Passado e o Presente (Manoel de Oliveira, 1972) –si bien, a pesar de la llamada «Tetralogía de los amores frustrados», aún no estamos ante la obra de un Oliveira completamente alejado del de sus primeros cortometrajes y mediometrajes y de Acto da Primavera (1963)–, y de hecho
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sorprende que Acácio haya trabajado tan poco con Oliveira. También podríamos continuar, aunque es un filme muy diferente del de Oliveira, con unas inquietudes teatrales igualmente distintas, con Silvestre (1981) de João César Monteiro, A Ilha dos Amores (1983) de Paulo Rocha y, quizá Vertiges (1985) de Christine Laurent, así como otras películas más apartadas de esta vertiente, como Um Adeus Português (1986) de João Botelho u O Sangue (1989) de Pedro Costa, que de hecho podrían pertenecer al primer grupo –sólo que hemos seguido el orden cronológico–, para volver a ella en las últimas películas de Raoul Ruiz, donde hay una relación mayor con A Vingança de uma Mulher, por ejemplo a través de los movimientos de cámara circulares que envuelven a los personajes y que recuerdan un poco en tu película a Mizoguchi –quizá una impresión que nos llega a través de Rocha–, pero también a Oliveira e incluso a alguna película de Jacques Rivette –no sólo L’Amour par terre (1984), sino más allá del vínculo con el teatro, sobre todo La Belle noiseuse (1991)–. En cualquier caso, encontramos a través de estos movimientos de cámara presentes en algunas películas de Ruiz y de Rivette especialmente, para que la imagen de la idea que queremos transmitirte sea más nítida, un uso de la técnica por parte de Acácio de Almeida en estas dos películas tuyas muy particular, y sentimos que estas dos etapas –aunque haya muchas más– del cine hecho en Portugal (y de buena parte del cine en general, en esos años) quedan bien condensadas a través de tus dos películas. Conocí a Acácio de Almeida antes de mi primera película. Ha hecho muchas películas muy buenas, su presencia en los equipos suele ser formidable. Concretamente, le conocí en el rodaje de la película de Jorge Silva Melo, en la que participé. Cuando hice O Som da Terra a Tremer, se puede decir que prácticamente iba detrás del trabajo de Acácio. Hace unos días, de hecho, me contó una historia de la que yo no me acordaba: un día él estaba en la puerta de embarque del aeropuerto y de repente notó que alguien le tocaba por detrás, y era yo. Me preguntó cómo había hecho para llegar hasta allí. Yo le pregunté: Acácio, ¿vas a hacer mi película o no? Y él me dijo que sí, así que cuando volvió empezamos a prepararla. Ya en esa fase de preparación de O Som da Terra a Tremer por tanto pensaba en Acácio, que también fue el productor –aunque creo que no es buena idea que un director de fotografía sea productor, pero él tenía una productora…–. En cualquier caso, es una
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persona que cuenta con una gran sensibilidad, una capacidad de búsqueda poco habitual. Sobre lo que señaláis, pienso que en A Vingança de uma Mulher se dejó llevar, o aconsejar, mucho más por mí, mientras que en O Som da Terra a Tremer, como es obvio, puesto que tenía mucho más bagaje que yo, más experiencia, seguía un poco sus propias ideas. Fue mi primera película. Yo pensaba que todo iba a ser más fácil. Había previsto 45 localizaciones y un rodaje de cuatro semanas, en lugares muy diferentes. Poco a poco nos fuimos entendiendo mejor, porque yo pedía hacer cosas imposibles y él se reía, pero luego se le ocurrían cosas, siempre daba con ideas sencillas y prácticas que a mí me gustaban. Siempre he apreciado mucho eso en Acácio. Una vez le pedí una nube de luciérnagas que aparecía de repente en medio de un plano. Fui a la montaña, en Sintra, para intentar recoger los insectos, porque una vez había visto eso a las 5 de la mañana. Quería hacerlo de verdad en la película, sin efectos especiales. Acácio siempre tiene ideas para seguirme en este tipo de locuras… En ocasiones yo le decía: «Encuadra así», y él ajustaba un poco el encuadre conforme a mis indicaciones. A lo mejor a mí no me gustaba el resultado y le decía: «¡No! Es hacia aquí…». Al comienzo llegaron estos pequeños choques, pero una vez superados –era lo normal, él ya había hecho una gran cantidad de películas y yo, insisto, no sabía realmente nada de aquello– encontré a una persona
con muchas cualidades, entre otras una curiosidad enorme, algo que me gusta y que comparto con él. ¿Qué conlleva esto? Que si tenemos un problema que resolver, él se lo llevará a casa, continuará pensando en ello allí y, cuando regrese, aparecerá con una solución. Generalmente, cuando alguien propone algo que a él le parece un disparate comienza a decir: «¡Pero no puede ser! ¡No es posible!», y finalmente termina consiguiéndolo. Tras varios rodajes, ha habido una evolución en nuestra relación, en la comprensión que tenemos de nuestro trabajo juntos. Es por eso que nunca he querido cambiar de director de fotografía. Es como con los actores: si hay un camino que se crea, ¿por qué tenemos que cortarlo y empezar uno nuevo? Me gusta mucho repetir con la gente, porque siempre se encuentran cosas mejores, se aprende… Acácio es muy ágil, muy hábil y creativo. Inventa pequeñas máquinas para resolver problemas. Por ejemplo, volviendo a otro ejemplo del rodaje de O Som da Terra a Tremer, yo quería hacer una panorámica muy lenta sobre un tronco de madera muy estrecho. Era imposible hacer un plano así con la cámara 16mm. Al día siguiente, Acácio llegó al rodaje con una invención suya, una especie de trípode con un pequeño motor que hacía rodar lentamente la cámara. Quedó perfecto, era exactamente el movimiento que yo buscaba. Creo que personas como Acácio fueron alejadas del cine de manera un poco injusta. Me refiero a que los
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productores no le llamaban, a pesar de su creatividad, de su trabajo extremadamente artesanal. Es alguien que trabaja en todo momento en contacto con lo material, en la línea de lo que decíais a propósito de la primera vía. En cuanto a la segunda, recuerdo pensar en él para A Vingança, y ante una aventura como ésta en la que la cámara realizaba tantos movimientos y tan complejos algunas personas me decían: «Acácio está viejo para todo esto». Pero no, Acácio no está nada viejo: su elasticidad era increíble y, a la vez, esto le daba la vida. Cuando realiza esos movimientos con la cámara se vuelve una persona realmente elástica y, a la vez, mantiene una seguridad enorme en lo que hace, piensa que no hay razón para cambiar. Debo reconocer que esos movimientos de cámara eran algo arriesgados, porque no teníamos mucho tiempo y eran siempre secuencias muy largas, con planos que a veces duran hasta diez minutos. Era también un trabajo muy duro para Rita Durão, pues tenía mucho texto. El rodaje consistió por tanto en una coreografía muy compleja, en la que la cámara se movía, las luces se movían, el equipo debía seguir el movimiento en el salón, el actor que entra, otro que habla o que sale de plano, etc. Como sabéis, hay también flashbacks dentro del mismo plano, con cambios radicales de luz. Evidentemente, Acácio seguía todo esto a la perfección, es como un pequeño gato muy ligero capaz de hacer todos los movimientos previstos a la primera. Como prácticamente siempre he trabajado con él, en una ocasión pensé que me gustaría probar con otro operador, así que en A Colecção Invisível lo hice con Jorge Quintela y fue todo muy bien. Sentía que Acácio no se adaptaba demasiado bien a la tecnología digital. Esta decisión la tomé en el rodaje de Altar (2003), una pequeña película sin nada de dinero, después del largometraje Frágil como o Mundo (2002), mi primer trabajo en vídeo. En aquella época, Acácio decía: «No, en digital no…». Lo rechazaba. Sobre esto tengo una historia divertida. Iba a rodar esta película en una casa que me habían prestado a una hora de Lisboa y le pedía a Acácio si quería venir a filmar. Le dije que íbamos a filmar en Hi-8 porque era lo único que teníamos. Me dijo que iba a venir, trajo su propio material de iluminación, etc. Pero una vez que estuvo con la cámara, no pudo hacerlo, no lo entendía, miraba la pantalla en blanco y negro y perdía totalmente su intuición, su visión particular con la que había trabajado durante décadas. Pero creo que él no se rindió y eso le hizo luchar para poder ver cómo podía seguir filmando en formatos que no
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fueran el analógico. Hoy en día él trabaja en digital, no queda otro remedio. Allí estaba Edmundo Díaz, que había hecho de asistente de Acácio en Frágil como o Mundo y que filmó Altar. Acácio no hizo la dirección la fotografía pero se quedó los seis días del rodaje, y por supuesto ayudaba mucho, ponía filtros en las ventanas, adhesivos, controlaba la iluminación, nos aconsejaba… ¡incluso si es un cortometraje que hice sin dinero y nadie cobró nada! Estaba acostumbrado a trabajar en celuloide exclusivamente. Sí, él sólo tenía la costumbre de trabajar en película. No conseguía adaptarse a la situación de tener que mirar por aquel visor en blanco y negro. No quiso, pero me acompañó: colocaba los reflectores o ponía gelatinas en las paredes; hacía de segundo asistente, verdaderamente. Creo que este gesto es en sí mismo algo extraordinario: que alguien preste todo su equipo de iluminación por segunda vez y nos acompañe a la sierra, donde estábamos filmando, con esa disponibilidad total, no es algo común –además, debo decir, para que entendáis cómo fueron hechas estas películas, que él mismo tuvo que pagar su hospedaje–. Y así fue como llegamos a A Vingança de uma Mulher, una película para la que yo había conseguido reunir algún dinero, si bien no demasiado. Había pensado en no llamar a nadie más y lo interesante es que él, entretanto, como ya digo que es muy curioso y también muy astuto, había aprendido a utilizar la tecnología digital. Los textos en los que trabajamos juntos para esta película fueron una guía de rodaje tanto para él como para mí. Precisamente queríamos comentar contigo el uso del color en digital, y en especial del negro. Probablemente puedas hablarnos sobre cómo has trucado el esquema de colores utilizando verdes oscuros en paredes y muros, puesto que en cámara
parecían más negros en digital que el verdadero negro, que es lo más complicado de filmar en digital, porque normalmente no podemos ver bien en la oscuridad y se suele ver el negro como gris. Sí, realmente en el caso del digital no hay negro, el negro es un verde oscuro. En algún caso tuvimos que trabajar con el negro porque no había otra solución, otra salida, pero provoca un agujero extraño en la película, porque no se ve negro, sino verde. Esto es algo que desde la fase de los textos había entendido muy bien, sabía que el digital y el negro son incompatibles. Es algo que me molestaba mucho. No existe el negro que se ve en la película analógica. El digital da fondos oscuros, homogéneos, pero no negros. Evidentemente, antes de filmar no sabíamos qué cámara usar. Con Acácio hicimos una serie de pruebas con todos los colores, tejidos, texturas, fondos, reflejos que iban a aparecer en la película. De esa forma hicimos una especie de paleta de texturas, luminosidades y colores, para saber cómo podía quedar el negro, el verde, el rojo, la madera, la porcelana, el vidrio… es un trabajo muy útil. Me obsesionaba la cuestión del vestuario y hubo algunos tipos de tela que prohibí porque no quedaban bien con la imagen digital. No quería que quedara un efecto digital, sino intentar disimularlo. Además, no me gusta la dirección de arte tradicional, las personas encargadas del vestuario de cine. Me gustaba crear una textura un poco sucia, de cosas rotas, usadas, no esa sensación que dan las grandes películas de que todos los elementos de vestuario acaban de ser fabricados y estrenados. Volviendo al negro, finalmente creo que el resultado es bastante óptimo. Hicimos muchos pequeños experimentos, como utilizar tul en todos sitios, que crea un efecto como de spray. Intento hacer todo este tipo de cosas en el rodaje porque luego no me gusta estar tanto rato delante de los ordenadores, revisando las imágenes, poniendo filtros artificiales, etc. El digital no me gusta por eso: es muy limpio, muy
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metódico, pero no sentimos el olor de la película, el trabajo manual. No me gusta demasiado el montaje en digital, me cansa mucho. Si bien, al mismo tiempo, me angustia no estar con el montador porque tengo la sensación de que algo no va a salir bien. Por eso, siempre que puedo, intento hacer todo en el rodaje, tenerlo todo previsto antes del montaje. Me gusta revisar que todo está bien antes de hacer una toma, no pensar en rodar cualquier cosa para luego tener que retocarla digitalmente. En este caso, no sólo se trataba de las paredes negras, también del suelo, de color rojo, hecho de un material que necesitaba, además, de muchísimos cuidados. Fue una decisión un poco arriesgada porque tuve que elegirlo verdaderamente de un día para otro y llegué incluso a pensar: «Si no queda bien en cámara, lo pintaré al completo». Este material como digo era feo, como una especie de textura de bandera, lo cual complicaba también mucho la filmación, porque en digital hay que cuidar al máximo la oscuridad. Dicho esto, debo señalar que trabajando en película sucedían a veces problemas parecidos. El verde, en general, no me gustaba. Había que probar con diferentes tipos de película. El verde de Agfa por ejemplo, un poco azulado, era mucho más bonito, aunque esta película tenía también un verde tipo hojas de lechuga que proporcionaba un resultado realmente horrible. Es realmente difícil ajustar todo esto. Recuerdo la filmación en La Cartuja. Contemplé las aceitunas del olivar. Me acerqué al visor y vi aquel plateado de las hojas de los olivos, color ceniza. Pero las aceitunas son totalmente verdes, hay pocas cosas más verdes que una aceituna. Con una cámara digital parecían un trozo de botella de vidrio, se destruía todo, era imposible. En cambio, en celuloide se habría visto una pequeña dosis de azul y un verde de una belleza singular. Por lo tanto, para filmar unas aceitunas y las hojas de un olivo en digital debí pensar muchísimo en cómo hacerlo, hasta tener una idea concreta de ello. La conclusión: debía pintar las hojas y las aceitunas. Así, se alteraría realmente el registro de la imagen, el color final. Ya sabéis que Dreyer decía algo fascinante sobre el color: existen más de tres mil colores diferentes y hay que disponer de ellos; en la naturaleza hay un número de tonalidades indeterminado, pero nuestro ojo sólo capta una décima parte de todas ellas. La cámara es peor aún que nuestro ojo, aún ve menos. Por tanto, entre lo que está ahí, lo que vemos nosotros y lo que la cámara ve hay una depreciación enorme. Lo que sucede en el cine es que cuando queremos fabricar una imagen, debemos mirar la imagen en sí misma,
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no lo que hemos visto previamente. Si el negro en digital es terrible se debe a que lo cierra todo, se queda sin relieve. Conseguir obtener un buen relieve es una de las cosas más complicadas en digital, sobre todo si estás trabajando con reflejos, porque en absoluto se ven los volúmenes. La profundidad desaparece por completo. Efectivamente, todo desaparece. Entonces, uno debe ir ajustando, modificando, modulando, adaptando lo que observa en el mundo y lo que por el visor, hasta alcanzar la imagen. «Si esto es así, entonces deberé hacer esto otro…». Por eso suelo trabajar con sprays para conseguir un blanco, un gris; para matizar y pintar de algún modo con la luz. Lo más complicado es pintar en el cine, pintar con la luz verdaderamente. En O Som da Terra a Tremer realmente se pinta con la luz en casi todas las escenas. El trabajo de Acácio es muy diferente. En un momento de la película se habla de la pintura como poesía muerta y la poesía como pintura ciega. El mundo evocado por la novela habla de los elementos naturales y cósmicos, de la antigua forma cuadrada de la tierra, del mar y el fuego que consume el agua, de las lágrimas de las mareas, mientras se sostiene una manzana que evoca la rotación y traslación de la tierra que desaparecerá quedando estéril, hecha cenizas. Estos sonidos de la tierra al temblar parecen evocar el viaje de los marineros y es ahí donde quizá encuentras una relación entre el lado geológico y esta imagen del barco. Hay una relación entre la biología y la geología y el estremecimiento, los afectos, las corrientes de amor, los choques, como el mar y el agua. Así, la película entra en un nuevo régimen poético: el barco en la botella, la pecera, los retratos de los jóvenes que miran a cámara, un viaje en tren con un paisaje azul al fondo y una chica filmada de espaldas a cámara, abriendo y cerrando el obturador; las salinas, las escalinatas de una especie de templo oscuro, donde el cielo de la gruta parece estrellado. Se habla del impulso del corazón, es la prueba de la emoción, y hay también una mezcla de escalas, de lo microscópico (la partícula de sal, los animales marinos en primeros planos) y lo macroscópico (los grandes paisajes). En la última parte, en la gruta, este bloque está acompañado de una pieza musical. Es nuestra parte favorita del filme. ¿Podrías hablar un poco de cómo la imaginaste, de cómo reuniste cada una de estas imágenes?
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Todas estas escenas, obviamente, debían ser muy diferentes de la primera parte de la película. Se trata de un trasvase hacia otro mundo. En O Som da Terra a Tremer quería conseguir cosas imposibles, por lo que con Acácio íbamos resolviendo todo de la mejor manera que encontrábamos posible, en especial esta parte que señaláis, que se corresponde con el libro que el protagonista está escribiendo. Así que como digo quería cosas imposibles para las posibilidades con las que contábamos, el tiempo que teníamos, los costes de dinero y tiempo que suponían filmar todas y cada una de estas imágenes que habéis mencionado. En una de las escenas en las que vemos el mar, cuando aparecen el chico y la chica y se sientan para contemplarlo, al final del bloque, quería que se viese un telón enorme, pero un viento desgraciado se lo llevaba todo por delante. Mi idea, en cambio, era construir un escenario gigante, pues para mí lo que más tenía que ver con aquello eran los géneros en el cine, y para ello necesitaba un decorado dotado de una gran estructura como la que se utiliza para los
conciertos de Nina Hagen, por ejemplo. No había dinero y tuve que renunciar a esta idea y buscar otras soluciones. Por tanto, ibas estructurando una serie de imágenes en pequeños bloques. ¿Recordáis, por ejemplo, las minas de sal? Sí, y el primer plano de los granos de sal, las pequeñas partículas. Justo después quería lanzar la sal al aire, cortar y que se viese el techo de la gruta, mostrando las estrellas. Recuerdo que para ello fui posteriormente a la oficina, una vez habíamos filmado todo aquello. Era el almacén en el que Acácio tenía guardado el material. Intentamos rodar este «encadenado» con la sal volando. Cogimos sal y la lanzamos al aire. Había una especie de señal negra, de trozos de tela de pantalla, cortada en pequeños pedazos y, frente a ello, un panel negro. ¡Finalmente lo conseguimos! En el cine la invención es muy importante. Esto es sólo
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un ejemplo de la creatividad de Acácio. En otra de las escenas, concretamente en la que filmamos el lodo mezclado con la sal, probablemente el plano detalle que señaláis en el que se ven las partículas por medio de una lupa, pedí hacer una panorámica. Acácio me dijo que era imposible realizar un movimiento así, que no teníamos tiempo para ello, pues si se buscaba un movimiento éste debía ser realmente lento. Apareció entonces con una especie de motor pequeño junto con una lata con un tornillo y una pila. El motor hacía girar aquel invento artesanal. Llevaba una caja, la abrió y dijo: «¡Vamos a ver si todo esto funciona!». Estuvo hasta las tres o las cuatro de la madrugada «jugando» con los eléctricos para inventar un pequeño motor que girase a la velocidad que yo quería. ¡Fue realmente extraordinario! Me gusta mucho ese lado del cine. Entonces, uno se hace a la idea de que todas estas imágenes que forman este largo bloque, desde el barco visto en el que van los marineros, a los que vemos de espaldas, desde arriba –justo cuando comienza el texto– hasta el final, antes de dirigirnos a la pensión donde dormirá el escritor, en realidad debían formar un conjunto incluso mayor. Por tanto, si querías filmar muchos otros elementos, ¿encontraste el ritmo, la duración y las relaciones entre los planos en el montaje? ¿Era todo esto en buena medida improvisado? Sí, realmente todo aquello funcionaba de este modo. Estábamos en el bar del acuario, de ahí pasábamos a otro lugar. Íbamos saltando. También había un travelling frustrado: en lugar de recurrir a él utilizamos una especie de cajón sobre el que se sientan que nosotros empujamos, de modo que el fondo del «escenario» no se altere y sean ellos quienes se dirigen hacia nosotros. Incluso el primer plano forma parte de ello, puesto que no pueden venir caminando, ya que están sentados, así que tuvimos que tirar de unas cuerdas. Para mí, en el fondo, no se trataba de aquello. Por eso de repente tuve una idea: «¿Podríamos conseguir un caballo blanco?». Alguien en el equipo tenía una camisa roja. Pedí que nos la prestara y luego filmamos al caballo. Así que no tenía el telón, pero sí un caballo, que era mejor que el telón. Cuando vi el caballo pensé que era realmente extraordinario. A veces suceden estas cosas, porque tuve el recuerdo repentino de que había un picadero cerca de la zona en la que estábamos rodando, pero mi pensamiento era sin embargo mucho más abstracto: «Falta algo aquí…». Y ese caballo, que era
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lo que faltaba, sólo tardó un cuarto de hora en llegar, perfectamente equipado. Pregunté al domador si se podía montar sin usar la silla y dijo que sí. Fue así como acabamos filmándolo en las rocas. Explico todo esto para llegar a ese momento en el que en un rodaje tienes que tomar una decisión: filmar o no filmar algo. Es ahí donde las cosas se dan o no se dan. Esto tiene que ver por supuesto con el tiempo del plano, pues yo tenía la música en la cabeza, pero finalmente no fue exactamente la canción en la que había estado pensando –de hecho, no tenía la música en esas escenas porque había olvidado los cascos para poder escucharla, pero sí tenía una idea, tenía presente la duración y sabía en base a eso cuál debía ser la longitud de los planos: ellos venían quizá, se sentaban en cierto lugar, subían y hacían tal cosa, aparece el caballo… Y todo esto se podía hacer una sola vez y de un solo golpe, simplemente porque no teníamos más película–. Cuando preparaba esa película, tenía esa música todo el rato en mi cabeza. La escuchaba una y otra vez, todo el día. A veces nos ocurre eso: tenemos una música que nos obsesiona y no necesitamos nada más. Hay un tema de Purcell que me obsesionaba. Lo había memorizado de tal forma que, en una escena que rodamos al lado del mar, con un viento insoportable, yo tenía en mente el compás de esa composición todo el rato. De hecho, a veces pongo la música en el rodaje, porque creo que ayuda a crear un ambiente de trabajo que ayuda a los actores, el equipo… pero al lado del mar era imposible, por lo que era yo la única que la tenía en mente y la repasaba mentalmente. Recuerdo que Acácio quería empezar el movimiento de cámara y yo le decía que no, que esperara. Luego vimos esa secuencia en montaje y vi que el plano duraba exactamente la duración de la música que yo repetía mentalmente, es increíble. En O Som da Terra a Tremer se escucha L’Estro armonico (1711), de Vivaldi, los tangos de Carlos Gardel… Decidí yo todas las músicas cuando preparé el rodaje, no era algo que pensara luego en el montaje. Recuerdo que en Frágil como o mundo quería una música precisa pero no encontraba exactamente lo que quería, algo un poco ruidoso, luego encontré cosas similares pero no podía pagar los derechos… Finalmente, decidí hacer yo la música. Es algo que me divierte mucho. Hice una especie de composición musical con bolas de cristal sobre una superficie de cobre, luego añadí otros sonidos y dio un resultado más o menos correcto, como una especie de música acuática.
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Volviendo al ejemplo anterior, en digital, uno se podía permitir incluso que el caballo se detuviera, pero no en analógico. En el cine, lo que importa más allá de todo esto, es el respeto y el rigor frente a la materia con la que se está trabajando. Las cosas, a partir de ahí, suceden o no suceden. Muchas veces supone un gran riesgo, pero es ese mismo riesgo el que es capaz de provocar ciertos milagros. Cuando se habla del ensayo en vídeo, en ocasiones tiendo a pensar: pero si filmamos, entonces ya no se trata de un ensayo, es simplemente una filmación que recurre a la tecnología digital. ¿Cómo llegaste a la idea de que todos esos lugares y elementos formarían parte de la ficción de la novela del escritor? ¿Cómo te fijaste en esas imágenes en particular? Descubrimos una parte muy importante en el montaje, por supuesto, sobre todo lo que está relacionado con los elementos sobre los que él escribe. Pero también había una buena cantidad de ideas que estaban previstas con antelación. Un ejemplo: cuando
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Alberto se encuentra en el cuarto de la pensión y cierra la pequeña cortinilla que le permite entrar en ese mundo, en la escena del mar. Algunas relaciones como esa estaban muy estructuradas y trabajadas. También sabía que era allí, en ese cuarto, en esa pensión, desde donde quería filmar el mar. Y también quería que fuera Paulo Rocha, que es quien interpreta al recepcionista de la pensión, quien diera paso a todo este mundo, puesto que él era dueño de un hotel en Lisboa, el Hotel Impala, así que me parecía divertido que interpretase este pequeño papel. Aceptó y los matices que proporcionó al personaje fueron muy interesantes. Una vez invité a Oliveira a aparecer en una película. Le dije: «Tengo un pequeño papel para ti». Me respondió: «¿Un papel? ¡Pero si papeles tengo muchísimos encima de la mesa!». En algunos casos es una especie de agradecimiento, por así decirlo, de señal, de obsequio. A veces cuentas con más personajes que con personas capaces de interpretarlos. Intentemos llegar al sueño en la pensión: comenzamos con la agenda donde Alberto anota las
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cosas por hacer y las que se han hecho, los peldaños de la escalera, el avance por el río, que son como motores de una ficción posible al principio del filme. El novelista de O Som da Terra a Tremer trabaja un poco como Godard en Scénario du Film Passion (1982): primero hay que averiguar si es posible que exista un mundo, primero hay que verlo, y luego la cámara convertirá ese posible en probable. En los paisajes fluviales llegamos a un trayecto espacial de la voz, como un eco, como si las palabras formaran una superposición invisible, mental respecto a la imagen, puesto que la voz cuenta con esa potencia para crear imágenes o ritmos visuales. Normalmente, en películas de este tipo, cuando se comienza a contar una historia sucede que las otras se detienen o pasan a un segundo término. En la película se evocan espirales de tiempos suspendidos, pero también devastadores; por eso se habla de historias que se parecen o incluso de sueños que son siempre los mismos y que ahogan a Alberto e Isabel, quien proyecta unas diapositivas, curiosamente. Por tanto, aquí las primeras imágenes del río llegan como si nos fueran enviadas por una especie de máquina de ficción, una especie de proyector, pero éste aún trabaja bajo una intensidad extremadamente débil. Luego, durante el sueño –porque en algún momento debemos pasar de la ficción literaria al sueño–, el proyector llega a su máximo grado de luminosidad, a la vez que nos embarcamos y salimos a mar abierto, por así decirlo y, finalmente, concluimos nuevamente en la oscuridad, con el techo estrellado en la gruta. El proyector se apaga, el viaje concluye y descubrimos que nunca tuvo lugar. Alberto se marcha a la pensión y cierra las cortinas. Se va a la cama, se echa sobre ella y entra de nuevo. Es como si la escritura no pudiera llegar donde sí puede hacerlo el sueño. No sé cómo explicar O Som da Terra a Tremer. Cuando intento hacerlo siento que pierde todo el sentido. Quizá sea éste su trazo más característico. Durante el proceso de creación, de escritura, se mezclaron o cruzaron varios guiones. Principalmente partí del texto de André Gide, Paludes (1895). También fue muy importante para mí la lectura de Wakefield (1835), un relato corto de Nathaniel Hawthorne, que de hecho es una historia extraordinaria: un tipo sale por la mañana a comprar cigarros, atraviesa la calle como de costumbre y no regresa nunca más. ¿Por qué? De repente se le ocurre pensar: y si desaparezco, ¿qué haría mi mujer? ¿Qué haría mi hijo? Pensó qué ocurriría en la vida de los otros si desaparecemos. Es
entonces cuando, como Alberto con Isabel, comienza a espiar la vida de los otros desde su desaparición. Y es así como se convierte en un paria del universo, pues pasa el tiempo y pierde la valentía necesaria para poder regresar. Creo que este relato de Hawthorne es bastante parecido a la situación del escritor: quiere salir de aquella vida, de aquel tedio, de aquella sociedad literaria, burguesa, pero no sabe dónde ir. Aquellas relaciones pedantes con aquella mujer que le recibe forman parte de ese mundo, pero por otro lado está la escritura frustrada del libro, puesto que no llega allí, ya que no hay encuentros posibles. Es así como queda atrapado en una especie de estado de «no acabar». Las cosas van apareciendo poco a poco. Pensándolo un poco, era en buena medida lo que me sucedía a mí en relación con la película: no tenía otras ideas. Quería hacer la película, pero no era esa. Hay momentos en la vida de las personas en los que las cosas no están en absoluto claras. Simplemente no se quiere seguir allí. En cuanto a Paludes, de Gide, me remitía de nuevo a eso, a la vida un poco estúpida de una persona, sin ninguna gracia, alguien que vive satisfecho y que no quiere salir de ese círculo, no quiere marcharse, hasta el punto de dejar de desear cualquier cosa. El tedio, la repetición, la rutina amistosa, el amor, el matrimonio, los hijos, el guión escrito para poder vivir, con prisas… Como siempre sentí la necesidad de encontrar la forma de que las cosas me deslumbraran, porque es cierto, pueden hacerlo. Y de algún modo me estaba asfixiando. Así que, ante esta situación, siempre llega una misma propuesta: «Vamos a hacer un viaje». Isabel accede. Pero al día siguiente Alberto toma una maleta y se dirige a la pensión de enfrente un par de horas, esperando ver lo que sucede. Su vida es la del escritor que no escribe, que no lo consigue por culpa del tiempo: «Mañana, mañana, mañana…». Supongo que todos hemos pasado por este tipo de fases vitales. Sí, se ve muy bien en la escena en la que Alberto se levanta a las seis de la mañana con el sonido del despertador, toma su cuaderno, lee «levantarse a las seis de la mañana», escribe : «levantarse a las nueve» y se vuelve a dormir. El cine es un poco así también: queremos hacer muchas cosas, queremos filmar una gran cantidad de planos. Cuando llegas al rodaje sólo puedes conseguir la mitad de aquello que te propusiste. O menos, incluso. Yo viví con mucha frustración todo lo que comenté antes del escenario en la playa. Para mí era algo realmente necesario, del mismo modo que el travelling.
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En A Vingança de uma Mulher se siente la necesidad de cada movimiento de cámara. De hecho ésta, en la parte central, va trazando una serie de movimientos pendulares, oscilantes. La distancia siempre es prudente: a veces la cámara se retira, otras filma el aire que hay entre los cuerpos. ¿Qué suele determinar estos balanceos? ¿Una voz, un gesto? En otras ocasiones pasas de un espacio a otro mediante una panorámica o un travelling –en ese sentido, es muy diferente de O Som da Terra a Tremer, a eso nos referíamos también en nuestra pregunta sobre Acácio–. Y, en cambio, en la primera y la tercera parte hay muchos más cambios de ángulo, primeros planos, picados y contrapicados –en la última parte se ve la estrella, por ejemplo–. ¿En qué momento imaginas todo esto, lo haces en el propio rodaje? Otro ejemplo de ello podría ser la escena de la esgrima, especialmente por el tipo de luz que se utiliza. Hubo quien me aconsejó utilizar una máscara realizada en vídeo. El problema que encuentro en el cine de hoy es la ausencia de defectos, la perfección. Asumo una pequeña cantidad de accidentes. La presencia de la cámara, o el paso de la cámara, del interior al exterior de una sala está relacionado con esos accidentes, pues al menos hay una parte intuitiva en ello, nada de esto sucede de forma muy racional. De algún modo debía conseguir entrar en el salón de la Duquesa. Decidí que la mejor forma de hacerlo era por medio de la piel de Roberto. Después tenía que situarme entre uno y otro. Pero debía ser Roberto y debía permanecer en este interior. Fuera, por el contrario, en los lugares públicos a los que todos pueden acceder, como la sala donde se celebra la fiesta y la actuación musical o la capilla, no sentía la necesidad de adherirme a la piel de ningún personaje –ni Roberto ni el cura que interpreta Manuel Mozos–. Obviamente, puedo estar mirando desde cualquier lugar, no les necesito. Dentro, en cambio, quería ser en ocasiones tanto la Duquesa como Roberto, quería estar con ambos. En otros casos quería estar en el interior de la Duquesa, cuando en realidad se trata de una emergencia, de una exteriorización de afectos y sensaciones, por lo que la expulsión es natural. Y, a veces, cuando estaba en un lugar sentía igualmente la necesidad de pasar al otro lado. En cualquier caso, con la cámara como intermediaria consigues introducirte en ellos, pues si no fuera así estaríamos en el terreno del teatro. Hay quien ha escrito sobre la concepción teatral de A Vingança de uma Mulher. No es cierto. Ya había pensado en ello. Pero la fuente del
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texto no es teatral, no es ese su origen. He trabajado con auténticos actores, pero en la película aparecen también personas que no lo son. Sabía que si hubiera llevado este material verdaderamente al terreno del teatro todo esto desaparecería, no quedaría apenas nada. El teatro consiste en eso: la estructura sería diferente, por ejemplo. Mientras que aquí la cámara dispone de la posibilidad de entrar, moverse, buscar y salir. En la escena en la que el amante de la Duquesa es asesinado de un flechazo y llaman al perro para que devore su corazón hay un trabajo de découpage completamente diferente del tramo justamente anterior en el que la cámara no cesaba de oscilar y la palabra circulaba de otro modo. En este caso, la llegada de los sirvientes, ampliando los puntos de vista y la recurrencia a los primeros planos –las flechas, el perro, el corazón– provoca un cambio de ritmo considerable pues se pasa de lo dicho a lo hecho, para luego alcanzar el extremo opuesto: el estado de parálisis que crean los ladridos del perro en la Duquesa, hasta el punto de que la imagen parece congelarse, difuminarse o disolverse, como cuando ésta aparece por primera vez ante los ojos de Roberto. Es el único pasaje de la película en el que me atreví a filmar una cantidad bastante elevada de planos. Sentí una especie de desorientación colectiva en la grabación de esa escena –estábamos realmente agotados, había sido un día tenso…–. En la víspera comencé a preocuparme bastante con este bloque, pues había muchas dificultades: el cuerpo, fragmentado, tenía una presencia considerable y diferente al resto de la película, debíamos filmar con animales, el trabajo del texto era complicado para Rita. Me costaba mucho trabajo relacionar lo que había imaginado o las propuestas que tenía en la cabeza con la realidad del rodaje. Comencé a pensar en algunas pinturas en las que las lanzas juegan un papel importante y sentí que quizá necesitaba recurrir a un verdadero découpage, sobre todo para saber cómo iba a trabajar luego el montaje de todos estos planos, dadas las enormes dificultades que teníamos en cuanto a las posibilidades que estaban a nuestra disposición. Poco después, Rita vivió un ataque de pánico, pues estaba aterrorizada por culpa de los perros, lo cual le sucedió también a Acácio, que parecía una pieza de cámara, pues no se movía. Y los perros, a su vez, estaban muy nerviosos al ver tanto movimiento en el estudio. Pero más allá de estos problemas físicos, mentales, el contacto con
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la realidad en escenas como ésta es permanente. Eso es fundamental, porque era la escena más fantástica de la película y, además, debía contar con un lado plástico muy marcado, tanto que incluso cuando los chicos encargados del atrezzo llegaron con unas flechas enormes de metal, exclamé: «No, ¡esas flechas no! ¡Quiero que las puntas de las flechas sean de madera!». Todo lo que en cualquier otro caso serían pormenores para mí era verdaderamente relevante. Sucedió lo mismo con la gota de sangre: para mí debía ser sólo una gota, no más, pues estaba pensando en una forma de representar la muerte muy particular. Una vez vi en El Prado un cuadro de Antonello da Messina en el que se ve la muerte de Cristo. No sé la razón, pero aún hoy, siempre que compongo algo pienso en él. Sus dimensiones son pequeñas y en él se ve a Cristo llevado por dos ángeles. Hay un paño y una gota de sangre, nada más. Así que esto era justo lo que quería hacer: sabía cómo debía ser la herida y no quería que el cuerpo expulsara sangre. Las propuestas que recibía eran un poco más hollywoodienses, por lo que terminé por asumir esa forma más teatral, más cercana a la ópera, donde el atrezzo es muy relevante. Cuando me di cuenta de todo ello, monté la escena al completo en el propio découpage. Pero no fue hasta más adelante cuando me di cuenta de que esta confusión, cada una de las dificultades, no habían hecho sino ayudarme a resolver esta escena, a asumir por completo qué quería hacer en el montaje, a cómo debía hacer la
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planificación en la víspera, del tipo: plano uno, plano dos, plano tres, inserto. De modo que por supuesto, todo aquello contaba con otro tratamiento que en nada se parecía a los movimientos de cámara por los salones de la Duquesa. Nos habíamos introducido finalmente en la memoria de esta mujer. Y hemos llegado a ello a través de una imagen mental. Exactamente, es eso. Este inserto llega a través de una mancha de luz sobre sus ojos en un primer plano cuando él la coge en brazos, boca arriba, casi al comienzo del encuentro, como si fuera una imagen mental o una imagen recuerdo, mezclándose el deseo con la amenaza. Finalmente, una buena parte de la película se abre a partir de una postura. Luego ella se tumba y se inserta la imagen de la Duquesa sostenida por los sirvientes. En el relato esto no es así. No, no. Son decisiones de montaje, pero son cosas en las que pensé durante el rodaje. No es una decisión estética, sino que intento ponerme en el lugar de esta mujer: ¿en qué imágenes estaba pensando ella cuando empezaba a contar su historia? Supe que tenía que haber algún tipo de anticipación de lo que vamos a ver más tarde. Necesitaba algún tipo de suspense, como en el caso de los ladridos del perro.
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¿Por qué pensaste que justo este plano de sus ojos y este momento eran los adecuados para que la imagen volviera y ella comenzara a recordar? Nunca me han gustado mucho los flashbacks, son un recurso fácil. En este caso, pensé en esta solución por varias razones: porque no me gustan los flashbacks (si bien, puede que algún día haga alguno…), pero también porque creo que no convienen a la historia. Pensaba en esta mujer, que está encerrada en esta vida, en este decorado, y creo que las imágenes del pasado engullen a las del presente, se convierten en algo más presente que el presente mismo, son una especie de memoria que canibaliza el tiempo presente. Es algo que domina totalmente su vida, como ella misma dice. Creo que esas imágenes tienen que ser tan reales, o tan irreales, como el propio presente, y no una cosa antigua recordada o soñada. Probablemente se debe a que es una imagen que le pertenece a ella, en el sentido de que está en su cabeza. En cualquier caso, la decisión de filmar este plano y de hacer entrar la imagen en este momento fue puramente intuitiva. Es algo mucho más natural de lo que parece, además. El pasado irrumpe así en nuestras cabezas, cuando uno menos lo espera. Debo confesar que había filmado algunos otros planos, pero no tengo una explicación concreta. Lo que sucedió es que nos vimos obligados a interrumpir el rodaje durante cinco días, pues falleció una persona del equipo. En un rodaje que abarca únicamente cuatro semanas, cinco días menos son muchos días. Aunque no lo parezca, es algo bastante dramático, pues debíamos abandonar el estudio un día concreto a una hora concreta. Por tanto, encontramos una verdadera infinidad de elementos que volver a adaptar, que resolver a toda prisa. Se eliminaron muchos pasajes y hubo que rehacerlos de otra manera. El día en el que nos vimos obligados a parar me reuní con Acácio y le propuse filmar los planos de los insertos, que se intercalarían posteriormente en el montaje. Fue así como elegimos
grabar, por ejemplo, desde el punto de vista de la cámara el ángel que la mira pintado en la pared. De algún modo fuimos filmando una serie de planos con los que yo no estaba muy convencida, de manera azarosa y con cierta libertad. Después, claramente, como suele suceder en estos casos, no incluí nada de esto en el montaje, todo quedó descartado. Pero el plano del ángel es interesante, porque justamente en ese primer plano de los ojos de la Duquesa algunos creyeron ver una mirada hacia el ángel, una especie de cruce de miradas. Sin embargo no es así, porque de todos modos la elección del inserto fue un hallazgo encontrado en el montaje. En el rodaje no estaba claro dónde incluiríamos el plano de la Duquesa sostenida por los sirvientes. Dicho esto, seguro que vosotros sabéis mucho mejor que yo por qué está montada esa imagen mental de ese modo. Yo sólo puedo hablar sobre cómo sucedieron las cosas, pero no puedo decir cuál es el resultado. Antes hablabas del caballo y luego de los perros. ¿Por qué son tan importantes para ti los animales en la película, a toda costa, hasta el punto de, al tener que elegir entre filmar A Vingança de uma Mulher en 35 mm o renunciar a los animales elegiste a los animales? No lo sé, porque es un auténtico infierno. Creo que los animales nos miran de una forma muy extraña y, en el cine, uno puede fijarse de una buena manera en ello. No solemos fijarnos porque de algún modo estamos «por encima de ellos», pero cuando filmamos la mirada de un animal comenzamos a ser conscientes de algo que antes pasaba inadvertido. Nos sentimos observados realmente, algo en lo que nunca pensamos cuando estamos al lado de un perro o de un caballo. Creemos que están mirando en todo momento al dueño, al maestro, pero en realidad no es así. La mirada de un caballo, por ejemplo, es algo realmente extraordinario. También lo siento en la escultura.
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Es curioso que no se mencione el tema central de la venganza hasta el minuto 38 de la película y que no se proporcione su explicación con la recuperación del inserto hasta el minuto 63. Todo esto forma parte de un mecanismo de anticipación y dosificación de lo que podría ser un momento clave. Los animales forman parte de las figuras de anticipación visuales, como lo son también las siluetas convertidas en sombras –en el caso de Roberto–, la canción infantil al principio del flashback, la repetición del lema «Todo pudiendo y nada queriendo» –en la descripción de ella y del amor sentido y, luego, en el recuerdo de Roberto mirando la estrella–. En cuanto a los animales, encontramos la primera aparición de los perros en la taberna, que deja paralizada a la Duquesa, hasta el punto de que el ramo de flores se cae de sus manos; el águila (cuando ella habla del amor que sentía por Estêvão, rimando con la narración del embajador al final), el pájaro del comienzo, el gato, las abejas… Creo que los animales son una especie de prolongación de las personas. Por ejemplo, el perro que aparece en O Som da Terra a Tremer para mí es Isabel. Ella vive con este perro que no es sólo su compañía, sino que de algún modo es también ella. En el caso de la escena de A Vingança de uma Mulher en la que la Duquesa se siente atemorizada, en ese momento del filme su comportamiento, su reacción, es bastante inexplicable, porque realmente son perros muy pequeños que apenas ladran –debo decir que yo quería unos perros bulliciosos, pero fueron estos siete perros los que conseguí–. El sonido ayuda a realzar el efecto, pero realmente la intención era mostrar algo que no se comprenderá muy bien hasta bastante después. Y, además de todo ello, era una forma de detener la escena. Precisamente queríamos hablar un poco del sonido de A Vingança de uma Mulher, que has trabajado con Joaquim Pinto, así como la música que forma parte de la banda sonora. Al principio yo tenía otra idea para la música. Era algo mucho más cercano al romanticismo de la historia. Cuando empecé a trabajar la postproducción de sonido con Joaquim Pinto y Nuno Leonel, a ellos les encantó la película y me aconsejaron utilizar una música que se saliera de la película de época, porque efectivamente no era una película de época, es algo que nunca quise: la actriz lee el guión en cierto momento, la película se abre a las calles en la última
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secuencia… no es de época, es hoy en día. Pinto comprendió eso desde el principio y propuso música de la Segunda Escuela de Viena, como Webern. Yo pensé que daba un poco de miedo, que era demasiado arriesgado y que se alejaba de lo que yo quería… pero luego vi lo que ellos habían propuesto y entendí que abría la película a algo totalmente nuevo. Fue como un milagro. Hay momentos en los que las piezas musicales cuadran perfectamente con la duración de las secuencias, así como con los movimientos psicológicos y emocionales de los personajes. De hecho, una vez alguien me dijo: creo que hay planos de la película que duran demasiado porque se nota que esperan la llegada de la música, es demasiado literal, ¡y era al contrario! La música fue definida después del rodaje, mucho más tarde. A veces la música desgarra las imágenes, me gusta mucho ese efecto. Hay muchos elementos en común entre O Som da Terra a Tremer, Frágil como o Mundo, A Colecção Invisível, y A Vingança de uma Mulher, pero entre ellos hay uno que nos ha llamado mucho la atención: la figura del intermediario de la ficción –el novelista en O Som da Terra a Tremer, el narrador que entra y sale de escena y que vive entre bastidores en A Vingança de uma Mulher, etc.–. Pero en O Som da Terra a Tremer hay incluso un segundo intermediario, por así decirlo, que es como una especie de médium. Nos referimos al personaje interpretado por João Bénard da Costa/Duarte de Almeida, capaz de conectar la ficción de la película con la ficción de la propia novela, apareciendo con la chica en el bar y luego cruzándose con el escritor. Siempre hay un intermediario que impulsa la entrada de la ficción, que nos toma de la mano y nos invita a entrar. En A Colecção Invisível encontramos esta misma idea en el sueño, en la entrada a la otra realidad paralela. Lo que decís es cierto, pero no sé a qué se debe este hecho. Me habéis hecho pensar si en las otras películas hay siempre realmente un cruce. ¿Sucede esto en A Conquista de Faro? Sí, también. Ella se queda dormida. Y un tipo entra al final y dice: «Faro es esto». Desconcierta bastante todo aquello. Sobre todo me interesa esa sensación de extrañeza. En O Som da Terra a Tremer, cuando el escritor choca con el médium, de algún modo lo desordena todo, rompe la baraja, modifica las ideas hasta el final de la película.
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Probablemente también se deba a tu gusto por la sonoridad de las palabras, por el propio texto. En tu cine las palabras activan el sentido del oído (la musicalidad), pero también el olfato (el olor) y la vista (la luz). Pero en el cine también hay algo mecánico que posibilita que un ritmo sea escuchado. En tus películas casi se ve cómo la palabra se extiende por el aire, cómo la escritura se transforma en palabra y se expande en ondas, como si inventaras nuevas posiciones para la imagensonido. Las imágenes filmadas son la encarnación, la vibración de las palabras, identificadas con los espacios materiales que atraviesan. Por lo tanto tenemos una imagen doble: por un lado la sonora de la vibración de la palabra que la visual de los fragmentos de paisaje encuentra en diálogos o monólogos. En este proceso de metamorfosis, nos preguntamos si son las palabras las que se transforman en imágenes o más bien las imágenes en palabras. Y, sin embargo, en ninguno de estos casos las interrupciones las percibimos como una puesta en abismo o un medio (el cine) que contiene otro (la literatura en O Som da Terra a Tremer, donde tanto el escritor como su vida pertenecen a la ficción, o el teatro aquí), sino que se trata simplemente de la transmisión y circulación de historias. Cuando lee la carta se mezclan las voces: Duarte, Luciano, Alberto… En concreto, las palabras: «Ahora conozco el tiempo. Todas las cosas que en mí dormían y de mi corazón con ellas. El amor no existe más que en aquellos que ya lo poseen. Y si lo que he visto de mí en ti es verdad, debo aceptarte, te espero». Digamos que si esas personas están diciendo cualquier cosa, es mejor que digan cualquier cosa y no que digan una cosa cualquiera. A lo que me refiero es que siento que en esta época, por ejemplo, cuando tratamos de dar a conocer la música, se tiende a pensar: «Oh, qué hermoso, ¿por qué no incluirlo en la película?». A veces es preciso tener un poco de cuidado con esto. Tengo un poco de miedo ante este efecto, porque puede parecer todo muy refinado. Pero en todo caso, creo que estos elementos mantienen un diálogo con mi propia persona. A fin de cuentas todo funciona como ese poema final de Camões: «Casos e opiniões natura e uso / Fazem que nos pareça esta vida / Que não há nela mais que o que parece» [Hechos y opiniones naturaleza y costumbre / Hacen que esta vida nos parezca / Que no hay en ella más que lo que parece»]. Puede parecer una presunción, pero no lo es: creo que habla realmente de nuestros días.
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Por eso pienso que está todo hecho y que sólo hay que tomar ciertos elementos y volver a hacer, volver a trabajar. Cada vez que se intenta hacer algo nuevo verdaderamente se consigue. Cuando removemos un poco las cosas en el momento en el que están en el propio proceso de fabricación, las personas se sienten mucho más receptivas ante todo lo que está a su alrededor, la percepción aumenta considerablemente. En ese momento piensas que todo puede estar relacionado, que las cosas se reúnen, se congregan. Es una situación bastante particular, porque gestos cotidianos como lavarse los dientes o limpiar los zapatos ganan cierto carisma. Todo termina por estar relacionado con lo que se quiere hacer y esa persona vive mentalmente siguiendo una idea. De algún modo, es como cuando entramos en un museo, dispuestos a verlo todo. Estamos en un estado totalmente diferente y, de repente, nos interrumpen, para decir que ha llegado la hora de cerrar y todo debe apagarse. Así que tenemos que marcharnos, hay que salir fuera, volver al mundo. Las partes musicales y soñadas de O Som da Terra a Tremer nos recordaron al cine de Werner Schroeter. Has trabajado con él en su película Der Rosenkönig (1986). ¿Cómo fue esa experiencia? Sí, y me echaron del rodaje… Tenía muchas ganas de trabajar con Werner, porque en 1973, más o menos, había visto Eika Katappa (1969) en una escuela de arte de Lisboa. Es una película que me fascinó. No entendí absolutamente nada, pero me di cuenta de que el cine podía servir para cosas que yo desconocía por completo. Fue increíble. Ya digo, no comprendí nada, no seguí la película y ni siquiera estaba subtitulada, pero me cautivó de forma natural. Unos años más tarde estuve trabajando en una producción de Paulo Branco, una película de Valeria Sarmiento, la mujer de Raúl Ruiz, llamada Notre mariage (1984). Después de esta película, que se rodó en Madeira, Raúl Ruiz estaba preparando un nuevo proyecto que iba a rodarse allí mismo, Manoel na Isla Das Maravilhas (1985), con el mismo equipo de Paulo Branco, quien me propuso quedarme para trabajar también en la película de Ruiz. Dos días después hablé con Branco. Él sabía que yo siempre estoy de la parte del cineasta, de todo lo que el cineasta quiere hacer, y que los productores me dan igual. Siempre causo conflictos en la producción. Branco me dijo que no iba a quedarme en el rodaje de Ruiz, porque mi estancia allí iba a originar problemas, y me pidió que fuera a Lisboa para trabajar con Werner.
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Desde hacía años, yo le había dicho que produjera alguna película de Schroeter, si bien él me respondía que a Schroeter no le hacía falta, que hacía películas de amateur, etc. Entonces, aquel día, en Madeira, me dijo que había decidido producir a Schroeter y que yo iba a trabajar en la película. Me pareció una idea maravillosa. Volví a Lisboa para empezar a trabajar en la producción de Der Rosenkönig. Sin embargo, en aquel momento Paulo no tenía aún el dinero y Werner ya estaba en Lisboa. Yo le mostré la ciudad, buscamos las localizaciones… él tenía un poco de prisa en rodar, porque Magdalena Montezuma estaba muy enferma y su vida corría peligro, pero aún no había dinero. Poco después llegó todo su equipo a Lisboa, y fue un desastre, porque ni siquiera tenían hotel, tuvieron que dormir en mi casa, en casa de mis amigos… sólo teníamos algunas latas de película, con las que se hicieron algunos planos, pero no teníamos los medios para empezar a rodar de verdad. Unos días después, de repente, Paulo Branco llegó a Sintra y dijo que todo estaba resuelto, que ya tenía el dinero para la producción y que el rodaje podía comenzar; sin embargo, se dirigió a mí y me pregunto qué hacía yo allí. Me dijo que no me necesitaba para el rodaje. Yo no me fui y me quedé hasta el final del rodaje, intentando ayudar en algunas cosas, pues Werner estaba de acuerdo. No aparezco ni en los créditos, pero fue una bella experiencia. Es así como conocí a Antonio Orlando, quien iba a ser el protagonista de O Som da Terra a Tremer. Yo tenía muy poco dinero para esa película. Decidí hacer yo misma el presupuesto y lo que hice fue un eliminar ceros: si algo costaba sesenta mil escudos, yo ponía seis mil. Conseguí la película gracias a Fernando Lopes, que trabajaba en la televisión. Durante años me escribí y me telefoneé con Antonio Orlando, quien iba a ser el protagonista, el marinero. Una vez que la producción salió adelante y ya había fecha confirmada para que él viniera a rodar, no vino, así que lo llamé a Nápoles y resulta que él había muerto. El guión que yo había escrito, desde que nos habíamos conocido en el rodaje de Schroeter hasta aquel momento, giraba en torno a él, todo estaba pensado a partir de la presencia de Antonio Orlando. Murió en un accidente de coche y cuando me enteré me derrumbé. No sabía cómo seguir. Incluso me quedé sin voz durante dos días. Entonces tuvimos una reunión, hablé con el productor y él me dijo: bueno, supongo que no vamos a hacer la película. Yo miré a Acácio, pensé que el inicio del rodaje estaba previsto para unos días después y dije que sí, que sólo
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me hacía falta encontrar otro actor. No fue fácil. Me recorrí todos los bares de Lisboa, todas las escuelas y teatros, y finalmente encontré a Miguel Gonçalves, quien interpretó al marinero. A la vez cambié todo el guión. En el original, Antonio Orlando hablaba en napolitano… y en la película que resultó, ¡el marinero ni siquiera habla! Nada fue como previsto, pero bueno, después de años pensando y preparando la película sentí que no podía perder la oportunidad y que tenía que hacerla. Quizá si no hubiera hecho esa película nunca hubiera hecho más películas. Antonio Orlando era fascinante, era una persona muy luminosa e inspiradora. No sé si lo que resultó es muy bueno, porque, ¿cómo puedes hacer una película que gira en torno a una sola persona si luego esa persona desaparece? João Bénard da Costa dijo que era una película «ecléctica». A mí me marcó mucho la experiencia, porque hasta entonces no sabía nada del cine. Tampoco es que ahora sepa mucho más, pero aquel fue el primer contacto con la realización y me dio una confianza, un impulso a no evitar experimentar, a probar cosas. El cine es una cuestión de «hay que», hay que intentarlo, hay que salvarlo, hay que sacarlo adelante, hay que buscar las soluciones, no esperar. Con aquella película aprendí también a descartar cosas que me gustan pero que no van con la idea, a lo que yo llamo «sacar el perro fuera». Hoy en día, con el vídeo, es aún peor, porque se acumulan muchas más imágenes y es un trabajo mucho más duro. Hay que separar un poco lo que está bien de lo que es necesario para la película. Por eso, siempre considero que lo más importante para mí es la atención, la atención prestada a las cosas en el momento del rodaje, la atención a todo lo que pasa.
Hay dos cineastas para los que la atención es también muy importante: de Oliveira ya hemos hablado; el otro es Jean-Marie Straub… Todo el mundo me mete en el mismo saco que Oliveira. No sé, quizá es porque soy portuguesa. Me gusta mucho su trabajo, me gusta mucho Manoel de Oliveira. Es una persona fascinante, con una presencia única, un humor muy inteligente… su capacidad de intuición es increíble. Sin embargo, no hago las cosas para parecerme a él. Pero bueno, no puedo obviar que hay una influencia. La primera película suya en la que trabajé fue Francisca (1981). Ahí empecé a prestar atención. Quería ver, quería aprender. Me metía en todo, quería saber qué decía a los actores, cómo los peinaban, cómo se filmaba… a veces, Manoel me pedía consejo sobre algunas cosas, como «¿Está bien si se besan Augusto y Francisca en esta escena?», y al mismo tiempo intentaba ligar con la joven que tenía trabajando en el rodaje [risas]. Hay cosas que a Manoel le gusta preguntar, le gusta recibir consejos, muchas veces de gente más joven o que no tiene que ver directamente con los cargos de más responsabilidad en el rodaje. A mí me gustaba ese trato con él, quería aprenderlo todo, seguir todo el proceso. Una vez, me permití decirle que los actores estaban muy quietos en una secuencia y le propuse: «¿por qué no haces que se muevan un poco más? Por ejemplo, que este personaje se quite los guantes…», algo así. Él me respondió «¿sabes qué? El cine no es la realidad. Si pones algo así, vas a distraer al espectador…» Sin embargo, a veces seguía los consejos. Por ejemplo, había una secuencia en la que Raquel (Manuela de Freitas) salía reflejada en un espejo, pero su vestido no resaltaba y no se le veía bien. Yo le propuse a
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Manoel que ella tuviera algo en las manos, como un gran abanico de plumas. Un abanico que yo no tenía, sin embargo. Llamé a todo el mundo por teléfono buscándolo, hasta que una amiga me dijo que tenía uno y fui a buscarlo. Salí corriendo y, unas horas después, con todo el mundo preparado para filmar, todos los técnicos, la figuración y demás, el rodaje se había parado porque esperaban el famoso abanico. Obviamente, llegué y allí estaba Paulo Branco furioso. Es por este tipo de cosas que no me quería en sus producciones. Pero bueno, finalmente la secuencia se pudo rodar con ese bello abanico y quedó muy bien. En cuanto a Straub, recuerdo muy bien que en 1976, el Goethe-Institut de Lisboa organizó un ciclo de sus películas. Fui con mis amigos y vimos Moses und Aron (Jean-Marie Straub, Danièle Huillet, 1975) presentada por Straub, siempre muy serio, provocador, si bien descubrí enseguida que él no intenta destruir a nadie sino más bien construirlo. Me gusta mucho su personalidad, su exigencia. Me gustó mucho Moses und Aron. Años después le vi en la Cinemateca y fue muy amable conmigo, recomendándome a William Lubtchansky e incluso dándome su teléfono para que él hiciera la fotografía de Frágil como o mundo. Finalmente no fue posible, pero fue un placer hablar con él. Volviendo a Straub, me sorprendió mucho con Sicilia! (Jean-Marie Straub, Danièle Huillet, 1999), me hizo llorar con esa película. Sin embargo, no me gustaría vivir en un «mundo Straub», es demasiado estricto y siento que se pierde cierta libertad. Manoel de Oliveira usó una fórmula genial para señalar el recorrido de su película Le Soulier de satin (1985): dijo que se entraba en ella por el teatro y se salía por el cine. Parece una fórmula extraordinaria si se piensa en A Vingança de uma Mulher, en el prólogo y el epílogo, no sólo por el hecho de la relación teatro-cine, sino por el prólogo y el epílogo en sí mismos: recordamos en la película de Oliveira a Luis Miguel Cintra al comienzo dirigiéndose también a cámara y al final el movimiento de cámara hasta los focos en los estudios Tobis y el plató al descubierto. Es bonito pensar en este prólogo y este epílogo de Le Soulier de satin en relación con el prólogo y el epílogo de tu película y en la idea de entrar por un lugar y salir por otro, en este caso la puerta con la luz natural del estudio. Siguiendo con ello, con Oliveira, los estudios Tobis y A Vingança de uma Mulher, ¿podrías contar también cómo fue tu visita al rodaje de Singularidades de uma Rapariga
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Loura (2009), en relación con el trabajo en plató y la escena que se estaba rodando en las ventanas, que te recordaba a Amor de Perdição? Cuando estaba preparando A Vingança de uma Mulher, visité varios estudios posibles. La Tobis parecía imposible. En una de esas vueltas que dimos, fuimos a parar a un estudio en una zona de los suburbios de Lisboa: un lugar inhóspito, en una encrucijada de autopistas, todo estaba enlodado y las entradas estaban aún en construcción. Este estudio era relativamente reciente, y funciona sobre todo para la televisión, con gente que estaba centrada en las nuevas tecnologías. No vi una sola lata de película en ninguna parte. Finalmente, me llevaron hacia el interior de ese estudio, pidiéndome que no hiciese ruido, porque estaba realizándose un rodaje allí. Para mi sorpresa, frente al monitor, al lado de la cámara, ¡me encuentro a Manoel de Oliveira! Muy elegante, llevaba un chaleco de ramajes azulado. No le molesté. Me acerqué sin hacer ruido y me quedé al acecho: en la imagen del monitor se veía a una chica en la ventana. Era justo la viva imagen de Teresinha en Amor de Perdição. Me quedé totalmente paralizada en una mezcla de euforia y tristeza. Después me explicaron que era el último día de rodaje y que aquel era también el último plano de Singularidades de uma Rapariga Loura. Cuando acabó la toma, pude finalmente hablar con Manoel. Estaba con muy buena disposición. Le pregunté por el estudio. No se quejó, las personas eran muy amables, me dijo... pero la estructura de luces dejaba mucho que desear. ¡A él le hubiera gustado, pero no lo consiguió, rodar en la Tobis! ¿Cómo era posible? Finalmente, conseguí filmar en la Tobis, en el «Estúdio Manoel de Oliveira», que cerró (fue vendido a los angoleños) con mi película, un estudio que había pisado por primera vez en el rodaje de Francisca. ¿No es esto una ironía? Declaraciones recogidas en Sevilla, el 13 de noviembre de 2013 y en París, el 21 de febrero de 2014. Transcritas por José Alrruanza, Basem Al Bacha y Miguel Armas. Puesta en forma de Francisco Algarín Navarro y Miguel Armas.
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‘Nobody’s Daughter Haewon’ y ‘Our Sunhi’, de Hong Sangsoo
LA SOLEDAD DE LOS MORIBUNDOS por Miguel Blanco Hortas
Formas Las películas de Hong Sangsoo son cada vez más exactas, más claras en su exposición. Tanto Nobody‘s Daughter Haewon (2013) como Our Sunhi (2013) siguen el estilo del cineasta coreano: la cámara siempre está apoyada en el suelo sin desplazarse, los cambios de encuadre dependen de los giros que la cámara realiza sobre su propio eje, la panorámica es el movimiento más habitual, describiendo de manera elegante los paseos tan comunes en su cine, tanto en las escenas que actúan como pillow shots como en aquellas que tienen un sentido más narrativo. En Woman on the Beach (2006) introdujo otra forma de movimiento sin desplazamiento de la cámara: el zoom con teleobjetivo, lo que le ha permitido trabajar muchas posiciones de cámara dentro de un mismo plano sin necesidad de variar el emplazamiento de ésta. Es algo que se puede apreciar claramente en una de las primeras escenas de Nobody‘s Daughter Haewon, cuando Haewon y su
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madre están sentadas en la mesa de un restaurante y son filmadas de perfil, una frente a la otra. La conversación posee su estructura habitual, donde se pasa de lo frívolo a lo trascendente: cuando se llega a un punto incómodo, se vuelve a tratar temas cotidianos para no tener que afrontar un hecho doloroso. La cámara de Hong Sangsoo sigue un itinerario similar: de un plano general filmando a ambas, pasamos a un zoom sobre Haewon; luego, la cámara gira para encuadrar el rostro de la madre hasta volver al final a su posición original. A través de esta práctica es posible alcanzar un equilibrio entre rigor estético y libertad (las posibilidades del zoom y los movimientos sobre su eje). Si Hong Sangsoo ha sido siempre un admirador del cine de Yasujiro Ozu, aquí demuestra lo bien que ha digerido su influencia. En lugar de obsesionarse con los encuadres y el formalismo, posee una mirada más distendida y ligera, pero cada escena es muy similar y a la vez diferente de una
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anterior. En Our Sunhi dos largos planos suceden en el mismo bar («Arirang») y cuentan con el mismo emplazamiento de cámara. Ambos son planos fijos y abarcan once minutos, duración relativamente alta para el cine de Hong Sangsoo. Sin embargo, en el segundo, cuando un cuarto personaje entra en escena (un repartidor de comida a domicilio), el objetivo se abre para filmarlo, rompiendo el encuadre que había mantenido a lo largo de diez minutos. Sus primeras películas, mucho más estáticas, donde la cámara encuentra una posición para casi nunca abandonarla, han dado paso a un estilo más dinámico, a una mirada más diferenciada y única. Hong Sangsoo se permite juguetear con sus propias convenciones: si bien es cierto que su famosa estructura de repeticiones sigue presente en ambas películas, parece aquí casi una parodia o una puesta en cuestión de su propio estilo. Lo vemos en dos escenas de Our Sunhi con el mismo desarrollo: en la primera, Munsu, el antiguo novio de Sunhi, baja por una calle y se detiene frente a un edificio. Llama a Jaehak, su profesor, quien no responde. A una llamada perdida le sigue un corte al interior del apartamento de Jaehak (una de las pocas situaciones en las que se desarrolla la continuidad de una misma escena en varios planos). Éste sale a la ventana para hablar con Munsu y quedan en el bar «Arirang». Avanzada la película, se repite la misma escena, aunque en esta ocasión es Choi, el profesor que ha comenzado una relación con Sunhi, quien se detiene frente al edificio donde vive Jaehak para llamarlo. Sin embargo, en lugar de recurrir a la continuidad anterior, se mantiene ese mismo plano: cuando Jaehak aparece por la ventana, es filmado en un movimiento vertical desde la calle. Como si fuese consciente de la planificación diferente, Jaehak queda con Choi en otro lugar (el Café «Gondry»). En los filmes de Hong Sangsoo no se suele recurrir al plano-contraplano o la continuidad en el montaje. Cada escena se divide en varios planos y cada plano posee su propio sentido en cuanto a continuidad y conclusión. Entre el final de un plano y el inicio del siguiente es común encontrar un razonable espacio temporal –a veces segundos, en ocasiones minutos, y, en otros casos, días enteros–. Pero si bien es cierto que Hong Sangsoo casi nunca continúa la acción directa de un plano anterior, en Our Sunhi plantea otra excepción: al final del filme los tres hombres que aspiran a alcanzar el amor de Sunhi se encuentran en el parque; uno de ellos (Choi) decide ir al baño
con la idea de perder de vista al resto y encontrarse así con la chica. Conscientes de la trampa, los otros dos le acompañan, saliendo del encuadre; en el siguiente plano, los tres entran en los baños. Este corte es un buen contrapunto respecto a otro tipo de continuidad entre dos planos: en el caso anterior, Jaehak queda respectivamente con Munsu y Choi en un bar. El filme nos llevará al bar, pero entre una escena y otra el tiempo que ha transcurrido no queda definido. Además de la ausencia del contraplano y de la continuidad directa, Nobody‘s Daughter Haewon y Our Sunhi abadonan toda idea de suspense: la «intriga», incluso la más nimia y banal, queda oculta entre un plano y otro. No hay en estos filmes ningún plano que la justifique. Frente a la segunda historia de Turning Gate (2002), por ejemplo, en la que un actor conoce a una admiradora en un tren, la persigue hasta su casa e intenta hablar con ella evitando parecer desesperado –Hong crea toda esa escena sobre la base de qué está haciendo el protagonista, qué quiere realmente–, en sus nuevas películas las causas-consecuencias han quedado reemplazadas por una frontalidad depurada. Estructuras Salvando las escasas excepciones –erosiones o cuestionamientos de cualquier tipo de teorización alrededor de su cine–, en las películas de Hong Sangsoo cada escena funciona como una unidad que forma parte de un bloque, el cual girará alrededor de un espacio o unos personajes, creando a su vez un desarrollo estructurado en torno a las repeticiones relacionadas con los otros bloques de la película, como si fueran los episodios de una novela. Al principio del primer y del quinto episodio de Nobody‘s Daughter Haewon, Haewon se encuentra dormida sobre una mesa –en uno despierta, en el otro no–. En el segundo y tercer episodio –en uno acompañada por su madre y en el otro por su profesor y amante, Lee– se repite el mismo paseo por el barrio de Seochon, desde el parque Sajik hasta el café «The Shop», incidiendo nuevamente en las rimas al plantear un itinerario similar con ligeras variaciones. En el primer caso la cámara se desplaza desde una de las estatuas del parque hasta Haewon y su madre, mientras que en el segundo, los amantes pasean abrazados bajo un paraguas, se detienen y se besan; poco después, Lee mira a su alrededor, temiendo que alguien les haya visto; la escena concluye con la cámara girando hacia la
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misma estatua, en un movimiento inverso. Tras el paseo, en el segundo episodio, la madre de Haewon califica de «atractivo» a un hombre al que ambas ven fumando; tras asentir la hija y salir ambas de plano, permanecemos con el hombre hasta que tira su cigarrillo al suelo, sobre el cual se realiza un zoom justo antes de que llegue el corte. En el caso de Lee, una escena en ese mismo lugar comienza con un plano del cigarrillo, aplastado por el pie de Haewon. En el cuarto capítulo, Haewon y Lee visitan el parque nacional Namhansanseong, antigua fortaleza situada en los alrededores de Seúl, al igual que el parque Sajik, emblema de la dinastía Joseon, una de las épocas de mayor esplendor de la historia de Corea. El quinto, que parece ser un sueño de Haewon, está formado por dos partes: en la primera, que trascurre de nuevo en Seochon, se repiten ciertas situaciones, como la del cigarrillo o el encuentro en «The Shop»; en la segunda Haewon vuelve a Namhansanseong, en esta ocasión con una amiga y su amante, repitiendo, sin embargo, el mismo recorrido realizado con Lee. Siendo el sueño una suerte de persistencia de lo vivido por ella anteriormente, se introducen en él elementos cómicos o incluso fantásticos que revelan su naturaleza: en la parte del sueño en la que Haewon visita Sajik, ésta se encuentra con un profesor de cine con el que toma un café en «The Shop», donde el profesor explica una manera de definir a las personas poniendo como ejemplo a Haewon, fría y distante por fuera y valiente por dentro. Lo que muestra este juego retórico –ya presente en The Day He Arrives (2011)– es que el profesor se ha quedado prendado de Haewon, quien, citada con una amiga, afirma que debe marcharse. Mediante excéntricas posturas, el profesor apela a sus «poderes mágicos» hasta que un taxi aparece milagrosamente ante ellos. En la parte del sueño que corresponde a la fortaleza, la joven aparece con la amiga citada en su anterior encuentro en el mismo lugar en el que estaba antes con Lee, siendo la continuidad de los planos también idéntica: la puerta en la que tanto Lee, en el cuarto capítulo, como el amante de su amiga en el sueño repiten su explicación sobre la ubicación de la entrada o el mismo turista vestido de igual modo interactuando en ambos casos con los personajes. De no ser porque en el cine de Hong Sangsoo son habituales –entre el segundo y el tercer capítulo, por ejemplo–, estas repeticiones –casi imposibles por su exactitud– nos parecerían más propias de un sueño o una introducción al fantástico.
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Las escenas de Haewon dormida sobre la mesa al inicio y al final nos invitan a pensar que el último capítulo del filme es un sueño, idea de montaje que nos remite a Rear Window (Alfred Hitchcock, 1954), en la que la interactuación entre un plano y el siguiente cambia por completo el sentido de la secuencia. Sin embargo, frente a la relación directa y orgánica de los planos en la película de Hitchcock (una sucesión que juega con la percepción del espectador por medio de contraplanos), en Nobody‘s Daughter Haewon se fuerza en mayor medida la credibilidad, obligándonos a volver a pensar en ella al completo desde el momento en el que Haewon se quedó dormida. El quinto y último capítulo repite el esquema del primero, en el que la protagonista sueña que se encuentra con Jane Birkin y le invita a visitarla cuando viaje a París, quedando obliterada la realidad a través de lo patético –exageración de gestos afectivos, signos de desprecio–. En muchos de los filmes de Hong, el relato, transmitido de una persona a otra –Hahaha (2010)– o escrito en un diario, supone en sí mismo una puesta en cuestión de lo real. La estructura particular del sueño, ya explorada en un dormitorio de Seúl en Night and Day (2008) –un ligero movimiento de cámara por encima de las cabezas de Sung-nam y su esposa hasta un cuadro en el que vemos un cielo cubierto de nubes nos basta para introducirnos en un sueño en el que el pintor, habitual cobarde irredento, somete social y sexualmente a otra mujer con la que ha mantenido una relación durante su estancia en París; al terminar el sueño, un movimiento inverso nos lleva del cuadro a la pareja aún dormida–, se introduce de nuevo únicamente a partir de un corte: al igual que en el caso de los flashbacks, en el cine de Hong Sangsoo no hay cambios violentos que evidencien este paso al sueño o al recuerdo. Entre un estado y otro no hay ningún tipo de señal, lo que obliga al espectador a fijarse bien en el montaje. Si Haewon es tanto objeto como narrador omnisciente de cada escena, en Our Sunhi, si bien el relato sigue girando alrededor de la joven, ésta no siempre aparece en pantalla. La primera y la última de las siete posibles secciones en las que se divide el filme son las únicas que no transcurren en un bar –al comienzo Sunhi se encuentra con Sangwoo y con el profesor Choi, al final son tres hombres los que buscan a Sunhi–, mientras que de las cinco restantes, tres están dedicadas a los encuentros con cada uno de los hombres que intentan conquistar a Sunhi –Munsu, su antigua pareja y sus profesores
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Choi y Jaehak– y dos muestran la reunión de estos hombres –Munsu y Jaehak y Jaehak y Choi– que, como en Hahaha, se relacionan incluso sin saber que persiguen a la misma mujer. Esta estructura, más cercana a lo literario –sobre todo a lo epistolar– que a lo cinematográfico, busca frente a la continuidad el choque, una forma de enfrentamiento entre los episodios, desde el juego de muñecas rusas de Tale of Cinema (2005) u Oki’s Movie (2010) a las reencarnaciones de Anne en In Another Country (2012) o el antisocial cineasta Yoo Jung-sang en The Day He Arrives. Nobody‘s Daughter Haewon y Our Sunhi se sitúan a media distancia de estos filmes y aquellos otros más lineales –Night and Day, Turning Gate, Like You Know it All (2009) o Woman is the Future of Man (2004)–, incluso aunque cuenten con estructuras duales o invasiones oníricas. Temas y lugares Frente a los cineastas o artistas fracasados con tendencia a la bebida en busca de aventuras amorosas de sus anteriores películas –alter-egos o parodias de sí mismo–, en Nobody‘s Daughter Haewon y Our Sunhi se adopta el punto de vista de las mujeres, como en Lost in the Mountains (2009) e In Another Country, si bien en esta última tanto la actriz elegida –Isabelle Huppert– como el personaje femenino que interpreta –Anne– resultan un cuerpo extaño en su cine, inalcanzable e impenetrable, una especie de sombra o reflejo que el propio cineasta no puede comprender. Haewon y Sunhi son más terrenales, están más cerca de sus personajes masculinos: en los filmes de Hong Sangsoo las mujeres habían sido hasta entonces idealizadas hasta el extremo para luego quedar rechazadas vulgarmente por los hombres, como es el caso de la protagonista de la primera historia de Turning Gate, despreciada una vez se ha acostado con el amigo del actor, o como la ex-mujer del cineasta de Like You Know it All, a la que intenta reconquistar porque se ha casado con su antiguo profesor. La culminación de este comportamiento se encuentra en la conquista y posterior abandono de la segunda pareja de Sungjoon en The Day He Arrives, forma de venganza ante la primera mujer irrecuperable, siendo esta otra su réplica exacta. Si al final de Like You Know it All la ex-mujer de Gu Gyeong-nam le pide que no filme una película sobre ella, en Our Sunhi Munsu, el joven cineasta, confesará a su antigua pareja que todas sus películas tratan sobre ella. La convivencia con la soledad –
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masculina o femenina– ha adquirido con los años mayor gravedad en las películas de Hong Sangosoo, mientras que la religión, por su parte, que había quedado relegada al mero acompañamiento –un templo budista como paisaje de fondo–, ocupa en In Another Country un lugar central por medio de la figura de la reencarnación. En Nobody‘s Daughter Haewon, tras escuchar a su madre pronunciar en su despedida las palabras «vivir es morir, día a día estamos más cerca de la muerte», Haewon llama a Kim, el profesor con el que vive una aventura amorosa, que terminará definitivamente justo antes del comienzo de la escena del sueño, en la que la joven descansa postrada sobre la mesa de una biblioteca con el libro La soledad de los moribundos, de Norbert Elias. Sin duda, éste no es un detalle menor: la idea de la soledad y la muerte en las sociedades capitalistas contemporáneas, los intentos inútiles de represión de este tipo de pensamientos vincularían el sueño con estos temas del ensayo. A la reconciliación de Haewon con Kim, en la que ambos se abrazan al atardecer mientras escuchan a Beethoven, le sigue de nuevo la escena de Haewon durmiendo junto al libro. Las repeticiones de la estructura y las reverberaciones de las imágenes conforman el pasaje a la ensoñación y lo sobrenatural del mismo modo que, en otro nivel, la arquitectura y las historias (casi) míticas sobre el pasado de Corea, que vuelven desde Turning Gate hasta este díptico: convidados de piedra ante los hechos, aparecen de forma silenciosa junto a las imágenes a veces superficiales de los personajes, o bien como presencias angustiosas –al igual que el libro de Elias–, recordándoles su propio desamparo. Es en el parque Namhansanseong –donde sólo se escucha el viento y el cassette analógico reproduciendo a Beethoven- donde se suceden las situaciones más dramáticas de Nobody‘s Daughter Haewon. Apoyados en la muralla, Lee habla a Haewon sobre la futilidad de aquellos que la construyeron, hoy olvidados, mientras miran al horizonte. En Our Sunhi, el palacio Changgyeong –de nuevo, una reliquia de la época de la dinastía Joseon– es el escenario donde todos los personajes terminan encontrándose: cuando Sunhi desaparece dejando a los tres hombres solos, estos son filmados frente a las Chundangji, las islas levantadas en medio de los lagos que circundan el palacio. El lento discurrir del agua provoca una nueva sensación de angustia en el cuerpo de los tres hombres. El mundo de los vivos parece invadido por los símbolos del pasado.
El patrimonio nacional, los monumentos históricos en ambas películas –al igual que en Viaggio in Italia (Roberto Rossellini, 1954), o en los espacios que se van desvelando en cada acto en el itinerario que sigue Les yeux ne veulent pas en tout temps se fermer, ou Peut-être qu‘un jour Rome se permettra de choisir à son tour ou Othon (Jean-Marie Straub y Danièle Huillet, 1970)–, se manifiestan como testigos de muchas historias –algunas conocidas, otras olvidadas–. El método que emplea Hong Sangsoo consigue evidenciar el peso de la piedra en esos lugares, de las estatuas y los vestigios, confrontados con la habitual ligereza de sus historias y con el aspecto anodino del resto de escenarios urbanos. Así, en Nobody‘s Daughter Haewon, la forma de filmar una estatua del parque Sajikdan, apenas un inserto que obstaculiza la panorámica descriptiva referente al paseo de Haewon con su madre, no enfatiza nada, sino que su significado parece oculto, misterioso. Si Ingrid Bergman sufría al ver a los amantes calcinados abrazados en Pompeya, lo que provocaba la vuelta a los brazos de su marido por miedo a la soledad, los amantes «por necesidad» de Nobody‘s Daughter Haewon terminan unidos ante la inmensidad del parque y las murallas, magnificando el paisaje mediante la Séptima Sinfonía (1813) de Beethoven. Los pensamientos de los personajes de Hong Sangsoo son en ocasiones pueriles y su comportamiento incluso cobarde, pero no por ello ofrecen un punto de vista moral respecto a ellos: son entes autónomos de cara a la cámara o al propio trabajo del metteur en scène. Como afirmaba John Ford, la tragedia nunca es absolutamente extrema, a veces es también ridícula. Las comedias de Hong Sangsoo consiguen justamente este propósito: apelar a lo trágico a través de un estudio milimétrico del espacio y de los encuadres, sumergiéndonos en lo bochornoso por medio de unos personajes egoístas, dominados por un excesivo sentido de la vergüenza. Los continuos equívocos y situaciones embarazosas de su cine ponen de manifiesto esa doble naturaleza de la tragedia. Nada mejor para ejemplificarlo que la última escena de Nobody‘s Daughter Haewon, con los amantes, patéticos, abrazados mientras escuchan ese remix analógico de la Séptima Sinfonía. La gravedad de Beethoven choca con los tonos electrónicos de esta particular versión.
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‘The Immigrant’, de James Gray
ORACIONES SOLEMNES Y EL PROBLEMA DE LA RESPUESTA por Miguel Ferreira
Si confesamos nuestros pecados, Él es fiel y justo para perdonar los pecados y limpiarnos de toda maldad. 1, Juan, 1:9 Generaciones y generaciones de emigrantes han entrado en el Nuevo Mundo tras ser recibidos por la figura imponente de una estatua representante de la Libertad, primera imagen que poseemos, también nosotros, de esta América de la década de los años 20. El filme se abre con el Hudson, destino final de los partidarios del sueño americano, con la consciencia necesaria como para presentar las aguas de las llegadas y las partidas, la posibilidad de escape y de olvido de vidas pasadas, tanto construidas como destruidas –sólo muy tarde, en su carrera, Fritz Lang apuntó la cámara hacia el mar, por su misterio, por estar cargado de imponencia–. Nos parece, entonces, que la Lady Liberty tiene los brazos abiertos, para recibir a quienes atravesaron el Atlántico, pero el primer plano queda pronto contagiado por un sujeto vestido de negro, de espaldas, con un sombrero en la cabeza que lo retira ante las damas, dispuesto a destruirles los mitos. El Hombre ensombrece a la Estatua, del mismo modo que la vida ensombrece al ideal. Nos basta la visión del personaje de Phoenix – (Bruno)– de frente para desconfiar, como si mirásemos al Diablo –el mismo que aparece y desaparece sin dejar rastro, tentando a los posibles pecadores recurriendo a las pociones mágicas, sin preocupaciones por la moral–. Esta vez le han facilitado la tarea: Ewa (Cotillard), la mujer que llega, huérfana de las tempestades de Europa, separada allí, en la Ellis Island, de su hermana, y catalogada como mujer de low morals. De su rostro parece renacer la pureza del mudo, pero la vemos cargando con ella un trauma, prenuncio del camino que seguirá: aquel que esté más abajo, menos problemas tendrá para descender más hondo. La reciben las calles que habían recibido a Vito Andolini, pero cada uno recorre sus propios caminos. Otras puertas se abren tras el «rescate» de Bruno a Ewa, y les encierran en una casa: la casa de Gray, llena de fotografías y de pequeños objetos-recuerdo y un
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pequeño rosario (protección de la noche, primera gran imagen religiosa), cada uno de ellos meticulosamente colocados para ampliar el lugar más allá del espacio, hasta los confines de la memoria, recordándonos que América nació y se hizo, esfuerzo a esfuerzo, en casas pequeñas, al abrigo, en vidas difíciles. Para conseguir el dinero con el que salvar a su hermana, Ewa se introduce en una simulación de paraíso internacional en el que las calamidades se esconden en los floreados y que pretende, con las jóvenes, y sin mostrar más de lo que es necesario, competir con el Cine. El año es 1921. Se podría salvar una vida en caso de que los allí convocados se marcharan a ver Orphans of the Storm, de D.W. Griffith, por entonces en salas. Así, el dinero asume, en The Immigrant, un papel de gran importancia. Está ahí para modelar al personaje principal, está colocado de forma prematura como una prueba. Sabemos lo que puede provocar un simple billete y, además, vimos L’Argent (1983), de Robert Bresson. Si Ewa roba, es porque a eso está casi obligada, contra una consciencia que no sabe impedirlo, con la excusa de una lección sobre el perdón impartida por un maestro vaudevilliano. El beso es la disculpa, el llanto el arrepentimiento, el medallón el símbolo de aquello que permanece. Con la vida de la hermana por encima de su propio cuerpo, la pureza se disipa, enredada en la culpa, y el mundo, que nunca podría caer a sus pies, se los besa en señal de respeto por el sufrimiento. El beso adquiere en este filme los contornos de la traición: quien besa sale, dejando a la víctima a la merced de una triste suerte, cual Judas. Cuando el cuerpo deja de pertenecer a la mujer, la lágrima cae y todo el sufrimiento pasa a concentrarse en el interior, en un martirio resistente. Una puerta que se cierra, una mano que se lanza, el blanco consumido por completo, con sutileza. Sabemos que es un ladrón, ¿no es así? La extrañeza conduce a la fuga, en travellings llenos de desesperación por las calles de la decadencia pero, cuando todo es intrínseco, la escapada es un espejismo. Traición a traición, se va haciendo Ewa. La Cotillard que James Gray filma se va deteriorando, insostenible, y cada prisión agrava el proceso. Si entra en juego un
segundo hombre (el Emil interpretado por Renner), es para completar un trío en el que dos hombres diferentes se reaproximan por amor a una mujer de la vida. Las puertas del cielo pueden entreverse, pero funcionan como ideal inalcanzable hasta que cada uno sufra su propio temblor. Despertarse con una flor al lado es el presagio de una libertad que es todo menos libertad, y, con el regreso ahí afuera y a la luz sepia, la flor marchita forma un raccord con la flor marchita, en uno de los cortes de mayor simbología de la obra del cineasta. La cámara sólo consigue restaurar (y, de hecho, nos parece intacta) la integralidad de las personas, tan estragadas, filmándolas al nivel de los sentimientos, con la humildad y con la comprensión ya habituales de sus filmes anteriores. Lo hace con ponderación, concediendo a cada actor su espacio, dejándolos respirar, permitiéndoles sus escenas individuales: a la mujer, cuando por primera vez destaca, se le permite que se deshaga en llantos, con una sinceridad de la que jamás se ha visto contagiada la actriz cuando ha sido dirigida por otro. Ewa, funesto objeto de deseo, transforma el dinero en el monstruo de la película, lo que nos llena de compasión en el caso del ambiguo personaje de Bruno, monstruo sobrepasado. El color negro de su ropa comienza a ser de pena, de hipótesis de luto, en busca de una redención que él también pasa a creer que merece; difícil cuando la sangre que fluye por las venas, como el destino, es el propio negro. Gray nos introduce en la iglesia. Ateo como es, cree en el poder de la arquitectura –si Dios quiere hablar, que hable entre las líneas de los candelabros y las figuras de los vitrales–. Nos aproximamos a la cruz, como en la procesión de Ellis Island, como ángeles del pecado. Ewa guarda para sí misma el sacramento de la confesión, no sintiéndose capaz, por miedo, de pedir por ella misma a María. En la confesión, la escena más poderosa de toda la película, empezamos a conocer a Ewa de forma absoluta, dentro y fuera, explorada en toda su dimensión. La explicación no destruye su misterio en tanto que personaje, sino que más bien da lugar a la elevación a un panteón por la creencia y el depósito de confianza. La mirada que vemos antes de que se cierre la cortina es de despedida: por momentos abandonaremos este mundo. La luz en la espalda de Ewa nos hace pasar de la conversación con el sacerdote a la conversación con Dios. Se predica en la Biblia que todas las almas pueden salvarse, garantizando el cielo, existiendo la posibilidad incluso para quien espía. Lo que no se garantiza es la paz terrenal, y Ewa, en conflicto interior, mira a la cumbre –el Hombre siente una fijación por lo que está arriba,
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empezó a construir en las alturas para aproximarse al Creador–, y un brillo inexplicable (explicación imposible para quien no cree, no necesaria para quien lo hace) surge en sus ojos. La muerte en el filme es la muerte de los amuletos, la muerte de los juegos y los riesgos, de una juventud que no está preparada para los viejos de alrededor. Da lugar a laberintos oscuros, escondidos, de la civilización de Manhattan. Lo que tiene de repentino queda contradicho por la culpa desorientadora que llega después. La mujer camina detrás, toda ella vestida de negro, se le pide que vuelva pero no lo consigue, eterna juzgadora por la imagen potente, si bien la sabemos debilitada. Se aproxima el final entre persecuciones por túneles de atmósfera cargada, eclipsados por haces de luz de un grupo de policías del que, según sabemos, forma parte el propio Gray. Nuestro nuevo Cordelier se humaniza a través de la expresión de la verdad hasta entonces tan petrificada. Ewa aprende a perdonar –el perdón vale más para quien perdona que para quien es perdonado–, lo que permite la convivencia con lo que la destruye. Una Ellis Island de azules y una nueva aurora: el día no es, ni podría ser, el mismo. La lucha culmina en remolino de emociones y de cuerpos, amor, odio y todo lo que es intermedio, del blanco al negro, compasivos después de la expulsión de la rabia y del rencor, en un pequeño momento de redención. El final de este filme no pierde en complejidad respecto al final de Two Lovers (2008). La mujer consumida por el pecado para quien, en su propia mente, el perdón de Dios no llega, lista para partir hacia una nueva vida, una expectativa infundada; un Ethan Edwards transformado por los nuevos valores que brotan, saliendo por el lado opuesto, aún así parte de la misma América. Para salir de allí, todos deben pasar por las mismas aguas que proporcionan el olvido, pero que no borran los traumas. Todo sería Gracia si la dejasen existir. La Gracia permanece en el último plano, el plano que posee la valentía de englobar toda la historia del cine en una sola imagen. The Immigrant es una película de almas corrompidas que constantemente pelean ante la posibilidad de regenerarse, reconciliándose por medio de la penitencia o la confesión. Aprenden a perdonarse, a primera vista y además, por medio de un ejemplo de perdón, pero la consciencia castiga y el pecado forma un eco hasta en sus últimos planos, cuando una pequeña brecha de paz se vuelve posible. Temporal, pues se disipa en la niebla y la música. Todos ellos son almas en pena a partir del momento en que saben demasiado. Aquí abajo, Ewa
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estuvo en el interior de lo más bajo que existe, y la sociedad no aprendió, como ella, a perdonar. Es esta una experiencia religiosa filmada por alguien que, como ya dijimos, no cree: por eso es más pesada en la desesperación sobreponiéndose al perdón, que es efímero o trágico. En una América en la que las familias, base de las películas anteriores de Gray, aún se siguen erigiendo, el abrigo, la primera piedra, debe ser otra: la fe. Las personas son pequeñas en los límites de lo que por encima de ellas las envuelve, engrandecidas por la cámara que apunta a las miradas y al interior. Se destruyen y se redimen mutuamente, en el claroscuro de la imagen, cuerpos contra espacios, y en las ideas. La tragedia es bressoniana, está hecha de circunstancias que proporcionan la unión, la cual tenía que ocurrir, pero es conflictiva. A la mujer, al contrario de lo que dice Gray, la relacionamos menos con La strada (Federico Fellini, 1954) que con la Ingrid Bergman de Strombolli (Roberto Rossellini, 1950), unida a una tierra que echa fuego –no es de extrañar que Isabella Rossellini llorase al leer el nombre de su padre en el trailer que Gray montó: es más grande que nosotros–. La revolución no es una fuga hacia el frente rumbo al progreso, es el salto del tigre hacia aquello que es pasado. Jean-Marie Straub recordando las palabrasde Walter Benjamin en Über den Begriff der Geschichte (1940). 6 Bagatelas (Pedro Costa, Thierry Lounas [2001]). Hace 20 años que James Gray bromea con quien insiste en la dicotomía entre clásico y moderno. Vivimos en una época en la que tenemos menos derecho a usar la palabra progreso que cuando lo escribió G.K. Chesterton (Hereges, 1905). Evocando, ahora nosotros, las palabras de Benjamin en la obra referida, el progreso es la tempestad que hace al ángel de Klee (Angelus Novus) seguir al frente con los ojos puestos en el pasado. The Immigrant es una película que representa el progreso, la madurez después de la madurez que era Two Lovers, una película antigua, en la que los personajes y la historia se entrelazan en redes complejas, con una psicología –el dolor, la curiosidad, la culpa, la angustia, el resentimiento, la búsqueda de tranquilidad– que podría ser trabajada en cualquier época. El fuerte vínculo entre el amor y la muerte, y el papel de la memoria como revisor del pecado y de la putrefacción, podrían llevarnos a titular este filme Nightingale (como estaba previsto), Ruiseñor. Aquel que escucha el sonido del ruiseñor jamás lo olvidará. Su canto es un lamento.
‘The Immigrant’, de James Gray
LOS FABRICANTES DE SUEÑOS por Miguel García
Los pasos de la policía despiertan a Ewa de un sueño en el que revivía, transplantándolo al paisaje rural de su infancia, el momento en que fue separada de su hermana. Aunque ya había llamado la atención que Ewa pudiera dormir quince horas, y en ese tiempo caben muchas historias, es el único sueño,como tal, que vemos en The Immigrant (James Gray, 2013), cuya luminosidad y movimientos de cámara etéreos contrastan con el resto de la película. Los pasos la arrancan del sueño para devolverla hasta allí donde la separación realmente tuvo lugar: la isla de Ellis, donde su hermana quedó retenida. Como ella con toda seguridad va a ser deportada, se encuentra en un callejón sin salida; no puede volver con Bruno, el proxeneta que la retenía jugando con sus necesidades básicas y, sobre todo, con la promesa de ocuparse de las gestiones que hagan posible el reencuentro familiar. Esto, más que el techo y la comida y la engañosa comunidad, es lo que interesa a la protagonista (la vemos rechazando con orgullo el plato que le pone delante su nuevo jefe), y pronto sospechamos, aunque antes le hemos visto manejar con
éxito sus influencias, que no es más que la excusa de su nuevo jefe para provocar una situación de dependencia que la mantenga dócil y cercana. Tampoco puede volver con su familia, que la rechaza por los rumores sobre cierta «moral disipada» que crearon sobre ella antes de desembarcar, para que el hecho de ejercer de prostituta en América no pareciera tan importante, al serlo ya para todo el mundo. Desde la ventana de su celda en la isla, ve una procesión y comienza a rezar para que ocurra un milagro. Y, aunque no consigue encontrar a su hermana, empiezan a suceder cosas difíciles de explicar. Una representación navideña se ha preparado para los inmigrantes, que de repente pasan de humillados a agasajados; en ella, un ilusionista comienza a levitar. Más tarde, Enrico Caruso canta para ellos en una aparición completamente inverosímil (aún más que el truco de magia, tan sofisticado para 1921) que sucedió realmente en Nueva York. Sucedió y sigue siendo una escena imposible; el mago ya conocía bien la explicación de la paradoja, por lo que acompaña su número con elogios sobre el ilusionismo figurado
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del sueño americano, el que les atrae con espejismos a la tierra de oportunidades, el que consigue manipularles aún cuando todos los secretos ya han sido revelados y les saca de sus celdas para que vean un concierto del que no podrían permitirse pagar una entrada. Este espectáculo benéfico cumple la misma función en la película que el intertítulo final de Der letzte Mann (F.W. Murnau, 1924), que nos informaba de que todo lo que ocurría a continuación era tan sólo un final más agradable para ahorrarnos la amargura del real. ¿Se hubiera comprendido el giro irreal de la última parte sin el aviso? Le Havre (Aki Kaurismäki, 2012) no necesitaba nada para hacernos comprender el guiño desesperado que suponían sus tres finales felices. Una escena anterior había dado la clave de su sutileza: las imágenes de seres hacinados durante días en un contenedor portuario era demasiado horrible, así que Kaurismäki prefería presentarnos su opuesto exacto, mostrando al mismo tiempo la dignidad que esas personas nunca habían perdido pese a las circunstancias. Este choque brutal con las apariencias y el desarrollo lógico de los acontecimientos no era ningún descubrimiento; a medida que aumentaba la confianza en el espectador como sujeto activo de la operación artística, las películas podían ahorrarse señalar el engaño, arriesgándose a mantener sus intenciones ocultas hasta el final y creando una «tercera posibilidad»: no la realidad, ni aquella otra que es presentada ante nuestros ojos, sino la que se refleja de la distancia entre ellas. Sólo se materializa en cada lectura subjetiva, y de ahí nacen los cruces más interesantes entre el melodrama y el fantástico, la creación de mundos alternativos en los que la emoción y la lógica descarrilan sin que se llegue a reconocer explícitamente. Después de mostrar la tramoya de cartón piedra del sueño americano a través de su glorificación, Orlando el mago (que resulta ser, además, el primo del proxeneta) le ofrece a Ewa una segunda oportunidad y nuevas esperanzas. Ahora hay dos hombres que llegarían a matarse no por su amor, sino por su posesión, y las imágenes de Gray se vuelven cada vez más oníricas, aunque de una forma completamente diferente a la del sueño «real»: un apuñalamiento filmado en un plano/contraplano imposible, en el que nunca vemos a Bruno sacar la navaja ni mover el brazo para clavarla, como si todo hubiera sucedido en unas elipsis que nunca tuvieron lugar. Escapan de la policía a través de trampillas que se abren de repente, Ewa consigue que su hermana se escape con ella de una isla vaciada y neblinosa, en una fuga cuya sencillez y falta de complicaciones también se resuelven con esa misma
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aceptación ante lo imposible que determina el mundo de los sueños. De ese mismo desequilibrio constante entre adaptación a los hechos y desorientación ante su extrañeza se alimentaba la mirada sobre el migrante en Klassenverhältnisse (Jean-Marie Straub y Danièle Huillet, 1984), adaptación de la primera novela de Franz Kafka. Incluso antes de desembarcar a su nueva vida en Nueva York, Karl Rosmann se ha quedado sin paraguas y sin maleta, pero un encuentro fortuito con su tío millonario (y hombre hecho a sí mismo según la tradición norteamericana), le salva; pero por poco tiempo, pues será expulsado, tendrá que mendigar por un poco de pan y de tocino, encontrar trabajos, perderlos, convertirse en siervo y partir de gira con un circo. Ante todos estos cambios, encarnaciones llenas de bilis y humor esquinado de la inestabilidad capitalista y el funcionamiento del ascensor social (que Karl sólo ve de lejos, trabajando de ascensorista), el protagonista sólo puede pasearse en estado de shock. Todo lo sólido se desvaneció en el aire hace mucho tiempo, y por eso en las narraciones de Kafka lo fantástico aparece siempre sin el drama que debería acompañarle en un mundo normal. Acabar convertido en esclavo de una señora llamada Brunelda no es tan llamativo como despertar convertido en cucaracha o juzgado por el Poder, pero todas las pesadillas comparten la misma
base en la irrupción de la civilización industrial; la inseguridad constante de la posición social y su relación con el trabajo y la identidad. Lo fantástico se acepta sin que llegue el conflicto, nunca se sospecha que engañen los sentidos, o que se esté soñando (por eso se asegura desde la primera frase de Die Verwandlung [1915] de descartar la salida fácil). Se duerme poco, casi nada, como el vecino estudiante al que Karl encuentra bebiendo café en plena madrugada y que le felicita por su trabajo de siervo. La ironía, uno de los elementos más potentes de la ficción, que en las últimas décadas se ha emponzoñado tanto al confundirlo con el cinismo, resulta el arma más efectiva para desentrañar las mentiras de los fabricantes de sueños. Ewa y su hermana escapan de la isla sin que nadie se entere, en una barquita de vela tras la redención de Bruno, que cumple su promesa imposible y consigue la comprensión de su víctima; Straub y Huillet filman a un fogonero que reúne fuerzas para enfrentarse a sus jefes al escuchar atentamente el himno estadounidense, y el deus ex machina viene de la mano del Gran Teatro de Oklahoma. Desde el interior de la mayor fábrica de sueños nunca se podrá mostrar su mecanismo ni negar su verdad sin contradecirse, tan sólo, como diría uno de los actores de Klassenverhältnisse., sabotearla empujando a los espectadores a «desconfiar».
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‘Passion’, de Brian de Palma
PERIPECIAS DE UNA MÁSCARA por Evaristo Agudo Molina y Vanessa Agudo
Tesis: Passion (2012) es una película-delirio. El signo, independizado de su función referencial, desligado de las cosas, no las señala ya, se multiplica en una polisemia desbridada, y delira. Las imágenes no convergen creando la estable seguridad de un mundo. No hay mundo. Cuando no podemos fiarnos de nuestras percepciones, cuando éstas han dejado de indicar objetos, de corresponder a un orden externo, la coherencia racional estalla y quedan las figuraciones desatadas de la imaginación, la locura. No hay mundo y nunca lo hubo. Ha desaparecido la ilusión de continuidad, el autoengaño en que la mente, temerosa creadora de fijezas, intentaba refugiarse. Así se subvierte la regla de congruencia perceptiva que nos permite validar lo real como real, discernir la verdad del error, la vigilia del sueño. En este régimen las significaciones proliferan en la misma medida en que naufragan y la plenitud de las palabras se troca en oquedad. La máscara deviene rostro y el rostro máscara. La fábrica misma del espacio y del tiempo se desteje. «τὸ σοφὸν δ᾽ οὐ σοφία / τό τε μὴ θνητὰ φρονεῖν». (Euripides, Bacchae, 395-6). Ironía de la máscara, cuando el eje aparienciarealidad, socavado, ha quedado atrás. Visión quimérica
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del enigma, cuyo sentido ha de ser siempre figurado. Aniquilación de la literalidad. Desde siempre de Palma ha sido un cineasta retórico, un analista de las convenciones cinematográficas; un estilista, en definitiva. Y sobre un cine como el suyo, centrado en la manipulación sígnica, en la crítica de la apariencia, en el análisis de las figuras como figuras, se cierne siempre, forzosamente, el espectro de lo incomposible. Si en lo moral esto ha tomado habitualmente en sus películas la forma de la traición como motivo recurrente, a un nivel de planteamiento narrativo de conjunto el juego entre el ser y el parecer se resolvía en la corrección de la perspectiva, en un cambio del ángulo de observación que nos permitía desvelar lo oculto y sustituir lo falso por lo verdadero, disolver el espejismo y alcanzar el solaz de la resolución. Una apariencia es corregida por otra, también revisable siempre, pero que es juzgada como válida, a la que se imprime la marca de un valor de verdad positivo por su consistencia con la totalidad del resto de apariencias. En la forma fílmica, esto equivale a un cierre de la narración, al sobresalto/alivio del final sorpresa («Ah, era un sueño», por ejemplo Carrie [1976]), al giro narrativo en diversos niveles de complejidad. La última versión, corregida, se da por
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buena y aparecen los créditos finales. Algunos de los giros de de Palma han sido especialmente desafiantes. Pensamos en Dressed to Kill (1980), en uno de cuyos momentos culminantes la pantalla partida mostraba las dos facetas del que sabríamos que era el asesino (psiquiatra de un lado, psicópata transexual del otro) en dos lugares mostrados explícita y ostensiblemente como simultáneos (por los relojes, los televisores que emiten el mismo programa). Acaso podía soslayarse esta disrupción como una licencia, como un artefacto derivado de la fijación del autor por lograr efectos formales situados por encima de la coherencia del guión. Pero la tendencia, la ruptura, estaba ahí, acechando al sentido vacilante. En Passion la disrupción lo es todo. Las variaciones sobre Hitchcock de Dressed to Kill (o anteriormente Obsession [1976], cuyo título de trabajo era Déjà Vu), que hasta aproximadamente el cambio de siglo constituyeron el anclaje del proceder de de Palma, el centro de gravedad alrededor del que orbitaba todo lo demás, si bien ese «todo lo demás» es mucho más rico y diverso de lo que una formulación tan derivativa sugiere, han quedado desplazadas en sus últimas películas, que suponen un paso más allá. No pretendemos ni vamos a ensayar una periodización. Seguramente el después estaba ya en el antes, lo hemos sugerido, y el antes queda recogido en el después, ni que sea como escombros. Las últimas de de Palma son películas putrefactas. Ya no puede afirmarse que de Palma sea un cinesta «del giro», del modo en que podemos decir que es un cineasta-semiólogo o de la sospecha. Es, ahora más que nunca, un cineasta de la descomposición. Juguemos a llamar a The Black Dahlia (2006), Redacted (2007) y Passion (2012) la «trilogía del cadáver». Las tres se cierran sobre la misma figura: la figura del cadáver. No cadáveres frescos, meros productos del momento de la muerte, del ser matados, como si lo importante fuera el asesinato, el golpe, y el cadáver su residuo. El golpe ya se ha dramatizado antes en Passion, de manera muy distinta, en otro contexto, aislado en su instante, como un relámpago (colpo di fulmine llaman en italiano al flechazo, y el golpe, la cuchillada en Passion es algo así como la forma mutante de un flechazo). Cadáveres rígidos, como sacados de la tierra, del fondo de la psique, de la pesadilla más profunda, y puestos a la vista. El cadáver no es un símbolo (símbolo de nada), ni tan siquiera un icono profanado, sino una indicación, el camino mismo al más allá. Más allá de la muerte hay algo: el cadáver. El cadáver es el enigma mismo hecho carne, el grito de la corrupción. Es, queremos
llamarlo así, un arcano. La vida no es quizá más que la máscara del cadáver, como los retratos funerarios de El Fayum. Una indicación, y una caución. Tan seguro como lo pueda ser la luz del día, lo es que el cadáver se pudrirá, hasta el nivel molecular, hasta el desecho final de la materia, hasta la nada en sí. Hasta el horror. El más allá es el horror, es lo amorfo, alcanzado por vías grotescas de putrefacción, irrepresentable e inexperimentable por la razón. Es tal vez la suma luz, la ἐποπτεία de los Misterios. El cadáver no nos hablará de ello. No es nada más que lo que es. Pero es para el vivo, quien lo contempla, la llave, como para el muerto la laminilla de oro que los órficos enterraban con los difuntos dando instrucciones al alma para su buena ventura en el mundo ultraterreno. El vivo le dona al muerto, y prospectivamente a sí mismo, la esperanza. Aunque ésta pueda parecer una lectura demasiado alegre frente al shock del cuerpo troceado y picoteado por los cuervos (que llevan a término alusivamente la amenaza hitchcockiana de The Birds [1963]) de Elizabeth Short en The Black Dahlia, traído a presencia justo al final en una especie de alucinacion puntuada por tres golpes de zoom de extremo acercamiento, el asesino había cortado también en su rostro una sonrisa. Creemos hallarnos en los dominios de Dioniso, dios del σπαραγμός, del desmembramiento, pero también de la alegría inocente del éxtasis de las Bacantes euripídeas que de Palma y sus colaboradores adaptaron brillantemente en Dionysus in ‘69 (1970), verdadera película clave. Finalmente Ágave despierta de su trance para ver a su hijo Penteo como una carcasa desgarrada por sus propias manos, pero durante el trance éso no existía. Su acción es un hecho de horror y un gozoso acto de piedad hacia el dios, ambas vertientes en igual medida. Dioniso no domina simplemente sobre lo amorfo y externo, aunque se trate de una potencia irreductible de alteridad. Su dominio es el tránsito, el paso entre lo uno y lo otro en ritos que descomponen y recomponen la identidad, en que ese afuera irreductible se incorpora como elemento estructural del juego de la apariencia, que funciona en ambos sentidos, y en que los extremos de la alegría y el dolor, la vida y la muerte quedan envueltos en un nexo fluido, en una corriente cíclica de necesidad como la que hace brotar flores de las entrañas podridas en la tierra. «Βάλλε εἰς κόρακας» («Vete a los cuervos»), decían los griegos para mandarte a la mierda, ellos que veían en el cadáver abandonado sin rito funerario, expuesto, la mayor afrenta. The Black Dahlia era así, podrida, grotesca, no totalizable. Pocos momentos tan salvajes
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nos ha dado el cine de de Palma como el discurso final de la revelación, aterrador, que bordea lo inarticulado, en ese filme. Se trataba, por otro lado, de una suerte de remake de The Untouchables (1987) en muchos aspectos, así como el final de Redacted era una variación sobre la imagen-arcano de The Black Dahlia, aunque el conjunto supusiera una puesta al día de Casualties of War (1989) para la era de la comunicación estallada, para el post-mundo de la multiplicidad discursiva y la información no integrable, más allá de lo fáctico y del fake. Así podríamos separar Redacted como propuesta de un género diverso y formar una nueva trilogía situando Femme Fatale (2002) delante de The Black Dahlia y Passion: la «trilogía de los thrillers eróticos». El de Femme Fatale es un erotismo por diferimiento, que posterga la posibilidad del sentido, la posibilidad del placer; dedicada al jugueteo del velo y del ensueño, a los vericuetos de la inverosimilitud, es un primer paso hacia el abismo demente, un mural agrietado. El de The Black Dahlia es la emergencia del sadismo, el trastrueque de los arquetipos, el latir de la voracidad animal en lo doméstico (en ese final en que el protagonista completa su llegada al hogar irrumpe la visión del horror, y finalmente, con ella, se puede entrar, traspasar el umbral de la casa para reunirse con el personaje de Kay Lake (Scarlett Johansson), mujer fatal domesticada, marcada como una res), la reintegración en la vida cotidiana de las potencias feroces, las señoras que vuelven de la orgía con sangre en la comisura de los labios. Passion es una fusión radicalizada de ambas; por las grietas se ha introducido a borbotones el horror, la potencia indomable que se entrelaza en las fibras de una vida que no es sino crueldad, depredación sin tregua. No hay remanso de paz, todo es fuego y guerra, quimera sempiterna. Tal es la recurrencia de las imágenes fijas, obsesivas, de una frontalidad aniquiladora como la que vuelve una y otra vez a los encuadres de Passion, que se diría una conjura, una fascinación. El antiguo fascinum, falo apotropaico, deificado y mágico, conjuraba ese mal de ojo. Los cadáveres a los que vuelve de Palma son cadáveres de mujeres, muertas entre suplicios, en The Black Dahlia y Redacted, bajo la tiranía del falo. Ambas son películas del significante fálico, exasperado (las escenas policiales y de castings y filmaciones vejatorias en The Black Dahlia; la violación y asesinato, sí, pero también el aspecto ridículo y horrendo de la horda de garrulos militares de Redacted): el falócrata ve a la mujer como Medusa, como figura que no puede reducir sin apropiársela
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en la matanza, anulando y reutilizando su poder a su antojo. Su sexualidad es necrófila. En Passion la mujer no es tan sólo quien muere, sino también quien mata. No es meramente una señal de la competitividad ultracapitalista en que se mueve la historia. Estamos además en otro territorio, el territorio de Gorgo, de la mirada que petrifica, que destruye. La muerte en los ojos. En una de las escenas que desencadenan el impulso asesino de Isabelle (Noomi Rapace), ésta ríe mientras mira fijamente a la que ha de ser su víctima, Christine (Rachel McAdams). Ríe sin comedimiento, brindando por la muerte que vendrá. Hay que atender especialmente en Passion a la sutileza gestual de ambas actrices. Rapace actúa eminentemente con los ojos: la mirada que congela, el desplazamiento ocular y el parpadeo cuando Christine la besa en el coche, las expresiones en los primeros planos frontales como el de la conversación telefónica con Dirk (Paul Anderson) o el efecto de choque en la videollamada, el sopor y el abotargamiento inducidos por la droga, la dureza tras la máscara. McAdams añade movimientos sinuosos de las manos, que buscan subyugar y conducir la atención: en la escena de narración de sus traumas infantiles en que cuenta la muerte de su hermana gemela (y que envía hacia Sisters [1973], hacia Family Plot [Alfred Hitchcock, 1976]), en el discurso ante los empleados de la oficina, en los movimientos de acercamiento cuando toca a Isabelle al ponerle la bufanda, al pintarle los labios, al hacer presa para besar también a Dani (Karoline Herfurth) y romperse la camisa para acusarla de acoso sexual. El estilo de actuación es de una artificiosidad estilizada, coreográfica. La escena de ballet que acompaña al asesinato de Christine en pantalla partida es buena muestra de ello: lo que sucede a cada lado de la línea es igualmente danza, igualmente enigma, mirada que nos ataca de frente, y ningún lado es más «naturalista» ni su superficie está menos pulida. Ambos guardan los mismos secretos, belleza y horror, Eros y Tánatos, como en la yuxtaposición de una pareja ayuntándose y una mano ensangrentada en Dionysus in ‘69. Arcanos ambos, de nuevo, en esquiva comunicación. También lo es la escena de complicidad fingida en que ambas van al desfile de zapatos (no se trata más que de un ensayo previo), al que asisten como únicas espectadoras, sentadas juntitas cuchicheando. Las modelos recorren la pasarela mientras al fondo la pantalla-telón muestra imágenes de medusas (Medusae). «They‘re beautiful», dice Christine, la consumista fetichista adicta a los regalos de sus sumisos amantes. «But very high», le contesta con un
mohín la tímida y apocada Isabelle, con su vestuario uniforme, negro sobre negro, enlutado, máscara de cuerpo entero. Christine es colorida como una rana venenosa, con sus vestidos coral, sus alhajas, su bata de un dorado verdoso, su champán descorchado, su jersey de cuello cisne, rojo como los zapatos que le regala a Isabelle, sobria y monocroma como una viuda negra, salvo por una mancha, el rouge en los labios, la salpicadura de la sangre. «I‘m not sure that I can walk in them», dirá, y lo tomamos como un chiste macabro. A de Palma le importan mucho los zapatos, que nos muestra sin pudor. Serán más tarde objeto de otro chiste, un guiño de ultratumba. Christine: «I just thought we could laugh together». El falo está en Passion desplazado, puesto al margen. Dirk, supuesto macho dominante, con su mentón alzado, que chulea en su primera entrada al encontrar juntas a Christine e Isabelle, lo que provoca que ésta abandone la escena, no es más que un pelele, un vehículo en el juego de dominio entre ambas. Cuando Christine les envía a Londres, cuenta con que se acostarán juntos. «Things are much more fun with Dirk around, aren‘t they?». Bien lo sabrá ella, que luego lo verá en vídeo. Lo que le gusta es ser titiritera, hacer de la gente marionetas. Éso hará enfadar a Isabelle, cuando oiga a un amante de Christine decirlo en la fiesta a la que van a pescar clientes. Su enfado, su cansancio y su jaqueca son, a su vez, una añagaza. Ha visto a Dirk, hemos visto cómo le miraba, y a él ponerse el dedo sobre los labios para indicar silencio. No es la primera vez que Isabelle miente. Ya le mintió a Dani, con excusas similares, en Londres, y se fue a cenar con él. Dani les vio a través de los cristales del restaurante, como una pobre vagabunda hambrienta. Luego Dirk grabó ese primer encuentro con la cámara de su teléfono. «I can‘t believe you‘re here with me», dijo la siempre modesta, siempre cuidadosa Isabelle, tan temerosa de que se sepa lo suyo, obcecada en ser desconocida. Pero Dani y Christine lo saben todo, lo han visto todo. Todo está expuesto en un edificio transparente, un acuario inhumano, con sus tonos azulados, de acero y vidrio. Todo está aplastado, reducido a un solo plano, en composiciones complejas e hiperfragmentadas. De Palma aplasta los niveles narrativos en una misma imagen, como en la llegada de Christine a la oficina, cuando podemos ver en la fachada una pantalla que anuncia la representación de L‘Après-midi d‘un faune. Las referencias a Mallarmé, Debussy, Nijinsky, distan de resultar caprichosas. Recogen la radicalidad ucrónica de una modernidad abocada a su punto de ruptura, la exaltación de la
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materialidad extenuada, llevada a su extremo, hasta la frontera del no-sentido. Vivimos aún en la cicatriz de esa fractura, de ese giro, esta vez histórico-mundial, en que la danza de la significación se ha tranformado. Pasamos los dedos por ella, podemos reabrirla con nuestras uñas, en un acto lenitivo, repetitivo, más allá de la esperanza; ofrecemos libaciones con la sangre que mana de ese tajo, restañamos la herida como la bufanda que Isabelle mancha con la sangre muerta de Christine, una y otra vez, y los indicios ya no pueden probar nada, las imágenes no pueden apresar nada. La estrategia de Isabelle reposa en esa equivocidad fáctica, en construir una doble cadena de indicios que lleve las pesquisas de los evaluadores a un punto en que la responsabilidad recaiga en Dirk como chivo expiatorio. Isabelle se exculpa inculpándose, difiere la información, articula el suspense de los objetos, construye la escena. Los policías son patanes, hombres de la antigua mentalidad positivista; jamás podrían atraparla por sí mismos. Son impotentes, viejos inválidos, excluidos de toda posibilidad de contacto con Isabelle. Sus indagaciones son de todo punto insuficientes, y Passion hace repetida mofa de ello. Razón de más para que su figura no pueda cerrarse. No sería divertido. La de Passion es la máscara de un sileno jovial, risa, rictus, la burla reverente del drama satírico. Tras haberse marchado juntos de la fiesta, mientras habla con Dirk sobre Christine y sus manipulaciones, Isabelle abre un cajón del cuarto de baño. En él vemos los atributos del sátiro; la máscara y un arnés con un falo artificial. Sobre la repisa, frente al espejo, una figurilla que recuerda un fascinum. Isabelle habla, con el arnés en las manos, de lo generosa que a veces puede ser Christine. Le regaló una bufanda muy bonita. «She gave you my scarf», replica Dirk, seco y agrio. Es una escena llena de recurrencias de los objetos mágicos que hilvanan la película. La bufanda es el elemento recurrente en la narrativa, la trampa inculpatoria, fingida, desdoblada, que circula trazando la maquinación. De Dirk a Christine, de Christine a Isabelle, de Isabelle de nuevo a Christine, de Christine, causando su destrucción, a Dirk finalmente, pasando también por manos de los policías, de la criada, de Dani. La máscara es algo más. «It‘s her, isn‘t it?», pregunta Isabelle al verla. Así como Christine es máscara, capaz de cualquier argucia para engañar y salirse con la suya en sus pueriles estrategias, en su teatro de marionetas, la máscara es Christine. Replica su rostro, pero su potencia está a un nivel mucho más alto que el de Christine misma, y la eleva. Catasterismo de Christine, que alcanza el lugar de un
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deus ex machina, capaz de subvertir todos los signos, de desplegar letales potencias, de hacer circular los dobleces y los maleficios para girarlos en una suerte de arreglo deforme, de metamorfosis moral. Los antiguos valores ya no rigen el espejo roto de este acontecer, el caleidoscopio de sus figuras, cuyo desarrollo parece seguir el capricho de un dios o el designio del azar. La máscara es una potencia de devenir, devenirChristine, que lleva en sí lo incomprensible, el arcano, la esfinge. Autoerotismo de la máscara, cuando Dirk la lleva al darle a Christine un placer interrumpido en su primera aparición. A Christine enseguida se le estropean las cosas si no está todo perfectamente a su gusto. La más cómica es la ocasión en que un amante, con quien habla por teléfono, se retrasa porque su hija se ha puesto enferma. «No, I didn‘t know you had a daughter», le espeta Christine. Luego arroja violentamente el teléfono tras gritarle que no la llame nunca más. El ansia se adueña de ella, se enciende un cigarrillo, llama a un sustituto. Cuando éste llegue gateando, con su rostro cubierto por una máscara de perro, le hará el presente de un lujoso collar, el mismo que vemos lucir cuando recibe la puñalada trapera. Es la aparición culminante de la máscara, en que Christine se da muerte a sí misma. Sólo en dos ocasiones la habíamos vuelto a ver: cuando Isabelle la toma en sus manos y luego, en el cajón de su mesa de despacho, descubierta por Dani, que la toma también, la mira. Así, los cuatro se reparten la máscara como cuerpo sacrificial. Christine acude dócil al cuchillo, como debían hacerlo las víctimas de los antiguos sacrificios helénicos. Lo contrario podía suponer un mal augurio venido de los dioses, a quienes se dedicaba la grasa quemada, que les alimentaba con sus aromas. Christine vive también entre perfumes, flota entre ellos. La muerte danza. La potencia fatal, el hado, danza. Dirk: «Sounds like fun? Her fun». La jerarquía, netamente trazada, se desdibuja en el tiempo de guerra, del todos contra todos. Las estructuras de poder se metamorfosean en enfrentamientos sanguinarios. Amo y esclavo intercambian sus papeles hasta que sólo queda una lucha incesante por el dominio. Christine sobre Isabelle, Isabelle sobre Dani: ama, esclava, esclava de la esclava, en un principio. «Your devoted assistant here», dice la voz de Dani cuando Isabelle, tras tener en la cama, medio dormida, la brillante idea que sacará adelante la campaña publicitaria en que están trabajando, la llama en medio de la noche para reclamar sus servicios. La distinción trabajo/vida es absurda, y todos sabemos de qué lado caería si cupiera aún plantearla. La vida
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es trabajo, lucha a tiempo completo, disponibilidad total y permanente. Los personajes nunca salen del entorno laboral, que empapa todo el campo de experiencia disponible. Las «escapadas» de Christine no son tales, sólo modulaciones de lo mismo, con la misma gente y objetivos, imbricadas en un proceso único. No hay relación que no sea explotación. Pasión como afección, como vulnerabilidad, debilidad que conlleva la muerte, el ser destruido. El «Go back to work» rugido una y otra vez, especialmente por Dirk en la escena del ascensor, como la prohibición de un desvío, de un bajar la guardia letal. Empusa, Lamia y Mormo, Isabelle, Christine y Dani se vampirizan sin cesar unas a otras, se metamorfosean unas en otras. Late en ellas la pulsión de controlar, de ocupar el centro imposible de la figura. Por lo demás todo rasgo ha sido suprimido de un pasado o un futuro externos al juego, de una interioridad biográfica que no sea la que incumbe a la intriga. «We‘ve been working together for eight months and I don‘t know where you‘re from, or what you want», inquiere Christine a Isabelle, extendiendo sus garras mentales en el asiento trasero del coche conducido por un chófer, esclavo sin rostro. «What do you want?», le devuelve la pregunta Isabelle, la mujer máscara de espejo. «Well, I used to want to be admired... But now I want to be loved». El objetivo aparente de Christine es vampirizar de tal modo el alma de Isabelle que ésta llegue a amarla, y el mismo será el de Dani. Christine insistirá: «Why can‘t you just say it?”» como el sádico que busca el grito de su víctima. Pero Isabelle se nos muestra como inmune a sus estratagemas, inaprensible por el cepo del poder. Sólo con Dirk, el hombre de paja, hubo un momento de flaqueza. Acaso estriba ahí todo, el detonante de la ira, la venganza y la muerte: la gorgona herida arrasa con aquello que la hizo sentirse asequible. Acaso se trata de una aberración inducida por el influjo de la máscara. La némesis de la Christine astral teje la arcana red de los destinos. Su doble-máscara, empleando por sustitución, por delegación, a Isabelle como instrumento, trasunto de sí, da la muerte a su doble carnal, a la gemela afirmada y negada. En la escena del sepelio, emplazada en el frenesí enajenado, extático, del tramo final, las palabras incrédulas de Isabelle y Dani nos dicen que la gemela vive mientras que Christine es inhumada, pero los zapatos nos gritan con su color de rana venenosa (Phyllobates terribilis) que es Christine quien vive, la Christine de ultratumba que estrangula a Isabelle con la bufanda ensangrentada. Isabelle, emisaria de las potencias daimónicas, realiza el trabajo de la máscara, la mano del dios sobre la suya
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al propinar el tajo en un doble gesto, solapamiento de los designios humanos y divinos. Alecto, Tegera y Tisífone, se pagan retribución unas a otras, dándose a cada una su parte de los despojos bajo el manto de Hades. La puesta en escena es la película, la superficie de las aguas infernales, la alucinación consumada. A partir de cierto momento el encuadre se curva, la iluminación se oscurece, aparecen estrías de sombras y movimientos insólitos de cámara, dimensiones divergentes, yuxtaposiciones indecidibles, montajes que se resisten a su emplazamiento temporal, visiones en primera persona de una conciencia desubicada. Si los miedos y peligros de la noche suceden a la rectitud rutinaria del día no es porque se haya producido una ruptura, sino porque la locura se había expresado hasta entonces con los términos de la cordura. La pantalla no es en Passion sino el θέατρον psíquico, la interfaz (interficie, debería decirse) donde se proyectan las figuras surgidas del trasfondo rugiente y esquivo, velado, pero sólo en el velo perceptible, y que, como en un oráculo, se esfuma con el éxtasis, con el espasmo de la enfermedad sagrada. Es la máscara, que no oculta un rostro, sino que es la ocultación, y la única vía de mostración de lo oculto, en sí misma. La película es una mente, es la visión, la tensión de la pura superficie, y las direcciones se definen en ella, el juego se juega sólo en ella, y el vidente y lo visto no son entidades independientes que le sean exteriores, sino que se distinguen en ella, como artefactos derivados del análisis, como una manera de decirse, y desaparecen sin ella. Sus figuraciones no son extensionales, sino intensionales. El delirio no puede mentir, porque no rinde cuentas al dominio de la verdad. Es propiamente un sinsentido preguntarse por cuál de los planos tiene la primacía cuando, tras su catábasis al entrar en prisión, Isabelle despierta súbitamente en su apartamento, en una imagen que enlaza en continuidad con el momento en que se quedó dormida en primer lugar, mientras que ésto no se daba en su despertar anterior, que sigue al asesinato de Christine, y al volver a quedarse dormida, derrumbada en la cama, volvemos a verla en su celda, como si se hubiera dado un lapsus, un sueño engañador. Isabelle despierta hasta tres veces a lo largo del filme, sin salir en ningún momento de éso a lo que no queremos, no podemos, llamar sueño. También podría preguntarse, como se preguntan los investigadores, si es concebible que Isabelle llegara del ballet a casa de Christine para asesinarla, o si lo son las posiciones relativas de Isabelle y Dani en
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la escena de la reconstrucción, comparándola con la vista en profundidad de campo de momentos circundantes a los mismos cuando vemos a Christine alejarse con Dirk hacia el coche en la escena de la pantalla partida, o dónde están los ojos de Isabelle, y qué están viendo, en esa misma escena, o si no es preponderante el cortejo de la ninfa por el fauno en la danza y la coerción que infligen sus miradas, y su envoltura musical, en la significación de ese montaje, o por el acertijo que supone el inserto de un plano de Christine quitándose las pestañas postizas en la ducha entre dos imágenes que la mostraban sin ellas, o por las variaciones de los tonos de su maquillaje, o por cómo en el entierro el inspector afirma no haber podido disculparse con Isabelle cuando hemos oído de boca de ella el relato de las disculpas en la escena anterior, o por la aparición de la gemela de Christine en el mismo entierro, o por cómo ambos motivos se entrelazan en la posterior y casi última escena en que la némesis de Christine ataca a Isabelle mientras el inspector viene a disculparse con su ramo de rosas, o por quién llama al teléfono donde Dani ha guardado los vídeos inculpatorios, o por si hay un simbolismo en que Christine porte un colgante con forma de cruz de Santiago, de una cruz-puñal, sobre un fondo rojo, o por el cuidado que pone de Palma en hacer patente la sustitución de los psicofármacos por edulcorantes o en cuadrar las horas y situaciones de los despertares de Isabelle. O, por encima de todo, si la hermana existe, si la hermana de Christine vive. Así como es un sinsentido preguntarse por el interior o el exterior del filme, contentándose con la excusa de considerarlo como un compuesto de tropos, como un artificio retórico o un producto diseñado, con la diversión que conlleva por ejemplo admirarse de cómo de Palma ha sabido insertar el product placement en la médula de una trama sobre el mundo de la publicidad, en que el artífice ha dispuesto las piezas como un demiurgo, y aún más si queremos pensar en eso como en un juguete erótico concebido para el goce del espectador, y que es vano plantear todas esas y aún muchas otras preguntas. Porque el juego de Passion es mucho más terrible. Su goce, si lo hay, es el de la extrema fractura estética. Es la pasión y agonía de la conciencia, de la mente tensionada que intenta con violenta desesperación arrancarse de sí misma hacia el más allá de sí, y enfrenta al sinsentido en sí, en su estructura misma, como alma de su alma, al perseguir el rostro tras la máscara, cuando al retirarla, al desgarrar el velo, todo se destruye, y el todo de lo real queda aniquilado. Passion despliega, mediante un dispositivo de suma
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precisión, esta tesitura como la propia del estadio actual del desarrollo ultracapitalista, como la de una mente escindida, incapaz de computar la sobresaturación de impulsos entrantes tecnológicamente mediados que fragmentan sin cesar una realidad polifacética en expansión geométrica, en busca de una redefinición radical de sus premisas. La película ha de subvertir los criterios de la interpretación para dar cabida a lo ignoto, para poder alcanzar la posición conceptual donde su modo enunciativo sea concebible, situándose en la brecha misma. Passion es asimismo un filme-doble, gemelo, el Pólux de un Cástor, remake de Crime d‘amour (Alain Corneau, 2010), que fue producido también por Saïd Ben Saïd. Confrontar ambos filmes es un ejercicio sumamente productivo, sobre todo si vemos Crime d‘amour después de ver Passion. La película de Corneau es la mejor exégesis de la de de Palma, y ambas se iluminan grandemente la una a la otra. Las decisiones que cada director ha tomado quedan palmariamente a la vista. Se hacen patentes las supresiones, las adiciones, los elementos de inversión especular que ha introducido de Palma (incluso entre los carteles de ambas películas), la modificación de las soluciones de
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puesta en escena, las variaciones en la prosodia, en la fotografía y el uso del color, en vestuario y maquillaje (préstese atención a las uñas de Ludivine Sagnier, la Isabelle de Crime d‘amour), en la construcción de personajes, en la actitud moral, y sobre todo en la diversa concepción de lo real; y a la vez coincidencias pasmosas, como las inmensas porciones de diálogo que se han mantenido verbatim o que ambas tengan la misma duración. Sólo en un plano se superponen ambas, en un plano-enlace que las une la una a la otra y que permite deslizarse sin fin en una cinta de Möbius de la una a la otra: en el instante en que Isabelle se quiebra, tras estrellar su coche repetidamente contra las paredes del garaje (en Passionéesto provoca que se dispare el sistema antiincendios, que riega la escena con una lluvia que la impregna de un aire de melodrama), y se echa a llorar, el plano se abre y vemos que el suceso ha sido grabado por una cámara de seguridad. Como nosotros, Christine y todos los demás verán la escena en la reunión laboral en la que ésta organiza un pequeño pase de vídeos con la intención de sacar de quicio a Isabelle. Es el mismo movimiento que con el vídeo del encuentro de Dirk e Isabelle. “Because we‘re just having a nice evening at home, watching a movie.”.
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‘Un conte de Michel de Montaigne’, ‘À propos de Venise’ y ‘Kommunisten’, de Jean-Marie Straub y ‘Dialogue d’ombres’ de Danièle Huillet y Jean-Marie Straub
ESOS ENCUENTROS CON ELLA por Matheus Kerniski
Hay una frase muy bonita de Griffith: «Lo que le falta al cine moderno es la belleza, la belleza del viento en los árboles». El viento es importante, (…) el viento no es nada sino el espíritu. Jean-Marie Straub
I. Jean-Marie Straub se convirtió completamente en un cineasta B, en el sentido de una reducción casi completa de la operación, una impermeabilidad respecto a lo contemporáneo, que le ha hecho singular desde hace décadas. ¿Dónde se encuentra entonces Straub? Ni siquiera dentro de tal estructura: su limitación de recursos le coloca mucho más del lado del artesano casero, lanzándose diariamente hacia una captura de las líneas que componen su visión. II. No es casual que sus últimas películas se hayan filmado cerca del lugar donde vive hoy, recordando su idea de que «para que alguien filme en mi propia casa, debe conocerla muy bien»: el conocimiento de los hechos como propulsor, la representación por la experiencia, esta necesidad de comprender por qué se filma todo eso (la escritura siempre por encima del estilo). En suma, el materialismo que siempre deseó, algo de la estirpe de Ford que llega a los alrededores de donde sería filmada la memorable conversación entre James Stewart y Richard Widmark en Two Rode Together (John Ford, 1961), caminando por las aguas sin que esto les importe, hasta alcanzar la posición en la que la cámara permanecería. De esta actitud vienen los primeros momentos de À propos de Venise (2013), en la forma en que Straub filma las diferentes graduaciones de luz que reposan sobre el borde de ese lago, conduciendo la imagen a un estado minucioso de matices apenas por medio de la contemplación asumida de la cantidad de horas transcurridas en ese lugar.
III. Pero esa filiación del lado B proviene de una relación directa con uno de los grandes cineastas de esa línea: Allan Dwan. Se trata de un intento de encarnar el encuadre absoluto clásico, aquel en el que la cámara se encuentra en una posición ideal que ignora cualquier arbitrariedad. Esta búsqueda existe como mínimo desde Nicht versöhnt oder Es hilft nur Gewalt wo Gewalt herrscht (1965) y Chronik der Anna Magdalena Bach (1968), (en aquel travelling out de su comienzo, revelando el resto de los músicos) y llega hasta Siclia ! (1999) como una máxima básica de la creación. Como lo indican los intertítulos que aparecen en Sicilia ! si gira (2001), de Jean-Charles Fitoussi: «existe un punto del espacio a partir del cual todos los planos de una misma secuencia pueden ser filmados, según una serie de variaciones focales. Esta serie de encuadres restituyen de nuevo el espacio bajo una única perspectiva». O a través del propio Straub en una hermosa descripción de la concepción de Der Tod des Empedokles, Trauerspiel in zwei Akten von Friedrich Hölderlin 1798 - oder: wenn dann der Erde Grün von neuem euch erglänzt (1987): «Tenemos trece planos desde el mismo punto de vista. Y aquí la cosa se pone interesante porque, aunque un plano como el de los cinco sólo se repite dos veces, ya se crea una serie. […] Sabíamos que acabaríamos en esas distancias porque, nosotros, mientras tanto, durante los ensayos, buscábamos esos lugares, así que ya habíamos descubierto ese lugar y ya íbamos los dos solos a hacer las mediciones; y nos decíamos:
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sí él está aquí, ¿dónde puede estar el otro? […] La inmovilidad –o no– que se puede reprochar –o no– a la película no ha sido fijada en función de la cámara, ni siquiera del espacio». Los trece planos llegaron a ser tres. La variación es abolida por la perspectiva, cerrada y precisa. El punto de vista se vuelve cada vez más y más fundamentalmente único. Al mismo tiempo que Straub se vuelve cada vez más solitario. IV. Resulta apasionante lo que esos fragmentos nos revelan sobre el découpage straubiano (aún más teniendo en cuenta los cortometrajes recientes). Los dibujos de los puntos de vista, las líneas paralelas, su intercambio escénico, son obras matemáticas. Recuerda a Fritz Lang (el mismo rigor de aquellos dibujos trazados para The Big Heat [1953]). Ambos cineastas trabajan con lo irrefutable de la mirada, donde es lo mismo lo que se lanza al mundo que lo se que registra. Su tragedia, su peso, parecen llevar consigo la idea de la exclusión de cualquier artificio que rodee a los personajes. Se podría afirmar que basta apenas con un espacio vacío, la cámara y los actores. Un gran parcela de la serie B superó la inverosimilitud posibilitada por la falta de medios en la escenificación (Tourneur, Dwan, Ulmer). Straub hereda esa economía. Pero deshacerse de ello en el fondo sería lo mismo que renunciar a su preocupación por el encuadre: la composición sigue la lógica de una mezcla, donde lo que está en primer y segundo término se confunden recíprocamente. Sería como decir que la vida es anulada por la creación, cuando la relación de ambas funciona por adición. Nunca por sustracción. Una película como Un conte de Michel de Montaigne (2013) es capaz de esconder dos sesiones en una, de ser visto de dos formas. Una de ellas, a través de la escucha («ver menos para escuchar más») del texto, de la música (una idea prefigurada ya en su comienzo), de los sonidos de la ciudad. Y otra donde se podría uno deshacer de la escucha, volverla muda, para que todo el relato fuese contado a través de los pequeños gestos, de las miradas humildes, del constante corte axial sobre el exiguo fondo vivo («mostrar menos para ver más»). La justicia de la elección focal no queda resumida por la superficie. Responde a todo el contenido. V. Y si fue citado Straub como ése posible heredero de Dwan en el cine contemporáneo, se debe en gran medida a este manejo del encuadre. Es necesario filmar a los personajes hasta los límites máximos de sus posibilidades escénicas. La búsqueda de la complejidad en lo simple. En Straub, los encuadres son precisos, pero no pesan (salvo cuando se determina que deben hacerlo). En Dwan, la ferocidad
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del travelling encuentra al final de su movimiento una levedad inesperada, casi una retoma de conciencia de su función en el momento. Ambos trabajan el trance espontáneo en el reposo estoico, traspasando sus escenas en diferentes focos de movimiento, aunque aquello que es esencial para la narración siempre es materia del primer plano. Esa forma de enfrentarse al recorte del mundo es muy similar a las películas más recientes de Straub: la afirmación de que es necesaria la elección de ese encuadre definitivo para que la acción más básica suceda (en ambos, el relato, el diálogo y el canto), es decir, de un encuadre necesario (respecto al fondo, la persona, el texto) que esconda en su interior una profusión de movimientos que operan anárquicamente, visibles o diáfanos. De esa forma, Dialogue d’ombres (2014) es probablemente una de las películas más veloces de los últimos años. Justamente por ese preciso rigor: observamos una profusión de focos de movimiento dentro de los planos (las hojas de los árboles meciéndose, los rasgos casi invisibles de los insectos en el plano) sin perder lo esencial, puesto en evidencia: el choque universal entre un hombre y una mujer. VI. Dialogue d’ombres nace en la trayectoria de Straub-Huillet antes de su propio cine. Se conocen en 1954, el mismo año de la publicación del texto de Bernanos, siendo un proyecto que se confunde con la vida de ambos: una especie de marco inicial de larga gestación de sus películas, que sólo se comprenderá después de la muerte de Danièle, filmando en «último» lugar aquello que iban a filmar lo primero. Un bello gesto, coincidente con una reconexión, con ese espíritu amateur, ese eterno retorno al comienzo, que Straub siempre practicó. Una alianza entre ambos que contorna ese abismo del tiempo. VII. No es apenas de la sombra de ese pasado, del texto de los amantes desencontrados, de lo que trata ese diálogo de sombras del título: pero también el espectro de Danièle que aún se encuentra en los resquicios dentro de su cine (el contacto más explícito desde Le Genou d’Artémide [2008] y L’Inconsolable [2011]). Straub se llena de amargura, se desilusiona cada vez más. Sorprende que Dialogue d’ombres sea esa carta de esperanza escrita por un pesimista, vislumbrando en el centro un gesto de redención, en el sentido de retomar algo que se siente perdido por completo, que no sería capaz de retener ya, pero creyendo aún posible una forma de contacto. Es una conversación cruel de aquel que escépticamente persigue un alma nunca domable, como el propio paisaje de la naturaleza al fondo. Como fue Danièle Huillet.
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VIII. Cuando fue preguntado por Serge Daney sobre el origen de Moses und Aron (1975), en determinado momento Straub describió cómo ocurrió el primer encuentro con Danièle: «tras aquella tarde telefoneé a Danièle, en París. Era la primera vez que la llamaba. No teníamos dinero. Por aquel entonces vivía entre Berlín-Oeste y Alemania del Este, porque había bastantes cosas en el Berliner Ensemble y buscábamos documentos para el Bach (la mayoría están en la R.D.A.). Danièle cogió el tren de noche y vino a ver aquello enseguida [se refiere a la representación escénica de la obra de Schönberg por parte de Hermann Scherchen). Yo la vi por segunda vez. Por lo tanto, el proyecto se remonta a 1959. De hecho, hubiera sido la segunda película que habríamos hecho, ¡siendo el primer proyecto el Bach, de 1954!». IX. Existe en Dialogue d’ombres una doble tensión que se confunde; la de la vida en sí y la del propio cine en su avance. Hay que volver a ese texto de Bernanos, con toda la historia que lo precede y la necesidad del encuentro directo con la mujer que ama en otro territorio. Al comienzo, estamos frente a un coloquio amoroso que se parece bastante al del propio Straub conversando con Huillet, un diálogo entre los vivos y los muertos, donde el corte seco entre los planos equivale a una división de esos dos mundos. La película se convierte entonces en un relato psíquico: la voz levemente superior del personaje masculino invade en off los planos del personaje femenino, abrazándola en un terreno en el que no la puede tocar, al que no podrá llegar mientras esté vivo, en una de las dislocaciones más lánguidas vistas en el cine de Straub. X. Después de ese conmutado casi inmaterial, la obra gira gradualmente hacia otra tensión. De orden cinematográfico, en la consciencia de que allí son actores dentro de su teatro, declamando su texto; es decir, hacia el terreno de la creación, donde tiene lugar la verdadera comunión de Straub/Huillet. Si el diálogo particular de la pareja encarnada por los dos personajes es acompañado por un pesar en la circulación, ahora, cuando ambos no son más que personajes delante de la cámara, estando entonces aquella pareja detrás de ella (como siempre fue, como siempre debería ser), es cuando por fin se produce el diálogo real entre esas dos sombras proyectadas en una. Es como si Danièle crease una escena al lado de Straub: Dialogue d’ombres es ese extraño ritual de invocación, que nace de la materia del hombre en busca del espíritu, enunciador del alma.
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XI. Eugène Green asegura que cuando se ve algo por completo, apenas se está viendo la materia. Dice que si vemos una parte, es el espíritu lo que vemos. De esta forma, fue también capaz de filmar una conversación entre un vivo y un muerto en Le Pont des arts (Eugène Green, 2004), sirviéndose del mismo corte que Straub, separándolos en esa esfera apenas en contacto por medio de lo verbal. Mediante la frontalidad, Green fue capaz de retratar la comunión de esos espíritus, su única posibilidad de toque mutuo, al filmar las sombras de ambos encontrándose, describiendo literalmente la experiencia buscada por Straub en esa conversación de sombras con Danièle. Green propone esa travesía por Aqueronte a través de la luz (la oscura secuencia de la pesadilla de la travesía llega abruptamente), ya sea artificial, como la de la farola que se apaga, o natural, del día que nace, haciendo (como en la escena de la capilla, al final de La Sapienza [Eugène Green, 2014]) que la música se forma a través de la imagen y de la poesía por la simetría de la palabra del plano/ contraplano. «Un espectro llega al puente, toca el tambor celeste y baila en la noche otoñal». XII. Straub también trabaja su frontalidad, en esa misma repetición, de manera menos explícita que la de Green. Se retoma la conversación sobre el mundo y el submundo, el Hades que persiste en su memoria en L’Inconsolable, a la cual Dialogue d’ombres se parece tanto como un ajuste de cuentas, iluminándose no como un consuelo, sino como la afirmación de una mirada que niega aquella a la que se abandona Eurídice en el Hades. En L’Inconsolable se cree que ambos están mirándose, que existe una comunión de la mirada. En Dialogue d’ombres se cree que ambos están separados, no reconciliados, dentro de un mismo espacio. En cada una, Straub examina la tensión que el corte proporciona, su verdadero poder cuando es utilizado en el momento preciso, en la misma operación acerca de las variaciones focales de su encuadre inicial. En L’Inconsolable el corte es el fin, un abismo. En Dialogue d’ombres el corte es el comienzo, un milagro. Dialogue d’ombres nos revela que éste es un verdadero encuentro, una verdadera conversación. La forma de «cruzar las sombras» de ambos, de llegar a aquel plano donde al fin estará permitido colocar a los dos personajes uno al lado del otro, introduciendo a Danièle y a sí mismo en el interior de su cine, se realiza mediante el viento que crece al final, dialogando con nosotros por medio de su elemento más cotidiano, con la cualidad de una mirada que asimila el mundo por primera vez. Como se ha señalado anteriormente, Straub parece afirmar que de la misma forma que nuestros acontecimientos
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son indiferentes para la naturaleza, nosotros todavía no lo somos respecto a ella: el «control» que ejerce sobre esos elementos naturales reside justamente en la apertura, en el retroceso, en el misterio de la pregunta: «¿Qué son esas hojas? ¿Qué es ese viento?». Se debe asumir, nuevamente, que no es posible ser mayor de lo que son ellos, y que de ese modo se transmuta la experiencia particular por el entorno al completo. No se trata de una fusión, sino de una suma. Por aquello que no podemos ver, por aquello que nace de la ontología del plano: aquí el viento es Danièle Huillet. XIII. No se es capaz de concentrar todo el amor de una vida, de una época, de un mundo, dentro de una película, pero sí por breves instantes una obra es capaz de lograr ese renacimiento, de restituir su presencia nuevamente a la película, para asumir por medio de un milagro todo lo que fue consolidado y amado. Después de esa experiencia, llega el recuerdo de lo que Ferreira Gullar escribió tras la muerte de Clarice Lispector, en un día en el que el luto se confrontaba con la belleza del viento y el pleno sol: «Mientras te enterraban en el cementerio judío de Caju (y el resplandor de tu mirada soterrada resistía todavía) el taxi recorrió conmigo el borde de Lagoa en dirección a Botafogo las piedras y las nubes y los árboles el viento mostraban alegremente que no dependen de nosotros».
XIV. Straub es uno de los cineastas de la incorporación, de aquello que perfeccionan su manera de trabajar con cada nueva película. Y por eso nunca se busca la perfección (Straub es demasiado escéptico para eso), sino una precisión. Lo que Straub suele tener en mente es un embrión, algo que sólo hace germinar aquello que está enraizado profundamente a lo largo del camino, una trayectoria que nos hace pensar en John Ford y a la apoteosis a la que llegó entre 1956 y 1966. Pero se pueden seguir las palabras que Jean-Claude Guiguet escribió sobre Ford: «treinta años antes de las obras maestras de su periodo final […] Ford ya tenía la misma mirada sobre los seres, la misma suma de amor por todo lo que vive, sufre y muere, la misma fuerza en la contemplación, en una tranquila serenidad del mundo. John Ford era ya el gran Ford en 1939, como ya lo era incluso en 1924 con The Iron Horse (1924)». Se puede decir lo mismo con igual intensidad: el Straub de 1963, de MachorkaMuff, ya era el Straub de hoy. Se lanzó a por una idea y nunca la abandonó, la elevó a diferentes niveles y hoy sigue depurándola; sea mayor o menor, esté abierta o cerrada, sigue siendo fiel a ella. Y esta es una fidelidad, siempre abierta a la acción, que se enraíza en la tesitura, libre de falsos adornos, de los ornamentos transitorios que caracterizan lo que de peor hay en el estilo. XV. También se puede convocar a Straub a propósito de esa mirada fordiana descrita por Jean-Claude Guiguet, que consiste en la idea básica, teniendo aún en cuenta que esa contemplación del mundo, esa mirada hacia la vida y la muerte, no se limita apenas al presente. Se filma el presente para encontrar el pasado de las cosas, y viceversa. Todo el lado documental que
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existe en su obra procura la búsqueda de un mito, o justamente se trata de entender cómo éste se forma. Jean Douchet arroja algo de luz sobre estas cuestiones cuando habla sobre Two Weeks in Another Town (Vincente Minnelli, 1962): «¿A dónde llegamos con eso? A esta constatación: un gran filme, aunque sea éste del dominio de la más pura ficción, no puede prescindir de este aspecto documental inherente al arte cinematográfico. Digo inherente, pues la solidez documental (verificada de forma diversa por las ciencias) de obras como La Odisea, La Biblia, los romances de la Mesa Redonda, o incluso Las mil y una noches y Don Quijote –y es intencional el hecho de citar sólo obras con héroes o acciones míticas– es la garantía más segura de su repercusión universal, es decir, de su verdad, si es que la universalidad puede ser considerada como el mejor criterio del valor estético». Y para Straub, la respuesta respecto a esa última indagación es afirmativa: en À propos de Venise una prueba de una tesis así sobre la incorporación y la contención mítica, al consolidar ese encuadre que hace volver al relato de la Historia a su origen, al curso natural del mundo, demuestra, con la ayuda del texto irónico de Maurice Barrès, que el mundo no depende de ese relato para seguir su flujo. XVI. Son pruebas de eso los mismos vientos que mecen las hojas en Dialogue d’ombres y Un conte de Michel de Montaigne, que sólo encuentran un paralelismo con la belleza en el sonido del agua al batirse contra las rocas en À propos de Venise. Si existen algunas formas de raccord posibles (esa «invención más estúpida del cine», como lo llamó Straub), una de ellas, menos narrativa que histórica o material, es la que se realiza en Kommunisten, donde lo que materialmente une los fragmentos de Operai, contadini (2001), Fortini/Cani (1976), Der Tod des Empedokles, Trauerspiel in zwei Akten von Friedrich Hölderlin 1798 - oder: wenn dann der Erde Grün von neuem euch erglänzt y Schwarze Sünde (1990) es la presencia de ese viento (el mismo que interfiere en la película como la eterna lucha que entrelaza esas historias), que antes unía a la pareja de Dialogue d’ombres y que ahora abre una continuidad respecto a las cosas del mundo, los ideales aún no consumados, una belleza anhelada que no aprisiona a la materia, sino que la libera. XVII. «Ahora, como dice Plinio, cada cual es para sí mismo un excelente objeto de estudio, desde que tenga la suficientes cualidades como para observarse. Lo que expongo aquí no es la doctrina, sino la experiencia: no es la lección impartida por otro, sino por mí para mí mismo». Y a partir de esa frase de Un
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conte de Michel de Montaigne llegamos prácticamente al sentimiento del que se impregnan las películas recientes de Straub y más claramente una escena como la que cierra Kommunisten (2014). En ella estamos delante de Danièle de nuevo, en un plano final. Un plano que un día fue editado por ella misma en la sala de montaje. Un plano hecho en comunión, transmutado hacia otros significados ahora. Un plano apenas montado esta vez por las manos de Straub. Son tantas las cosas que suceden ante ese simple gesto: se trata de una exportación, lo que antes se hacía «manualmente» en la moviola, ahora es (re)operado a través de un ordenador; las diferencias de gestualidad de Danièle en comparación con Toute révolution est un coup de dés (1977), donde vemos una seguridad en sus manos cruzadas, haciendo brotar breves movimientos que conocen su comienzo y su retorno. En Schwarze Sünde existe un tono alarmante, una fragilidad en las manos en relación al resto ante ese desvío de la mirada hacia lo desconocido. XVIII. El mismo diálogo de muertos que es explícito en Dialogue d’ombres tiene lugar subterráneamente en ese regreso de Schwarze Sünde: son dos miradas las que definen en qué estado se encuentra el cine de Jean-Marie Straub. Danièle mira hacia el frente, Danièle mira hacia atrás. Y con esas dos miradas comprendemos que Straub seguirá solo haciendo nuevas películas, perspectiva futura presente en el fuera de campo, en la mirada de Danièle ante algo a lo que no accedemos, a partir de esa mirada del pasado, de esa mirada para abajo, de una imagen frecuente en sus películas de la última década. Barbara Ulrich, portavoz de Straub hoy, dice: «esta película [Kommunisten] es una oración, una invocación de otra vida posible». Volvamos entonces a su antigua porta-voz, Danièle, al exclamar al final de la película, en el fragmento de Schwarze Sünde: «Nuevo mundo». ¿Qué significa ese «nuevo mundo»? Conseguimos entender a través de esas dos palabras cómo funciona la reprise realizada por Straub en el filme: esos planos de otra época están imbuidos, al mismo tiempo, de su sentido original y de un nuevo sentido. En Schwarze Sünde, una afirmación. En Kommunisten, una interrogación. XIX. Se concluye entonces que basta observar, a partir de Dialogue d’ombres y de Kommunisten, la cualidad de dos reflejos, de lo micro y lo macro que terminan formando un dueto (se necesita a uno para que se consuma el otro), de que para hablar del mundo hay que hablar primero del hogar de uno mismo. En la primera, ese contacto primado con el ser humano y con su memoria, con la pasión que alimenta aquello
que se amó un día, con su capacidad para «resucitar» una imagen, con un aprecio de las herramientas (obsérvese que sus medios son los básicos, pero sus técnicos son los mejores: Renato Berta, William Lubtchansky, Caroline Champetier, Louis Hochet). Nada más que únicamente el metraje del cortometraje para que esa eterna historia suceda, breve y justa, un encuentro que ante la longevidad del hombre, del mundo, es un grano que se propaga en el vacío, la vaga permanencia bajo la materia. Por lo tanto, Dialogue d’ombres es un filme inmenso sobre lo particular, que encuentra en el fragmento el todo. Kommunisten es justamente lo contrario: una pequeña película sobre lo universal, de grandes ambiciones, que tendrá lugar a través de la reprise, de su elaboración artesanal. En ella, encontramos las fracturas de lo general, un diagnóstico sobre lo contemporáneo. Straub expone una incertidumbre. Una dialéctica entre el reencuentro con los preceptos de entonces en combate con los actuales, con lo que está por crear en el presente. Se trata de una prospección acerca de diferentes rumbos: del comunismo, de sus utopías, de Europa. Straub expone una preocupación. XX. Como las obras recientes de algunos cineastas veteranos (Brisseau, Godard, Bressane), aquí la sensación terminal como un libelo de creencia, sobre cómo la escenificación, la dialéctica, es todavía el arma fundamental para llegar a la verdad. Una resistencia por el reencuentro consigo mismo, a través de su propia herencia. Así, Straub es el único heredero de sí mismo. Ese diálogo con los fragmentos de un pasado concreto, que se claman dialécticamente, la delimitación, la creación de una nueva política, ese gran fuera de campo siempre presente en su cine, es la historia de las luchas y de los rostros jamás vistos (la dignidad de los planos próximos en sus películas), las formas que no provienen del exterior, no adecuadas a la historia, e incluso las imágenes que estamos acostumbrados a ver, olvidadas y pormenorizadas. Kommunisten es la historia del «nunca»: de cómo nunca vimos esas imágenes antes de su repetición, de cómo nunca habíamos visto el viento en aquellos árboles, de cómo nunca escuchamos detenidamente la polifonía de aquella ciudad, elementos capaces de atraer en su complejidad, en su confusión (Straub nos habla: por más que se intente, es imposible asimilarlo todo) la cifra de una fragancia que lleva consigo los indicios del origen. Aprendemos, donde todo comienza, lo que nunca vimos. Es por eso que aspiran nuevas vidas a ser vividas. Traducido del portugués por Francisco Algarín Navarro.
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‘Se eu fosse Ladrão… roubava’, de Paulo Rocha
YO VI LA LUZ por Jorge Silva Melo
«Yo vi la luz en un país perdido» es un verso célebre de uno de los poetas portugueses más delicados, Camilo Pessanha (1867-1927). Y verbalizando este verso enfermizo que, en esta última película, Paulo Rocha atraviesa melancólicamente, llega a la pantalla un plano –filmado en Macao– de su película A Ilha dos Amores (1982), plano aquí recuperado como tantos de otros de sus filmes. Yo vi la luz en un país perdido. Pensado, escrito, producido, filmado y montado cuando la enfermedad ya avanzaba, cruel, Se Eu Fosse Ladrão… Roubava (2013) (que antes se llamó Olhos Vermelhos) tiene como epicentro la partida, la despedida, la salida de la tierra natal, el ansia por volver a comenzar la vida en otras zonas, la determinación. Y se llama Vitalino (¡Vitalino!) aquel chico sombrío que en la época de la Primera Guerra Mundial, años de la peste, años de la muerte, años de la miseria, vemos despedirse de sus hermanas, de la tierra; romper, terminar, marcharse a un mundo que soñaba nuevo, Brasil. Sí, en el centro de Se Eu Fosse Ladrão… Roubava se encuentra la fábula que reconocemos como familiar: la partida del padre, la voluntad inamovible, la despedida, la casa y su suelo de madera, las voces que resuenan, las sombras de las mujeres sentadas, las camas, la tierra, los lechos de muerte, las ventanas, las portadas, los escalones, las eras y los bueyes, la yunta de los bueyes.
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No hay una narrativa lineal, no, nada de eso. En el cine de Paulo Rocha, y muy claramente a partir de su segundo (y maravilloso) filme, Mudar de Vida (1966), la narrativa se quiebra, se desdobla, se rompe, crea núcleos que podríamos llamar ganglios, en los lindes que no conseguimos deslindar, los cuerpos compactos. Y aquí, parte y vuelve, fantasmática; se abre, se cierra. Las pocas secuencias que cubren la salida de Vitalino (muertes, despedidas, discusiones) se cruzan con los planos, retoman historias de otros tiempos, abren las puertas a las secuencias de otras de sus películas, casi todas. Pero no se debe decir que esto sea un digest de la obra de Paulo Rocha, un cinéaste de notre temps hecho por él mismo (en esa serie histórica dedicó películas a Imamura y a Oliveira), no, no es un resumen de su trabajo de cincuenta años de cine, no es lo mejor de, no, son historias de partidas, de desenlaces, de reencuentros, de maldiciones, son fragmentos de historias montadas como nunca antes vi, sorprendentemente; son abrazos y abandonos, son bailes. Nunca vi bailar tanto en una película, en un cine. Bailan las parejas, bailan los grupos, se cambian las parejas, irrumpen las bengalas y los fuegos artificiales, se acercan los cuerpos de los amantes, bailan en pareja eternamente, como en aquel plano retomado tantas veces, obsesivo plano en que Isabel Ruth y Rui Gomes bailan, vuelven a empezar a bailar, siempre, en una modesta colectividad de recreación, bailan
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«nuestros verdes años», baila ahora, cincuenta años más mayor, baila Isabel Ruth en la playa, fantasma teatral, crepúsculo, baila ahora y ya sola, llegada de una fantasía kabuki, cementerio. Y entre sombras, recuerdos, secretos, maldiciones que van avanzando en esta película de bailes, vemos cómo envejecen sus actores: maravillosa Isabel Ruth, que llegó al comienzo, admirable Luis Miguel Cintra, en la escena de la muerte, tremendo, llegado del martirio de A Pousada das Chagas (1972). No, Paulo Rocha no hace un retrato piadoso de sí o de los suyos, no hay sombra de perdón: los llama para una conversación de fantasmas, los convoca para un baile, enciende la linterna de papel para llevar a cabo el baile de toda su vida, ve cómo la vejez da cuenta de los cuerpos, mira la fiesta de la vida y parece despedirse. Se llama fuego fatuo a la luz que viene de los campos, ¿no es química? ¿Y no será ésta una película fatua, funeraria, esta luz incandescente que parece rasar la tierra? Tal vez sea ese el lugar central que parece ocupar aquí la pintura de Amadeo de Souza Cardoso (1887-1918), a quien Paulo Rocha dedicó, en 1989, un misterioso filme1, un falso documental, una libre evocación (finalmente obsesiva en su poética), artista convulso, modernista, provinciano, arrogante, solitario y breve inventor de formas, encolador. Parece (pero de esta película sólo conseguimos decir que «parece», no sabremos nunca lo que «es», la película se entrevé, no se abre de par en par, se mantiene en silencio), parece que Paulo Rocha encuentra en la salvajada popular de Amadeo, en su gusto por el collage, en la brutalidad fresca de sus colores, parece que encuentra la tierra donde posar la mano. Contra el «país perdido» de Pessanha, la vitalidad de su padre, la vitalidad vibrante del modernismo (rural, popular) en que se inscribe, parece. Pero nada es cierto, todo vacila en esta película –donde cualquier sentimentalismo está ausente–. Como si viviésemos la vida por última vez, la primera luz, y sin adiós. Yo vi la luz en un país perdido. 1 NdE: Se trata de Máscara de Aço contra Abismo Azul (1989).
Publicado originalmente en el dossier de prensa de Se Eu Fosse Ladrão… Roubava. Nuestro agradecimiento a Jorge Silva Meloy a Vasco Baberdo. Traducido del portugués por Francisco Algarín Navarro.
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‘Se eu fosse Ladrão… roubava’, de Paulo Rocha
LUST FOR LIVE por Vasco Barbedo
1. Al comienzo de Se eu fosse Ladrão… roubava (2013), Paulo Rocha se apropia de algunas fotografías de un álbum de familia; se apropia de ellas debidamente, pues están ahí como planos y no como meras fotografías. Las roba de ese álbum y las recorre en una serie de panorámicas: en ellas vemos casas, capillas, calles, rostros. Pero aún más importante es la banda de sonido, que refuerza la crudeza de la fotografía, creando la distancia necesaria. El sonido en off delimita la proximidad del mar, mediante el ruido de las olas, de las gaviotas, esa proximidad del mar es la proximidad del peligro, porque el mar se lo lleva todo consigo, como veíamos en aquel plano de Mudar de Vida (1966). En estas fotografías tan próximas del mar y de la propia destrucción, destaca un hombre, el patriarca que llegaremos a conocer como Vitalino, el padre de Paulo Rocha. Aún con el ruido del mar, entra en plano un actor anónimo, filmado en blanco y negro; el propio Rocha lo identifica: «Todos los jóvenes de aquella época sólo hablaban de viajar a Brasil. En este caso, las hermanas de mi padre, que no le querían perder, intentaban sobornarlo para que desistiera frente a la vanidad de querer conseguir un dinero fácil, proveniente del otro lado del mar». La narración nos sitúa ante un dilema familiar. Trata de un hombre inquieto con el mar, dispuesto a partir en nombre del dinero fácil; una historia que levanta todos los fantasmas, fantasmas de quien partió y abandonó todo. La emigración es un tema mayor de Paulo Rocha, fenómeno inscrito en su historia personal y en la historia del país. «Estamos todos, más o menos, obligados a emigrar en esta situación, obligados a emigrar por causa de las pequeñas y sucias historias entre nosotros», nos dice Rocha. Encontramos a la verdadera familia que se marchó rumbo a Brasil, a las personas de las pequeñas aldeas del siglo XX. Vitalino va desapareciendo gradualmente en cada plano, en la víspera de un viaje no deseado por los demás, pues se trata de la posible desertificación de una tierra, del despedazamiento de esa tierra y de esa familia, y Vitalino provoca el tumulto, en la partida, con pequeños gestos, deshaciéndose de un reloj que vende a los orfebres como si abdicase de su propia identidad.
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Vitalino no sabe que está deshaciéndose de sus bienes como en otras épocas se habían deshecho de la ropa de su padre, repitiendo así los gestos que le causaban impresión, convirtiéndose en una figura ambigua, en un traidor (como el sucedía con Wenceslao de Moraes, que era mal visto por los amigos que se quedaron en Lisboa), pero por otro lado el viaje a Brasil es una forma de homenajear a su padre, siguiendo sus consejos. 2. Al plano en blanco y negro de Vitalino (interpretado por Chandra Malatitch) le corresponde el famoso plano de Macao extraído de A Ilha dos Amores (1982), con Paulo Rocha como Camilo Pessanha y Luís Miguel Cintra como Wenceslau de Moraes, pero es RochaCamilo Pessanha y su angustia el centro de ese plano en particular (y de nuevo el mar, que está como fondo en esa imagen), quien lo remata con la frase lapidaria: «Yo vi la luz en un país perdido». Paulo Rocha-hijo se identifica con Vitalino-padre, de la misma manera que Vitalino se identifica con Paulo Rocha. En el montaje paralelo que recorre la película, con sobresaltos, raccords (numerosos), rimas, los planos de las películas de Rocha se combinan de manera precisa con la aventura de Vitalino, así como el plano de Mascara de Aço contra Abismo Azul (1989) con la leyenda del año de la peste a comienzos del siglo XX, un plano que prevé la peste y subraya la trágica muerte del padre de Vitalino. Paralelamente, todas las películas de Paulo Rocha encuentran correspondencias entre sí, todas son descendientes las unas de las otras –la retoma de planos de películas anteriores se puede observar también en películas recientes, como O Velho do Restelo (Manoel de Oliveira, 2014) o Kommunisten (Jean-Marie Straub, 2014); en todas ellas no se trata de la repetición del plano, sino de la invención del plano bajo otro contexto–. Son numerosos los raccords entre las diferentes secuencias; uno de los más increíbles es el del globo de São João en As Sereias (2001), subiendo en un contrapicado hasta extinguirse en una llama y relacionarse con otra altitud: Santo António planeando sobre Terreiro do Paço, en un plano de A Raiz do Coração (2000). (Un raccord posible sería la casa que sale volando al final de O Rio do Ouro [1998]). En el mismo filme, surge aquí el bellísimo plano
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de Joana Bárcia (Silvia) junto a una fuente en una noche de fiesta (quien confiesa: «António, no sé quién soy / Y no soy quien quería ser»), el cual demuestra el placer de Paulo Rocha a la hora de utilizar el plano secuencia, en el que coexisten la melancolía del rostro, iluminado por el reflejo de la luz en el agua en tonos azules, y la fiesta, en segundo plano, mostrando en el mismo encuadre el primer plano y el plano general. Rocha inventa esos planos. No se trata sólo del eco del padre de Vitalino, sino de los ecos de otros personajes de Paulo Rocha –como el del plano de A Ilha dos Amores, al cual se superpone la voz en off de Isabel Ruth en un fragmento de Vanitas (2004): si el plano muestra el culto hacia una amante difunta, en el sonido ella habla de un personaje cuyo mayor deseo es el de imitar el «rigor» de los difuntos (en la película original el personaje es una estilista y se lo explica a las modelos que trabajan para ella)–. A pesar de la extrañeza inicial de este montaje, percibimos poco después que la antiquísima historia de Vitalino sólo puede ser reavivada, recordada en este paralelismo con las películas de Paulo Rocha-hijo: Vitalino es al mismo tiempo oscuro y luminoso como algunos de los personajes de Rocha; Wenceslao Moraes es el mejor ejemplo. En la correspondencia entre Rocha y Vitalino y en la de los filmes de Rocha entre sí subyace su obsesión por lo arcaico, la cual se hace notar a partir de A Pousada das Chagas (1972). Las imágenes sagradas del Museo sólo pueden hablar y significar porque el gesto de los actores es cercano a esas obras de arte arcaicas, es persistente, como las máscaras y los versos de Camões y de otros, con la cámara pasando de los actores de Rocha a las esculturas y las pinturas. Lo mismo se podía observar en las escenas del Museo de Artillería en A Ilha dos Amores, pero también en la escena junto a la Estatua de Camões. 3. El Furadouro de Vitalino no puede dejar de remitir al Furadouro de Mudar de Vida, al pinar, a la playa atlántica. Es magnífico el punto de partida de la historia, en la oscuridad de la habitación de Luís Miguel Cintra, el padre de Vitalino, con Vitalino mirándole. Al padre de Vitalino nadie le puede ayudar, trajo la peste de la Guerra, está físicamente aislado de los otros, en aquel cuarto, mientras que el resto de la familia espera en aquella sala también oscura, hasta que Isabel Ruth nos dice: «No pasa de esta noche». Una escena que recuerda a muchas otras, como Adelino desmayado en el barco en Mudar de Vida o Joana Bárcia en O Rio do Ouro, atada a una silla –un plano que es recuperado en esta película–; cuerpos en lenta agonía, así es como Paulo Rocha filma la desilusión, lo indecible.
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Esta muerte formará un eco a lo largo del resto de la película, y es precisamente el eco de Luís Miguel Cintra el que vamos a escuchar en algunas escenas: «Hay más mundos más allá de este mundo, Vitalino». Furadouro, un mundo arcaico y bucólico, es un pequeño lugar, demasiado pequeño comparado con otro mundo, Brasil. (El paso por el bosque de pinos, la visita a la viuda, es seguramente uno de los momentos más hermosos de este filme; son representaciones únicas de ese mundo primitivo, misterioso). En la inminencia de la partida de Vitalino de Furadouro –el segundo miembro que se desmiembra de esa familia campesina–, éste se ve como un lugar embrujado por la muerte, un lugar terminal, con el que la cantinela de Se eu fosse Ladrão… roubava forma a la vez un eco, en la escena de la playa, llegada de O Rio do Ouro, donde era interpretada por Isabel Ruth. Precisamente Isabel Ruth se multiplica en esta película, que es igualmente un documental sobre sus actores, aquellos que siguieron presentes de un filme a otro de Rocha. Primero la conocemos como la madre de Vitalino, después como la viuda ermitaña que Vitalino y sus hermanas encuentran en la casa cerca del pinar y, finalmente, en la escena de la playa, como fantasma vagabundo; los tres personajes anuncian la muerte y la mala suerte, y las fantasías kabuki, como en el caso de Clara Joana –que interpretaba a Isabel/Venus– en A Ilha dos Amores–. Y el regreso a la playa atlántica de Foradouro, la cual, más allá del infierno de Mudar de Vida, en Se eu fosse Ladrão… roubava ya no es la misma playa mate, sino que ahora está saturada por una luz surreal, la luz del sol y la hoguera. Como se afirmaba en Lust for Life (1956) de Minnelli, la biografía de Van Gogh, la muerte también se puede encontrar en la luz saturada del sol: «it happens in bright daylight, the sun flooding everything in a light of pure gold». Es obvio que en esta película existe un
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rastro fantasmagórico de Moraes, que ya estaba presente en Vanitas y en los planos rodados en el cementerio en A Ilha de Moraes (1984). De A Ilha de Moraes, encontramos el plano en el que Paulo Rocha visita, solemnemente, la tumba de Moraes en Japón, y es curioso reparar cómo el culto a los muertos, practicado por Wenceslao en A Ilha dos Amores, pues quería continuar viviendo con las amantes, es aquí imitado, si bien ahora es Wenceslao de Moraes quien es objeto de culto. 4. En la segunda parte de la película, la sincronía con la euforia de la cantinela y del baile de Se eu fosse Ladrão… roubava, va a proseguir por muchas otras direcciones, con otras cantinelas, como el baile de Os Verdes Anos (1963), deseos y secretos antiguos. Cantinelas (discurso indirecto de los personajes) e imágenes encadenadas en el ritmo frenético de la fiesta; la única comparación posible se podrá realizar con filmes como À propos de Nice (1930), de Jean Vigo. Si los planos de Vitalino son más silenciosos, en la ficción de Paulo Rocha todo gana en espesura musical, en diálogo, en nombres y, más allá de eso, todo se reúne en una misma superficie, concentrándose aquí uno de los mayores deseos de Rocha, mezclar lo popular y lo erudito, lo vulgar y lo exuberante, los colores lozanos de Amadeos de Souza Cardoso y las cantinelas populares. A través de las cantinelas, de los diálogos musicales, de los detalles de vestuario, de las costumbres, Rocha filma el tiempo colectivo. Por ejemplo, el tiempo colectivo de las mujeres que van tejiendo el lino (la habitación en la que las mujeres deshilan el lino también podría ser la zapatería de la planta baja que vemos en Os Verdes Anos). Este tipo de escenas modelan la fluidez del tiempo, un tiempo que no concluye, que siempre avanza en habitaciones cerradas. En oposición a este tiempo colectivo, encontramos también el individual,
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el parcelario, el lado visionario y moderno de Vitalino, proyectado por el sonido del silbato y la imagen del transatlántico. 5. En una película con tantas resonancias y ecos, Vitalino parece corresponderse tanto con Paulo Rocha como con Wenceslao de Moraes, Adelino o Silvia. Por muy dispares que sean los personajes y los filmes, siempre estuvo implícita en Rocha «la cruel separación», la separación de dos amantes, sin previo aviso, como en la escena con Isabel Ruth y Luís Miguel Cintra al comienzo de la película. Éste es uno de los momentos en los que Vitalino se identifica con Paulo Rocha; esta escena parece una recreación de la de la despedida de los amantes en A Ilha dos Amores: O-Yoné, que muere en el baño, en presencia de Wenceslao de Moraes e, igualmente, en la misma película, la escena operística entre Clara Joana y Luís Miguel Cintra. En esta secuencia de la muerte del padre de Vitalino, Cintra está febril e Isabel Ruth, en un gesto que tiene algo de irracional, le pinta las manos de azul –como ese «lenguaje de las manos» que se veía también en la escena del camisón en Os Verdes Anos, revelador asimismo de un cierto erotismo entre los dos personajes–. Hay un corte a los planos de la sala y, cuando volvemos a la habitación, vemos cómo el padre de Vitalino levanta la mano derecha, pintada de azul, como si pidiese socorro; tal vez lo irracional de la pintura de las manos lo pueda proteger de lo irracional de la muerte. Nada le puede socorrer finalmente, pero quedaron grabadas en la memoria del espectador aquellas manos azules. Queda por remarcar que también el amor incestuoso de las hermanas de Vitalino por Vitalino está destinado a esa «cruel separación». Del mismo modo, se encuentran los personajes cruelmente separados de su país, porque emigraron o porque están listos para partir, en un exilio voluntario; hombres que parten para el exilio, que llegan del exilio, en un perpetuo destierro, tema recurrente o, mejor, punto de partida a través del cual se estructuran las películas de Rocha. En una de sus últimas entrevistas, Paulo Rocha reveló que lo que le interesa más (en el cine) son los lugares y los fantasmas de ese lugar: «Me gustan mucho los lugares. Así, los lugares, sin son fuertes, parecen dar vida al personaje. Aún hay fantasmas que se me aparecen en los lugares que aún no conseguí encajar en las películas». Furadouro fue ese lugar revisitado y en él vio al fantasma de Vitalino, el sueño de la marcha para Brasil, la pesadilla de la separación del padre y de las hermanas. ¿No serán todas sus películas formas de desvelamiento de los lugares que conoció, siempre asombrados por fantasmas? Traducido del portugués por Francisco Algarín Navarro.
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Entrevista con Regina Guimarães
FANTASÍAS DRAMÁTICAS por Vasco Barbedo
Regina Guimarães ha colaborado con Paulo Rocha en los últimos años de su vida, escribiendo los guiones de todas las películas de la etapa final de su obra: O Rio do Ouro (1998), A Raiz do Coração (2000), As Sereias (2001), Vanitas (2004) y Se eu fosse Ladrão… roubava (2013). Ella, testigo privilegiado, también siguió de cerca el proceso de trabajo de este último proyecto, en cuyo origen, que se remonta al año 1990, el filme contaba con un hombre que lloraba literalmente lágrimas de sangre. Desde entonces, Regina Guimarães observó cómo las ideas rotaban fase tras fase y se metamorfoseaban en la cabeza del cineasta, incluso cuando ya se había dado por concluido el montaje de su película: como las capas de pintura azul que Isabel Ruth aplica sobre las manos de Luís Miguel Cintra en el filme, Regina Guimarães reclama la figura del cineasta, robando y montando planos de sus películas, como el artista que pinta por encima de su propia obra. Me gustaría empezar preguntándole por el origen del proyecto de Se eu fosse Ladrão… roubava. El proyecto comenzó titulándose Os Olhos Vermelhos. Trabajé en el guión en una primera fase de preparación (ya había sido reescrito, por otra parte). Después entró en escena João Viana, que terminaría por salir del equipo. A continuación, volví a ocuparme del guión, que fue reescrito de la A a la Z, con vistas a un rodaje inminente, y añadí algunas escenas que se habían quedado colgadas para dar forma a Se eu fosse Ladrão… roubava. Nunca dejé de acompañar el proyecto hasta el final, con ajustes, reescrituras, dificultades. En las películas de Paulo Rocha, siempre escribí cinco mil líneas para cinco. Pero eso formaba parte del desafío, de la conversación ininterrumpida. ¿En qué año conoció la idea original de Paulo Rocha para llevar a cabo el proyecto de Se eu fosse Ladrão… roubava?
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Jeanne Walz escribió el primer guión. Pero yo reescribí algunas escenas y también me encargué de trabajar en algunas nuevas. Me ocupé de reescribir los diálogos originales e incorporé algunos adicionales. A eso hay que añadir las letras de las canciones. La primera vez que escuché hablar del proyecto de Os Olhos Vermelhos, que tras muchas metamorfosis se transformaría en Se eu fosse Ladrão… roubava, fue alrededor de 1990. En la raíz del proyecto se encontraba la idea de evocar/homenajear a la figura del padre de Paulo Rocha (un viajero incansable lleno de dinamismo y de encantos variados), a través de una película de ficción, no de un documental. ¿Existía una sinopsis o un primer borrador del guión? ¿Estaba ya en esa idea inicial la biografía sobre los primeros años de Vitalino, el padre de Paulo Rocha, antes de salir para Brasil y, por tanto, de hacer una «película de época»? ¿Cuánto tiempo les llevó escribir la versión definitiva del guión? Hubo infinitas versiones de este proyecto, como era habitual con Paulo. La idea de la versión definitiva es contraria a la forma en que Paulo realizaba sus películas, trabajadas en perpetua convulsión. La idea de «película de época» también contaba poco para él. Sí que eran importantes otras referencias, como por ejemplo ciertos cuadros de Van Gogh, las pinturas de Alvarez, la actitud plástica de los japoneses ante la naturaleza, las viejas fotografías de Furadouro. El guión se llevó a cabo durante toda la fase de realización de la película. Incluso estando el montaje «terminado», Paulo seguía hablando de nuevas escenas, imaginando nuevas conversaciones que añadir, etc. La polarización en los años de juventud de Vitalino fue algo tardío. En realidad, a partir de un cierto momento empezó a tener todo sentido, a mezclarse los sueños y las pesadillas de la juventud de su padre con las obras y los fantasmas del viejo cineasta.
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¿Qué investigaciones realizó al colaborar en la escritura de los diálogos o cuáles fueron las peticiones de Rocha con el fin de adecuar los diálogos a los personajes y al contexto de la película? Escribir guiones y diálogos no es una actividad académica. Es un trabajo de escucha. Antes de nada, al cineasta. Pero también al mundo, a las huellas del pasado, a la lengua en todos sus estados y formas de expresión. En relación a la retoma de planos de las películas anteriores, ¿Rocha no sabía de antemano que quería trabajar en esa dinámica para la historia de Vitalino, con su filmografía, que la película iba avanzando hacia el montaje? No lo sabía de antemano. Lo fue sabiendo, lo fue descubriendo, abriendo el camino hacia ello. Hasta que tomó consciencia de eso, en relación con esta cuestión, tuvo que tomar decisiones graves e íntimas. El primer «robo» de planos que realizó Paulo dentro de su propia obra fue una escena de Vanitas, cuando estaba buscando planos en As Sereias. En su tercera y reflexiva edad, Paulo empezó a tomar consciencia de que las películas se tocan y se pueden proseguir. El pintor vuelve a pintar y pinta por encima y cita su propia obra. El cineasta, si es un artista, debe actuar del mismo modo. Por desgracia, pocos cineastas se permiten utilizar la libertad que poseen para sí mismos los artistas. Con la excepción de A Raiz do Coração, todas las películas a partir de O Rio do Ouro se han filmado en el Norte. O Rio do Ouro en la región del Duero, Vanitas en Oporto (así como el cortometraje As Sereias) y Se eu fosse Ladrão… roubava en Furadouro. ¿Podríamos considerar estas películas como una trilogía? Hay trazos comunes muy evidentes, pues son películas protagonizadas por Isabel Ruth y Joana Bárcia y en todas ellas hay elementos propios de la «fantasía dramática» (tal y como se refiere a ellas él mismo en una entrevista). No creo que haya ninguna trilogía ahí. Cada película es el resultado de un gesto bien distinto. En el caso de As Sereias, por ejemplo, Paulo se comportó como un jefe de orquesta. En el caso de Vanitas, reconstruyó una ciudad mental a partir de elementos de su ciudad natal. En Se eu fosse Ladrão… roubava creó puentes y pasadizos entre las películas, entre los diferentes tiempos. La insistencia en los mismos actores no significa lo que usted sugiere. Incluso
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porque un actor es, precisamente y por definición, alguien que cambia de piel y de papel. Lo único que es incontestable es el movimiento de regreso a los escenarios del Norte, que Paulo amaba y conocía. Se eu fosse Ladrão… roubava es la película de Rocha más apasionada con lo que podríamos llamar, de manera muy genérica, la tradición local o la cultura popular, las cantinelas, diversos detalles relacionados con el vestuario, la caracterización de los personajes –los carros de bueyes, el trabajo con el lino, el barbero–. El título de la película es la letra de una canción que llega de O Rio do Ouro, una canción popular, ¿no es así? Paulo fue desde siempre un apasionado por la cultura popular. Se puede ver en todo el metraje de Mudar de Vida (1966), que es su segunda película. Se puede ver obviamente en O Rio do Ouro. El título de Se eu fosse Ladrão… roubava viene de una canción que Paulo descubrió en el rodaje de O Rio do Ouro. La idea de robar planos para usarlos él mismo le llevó a la elección de ese título, en mi opinión. Sobre todo porque el personaje que lloraba sangre de sus ojos desapareció del horizonte de la película. ¿En qué consistía ese personaje que lloraba sangre? ¿Podría hablarnos, en relación con la escritura, sobre la escena de la muerte del padre de Vitalino, sobre las manos azules? En relación con ese líquido azul, cuyo efecto visual es fuerte (y, por otra parte, el lenguaje de las manos, siempre recurrente), se trata de evocar las prácticas terapéuticas del pasado. En cuanto al personaje que lloraba sangre, dejó de existir, por lo que no me parece pertinente «desarrollarlo». Las películas son lo que está ahí y no lo que podría haber estado en ese lugar.
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¿Qué canciones escribió en las películas de Paulo Rocha? Todas las canciones de O Rio do Ouro, cantadas por los actores profesionales, por actores locales o por José Mário Branco. Todas las canciones y sainetes de A Raiz do Coração, todas las canciones de Vanitas o los poemitas que recita el niño en As Sereias. Háblenos de la partida de Vitalino, quien dice en cierto momento: «um homem quer-se fora, só depois se quer dentro». ¿Paulo Rocha quería hacer una película nostálgica, de despedida? No, Paulo no quería hacer una película nostálgica, ni una película de despedida, aunque se haya despedido con este filme y nosotros podamos sentir nostalgia ante esta película. Paulo hablaba de nuevos proyectos hasta que la muerte se lo llevó. ¿Qué proyectos tenía en mente? ¿Alguno en particular? Por ejemplo, un proyecto centrado en el Infante D. Pedro (o sobre la Ínclita Geração) en torno a la ignominia obscurantista de la Casa de Bragança. Se eu fosse Ladrão… roubava es una película excéntrica en varios aspectos formales y de guión, en la utilización del blanco y negro en algunos planos filmados en Furadouro, en el montaje de fragmentos de películas anteriores, también en la escena de la playa, con Isabel Ruth. ¿Cuál fue su impresión como guionista en relación con estos aspectos? Un guionista es apenas una persona al servicio de un cineasta y de un proyecto artístico. No tiene que trabajar diferentes «estados del alma», tiene que tener una lengua para preguntar y un amor por las «excentricidades» del artista con quien trabaja. Cuanto más excéntrico, mejor –¡pero esto soy yo quien lo dice!–.
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¿A partir de qué idea fueron relacionando las escenas con Isabel Ruth, que aquí representa varios papeles, el de la madre de Vitalino, el de la viuda y, finalmente, el de la vagabunda que aparece en la playa? Isabel Ruth pasa de una película a otra. Por eso también puede pasar de un papel a otro dentro de una materia fílmica de una cierta época. Las categorías (por ejemplo, la categoría de «personaje») explotan en esta propuesta de Paulo, como es obvio. ¿Cuál es su relación con las películas de Rocha en las que no colaboró, con las que quizá no sienta tanta relación de proximidad como con aquellas otras en las que trabajó: Os Verdes Anos (1963), Mudar de Vida (1966), las películas japonesas, en cuanto a la escritura de esta película? ¿Cómo trabajó, a nivel de guión, con la selección de los fragmentos de estas películas? ¿Encontró alguna diferencia a la hora de trabajar con ellas para construir el guión o los vínculos? El resto de filmes de Paulo Rocha –Os Verdes Anos, Mudar de Vida, A Ilha dos Amores (1982), A Ilha de Moraes (1984), O Desejado (1987), Máscara de Aço contra Abismo Azul (1989), A Pousada das Chagas (1972)–, son todos ellos, cada uno a su manera, obras que cuentan mucho para mí y para la cultura portuguesa. No me parece adecuado hablar del trabajo de montaje en tanto que guionista. Pero puedo decir que, cuando se asume el trabajo de escucha de un artista con vistas a una obra por realizar, se asume también lo que él expresó en obras anteriores. Creo que ese montaje no debió ser un proceso fácil. ¿Hasta qué punto se encuentran ideas, hallazgos en el montaje? El montaje es el momento más reflexivo –y por lo tanto «difícil»– a la hora de fabricar un filme. No hay montajes fáciles. Sin querer hacer de esto una ley, quizá se podría decir que cuanto más espinoso haya sido el montaje, más ideas se habrán encontrado por el camino. Declaraciones recogidas por Vasco Barbedo por e-mail, el 29 de diciembre de 2014. Traducido del portugués por Francisco Algarín Navarro.
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GRITOS
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GRITOS
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LAS AMIGAS
DVD 2014
por Félix García de Villegas Rey
Coffret Jean Epstein (Agnès B., Potemkine, Cinémathque Française)
1. Jorge Honik: Experimental Films 1968-1975 (Blu-ray, Antennae Collection)
2. Short Film Series 1975 - 2014 - Guy Sherwin (DVD, LUX) + Nicky Hamlyn - Selected Works 1974 – 2012 (DVD, LUX)
3. Les Hautes Solitudes (Philippe Garrel, 1974) + Mes entretiens filmés (Boris Lehman, 2013) (DVD, Re:voir)
4. Willow Springs (1973) & Tag der Idioten (1981) (DVD, Edition Filmmuseum)
5. Paulino Viota: Obra 1966-1982 + Adolpho Arrietta - Obra Completa (DVD, Intermedio) + Portrait of Jason: Project Shirley Volume 2 (Blu-ray, Milestone Films) + Los Angeles Plays Itself (Thom Andersen, 2003) (Blu-ray, Cinema Guild) + Comment Yukong déplaça les montagnes (Joris Ivens & Marceline LoridanIvens, 1976)
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LAS AMIGAS
Claudio Caldini: Experimental Films 1975-1982
NÚMERO TRES. ENTREVISTA CON CLAUDIO CALDINI por Miguel Blanco Hortas y Félix García de Villegas Con la colaboración de Pablo Marín
Con una obra cinematográfica que se despliega a lo largo de cuarenta años como una constelación misteriosa e incandescente, la figura de Claudio Caldini ha sido, para muchos, la pieza central en el desarrollo del cine experimental de este país, Argentina (categoría que en su caso designa a una práctica personal, desatenta a los caprichos del artificio, sincera), cuyos orígenes se remontan hasta la década de los años treinta. Ha sido y lo sigue siendo, vale aclarar; puesto que no sólo su filmografía sigue avanzando dentro del siglo XXI, sino que también su protagonismo como mentor y promotor de las nuevas generaciones es innegable. Reducido a los componentes elementales del medio, el cine de Caldini parece nacer de un momento de inspiración transcendental para ser seguido de un proceso de registro sencillo pero riguroso que involucra todo el
abanico técnico de sus instrumentos cinematográficos. Es así que, tal vez, esta suerte de conflicto irresuelto entre la pureza caótica de una idea y la precisión de un procedimiento artístico sea una de las pocas (y sin duda precarias) maneras posibles para comenzar a acercarse a la comprensión de algunas de las películas más frágiles y movilizadoras que ha dado el cine argentino en toda su historia. Pese a conocer a Claudio Caldini desde hace ya casi diez años –década a lo largo de la cual he tenido el gusto de visitarlo en prácticamente todos sus domicilios urbanos y rurales (es sabido de su naturaleza itinerante) para conversar de cine, ver materiales mutuos, espiar sus talleres, filmar o simplemente cocinar y charlar a la sombra de algún árbol o a la luz de las hogueras que confecciona y registra en Super 8–, no quedan dudas de que no existe
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oportunidad a su lado que no resulte iluminadora y, como su propio archivo, milagrosamente infinita. Impulsado en parte por la posibilidad de pasar varios días en su compañía (y la de Magdalena Arau), en junio de 2013 viajé a A Coruña invitado por la (S8) Mostra de Cinema Periférico con el objetivo de integrar algo así como una «comitiva argentina» en torno al cine experimental que incluía, tal vez, la retrospectiva más completa de la obra de Caldini en aguas internacionales y muy posiblemente también en su país hasta el día de la fecha. Para aquellas personas al tanto del cine de Caldini, la presente entrevista realizada por Miguel Blanco Hortas y Félix García de Villegas (y de la cual yo no fui mucho más que un oyente privilegiado) resulta imprescindible porque a lo largo de sus páginas se despliega como pocas veces antes aquella doble vertiente que hace de Caldini un caso atípico: esa que lo descubre como un artista de rigor técnico e histórico implacable con una aplicación sensible (sentimental y sincera) de dicha técnica aún más rigurosa. Al mismo tiempo, si por alguna (afortunada) casualidad este es el primer encuentro del lector o la lectora con el pensamiento cinematográfico de Claudio Caldini, me gustaría asegurarle no sólo que el sentimiento sorpresivo de descubrimiento es normal, sino que también es el primer paso –si quien lee está dispuesto a abrirse paso– de un camino excitante y sorprendente, sin duda emotivo, en el que el cine parece haberse desarmado sólo para ser reinventado desde cero. No sería disparatado de mi parte afirmar que nunca he visto, ni probablemente veré, películas como las de Caldini. Pablo Marín, Buenos Aires, 28 de agosto de 2014. ¿Cuál fue tu primera relación con el cine? Antes de aprender a hablar ya veía cine. La primera película que vi probablemente fue un paseo de mis padres con mi hermano antes de que yo naciera; luego, yo en brazos de mi madre filmado por mi padre. Hoy pienso que en mi infancia el cine fue como una lengua materna. Mi padre filmaba películas familiares en 16 mm. Además, era coleccionista de rollos sueltos de 35mm descartados de la circulación comercial. Sus favoritos eran los musicales. ¿Tu primer contacto con el cine fue en 16mm? La primera cámara que aprendí a cargar en la oscuridad fue una Keystone amateur de 16mm. Comencé a trabajar en Super 8 en 1968.
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¿Llegaste a filmar algo en 16mm? Sí, las primeras piezas que filmé con 13 ó 14 años fueron en 16mm. Eran ejercicios de aprendiz. Hoy tienen un interés documental, por los sitios registrados allí. ¿Consideras que forman parte de tu filmografía? Sí, forman parte de ella, son found footage of my own, como una vez le escuché decir a Lisl Ponger. ¿Cómo llegas desde esos comienzos en el cine a la escena de la vanguardia argentina? Algunos cineastas provenían de otros ámbitos ajenos al cine como la pintura, en el caso de Horacio Vallereggio. ¿Qué encontraste en ese grupo? En mi adolescencia y cuando comencé a estudiar cine aún no conocía el término «cine experimental». Solía hablarse de «cine de animación». Mis primeros trabajos fueron narrativos y documentales. También hice algunas animaciones donde ya había ciertas intenciones de experimentar con materiales: papel recortado, etc., una forma de encarar la animación que no era la tradicional. En cualquier caso, el cine experimental que vi en esa época estaba «incorporado» a la cultura cinematográfica. En los años 60 hubo un cine norteamericano y europeo donde el diseño de los títulos eran en sí mismos pequeños cortometrajes de animación, abstracción o cromatismo. Algunos de ellos eran muy hermosos. Tanto que a veces me fascinaban más que el propio largometraje. Alrededor de 1970-1971, en mi época de estudiante del Instituto Nacional de Cinematografía, lo único que se conocía como «cine experimental» en Buenos Aires eran los cortometrajes de Norman McLaren. Eventualmente la Embajada de Estados Unidos traía algunas copias de filmes experimentales. Vi, por casualidad, un filme de Jordan Belson, creo que era Re-Entry (1964), con fotografía telescópica, y Lapis (1966) de James Whitney; aunque ya había visto muchas veces 2001: A Space Odyssey (1968) de Kubrick en 70mm, esperando la escena del stargate corridor. Luego participé en un concurso de cine en Super 8. No era un concurso de cine experimental, sino de cine amateur. Allí conocí a dos cineastas de mi generación orientados hacia una investigación particular. Uno de ellos, Horacio Vallereggio, era profesor de artes plásticas, venía de la Escuela de Bellas Artes; el otro trabajaba en una especie de vanguardia retro. Me refiero a las películas de Silvestre Byrón. Había realizado un ensayo sobre trenes y varias películas narrativas. Trabajaba al estilo del
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Kammerspiele, en blanco y negro, con primeros planos y elementos escenográficos mínimos, en Campos bañados de azul (1971) y Point Blank (1972). Las películas de Horacio y de Silvestre estaban realizadas en doble 8mm. Este concurso de cine se celebró en dos ediciones: 1970 y 1971. En el segundo concurso presenté dos piezas llamadas Animación I y II; el título era muy conceptual. La primera parte estaba formada por recortes; la segunda consistía en una intervención directa sobre celuloide. ¿De eso sobrevive algo? No, no queda nada. ¿Y lo que hay en YouTube en 16mm? Fue una pieza que dibujé con tinta china a los 14 años, de 2 ó 3 segundos. ¿Esos cortos los consideras por tanto como tus primeras piezas? Sí. Luego hubo una pixillation. Emulando a Norman McLaren la llamamos Escalera (1972). Esa copia se ha
perdido. En ese momento todavía realizaba algunos cortometrajes narrativos, como Descúbranse (1970) y Límite (1970). Regresión (1971) se destruyó por sí misma. La había filmado en blanco y negro, en una emulsión japonesa, marca Sakura, que se deterioró a los pocos años. El modelo a seguir era Repulsión (1965) de Polanski. Mi primer cortometraje, que me gusta y sigo conservando, Límite, es autobiográfico: un día en la vida de un estudiante de secundaria. Lo realicé con 18 años, en diciembre de 1970. En ese momento estaba ya viendo películas de Antonioni, Resnais, Godard, Bergman, etc. Esas películas llegaban con frecuencia. ¿Las películas de Michael Snow, por ejemplo, no las viste en esa época? No, sólo conocíamos a los cineastas experimentales por medio de alguna publicación, revistas de cine o prensa underground, como Eco Contemporáneo de Miguel Grinberg, que reprodujo artículos de Mekas, o Cine y Medios, donde se tradujo el capítulo de Expanded Cinema de Youngblood dedicado a Jordan Belson. Jonas y Adolfas Mekas viajaron para presentar
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Guns of the Trees (1961) en el Festival de Mar del Plata en la edición de 1962. En 1965 Grinberg organizó una muestra del New American Cinema en el Instituto Di Tella; entonces yo tenía 12 años y por supuesto no asistí. La presentó P. Adams Sitney y se proyectaron The Art of Vision (1965) de Stan Brakhage, The Connection (1962) de Shirley Clarke, Mario Banana (1964) de Andy Warhol con Mario Montez, The Brig (1964) de Jonas Mekas… De hecho, en la Cinemateca Argentina había una copia de The Brig, que vi en 1974. Estas copias que todavía están en la Cinemateca teóricamente se las robaron. Sí, eso le dijo Jonas Mekas a Narcisa Hirsch: «Ah, Argentina, ¡ese país en el que nos roban las películas!» y le cerró la puerta en la cara. Siendo estudiante, en 1971, en el Instituto de Cine, montamos entre 15 alumnos un cineclub. Íbamos a la Cinemateca y a las embajadas a pedir las películas. Allí estaban las copias de The Brig y de Mario Banana. Así fue como Mekas se enojó con nosotros, con gran razón. Nombrábamos a Michael Snow porque en algunas de tus películas vemos una cierta relación: por ejemplo la técnica de atar la cámara con una cuerda, que puede recordar a La Région Centrale (Michael Snow, 1971) en algún aspecto. No supe nada de la existencia de Michael Snow hasta comienzos de los años 80. Fue cuando Narcisa Hirsch trajo de Nueva York una copia en 16mm de Wavelength (Michael Snow, 1967). Tampoco conocía La Région Centrale. Unos años después vi una fotografía de la cámara rotativa de Snow en una revista de arte. Yo ya había filmado Gamelan (1981) y nunca vi La Régión Centrale. En 1984, la embajada de Estados Unidos presentó en la Cinemateca Argentina una muestra de cine experimental, ¡a mediodía! donde se vieron filmes de Maya Deren, The Flicker (1965) de Tony Conrad y algunos filmes de Brakhage, como The Wonder Ring (Stan Brakhage, Joseph Cornell, 1955). Para entonces ya habíamos realizado una buena parte de nuestra producción de cine experimental en Super 8, nos había visitado Werner Nekes y el Grupo Cine Experimental Argentino –y Goethe Institut se había disuelto. De hecho muchos de esos cineastas ya no iban a volver a filmar. Sí, Horacio Vallereggio en 1977 ya no participaba. Narcisa Hirsch colaboró en una de sus películas, filmada en el estudio de ella. Silvestre Byrón nunca
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participó en el grupo ni en las proyecciones del Instituto Goethe. Hay más o menos dos periodos en el cine experimental argentino, o al menos en Buenos Aires: el que abarcaría a Silvestre Byrón, que fundó su estudio Filmoteca y pretendía que sus películas estaban hechas para ser vistas por televisión en el futuro, de hecho las denominaba telefilms; y por otro lado Horacio Vallereggio, que se reunía en su casa, en el barrio de Saavedra, con sus compañeros de la Escuela de Bellas Artes. Realizaban improvisaciones colectivas. Un largometraje hecho allí se llama La cabellera de Berenice (1972), y también varios cortometrajes. Luego realizaría un largometraje de tres horas de duración en Super 8, Uf!, terminado en 1975, en el que colaboré como actor y camarógrafo en algunas escenas. La segunda etapa comienza en 1974. Fue entonces cuando conocimos a Narcisa Hirsch, quien estaba asociada a Marielouise Alemann desde finales de los años 60. Algunos de los primeros trabajos de Narcisa Hirsch consisten en happenings. ¿No es así? Sí, sí. Es que hemos visto piezas posteriores remontadas. Utiliza sonidos y voces por un lado e imágenes posiblemente de esa época por otro. ¿En qué consistían sus primeras películas? Hizo una película llamada Retrato de una artista como ser humano (Narcisa Hirsch, 1969), donde una escultura gigante de un puño con el índice levantado camina por la playa del Río de la Plata, y un falso ciego pide limosna en la calle Florida. Eran sobre todo registros de performances, arte de acción. En otra de ellas Narcisa reparte manzanas en esquinas de distintas ciudades, o entrega un muñequito a los transeúntes mientras les dice «have a baby». Su primera obra con Marielouise Alemann fue Marabunta (Narcisa Hirsch, Marie Louise Alemann y Walther Mejía, 1967), una performance en el hall del cine Coliseo la noche del estreno de Blow Up (Michelangelo Antonioni, 1966). Hay una enorme escultura acostada recubierta de fruta y todo tipo de comida. A la salida la gente se come o se lleva todo hasta que sólo queda el esqueleto de una figura humana de grandes dimensiones, de donde salen volando palomas. ¿Has colaborado con ella en alguna obra? Sí, más adelante. En torno a 1975 ó 1976. Rodé como camarógrafo de Narcisa Hirsch y de Marielouise Alemann.
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Tu película más antigua que se vio aquí fue Ventana (1975). Sí, Ventana, Film-Gaudí y Baltazar están hechas entre diciembre de 1974 y mayo de 1975, en Barcelona y en Sitges. ¿Cómo llegaste a Barcelona? ¿Fue un viaje particular? Sí, fue mi primera salida de Argentina, de Buenos Aires. Llegué a Barcelona en barco. Fue uno de los últimos viajes comerciales en transatlántico. ¿Fue en noviembre cuando llegaste? Diría que octubre. Hay un par de películas de transición entre lo que es mi cine más convencionalmente narrativo y mis primeras películas, radicalmente experimentales. Una de ellas fue una especie de ensayo que se llamó Homenaje a Henri Rousseau (1974), el aduanero, filmada en el Jardín Botánico de Buenos Aires. La otra llevó el título de una novela de Arthur C. Clarke, El fin de la infancia (1974). Era una abstracción lumínica, hecha con lentes y proyecciones sobre un vidrio esmerilado. ¿Perdiste esas películas? Sí, se fueron perdiendo. No eran piezas que valorara demasiado. Persistieron como ideas que luego fueron realizadas de otra manera. Sobre El fin de la infancia, ahora me doy cuenta de que era una prefiguración de una proyección lumínica en vivo. Y Homenaje a Henri Rousseau era una película de paisajes. No se veía la obra del pintor, sino que se recreaba su mirada. Rousseau componía las junglas de un trópico imaginario desde el Jardín Botánico de París. Efectivamente, FilmGaudí, Ventana y Baltazar son mis primeras películas radicales y experimentales, como tres puntos diversos en torno al cine. ¿Cuando llegaste a España tenías alguna idea alrededor de ellas? No, en absoluto. Ventana surgió casi como una prueba de cámara. Era la primera vez que disponía de una cámara Fuji Single-8 que podía rebobinar muy rápidamente la película en su totalidad para volver a imprimirla. ¿La película está hecha en cámara? Sí, totalmente. Lo que vemos es el original. Creo que había dos carretes y un fragmento agregado, pero no hay otro montaje. Sólo mi propio nombre en el cartel se agregó después.
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¿Hiciste algún cálculo o fue un proceso intuitivo? Las capas fueron cayendo unas sobre otras. No había mayores problemas de exposición, ya que estaba en un cuarto oscuro y la única fuente de luz era esa rendija de la ventana. Fui sumando sobreimpresiones hasta 8 veces. Vas añadiendo capas conforme avanza la película. Cada vez hay un mayor número de líneas de luz. Capas, velocidad, dinamismo y fotogramas únicos hacia el final. Baltazar también está montada en cámara pero en ese caso se trataba de una película familiar. Filmaba a un niño, de modo que la acción lo determinaba todo. Sobre todo la duración de las tomas. Cuando se filma a un niño hay que situarse a la altura de sus ojos. El niño miraba un cangrejo. Yo hacía el encadenado, cortaba. Trazaba caminos sobre la playa, plano general, detalle. De repente apareció este envase flotando en el agua. Me di cuenta de que había sucedido algo interesante, y continué filmando para ver qué ocurría. Cuando una ola expulsa el envase hacia la arena, supe que la película había terminado. Es casi una película narrativa de alguna manera. Efectivamente, porque todo ello se compone casi como un poema. ¿Nunca antes volviste a la narración como en los primeros cortos? Volví en algún momento pero no tengo un recuerdo muy feliz de The Dream Boat. Conservo sólo las fotografías. Filmé en La India. Era una especie de ilustración textual de un poema; es un género que no me gusta mucho. Decías que en esa época trabajabas un poco por intuición, pero tenías bastante bagaje. Claro, no trabajaba sólo por intuición. En 1976 realicé la película métrica que vimos ayer, Aspiraciones, muy calculada y premeditada. O al menos en su estructura. Ese «tríptico español» y Aspiraciones forman un conjunto de películas muy diferentes entre sí. ¿Pensabas en esa época en algún motivo? Los motivos o temas no son necesariamente previos a la filmación. El tema y la técnica surgen al mismo tiempo, la idea es su realización. Aspiraciones inicia una especie de trilogía sobre temas hindúes y un poco místicos o espirituales. También es una trilogía de animación. Estructuralmente representa una
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progresiva liberación de la forma. En Aspiraciones vemos una estructura numérica y métrica. La filmación, en stop-motion aplicado a la distancia focal variable, fue muy lenta y laboriosa; una meditación en sí misma. En Vadi-Samvadi (1976-1981) aparecen otros elementos, la máquina de vapor, una pequeña narración, dos lenguajes que se complementan, y aún está presente la idea del centro óptico de la imagen. Ofrenda (1978) es una película totalmente libre. Apenas hay continuidad entre un fotograma y otro, la descripción del espacio ha desaparecido por completo, solo queda el motivo y la intermitencia.
¿Nunca pensaste en proyectar Ofrenda en tríptico? No, porque es muy corta. El Super 8 es muy breve. La versión que se conoce de Ofrenda está extendida, en vídeo U-Matic, en 1990. El original está casi destruido y descolorido. Ha desaparecido un poco el color y la nitidez.
Hemos visto Aspiraciones en tres proyectores. ¿Cuál es para ti la diferencia? Antes de nada, no es una película que muestre muy a menudo. Es el testimonio de una práctica muy íntima. Pero en tríptico para mí cuenta con otro valor. Es un poco como un filme absoluto: si uno la ve en
Después realizaste Gamelan. Sí, aunque hubo otras películas intermedias. En los años 70, al mismo tiempo que realizaba estos filmes, hacía otras películas documentales, a veces por encargo. Jornadas del Color y la Forma, una experiencia con participación del público en el Museo
una sola pantalla, en toda su dimensión temporal, creo que se impone demasiado. Por eso no me gusta tanto y pienso que adquiere otro valor en el tríptico. Eso no sucede con Vadi-Samvadi o con Ofrenda.
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de Arte Moderno en 1976 y 1977; La Construcción, sobre una jornada de experimentación artística colectiva con materiales textiles; Edgardo Giménez, Desde el comienzo, un documental sobre el montaje e inauguración de una muestra retrospectiva del artista pop. Gamelan y Un enano en el jardín (1981) se realizaron simultáneamente. Son complementarias y marcan el comienzo de una nueva etapa de investigación en el manejo de la cámara. ¿Los viajes a La India en qué fechas fueron? En 1975 el primero y en 1979 el segundo. Hubo un tercero en 1991. Los últimos fueron estadías de seis meses, en el mismo lugar, el Ashram de Sri Aurobindo en Pondicherry, al sur de Madras. ¿El primero cambió para ti la forma de percibir las cosas de algún modo? El primero sucede de la siguiente forma: realicé Film-Gaudí en diciembre de 1974. Viaje a La India,
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pasé allí tres meses y volví a Barcelona en marzoabril de 1975. Fue entonces cuando realicé Ventana y Baltazar. Creo que Baltazar está muy determinada por la contemplación y la experiencia de ese viaje a La India. Dejar que las cosas sucedan sin intervenir. En Ventana también hay una especie de mantra, de repetición. EnVentana puede haber cierta influencia de la música de la India. En esa época no estudiaba ni pensaba que algún día iba estudiar danza. Pero sí conocía la música indostánica en 1975, creo que se nota bastante en la estructura de Ventana. Empieza lentamente y se van agregando líneas y movimientos, que progresivamente se aceleran. Esa línea de luz puede ser también como una especie de cuerda. ¿Por qué no? Posteriormente realizaste La escena circular (1982), que aquí se proyectó dentro del ciclo «Antología fantasma».
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La escena circular es un poco posterior a Gamelan y a Un enano en el jardín. Esta película y Cuarteto (1978), que también es anterior, están compuestas en cámara con proyectores cargados con loops y vueltas a filmar en retroproyección. Son como pequeñas sesiones de cine expandido, aunque las imágenes convergen para ser nuevamente capturadas, por lo que se trata de una composición realizada con dos proyectores, en ambos casos. La cámara es como el espectador. Sí, la cámara es el espectador de esa doble proyección. Incluso en La escena circular hay una especie de sobre-encuadre. En ella filmas el marco de una ventana. Sí, la ventana es como una representación del propio cuadro del cinematógrafo y las figuras representan la universalidad de las figuras en el cine.
Son loops de pequeñas acciones, como átomos o núcleos de la acción cinematográfica. Nos recordó un poco a los filmes de Werner Nekes. Sí, como la ventana de Hynningen, dentro de Diwan (Werner Nekes, 1974). Realmente la influencia de Nekes fue importante en ese momento, más por ver sus filmes que por el seminario al que asistimos. En ese mismo año, 1982, realicé A través de las ruinas, editada en cámara, que es mucho más libre, no tan estructural. En este filme hay también muchas sobreimpresiones de ventanas. Comienza con una toma en la playa. Hay una ventana con vidrios amarillos donde vemos la imagen de una chica sobreimpresa en tres momentos sucesivos; luego el estudio en penumbras del pintor y su caballete vacío; concluye con una ventana en la nieve.
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Sí, en tríptico funciona muy bien en los cuadros, hay una composición visual en forma de tres. Además es una cuestión temporal. Dejamos de entender qué es lo que hemos visto antes o después, qué pertenece al pasado, al presente o al futuro. Es interesante cómo funciona el tríptico. Es una película que me gusta mucho. Creemos que en el programa que ha concebido Pablo Marín, «Antología fantasma», funciona muy bien La escena circular con Passacaglia y Fuga (Laura Abel y Jorge Honik, 1976). Encontramos también el motivo de la ventana y del interior y el exterior. Son dos construcciones de alguna manera muy cerebrales para expresar algo muy íntimo y emocional. La película de Honik también comparte la idea de usar una técnica llevada al límite de lo riguroso para explorar a través de ello o abrir una puerta hacia lo personal y lo emotivo. Desnuda algo a través del procedimiento. Sus filmes son extraordinarios verdaderamente. Es lo que sucede con la mayoría de tus películas, pero con La escena circular sobre todo. Se trata de destruir algo a partir del procedimiento circular. Hay que eliminar los obstáculos para ver algo que de otra manera sería imposible de hallar. Esa lógica de fundidos a negro y evanescencias busca mostrar algo que está detrás. En Passacaglia y Fuga sucede lo mismo aunque sea muy distinta; también está muy pensada. Luego está El devenir de las piedras (1988). El devenir de las piedras está formada por tres episodios. Así se concluyó. Al comienzo era una película de 7 episodios de 3 minutos y medio cada uno. Fue concebida para ser proyectada en conciertos de música electrónica. Era como un cine funcional. Finalmente tomó la forma actual. Participó en la I Semana de Cine Experimental de Madrid y ganó. ¿Cómo te planteaste el orden de la película? La primera parte, más abstracta, podría ser un vínculo entre las otras dos. Sí, justamente. La primera y la segunda parte son como representaciones de un arquetipo de lo femenino. Es el ánima, la parte femenina de la personalidad masculina. Es una imagen simbólica no buscada, sino encontrada. Se trata de un hecho fortuito y espontáneo que se produjo durante un curso de danza. Desde el aula vi a una muchacha yendo a la casa de huéspedes por ese sendero en zig-zag. Esto fue en São Paulo. Comencé la toma y decidí seguirla.
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El movimiento panorámico de la cámara vuelve a su punto de partida pero durante su trayectoria la muchacha llega a un segundo plano, más lejano. En ese momento se produce el empalme del loop y reinicia la toma. Es muy interesante cinematográficamente lo que sucede allí a nivel del espacio. Es una descripción de un espacio y a la vez del tiempo, una cronografía de la eternidad, que es también el sentido del título. Hay una especie de repetición. Es como la cinta de Moebius. Es como un fantasma que pasa una y otra vez… Bueno, para mí no es tan fantasmal. La veo muy terrenal y muy etérea a la vez, pero no fantasmal. Veo más un fantasma en A través de las ruinas. Ahí sí veo una figura fantasmal en el personaje. Tiene tres aspectos, pero nunca se manifiesta de otra manera que como fantasma. En cambio esta figura de El devenir de las piedras es terrenal y celestial a la vez. Simbólicamente lleva una chaqueta blanca y hay una rosa blanca en el paisaje. Ella atraviesa ese bosque, siempre muy erguida… Hay otra diferencia entre el interior y el exterior. No sé si la tercera parte de la película funciona como otro interior. Hay tres bloques. Sí, es una ventana. Hay tres bloques. Hay un crescendo dinámico de trazos de luces urbanas en el segundo episodio, hasta que comienza a iluminarse el horizonte al amanecer, donde lo que se mueve es la cámara; el tercero es un desplazamiento ínfimo del cuerpo de una modelo, casi una detención del tiempo. Los dos últimos fueron re-filmados a partir de loops, esta vez con tres proyectores convergentes.
¿Hay alguna conexión entre los tres bloques o es algo intuitivo? Creo que lo hice de forma intuitiva. En el título hay una polisemia. Son elementos que si tratamos de descifrarlos matamos la poesía. Es una pena. Si las imágenes hablan por sí mismas no me gustaría tratar de explicarlas como quien cuenta un argumento, porque no lo hubo. Si algo se encontró y fue plasmado en la imagen, no se llevó a cabo a través de una elaboración previa. Podemos encontrar la explicación sin proponérnoslo. La explicación sería también una imagen, no un concepto, y tendría forma de espiral. Volviendo al contexto, en esa época comenzaba la decadencia del Super 8. El devenir de las piedras fue la última película que filmé en Super 8. Había comprado unos carretes dos años antes en un comercio para turistas en Bariloche. Cuando los llevé a revelar –eran material Agfa–, me dijeron que ya no revelaban más, que había que enviarlos a Alemania. Les pedí por favor que los revelaran, argumentando que eran los últimos rollos y accedieron. Después de esto Agfa no volvió a revelar nunca más Super 8 en Argentina. Antes de eso, en 1985-1986, había hecho un par de películas para el teatro, para una compañía de clowns con la que trabajaba en iluminación. Esas películas todavía existen. Se llaman Escuela de payasos (1986) y Esta me la vas a pagar (1986), fueron proyectadas con frecuencia en el ambiente del teatro underground de Buenos Aires. Nadie filmaba por entonces en Super 8, porque no había material virgen. El VHS lo arrasó todo. No volvió a haber película hasta 1997, cuando Emanuel Bernardello abrió el laboratorio Arco Iris. Empezó a importar algunos carretes de Kodak y
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a revelar él mismo. Mientras tanto volví a viajar a Europa en 1988, el Canal + de París y el programa «Metrópolis» de TVE programaron mis películas. En 1991, en París, encontré una cámara Fuji Pocket de single 8, con la que realicé Heliografía (1993) en La India y las tomas de la performance que veremos esta noche, Tamil Nadu View. De regreso filmé Consecuencia (1992), que luego se transformó en un video-clip con música electrónica de Jorge Haro. Con esa misma cámara y película, ya en 2005, filmé Prisma, durante el programa de Artistas en residencia de la destilería Glenfiddich, en Escocia. Pero todo esto es muy posterior. Mientras tanto había realizado algunos vídeos para acompañar una ópera de cámara comisariada por el Centro de Experimentación en Ópera y Ballet del Teatro Colón de Buenos Aires. Se trataba de una ambientación visual para una ópera de Claudio Baroni, un compositor argentino. Se llamó Estudio al Estilo Veneciano (1996). Es todo material de cámara y de edición en vídeo analógico. Se operaba en vivo durante la ópera mediante dos caseteras y un mixer. Otro vídeo que realicé en esa época fue Un nuevo día (2001), combinando formatos (Super 8, 16 mm, VHS), es el recuerdo de Tomás Sinovcic, un amigo de los años 1972-1974, que desapareció y fue asesinado por la dictadura militar en 1976. Era un cineasta experimental de la primera generación. Había realizado algunos cortometrajes narrativos pero al mismo tiempo un poco experimentales, al estilo del cine de Godard o de Solanas.
pudieron reincorporarse. El cine digital toma todos los elementos del cinematógrafo y los trata de recrear sin éxito. Cuando mejor funciona el cine contemporáneo de ensayo es cuando maneja elementos videográficos televisivos.
¿Cuál es la principal diferencia que encuentras entre tu trabajo en cine y en vídeo? El cine es una de las artes plásticas ante todo. Son materiales físicos con los cuales construimos una visión estética. La comunicación funciona en un segundo plano. Los materiales artísticos del cine son más semejantes a los de las artes plásticas que los del vídeo. El vídeo es principalmente un medio de comunicación, aunque los artistas se apoderaron de él. Esa es mi impresión, es algo más efímero, no perdura tanto en la conciencia y la memoria. Por supuesto sigo prefiriendo el cine.Es curioso todo lo que sucedió con la aparición del vídeo y en primer lugar el intento, casi teórico, que existió para aniquilar la idea de «cine experimental». Luego llegó la época del llamado «videoarte». Y el hecho más curioso aún es que en la actualidad todo se llama nuevamente «cine». Es extraña esa vuelta que deja a muchos cineastas de mi generación desplazados. De hecho a muchos el vídeo los desplazó hasta el punto que no
El fotograma se puede conseguir hoy en día con una cámara de fotos. Luego lo animas. El obstáculo sigue siendo la obturación. Además, la imagen digital, aunque bien impresa, bien proyectada, me resulta plana. No tiene ninguna impresión de realidad ni de profundidad. En cambio, en Super 8, la proporción entre espesor y dimensión es tal que incluso el Super 8 es más profundo proporcionalmente que el 35 mm.
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Los defensores del vídeo asumen además una postura muy incómoda. En sus orígenes la aparición del vídeo trataba de plantearse como algo autónomo: «El vídeo hace esto que el cine no puede hacer». Mientras que hoy en vídeo se realiza lo que el cine ya venía haciendo. Nos damos cuenta de que cierta tecnología o cierta idea de democracia no sirve para nada o no es lo que era. Es como volver atrás y tratar de vencer algo que ya está hecho. Seguro. Es la diferencia que establece Jonas Mekas entre «to shoot» y «to take». Estoy de acuerdo. Además, en vídeo, la toma directa de sonido es inmediata y domina todo. No es lo mismo realizar una grabación en vídeo que disparar –«to shoot»– unos fotogramas o una brevísima toma. La instantaneidad de ese disparo nunca la podrías encontrar en vídeo. La diferencia fundamental parece el fotograma. Nada podrá reemplazar al fotograma y al obturador. El cine proyectado en la oscuridad es una cosa y el vídeo es otra.
Pedro Costa dice que lo que más le molesta del cine digital es la proyección. Afirma que no le molesta la filmación en digital, pero no soporta la proyección digital, pues se pierde el parpadeo. Sí, es la gran diferencia entre filme y vídeo, el momento de oscuridad. La oscuridad tendría que ser total en la sala de cine. Es lo que permite al cerebro asimilar lo que está viendo. Es la idea de Nekes: ¿qué sucede entre las imágenes? Es ahí donde funciona la imaginación, el cerebro humano.
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Decías que el cine es un 40% de oscuridad. Sí, es casi un concepto filosófico. El ser es la imagen y el no ser es el momento de oscuridad del obturador cerrado. Otra película que habíamos visto anteriormente y que ayer se proyectó de una forma muy particular es Lux Taal (2009). Es como una especie de regreso. Sí, Lux Taal y S/T (2007) lo son. ¿De qué manera filmaste los materiales de Lux Taal? Es un diario de vivencias en solitario. Paisajes, plantas, flores, la luz en distintos modos, todo reflejándose entre sí, la naturaleza mirándome a mí más que yo a ella. En esa quinta, ese espacio es un mundo en miniatura. La concebí también como una multitud de imágenes acumulándose fuera de todo tiempo cronológico. Apliqué una combinación de hasta tres sobreimpresiones al azar de tomas muy breves con intervalos de fotogramas negros, como si fueran párpados al cerrarse. La cámara era muy sencilla y no disponía de disparador de fotograma único, entonces utilizaba un flash fotográfico en la oscuridad. Por ejemplo, la primavera, el otoño y el verano se superponen. Además sucedió algo increíble durante esos tres años de filmación. En el invierno de 2007 nevó por primera vez en 90 años en Buenos Aires. No nevaba desde 1918. Fue bastante particular que nevara justo en la época en que estaba realizando esta película sobre las estaciones y el cambio climático. Fue una sola tarde. La escena de la nieve, entonces, tiene unidad propia dentro del caos vegetal del resto. En los créditos de Lux Taal aparecen los nombres de algunos de los cineastas de la nueva generación, por ejemplo Sergio Subero. Sí, Sergio se encargó de realizar la edición digital y el diseño del título. Es la edición que se distribuye en DVD. El título Lux Taal también surgió por azar; no podía decidirme por ninguna de las opciones, cuando en un viaje por la autopista hacia Buenos Aires vi las chapas patentes de dos automóviles frente a mí: decían «LUX» y «TAL». Estaba resuelto; agregué una A y tuvimos luz en latín y ritmo en sánscrito. ¿Fue en ese momento y con esa generación cuando se vuelve a filmar en Super 8? Algunos canales de televisión ya estaban usando Super 8 ya para realizar cortinas de programas, etc.
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Era una especie de moda snob. También lo utilizaban algunos estudiantes de cine, para cortometrajes de ficción, pero no había cine experimental. Conocí a Sergio Subero en la escuela de cine donde yo impartía clases, en 2003. Me pareció que tenía un interés y una sensibilidad especial. Es la única escuela en Buenos Aires que considera que debe existir una materia referida al cine experimental. Tras el curso le invité a ser mi asistente. Yo era programador del Museo de Arte Moderno en esa época. Y tanto Sergio como Pablo Marín vinieron a verme a General Rodríguez en 2006. Es una colaboración que dura hasta el día de hoy. Pablo hizo un cortometraje que es un retrato mío en el que enterramos un viejo rollo de nitrato de 35 mm. Es lo que se ve en Lux Taal. Sí, en Lux Taal se ve cómo lo desenterramos. Fue una performance que dejó sellada nuestra colaboración. ¿Suele haber relación en Buenos Aires entre los cineastas que trabajan en Super 8 y los que lo hacen en vídeo o son dos mundos opuestos? Casi ninguna. El mundo del vídeo, la generación de artistas de comienzos de los años 90, está totalmente dispersa. Muchos pasaron a realizar formas de arte digital más complejas, instalaciones u obras conceptuales. Algunos reclaman la institucionalización de las prácticas del cine experimental a través de cátedras en universidades, galerías y museos, pero por supuesto fracasan, la ecología propia del cine experimental tiene la vitalidad necesaria para ser indomable. El único artista de vídeo argentino con quien siento una gran afinidad es Charly Nijensohn, que hace proyecciones múltiples a la manera del cine expandido; imágenes sublimes de figuras humanas perdidas en paisajes remotos, inaccesibles. Antes hablaste de las relaciones con los grupos de música, con los museos, con el mundo de la ópera y la escena independiente o de vanguardia teatral de Buenos Aires. ¿Suele ser algo propio de toda tu generación? No necesariamente, depende. Algunos más que otros. Algunos cineastas que filmaban en Super 8 se incorporaron a un cine de producción subvencionada o estatal. Yo siempre estuve en contacto con artistas de otras disciplinas: actores, músicos, pintores. Todo fue siempre muy natural. El año pasado realicé una performance simultánea a la puesta en escena de una obra musical del compositor contemporáneo György
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Kurtág, para soprano y violín solo, Kafka Fragments (2012). Se estrenó en el Teatro de la Ópera de la ciudad de La Plata, en el centro de experimentación de este teatro. Yo manejaba mis proyectores de Super 8; de mi archivo en blanco y negro fui seleccionando imágenes para las canciones de Kurtág. ¿Y esa obra trataba la obra de Kafka? Sí, concretamente fragmentos de sus cartas. Luego hice varias performances de proyección múltiple en colaboración con un músico electrónico (de la vertiente noise) llamado Alan Courtis, muy reconocido en el mundo entero. Ha viajado constantemente por Europa, Asia y Norteamérica. Hicimos una presentación en la Fundación Telefónica en marzo de 2012, Fantasmas Cromáticos. Eres compositor de música electrónica. Nos resulta bastante curioso que la música que eliges no sea melódica, pero que a la vez haya cierta rima. Normalmente, cuando el cine de vanguardia emplea la música como acompañamiento busca una alternancia o discontinuidad, una especie de contrapunto. En el cine experimental el sonido funciona como un golpe respecto a la imagen generalmente, no como una rima. Nunca pensé que existiera una forma de hacerlo. Hago lo que siento, lo que puedo, lo que sé. Puedo decir que mi música es electrónica, pero alguna puede tocarse también acústicamente. Ni siquiera me considero compositor. Lo que hago puede llamarse «diseño sonoro». Me interesa la música experimental, toco algunos acordes. No tengo la responsabilidad del músico. Sé lo que quiero escuchar y tengo mis instrumentos para buscarlo. La música experimental consiste en dejar el proceso avanzar, tantear hasta encontrar lo que queremos oír. A veces toco el sintetizador en vivo mientras proyecto, o mezclo las pistas magnéticas pregrabadas sobre la película. Por supuesto ensayo lo que voy a tocar.
Mi generación nació y creció con música grabada. Tenemos una banda de sonido continua en la mente. Crecí con la música de The Beatles. Es una especie de compendio de una cultura, la del siglo XX, y una utopía en sí misma. Musicalmente es un punto de inflexión enorme en el desarrollo de la música. Ahí cabe todo. Eso me dejó muy marcado. Escuchando y haciendo música sentí eso y la incluí en las películas. Ahora puedo darme cuenta de que funcionan también de forma silente. Hay suficiente música en la propia imagen. En relación con El devenir de las piedras, es la última película de una de tus etapas en Super 8. Es un filme que sale al mundo. Ya has comentado que venció en el Festival de Madrid. ¿Mandabas al extranjero tus anteriores películas? Muy poco. Participaban en festivales argentinos o brasileños de cine en Super 8, donde había categorías: ficción, documental, animación. Vadi-Samvadi ganó otro premio. Sí envié una película de registro casi documental, a la manera del cine mudo, con intertítulos, de una puesta en escena de Macbeth de Shakespeare a un festival de Super 8 en Las Palmas de Gran Canaria, en 1977. Y en una ocasión envié VadiSamvadi a Caracas. Se perdió el original, por eso en la fecha de los títulos aparece de ese modo: 1976-1981. ¿Perdiste la película original y la hiciste de nuevo al completo? Sí, sí, se perdió en el correo y la hice de nuevo. ¿Era una copia reversible? Sí, exacto. No tenía copia. Apenas hago copias de mis películas. ¿De qué películas has hecho copias? Hay copias de Ventana, Baltazar y Cuarteto en la Filmoteca de Narcisa Hirsch.
En muchas de tus películas añadiste el sonido varios años después, ¿no es así? Sí. Empecé a trabajar con mi propio sonido en 1986. Antes de eso utilizaba discos, la idea siempre fue encontrar no un sincronismo, sino una afinidad temática, que música e imagen se complementen y a la vez conserven su independencia.
Pero perderán calidad, ¿no? Se hacen por contacto. La tiras desde el original en Super 8. Aumenta un poco el contraste y pierde algo de definición. Hoy se puede decir que las reproducciones en DVD y otros formatos digitales son copias para difusión. Cuando se destruye por completo el original quedan como referencia de lo que fueron a través de esos registros digitales.
¿Qué te llevó a decidir incluir música en algunas de tus primeras películas silentes?
En esos años en los que comentabas que se dejó de filmar en Super 8 en Argentina, ¿dejaron de
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verse tus películas? ¿Desaparecieron igualmente de la circulación, de la exhibición en algún tipo de circuito o bien las mostrabais entre vosotros? Las mostrábamos sobre todo en los años 70. Cada uno iba poniendo en circulación los originales. Pero la exhibición regular en el Instituto Goethe concluyó en 1983. Ahora cada tanto hay algún ciclo en el BAFICI y tenemos la Semana de Cine Experimental en La Plata. En una ocasión, en 1995, hubo una exhibición en la Cinemateca Argentina, en un ciclo llamado «Cine argentino oculto», pero se proyectaron telecines en vídeo analógico, no originales en fílmico. El panorama actual es muy diferente. Tu última película cierra un ciclo y es la primera que sale al exterior. Ahora es al revés: la gente hace una primera película y si consiguen que salga fuera a partir de eso van construyendo algo. Salen al mundo cuando ya hay algo cerrado. Sí, claro. Hoy es inconcebible que alguien haga una película si no está seguro de que va a pasar por algún festival o circuito. Pero en aquella época hacíamos las nuestras simplemente porque no existían. Nosotros queríamos ver ese cine. No nos importaba si iban a un festival o no. Es una diferencia brutal. Por supuesto. Además, es lo que implica la idea de la vanguardia: un grupo de personas trabajando en una misma dirección, totalmente nueva, distanciándose de un consumo cultural establecido. Es lo que distingue realmente a una generación de otra. La importancia de los festivales
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internacionales. Hoy es muy importante que una película se difunda de esa manera. Las circunstancias de la circulación en Buenos Aires son mucho más abiertas pero, al mismo tiempo, también son mucho más banales. Por eso uno va encontrando en ciertos espacios o ámbitos internacionales más cuidado hacia este tipo de películas. Es la idea de ampliar un poco el espectro hacia películas de ese tipo pese a que van en contra de su naturaleza. No se trata tanto de preservar la película para que existan más copias como de que la película pueda llegar a alcanzar lugares que de otro modo sería imposible. Nos interesa la ampliación de posibilidades. Es una forma de luchar contra un prejuicio. Algunos de los «festivales» que se dedican al Super 8 seleccionan la película pero luego insisten para que se muestre en DVD. El Super 8 tiene más difusión que hace 10 ó 20 años, pero sigue siendo considerado un objeto raro. De ahí la pregunta común de: «¿Y por qué Super 8?». ¿Y por qué 35mm? Recuerdo que una chica me preguntó en una ocasión: «¿Y cuáles son las ventajas de filmar en Super 8?». «Ninguna», le respondí. «Sólo encuentro dificultades». Es un formato muy frágil. El 16mm es mucho más resistente. Sí, hay que ser extremadamente cuidadoso con la materia física de la película. En la mesa de montaje no puedes hacer cortes demasiado laboriosos, fotograma a fotograma Los tienes que hacer en cámara. Lo curioso es que
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en el programa «Antología fantasma» hubo que proyectar Traum, de Horacio Coppola, de 1933, e Ideítas, de Víctor Iturralde, de 1952, en vídeo. Son justo las dos únicas películas del programa filmadas en 16mm. El resto, filmadas en Super 8, se pudieron proyectar en sus copias originales. Por lo tanto, es algo que va más allá de las circunstancias históricas o del contexto en el que se realizaron esas películas. Depende de si uno las cuida o no principalmente. Tus películas en Super 8 tienen más de 40 años y están como nuevas. La cuestión de la fragilidad, por tanto, para mí casi no existe. Obviamente es un formato más pequeño y más fino, pero es una fragilidad que depende de cada uno. En el fondo nos estamos moviendo en la cuestión de la duración de la película y sus respectivas etiquetas: cortometrajes, mediometrajes. ¿Qué significa eso? La relatividad de lo que sucede a nivel temporal y espacial en el cine no tiene nada que ver con la duración real. ¿Podrías hablar un poco de tu experiencia en el cine performativo? ¿Comenzaste a trabajar en él desde un primer momento o fuiste llegando poco a poco? Fui llegando sin darme cuenta, buscando la forma de hacer películas proyectadas en un solo canal, convencionalmente. Llegué a ello naturalmente. Hubo un momento en el que me dije: «Bueno, y estos procedimientos que llevo a cabo en mi laboratorio para fabricar películas “unitarias”, ¿por qué no podría llevarlos a la sala de exhibición?». Y fue así como lo hice. Eso fue en 1990. ¿Sueles proyectar esos materiales con frecuencia, o al menos con la misma asiduidad que las otras películas? No tanto. No hay muchas posibilidades de hacerlo, a no ser que invente yo mismo esas posibilidades o que me den la oportunidad en un festival como éste, aunque hay muy pocos en el mundo. Además, me gusta hacerlas en lugares no convenciones, que no sean salas de cine. Es el cine fuera del cine. Me gusta hacerlo en un bar donde toca una banda de rock de vanguardia por ejemplo. Hacemos una proyección antes de la actuación y están todos encantados. No necesito la gran sala con sus butacas para crear una situación cinematográfica. ¿En los años 70, en Buenos Aires, el cine performativo era una práctica habitual?
No demasiado. No cité a Marta Minujín, que en 1971 hizo una obra de cine expandido que a la vez incorporaba acciones en vivo delante y durante las proyecciones. La sala no era demasiado grande. Era una especie de happening donde había cinco proyecciones simultáneas, además de la presencia de las personas que actuaban en las películas, que estaban allí leyendo textos e interactuando con el público. También había música grabada. Se llamó Buenos Aires, ¡hoy, ya! Participé como camarógrafo. Marta Minujín no siguió haciendo cine. Hizo un par de películas en 1976; una de ellas se llamaba Autogeografía (filmada en blanco y negro y color), en la que también fui camarógrafo. Ahora mismo es la artista pop más célebre de Argentina. ¿Alguna vez pensaste hacer una performance con un material ajeno? Sí. Hace unos tres años encontré unas películas en la puerta de mi casa. Eran unos duplicados con cinta magnética incorporada de un turista que había ido a Estados Unidos. Era un viaje por el país. Las imágenes y los sonidos que grabó, no están alterados en la performance. Trabajo esta pieza con tres o seis proyectores. Así que era found footage en su condición original. Quedó intacto. No lo edité posteriormente ni intervine en los materiales. Tal y como lo encontré lo proyecté. Otras veces he hecho una performance con una copia en Super 8 encontrada en un comercio de fotografía de una película de Méliès, La Conquête du Pôle (1912). ¿Y estos tres niveles de la proyección en forma de tríptico o bien la performance los tomas de la misma manera? ¿Cuál crees que es el resultado? La diferencia es que en la performance los materiales están especialmente compuestos y filmados para esa configuración. Mientras que las otras películas que he proyectado como tríptico pueden verse en un solo canal y conservan su autonomía sin problemas. ¿Cómo se te ocurrió la idea de esas proyecciones en tríptico? No sabíamos si había tres bobinas y tres copias. ¿Habías visto algo así antes de hacerlo tú? Lo había hecho yo mismo en 1977, en la versión de Macbeth. Es lo que en música electrónica conocemos como delay. La película sale del primer proyector y en lugar de enrollarse en el carrete receptor, entra al segundo proyector. Lo que sucede vuelve a suceder unos segundos o unos minutos después como si
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fuera un canon en música. Lo pude hacer con dos proyectores, pero quería probar con tres y dio buen resultado. De ese modo, tenemos el pasado, el presente y el futuro. Es muy interesante lo que sucede en ese caso. El espectador realiza así su propio montaje. Lo llamo proyección en serie, a diferencia de la proyección en paralelo, donde cada proyector tiene sus carretes o loops independientes. Parece como si remitiera a la idea de la persistencia retiniana del cine: la imagen que va y viene en el ojo. Es como triplicar ese efecto de lo que permanece en pantalla. Sí, puede ser. En la persistencia retiniana encontramos aquello que vimos durante un instante mínimo, pero también puede tratarse de una representación del fenómeno. Es interesante lo que comentabas ayer a propósito de tus películas, el hecho de hacerlas sin mirar a veces por la cámara. Es un poco como la tarea del pintor: aquí la cámara se convierte en una extensión del cuerpo. Es como en el action painting. Es un lugar común decir que es como en la pintura de Jackson Pollock. También puede ser un procedimiento más controlado. En los Diarios de cine de Mekas encontramos también un capítulo dedicado a la filmación de The Brig. Judith Malina era la directora del Living Theatre. Ella estaba viendo cómo filmaba Mekas la puesta en escena y consideraba que estaba ejecutando una de las danzas más extrañas que había visto en su vida. De alguna manera Mekas filma también sin mirar, por ejemplo las flores. Sí, y Stan Brakhage. No es nada nuevo, claro. Bueno, el uso de la cuerda sí. Sí, en Un enano en el jardín encontramos esa cámara que cuelga de la cuerda. La cámara es autónoma. Gira a la velocidad en que la cuerda libera la energía de su torsión. Yo no podía mirar por el visor al mismo tiempo. Sí, por eso nos recordaba un poco a La Région Centrale, aunque allí se tratara de una especie de máquina robotizada. Pero encontramos igualmente una autonomía de la cámara frente a un paisaje que va girando. Sí, en Gamelan, la cámara es un satélite. El satélite del camarógrafo. Pero su órbita es más orgánica que
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la de Snow, unida rígidamente a un mecanismo programable. La mía está definida por el impulso muscular sostenido, por la gravedad, la inercia.
Encontramos una cierta relación espiritual. Sí, en el misticismo. Es un misticismo que se manifiesta a través de la percepción visual y sonora.
Incluso en La escena circular la cámara funciona como un embudo. La cámara se tiende frente a los proyectores, captura algo. Funciona como un último eslabón de la cadena. Sí, cuando uno mira por el objetivo de la cámara mientras filma el ojo dirige todos los movimientos del cuerpo. En cambio, si uno no mira, es todo el cuerpo el que dirige la cámara. En Heliografía no miro ni siquiera hacia donde apunto la cámara. Intuitivamente manejo el encuadre mientras que con la otra mano hago lo propio con el manillar de una bicicleta. Eso le da una cualidad más natural, más física, a la acción que está siendo registrada.
Y trabaja la forma de manera parecida. Sí, compartimos una exasperación en torno a la forma. Cómo no.
¿Conoces la obra de Val del Omar? Claro, claro.
Declaraciones recogidas en A Coruña el 8 de junio de 2013 por Miguel Blanco Hortas y Félix García de Villegas, con la colaboración especial de Pablo Marín. Transcritas y puestas en forma por Francisco Algarín Navarro. «Claudio Caldini: Experimental Films 1975-1982» ha sido editado en Bluray por Antennae Collection en una edición que viene acompañada de textos de Pablo Marín y del propio Claudio Caldini.
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FILM AS FILM. ESCRITOS DE GREGORY J. MARKOPOULOS Psyche / The Illiac Passion / Gammelion
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LA BÚSQUEDA DE PSYCHE DE LA HIERBA DE LA INVULNERABILIDAD por Gregory J. Markopoulos
Psyche (1947) es la primera parte de la trilogía de películas Du sang, de la volupté et de la mort (19471948). Las otras dos partes de la trilogía se titulan Lysis (1948) y Charmides (1948). En 1947, me sentía fascinado con la novelita inacabada Psyché (1927), del escritor francés Pierre Louÿs, y decidí escribir mi propia versión de Pysche. La primera cosa que hice fue eliminar la exuberante retórica de la novela y retener solamente su color simbólico. En Pysche, el color juega un papel importante, similar al papel que juega el color en las pinturas de Toulouse-Lautrec. El color refleja el verdadero carácter del individuo que tenemos delante, ya se encuentre en la pantalla, en una pintura o en la calle. El color es Eros. En la antigüedad se decía que Eros nació del cascarón del huevo plateado de la Noche, y que por
lo tanto fue el primer Dios. Nació con doble sexo. A veces a Eros se le llamaba Fanes, que significa «el revelador». Para Hesíodo, Eros era una abstracción de la pasión sexual. Los primeros griegos le llamaron Ker o «Espíritu alado». Su santuario más conocido estaba en Thespiaí, donde era adorado por los boetianosi. Nuestra concepción posterior de Eros se fundamenta en lo que asumimos que es la necesidad básica entre lo masculino y lo femenino. Pysche comienza con una puerta abriéndose a la que le sigue inmediatamente el símbolo de una figura amortajada. Una mano ofrece unas flores. El espectador podrá asumir lo que desee. La figura amortajada puede ser Psyche. La puerta, y también se debe recordar que la película acaba con esta misma puerta cerrándose, puede simbolizar para el espectador una entrada a lo desconocido; entrar
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como un niño y, luego, salir al final de la película, por la misma puerta, como un hombre. Las flores son quizá la antítesis de las flechas de Eros. El espectador queda inmediatamente introducido, mediante una nota deliberada, en la subjetividad, con las piernas del protagonista en la pantalla, hallándose a sí mismo presente en el encuentro entre dos personas. El encuentro es un símbolo básico en la vida. El espectador no sabe quiénes son esas dos personas. No puede escuchar lo que se dicen el uno al otro, aunque sus labios se muevan. ¿Por qué se deberían ofrecer las palabras? El espectador, introducido en la película por el creador, proporciona los pensamientos y las impresiones que dan forma al diálogo. De repente, una mujer vestida de negro, símbolo de una bruja, pasa por delante de los dos protagonistas. Al momento, este acontecimiento sumerge tanto a Psyche como al espectador en la confusión. ¿Quién es esta mujer sencilla que afecta así a Psyche? ¿Es ella, quizá, Ilitía, «aquella que viene a ayudar a las mujeres en el parto»?. La compañera se coloca delante de una ventana. Esto, también, es un símbolo común en la vida. El viento sacude el rostro de Psyche. ¿Es quizá Eros naciendo de nuevo, desde el Viento del Oeste? ¿Quién sabe? No olvidemos, sin embargo, que la naturaleza del Viento del Oeste es celosa. Psyche aparece frente a un mar brillante como una figura detenida, y de repente llega una avalancha en la costa. Hacia el mar, las olas, que Eros creó tras haber salido del huevo plateado de la Noche, retozando uno con otro. En este único instante en el que Psyche se mantiene quieta, puede que ella, de forma bastante sorprendente, sea simbólica o sencillamente un pilar fálico; como aquel que se usó en la adoración de Eros en Thespiaí. Sobre la arenosa playa, Psyche, vestida de blanco, símbolo de la nueva luna y de su virginidad, forma un montículo. Este símbolo de lo desconocido es llevado más lejos por medio de la sombra que se arroja sobre Psyche. Muy rápidamente, Psyche y el espectador se encuentran en el antiguo lugar del encuentro. La atmósfera ha cambiado. El propio tiempo es desafiado. Aparece un primer plano de la figura amortajada. Este mismo primer plano aparece con frecuencia a lo largo de la película. El Día y la Noche ya no existen. Como Hércules, Psyche ha comenzado a buscar su hierba de la invulnerabilidad. Para poder descubrir esta hierba de la invulnerabilidad, debe viajar a otro país. Así que
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deja atrás su cuerpo, y ahora viaja con osadía hacia lo desconocido con el espectador. Pysche despierta y se ríe en un nivel subconsciente. En su habitación, coge unas flores de un busto de la propia Psyche. Un colibrí en el ramo de flores lleva al espectador alegremente hacia las dos figuras que descienden por el jardín con sus flores exóticas. De repente cambian los colores y la escena se vuelve pálida. Sólo el color violeta de las flores, que Psyche corta para su compañero, está «vivo». Este es el acto de descuido de Psyche, así como el colibrí es un símbolo halagador de aquel tábano que en la mitología griega cazó Io, y fue la causa de su muerte. Los amantes, si es que podemos llamarles propiamente amantes, llegan a una cordillera. Psyche deja caer su cartera. Se quita sus guantes. Abajo hay un vasto y fértil valle. Es ahí abajo donde se puede encontrar la hierba de la invulnerabilidad. De nuevo, el Viento del Oeste susurra a su derecha. El compañero de Psyche se acerca a la alta hierba que ha tomado el color de una cosecha dorada. La pesadilla erótica continúa. Se coloca una mano en el hombro de Psyche. Se estremece, pues para ella ésta es otro país, y es fría. Los dedos de Eros son como la escarcha. Insospechadamente, el espectador y la pantalla de cine, bañados de azul, se ven sumergidos con Psyche en los límites de sus temores. Al recuperar la consciencia, Psyche se encuentra a sí misma en las ingeniosos y malévolos brazos de Eros, y ella le abandona. Pysche se marcha como ninfa, con la pantalla plateada sumergida en un naranja rojizo. A continuación, Psyche aparece descendiendo los escalones de una catedral, vestida de negro, o como una bruja. Se detiene. Sus dedos, de nuevo la personificación de los dedos, por lo general simbólicos de los dolores del parto, irrumpen en la pantalla, acariciando la base de una lámpara de hierro. Luego, bajo la luz del sol, habiendo caminado cruzando las sombras de una farola, lee una cierta carta. ¿Qué contiene? Se introduce en la carta al espectador. Caminar por el túnel que conduce a la plataforma de la estación supone para Psyche viajar de nuevo hacia lo desconocido, del mismo modo que los iniciados en el griego antiguo eran empujados al abismo del oráculo. En la plataforma de la estación Psyche sucumbe al futuro, a su propio futuro, el cual es creado por ella en el instante en el que cae llorando en los brazos de Eros. Psyche cree en realidad que a través de Eros será capaz de descubrir la hierba de la invulnerabilidad.
El tren que pasa transporta al espectador a los jardines de Eros, que resultan ser japoneses. Allí, Psyche aparece vestida de un naranja rojizo, que es también el color del puente que contempla con tanto cariño. Como los iniciados en el griego antiguo, apareciendo en el abismo del oráculo, ella cree haber recuperado sus sentidos, y una vez más sonríe. Pero el impredecible Eros sumerge al espectador en una situación ritual. Con el círculo místico de luz que rodea unas pequeñas velas, quizá simbólico de la psique, la luz azul que centellea encima de la cara de Psyche impide el desastre según se sugiere al espectador, cuando Eros la abraza. Rápidamente, con los furiosos símbolos de unos pies de piedra, de un hombro de piedra, la película revela el tema de Psyche y corre como la psyche hacia su final. Los acontecimientos aparecen retrospectivamente, hasta que una vez más el espectador se da cuenta de que ha vuelto al punto original de salida. La puerta se cierra. El espíritu de Psyche puede encontrar Serenity.
i. Ver Robert Graves, The Greek Myths, 1955. «La búsqueda de Psyche de la hierba de la invulnerabilidad» fue leído en el Instituto Francés de Atenas, por Mr. Markopoulos, en 1955, antes de una proyección de su película. Publicado originalmente en Filmwise, nº 3/4, primavera de 1963. Texto recogido en Film as Film. The Collected Writings of Gregory J. Markopoulos. Agradecemos a su editor, Mark Webber, a The Visible Press así como a Robert Beavers el habernos permitido publicar este artículo en su versión en castellano. ©Estate of Gregory J. Markopoulos. © De todas las imágenes: Estate of Gregory J. Markopoulos. Cortesía de Temenos Archive (Utser, Suiza), Centre Georges Pompidou y Österreichisches Filmmuseum Traducido del inglés por Francisco Algarín Navarro.
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EL PUENTE ADAMANTINO por Gregory J. Markopoulos
para Paul Klib
Al comienzo, la pregunta la hizo Eros: «¿Es el Mundo pasado la Era del Arte?». Y Prometeo fue encadenado con cadenas adamantinas. Los pájaros pararon de cantar, y las Manzanas Doradas del Jardín de las Hespérides se marchitaban. Y se hizo el silencio en todo el Universo. Y de ese silencio irrumpió el grito de un cineasta: «¿Entonces por qué se ha abandonado?». El primer recuerdo que tengo de una inspiración para Prometeo se remonta a los pocos años en los que frecuenté la University of Southern California, como estudiante de cine, por así decirlo. No tenía ninguna certeza sobre las potencialidades de la imagen; o sobre el significado y la importancia del término avantgarde que volaba por el aire por todas partes en el clima caluroso de California. Parece que hoy no sé más de lo que sabía entonces, cuando coloqué mis manos por primera vez en una cámara, comprada por mis padres, tras mis peticiones insistentes, por treinta y cinco dólares en una joyería local, en Toledo, Ohio; no sé cuántos meses tardé en pagar la prestación de algunos céntimos por semana. Con el acuerdo de mi padre y las dudas de mi madre. ¡No sería mejor si fuera médico o abogado! Concebí el primer guión de Prometeo encadenado en la Universidad de California del Sur, y me lo llevé a Toledo, Ohio, durante las vacaciones de verano, donde mandé encuadernarlo en un suntuoso cuaderno azul, impreso en grandes letras doradas. El texto fue cuidadosamente dactilografiado, planeado de forma muy elaborada; cada página medía quizá unos 50 x 50 centímetros. En realidad, ahora que escribo el primer esbozo de este texto, recuerdo que dactilografié la versión final en Toledo, en una máquina de escribir especialmente alquilada para la ocasión, ¡capaz de cargar enormes hojas de papel que había comprado y que imaginaba esenciales para concebir el filme! Cada página indicaba, entonces, el ancho máximo de las lentes, el número del plano, la acción y otras informaciones posteriores dactilografiadas cuidadosamente; estaba organizado en columnas.
Inspirado en la obra de Esquilo, imité la forma del texto, pero manteniendo al mismo tiempo una referencia a mis primeros viajes, fuera de casa, esto es, a California, confiriéndole un tono surrealista al guión, hoy tal vez risible. El guión comenzaba con Prometeo a punto de ser encadenado; empezaba realmente con él arrastrado a lo largo de una calle polvorienta por Fuerza y por Vulcano. Esta secuencia, musical en cuanto al uso de las lentes, se inspiró, pero no se concretó, en una película que vi en el dormitorio de Curtis Harrington, entonces estudiante de cine en la USC. La película se llamaba Renascence. Había una bella secuencia en la que una mujer joven caminaba una corta distancia y un joven la veía al caminar esa misma distancia, pero pasando junto a ella en la dirección opuesta; a lo largo de ese trayecto Curtis Harrington cortaba hacia atrás y hacia delante del modo más elegante posible. De la misma manera, mis ojos se enamoraron por primera vez con la visión de un color. ¡A partir de ahí siempre estuve interesado en el color! Cuando Prometeo se acercaba con sus torturadores, recuerdo perfectamente que utilicé primero lentes de gran angular, después de medio alcance, y luego, con la idea de la atadura, introduje rápidamente los brazos balaceándose de los torturadores y de Prometeo; esto último se filmó con una serie de lentes de telefoto. Es una idea que tal vez vuelva a utilizar en alguna película. La atadura real se debería haber filmado en un local de Malibú, California. Después de la atadura seguía el largo discurso de Prometeo, y la llegada del coro: coro que se transformaría más tarde en los libertinos rascacielos de Nueva York1. Tengo la impresión de que a medida que me movía de un lugar para otro, también mis ideas comenzaban a viajar y el contenido de mi película tomó algunos giros barrocos. Mucho más tarde, cuando solicité mi primera beca de la Fundación Guggenheim, que no recibí, tuve la idea de que debería hacer la película en Europa. Cada
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secuencia debía ser filmada en un país diferente, y el protagonista debía ser siempre el mismo, sin cambiar nunca. Lo cerca que estuve de conseguir esto es una cuestión que debe quedar para los estudiantes del cine como cine que interpreten la versión final de The Illiac Passion. Sin perder de vista la idea del coro y de los rascacielos libertinos, lo siguiente fue pensar acerca de la llegada del propio Poseidón al interior de una bañera. Tal vez había visto en esa época mis primeras películas francesas de vanguardia, o había estado envenenado por los malentendidos que se imponen a los estudiantes por parte de los ambientes a los que se les someten de forma tan desconsiderada, y de los cuales tardan en liberarse por lo menos veinte años, si es que se han enfrentado a ellos. Sin embargo, mientras se recuperan, el desafío de su arte respira y Gana Cuerpo. Mientras esperaba, año tras año, a empezar la película, pensé en muchas ocasiones que estaba equivocado; también creí muchas veces, de forma seria, en las palabras de Prometeo, de Esquilo, y en sus palabras al final de mi primer guión, antes de que la cámara se sumergiera en el mar, con Prometeo gritando al infernal tránsito del mundo: «Mírenme, ¡me equivoqué!». A pesar de esperar, a veces sabía que no estaba preparado para la película. Debía esperar. Tenía que esperar; y no sólo por razones económicas; no me sentía preparado. El propio guión de mi vida aún no podía acoger el intento. Aún no había caminado de forma suficientemente firme por los caminos helados de la Existencia. Otras películas debían hacerse; otras películas que a veces no llegaron a ver la luz del día, sólo un flash privado, después de haber identificado el hilo de sangre que marcó y creó un arco invisible sobre un periodo determinado. Incluso en Grecia, durante los cuatro años de ansiedad de la preproducción de Serenity, pensé en el proyecto de Prometeo encadenado; pero una vez más decidí aplazarlo; ¡Poseidón seguía todavía en su bañera en el mar, las mujeres marinas de Delvaux (las Oceánidas) se revolvían, y Hermes siguió acercándose en lugar de la petición de Zeus. El 1 de enero de 1964, en la oficina de la primera Film-Makers Cooperative, en 414 Park Avenue South, en Nueva York, llegué y me encontré, creo que ya de noche, con Leslie Trumbull, sentado en su escritorio. Leslie, con su actitud, ahora famosa, de absoluta comprensión por las dificultades de un cineasta, sugirió que llamásemos a la Associated Press para preguntar si sabían o tenían alguna noticia del festival de cine
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Knokke-le-Zoute. Telefoneé. Escuché, y oí incrédulo cómo un hombre decía al otro lado del teléfono: «Twice a Man, dos mil dólares ». Muy contento, esperé la confirmación. La confirmación llegó cuando Jonas telefoneó de Bruselas, considerando, sin embargo, que debido al affaire Flaming Creatures, aquellos que habían recibido premios en metálico de Bruselas debían rechazarlos. P. Adams Sitney declaró, de forma bastante dramática: «¡No! ¡No!». Jonas estuvo de acuerdo y, pasado un mes, recibí mi premio en metálico, mis dos mil dólares. Más o menos en esa misma época, estaba montando el original de The Death of Hemingway (1965), en 35mm., un negativo en color, cuando Jack Smith se asomó por encima de mi hombro. Parecía un personaje salido de una pintura de James Ensor y me sugirió muy seriamente que dejara mi empleo en Marboro Books y me dedicara simplemente a hacer películas. Cuando protesté, preguntando cómo podría vivir, me dio una pista: viviendo. Así que dejé Marboro Books y con los dos mil dólares, viví, esperé y busqué a los veintiocho personajes para la película que se convertiría en The Illiac Passion. Las figuras y personalidades más relevantes del New American Cinema comenzaron a surgir poco a poco, y Jack Smith continuó pidiéndome estar en la película; todavía no era capaz de imaginar cuál era el personaje mítico que más le convenía. También lentamente, comencé a filmar. Como no tengo mis cuadernos de notas aquí en Bruselas, apenas recuerdo que el primer mito que tenía que resolver era el de Narciso. Quizá fuera bastante apropiado, ya que a menudo me acusaban de ser narcisista, del mismo modo que más tarde me acusaron de ser autoindulgente2; y al principio de mi carrera, los críticos recriminaban que mi trabajo era demasiado estático: por ejemplo, Lysis. Lysis, puedo decirlo de inmediato, fue la primera clave de lo que hoy es The Illiac Passion. Me di cuenta de esto, bastante extático, después de verla por primera vez. Todo lo que estaba en Lysis reverberaba con la vida, con la música y con la palabra hablada en The Illiac Passion; estoy contento con ello. La inspiración para The Illiac Passion tiene su origen en la pieza de Esquilo, Prometeo encadenado: de vez en cuando sentía una torrente de impresiones sobre cómo habrían sido las otras dos obras perdidas de su trilogía. Conservé en mi propio círculo dorado de inspiración algo que leí cuando era estudiante, en un ensayo maravilloso de Gordon Craig: el actor de la obra debía aparecer desnudo en el escenario. Decidí entonces filmar desnudo al actor modelado como Prometeo. El
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clima en Nueva York era bastante propicio para ello, y no tuve ninguna dificultad a partir del momento en que encontré al actor a la hora de filmarlo desnudo, o, algo obviamente más complicado, al revelar la película rodada. Pero de los personajes principales de la obra de Esquilo sólo mantuve a tres: Prometeo, Poseidón e Ío. Prometeo fue elegido pensando de acuerdo con mis ideas sobre Prometeo (a pesar de que nunca aparece con ese nombre en el filme), y fue representado por el señor Richard Beauvais3. Poseidón, que ya no surge de una bañera, sino que pedalea en una bicicleta estática, fue representado por el señor Andy Warhol. E Ío, a la que ya no persigue un tábano, sino que está envuelta en una especie de áurea subterránea, se transforma lentamente en porcelana y está imbuida por una cualidad asiática; Ío fue representada por la señorita Clara Hoover. De los tres, filmé más con Richard Beauvais. Las imágenes con Andy Warhol fueron filmadas en una noche, con la revista Life registrando el evento con fotografías en
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color; nunca fueron publicadas. Las imágenes con Clara Hoover fueron filmadas a lo largo de dos o tres semanas; una parte de ellas se filmaron por debajo de los cero grados con Richard Beauvais en Lloyd‘s Neck en Long Island. Si el punto de inspiración para los tres personajes centrales (a pesar de ser Beauvais el único personaje principal) fue la obra de Esquilo, la inspiración fundamental en cuanto a los personajes míticos, si podemos decirlo así, fueron los mitos griegos que siempre me causaron tanta alegría: los mitos de Narciso y Eco, de Ícaro y Dédalo, de Jacinto y Apolo, de Venus y Adonis, de Orfeo y Eurídice, de Zeus y Ganímedes, y muchos otros. Utilizando estos puntos de partida exóticos de manera puntillista e iluminada, me permití a mí mismo apartarme, divagar, viajar a través de las emociones de los intérpretes que encontré durante mi odisea; hasta que, finalmente, en la última versión de The Illiac Passion, los intérpretes se transforman apenas en las moléculas del protagonista
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desnudo, dando vueltas y debatiéndose, apasionados, encadenados y liberados, al pesar de una situación a otra en el inmenso mar de emociones en que se transforma la orgullosa tentativa del cineasta. Debe mencionarse otra caracterización como descendiente directo de los dos personajes que atan a Prometeo en los pasajes iniciales de la obra griega. Pienso en el inimitable señor Taylor Mead (poeta underground y personalidad del cine) que interpreta, en una combinación, a los dos personajes de Esquilo: el Poder y la Fuerza. Algunos espectadores, después de ver The Illiac Passion (¡uno de ellos en desacuerdo con que fuera necesario en la película!), lo vieron como un duende, como una imagen-fuego; como una imagen fuego debido al vestuario que elegimos juntos para su representación. Ninguna de estas interpretaciones de los espectadores de la película, por más válidas que puedan resultar desde el punto de vista del espectador, contienen tanta verdad como la propia interpretación del cineasta: que en el filme Taylor Mead es lo
opuesto a la Musa, un Demonio; un Demonio en toda la acepción griega de la palabra. Basta con pensar apenas en la película para concordar con esa interpretación. El Demonio y la Musa, interpretada con tanta destreza por una verdadera Musa, la señora Peggy Murray, se mantienen para siempre separadosi; es decir, nunca son vistos o nunca se superponen en la misma escena o encuadre juntos. No sucede lo mismo con el personaje de Eros, sobre el cual hablaré más tarde. Tal vez sea adecuado informar al espectador y al lector interesados en mi trabajo que The Illiac Passion se transformó en dos niveles (sin entrar en detalles), el viaje hablado y visual odiseico del cineasta. A partir del momento en el que la figura del señor Beauvais surgió aquella noche, cuando trabaja en Marboro Books en Greenwich Village, en Nueva York, y uno de los empleados me susurró «éste es el Prometeo que andas buscando», hasta la elección final del señor Jack Smith (el cineasta de Normal Love [1963]) para el papel de
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Orfeo en los últimos días de la fase de producción, este filme ha alcanzado todos los nervios, las fibras y los músculos de mi Ser. Que esto haya debido ser así es incluso lógico, ¿pues no era Prometeo visitado diariamente por aquella águila inflexible enviada por Zeus? Un águila que nunca vemos llegar en la película, sino que sólo oímos su grito penetrante. Un grito extrañamente americano; un grito que contiene los elementos de los agraviados, de los incomprendidos. Para aquellos que encontraron apropiado ignorar la mención a mi trabajo o que incluso estuviera en Knokke-Le-Zoute (impidiendo la retrospectiva de mis películas), para los que decían que The Illiac Passion era bonita, o auto-indulgente4, este sonido del águila es apropiado. Son sus propios gritos en la incapacidad de defender no sólo los asuntos de amour, sino también para defender los asuntos del Cine. Quienes sea las otras personas de la película, es y no es relevante para este texto. Puedo nombrar a algunos: el señor John Dowd, el pintor, que representa a Endimión; el señor Wayne Weberii representa a Ícaro; la señorita Stella Bittleson representa a la figura de una Diosa de la Luna; el señor Paul Swan representa la figura envejecida de Zeus de forma conmovedora; el señor Gregory Battcock, el crítico de cine, que interpreta el breve papel de Faetón –un papel tan desarrollado que seguramente la idea del mito será trabajada de nuevo (en su integridad) en algún proyecto futuro; el señor Gerard Malanga, el poeta, el papel de Ganímedes; y, claro, la Pandora de The Illiac Passion, Margot Breieriii. Que estos individuos maravillosos, jóvenes de espíritu, traviesos en su comportamiento, aparecieran como lo hicieron alrededor de 1964, es un testimonio de la escena de Nueva York, del aura del cine en ese periodo. Dudo que pudiese haber surgido en cualquier otro periodo. Ciertamente para mí, para la película, por muy caótica que se haya vuelto, estoy contento de que ocurriera cuando ocurrió; ¡me pregunto qué habría sucedido si se hubiese realizado en otro lugar, como en Ohio, en la época en la que leía Le Prométhée mal enchaîné (1920) de André Gide! No es que nunca aprobara el águila tal y como se sirve de ella el personaje de Gide; porque al final, el águila del Tiempo devoró al propio Gide. Antes de comenzar el rodaje, Eros preguntó: «¿Cuál será tu método de trabajo? ¿Cómo vas a comenzar?». Y se hizo el silencio. Los padrinos del cineasta, Disciplina, Limitación y Determinación Severa retumbaron. Pero el pan escaseaba en la isla de Blest, en Gotham. Y, mientras tanto, todos sabían exactamente aquello
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que el cineasta precisaba o no. La Ford Foundation le rechazó como cineasta potencialmente. Pero la necesidad de comenzar, que todos los cineastas conocen secretamente, electrificaba el ambiente a su alrededor; tomaban forma las notas acerca de cada mito, las notas relacionadas con las diferentes versiones, con las diferentes traducciones de la leyenda de Prometeo, con la verificación de los archivos de imágenes de la New York Public Library y de varias bibliotecas privadas. Preparé diversos bloques de notas para las referencias, para la elección final que daría lugar a una escena particular, a una composición particular, a un movimiento particular. Se seleccionaron también las localizaciones. La principal, una zona cercana a Central Park, de la West 72nd Street a la 59th Street. El cineasta filmó en repetidas ocasiones con cada uno de sus personajes la totalidad de esos escenarios grandiosos. Al final, se utilizó muy poco. Las razones darían para otro texto; un texto formado por sueños y realidad. Sin duda, uno de los primeros episodios creados para The Illiac Passion, el cual está entre los más trabajados, es el de Narciso. Narciso fue representado por el señor Robert Alvarez. Tal y como sucedió con la mayor parte de los intérpretes, su respeto por mi trabajo, su atención respecto a mis detalles relacionados con las acciones y su propia contribución para el papel son visibles en la versión final de la película. Una de las contribuciones más notables es difícil saber quién la propuso; se trata del episodio de la breve danza en la que se ve a Narciso desnudo en un decorado lleno de hojas de periódico. Puedo afirmar que se filmó en el apartamento de la señorita Beverly Grant (la Perséfone-Deméter de la película), contra una desnuda pared de ladrillo; y cuyo suelo negro retorcí, di forma/lancé todos los periódicos que pude encontrar. El resto consistía en la figura de Narciso y de mi propia superposición en cámara; reduje brevemente la velocidad para acelerar el movimiento de Narciso. Del mismo modo que la película se desplaza desde el Puente de Brooklyn, esa brillante estructura adamantina, hasta las rocas, hasta el bosque y hasta la acción de las secuencias míticas y prometeicas, también mi interpretación de los diferentes personajes se desplazó de historia en historia; una historia que siempre se cuenta desde un punto de vista emocional, más que desde unos hechos convencionales, pues todo el mundo conoce sin duda cuál es el destino de las obras más inteligentes, y sin embargo infructuosas, en las diferentes disciplinas. A menudo mis actores,
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sin saberlo, me ofrecían una solución perfecta. Otras veces, un amigo sugería, igualmente sin saberlo, justo la idea de la que necesitaba: o decía cualquier cosa que se convertía en idea. Estaba, por ejemplo, la referencia a Catuloiv, realizada una noche por H.F.v, crítico de cine y amigo cercano, que dio forma y seguridad al cineasta para filmarse a sí mismo junto con la figura de Ícaro: en el espejo, con una manzana en el cuerpo de Ícaro. Ciertamente, ¡Catulo había cambiado! Pero las contribuciones, los métodos de filmación no acaban aquí; son tan innumerables como los fotogramas de la película, luchando con ellos una y otra vez, algunas veces luchando entre ellos, hasta convertirse en lo que son: los planos, las secuencias, las partes, los noventa minutos finales de la obra. Filmando con la señorita Beverly Grant, la fabulosa Deméter y Perséfone en The Illiac Passion, a menudo de acuerdo con sus amables peticiones, en su apartamento, tuve la idea de entrar en una escena en la que ponía en marcha la cámara, entra en escena, hablaba con ella y salía. Esta escena está en la película, y se pueden ver algunos fragmentos del material con el que trabajé o con el que quería trabajar. Acerca de esta escena, me gustaría comentar que en la película se ve al cineasta trabajar tal y como lo describo, y que entonces hay un corte y se pasa a la escena real: un bello primer plano de la señorita Grant, Perséfone, en el submundo; el rostro sobreimpreso sobre y bajo una esfera celestial. El día que filmamos en el Jardín Botánico del Bronx, estuvo lleno de ansiedad. Allí, en medio de las flores y de las palmeras, cuidadosamente identificadas (cuya identificación quitamos y volvimos luego a poner), la señorita Grant y yo filmábamos las escenas de Perséfone en el submundo y las de su subida a la Tierra. Como precaución, coloqué cada bobina de película filmada de cien pies en los bolsillos de mi abrigo, en caso de que alguien nos detuviera. Aún no habíamos terminado nuestra deliciosa sesión de rodaje cuando apareció un jardinero que nos amenazó con llamar a la policía (especialmente porque la señorita Grant estaba vestida de Perséfone, con un camisón negro). Sin esperar a que lo hiciera, nos lanzamos a la estación de metro más cercana, preguntándonos todo el tiempo si nuestro material era bueno o malo. En otra ocasión, en la que empezó a llover, pedí a la señorita Grant que bajáramos a unas alcantarillas en obras en Con Edison y le dije que se quedara tranquila y calmada hasta que los electricistas de Con Edison que estaban abajo empezaran a perseguirnos. ¡Sucedió lo inevitable y registré todo con mis lentes de zoom!
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Temáticamente, éstas son apenas algunas de las cosas que sucedieron. En términos de producción, nos inclinábamos hacia el precario extremo de la escala, conllevando la filmación peticiones diarias de financiación, increíbles solicitudes por carta; manipulaciones con mi pequeño talonario de cheques y otros sucesos que harían parecer ridículas a Las mil y unas noches de cualquier época. Pero estoy convencido de que durante la filmación de The Illiac Passion me divertí mucho con mis aventuras y desventuras. Fue mucho más tarde, cuando tuve que encontrar fondos para hacer una copia de la película cuando puse en peligro mi salud; ¿pero qué artista no ha puesto en peligro su salud? Es una exigencia de Zeus; no nombremos las otras peticiones. Siempre con la cámara Bolex Reflex de 16mm prestada por Jonas Mekas o Charles Boultenhouse, transportada en una bolsa de viaje de Pan Am, con algunas bobinas de película, dos cables de extensión, una o dos lámparas Kelvin de 3200 grados (tipo champiñón, de dos dólares), con mis notas y mi trípode para colocar las lámparas debajo del brazo, regresaba a mi santuario en la 40 West 11th Street en Nueva York, donde dormía hasta la mañana siguiente. De esta forma, el sueño, sin pensar en comer, probó ser la manta de Morfeo: una oración relacionada con los sueños de la infancia, con las llamas de la inteligencia de un niño. En otras ocasiones, hacía mi caminata diaria hasta la oficina de la Film-Makers’ Cooperative, donde buscaba alguna posible ayuda, cartas para anunciar alguna conferencia unos meses después; de este modo, no podía hacer un uso inmediato de mis necesidades inmediatas; o me encontraba a mí mismo tomando el metro hasta el laboratorio (a veces recurría a dos de ellos) para dejar mi película a revelar, y luego volvía a buscarla, a veces semanas más tarde. Estas humillaciones diarias se inscribieron de la forma más impecable en el propio filme, en mi relación con lo que es Nueva York. Cuantas veces recordé lo que solía decirme mi viejo amigo, que me dio mi primer empleo en Nueva York, David Crawford (falleció de un cáncer de estómago), en su apartamento en Washington Square (alrededor de 1960): «Si uno sobrevive en Nueva York, Gregory, tú... »; comprendí desde entonces y durante los años siguientes lo que David Crawford quería decir. Puedo afirmar ahora que Nueva York es una ciudad provinciana y aislada. Para el cineasta, el aborrecimiento de buscar ayuda de película en película, de mecenas en mecenas, de fundación en fundación (siendo habitualmente
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negada), incluso antes de completar la película y de comenzar otra, parece interminable5; y éste es el gasto constante de energía que se evapora mucho antes de que sea suficiente lo que hace que el cineasta se vuelva silencioso, cuando no taciturno. Porque a pesar de que existen individuos que ayudan a los cineastas y al cine del modo que les parece más apropiado, siendo humanos, se equivocan no dándose cuenta de las sutilezas y de las simplicidades necesarias para garantizar la salud y el bienestar de cada cineasta en particular; pues no hay dos cineastas iguales. Si aquellos que ayudan no reclaman el privilegio de dar su opinión una vez han concedido la ayuda, entonces extienden su reclamación al privilegio mucho mayor de convertirse en los Dueños: una de las graves desgracias de este mundo. Para permanecer inconsciente y resuelto ante estas desgracias, el cineasta puede escoger no ser comprendido; no ser comprendido a causa de sus métodos directos en vez de aceptar los repugnantes métodos evasivos utilizados en el mundo comercial; y sobre todo en el mundo del
Arte en Nueva York, Chicago, Dallas y Los Ángeles. Puede parecer que estoy revelando poco sobre la producción del filme, pero en realidad, estoy revelándolo todo. Aún mejor, tenemos la película acabada. Está la evidencia de la duración de la versión final y la evidencia de la duración cuando se envió por primera vez al laboratorio; la evidencia de dos viajes a Estados Unidos en un periodo de tres semanas para completar la película; la evidencia de una decisión tras otra así como la de la forma de la película; la evidencia de la decisión sin precedentes del jurado del festival de cine experimental de Knokke-Le-Zoute; la evidencia de la decisión del cineasta de estrenar la película. Todo esto equivale y es la consciencia de The Illiac Passion. Pero sobre todo, con y sin tener en cuenta las decisiones del jurado, con o sin tener en cuenta las sinceras reseñas de los periódicos en el país de origen de uno, la consciencia de un filme brilla con la absoluta certeza ante un público encantado ante el marco de la pantalla plateada: fue así en KnokkeLe-Zoute. No digo esto de primera mano, ya que me
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encontraba enfermo por un problema en el riñón la noche en la que la película se proyectó (en dos ocasiones) en el Casino de Knokke; lo supe a través de una culminación de visitas al hotel y por una serie de notas enviadas después de la proyección. Con todas las dificultades, ahora legendarias, que encontró The Illiac Passion, puedo añadir que, irónicamente, nunca vi la película entera de una sola vez sin interrupciones. Sin embargo, cuando me preguntan por el significado de éste o aquel símbolo o personaje, la veo con agrado. Veo que soy yo, el cineasta, el que está sentado en los escalones con su bloc de notas al comienzo del filme; que soy yo, el cineasta, el que sube las mismas escaleras corriendo, tomando una lectura con el fotómetro: la escena está superpuesta con la imagen de un motivo granítico de flores y de pájaros; que es el cineasta el que está en la escena con el espejo hecho añicos, la Musa y la cámara que hace un zoom, el cineasta que apaga la luz; que muchas veces es la mano del cineasta la que entra y señala, la que pide una dirección o un movimiento de sus actores, como en el caso de la escena de la sala de dibujos con la Diosa de la Luna y Endimión, o más tarde hacia el final de la película: el cineasta entra en una cocina, empuja la sombra de una lámpara verde mientras que Orfeo está apoyado en la ventana; ésa ha sido la duración de la película: Prometeo, sus pasiones, sus observaciones, el cineasta sentado en su escritorio decidiendo, decidiendo. Ahora The Illiac Passion está terminada. La película será enrollada y desenrollada; los símbolos recurrentes del trigo, de la manzana, de la media luna, la Musa superpuesta con la figura de Eros, todo ello va a atormentar a los espectadores. Entre estos espectadores, el Espectador de Cine del Nuevo Mundo; estarán aquellos que estén dispuestos a comprender, que estén predispuestos a hacerlo, que no estén demasiado cansados como para entender el simple método de las imágenes; el simple y rico método del cineasta cantando a sus imágenes, de la obra de Esquilo a los mitos griegos. El cineasta, cantando la traducción notable de Prometeo encadenado realizada por Thoreau6. Quién no hará una pausa para respirar con más libertad; quién no hará una pausa para pensar cómo los personajes de The Illiac Passion quedan encadenados y liberados respecto a sus pasiones; quién no hará una pausa para sumergirse en mi lago de Rememoración y Olvido. 28 de enero, 1968. Petit Sablon, Bruselas.
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Durante el rodaje de Twice a Man se hizo un intento de utilizar los libertinos rascacielos de Nueva York sin muchas consecuencias. Se abandonó la idea. 2 Moskowitz, G. «Novelty Now Commonplace, “Belgian Festival Glut of the Nudes”». Variety, 10 de enero, 1958. 3 Desde que hice la copia final de The Illiac Passion, consideré que habría sido muy interesante si hubiera tenido la figura de Prometeo representando todos los papeles él mismo. Esto puede ser aplicado al personaje de Aquiles en la próxima The Last Homeric Laugh. 4 Ibíd. Moskowitz, G. 5 A causa del tiempo, de la necesidad de continuar (una vez se detiene al cineasta le cuesta recobrar el impulso), el cineasta está obligado a menudo a arriesgarse a comenzar una nueva película cuando de la anterior aún no se ha hecho una copia o ni siquiera los empalmes. Mientras escribo esto, estoy terminando la copia de mi película realizada en Italia Gammelion; y esperando a poder hacer una copia de la película hecha en Chicago The Divine Damnation, y haciendo planes para realizar una nueva película. 6 La banda sonora de The Illiac Passion está formada por la grabación de una banda sonora que realicé en Nueva York. En un periodo de unas seis horas, leí la obra de Esquilo al completo, Prometeo encadenado, siguiendo la traducción de Thoreau. Conociendo bien mi proyecto de película, realicé en la lectura de la obra: (a) pausas donde veía que encajaban; (b) repetí palabras a menudo con pausas en medio; (c) utilicé el mismo método de repetición, pero con frases enteras o con la mitad de una frase; (d) en general haciendo mía la obra, la traducción. i Peggy Murray era una anciana vecina de Markopoulos y una antigua actriz de teatro. ii Wayne Weber era un amigo de Jerome Hiler. Hiler diseñó el vestuario de The Illiac Passion. iii Margor Breier era voluntaria en la Film-Makers’ Cinematheque y en la revista Film Culture. 1
Publicado originalmente en Film Culture, n.º 53, 54, 55, primavera, 1972. Texto recogido en Film as Film. The Collected Writings of Gregory J. Markopoulos. Agradecemos a su editor, Mark Webber, a The Visible Press así como a Robert Beavers el habernos permitido publicar este artículo en su versión en castellano. ©Estate of Gregory J. Markopoulos. © De todas las imágenes: Estate of Gregory J. Markopoulos. Cortesía de Temenos Archive (Utser, Suiza), Centre Georges Pompidou y Österreichisches Filmmuseum Traducido del inglés por Francisco Algarín Navarro.
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CORRESPONDENCIAS ENTRE EL OLFATO Y LO VISUAL por Gregory J. Markopoulos
Para John Cavanaugh, cineasta.
PARTE UNO Los títulos como las dedicatorias o como los nombres de las calles nos dirigen hacia las vidas misteriosas. De un siglo a otro, de una época decadente a otra, de una nación a otra, de un juego mal pensado a otro, de un gesto planteado políticamente a otro, los orígenes se vuelven tan ilusorios como los granos de arena. Y el propósito original se convierte, siempre, en una cuestión de una amarga conjetura. Cualquiera que desee zambullirse en las regiones insondables donde giran las correspondencias secretas entre los ventrículos y las aurículas de un hombre amistoso y resuelto, habiéndose encontrado a sí mismo inclinado hacia ello, puede parecerle increíblemente difícil que esto aflore a la superficie; en particular en estos días en que todas las artes, tanto las vivas como las muertas, están siendo por completo neutralizadas. Y esto sucede de forma bastante sistemática. Afortunado es el cineasta que posea un genio, y que pase de forma natural de una estación a otra, siempre con energías renovadas, hasta aquel punto crucial en el que es capaz de reconocer lo que constituye las actitudes sumergidas de su arte; lo que constituye el presagio, las actitudes con forma de águila. Actitudes que en una estación de suficiente subida van más allá de las fragilidades y las quejas de la personalidad creativa. Las limitaciones autorreconocidas quedan olvidadas y liberadas, como las exigencias a menudo cómicas y continuas hacia amigos y conocidos en nombre del arte propio. Finalmente, la ilusión total que ha estado inherente desde el principio en nuestros esfuerzos brilla, se agita y nos pone en llamas. Hace muchos años, durante la primera proyección del New American Cinema en Spoleto, visité Il Castello di Roccasinibalda, con forma de águila, perteneciente a Caresse Crosby. Conmigo, en dos coches, viajaron el señor y la señora David Stone, el señor Jerome Hill, el señor Aziz Izzet, y otras personas
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que no recuerdo. Al llegar a Roccasinibalda, me senté inmediatamente abrumado por el lugar. Para mí, los lugares y las personas hermosas han sido siempre la columna vertebral de mi trabajo. Al menos al comienzo. Esta actitud ha continuado en muchas de mis películas recientes: Galaxie (1966), Eros, O Basileus (1967), The Divine Damnation (1968), The Illiac Passion (1964-1967), Bliss (1967)1. Posteriormente, tras visitar el castillo, tras conocer a Caresse Crosby y habiéndome enamorado completamente del espíritu del lugar, me prometí a mí mismo que un día haría una película en Roccasinibalda. Cómo podría ser de otra forma, una vez había visto las habitaciones espaciosas, el magnífico pasillo que llevaba de una habitación a otra, o la vista final a la espalda del castillo, que se extendía hasta un barranco profundo, y la fantástica vista desde las murallas (aquí ondeaba la bandera de un mundo) de las casas del pueblo arremolinadas a los lados del increíble castillo. A menudo, en Nueva York, cuando recordaba los jardines hundidos, me preguntaba cómo podría crear alguna vez una película en Roccasinibalda. Un día, el joven escritor infantil Jan B. Wahl me sugirió que leyera la novela de Julien Gracq Au château d‘Argol (1938). Lo hice. Sabía que era una obra que transcurría en la provincia de Rieti. Me sentí inmediatamente y escribí mi guión, que consideré completo desde el primer borrador, el único borrador. A algunos de los que lean esto les puede parecer muy extraño considerar un primer borrador como una obra acabada. Además, incluso durante el montaje de películas como The Illiac Passion o Twice a Man (1963), una vez hago un corte nunca se altera. Debo decir que en el caso de Twice a Man decidí llevar a cabo mi teoría sobre el fotograma individual y empecé a editar no realizando nunca más un cambio. La copia final, es la única copia que vi de Twice a Man, unos meses después. Había sólo dos errores. Dos planos del revés. Uno de ellos lo corregí, el otro
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lo dejé para tener buena suerte en la tradición de los constructores de la Acrópolis. Preparé el texto de The Castle of Argol en un tiempo record2. Se lo presenté un día a Charles Boultenhouse para que lo leyese, y su reacción, aunque crítica, fue elogiosa, con no poco entusiasmo. De hecho, me felicitó por la escena que tiene lugar en la playa. Poco después, los editores del libro, New Directions, contactaron el autor, el señor Gracq, aprobando enormemente mi guión. Por desgracia, el señor Gacq rechazó la propuesta. Para el señor Gracq, por lo que se le había descrito desde New Directions, el guión que había preparado a partir de su libro era demasiado esotérico. La respuesta negativa me hizo dejar archivado mi guión. Sólo lo saqué una sola vez más para mostrarlo al señor P. Adams Sitney, que en esa época era el editor de las famosas series Filmwise3. El verano pasado decidí hacer una película llamada Eros, O Basileus. Escribí a Caresse Crosby para decirle que había planeado viajar a Italia para fotografiar el castillo para la película arriba mencionada. Curiosamente, comencé la película en un apartamento en el Bowery y seguí filmando4. Antes de que me diera cuenta, y tras mantener una dura pelea para acabar la película, descubrí que no necesitaba el castillo. Eros, O Basileus no necesitaba otra localización. Aún así, persistí en mi anuncio de que me marchaba a Roccasinibalda. Pero esto no iba a suceder, pues una noche después del preestreno de mi película Galaxie en el Bleecker Street Cinema estuve a punto de morir por una rotura de apéndice. Caresse Crosby recibió la noticia de otra cancelación desde mi cama de hospital. Pero la historia de la localización del castillo no acaba aquí. A partir de ahora, estando en Italia, en sólo unos pocos días espero llegar a mi destino. Y lo que tengo planeado hacer si florece es muy posible que sea la clave de lo que he estado buscando durante tanto tiempo. Una clave buscada a través de la necesidad, a través de la falta de suficiente cantidad de película con la que trabajar. Digo esto puesto que había planeado llevar treinta y cinco bobinas a Roccasinibalda. Es imposible, ya que no las tengo, ni he sido capaz de encontrar a alguien durante esta temporada de ferie en Roma que pueda solucionar mi problema. De este modo, hace algunas semanas, le dije de repente a mi amigo, el joven cineasta Robert Beavers, que haría la película con dos bobinas. Estas dos bobinas se usarían como si fueran oro. A partir de ahí planeo hacer lo que sigue. O puede que haga otra cosa. Pero por el momento, sigo pensando en lo que aquí sigue. En estos días en los que todavía sigue habiendo
grandes desastres cinematográficos, y estoy pensando en la película polaca Faraon (Jerzy Kawalerowicz, 1966), que vi el otro día, es quizá importante recordar lo que es trabajar sin desperdicio de ningún tipo. Sea lo que sea que haya aprendido de una película a otra, debo aplicarlo ahora con una fuerza renovada destinada a un trabajo cinematográfico para el que tengo solamente dos bobinas. Y estas dos bobinas de película deben ser tan valiosas para mí como la luz de las velas parpadeando en el duro escritorio del más pobre de los escritores. Entonces, verdaderamente, estoy buscando una forma de contar qué es lo que debo decir, utilizando una forma más pura de imagen que la que tenía en el pasado. Estoy especialmente agradecido a aquellos que dicen que mis películas son estáticas. A partir de ahora, ¡verán lo que les parecerá incluso más estático! Una película se rueda normalmente con actores, con vestidos, con localizaciones, con una cantidad ilimitada de película. Esta película, para la que sólo tengo dos días de trabajo en Roccasinibalda, se filmará, para empezar, sin ningún actor, sólo con las dos bobinas de película ya mencionadas, sin vestuario y en una sola localización. No habrá retomas, aunque nunca he sido un cineasta que haya gastado película de esta forma clásica. Y donde normalmente rodaría un número X de pies para un plano, ahora debo como mucho usar de cinco a diez fotogramas. Y, con suerte, cada uno de estos cinco o diez fotogramas serán para mí tan valiosos como una palabra seleccionada de un antiguo diccionario cuyo significado sigue resultando fiable hasta el día de hoy. El número de planos que uno puede conseguir con esta forma de cinco a diez fotogramas con los que uno puede contar resulta obvio. Por lo tanto hacer de ellos una película será la continuación de mi problema cinematográfico presente. Una vez haya filmado en Roccasinibalda, planeo seleccionar lo que momentáneamente parece ser un protagonista. Este protagonista será filmado en el estilo de mis películas Galaxie o The Divine Damnation, diciendo las siguientes líneas: «Ser amado significa ser consumido. Amar significa irradiar una luz inextinguible. Ser amado es dejar este mundo, amar es sobrevivir»5. Cuando hago referencia al estilo de las películas mencionadas arriba, me refiero especialmente al montaje en cámara, a la mezcla de fotogramas individuales y superposiciones. Peo en el caso de la nueva película, espero aplicar el método con una cámara que grabará el sonido en el mismo momento.
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Para el sonido, propongo trabajar con el mismo método del fotograma individual o de la superposición que sigo para la imagen. Más allá de este punto, sólo puedo sugerir que debo llevar adelante mi idea relacionada con el olfato en el cine: una idea bastante simple, pero plausible para mi manera de pensar o filmar. Quién sabe, puede funcionar –o puede ser conservada para una futura película llamada Eternity–. PARTE DOS Muy a menudo, uno puede ver una aproximación individual con un aspecto aparentemente deslumbrante, sólo para descubrir, al pasar al otro mundo, en ese momento decisivo, que lo que parecía una promesa se convierte sólo en una risa entre dientes bajo nuestra propia respiración. Un error, siempre un error. Sin embargo, hay ciertas ocasiones inescrutables en las que el momento decisivo se vuelve brillante en el choque de las emociones que uno siente surgir en completo acuerdo con la llama que une todo esto, todo lo que un individuo particular posee, conoce, y lo que no conoce sobre el infinito. ¿Podría tratarse del joven cineasta que deambula por la misma galería una y otra vez en Villa Borghese, para ver los arrebatos que Caravaggio infundía en sus pinturas hace tantos años? Debe ser el poeta releyendo su Meredith o su Proust en el confort de su habitación. Debe ser el viejo amigo cuyo coche callejea al anochecer por desconocidos caminos en Connecticut con la luz apagada. Debe ser el joven que vive seis plantas encima de otro hombre y que se sumerge en la palma de la mano de Dios. Debe ser el escritor que sirve un brillante zumo de uva en
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una terraza con un gato llamado Caruso descansando en su regazo. Y para mí, fue el regreso al Castello di Roccasinibalda hace sólo unos días. Nada había cambiado. Del suelo al cielo, hasta el lago subterráneo en el que el castillo reposa seguramente, el ojo, el corazón, mi ojo, mi corazón, estaban unidos como nunca antes. El primer día de mi estancia de sesenta horas en el castillo comencé a filmar después del almuerzo. Llevaba conmigo solamente 270 pies de película, la cámara Bolex prestada, mi viejo fotómetro General Electric, un trípode y un filtro Wratten número 85 (este último necesario para la filmación en exteriores)6. Puesto que tenía a mi disposición una estructura arquitectónica de dimensiones enormes, decidí comenzar por el principio y trazar a través de mi filmación el conjunto del castillo, desde la puerta hasta las murallas. El hecho de que el dispositivo del fotograma individual no funcionara en mi cámara y no tuviera ni el tiempo ni los fondos para haberlo comprobado en Roma me impidió filmar fragmentos incluso más breves de película o hasta fotogramas individuales, como había planeado originalmente. Hasta qué punto supondría una gran diferencia en el montaje final no lo sabía en ese momento. De todas formas, desde la entrada del castillo o las 365 habitaciones hasta las murallas, filmé pequeños segmentos de película de menos de un pie. En cierto momento, pensé en los turistas con sus cámaras de 8mm filmando unos pocos menos pies de película; pies tan cortos que nadie había reconocido sus posibilidades, verdaderamente, antes de que la fe y el caos del New American Cinema hubiera descendido al mundo. Es cierto que Eisenstein, Dovzhenko, Gance y Griffith usaban
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breves fragmentos. La diferencia, sin embargo, es que ellos cortaban la película en estos fragmentos. No empezaron a trabajar con la premisa de filmar breves fragmentos. Técnica y psicológicamente, la diferencia debería parecer aparente para cualquiera que quisiera considerar el problema; un problema al que no quiero dedicar espacio en este artículo. En un total de tres horas, encontrándome visiblemente exhausto, había filmado la mayor parte del castillo salvo el jardín. A menudo llegaba a las habitaciones cuando apenas quedaba luz, o cuando en los pasillos apenas había un rayo de sol entrevisto (hay que aclarar que la película completa se filmó sólo con la luz solar disponible)7, colocaba mi cámara y filmaba el breve fragmento con las lentes más grandes (utilizando un 10mm y lentes de dos pulgadas Macro Switar), después filmaba el mismo plano de nuevo a doce fotogramas. Una inspección posterior de las bobinas probó que ambos planos podrían ser utilizados. Qué diferente es este tipo de retoma frente a la retoma comercial. El punto esencial del problema de las retomas consiste en ser capaz de trabajar con el material que uno ha filmado. Creo en la perfección en el cine, si una película es afortunada logrando cualquier tipo de perfección (dentro de las limitaciones del equipo utilizado, y como he comentado a menudo en el pasado, dentro de las limitaciones del cineasta), debe serlo también en la mesa de montaje. El mundo comercial, demasiado a menudo, logra la perfección a través del uso de una retoma tras otra, preocupados como están por el comportamiento de los actores, los asistentes de producción y los técnicos poco inspirados. Así, el principio de la retoma, según sé, se basa más bien en una Actuación per se, y no en el verdadero uso del cine como cine. A la mañana siguiente me levanté tan temprano como de costumbre; había un huevo, un café y una tostada para acabar; e inmediatamente filmé el jardín y dos de las habitaciones que ahora contaban con la luz del sol matinal. También volví a filmar los frescos (recientemente descubiertos) que había filmado el día anterior a doce fotogramas. Las tomas del segundo día cuentan con más luz gracias a la luz de la mañana. Puesto que los pasillos estaban brillantemente iluminados por el sol, los volví a filmar. Esta vez utilicé las lentes de dos pulgadas Macro Switar, que de forma natural crearon una profundidad considerable; y a la vez confirieron a la película una dimensión, un cuerpo. Para entender el término cuerpo puedo sugerir lo que sucede en el teatro cuando un buen actor es tan bueno proyectando su voz que incluso se puede
escuchar un murmullo en la última fila del teatro. ¡Como Eleonora Duse o Anna Magnani! Como la voz humana que contiene el alma auténtica del habla, así también una lente de telefoto puede contener su equivalente. Y su elocuencia se contiene en el silencio. Antes de que concluyera el segundo día, había filmado los muros del castillo desde la ciudad de Roccasinibalda y había subido al valle situado en el lado derecho del castillo. Cansado en el descenso, puesto que la subida había sido aún más agotadora, hubo un momento gratificante en el que descubrí justo detrás del molino abandonado del castillo un escenario de álamos resplandecientes. Mi intento a la hora de cruzar al otro lado del valle resultó ser fútil. Al regresar al castillo, me encontré a Caresse Crosby en la pequeña Habitación Amarilla, donde había cócteles y una deliciosa cena con otro amigo de Caresse que también se estaba quedando en el castillo. Con entusiasmo, Caresse habló de su proyecto del Hombre del Mundo. Escuché, esperé, dejé ver mis dudas y prometí ayudar de la forma en que me fuera posible. Después de la cena me retiré a mi amplia habitación, escribí en mi diario y empecé a leer por segunda vez la autobiografía de Peggy Guggenheim. En ella, me encontré con el espléndido nombre de Umbrio Apollonio. Los siguientes días consideré este nombre como un título para la película. Muy temprano, en la mañana del tercer día, debían ser las cinco, me desperté de repente al escuchar unos pies que salían corriendo por el techo, justo encima de mi cama y, fuera de mi ventana, pude ver el ruido de un trueno y la luz. El campo al completo y el valle estaban repletos de fantásticos negros y grises. Me levanté a encender la luz habiéndome olvidado del peligro de los posibles escorpiones. Cruzando el suelo, algo corrió por encima de mi pie. Miré hacia abajo. Nada. Luego, las luces se apagaron. Durante unos minutos pensé en la posibilidad de filmar los truenos y las luces a doce fotogramas, pero por alguna razón opté por descartar lo que podía parecer más bien un efecto, en lugar de la parte integral de una película filmada totalmente con luz solar. Un momento después la luz volvió y, cruzando mi cómoda, vi lo que había pasado antes por mi pie. Era un bonito saltamontes de un color verde dorado como el que podemos ver en las pinturas de Cranach. Mi deleite, no hace falta decirlo, era tan jubiloso como incluso el de un niño, adoraba a esas hermosas criaturas. Unas horas más tarde, de nuevo tras un delicioso desayuno, me encontré subiendo al valle por el lado contrario, en el que el primer día había visto unos
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caballos holgazaneando y un paisaje idílico con una pequeña pendiente. Mientras descendía por el valle, con la cámara a mi espalda fijada al trípode, me preguntaba cómo sería la película, me preguntaba si algo de mi material sería bueno. Además, pensé en el libro, The Castle of Argol, de Julien Gracq, que no estaba filmando. Y así, con cada giro y cada vuelta respecto a la ruta de mi primer día en el castillo, con cada murmullo de la Bolex, pensaba a veces en cómo habría sido la otra película que quería hacer; y en lo bonita que habría sido. Ahora me preguntaba cuánto quedaba del aura, del misterioso punto de partida que a menudo se interpreta tan mal por parte de los críticos que escriben sobre mi obra8, que emanaba no sólo del libro de Gracq, sino incluso de una idea que una vez me había sugerido el Dr. Marius Bewley (tras el rodaje de Twice a Man), que filmara Manfred (1816-1817) de Byron. Sin embargo, los puntos de partida no son misteriosos, como uno se inclina a creer. Son una parte necesaria de la creación. Por suerte, se encuentran menos en la naturaleza del color dorado de lo que lo están en los colores rojizos. Los puntos de partida, más bien, son momentos de decisión. Decisiones para las que se puede seguir un consejo pero para las que pocas veces se acepta cualquier Consejo. Este es quizá el secreto que cualquier crítico debe tener en cuenta a la hora de relacionar a un cineasta con otro. El secreto del que el propio cineasta debe ser consciente cuando está preparando su obra. Todo lo demás es Tentación, en todo el sentido de la palabra. PARTE TRES Piazza del Orologio: ¿Cuál es la hora? El montaje de Gammelion está acabado. Los largos y elegantes segmentos de cola de película opaca como hexámetros dactílicos han sido conducidos hasta las breves, milagrosas y estáticas metáforas de las imágenes, el propio Castello di Roccasinibalda. Gammelion cuenta con una duración de sesenta minutos; para el abstraído Espectador de Cine del Nuevo Mundo, segundos en la eternidad. Se ha olvidado el plan original de The Castle of Argol, se han olvidado las líneas de Rilke, se ha olvidado la sugestión del olor a través de mi técnica de montaje y otras aplicaciones esotéricas, se ha olvidado la remota genealogía entre el protagonista de Manfred de Byron y Albert de Gracq, se ha olvidado el escándalo del avión de la OTAN rompiendo la barrera del sonido
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y devastando el embriagador sosiego del sueño de siglos del Castello di Roccasinibalda. Segundos que pasan volando. ¿Qué queda? Lo que queda es la parte irritante de la filmación; la necesidad del sonido, para realizar una primera copia; la espera ante el elaborado progreso de avance en los cientos de fundidos de entrada y salida; las exuberantes ondulaciones realizadas primero en Eros, O Basileus. Pero que esto sea posible en Roma sigue siendo dudoso, por ahora, incluso con la pequeña película de seis minutos Bliss, pues han surgido innumerables problemas entre el cineasta y cualquier técnico de laboratorio. El técnico de laboratorio, que trabaja con el reloj y está ansioso por marcharse a casa a las seis de la tarde, y más aún, acostumbrado a los procedimientos y las técnicas de los servicios en 35mm y a las necesidades más corrientes del medio increíblemente pobre que es el cine documental realizado en 16mm, utilizado con fines teloeducativos, no entenderá, ni se tomará el tiempo para entender qué es lo que necesita un cineasta independiente que trabaja en 16mm. Es de hecho curioso cómo las actitudes mentales de los técnicos de laboratorio se complementan con las actitudes mentales de los cineastas italianos y de los críticos de cine italianos. Hay muy poca diferencia en este momento, ya sea filmando en 16mm o en 35mm. El desorden es general; y ésa es la razón por la que filmar en Italia es como es. El factor económico se secundario. Un segundo equivale a un millón de fotogramas. El alma del hombre está en peligro. En un laboratorio, hace poco, un cineasta americano se impuso a los servicios de un técnico experto a empalmar los rollos A y B que habían sido cuidadosamente preparados por adelantado. Al técnico se le había enseñado a usar una empalmadora simple de 16mm. Unos días después, de vuelta al estudio, el joven cineasta descubrió que el técnico estaba utilizando un elaborado dispositivo de montaje; era uno completamente diferente del recomendado y seleccionado y acordado. Al preguntar a qué se debía este cambio, se le dijo al cineasta, «Es demasiado intentar utilizar la empalmadora simple. Esto es mucho más rápido y más sencillo». El cineasta rescató su trabajo. Para el técnico, realizar los empalmes es un trabajo que debe ser hecho, así como hacer una película es para demasiados cineastas una cuestión de completar la película y poco más. El espíritu de la acción precisa elude al cineasta; por todas partes todo se evapora.
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Al anochecer surgen las esperanzas. Posibilidades. Continuar con el conjunto e ignorar las partes parece ser la moda de algunas formas cinematográficas en Italia hoy en día. El cineasta italiano, de nuevo, trabajando en 35mm o en 16mm revela su inmediata preocupación de ganarse el pan de cada día a expensas de trabajar con otros ideales que no son los del cine como cine: el cineasta italiano corre a completar la película con la idea de conseguir llegar a tiempo a la fecha de entrega para un festival; el cineasta italiano en agonía convence al productor que le hace gestos de conocer el Nuevo Cine Mundial que está en el aire, cuando las fachadas se vuelven reales o irreales, dependiendo del ángulo de la luz que entra por las ventanas cerradas de las oficinas; el cineasta italiano, sucumbiendo a los ideales mortales de libertad que no son otros que los ideales del cineasta trabajando en paz; el cineasta italiano que trabaja, al que se le ha permitido trabajar, si queréis, ante esos ideales mortales de esa libertad que subordina la personalidad del artista al aura de los actores, de los vestidos, de los focos, del caro e incómodo equipo de 35mm, de una
multitud de extras, de las dollies y las grúas para los travellings; el cineasta italiano, que confunde la verdad inherente que es el auténtico acto de filmar con las falsas ideologías desenfrenadas, de lo que supone ser una Nueva Literatura y un Nuevo Teatro; el cineasta italiano, creyendo que es incapaz de sostener una cámara por su peso, o creyendo que es incapaz de encargarse del montaje y necesita sentarse al lado de un montador profesional acompañado de las palabras corta aquí, corta allí. Por eso, el que cree que es incapaz se vuelve incapaz. Antes de la elección Habiendo visto películas italianas recientes, las películas recientes tan anunciadas polacas, y difícilmente una película americana, francesa o inglesa, me pregunto, ¿qué es esto o sobre qué trata esa película? ¡Por qué ese maquillaje pseudo-freudojungiano! ¿Qué tiene que ver con lo que ha sido dicho; con lo que el Espectador de Cine del Nuevo Mundo puede estar desesperadamente necesitando
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entender? No hay más respuesta que la de un nocineasta mirando los rushes y preguntándose cómo nacerá una película de la forma inmóvil del material que tiene en la mano; sin saber que dependerá del ímpetu del cineasta como cineasta. Todo es una cuestión de intención: ¿qué es lo que intentaba Freud, qué es lo que intentaba Jung, qué es lo que intentaba Griffith, qué es lo que intentaba Rossellini, qué es lo que intentaba Guns of the Trees (Jonas Mekas, 1961), qué es lo que intentaba Edipo re (Pier Paolo Pasolini, 1967), qué es lo que intentaba Amore, Amore, qué es lo que intentaba Proust, qué es lo que intentaba Faulkner, qué es lo que intentaba d’Annunzio; y qué sucedió con la intención original? Y aún así, Gammelion está hecha. La decisión la tomé en el escritorio, sin poder hacer rebobinados, en el apartamento de Bergers en Roma, sin suficiente luz, colgando a veces las finas cintas en la pantalla de una lámpara, midiendo la duración de las colas de película opaca en relación con colas de igual duración decididas previamente y pegadas a la superficie del escritorio. La verdadera hora de la verdad se prolongó durante unos cuantos días, quizá una semana o dos. Ahora, Gammelion está acabada y espero a la primera proyección para saber lo que contiene. Mi compromiso lo mantengo, irónicamente, con el propio cine. Esta es mi elección. 27 de septiembre de 1967. Roma. Galaxie, treinta retratos cinematográficos; Eros, O Basileus, Robert Beavers es el protagonista; The Divine Damnation, filmada en Chicago –aún pendiente de realizar una copia–; The Illiac Passion, Bliss, realizadas en Hidra, Grecia. 2 El guión de The Castle of Argol es el último guión que me esfuerzo en preparar. Antes de esto estuvo el funesto guión de Serenity (1961), basado en la novela griega de Elias Venezis (1939). En 1950, estaba el guión escrito en Cabourg, Francia, de Les Faux-Monnayeurs (1925) de André Gide. En 1949 estaba el guión escrito en Toledo, Ohio, de A Man’s Woman (1900) de Frank Norris. En 1946 aproximadamente estribó los guiones de Prometheus Bound y de El Gringo. Y justo al comienzo de mis estudios de bachillerato, hubo guiones escritos e inspirados sobre todo en las novelas de Sir Walter Scott. No menciono aquí los guiones radiofónicos. 3 Ver Filmwise ¾: Markopoulos. 4 Eros, O Basileus se realizó en el apartamento del pintor neoyorquino John Dowd. 5 Rainer Maria Rilke, Les Cahiers de Malte Laurids Brigge (1910). 6 Aunque el uso del filtro Wratter número 85 aparentemente 1
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esencial para filmar a la luz del día, en ciertos casos no se utiliza. Por ejemplo, en mi película Psyche (1947) hay un breve fragmento en el que realicé una superposición de olas, hojas de palmeras, el sol y dos chicas diferentes (encontradas en momentos distintos –el mismo día–) en cámara, sin utilizar el filtro preescrito. El efecto dio lugar a una serie de azules y blancos. De nuevo, en el largometraje The Divine Damnation, hecha en Chicago, filmé primero mis escenarios de Chicago sin ningún filtro: por eso todo se ve azul; y luego, en los planos de interiores, superpuse a mis personajes contra un fondo negro. El resultado es el efecto del azul y los colores naturales de los planos de interiores. De la misma manera, en The Illiac Passion, en la secuencia en la que la Musa está con la figura de Eros, filmé la luna por la noche sin ningún filtro, consiguiendo un efecto azul, y luego superpuse los planos filmados en interiores de la Musa con colores naturales. Finalmente, hay una gran secuencia con Jack Smith filmada para Normal Love (1963) que está entera azul. Él tampoco usó un filtro. Me refiero a la secuencia filmada en Fire Island. 7 En 1958, filmando en condiciones peligrosas en Grecia, filmé a la protagonista de Serenity, Andreas, en una habitación (en interiores) puesto que no tenía luces a mi disposición. Para filtrar la luz del sol en la habitación utilicé reflectores. ¡Mi productor seguía diciendo que no funcionaría! 8 Me refiero a críticas recientes de Himself as Herself (1967) en las que se me llama la atención por no mantenerme fiel a la novela de Balzac Séraphîta (1835). Esto nunca fue mi intención. Más bien es un tributo que no podía conservar hacia la novela; una novela que nunca podrá ser transcrita a la pantalla tal y como era la forma del libro. i. El cineasta que trabaja en 8mm John Cavanaugh trabajó en la Filmmakers’ Cinematheque en esta época. ii. Guggenheim, P. Out of this Country: Confessions of an Ar Addict. Nueva York: 1946/1960. iii. Las tres líneas de Rilke deben aparecer en la banda sonora final de Gammelion. Publicado originalmente en Chaos Phaos II (1971). También publicado en Film Culture, nº 46, otoño, 1967. Texto recogido en Film as Film. The Collected Writings of Gregory J. Markopoulos. Agradecemos a su editor, Mark Webber, a The Visible Press así como a Robert Beavers el habernos permitido publicar este artículo en su versión en castellano. ©Estate of Gregory J. Markopoulos. © De todas las imágenes: Estate of Gregory J. Markopoulos. Cortesía de Temenos Archive (Utser, Suiza), Centre Georges Pompidou y Österreichisches Filmmuseum Traducido del inglés por Francisco Algarín Navarro.
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MAX DAVIDSON COMEDIES
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MAX DAVIDSON O EL ARTE DEL SUFRIMIENTO CÓMICO por Noah Teichner
Buster, Harry, Charlie, Harold… ¿Max? Para los aficionados a la llamada comedia muda, el último de esos nombres familiares es como traer a la mente la afable figura con chistera de la elegancia gala del cambio de siglo. No, este no es nuestro Max. Davidson no tiene nada de ese encanto despreocupado de Max Linder; tampoco la saludable capacidad atlética de Keaton o Lloyd; y tampoco la pícara ingenuidad de un Chaplin; ni el lado etéreo poético de un Langdon. Aquí no hay una juventud con rasgos infantiles –esto no consiste en los esfuerzos cómicos de deslizarse por nuestro primer par de pantalones largos–. No, nuestro Max es un hombre decididamente de mediana edad con problemas decididamente de mediana edad. En ese sentido, mantiene un cierto parecido con W.C. Fields, aunque le falta esa alocada inteligencia cómica
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y ese desinterés filosófico ante el mundo. Y mientras que Fields está constantemente buscando evadirse de sus responsabilidades domésticas, para escapar a un mundo de fantasía u ocio, Max nunca retrocede respecto a su papel sagrado de patriarca, aunque sin duda sería mejor si renunciara simplemente a su inútil familia de una vez por todas. Pero la terca tenacidad de Max, su perseverancia casi masoquista y su chutzpah sin madurar no se detienen. De una película a otra, sus tribulaciones producen siempre cortésmente variaciones en torno al sufrimiento cómico que constituyen la acción principal de sus cortometrajes. Soltamos una risa ahogada cuando Max queda subyugado a algún comprensible castigo de connotaciones casi bíblicas. ¿Quién podría haber sabido que el sufrimiento podía ser tan divertido?
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De forma no tan diferente a los otros Max, la herencia europea de Davidson es un componente esencial de su persona cómica. Max proviene de ese «viejo país» de sabiduría popular, un impreciso aunque evocativo giro con círculo familiar para cualquiera que tenga sus raíces en la diáspora judía. Mientras que la Primera Guerra Mundial sonaría como el toque de difuntos de la legendaria belle époque de Linder, la tierra nativa de Davidson, igualmente llena de historias, se vería diezmada por otra guerra mundial –una última catástrofe a la que este emigré nacido en 1875 sobreviviría para ser testigo de ella–. Mientras que Max es solamente uno más de un montón de cómicos menos conocidos pero a menudo brillantes, es más que, simplemente, otra reliquia olvidada de la época muda de forma injusta. Sus películas ofrecen un extraño testimonio de la experiencia judía americana contemplada desde un lugar con vistas privilegiadas, la época de las prohibiciones en Hollywood, con sus flappers y sus jeques, presidida por las cabezas todopoderosas de los estudios que tan ingeniosamente tiraron por la borda cualquier signo inadecuado de su etnia – tanto en sus vida como en su obra–, siempre con la idea de alimentar mejor el mito de la asimilación triunfante. No, a diferencia de los Louis B. Mayers o Samuel Goldwyns de este mundo, la de Max no es una historia de éxitos. Como personaje, Max ciertamente nunca triunfa –al contrario, sus esquemas fallidos resultan contraproducentes con la precisión mecánica– y, por desgracia, la gloria profesional de Davidson como hombre fue demasiado efímera. Muchos han señalado la ironía del hecho de que, en una industria en gran parte liderada por los judíos, fueran dos irlandeses católicos, el productor Hal Roach y el director Leo McCarey, los que comenzaran a poner en marcha series de dos bobinas sobre las tribulaciones cómicas en torno a la ambivalente búsqueda de integración de un hombre de familia judía. Además, cuando Roach cambió de Pathé a MGM para la distribución de sus cortometrajes, los jefes judíos del segundo estudio se sintieron como es sabido incómodos ante el contenido de estos cortometrajes, estando significativamente Max menos encasillado como judío en las películas estrenadas por la MGM. Aunque es cierto que la mayoría de los estudios preferían hacer películas que ignoraran casi sistemáticamente esta cuestión, la anécdota no es tan sorprendente cuando uno sitúa las películas
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de Max menos dentro de la tradición milenaria del humor judío que en relación con el entonces ubicuo modelo de la comedia étnica. Esta forma de humor era esencialmente una mezcla de vaudeville, radio, tiras cómicas o «grabaciones habladas», y sus avances están profundamente entremezclados con los cambios demográficos urbanos y el carácter cada vez más multicultural de la ciudad moderna americana. De hecho, las series dedicadas a Max Davidson a menudo se presentan como un descendiente directo de las comedias de matrimonio interracial judío-irlandés, que estaban de moda en la década de 1920, magníficamente ejemplificadas por las interpretaciones y las series de películas The Cohens and Kellys, donde los estereotipos cómicos irlandeses se mezclaban libremente con aquellos otros asociados con los de sus camaradas originarios del lejano Oeste. Siendo sinceros, el personaje de Max es un estereotipo. Toda su persona está ideada para que pueda ser instantáneamente reconocible como «judío», ya sea a través de su apariencia (sus pintas del Viejo Continente, la obligada barba, una cabellera indomable), de los rasgos de su carácter (su fiel apego a la tradición y su naturaleza ahorradora, cuando no rotundamente tacaña) o la característica de sus gestos (colocando una mano en su mejilla pareciendo decir: «¡Oh no!»1 o sus gesticulaciones maniáticas con las manos). Aunque pueda parecer paradójico, esto es lo que hace precisamente a Max tan simpático. Después de todo, las propias bases del slapstick se construyeron en gran parte alrededor de las historias de tipo cómico –basta pensar en «El Vagabundo» de Chaplin o en el proverbial «Chico» de Harold Lloyd, por dar sólo dos de los ejemplos más conocidos–. Desde ese punto de vista, elevar al «Inmigrante» al papel de héroe cómico y otorgar a sus ansiedades una cierta universalidad es una visión mucho más iluminada de lo que podría parecer en un principio. En cuanto a Max, está lejos de ser una figura al estilo de Stepin Fetchit, situada en la periferia de la narrativa para suministrar periódicamente el relevo cómico. Este hombre, cuya corta estatura culmina en los contornos redondos de un desgastado bombín no sólo ocupa el centro de sus películas, sino que consistentemente se presenta como un ser compasivo con el que se ha previsto que debemos empatizar. Y ciertamente sentimos compasión por el pobre schlemiel, pero eso no nos impide reírnos de su miseria.
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Mientras que la propia ineptitud de Max es a veces la causa de su sufrimiento, sus dificultades se reparten entre él y sus hijos eternamente incompetentes –aunque no se puede culpar al hombre por no intentarlo–. De hecho, su peor defecto consiste simplemente en intentarlo desesperadamente. Una clase rápida sobre autoprotección enseñaría a este patriarca de buena vida cuál es el momento de darse por vencido. Aunque Max posee todos los ingredientes de un mensch, sus hijos parecen hacer todo lo que está en su poder para hacer de él un perfecto schmuck. El intertítulo que abre Jewish Prudence (Leo McCarey, 1927) identifica claramente sus papeles como los instigadores de todo este sufrimiento cómico: «Papá Gimplewart tenía tres preocupaciones: una hija que nunca había trabajado y dos hijos que siempre estaban holgazaneando». El listado de la descendencia de Max varía de una película a otra, pero normalmente cuenta con el niño actor irlandés improbablemente pecoso Spec O’Donnell, quien a menudo aparece junto al ya hace mucho olvidado cómico étnico Jesse De Vorska (quien casualmente tiene un parecido sorprendente con Franz Kafka, una figura que ciertamente no era ajena al sufrimiento ni a las difíciles relaciones paternas). En un marcado contraste, estos actores secundarios se completan a menudo con el papel de la hija de aspecto anglosajón y protestante absolutamente asimilado, con una molesta inclinación por poner la integridad religiosa de la familia en peligro al enamorarse de algún joven decididamente goy con todos los aires de un galán. Como podemos ver, no sólo los niños de Max no conocen la vergüenza, sino que también se han ahorrado esa paralizante culpa judía que normalmente les habría impedido someter a su pobre padre a tal vergüenza y humillación. Sin embargo, y esto está en total sintonía con la naturaleza despiadada del slapstick, el sufrimiento de Max es siempre divertido. Simplemente no puede evitar hacer un espectáculo cómico de sí mismo, incluso dentro de sus películas. En esa tenaz tradición roachiana que consiste en estirar una única situación a lo largo de dos bobinas completas, el corto de Davidson Flaming Fathers (Fred L. Guiol, 1927) exprime maliciosamente la puesta a punto de todos sus méritos y nos presenta a Max siendo humillado en una playa pública de todas las formas imaginables. Esta flagelación metafórica administrada bajo la atenta mirada de
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la American People se lleva a cabo al mismo tiempo que con toda incompetencia intenta cumplir la misión encomendada por su madura esposa: hacer de carabina con su hija en su cita, y, por encima de todo, ¡evitar que se case con un goy! No hace falta decir que Max falla admirablemente en esta tarea, pero al hacerlo se las arregla para llamar la atención de una playa completamente llena de niños, que siguen a este «funny man» como si fueran una especie de público intradiegético móvil. Evidentemente, estos espectadores diminutos funcionan claramente como nuestros sustitutos, puesto que ellos tampoco pueden dejar de encontrar placer en las desgracias constantemente divertidas a las que debe someterse Max sistemáticamente. Mientras que los judíos son conocidos por usar el humor para hacer frente a las miserias que han sufrido por su pueblo, a Max le falta el sentido ancestral de la resignación que hace de los judíos unos comediantes supremos. El aún no ha adquirido ese truco fruto de la experiencia que consiste en reírse de uno mismo considerado como el desapego ejemplar de la mayor parte del humor judío. No, Max está tan inmerso navegando por las imposibles situaciones con las que se encuentra que es incapaz de lograr cualquier distancia respecto a su angustia. Esto es también lo que distingue a Davidson de otros cómicos judíos de su época como Eddie Cantor, a quien directamente se puede colocar dentro de la tradición ocurrente preWoody Allen del humor judío. Mientras que esos cómicos utilizan el lenguaje como una forma de triunfo sobre sus ineptitudes, traduciéndolas en un espectáculo cómico, Max sigue siendo a menudo un simple espectador de su propia desgracia, algo que seguramente explica su limitado pero eficaz repertorio gestual. Después de todo, ¿de cuántas maneras se puede reaccionar ante la catástrofe? Al igual que el estilo del sello Roach en toda su extensión, algo que marcaría profundamente al cineasta Leo McCarey, por lo que gran parte de la comedia de Max se puede encontrar en sus reacciones perfectamente cronometradas, en la forma en que progresivamente su cara se vuelve rígida y sus pequeños y brillantes ojos miran con furia durante el desgarrador proceso de realización. Tomemos la escena de Jewish Prudence en la que Max, con las mejores intenciones del mundo, intenta hacer algo con su hijo holgazán (Jesse De Vorska), comprándole un camión de basura: durante su infructuoso intento de enseñarle a su
hijo cómo conducirlo, este último no sólo procede a arrasar con el garaje al completo, sino que destroza prácticamente la mitad de la casa familiar. Por supuesto, el hijo de Max sigue sin ser prácticamente consciente de este acto final de destrucción hasta que es demasiado tarde. La tarea de dar testimonio impotentemente del desastre es mejor dejársela a su padre. Es difícil decir si el sufrimiento de Max despliega una función catártica o si simplemente se trata de la crueldad elevada a la forma más alta de arte. Por otra parte, habría que plantearse la misma cuestión respecto a toda la comedia slapstick, cuando no al humor en general. ¿Quiénes son, simplemente, esas figuras inquietantes a las que todos llamamos cómicos «mudos» que parecen funcionar como emblemas para el firme fatalismo de la humanidad? En otro contexto, este gusto por la catástrofe en toda su gloriosa diversidad marca también las películas de Laurel & Hardy, otras series de cortometrajes cómicos que Leo McCarey ayudaría a poner a sus pies durante su empleo en Hal Roach Studios. La fórmula cómica aquí no está tan lejos de la dinámica que uno puede encontrar en la obra de las películas de Davidson, con Stan provocando un flujo constante de contratiempos cómicos en los que, con la regularidad de un reloj, Ollie se lleva siempre la peor parte. Como Max, Oliver Hardy interpreta el papel de la víctima en esos rituales desconcertantes que funcionan como una especie de sacrificio secular perverso, el cual, como si estuviéramos atrapados en un bucle cósmico sinfín, siempre comienza de nuevo con cada película adicional. Mientras que en un primer vistazo Max Davidson parece estar a un lado de los cómicos más famosos del slapstick, su estatus como figura transplantada de su tierra natal a la América de los años 20 resuena con su estatus más amplio como outsider, en sus singulares anomalías dentro de una sociedad que nunca parece entender. No es complicado imaginar a Max como un pasajero del tambaleante transatlántico que toma El Vagabundo hacia América en The Immigrant (1917), de Chaplin, acariciándose la barba mientras lanza una mirada llena de perplejidad hacia la Estatua de la Libertad. Si sólo supiera los problemas que le han preparado.
Traducido del inglés por Francisco Algarín Navarro.
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‘Jewish Prudence’, de Leo McCarey
LAS AGRURAS DEL ESPACIO por Luiz Soares
Papá Gimplewart no parece tener suerte. Es un hombre que no consigue proporcionar a sus hijos una situación –problema grave, sobre todo para un buen judío–. El judaísmo es esta experiencia ontológica e histórica de la situación: consiste en estar aquí y no allí, bajo Nabucodonosor y no bajo César; habitar una tierra, un tiempo específicos, merecer un legado, prometer una herencia; el compromiso ético del judaísmo se mide y se prueba en esta démarche: cada individuo está expresamente comprometido con una historia, paga por los actos que cometió, por las obligaciones que lo motivaron y por las implicaciones que generó… En cine, esta situación radical (no sólo del judío, pero éste tal vez la encarne paradigmáticamente) es una cuestión de espacio. McCarey, por lo tanto, expresa esta incompetencia existencia de Papá Gimplewart (al legar a sus hijos una buena situación, un lugar bajo el sol) colocando a Max Davidson en un espacio desbordado –de coches, de casas, de hombres…–. Todos le juzgan y le interpelan; todo se atraviesa en su camino –o están siempre en el camino de algo–. Nada está donde debería estar. Las alternativas son reversibles: si el personaje no vive en el espacio adecuado para no ser atropellado, ¿cómo acusar al coche de seguir su camino? La casa desde siempre estuvo ahí; fueron los personajes los que no se situaron adecuadamente en relación con el espacio-tiempo de la casa, provocando su destrucción. En primerísimo plano, Max Davidson y su hijo intentan maniobrar el tractor (el hijo en la cabina). Pero el tractor descarrila hacia atrás, más allá de su campo de visión o de acción, y destruye una casa, dejando al bañista que vivía en ella desnudo en el suelo. El personaje, bien situado al frente del tractor (al cambiar de marcha, según parece) no tuvo la capacidad de vislumbrar el espacio de su alrededor: Papá no es un buen agrimensor o arquitecto, aunque
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sea un buen comerciante (como nos muestra el tercero de los gags, como el accidente de automóvil). Y este es un crimen grave para el clasicista: no saber darse cuenta del espacio que lo rodea; no poder prever (la extensión, la resistencia), y por lo tanto dominar un espacio. Este es el motor del gag trágico; Buster Keaton no exploró otro leitmotiv. ¿En qué consiste un gag trágico? En el hecho de que el mundo siempre ultrapasa o precede al hombre, y el hombre no sabe luchar con esto (con el mundo). El mundo se da en el espacio –como espacio–. Y esta imposibilidad de consagrar el espacio como suyo –coordinarlo al diapasón de su cuerpo, al ritmo de su marcha, al espectro de su acción– condena al autómata espiritual a un fracaso que lo caracteriza como esencialmente inadecuado a la hora de ocupar cualquier espacio; incluso el espacio cercano, el de la mano (recordemos, el Navegante, en la obra de Keaton, donde los utensilios culinarios para preparar el café matinal de la pareja son imposiblemente bigger than life, yendo a pasar su luna de miel a un barco carguero en lugar de hacerlo en un yate privado; ningún individuo puede utilizar aquello, pues fueron pensados para centenas de hombres). Hablamos de «inadecuación». La buena situación social consiste en una adecuación (metafórica, en este caso) a las posibilidades ventajosas de la existencia: casarse bien, para la hija de Papá Gimplewart, consiste en una buena situación, en su buena situación; manejar un tractor, para el hijo Abbie, en su situación; etc. Literalmente, esta «buena adecuación» se traduce en un buen uso del espacio. Por ejemplo, en una visión abarcadora de lo que permanece (para nosotros) como fuera de campo, o extracampo. Y esto Papa no lo posee (el episodio del tractor). Él no ve más allá, ni tampoco ve acá (no se sitúa bien). El límite constitutivo de un arte materialista como el cine es esta necesidad de transcripción/traducción de
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toda metáfora en su uso literal, en una «vuelta de las cosas», de donde derivaban. Otro ejemplo de inadecuación respecto al espacio alrededor. Papá va a llevar a su hijo Junior a un concurso de baile de Charleston, puesto que insiste en convertirlo en un gran entertainer (posteridad nada extraña para un judío en Hollywood…). En la fila para presentar al joven, necesita ser advertido (él siempre necesita ser advertido, pues parece no ver nada a su alrededor, ¡he aquí la cuestión!). Advertido de que hay alguien delante del joven, en la fila. Esta vez, McCarey realiza un uso extremadamente refinado del fuera del contracampo. Ya habíamos visto, en plano medio, al niño negro a la derecha del plano, con Papá y Junior a la izquierda, delante de la ventanilla. Nosotros ya lo habíamos visto, pero no Papá (que nada ve a su alrededor). Es preciso que McCarey nos ofrezca el contraplano del genial bailarín de Charleston que es el jovencito negro para que Papá finalmente vea que su hijo Junior no tiene ninguna oportunidad (contraplano como mediación del conocimiento: Papá ahora lo sabe). El contraplano se hizo para él, para Papá… Para terminar, McCarey nos presenta un tipo de impasse trágico –o de inadecuación– característico del judaísmo: la inadecuación entre la palabra y la cosa, la apariencia y la esencia (la metafísica occidental también sufrió este mal, pero el judío lo sufrió en su propia carne)… ¿Qué lanza a la audiencia el fiscal del caso (novio de la hija de Papá), encargado de condenarlo como estafador en el proceso? Pregunta: «¿Se parece este hombre a un hombre honesto?». La indagación, contraplano del público escéptica, balanceando sus cabezas… Un poco antes, preguntaría el juez a Papa: «¿Usted confía en este jurado?». Panorámica sobre los rostros más innegablemente crapulosos ya recogidos por la Historia del cine, Stroheim incluido. Contraplano de un Papá más que escéptico: desesperado. Tercer y último garrotazo. «Querría que Dios me condenara si estuviese mintiendo». En consecuencia, cae una lámpara de araña sobre Papá (gag fácil, pero eficiente como remate de la economía tragicómica hasta entonces). Por fin la inadecuación entre la palabra y la cosa se revela conclusivamente (¿deductivamente?) en la pregunta final, a lo largo del accidente que cierra la película: «¿Pero quién es el dueño de esta carreta?». Plano de Abbie, hijo de Papá Gimplewart, que conducía (mal, para variar) el camión: Finis coronat opus. Traducción del portugués de Francisco Algarín Navarro.
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‘Don‘t Tell Everything’, de Leo McCarey
EL VAUDEVILLE DEL PLANO por Luiz Soares
En una de las escenas más atrevidas de Don’t Tell Everything (1927), un invitado aparece en un juego de salón: se trata de una magia improvisada e intenta hacer trucos con un vaso de agua. Trucos constantemente interrumpidos por el golpe de un tirachinas que viene del fuera de campo. El dueño del tirachinas es el hijo de Papá Ginsberg, personaje interpretado por Max Davidson, cuyo trazo judío más pronunciado reside en un evidente interés por la cuenta bancaria de la señora a la que pretende hacer la corte (Ella «está» bien, comenta alguien ante su mirada interesada/ egoísta), más allá de una devoción incondicional (inconfesablemente incondicional, como nos muestra la trama de la película) hacia el niño travieso. El contraplano que nos revela al autor del tirachinas es un breve chasquido de dedos: se ha dicho lo esencial, de forma encarecidamente expositiva, en los trucos de magia, colocándose en pie en el centro del encuadre. Es a él a quien McCarey dedica su mirada de entomólogo irónico, interesado en disecar con empeño quirúrgico todo lo que se muestra allí. Clasicismo de fina factura que se hace efectivo en la singular economía de un contraplano; al contrario que en Lang, para quien esto
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se resolvía a través del reencuadre, el contraplano en Don’t Tell Everything consiste en un leve trampantojo, en un guiño de complicidad del prestidigitador con los asistentes (en nuestro caso, los espectadores). El teatro clásico conoció este «girarse-hacia»: Molière, Iago… Pero aquí hay un detalle, un subrepticio más fundamental: el contracampo; aquel que existe como una mediación indispensable en la intensificación de la plena potencia del campo. La herencia del circo, del vaudeville, del music hall es evidente: aquí, todo ha de ser revelado clara, precisa y evidentemente; la fuerza de la evidencia posee, en un cine tan celoso de la «manifestación», un brillo demiúrgico: sólo pasa a ser aquello que se nos aparece en el centro del plano y de la forma más prolongada posible. Todo lo demás forma parte de los bastidores. Observemos la primera gran «representación para el público» del cortometraje, cuando en esta misma fiesta el joven Asher Ginsberg decida presentar a su padre a su enamorada (llegaron atrasados, el coche se rompió en plena calle). Asistimos a un espectáculo en miniatura de vaudeville: en un plano general que encuadra a los personajes en la sala, transformada en
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la arena del circo, la joven, demasiado rellena para el flaco Asher, choca contra él y cae al sofá. La «pesada» pirueta se repite, y por un momento nos asola la impresión de asistir a un número mecánico, ejecutado por «autómatas espirituales». Pero el automatismo espiritual es el efecto de este interés temporalmente dilatado (pienso que más de un minuto) dedicado al número. Los efectos que se prolongan o intensifican en nosotros consisten en un trabajo de naturaleza trascendentalista –y hablo aquí en sentido estrictamente kantiano, es decir: una relevancia ventajosa concedida a las coordenadas del espacio y del tiempo, de aquellos principios sin los cuales ningún objeto perceptivo se nos aparece propiamente, sujetos del conocimiento. Pensemos en esta utilización extraordinaria de la profundidad de campo, en el gag en el que el mecánico aparece en la calle, al otro lado de la puerta de Papá Ginsberg, trancándola por dentro. El mecánico se aleja de Papá (de espaldas a nosotros), saludándolo diligente y elegantemente (acababa de «robar» un traje nuevo en su tienda). Ejecuta un número de vaudeville: se despide del público. Pero acaba siendo atropellado, infatuado consigo mismo, por el mundo: un coche pasa por encima suya. Como paradigma clasicista, ¿no puede McCarey librarse de esta venganza –de esta evidencia–?: el mundo siempre pasa (encima, alrededor, sobre) por nosotros. Todo nos es mostrado en tiempo real, en una frontalidad perfectamente centrada: ¡Ecce homo! Un ejemplo decisivo de esta supremacía del campo. El pequeño Asher precisó travestirse de mujer para visitar al padre, ahora casado con la próspera matrona. Éste le presentó a «la niña» como la nueva sirvienta. Sucio de aceite, después de haberse escondido dentro de un barril para escapar de la policía, Asher recibe en la bañera de la pareja las abluciones amorosas del querido Papa Ginsberg, que le lava los pies. Pero la viuda Finkelheimer, actual esposa de Papá, los espía por la puerta entreabierta. Asher, con una flexión sutil pero persistente del dedo del pie derecho, intenta mostrar al Papá que ha sido pillado por la mujer, que cree que es una niña. Un único contraplano nos mostrará a la mujer espiando por la puerta; pero lo esencial y lo complementario se muestran en este «índice de presencia» del fuera de campo, revelado en la flexión del dedo derecho del pie de Asher. Obra maestra de un orfebre y relojero, de elegancia primorosa y precisión. Traducción del portugués de Francisco Algarín Navarro.
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‘Flaming Fathers’, de Leo McCarey
HORROR BAJO EL SOL por Luiz Soares
El burlesco es el género terrorista por excelencia; en su contexto, todo está condenado a una irreversible cadena de destrucción, caos, degradación. Su avance trágico presupone una lógica mecanicista, a través de la cual las causas y los efectos deben funcionar precisa y acompasadamente como los eslabones de una demostración nihilista, donde el orden de las cosas y las conexiones entre los cuerpos quedan necesariamente subordinados (y subsumidos) respecto a un telos entrópico. En este sentido, se produce aquí una paradoja fructífera: el control draconiano del studio system es una condición indispensable para suscitar estos efectos de confusión y dispersión; en su quintaesencia, el autómata keatoniano consiste en la depuración de esta regla: la irresistible vague del caos debe advenir en el seno de una línea de producción cartesiana de los planos. Es en el horizonte de una disposición casual rigurosa donde se esparcen los
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destrozos de un itinerario destructivo. Un exceso de orden y de cálculo, de concertante conexión, termina por darnos la impresión contraria de un mundo dominado por una implacable hibris. Los personajes del burlesco son los objetos de una alienación irrevocable: de los otros, de las cosas, de las situaciones y de los contextos; en realidad, son precisamente objetos de potencias y encadenamientos ajenos a su acción, y es en esto en lo que consiste su alienación, social y existencial. Un siniestro clin d‘œil irónico nos advierte de que la racionalidad instrumental con la que nos entretenemos intentando orientar el mundo según nuestros objetivos se trata de una ilusión irrisoria; el hombre, esta mísera «errata pensante» (Machado de Assis) es el medio del que se sirve el mundo para (pesimismo fundamental) llevar a cabo sus propósitos entrópicos: una demiurgia de los elementos opuestos se esboza así.
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Flaming Fathers (Leo McCarey, 1927) es una película que no abdica de ninguna de las premisas nihilistas del burlesco; aquí, la ley de la física, según la cual dos cuerpos no pueden ocupar el mismo punto en el espacio, es ilustrada con una contundencia literal: Papá Gimplewart es ahuyentado, aplastado, herido y vilipendiado de todas las formas posibles; es un hombre que «no tiene lugar en este mundo» (en estos planos de cine). Pero el decorado del jeu de massacre burlesco es radicalmente otro: solar, festivo y eminentemente físico. Niños, un cachorro, el mar revuelto, la muchedumbre endomingada: recurriendo a veces a la cámara en mano y otras al plano secuencia, McCarey distiende y rarifica este universo de crueldad reificada, de concatenación fatalmente mecánica. Pero el horror permanece ahí, refractado por los prismas luminosos de un día de verano. Hitchcock decía que uno de sus sueños consistía en filmar un asesinato en un día de sol – sobreponer lo tétrico al sosiego jovial de un cartoon de Norman Rockwell–. En cierta forma, este es el parti pris adoptado aquí. Lo luminoso, lo placentero, la despreocupación de las vacaciones de los jóvenes novios nos llega a través de una experiencia de mortificación: el cuerpo de Papá Gimplewart «no encaja», simplemente, en un espacio-tiempo, no se ajusta o integra en ninguna medida (humana o no; el coche en el que se queda atascado al comienzo del filme, el cachorro que arranca su ropa de baño); equívocos y confusiones que se acumulan a su alrededor, gigantes engreídos y niños histéricos que describen un círculo progresivamente claustrofóbico a lo largo de su trayectoria, puntuada por las caídas y
las precipitaciones grotescas. Su cuerpo es esta carcasa opaca y magullada sobre la cual incide una descarga de golpes y contragolpes. Como el topo de Der Bau (1923-1924) de Kafka, cada paso que da le acerca a su fin. Al comienzo de la película, Papá Gimplewart es «drenado» por el carburador del coche en el que es transportado por su hija y su novio. Así, el primer intento de oprobio sobre el cuerpo del hombre se lleva cabo por medio de una intervención mecánica (el coche). Como en Keaton, el ataque frontal del mundo tiene lugar principalmente en el trato con las cosas inanimadas; o más bien la inerte y turbia resistencia que estas interponen entre el hombre y el mundo. Sólo que aquí, al contrario que en las películas de Keaton, el personaje no opone nada a la amenaza ominosa de la cual es víctima: no se consuman los intercambios, no se movilizan los impasses, no se negocian las posiciones que suscita la acción del obstinado hombrecillo keatoniano, aunque esté destinada de antemano al fracaso. Papá es simplemente «empaquetado» para el viaje, y permanece ahí, empotrado dentro del coche. Pero la violencia no se limita a la plenipotencia nefasta del universo reificado sobre el personaje. También la Naturaleza se rebela contra él, condenándolo al juicio, humillante y despreciable, de la mirada del otro: el mar y el cachorro le roban la ropa, los inocentes (los niños) ven en él un juguete, una máscara grotesca («Joven, ponga para él esa cara divertida de nuevo»); aquel a quien no se le consiente la identificación mimética, la asimilación reconciliada consigo mismo. Más bien al contrario, Papá es una especie de homo sacer del burlesco,
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aquel a quien cualquiera tiene el derecho de borrar (expulsar, impedir la entrada, elidir del plano). Pocas veces en el cine se ilustró de forma tan escabrosa el intento sistemático de una comunidad por librarse de una alteridad, por conseguir su desaparición figurativa (el hombre escondido bajo el carburador del coche, cubierto por una plataforma de madera con la que escapar de la policía, o escoltado por un bloque compacto y disciplinado de niños cerca del final, ocultándole de la visión del espectador). En esta crónica bulliciosa de un día consagrado al valor de uso, una expurgación se consuma, una alternativa obscena se insinúa: él contra nosotros. Si hay una película (aunque sea distante en tono, contexto y propósitos) con la cual identificaría Flaming Fathers es Pasazerka (Andrzej Munk, Witold Lesiewicz, 1963). En ambas, se trata finalmente de presentar, con la intensidad emocional y la translucidez fenomenológica de la que el cine es capaz (la farsa trágica aquí, el melodrama como «caso de estudio» en el filme de Munk), la quintaesencia psicológica del anti-semitismo: el judío y el chivo expiatorio reactivo de Occidente; aquel que sólo existe en la medida en que es determinado (negado, envilecido, juzgado) por la mirada del otro. El resentimiento del comandante nazi en el filme de Munk con la judía que, aunque presa y maltratada, es amada dentro del campo y recibe flores; o los contraplanos vivaces a través de los cuales los niños interpelan al «bicho enjaulado» en la película de MacCarey. En ambos casos, quien modula la perspectiva y ajusta al «blanco» es el otro (los adversarios a lo largo de la tormentosa trayectoria de Papá aquí, Marta en la película de Munk); el judío es este blanco. Pero es adecuado hacer un paréntesis: el judío es un paradigma del totalmenteotro –cualquier otra figura de exclusión podría sustituirlo–. Se constituye como arquetipo de aquel que no debe ocupar el centro del plano, al que se le han reservado únicamente sus márgenes o fronteras. Y ya conocemos, desde los cortos que Griffith dirigió para la Biograph, cuál es el destino de aquel que, paulatina y fatalmente, es conducido a los límites de un plano en el cine, ¿no es así? La retirada del frente, su evacuación. En la distancia del plano en el que Papá se distancia de nosotros, escoltado por la comunidad, una alienación definitiva se anuncia y celebra. Traducción del portugués de Francisco Algarín Navarro.
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‘Pass the Gravy’, de Fred L. Guiol
EL CONTAGIO por Alfonso Crespo
Ante el slapstick autorreflexivo, todo un género como riéndose de sí mismo en la hora postrera, cuando el sonoro ya era una realidad. En Pass the Gravy (Fred L. Guiol, 1928), uno de los two-reelers más justamente famosos de Roach, McCarey y Davidson, esta última resaca recordaba que el género cómico que acompañó al cine desde su nacimiento no sólo debía verse como el primer y tosco borrador de una gramática, tampoco cuando ésta, en el caso emblemático de Chaplin, había deparado tan sutil escritura. El slapstick, resume esta película, son los cuerpos, una reunión de momentos físicos, de acciones, y sus poseedores no son actores, o no tan sólo actores, sino médiums que, como escribiera Schefer, nos ponen en contacto con la infancia perdida –ese problemático poso en nosotros– y el cine que la miró. Cuando el cine narra, siempre pierde algo. Algo del orden de lo real y del juego. De eso trata Pass the Gravy. Su núcleo lo ocupa una antológica comida que se sirve a los pocos minutos como para celebrar el fin de la trama, de todas las tramas (el gallo campeón ha sido desplumado, asesinado y ya reduce su salsa en el polisémico horno «Economy»), y establecer el
espacio-tiempo del regodeo. Hasta ese momento, la sucesión de planos había respondido a lo esperado dentro de un género en su decantación última, pero en el almuerzo las tomas a penas casan y el espectador, roto el más elemental respeto al raccord, naufraga desorientado en las estrechas proporciones de una mesa redonda. La torpeza encierra tesoros, entre ellos los del plano cercano sobre los rostros y gestos del actor slapstick: así, el pecoso Spec O’Donnell le resume a su hermana, encarnada por Martha Sleeper, la historia tras el cadáver de gallo; maravillosa sucesión mímica que subraya la hegemonía de lo corporal –las manos, el rostro– trascendiendo en el portentoso universo físico la pobreza de los guiones. El despliegue de Ignatz (O’Donnell) inaugura un clima de expansión corporal que intuye su propia clausura en el horizonte, máxima expresión que se cifra en la futura ira de Schultz (Bert Sprotte) cuando sepa del fin de su animal predilecto. Ignatz, en un gesto inédito en la serie, al menos en los títulos que hemos podido ver, asume, mientras confiesa, la culpa de lo ocurrido y, tanto por la herencia hebrea como por descubrir su potencia de actor dramático, abraza
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la inevitable diáspora (no sin antes dejarlo todo atado avisando visionariamente a una ambulancia que pasa, gag genial). Estos dos movimientos, por un lado el que se concentra sobre sí mismo, el del cuerpo estupefacto ante una revelación, y por otro el que desencadena una fuga, el de gestos veloces intentando evitar lo inevitable –la tragedia que suele esperar a los habitantes del universo slapstick–, se frotan más que se alternan, como si quisieran hacernos caer en la cuenta de que en el montaje los planos se montan uno tras otro, pero para luego proyectarse uno encima del otro. De nuevo, entonces, la representación verosímil del espacio queda sacrificada e intercambiada por una colisión de placas. En una de ellas, que se remonta a la escena primigenia de la barraca, los dos prometidos (Martha Sleeper y Gene Morgan) retuercen la longitud de sus cuerpos mientras buscan comunicar al padre (Davidson) la verdadera naturaleza del alimento que devoran. Ignatz lo habría hecho mejor, pero el chico y la chica, los habituales secundarios en el slapstick de niños-adultos con físicos más allá de la norma, no se rinden ante la lentitud de quien no sabe o quiere ver, y demuestran, como también descubriera Schefer al comentar sus impresiones de espectador, que a los grandes actores de la comedia muda sólo cabe imitarlos, al no quedar resquicio para la proyección en sus destinos catastróficos. El slapstick, podríamos afinar, se contagia, infecta, contamina, y posee en Pass the Gravy a esos otros cuerpos, bellos, sosos, que luego en el sonoro amortiguarían con canciones melódicas o bailes de claqué la radicalidad de las aventuras de los hermanos Marx o de W. C. Fields. Pero si aquí los cuerpos convencionales hacen tanta gracia es porque se los lleva al límite, a la exasperación mímica. A ella los reenvía la otra placa, el rostro pasmado de Max Davidson, un formidable intérprete para entender que la pragmática del cine cómico mudo tuvo que ver tanto con el golpe y el batacazo como con una determinada inmovilidad, con algo así como un arte de la recepción, con el hecho de «encajar», en terminología pugilística. Pass the Gravy nos regala, en ese intercambio de intensidades que precede al estallido final, la mejor –y ópticamente más ampliada– galería de caras de circunstancia, pasmo y desconcierto de las que fue especialista Davidson, quien aguarda a la cresta de la exaltación física para responder con su más desesperada quietud, llevándose la mano a la mejilla y esculpiendo su más reconocible gesto: una caricia autoindulgente como reacción ante el oprobio del destino.
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‘The Boy Friend’, de Fred Guiol
DEMASIADO PARA EL POLICÍA por Lukas Foerster
Un elemento que distingue las películas de Davidson de la obra de muchos otros cómicos silentes es su atención constante hacia lo doméstico. Mientras que sus compañeros más famosos del slapstick sobresalen en sus papeles de solteros, esperándoles las labores del hogar justo detrás del «The End», o en alguna parte bastante alejada en el horizonte, en los cortometrajes de Davidson siempre se mantiene la casa (incluso cuando está interpretando a un hombre soltero, como en Should Second Husbands Come First? [Leo McCarey, 1927]). Las películas no tratan sobre la producción, sino sobre la improducción pasajera de lo doméstico –pasajera porque las películas saben que, en su mundo, no hay realmente una alternativa a las labores del hogar; que con el tiempo todo volverá a lo que sólo los observadores informales describirán igualmente como el «orden natural de las cosas». (Bajo este punto de vista estas películas pueden ser vistas como precursoras de las sitcoms caseras)–. Si lo doméstico puede ser descrito como el método de una intimidad controlada y limitada, es esta misma función de la vida familiar la que una película como The Boy Friend (1928) invierte y trabaja. En la primera escena Max Davidson caza a su hija Marion (Marion Byron) comprándose unos zapatos nuevos –con el dinero de él, que él, a su vez, ha ganado como empleado bancario–. Su jefe se acerca amenazante, sonriendo, a unos pocos metros de él (o mejor dicho, en un corte), situado en el exterior, en su coche. Sólo al final la razón narrativa de su apariencia se aclarará. Aquí, al comienzo, sólo se muestra el establecimiento de una forma fuerte de autoridad, que no es negociable en absoluto –en riguroso contraste con la forma completamente transigente de autoridad que Max representa–. Max está ausente en la siguiente escena: en la tienda, Marion conoce a un joven, Gordon Elliott (que se convertirá, unos años después, en la leyenda de los westerns de serie B Wild Bill Elliott…; en The Boy Friend es simplemente otro de esos aburridos caballeros que están constantemente pululando alrededor de las
hijas de Davidson en estas dos bobinas). Ambos se sientan en fila esperando probarse los zapatos, pero no del todo uno al lado de la otra: hay una silla vacía entre ellos. El hueco queda superado cuando Marion ve un agujero en el calcetín de Gordon. Su mirada y su risita entre dientes consiguiente transforma el espacio público de la tienda en un espacio íntimo. El romance que está floreciendo se desencadena gracias al dedo gordo del pie derecho, pero pronto empieza a propagarse: al dedo gordo de su pie izquierdo, al pie de ella, a un golpe y un ruido sordo (el gesto de una flexión parece indicar que el dedo del pie está rompiendo las medias –un extraño matiz sexual–, tomando el relevo inmediatamente). Luego, en un salto repentino, demasiado amplio, él sostiene la ropa interior de ella en su mano, la cual la olvidó al salir de la tienda después de quedar atacada por ese golpe. Él la sigue fuera de la tienda en la primera escena de persecución, logrando incluir más y más espacios y personas en su intimidad: Gordon da la ropa interior a una transeúnte a la que confunde con Marion, Max se vuelve a unir al juego e incluso alcanza a ver el gesto del golpe. Y finalmente, la verdadera sensación de esta hermosa película aparece: un policía (Edgar Kennedy, quien, según IMDB, podría haber sido uno de los verdaderos Keystone Kops antes de su trabajo con Chaplin), es mostrado en primer lugar comiéndose un plátano. O más bien atiborrándose a base de plátanos, antes de dirigirse hacia la joven pareja que coquetea en la esquina de una calle rodeada de una pequeña multitud fascinada con este espectáculo de intimidad: el joven balancea la ropa interior mientras que a ella no parece importarle demasiado. Es demasiado para el policía. Avergonzado ante la situación, se rasca la cabeza –esto le lleva un rato, procesar su pensamiento requiere de bastante tiempo–, y entonces se marcha. Hay claramente un sistema tripartito de autoridad trabajando en segundo plano, y la película sabe exactamente dónde puede atacar y dónde tiene que rendirse: mientras que la autoridad del jefe no se puede cuestionar en absoluto,
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y mientras que la autoridad del padre es mínimamente valorada, siendo desmontada a lo largo de estas dos bobinas, la autoridad del policía está en juego desde el principio, y sólo puede ser ridiculizada. Y lo mejor: al propio policía no le importa lo más mínimo, siempre y cuando encuentre algo para comer. La segunda parte de la película se sitúa en la casa familiar de Max. En el exterior, en público, la intimidad aparecía repentinamente, primero como virus, luego como escándalo. Aquí, en el interior, donde la intimidad debería estar canalizada, transformada en reproducción, Max se dispone a destruirla: Mama Davidson (Fay Holderness) y él piensan que su hija no debería casarse todavía. Mientras que Marion mira localmente enamorada a su nuevo novio, sus ojos se desvían constantemente por causa de las travesuras de Max. Un punto culminante de esta escena tan bien elaborada: Max parece estar aún molesto por el gesto del ruido, así que lo transforma en algo más extraño (y de forma más directa, aunque aún con mayor crudeza, algo obsceno): sostiene un periódico delante de su cara, penetra las páginas e introduce su dedo por el agujero. Más tarde, cuando Marion se encuentra ocasionalmente fuera de la habitación, Max y Mama llevan a cabo una escena espectacular más bien acrobática frente a Gordon, siendo levantada la enorme y fuerte mujer por parte del pequeño y anciano hombre, incluso lanzándola por los aires. Es especialmente impresionante la habilidad de Holderness para realizar una pirueta girando sobre el cuello de Davidson… ¿Están simplemente comportándose como locos? Quizá, pero la forma específica de su locura parece una especie de parodia grotesca de la propia intimidad de Gordon que ha inspirado todo esto.
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Sin embargo, el pretendiente no desaparecerá tan fácilmente. Sólo se marchará cuando Max, finalmente, se disfrace de Julio César y le amenace con un cuchillo de carnicero. La película concluye en el exterior, con otra escena de persecución –y con otra aparición del policía: en esta ocasión se encuentra comiendo una mazorca de maíz cuando primero Gordon y luego Max corren hacia él–. Éste detiene a Max, quien le explica: «Estoy intentando decirle que no soy César». Después de este intertítulo, vemos un plano del policía intentando entender lo que sucede. Le lleva 14 segundos, rascándose la cabeza de nuevo, girando a su alrededor sin poder hacer nada, volviendo finalmente a su comida. Y ésa no es ni siquiera la mejor escena de Kennedy. Unos pocos planos después, se ve inmerso en el entorno de los otros, después de todo. El problema principal de la película, sin embargo, queda completamente resuelto entonces, cuando la joven pareja y la pareja más mayor se han reconciliado y están a punto de salir disparados en un coche. En esta ocasión el policía ni siquiera intenta entender este nuevo giro de los acontecimientos –puesto que no le queda nada que comer–. Sin embargo, huele algo (otro gran momento: la cara de Kennedy se ve embriagada por su propio olfato): uno de los transeúntes lleva a una niña pequeña en sus brazos, quien a su vez lleva una especie de bollo (¿o se trata quizá de un perrito caliente?). El policía, tras mirar a su alrededor y asegurarse de que no es observado, no sólo arrebata la comida a la niña, sino que se inclina y da un bocado; saca un salero de su bolsillo y echa sal en el bollo; toma otro trozo. Ha encontrado su propio tipo de intimidad: compartir comida con un extraño. Traducción del inglés de Francisco Algarín Navarro.
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‘Hurdy Gurdy’, de Hal Roach
CINE HECHO EN ALTITUD por Miguel Ferreira
Hurdy Gurdy (1929) es la primera película sonora de Hal Roach y la primera que vemos con Max Davidson. No es que esto funcione como marco: la destreza de Roach no deja que lo sea, y la película, como transición, no se asume como una aventura desmedida, sino más bien como una continuación, una adaptación eficaz a los nuevos medios del cine. En Pass the Gravy (1928, película producida por Roach), todos quieren esconder su animal del propietario utilizando los trucos más descarados, en contraplanos comunes propios de las obras teatrales que transcurren entre varias puertas –la gallina y el huevo como evidencia, las danzas faraónicas como fuga– opuestas a la mesa donde poco se entiende. En Hurdy Gurdy se recupera un animal y se invierte el plano al completo. Todos intentan resolver el misterio de una vecina que se encuentra menos integrada en la comunidad (a pesar de ello, sólo cierto señor comediante se atreve a subir hasta la ventana de arriba –tal vez sea él Hurdy Gurdy, expresión que puede servir para apellidar a un hombre que posee una habilidad para llevar algo a cabo, incluso aunque dé lugar a la confusión–). La película comienza en las calles y se va reduciendo. Rápidamente nos encontramos en un patio repleto
de situaciones propias más generales, de modo que el exterior deja de pertenecernos: la diversidad también existe aquí dentro –y nos da la sensación de que sólo existe aquí dentro–. Los balcones dan todos al mismo local, y el calor provoca la reunión. La imposición de la parada –que puede ser debida al calor, pero que también podría estar, eventualmente, ocasionada por una pierna partida– llena de inquietud al típico ser humano, no sólo curioso como hasta entonces, sino a veces entrometido. Estando así cerrada, se le permite a la película un gran cuidado en la organización. Se intercalan los planos de las diferentes parejas vecinas, no tanto compañeros como complementarios en la producción de las diferentes situaciones cómicas que se suceden. El hombre de hielo es el intruso evidente, que sólo sube al apartamento en que algo se esconde –en realidad nada se esconde, pero el calor se une a la belleza de lo desconocido y se crea esa ilusión–, proporcionando un sinfín de Ventanas Indiscretas. Durante un fragmento del filme somos llevados al discurso y a los choques culturales. Se utiliza el sonido para desarrollar los gags raciales, pero es la imagen directa la que les confiere más fuerza. Max, el judío, se preocupa por los impuestos, pero es el plano del periódico el que nos revela que la idea
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representa un todo. El emigrante alemán prepara el discurso pavoroso en que habla, apoyándose apenas en la retórica vacía, pero es el aire desconfiado del irlandés el que nos invita a nosotros, espectadores, a tomar posición. El irlandés puede no conocer una Historia que le debe ser más cercana, pero si no le dejan descansar se desencadenará una crisis que afectará a todos, y no sólo a quien se preocupa por el dinero. Los italianos desprenden vida con su música y las personas vuelven a acordarse de que hace calor. No debe ser vista la mirada de Roach como deseosa por evidenciar lo que es distinto: y, sí, interesada por lo que puede unir, incluso si es la bajeza del hombre. Las palabras causan efecto –véase la discusión acerca de las bailarinas de Broadway–, pero es la comedia física la que vence: el irlandés, constantemente despertado, primero por un gato, luego por el mono inducido por la música; el desvío de la mirada del judío hacia la planta superior, que no sentía esa curiosidad hasta que le dijeron que no la sintiera (no es el primer judío del que nos acordamos que se siente cautivado por una vecina rubia que vive un poco más arriba); la mano que el valiente judío coloca sobre un rostro trastornado al escuchar la palabra muerte –y como en cualquier película de vecinos la comunicación debe estar dañada, en un segundo pasamos de la muerte al asesinato– y el jarrón que se derrama en su cabeza. Se une la diferencia para invadir (es efectivamente una invasión) un pequeño espacio, pero ese control sólo perdura hasta que toma su lugar la sorpresa. Por un momento, es el officier, que por su profesión fue probablemente, en medio de las bromas, el último en ser convencido, quien nos mira, después de mirarse al espejo, para soltar un suspiro: nunca debimos haber perdido la tranquilidad. En una obra que no es inolvidable, pero que es eficaz, en la que la cámara no necesita moverse demasiado para acercarse – apenas hay, en alguna ocasión, un travelling entre los balcones–, y en la que la comedia gana por saber ser sutil, es bonita la forma en que la música, conquista del sonoro, hasta entonces utilizada para interrumpir o para ser interrumpida por una nueva secuencia, gana sobre todo y sobre todos –la música y la masa, prueba de que los problemas caen sobre quienes más los rodean–, en una película que está construida en torno a la altitud.
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Traducido del portugués porFrancisco Algarín Navarro.
TIEMPO RECOBRADO
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CRÉDITOS FOTOGRÁFICOS 5, Klassenverhältnisse (Jean-Marie Straub, Danièle Huillet, 1984), 6-7, O Som da Terra a Tremer (Rita Azevedo Gomes, 1990), 10, A Vingança de uma Mulher (Rita Azevedo Gomes, 2012), 11, A Conquista de Faro (Rita Azevedo Gomes, 2005), 12, A Colecção Invisível (Rita Azevedo Gomes, 2009), 13-15, Frágil como o Mundo (Rita Azevedo Gomes, 2002), 16, Altar (Rita Azevedo Gomes, 2002), 17-21, O Som da Terra a Tremer, 23, Parabéns Manoel de Oliveira: Intromissoes (Rita Azevedo Gomes, 1998), 24-29, A Vingança de uma Mulher, 31, O Som da Terra a Tremer, 32 Amor de Perdição (Manoel de Oliveira, 1979), 33, O Estranho Caso de Angélica (Manoel de Oliveira, 2010), 34-39, A Vingança de uma Mulher, 40-44, O Som da Terra a Tremer, 46-49, A Vingança de uma Mulher, 51-52, O Som da Terra a Tremer, 53, Eika Katappa (Werner Schroeter, 1969), 54, Der Rosenkönig (Werner Schroeter, 1986), 55, Francisca (Manoel de Oliveira, 1981), 56, A Vingança de uma Mulher, 57 (de las imágenes de Rita Azevedo Gomes, cortesía de la cineasta y de la Cinemateca Portuguesa), Le Soulier de satin (Manoel de Oliveira, 1985), 58, Our Sunhi (Hong Sangsoo, 2013), 60, Nobody‘s Daughter Haewon (Hong Sangsoo, 2013), Our Sunhi, 61, Nobody‘s Daughter Haewon, 62, Our Sunhi, 65, The Immigrant (James Gray, 2013), 67, Rodaje de The Immigrant. Cortesía de Vértigo Films, 68, The Immigrant, 69, Rodaje de The Immigrant. Cortesía de Vértigo Films, 70-71, Klassenverhältnisse, The Immigrant (Charles Chaplin, 1917), The Immigrant, Gebo et l’ombre (Manoel de Oliveira, 2012), Immigrants on an Atlantic Liner (Edwin Levick, 1906), Part of BALTIC‘s boatload of 1000 marriageable girls. 1907 (1907), George Grantham Bain Collection (Library of Congress), Arriving at Ellis Island (sin fecha), Library of Congress & Bain News Service, Immigrants carrying luggage, Ellis Island, New York (sin fecha), George Grantham Bain Collection, Library of Congress, Part of a group of 171 aliens illegally in the country wave goodby to the Statue of Liberty from the Coast Guard cutter that took them from Ellis Island to the Home Lines ship Argentina in Hoboken for deportation (Al Ravena, 1952). 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Fotografía de Dhanavanti Nagda tomada en Pondicherry (India), (de todas las imágenes de Claudio Caldini, cortesía del autor y de Antennae Collection), 124-126, Psyche (Gregory J. Markopoulos, 1947), 128, The Illiac Passion (Gregory J. Markopoulos, 1964-67), 130, Lysis (Gregory J. Markopoulos, 1948), 131-137, The Illiac Passion (Gregory J. Markopoulos, 1964-67), 139-142, Gammelion (Gregory J. Markopoulos, 1968), 145, Bliss (Gregory J. Markopoulos, 1967), Cortesía de Temenos Archive, 147, Pass the Gravy (Fred Guiol, 1928), 148, Why Girls Say No (Leo McCarey, 1927), 149, Flaming Fathers (Leo McCarey, 1927), 153, Jewish Prudence (Leo McCarey, 1927), 154-155, Don‘t Tell Everything (Leo McCarey, 1927), 156158, Flaming Fathers (Leo McCarey, 1927), 159-160, Pass the Gravy (Fred Guiol, 1928), 162, The Boy Friend (Fred Guiol, 1928), 163-164, Hurdy Gurdy (Hal Roach, 1929), 165, Rodaje de Hurdy Gurdy, Cortesía de Edition Filmmuseum.
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© de las imágenes: Rita Azevedo Gomes, Colección Cinemateca Portuguesa-Museu do Cinema, Les Films de l'Après-Midi, Filmes do Tejo, Filmmuseum München and Goethe-Institut München, Estate of Werner Schroeter, Werner Schroeter Filmproduktion, Juliane Lorenz Filmproduktion, Futra Film, Clap Films, Metro e Tal, Les Films du Passage, La vie est belle, Jeonwonsa Film Co., Les Films du Camélia, Les Acacias Cinéaudience, Wild Bunch, Kingsgate Films, Worldview Entertainment, Keep Your Head Productions, Vértigo Films, Lone Star Corporation / Mutual Film, The Criterion Collection, MACT Productions, O Som e a Fúria, Epicentre Films, World Telegram & Sun, Bain News Service, George Grantham Bain Collection (Library of Congress), Jonas Mekas, agnès b., Potemkine Films, Janus Film und Fernsehen, Nero Film, Library of Congress Prints and Photographs Division Washington, Detroit Publishing Company, Jacob Riis: From the Collections of the Museum of the City of New York, Tango Film, Janus Films, Pandora Filmproduktion, Pyramide Productions, Sputnik, Universal Pictures, United Artists, SBS Productions, Integral Film, ARP Selection, Andolfi / Belva GmbH, Jean-Marie Straub, Paulo Rocha, Gafanha Filmes, Suma Filmes, Jorge Honik, Antennae Collection, Guy Sherwin, LUX, Philippe Garrel, Re:voir, Werner Schroeter, Zweites Deutsches Fernsehen, Edition Filmmuseum, Paulino Viota, Intermedio/Prodimag S.L., Claudio Caldini, Michael Snow, Werner Nekes Filmproduktion, Dhanavanti Nagda, Estate of Gregory J. Markopoulos, Temenos Archive (Uster, Switzerland), Centre Georges Pompidou, Hal Roach Studios.
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