Revista Bremen III

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Acta del taller literario BREMEN del 30 de diciembre de 2009 El tema era el Western, y el taller hizo honor al mismo convirtiéndose en una vorágine de caos y violencia (gestual) y alcohol. Para ambientar Nano trajo consigo una frasca de jarabe crecepelo curalotodo y Juan una botella de whisky reserva de 50 años, que produjo efectos devastadores luego en todos en general y en él en particular, imposibilitándole la capacidad lectora y gran parte de la verbal, para alegría de Javier, que es un piltrafilla que, por lo poco habitual, se emociona tremendamente cuando consigue no ser el primero en emborracharse, en fin. Sólo faltaron unos cuantos revólveres y tiros al aire, un pianista, escupir al suelo y que las damas bailasen el can-can. Haciendo también honor al tema, unos forajidos me asaltaron y me sustrajeron el papelito donde tenía yo apuntados los autores y los títulos de los cuentos, así como otros amenos detalles como la manía que nos dio por telefonear a Fernando para dedicarle ovaciones, o esa curiosa forma de María de leer el cuento de Robert renunciando a las gafas (cuestionada por la razón dijo: Porque no son rojas. Era todo un poco raro anoche).

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Reconstruyo en la medida de lo posible la lista de autores y cuentos, y que me perdonen los que lleven espacios en blanco, pero es que la resaca me está matando (se editará el acta cuando envíen sus cuentos y se puedan incluir). Abrió el fuego muy apropiadamente (como vimos, terminado su cuento y desplegado el tablero para los demás) Nano, que pidió el privilegio de empezar y se lo dimos porque ninguno nos atrevemos a llevarle la contraria. Nano — La voz que prepara el escenario David — La recompensa por Joseph Balder Juan (de cuerpo presente pero leído por Javier) — La búsqueda Marina — Cuero rojo Ernesto — Kansas City, Kansas (o el rostro de la muerte) Javier — Cicatriz María — Las dos vidas de Misha Bours Fernando (leído por Nano e interrumpido para ovacionar al autor en manos libres ¡a la quinta frase!) — La partida del guerrero Robert (leído por María) — El figurante Nacho — Quincetiros

Mención aparte y ovación cerrada para los externos, que se saltaron todo cercado genérico y nos hicieron reír como locos (ayudados además por el whisky que ya llevábamos todos en el buche), para las cursivas de Ernesto, que convirtió en literales (cada vez que iba a leer unas se cogía la cogía la cabeza y se la inclinaba, para leer torcido) y para la «reinserción al ciclo del carbono» de las víctimas de Quincetiros. 3


El tema, obviamente, lo propuso quien esto firma (David). El tema para el siguiente taller será «el Mar», y se propuso, si nadie (y nadie significa eso, nadie, ninguna persona, no pocas, no, nin gu na) tuviera inconveniente, trasladarlo del 13 al 16 de enero y hacerlo antes de la cena. No recuerdo quién sugirió el tema, pero a quien fuera le tocará recoger el testigo secretarial. Para él mis mejores deseos, líbrele la suerte de los forajidos sustraeactas. Año del Señor de dos mil y nueve.

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La voz que prepara el escenario Al niño del cine de sesión doble de los domingos

Te voy a pedir un gran esfuerzo, pero puedes hacerlo. Yo lo he hecho y para ti va a ser más fácil, porque te voy a guiar. Tienes que imaginar el Este: es enorme. Allí llegaron los primeros, huyendo de los tres tipos de estrechez: la mental, que no deja vivir y pensar como uno quiere; la física, que te confina en pequeños lugares sin medios para alejarte de ellos; la del hambre invencible, cuando todos los recursos ya tienen un dueño que parece venir de la eternidad, y encaminarse hasta su fin. Los que nada tenían, los que pensaban de otra manera, fueron allí; como la inmensa variedad de los que tenían cuentas pendientes que quedarían saldadas al pisar el litoral del otro lado del océano. Los despojos de Europa. Les fue fácil engañar, comprar, desterrar o eliminar a los nativos que encontraron. Lo hicieron. Les fue menos fácil deshacerse del Imperio antiguo. También lo hicieron. Ya están solos, que es una forma de decir nosotros nos las arreglamos; tenemos un territorio dado por Dios; en Dios confiamos; nosotros decidimos. La conocida historia de somos una nación, la historia de siempre: nada te costará sentirlo, la memoria suple la imaginación. El Este es grande, pero siguen llegando los que nada tenían. Es un El Dorado para todos. Pero los que nada tenían corren el peligro claro, preciso y punzante de convertirse otra vez en los que nada tienen. El Este se ha vuelto pequeño para los que llegaron y lo cruzaron sin encontrar la 5


respuesta que les hizo partir. Se habla de las tierras de la miel, en el litoral del Oeste, pero todavía parecen cuentos para niños: hay que cruzar las grandes praderas, las Rocosas, los desiertos y tierras entre estas montañas y la cadena final, que baja hasta los naranjos. ¿Cómo creerse que crecen solos? Ahora es cuando empieza tu tarea. Hasta el momento todo era sabido: la vieja historia europea; pero desde este momento nada sabes. Y lo que sepas, conviene que lo olvides. Quizás no esté de más que te apoyes en las imágenes de las películas que concuerden con cada una de las fases que vas a vivir, pero deberás centrarte en ellas aisladamente. En cada espacio, la suya. Vivirlas como si fuera la primera vez. Lo que has de hacer es descubrir, conquistar y apropiarte de lo descubierto y lo conquistado. —¿Quién viene ahí? —pregunta el viento. —Las hordas de hambrientos, Señor —responde la hierba, que llega hasta los límites del Este y sabe de lo que habla—. Hambrientos de comida, Señor, pero también de oportunidades de ser alguien, de ganar en el juego, de ganar en el duelo contra la muerte, de tocar la riqueza que siempre vieron de lejos. —Cerrémosles el camino —grita el Viento, que se fortalece cuando se enfada—. Los que aquí viven no tienen nada que les sobre. —No es posible, Señor. Ya han vencido el miedo al vacío, que es el peor de todos. Nada los detendrá. Lo mejor y lo peor avanza. El deseo los iguala y no podemos distinguir a los buenos de los malos. Pero no te preocupes, ellos encontrarán el pan de la supervivencia donde solo hay 6


hambre, lo han hecho siempre. Les impulsa saber que todos parten de cero y algunos encontrarán el oro. Quieren ser los que empiezan la Historia y que esta vez sean ellos los que caigan arriba; sobre los demás. Llevan dentro un alarido que les asegura que va a ser así. ¿Qué puedes oponerles? ¿Fue real esta conversación? Es más que probable, aunque eso importa poco ahora. Escúchala una y otra vez hasta que sientas el terror de lo vacío que hay ahí delante. Ahora que puedes ver el mapa desde arriba, ya te da miedo la inmensidad. Imagina lo que debía ser enfrentar la pradera en horizontal, cuando no se ve el límite. Ahí estás tú. Si no eres capaz de sentirlo hasta notar que tiemblas no podrás entender lo que viene. Estaríamos perdiendo el tiempo. ¿Sientes la hierba bajo las botas? Es lo único a lo que te puedes sujetar (además de al miedo a lo conocido que te empuja por la espalda). Es muy importante que sientas la pradera, que la huelas. Desde ahora vives también en ese mundo; si te despistas en el otro, una estampida de bisontes te puede deshacer mientras crees que estás tomando café en la glorieta de Bilbao. Hay indios, ya los irás sintiendo, porque vienen hacia ti, te quieren matar o expulsar. Y es justo, porque es lo que quieres hacer tú con ellos. Pero de la Justicia siempre has huido: que no esperen que vayas a ser justo con ellos. A tu favor tienes los rifles, sobre todo los Winchester de repetición y la precisión del Colt; cuando lleguen. Y el Séptimo de Caballería. Es una cuestión de tiempo y de agallas. El Centro, que es ya el oeste del este, su primera parte, es tan grande como el Este, ¿te acuerdas que te pareció inmenso cuando desembarcaste? El Oeste tiene a su favor 7


que está vacío, ocupado por los que se ajustan a lo que la naturaleza da. Solo tiene hierba, pero espera a los ganados que pastarán cuando los bisontes hayan desaparecido, los indios hayan sido domesticados, el ferrocarril destruya a su paso lo que algunos habían construido: los perdedores a los que les quitan el campo cuando ya no quedan libres otros a los que se puedan ir. Esta es una historia de las buenas, de allá del Oeste. Por cada cien caídos, uno se enriquecerá: los primeros en caer de pie sobre los hombros y las espaldas de los demás. ¡Pero mira bien, fijamente, que por eso abandonaste lo que nada te daba!, Quieres llegar al sistema montañoso del Pacífico y a California, donde dicen que mana la miel y pueden crecer los naranjos y todo lo que plantes. Pero no debes precipitarte: ya habías fracasado en Europa y en el Este, no estás preparado para la Tercera Decepción. Has de sufrir aquí bastante tiempo. Atravesar la pradera hasta las Montañas Rocosas, que durante un tiempo se consideraron el final del Oeste, y cruzarlas para llegar a las grandes llanuras que hay entre las dos cadenas montañosas. Por tanto, aquí nos quedamos. A sufrir y hacerte valer. Somos gente fuerte, los que buscamos las oportunidades. Cada uno de los nuestros podría llegar antes y quitárnoslas. Es a los demás, a los que son como nosotros, a quienes hay que vencer en la carrera: la competencia es una de las leches que nos amamantan. Nada de camaradería. Nuestro lema dice «Each one trusts in himself», pero hacia fuera lo pronunciamos «In God we trust». Si lo piensas bien, significa lo mismo. No vas a ayudar a nadie y nadie te va a ayudar. Para cruzar las praderas y desiertos, no se forman caravanas de iguales que se protegen 8


unos a otros. Los que tienen dinero, pagan para que unos exploradores los conduzcan. Los que no, emprenden el camino solos con la familia, por su cuenta. ¿Ves esos restos de una carreta, casi comidos por la hierba, confundidos con ella? ¿Y esas cruces de madera un poco más allá? Responden a una historia repetida. La carreta de una familia se rompe y todos se quedan allí, mirando el trozo de cielo bajo el que han quedado paralizados. De vez en cuando pasa alguien y, por cortesía civilizada, ofrece su ayuda, pero se la rechazan y no insiste; en realidad nunca pensó que la fueran a aceptar. No se ha llegado hasta allí para depender de los iguales. La familia muere y gentes piadosas que pasarán después se detienen, esta vez sí, para darles cristiana sepultura. Es el modo de avanzar, la primera ocasión de ponerse a prueba ante la suerte. Ya puedes imaginar que es el mismo modo que cuando se detienen y asientan. Cada uno para sí mismo: o somos self-made-men o no somos. ¿Cómo lo gritaba Hamlet hace no mucho? Ah, sí: «A partir de este momento, seré sanguinario o no seré nada». Eso es. Le viene que ni pintado a la fase, porque no estamos en el Lejano Oeste, sino en el Salvaje Oeste. No son dos zonas geográficas, sino dos tiempos en la misma zona. Aquello era un circo, un circo de verdad, cuando todavía había bisontes, indios, fuertes donde vivía el Séptimo de Caballería; una empresa descabellada que funcionó e impuso el orden necesario para que prosperara la posibilidad de los negocios. La vida en movimiento frenético, porque no podía ser más lenta que las balas. En realidad fue menos tiempo del que parece. Hubo hasta una Política India: masacrarlos y 9


dejarlos en las reservas. Terminada la misión, la cosa cambió bastante. Se convirtieron en vaqueros, los cow-boys de las películas, porque tenían praderas para dar de comer a las vacas y trenes para alimentar al Este. Ellos interpretaron la etapa salvaje. Que terminó bajo una carpa de circo al que para verlo se pagaba entrada, como el Buffalo Bill’s Wild West Show, que hasta creo que recorrió Europa: los que hacían de artistas se representaban a sí mismos; pocos años antes habían hecho lo mismo, pero matándose de verdad. Fueron los supervivientes que se vieron obligados a seguir sobreviviendo con lo único que sabían hacer: primero como tragedia y después como espectáculo. Tampoco es tan raro: del circo al circo es un movimiento redondo. No creas que de eso hace mucho, que mi abuelo ya había tenido a mi madre cuando Buffalo Bill era todavía un artista de tourné. Pero más cerca históricamente de nosotros, y mucho más cerca todavía por lo que nos ha contado el cine, está lo otro, el Lejano Oeste. Es nuestro destino en este movimiento que empezamos como un juego. El salvaje oeste lo cuentan las películas de indios y vaqueros. Nuestro periodo lo cuentan las películas del Oeste. Ahora sí que te ruego la máxima concentración, porque estamos en el meollo: la mente abierta y los sentimientos dispuestos a imprimirse en ella, para que cuando lleguen las historias las puedas vivir. Lo primero que has de conocer, como si vivieras en él, es el pueblo, porque es el centro de todas las historias. Incluso aunque transcurran en las quebradas, los valles, las montañas cercanas, siempre empiezan o terminan en un pueblo. 10


Desde el aire, a vista de pájaro (o del avión desde el que se rueda la panorámica), parecen incomprensibles: unas cuantas casas, agrupadas sobre todo al lado de una calle ancha (antes o después, recuerda, han de pasar por allí las vacas, conducidas por los vaqueros en un viaje de meses; o más tarde hasta la estación de ferrocarril). En medio de la nada más absoluta y estéril. Bajemos al suelo. ¿Qué hace esa gente allí, de qué vive? Porque no hay agricultura ni ganadería a la vista. Sin embargo, sí hay una oficina del sheriff, un banco, una funeraria, un salón donde se reúnen a beber, a jugar al póker entre ellos o con tahúres profesionales, y a juntarse con las chicas, jóvenes y procaces; también hay una tienda que vende de todo, desde herramientas y comidas enlatadas, sobre todo judías, hasta trajes de París que se piden por encargo; está la oficina de la diligencia antes de que haya una estación de ferrocarril; también hay una iglesia y una escuela, y hasta una peluquería y un hotel. Hay más personajes, que ocupan todos los lugares que hemos citado, pero no llegamos a saber muy bien a qué se dedican. Las mujeres se pueden dividir en tres grupos, las procaces chicas del salón, venidas de las ciudades con sus ropas de colores chillones, las mujeres de los habitantes del pueblo, de mediana edad y todas bastante feas, y la maestra de la escuela, que es joven y bella, pero no es procaz ni viste ropas chillonas. A veces, se convierte en la novia del protagonista de la historia y se casa, antes de volverse fea, suponemos que para que otra hermosa joven ocupe su lugar. Sabemos quiénes son, pero también que no pueden vivir de ellos mismos: no hay un recorrido posible de los dólares de unos a otros que dé 11


para todos. Haz un ejercicio imprescindible, para familiarizarte, y verás que tengo razón. Llega al pueblo, en diligencia o ferrocarril. Eres agradable y hablas con todos. Hospédate en el hotel y come una chuleta con judías en el restaurante. Pasea y charla, compra algo en la tienda, córtate el pelo, la peluquería es un centro social de primer orden. Después, ve al salón: es mejor que a los jugadores los observes, pero sin entrar en la partida. Muchas de las historias del Oeste terminan con el forastero arruinado o, en caso de buena fortuna en el juego, muerto en un duelo en la calle ancha. Bebe whisky y hasta sube a los dormitorios con la chica que más te guste. El domingo, acude a los oficios religiosos. Desde entonces ya puedes saludar a los del pueblo, hacerles una reverencia a las mujeres, sobre todo a la esposa del predicador. Incluso mirar de cerca a la maestra. Pero sigues sin saber de qué viven, ofreciendo tantos servicios. ¡Un momento! ¿Te quedaste a charlar en la tienda, como te dije? ¿No viste que llegaba gente en carros, hacía grandes compras y se marchaban o se quedaban a visitar la peluquería o a beber en el salón? Tienes que prestar más atención: vives ahí, ¿recuerdas? Esa es la gente que pone el dinero: los de los ranchos que quedan fuera de la panorámica de la vista de pájaro. Habría que hacer la toma desde mucha más altura para que entraran en el cuadro. Son los que viven alejados, dedicados a la cría de ganado. O a una débil agricultura, pero suficiente para proporcionar trigo y judías. También llegan de las montañas próximas mineros del oro, con una pequeña bolsa con gruesas pepitas que malvenden en el banco.

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Los que cuidan pequeños ranchos, con un poco de agricultura y algo de ganado, casi para consumo propio, son seres pacíficos. Aunque alguna vez, una injusticia convierte a uno de ellos en un forajido. Apréndete esta palabra porque se trata de un personaje principal de muchos western, tanto si se le

presenta como un malvado o,

románticamente, como un hombre bueno. Son más habituales los trabajadores de los ranchos que acuden al pueblo a gastarse la paga de muchas semanas. Estos son malos de corazón y crean conflictos. Pero si se les mete en la cárcel del pueblo (la oficina del sheriff) o si el juez que vive en el pueblo o viene de un pueblo cercano(no lo he citado porque, salvo excepciones, cumple su función y desaparece) los quiere enviar a la horca o a un presidio, el dueño del rancho viene con gente armada a liberarlos, porque al fin y al cabo es con su dinero metido en el banco, con sus abundantes compras más el gasto que hacen sus hombres, .con lo que viven los ciudadanos del pueblo. Ahí sí que hace falta un buen sheriff, que no es raro que en otro tiempo fuera forajido y sepa disparar bien, para el previsible enfrentamiento con los del rancho. Cuando ese sheriff no existe, los malvados abusan hasta que llega el hombre adecuado. A la gente de allí, como los buenos sheriffs tardaban en llegar, y los jueces también, o llegaban borrachos, les gustaba lo que propuso Lynch y preferían linchar rápidamente a los apresados, sin tiempo para demostrar que eran inocentes, si lo eran. Tampoco es que el sistema lo descubriera Lynch: lo de matar pronto y que luego Dios decida viene de lejos. Pero en las historias del Oeste, el linchamiento y el duelo en la calle ancha se iluminan con una luz mucho mejor. 13


Nos

falta

el

personaje

principal:

el

pistolero.

Normalmente,

contratado por el del rancho, o por el dueño del banco cuando le han robado. Aunque también recorre la zona perseguido por su fama, sin que nadie le contrate. Haber matado en duelo a un hombre te convierte en pistolero. Siempre habrá quien quiera quitarte esa corona midiéndose contigo. Si no eres muy bueno, mueres pronto y no hay historia, pero si de verdad eres bueno irás matando a los que te ofendan para hacerte salir a la calle a disparar. No hay delito en dos hombres que se enfrentan cara a cara en la calle, con sus pistolas. Se ve como una restitución: del orden, de la verdad o del abuso criminal, según quién gane. Contemplar un duelo desde la ventana del salón o la terraza del hotel te proporcionará una experiencia profunda de la muerte como justicia y te será más fácil entender las historias. Porque la muerte violenta es el lago donde flotan las historias del Oeste. Demasiado parecidas a los relatos de los griegos como para no pensar en la impostura de los escritores de este género. Ya has sentido todo lo que debías sentir para que estas historias no sean una más entre muchas. Se terminó el esfuerzo. Ya puedes adoptar una actitud pasiva para escuchar la historia del Oeste que nos va a contar David, el que más a gusto se siente en ellas, el que empezó a contárnoslas. Después vendrán la de Juan y la de Marina y la de Ernesto y la de Javier y la de María y la de Fernando y la de Róber y la de Nacho. Te has ganado este placer.

Nano

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La recompensa por Joseph Balder The crow flies straight, a perfect line, on the Devil's Bed until you die. (Curtis Stigers & The Forest Rangers, This Life)

Tras el mar de cabezas un hombre a caballo piensa en las indudables ventajas que tiene la muerte mientras se encasqueta aún más el sombrero y se afianza el pañuelo sucio sobre la cara. Un viento atroz sopla empeñado en descubrir las cabezas que atestan curiosas la calle y en enredarse en las faldas de las mujeres que llenan los portales de los comercios. El cadalso cruje con cada ráfaga y barre las maldiciones del reo, a quien dos alguaciles arrastran por los trece escalones de madera. Sobre ellos el nudo de la horca aletea como una bandera demente. El párroco trepa los peldaños con pasos de borracho, apretando la Biblia contra el pecho lleno de lamparones. Al llegar arriba tose, se tambalea, se frota el bigote, y abre la Biblia por un pasaje al azar. No parece gustarle, porque con la boca ya abierta pasa unas cuantas páginas, poco convencido. Luego intenta aplastar sin éxito su escaso pelo desordenado y finalmente lee: «Cuidad de no practicar vuestra justicia delante de los hombres para ser vistos por ellos; de lo contrario no tendréis recompensa de vuestro Padre celestial». Solo el viento desgarra el silencio hasta que el condenado grita que es inocente, sacudiendo la cabeza e intentando zafarse por última vez de los alguaciles. Le disuaden a golpes. Luego uno de ellos lo sostiene mientras recita los crímenes de Joseph Balder y el otro captura el lazo de la horca, que baila frente a sus narices, y se lo coloca alrededor del cuello. Lo aprietan, tensan la cuerda, retroceden dos pasos. —¿Tus últimas palabras? —pregunta uno de ellos. —Hijos de puta —responde el hombre. 15


Los alguaciles miran al verdugo, asienten y este tira de una palanca. Se abre la trampilla y el hombre cae, se rompe el cuello y muere. Un murmullo insatisfecho fluye con el viento por la calle atestada. El público hubiera preferido el pataleo y la asfixia a ese final tan rápido, tan poco espectacular. Los alguaciles se dan unas palmadas como para desprenderse el polvo y ayudan a bajar al párroco. Terminado el espectáculo de la justicia, la gente comienza a dispersarse rumbo a sus tareas diarias. El hombre a caballo espolea ligeramente al animal y avanza hacia los alguaciles, que se esfuerzan ahora en descolgar al ahorcado y tumbarlo en el suelo a la espera del sepulturero, que se aleja rumbo a su carreta, donde se encuentra el ataúd. El hombre a caballo mira la cara del muerto, sus cejas, su nariz, la forma de sus orejas, y sonríe tras el pañuelo. Se aleja con otro golpe de espuelas antes de que los alguaciles se fijen en él. Cuando llega frente al saloon desmonta, le arroja un par de monedas a un niño que se acerca para atarle el caballo y darle de beber y camina hacia la puerta. Junto a ella, prendido con una tachuela, un cartel ya obsoleto ofrece una recompensa de quinientos dólares por su cabeza. O por la cabeza del muerto. Lo arranca de la pared, lo dobla, se lo guarda en un bolsillo del abrigo y entra en el local atestado. Parpadea y se baja el pañuelo, acostumbrando los ojos a la oscuridad, camina entre las mesas y la multitud hacia la barra y hace un gesto al camarero, pidiendo un vaso de whisky. Se lo sirve. El brazo está razonablemente limpio. Bebe de un trago, y encarga otro. El camarero se lo rellena, le guiña un ojo y deja la botella al alcance de su mano.

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—¿Ha venido para ver la ejecución, caballero? —le pregunta. Él asiente, mientras alza de nuevo el vaso y lo vacía de nuevo. —A la primera ronda invita el señor Wiggs —dice—. Fue él solito quien atrapó a Joseph Balder. —¿Y dónde está el señor Wiggs, para darle las gracias? —pregunta el hombre, con la voz ronca de quien lleva mucho sin hablar. —Arriba, descansando —dice el camarero, guiñándole el ojo de nuevo y riendo a carcajadas. Saca un puñado de monedas y las deja sobre la barra. —Por el resto de la botella. El camarero asiente, barre las monedas y se aleja hacia otro cliente. El hombre coge el vaso con una mano y la botella con la otra y se abre paso entre la gente que grita y ríe a voces y las putas que intentan hacer negocio o, al menos, gasto de alcohol. En un rincón encuentra una mesa ocupada por una de ellas, una joven que mira por la ventana. —¿Whisky? —dice, alzando la botella. Ella le mira, sonríe y niega con la cabeza. —Se lo agradezco, pero no, gracias. —Mejor —dice él, dejando su carga, desabrochándose el abrigo y tomando asiento —. Sólo tengo un vaso. Se alza el sombrero que se le clava ya en la frente y mira la calle a través del cristal sucio. Luego mientras bebe, estudia el rostro de la mujer. Sus ojos, su nariz, sus labios. —¿Cómo se llama? —pregunta. —Jenny —dice ella, mirándole —. ¿Y usted?

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—Joseph —contesta. —Como el ahorcado —ella señala la calle con los ojos. —Como el ahorcado —asiente. —¿Quiere hacer el amor, Joseph? Él mira de nuevo a través de la ventana, ahora al cielo, mientras se rasca la barba de días, sucia de polvo del viaje. La mañana apenas acaba de comenzar, la multitud se ha dispersado y ahora, al otro lado del vidrio, la ciudad comienza a comportarse como cualquier otro pueblo a estas horas, las carretas de mercancías moviéndose arriba y abajo, el trajín de gente cumpliendo recados, los niños jugando a perseguir remolinos de polvo. —Aún es pronto —responde. —¿Viene de lejos? —pregunta ella. —Carson City. —¿Para ver la ejecución? Él gira la cabeza y contempla la gente que celebra el ahorcamiento en el bar. No parecen tener prisa en agotar la invitación de su supuesto captor. Lugareños, típicos vaqueros de paso y habituales del bar que estarían aquí cualquier otro día. —En realidad no —responde, y piensa en los planes que trazó mientras cabalgaba hacia aquí. Buscar a su captor, freírlo a tiros, llevarse el dinero de su propia recompensa. Piensa que ahora mismo no sería difícil; podría contratar a Jenny, subir con ella a la planta de arriba, buscar la habitación del tal Wiggs, descerrajarle un tiro en la cara, coger el botín y huir disparando con el pañuelo subido. Podría matarle a él, a Jenny, al dueño del bar, que quizá lo recuerde y probablemente esconda un arma tras la barra. Quizá también al niño que se ocupó del caballo. No sería demasiado difícil; los alguaciles no parecían gran cosa y ninguno de 18


los parroquianos tiene porte de pistolero. Lo piensa ahora, dándole un nuevo sorbo al whisky y mirando a Jenny la puta, con sus ojos claros, su bonita sonrisa y su piel limpia, y decide que está cansado, que lo que realmente desea es dejar que su nombre permanezca muerto al menos hasta el anochecer, no ser nadie hasta entonces, descansar, ser otra persona. —¿Preferiría darse un baño? —dice ella. —Me ha leído el pensamiento —suspira y sonríe. —Podemos arreglarlo —ella se levanta, levanta la botella y la acuna sobre su pecho—. Sígame. Él coge el vaso y la sigue. Ella le guía hacia las escaleras. Suben hasta un pasillo flanqueado de puertas. Se detiene ante una de ellas. Del otro lado escucha gritos de mujer y jadeos, supone que causados por el tal Wiggs, invirtiendo parte de su recompensa. Gruñidos, un quejido ahogado, algo que tintinea. Piensa en su pistola cargada y en lo fácil que sería todo, ahora. Pero Jenny vuelve a su lado, le da la mano y tira de él hasta el cuarto del fondo. El suelo cruje bajo sus pies, los tacones de sus botas de montar resuenan en el estrecho pasillo. En el cuarto hay una vieja bañera de latón, un camastro de sábanas sucias, una silla, una ventana cubierta por una cortina raída, cubos de agua junto al fuego en un pequeño hogar. Ella coge uno de los cubos y lo coloca en un gancho sobre la lumbre. Él cierra la puerta, se quita el abrigo, lo coloca sobre la silla, se desprende del cinto y de la funda de la pistola. Saca el arma, abre el tambor, verifica las balas. —¿Cuántos años tienes, Jenny? Ella comprueba la temperatura del agua arremangándose el brazo, acercando la palma a la superficie. —Cumplí diecisiete en mayo —responde.

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Tiene edad para ser hija suya, y no la primera. Parece mayor, piensa, pero quién no. Deja el arma en su funda y la funda colgada del cabecero del camastro. Continúa desnudándose mientras ella acerca el resto de los cubos. Cuando ella considera que el primer cubo está ya lo suficientemente caliente y se gira con él hacia la bañera él está desnudo, con el sombrero en la mano—. Puede ir metiéndose en la bañera —dice, y vuelca el cubo dentro. El vapor del agua comienza a llenar el aire de la estancia de una calidez pegajosa que difumina los bordes de las cosas. Él tira el sombrero sobre la cama y obedece. El agua está tibia, piensa. El segundo cubo viene más caliente. Se recuesta contra el latón aún frío, reprime un escalofrío, recuesta su espalda contra el borde y cierra los ojos. El tercer cubo lo hace suspirar. Siente como sus huesos comienzan a desprenderse del cansancio del viaje milla a milla. La mano de Jenny se sumerge en el agua, encuentra su erección, la aprieta, la desliza entre sus dedos. Él extiende una mano y a tientas encuentra el cuerpo de ella, busca sus pechos y aprieta uno de ellos lentamente. Ella ensaya un gemido que el primer disparo corta y convierte en grito. Un cubo se derrama, él se incorpora, salpicando el cuarto. Ella mira hacia la puerta, con los ojos muy abiertos y las manos sobre la boca, el agua de la mano que lo estaba tocando cayéndole sobre el escote que sube y baja al ritmo del miedo. Él sale de la bañera y camina con calma hasta su ropa, con cuidado para no resbalar en el suelo mojado. Empapado se pone los pantalones. Al otro lado de la puerta, en el pasillo, suenan ruidos, un segundo disparo, alguien grita «¡zorra, maldita ladrona, arpía!». Suenan pasos a la carrera y un segundo disparo, mucho más claro, llega tronando por el pasillo, luego otros dos, seguidos de nuevos gritos, lejanos, probablemente escaleras abajo. Él se sienta sobre la cama y comienza a calzarse sus botas luchando con los pies mojados. Jenny se ha deslizado hasta la esquina más alejada de la puerta y parece rezar sin voz. Él pisa con fuerza en el suelo para terminar de encajar las botas y ella lo mira alarmada. Pese a los gritos que siguen sonando fuera, mientras empuña la pistola ella le oye hablarle con una calma sin fisuras.

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—Tranquila. Y se levanta, camina hasta la puerta y la abre. En el pasillo, Wiggs zarandea por el pelo a una mujer que sangra por la nariz quebrada. Con el arma firme en la mano, Joseph no grita, se limita a hablar con el mismo tono que utilizó para ella. —Wiggs. Y después dice: —¿Wiggs, te suena mi cara? Y después levanta su arma y desde la altura de la cadera la dispara seis veces, rápidamente, amartillándola con la mano izquierda. El ruido de los disparos se funde en el vaho del cuarto, el olor de la pólvora se mete por la garganta de Jenny. Aún con la confusión, ella ha contado ocho disparos. Fuera, el cuerpo de Wiggs se derrumba por las escaleras, y luego todo es silencio. Después de un tiempo eterno, el silencio se retira de nuevo y acuden mujeres gritando por las escaleras y atienden a la puta ensangrentada que solloza. Jenny corre hasta la puerta, pero justo cuando distingue al muerto con seis balazos en el pecho y a Lucille llorando Joseph la agarra del brazo. —Ella está bien —le dice. Y cierra la puerta, arroja la pistola aún humeante sobre la cama, y comienza a quitarse de nuevo la camisa y las botas. Jenny se descubre mirando la bañera de latón: en su parte central tiene un pequeño agujero por el que cae el agua en un chorro tembloroso. Joseph se desprende de los pantalones, se acerca a ella, la acaricia el rostro y los hombros, coge sus manos y las coloca de nuevo sobre su cuerpo. —Ya no es pronto —dice entonces. Y la besa.

David Ruiz 21


La búsqueda El viento sopla y es casi lo único que logra escucharse. Mueve el polvo haciendo remolinos rojizos que se estrellan contra él resecándole un poco más los ojos. Los entrecierra mientras rebusca en las alforjas un poco de tabaco que masticar, no es que tanga ganas de mascar algo, pero así matará el tiempo que ya se le va antojando eterno. Recordaba la época que había pasado con los indios. Siempre se empeñaban en darle de fumar después de cada una de sus largas charlas. Él sabía que no debía negarse porque sería una grave afrenta que podía dar al traste con aquellas largas negociaciones. Al principio tenía ganas de toser, pero se aguantaba por no dar un síntoma de debilidad. Aquellos asquerosos pies negros debían de ver en él alguien duro, decidido, y que no se dejaría doblegar ante nada. De aquella temporada había adquirido dos de sus grandes pasiones: su potra a manchas marrones y el gusto por el tabaco. Como era poco práctico fumar en aquellas grandes pipas que usaban los pieles rojas, había empezado a mascarlo, cosa que se había vuelto una seña de identidad. No lo encuentra. Mueve sus torpes manos en las alforjas al compás de los vaivenes de los pasos de la yegua que camina pesadamente por las dunas. No sabe con certeza si se le ha acabado o estará desparramado por en el fondo, en cualquier caso, no puede alcanzarlo ahora y pararse en mitad de la nada bajo un sol abrasador a vaciarlas por completo para buscarlo, será un suicidio, así que prefiere dar un trago de agua si es que aún le queda. La mente se le quiebra por un instante. Las imágenes de la espera frente de la vieja mina le vienen a la cabeza. El ruido del arroyo en crecida y el sonido de las agudas voces chinas dentro de la caverna negándose a salir, habían sido su banda sonora en esos días. Él, había estado parado detrás de la roca y del árbol caído que había convertido en su hogar. Tres días en el que él y su compañero se alternaban para hacer café, cocinar judías y disparar a cada chino que salía del agujero para buscar 22


provisiones. Al final, los muy hijos de puta, decidieron volarse dentro de la mina. Con eso solo consiguieron que ya se resolviese el problema, aunque hiciese falta excavar de nuevo, la propiedad había vuelto a su legítimo dueño. Vuelve en si. Agarra la cantimplora y bebe las últimas gotas que quedan. Sabe perfectamente que la situación se está poniendo muy peliaguda. Sin agua, en medio del desierto y con esa herida que no cesa de sangrar, pronto estará deshidratado y la sed le matará antes que la hemorragia. La vida de caza recompensas le había aportado muchos beneficios, le había labrado una gran fama y posicionado en una vida acomodada. Había sido el terror de los forajidos, asaltantes de diligencias, cuatreros y ladrones de bancos. Su merecida reputación le había sido impuesta porque nunca cesaba en una búsqueda, siempre, por mi escurridizo que fuese el malhechor o por muy lejos que huyera, él siempre acababa encontrándolo. Nunca ser el problema, siempre la solución. Ese, había sido su lema. El sabor salado del sudor se mezcla con la arena y con la sangre que sin duda está supurando de las yagas de su boca. Un tras pies del caballo le hace caer como un saco sobre el suelo. Ya no puede más. La mancha roja se ha extendido desde la rodilla hasta por debajo de su tobillo. La pernera de su pantalón se le pega pastosa a la carne. Se abandona, y cierra los ojos dañados por el sol. —Dos días nada más—. Le dijo a su esposa antes de salir del porche de su casa. —Déjalos tranquilos, ha sido una simple fulana—. Le respondió ella.

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—Hasta las fulanas tienen derecho y sobre todo, tienen dinero. Lo necesitamos para criar a nuestros hijos—. Le dijo él antes de besarla y marcharse a lomos de su vieja yegua a manchas. Eso era lo que él recordaba de su marcha una semana antes. Ahora, sorprendido en una emboscada entre unos riscos, había sido alcanzado en una pierna, molido a palos y dejado vivir con la vergüenza de no haber podido dar caza a esos dos miserables. Consciente de la posibilidad de ser un tullido sin pierna, de no poder jamás volver a caminar sin ayuda y de nunca volver a ganar el pan para sus hijos, ha cometido de nuevo un error, escoger la ruta larga para volver a casa. Pensaba darse un tiempo para pensar, pero se ha metido inconscientemente en la boca del lobo. Más viejo que antaño, más al límite de sus fuerzas y herido, el viaje se ha convertido en una tortura. Quizás inconscientemente, quizás no. Tumbado en el suelo ardiente, desenfunda su Colt, lo amartilla, le hace besar su sien y susurra… Nunca seas el problema, siempre la solución.

Juan Sánchez

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Cuero Rojo La tarde en que Kate O´Brian acertó en el corazón del forastero del chaleco rojo con un cuchillo lanzado desde más de 10 metros, los muchachos de la cantina cambiaron sus risas por un silencio de miedo más que de respeto. Nadie pateó, ni jaleó, ni pidió otra ronda a Pat McKinsey, al que le bastó un gesto para que los dos hombres sentados más cerca del cadáver lo sacaran de allí y lo llevaran al desierto, junto a los demás. Kate se había criado con siete hermanos, y era uno más. Nunca dejó de subirse a un árbol ni de embridar un caballo con más coraje que nadie. Aprendió a disparar con precisión antes de que le empezaran a crecer los pechos y nunca vistió con faldas ni corpiños. Al 25


morir su padre se hizo cargo del rancho, que dirigía con mano firme, hasta hacer de él uno de los más prósperos de la comarca. Nadie, al menos en público, cuestionó nunca su buen ojo para los negocios. No tenía pelos en la lengua y era la primera en defender a las chicas de Pat cuando algún borracho intentaba propasarse. Se arreglaba el pelo en la barbería de Sammy y sólo se permitía un capricho femenino: la rosa con tres espinas que hacía grabar en la caña de sus botas de cuero y cuya forma esculpía en sus espuelas de plata. En privado tenía más debilidades. Le gustaba leer novelas de amor, aunque su favorita era «Mujercitas». Jo March era su personaje preferido, en secreto anhelaba parecerse a ella. En sus ratos libres escribía poemas que no se atrevía a enseñar a nadie, ni siquiera a su hermano Mike, por el que sentía auténtica debilidad. Mike era especial, más sensible que los otros. Entre ellos

había

una

sincera

afinidad.

De

carácter

pusilánime

y

enfermizamente tímido, Mike siempre encontró en Kate a su más ferviente defensora. Le protegía de las burlas de los vaqueros y del acoso de las bailarinas de can-can. Kate se había peleado con casi todos los muchachos de su edad, que, llegada la edad adulta, se acostumbraron a tratarla casi igual que a sus hermanos. Era lo más cómodo, dada la evidente incomodidad que para algunos resultaba relacionarse con una mujer así, que vestía, se comportaba y bebía como un hombre. Casi la misma que les producía Mike, por razones parecidas e inversamente contrarias. La llegada del forastero del chaleco rojo complicó las cosas. Mike se enamoró de él nada más verle cruzar la puerta de la cantina de Pat y él se 26


quedó prendado de Kate al observarla beber su quinta copa de bourbon sin que aflojara un músculo ni le temblara un dedo. —Huelo problemas —le comentó Jack ojo de cristal al doctor McCoy, que asintió en silencio. —Pobre Mike —suspiró en voz baja Milly Jones, espiando desde detrás del telón antes de salir a bailar. Pat cabeceó detrás de la barra y siguió limpiando el mostrador de madera con su parsimonia habitual. El forastero acudió durante una semana seguida a la cantina. Dejaba que Mike se sentara en su mesa, pero nunca salían juntos del local. Al tercer día, ya eran visibles los moratones en la blanquísima piel de Mike, al que nunca le gustó exponerse al sol del desierto. Cuando Kate volvió después de tres días en la feria de ganado del condado, envió a Mike fuera del pueblo durante una temporada. El forastero siguió yendo tarde tras tarde al local durante otra semana más y ocupó su mesa habitual, sin que nadie volviera a sentarse con él. Después, desapareció tan misteriosamente como había llegado. Al cabo de dos meses volvió por el pueblo. Sólo Kate se atrevió a sentarse en su mesa. Noche tras noche, bebían dos o tres botellas de bourbon, sin hablar. Después de un par de semanas se largó sin más, con una rosa con tres espinas marcada a fuego en una de sus nalgas y una espuela de plata en su bolsillo. El cadáver de Mike llegó al cabo de un mes. Le habían desplumado en el casino de Salt Lake City, donde dejó una deuda que no hubiese podido pagar ni en tres vidas. No murió de un balazo por un ajuste de 27


cuentas ni en un duelo de honor. Murió de un mal golpe en la cabeza tras una paliza. Eso dijo el doctor, a la sazón veterinario del pueblo, al ver los moratones y determinó que las heridas habían sido producidas por un objeto contundente, que dejaron profundas marcas en forma de flor. Kate esperó durante meses. Afilaba el cuchillo todos los días y entrenaba durante horas en el rancho. No le fue difícil acertar de pleno en el pecho del forastero. Los muchachos aplaudieron su valentía cuando les contó la historia completa. Lo que nunca supo nadie es cuánto lloró antes de quemar las cartas que recibía puntualmente cada semana desde hacía un año, con todas aquellas palabras de amor impregnadas de olor a cuero rojo y selladas con lacre.

Marina

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Cicatriz El hombre se despierta a pleno sol. No le queda saliva y las llagas de su boca sangran. Está empezando a perder las fuerzas y tal vez, tras cuatro días sin beber, eso sea lo mejor. Puede girar ligeramente la cabeza hacia la izquierda y hacia la derecha pero no hacia arriba. Hace tiempo que no siente su cuerpo, menos mal, el dolor de su cadera fracturada se había hecho insoportable. El sol se mueve lentamente hacia su cénit, las sombras de los pocos matorrales que viven en el secarral se alargan poco a poco. Un alacrán, casi negro, se aproxima hacia él, puede distinguirlo claramente mirando hacia el frente, un alacrán, alabado sea Dios, gracias Señor por hacer caso a mis plegarias, gracias, gracias, que llegue la muerte de una vez, que la bendita muerte acabe con todo el sufrimiento, gracias. El bicho se aleja, no parece interesado en aquella cabeza que apenas sobresale del suelo. El hombre gime y recuerda el sabor de una mujer, una huida desesperada y al final, tres hombres esperándole al final de un recodo. No recuerda mucho más. No recordará tampoco mucho más en los escasos minutos que le restan antes de expirar. Sin embargo, sí acierta a pensar en lo ridículo de su situación, a punto de morir por andar jodiendo con la mujer de otro. Más de uno pagaría por poder asistir al espectáculo de su agonía, más de diez tal vez. No ha sido lo que se llama un hombre popular. Tampoco cree que en el cielo haya un lugar reservado para él. Por muy misericordioso que fuera el Altísimo, algunas de las cosas que ha hecho no podrían conseguir el perdón de ningún dios. La cara de una mujer, cobriza y con grandes ojos, musita ahora una especie de plegaria enfrente de él. La mujer le dice: te mereces 29


esta muerte, te la mereces por lo que hiciste a mi familia, te la mereces por lo que me hiciste a mí, te mereces agonizar como una serpiente pues ese es el verdadero animal que habita tu alma. Muere entre estertores, sufre ahora lo que has hecho sufrir a otros.

Siempre tengo miedo cuando él se va, esa es la verdad. Por la noche, me quedo aquí callada, atenta a cualquier ruido y a veces me sorprendo agarrando con demasiada fuerza el rifle que me deja en casa. Hay ocasiones, cuando oigo a un lobo merodeando en el exterior, en las que pienso que se trata de hombres del sur y, muerta de miedo, miro a través de la puerta. Me siento ridícula entonces, como si yo no fuera una hija de mi pueblo. Tal vez sea cierto que, tal y como dicen algunos, al casarme con él haya dejado de serlo de alguna forma. Pero cuando recibo la visita de mis hermanos siempre lo sé de antemano. Supongo que eso también significa algo. Los míos saben que siempre estoy dispuesta a sacrificar un animal para darles de comer. Aunque siempre son hombres y me gustaría poder hablar con mujeres de vez en cuando. Las mujeres siempre hablamos de la vida y los hombres siempre lo hacen de la muerte, esa es la gran diferencia. En esta casa, aparte de mis hijos, no hay nadie con quien hablar. Al menos a mis hijos les gustan las historias que me contaban a mí las ancianas cuando era pequeña. Historias de familias antiguas, de clanes poderosos. Mis hijos serán importantes, lo sé, aunque ahora aún no puedan subir a un caballo y tengan esa cara, como de sabios, la de todos los niños cuando duermen despreocupados, como

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si supieran algo que nosotros olvidamos tiempo atrás, piensa, mientras los mira y los acaricia con cuidado para no despertarlos. Un fuerte golpe en la puerta de atrás la saca en ese momento de su ensimismamiento. Un hombre con una cicatriz en el rostro irrumpe en la habitación. A ella apenas le da tiempo a correr hacia sus hijos antes de que un violento puñetazo la derribe. Despierta a medias, le parece oír una especie de borboteo, un grito agudo y después el silencio. La mujer intenta arrastrarse hacia la pared, buscando el arma. El hombre no la deja llegar, se sienta a horcajadas encima de ella y continúa pegándole. Cuando levanta la vista y ve a sus hijos deja de luchar.

El ganadero oye los gemidos ahogados y los golpes rítmicos contra la pared de madera. No ha avisado de que vendría dos días antes de lo previsto pero en esta ocasión, el transporte ha ido más rápido de lo habitual y han conseguido vadear el río sin tantos problemas como el año pasado, cuando el joven pelirrojo se ahogó en un remolino y tuvieron que demorar casi un día para enterrarlo. No habían perdido nada más que cuatro cabezas de ganado. Bueno, eso y la pierna rota del borracho de turno, un cabrón descerebrado que tenía merecida la cojera que le había quedado tras aquello. El ganadero abre la puerta y descubre a su mujer de cara a la pared entregando su sabroso culo a las embestidas de un hijo de puta flaco y con una gran cicatriz en la cara que no parece estar a disgusto con la situación. Cuando le grita puta con todas sus fuerzas, el hombre de la cicatriz se mueve rápido como una comadreja y le parte una silla en la 31


cabeza antes de que pueda hacer nada. Un hijo de puta rápido, sí. Al despertar, su mujer está vestida y llora desconsolada, de rodillas ante él. Por un momento pensé que te había matado, dice ella. Por un momento, deseé que lo hubiera hecho, puta, contesta él, antes de golpearla con el puño en el rostro. El ganadero sale corriendo de la casa, sube a un caballo y, al galope, se dirige hacia el pueblo. Va a buscar a sus tres mejores hombres, a los que saca, entre protestas, del burdel en el que han comenzado a gastar parte del dinero que les ha pagado. No os preocupéis, tendréis todas las putas que queráis si me ayudáis a agarrar a ese cabrón, les dice. Los hombres asienten y se dispersan por el pueblo hasta que averiguan la dirección hacia la que ha partido el hombre flaco de la cicatriz. El ganadero se ríe. Ese es uno de los caminos que mejor conocen y duda mucho que un forastero sepa del paso del alto. Vamos, muchachos, apenas nos lleva unas horas y en un par de días estaremos esperando a ese hijo de puta en el collado mediano. Me muero de ganas de ver la cara que va a poner el muy cerdo cuando lo raje.

Javier López

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Las dos vidas de Misha Bours Aquella mañana de julio Misha Bours se levantó al alba, como de costumbre, y salió a dar de comer al par de gallinas que tenían en la parte trasera de la casa. Luego entró en el dormitorio y despertó a su mujer. Hicieron el amor con suavidad, como lo hacían desde que la barriga de ella había crecido tanto que no les permitía grandes movimientos. Después le ayudó a meter sus cosas en la maleta y le preparó un té. El pequeño Tom dormía junto al chucho cojo que se habían encontrado la navidad pasada. —No te entretengas, no vaya a ser que pierdas el tren. Misha Bours no se entretuvo. Se acercó a la cama del niño y le acarició con cariño su pelo rojizo. El perro emitió un gruñido y abrió alertado sus ojos profundos. —Cuida de ellos, Wayne. Sin apenas hacer ruido cogió su maleta gastada, besó a su esposa en la boca y acariciando su vientre le advirtió: —Ni se te ocurra nacer antes de que yo vuelva. Y el bueno de Bours se marchó con paso decidido hasta la mísera estación de tren de Redgrave. El bueno de Bours, un tipo trabajador que no se metía con nadie, que acudía cada domingo a la iglesia con su familia y que siempre estaba dispuesto a echar una mano en el pueblo. Un tipo al que por fin le empezaban a salir bien las cosas. Todo gracias a la herencia que esperaba cobrar en Nueva York. Tal vez con eso podría abrir una consulta en condiciones y marcharse de aquel asqueroso oeste, de ambiente seco y 33


polvoriento. Tal vez así él y los suyos podrían instalarse en Nueva York, en Boston o en cualquier ciudad de la costa este. Un lugar más tranquilo que aquel anárquico Redgrave que odiaba con todas sus fuerzas. Porque, aunque hacía ya varias generaciones que su familia estaba asentada en Estados Unidos, Misha Bours era holandés de origen, como delataba su apellido o aquella piel casi transparente repleta de pecas, y algo de su genética flamenca debía haber en su amor al orden, al frío y a los días lluviosos. Una vez en el tren el bueno de Bours comenzó a hacer cuentas. Si la fortuna que recibía era la que imaginaba podrían comenzar una nueva vida y así, soñando despierto se quedó dormido. Sus ronquidos se cortaron cuando un frenazo en seco le arrojó violentamente contra el asiento de en frente. Luego escuchó chillidos, varios disparos y el llanto de un niño. Salió al pasillo y casi se chocó con él. Sus ojos bobalicones y su sonrisa estúpida no parecían la de un delincuente y sin embargo ahí estaba, amenazando a una mujer con un arma con la naturalidad de quien ofrece un pitillo. Al ver a Bours, el bandido le gritó ferozmente. Al contrario que el resto de su cuerpo, concordaba a la perfección con su papel de villano; una voz inquietante, ronca, que rasgaba los oídos de quien la escuchaba. —Métase en su vagón, pedazo de imbécil. Fue un acto reflejo, una respuesta irreflexiva que salió de la boca de Misha casi con la misma rapidez con que la bala escapó de la pistola del asaltador.

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Y fue precisamente esa bala, alojada muy cerca del corazón, la que acabó con la primera de las vidas de Misha Bours.

II Misha Bours había estado a punto de desangrarse, inconsciente sobre una tierra gris junto a una vía solitaria de tren. Pero le habían rescatado a pesar de su lamentable estado, y a punto de rozar el cielo, ganado a pulso cada domingo en la humilde iglesia de madera construida con sus propias manos, Misha Bours había vuelto a la vida. De sus días con los indios aprendió a descifrar el lenguaje de los pájaros, a anticiparse a las tormentas de arena y a rastrear las huellas que los caballos dejaban sobre la tierra. Una mañana de noviembre, cuando se sentía totalmente curado, el jefe indio le regaló un caballo y le indicó cómo volver a casa. Misha Bours se sentía más vivo y más feliz que en toda su vida. Había vuelto a nacer cuando ya estaba muerto y aquella resurrección, tan real y tan tangible como la cicatriz que le acompañaría siempre en el pecho, convertía su vida en algo único que merecía ser recordado generación tras generación. Una semana más tarde apareció en Redgrave, con paso tranquilo y mirada arrogante. Pronto se corrió la voz. —El bueno de Bours ha vuelto. —¡Está vivo! Su mujer no quiso esperar a que llegara a casa para ver con sus propios ojos lo que todos gritaban. Con el recién nacido colgado de su pecho salió hasta la calle y le vio aparecer, tan transparente, tan pecoso y 35


tan guapo como siempre. Pero con un algo diferente y salvaje en la mirada. Misha ni siquiera prestó atención al nuevo retoño, al que por cierto habían bautizado con el nombre del supuesto padre muerto, y antes de que su mujer pudiera siquiera abrir la boca le arrancó la ropa y la poseyó sobre la mesa de la cocina ante la mirada aterrada del pequeño Tom. Cuando terminó, ella le miró a los ojos y supo que aquel Misha no volvería a ser nunca el bueno de Bours. Pero no dijo nada. Al fin y al cabo su hombre estaba de vuelta y nunca más estaría sola. Por eso no le importó aquel nuevo ímpetu sexual de su marido, ni la violencia con la que era tratada dentro y fuera de la cama. También aceptó en silencio las habladurías de todo el pueblo, sus amistades femeninas, sus borracheras diarias en el saloon y la indiferencia con la que trataba a los niños. Pero comenzó a adelgazar, se le hundieron los ojos y se le borró la sonrisa. Se asustaba por todo y hablaba sola. Mientras su mujer se volvía loca, Misha Bours se convertía en un personaje popular y temido en Redgrave. Todos le escuchaban con desgana en el bar, whisky a whisky, alardeando de aquella vez en la que se escapó de la muerte, fanfarrón y prepotente. Solo una noche alguien se atrevió a mandarle callar. Misha sacó la pistola que compró justo antes de volver a Redgrave, le disparó en la boca y salió corriendo sobre aquel pura sangre del jefe indio. Cuando estuvo lo suficientemente lejos del pueblo para sentirse a salvo comenzó a reírse a carcajadas. Acababa de convertirse en un fugitivo, de matar a un ser humano. Pero nada le

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importaba. Él debía estar muerto y estaba terriblemente vivo. Eso era lo que realmente contaba.

III Al bueno de Bours hacía años que en todos los carteles de búsqueda y captura del estado le nombraban como el Diablo. Por sus mil fechorías, por su pelo rojo, pero también porque, verdad o mentira, contaban que había estado cara a cara con San Pedro y había decidido pasar del Cielo para convertirse en el rey del infierno que constituía aquel oeste seco y polvoriento. Por eso al Diablo no le importó saber, tirado sobre la tierra pastosa de aquel pueblo de mala muerte, que estaba a punto de morir de nuevo. Su vida era un regalo y duraría lo que tuviera que durar y si tenía que acabar en manos de aquel jovencito pretencioso de piel transparente y rostro pecoso, que así fuera. Aunque no dejaba de ser irónico. Aquel maldito cazarrecompensas le había estado persiguiendo durante meses, siguiéndole muy de cerca, tanto, que en más de una ocasión pensó que el encuentro sería inminente. Sin embargo, a pesar de las calamidades, de las noches frías del traicionero desierto, de la muerte de su caballo, de las sanguijuelas chupándole la sangre, del hambre y de la disentería, el Diablo había conseguido evitarle hasta llegar a Redgrave. Precisamente ahí, en Redgrave, muy cerca de la tumba de su primera víctima y de la fosa donde yacía aquella esposa a la que volvió loca, el Diablo estaba de nuevo

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cara a cara con San Pedro, aunque en esta ocasión mucho más lejos de las puertas del cielo que la primera vez. No era la única diferencia. Esta vez el camino no tendría retorno y el Diablo, que en otra vida que ya nadie recordaba había sido el bueno de Bours, murió inevitablemente y sin que nadie derramara una sola lágrima. Su asesino, un jovencito Misha Bours, hijo de una madre loca, de un hermano desquiciado y alcohólico y de un padre fugitivo, fue a cobrar la recompensa algunos días después. Cuando salió, con aquel fajo de billetes en la chaqueta, se dijo que gracias al dinero podría marcharse de aquel asqueroso oeste de ambiente seco y polvoriento. Aquel Diablo, pensó Misha Bours, no había sido tan mal padre después de todo.

María a Rayas

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La partida del guerrero —Mujer, yo irme. —¿Cómo? —Mujer, irme a luchar. —¿Que te vas? ¿Cómo que te vas? —Irme a enfrentar a rostro pálido. Irme a gran lucha allá en las praderas. —¿A luchar, ahora? —Es el momento, mujer. Ir a defender tribu nuestra. —¿Pero tú no sabes que hoy comíamos en casa de mi madre? —Mujer, momento llegar… —¿Y que me habías prometido llevarme a Fort Apache de compras? —Mujer, bravos ir a defender tierra de nuestros antepasados, ir a gran batalla contra rostro pálido que trae caballo de hierro a praderas y mata al hermano bisonte. —¿Al hermano bisonte? ¡¿Al hermano bisonte?! ¡Ojalá acabaran con el hermano bisonte y dejásemos de comer siempre lo mismo, hombre! No, si ya sé yo que tú, en cuanto toca ir a casa de mi madre… —Mujer, tú conocer… —¡Y deja de hablar así ya, que pareces tonto! —Pero, mujer, Conejita… —Gazapa, Gazapa Blanca, nada de Conejita. —Gazapa Blanca atender. Gazapa Blanca saber rostro pálido arrebatar tierras a tribu, Gazapa Blanca saber hombre blanco cruza

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colinas sagradas Paha Sapa, quema árboles y seca ríos, Gazapa Blanca tener en el corazón… —¡Que dejes de hablar así, coño! —Bueno, pues eso, que tenemos que irnos a luchar, porque esto ya pasa de castaño oscuro. Nos estamos quedando sin nada, y la situación es insostenible. Así que he decidido reunir al consejo de ancianos y desenterrar el hacha de guerra. —El hacha de guerra ni se te ocurra. —¿Qué? —Que el hacha de guerra la limpié yo ayer, que estaba perdida de tierra. Le di con limpiametales y no pienso dejar que la manches otra vez con la ceniza y la sangre y todo eso. —Pero Conejita… —¡Gazapa Blanca! —Gazapa, vamos a ver, es que las cosas no son así. Vamos a entrar en guerra, y hay una tradición que respetar. La ocasión no es para menos; se trata de defender nuestras tierras, nuestro sustento, nuestra identidad cultural, nuestra idiosincrasia, el hecho diferencial lakota, nuestra forma de vida: en fin, supongo que serás consciente de la gravedad del momento y de la responsabilidad que yo, como jefe de la tribu, tengo. —Nuestra forma de vida, nuestra forma de vida… Vamos, hombre, por favor. Ya me gustaría a mí, que cambiara nuestra forma de vida. Y poder dejar de vivir en esta tienda. —Tipi, tipi. 40


—¡En esta tienda cotrosa! Y dejar de andar de un lado para otro todo el día. Y tener una casita, como todas las blancas, con su jardincito, su valla y su triángulo para llamar a comer. Y poder comer otras cosas, y no bisonte, bisonte y bisonte. —¿Cómo puede hablar así Gazapa Blanca? Eso que Gazapa dice es una traición a nuestros antepasados, es escupir a las costumbres de nuestros padres que nos miran desde la pradera de Wakantanga. —Mira, por favor, ¿eh?, ¡por favor! No me vengas con tonterías. —Los bravos muertos nos contemplan y esperan que yo, Gamo Veloz… —Sí, eso sí, veloz sí. —¿Cómo? —Lo de veloz, que te va al pelo. ¿Ves? En eso sí que acertó, tu padre. Se ve que ese día estaba sereno. —No entiendo por dónde vas ni qué quieres, mujer. —No, ya, no hace falta que lo jures. Que no sabes lo que quiero está claro. —Bueno, no empecemos, ¿eh? —Si en lugar de jugar a las batallitas para hacerte el machote te dedicaras a otras cosas, de hombres de verdad… —Mira, no sé de qué hablas, pero ahora no me puedo entretener. Voy a desenterrar el hacha… —El hacha ya te he dicho que no. Les dices que la tengo yo, y que no puede ser. Si decidís iros a pelear, allá vosotros, pero el hacha se queda aquí; que no sé a qué viene esa manía del hacha. 41


—Bueno, no pasa nada. En cualquier caso, me voy. —Ya. Pues hala. —Me voy a luchar, Gazapa Blanca. —Ya, ya. —Voy a batirme por nosotros. Defenderé lo nuestro contra quienes nos lo quieren arrebatar. —Bueno, yo no te digo nada, tú sabrás lo que haces. Pero a ver cómo vuelves, ¿eh?, ya te lo digo. —Puedo volver herido en la lucha, mujer. Puede incluso que mi vida se quede en el campo de batalla. —No, no hablo de tu vida. No disimules. Hablo de cómo llegaste la última vez. Que te olí cinco minutos antes de que entrases en la tienda. —Mujer, es que al final nos reconciliamos, y entre la pipa de la paz y el agua de fuego para celebrarlo… —Sí, claro, el caso es tener una excusa para celebrarlo. Para celebrarlo vosotros, eso sí, porque lo que es conmigo, llegaste muy animado, tú, pero nada. —¿Cómo nada? ¿Ya no te acuerdas, Conejita? —Yo sí, yo me acuerdo perfectamente. El que no se acuerda eres tú, de cómo te quedaste dormido encima de mí a los treinta segundos de lanzar el grito de guerra. —Anda, coño, yo creía… —Tú crees muchas cosas. Así que ya sabes, nada de volver a las tantas, y muchos menos alborotando, ¿eh?

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—Parece mentira, mujer. Voy a enfrentarme al peligro. Dame al menos tu protección, para que me acompañe a la batalla. —¿Mi protección? Lo que te voy a dar es esta lista, y al volver paras en Fort Apache y compras estas cosas. Y que no te engañen como siempre, que te toman por tonto.

Los bravos guerreros lakotas cruzan veloces la pradera a lomos de sus caballos. En sus rostros se lee solo la determinación, no hay lugar en ellos para el miedo.

—Jefe, ¿entonces, lo del hacha? —Que ya os he dicho que no, que el hacha no está para esas tonterías, hombre. Y además la tengo yo guardada en una vitrina que le he hecho, y… Bueno, eso, que no. —¿Pero y cómo vamos a hacer, entonces? —Pues como todo el mundo. —Jo, ya, pero es que sin el hacha no es lo mismo. —Pues es lo que hay. Abrimos las botellas con el sacacorchos, como todo el mundo, y punto.

Fernando

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El figurante He visto morir tantas veces a mi padre, que no creo que sienta nada cuando pase de verdad. Abatido por el disparo de un aspirante a granjero que le atinaba en pleno gaznate, arrollado por una manada de búfalos, o acuchillado por el rencoroso miembro de una tribu rival. Tres muertes para tres papeles sin nombre, ni títulos de crédito. Y aún así, pocos en el pueblo podían presumir de ser reconocidos en tres películas distintas. La mayoría de los que habían participado en aquellas producciones baratas eran meros figurantes destinados a hacer bulto en las escenas de tiros y flechazos, ataviados con un vestuario poco elaborado, ideal para grandes escenas y planos generales en los que no se apreciaba el detalle. Pero mi padre había tenido su escena gloriosa, justo en el minuto cuarenta y cinco del tercer film, Caravana hacia el ocaso: una carrera desenfrenada enarbolando el tomahawk en dirección a la cámara, con tal furia que parecía querer atravesar la pantalla para arrancarle la cabellera a alguno de los espectadores, un disparo entre tantos desde una de las carretas cercadas, el gesto de rabia, de dolor contenido con orgullo apache, mientras se llevaba la mano a la garganta, un hilo de pintura de un rojo inverosímil deslizándose por el cuello, y la caída de rodillas, antes de desplomarse sobre un yermo almeriense disfrazado de Salvaje Oeste. Mi padre regentaba por aquella época el bar de la plaza de la iglesia, una tarea que le había adiestrado en papeles de perdedor, desde el de fanfarrón temerario, al tahúr inexperto o el borracho sabio. Con un poco de suerte, hubiera podido llegar a ser actor de reparto, porque la mujer 44


del director de la película de los colonos se encaprichó con él, por razones que nunca quise saber. Pero cuando el ayudante de dirección intentó que chapurreara una única línea del guión, una frase que imitaba una suerte de inglés fonético, para ser posteriormente doblado, le entró la risa floja. No hubo manera de que pronunciara ai niu llu gona com y las puertas de la gloria se cerraron para siempre. De la forma más estúpida, quedó relegado al mudo ostracismo del figurante, y se quedó con su eterno papel de indio que muere. Con el paso de los años, y tras haber visto una y otra vez sus películas, he llegado a la conclusión de que su gran virtud en pantalla era el silencio. Su expresión era adusta, acompañada por unos rasgos angulosos, una tez cetrina, y una prominente nariz a la que su madre asignaba un talante aristocrático, heredado de uno de sus ficticios clientes de alto copete. Porque aunque mi padre había tratado de ocultarme la bajeza de su cuna, a poco que tuve la edad o la altura suficiente como para echarle una mano en el bar, los chascarrillos sobre las actividades de mi abuela llegaron pronto a mis inocentes oídos. Los parroquianos del bar, veteranos en el cruel arte del mote, empezaron pronto a llamarle Águila Bastarda, pero él se hacía el sordo, sabedor de que era necesario poner buena cara y reír las gracias ajenas para seguir malviviendo a costa de anises y carajillos. Callaba, bebía, y cuando cerraba el bar, se sumergía en

la timba. Se dejaba llevar por

completo por el papel de bufón, llamaba agua de fuego al orujo, maldecía al hombre blanco por haberle enseñado a apostar a las cartas y danzaba en círculos hasta caer rendido, cuando el sol le sorprendía despierto y 45


borracho. Llegó a contar historias descabelladas, en las que había rechazado viajar a Hollywood, a rodar películas en el Salvaje Oeste, el Oeste de verdad. Películas en las que iba a interpretar nada más y nada menos que a Toro Sentado y que le harían abandonar para siempre aquella vida de perros, que borrarían la incredulidad y la sorna, el brillo malévolo en la mirada de los que escuchaban sus fanfarronadas.

En

realidad, nadie le contradecía, porque era tan mal jugador como excelente bebedor, y era fácil aprovecharse de sus defectos y sus excesos. Cuando perdió el bar en una mala noche, desapareció del pueblo sin despedirse de nadie. Mi madre y yo tuvimos que mudarnos a casa de mis abuelos maternos, en Murcia, porque nadie en el pueblo quería saber nada de nosotros. Éramos la prueba viviente de una desgracia que en cierto modo muchos de ellos habían provocado. Y a nadie hacía gracia la familia de un bufón arruinado. De vez en cuando, nos llegaban cartas en las que mi padre nos contaba sus planes para emigrar a América, aunque nunca contaba dónde se encontraba, ni a qué se dedicaba. La frecuencia de sus mensajes fue menguando, a la vez que se hacían cada vez más extravagantes. En su última carta, decía que James Stewart le había hablado en sueños y le había ofrecido un Winchester con el que recuperar sus tierras. Su cordura había perdido el rumbo por una realidad de cartón piedra, hasta desaparecer por completo. Yo era por aquel entonces un adolescente, e intentaba perpetuar la imagen de mi padre yendo al cine de barrio cada vez que me enteraba de que echaban la película de los colonos, que pertenecía al pobre circuito de distribución de la zona, y que solían repetir periódicamente, para 46


descontento de los asiduos. Me tragué muchas sesiones dobles, en las que la peli buena era siempre la de mi padre, a pesar de los pataleos del público, de los silbidos de impaciencia, los abucheos y las risotadas. Esperaba el momento en el que la figura enjuta y algo desgarbada de aquel familiar guerrero apache aparecía corriendo hacia mí, con el hacha de guerra en ristre, y entonces apuntaba con dos dedos a su garganta, susurrando un débil bang en la oscuridad de la sala, un disparo certero que acababa una vez más con Águila Bastarda.

Robert Llopis

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Quincetiros (Cuento recuperado y comprimido). Johnny Quincetiros se plantó en medio de la solitaria calle central de Kootresville y dijo alzando sólo un poco la voz: ―Busco al forastero nuevo. En pocos segundos, la calle recuperó su habitual movimiento porque empezaron a salir personas desde sus casas, desde debajo de las carretas e incluso desde dentro de los abrevaderos. El implacable asesino a sueldo no parecía haber fijado su objetivo sobre ninguno de ellos esa mañana de otoño. A Johnny lo apodaban quincetiros porque siempre le endosaba quince balas a sus víctimas. Nadie sabía bien cómo lo hacía, algunos pensaban que sus pacemakers del 45 llevaban siete balas y media cada uno. El caso es que era infalible, y el momento de abonarle un encargo se consideraba la fecha de defunción del destinatario. Se contaba de él que hizo que James Vulture, el sepulturero, desenterrara al banquero Thomas diez días después de asesinarlo porque le había entrado el pálpito de que había fallado uno de los tiros. Una vez exhumado el cadáver comprobó con satisfacción que era cierto y le metió otra bala más. «Nunca se sabe», bromeó con el enterrador, según se dice. Johnny se estaba cabreando porque el forastero nuevo era escurridizo. Se dirigió al granero, donde solían esconderse sus víctimas, y comprobó que el viejo edificio tenía ya tantos agujeros de bala que lo habían reconvertido en secadero de tabaco. Nadie en su sano juicio intentaría esconderse detrás de sus paredes, ya más celosías que otra 48


cosa. Cada vez más molesto regresó a la calle principal y vio que dos viejecitas miraban con lástima hacia la casa del barbero. Johnny sonrió sardónicamente, lo que hizo bascular su sempiterno palillo de dientes, y se dirigió a la barbería. Wichita Jones, el barbero, estaba afeitando a un tipo mientras silbaba una vieja marcha confederada. ―No te esmeres mucho, Jones ―le recomendó Quincetiros―. No le va a lucir demasiado. ―Dame un minuto, Johnny, que me da mal rollo afeitarlos cuando están fiambres. Quince disparos sonaron como si salieran de una ametralladora y Wichita Jones calló cayendo acribillado. Nadie le replicaba a Johnny Quincetiros, o al menos no lo hacía más de una vez. El forastero nuevo hizo un maravilloso esfuerzo ocular, enfocando con el ojo derecho a Johnny, que cargaba sus revólveres mientras silbaba la pegadiza melodía que había entonado hacía un momento Jones, y enfocando con el ojo izquierdo la estrecha ventana que daba al patio trasero de la barbería. En un alarde de sincronización dijo «coño, coño» y salió disparado por el ventanuco. Johnny suspiró fastidiado. Se dio la vuelta para salir por la puerta y se tropezó de boca con las dos viejas chivatas, que entraban en la barbería corriendo con cara de sádicas, porque querían ver acribillado al forastero nuevo, por matar un poco el aburrimiento de ese pueblo de California. A Johnny las dos viejecitas le recordaban a su anciana tía Meg. Así que las balaseó sin contemplaciones, para paliar un poco el mal recuerdo 49


que le había dejado su anciana y malvada tía Meg. Sin dejar de silbar la pegadiza melodía cargó los revólveres y volvió a disparar sobre los cadáveres, para dejar el mítico número de balas sobre cada una de ellas y conseguir así que su reputación no sufriera. Sin embargo, tras disparar e intentar cargar de nuevo comprobó que sólo le quedaban ocho cartuchos. Maldita fuera. Se dirigió cada vez más enfadado a casa de Bronco O'Connor, el dueño del almacén al que le faltaba una pierna, pero Johnny se encontró la puerta cerrada. ―Ábreme, O'connor, que necesito munición. ―No puedo, Johnny. Sabes que pertenezco a la Iglesia Ortodoxa y hoy es festivo. Mi alma se condenaría eternamente si lo hiciera. ―O me abres y te mato, o tiro la puerta y te mato. Elige cualquier opción, o dime cómo lo hacemos, pero no me cambies lo de matarte, que es que estoy un poco molesto, hoy. Bronco O'Connor, cojo ortodoxo, no mostró otro modo: optó por lo cómodo. Así que Johnny tiró la puerta. ―¡Vete, hereje, que te mereces que te quemen! ¡Fenece, pelele mequetrefe! ―gritó O'Connor. Johnny le disparó ocho veces y siete más después de cargar sus revólveres. Y ya con una buena provisión de balas salió a la calle, francamente descontento con el talante huidizo del forastero, que le estaba causando severos inconvenientes en su agenda. De hecho, a veintidós personas más ayudó Johnny ese día a reintegrarse en el ciclo del carbono mientras buscaba al forastero nuevo, 50


que se escondía como una salamanquesa. Le quedaban ya sólo treinta balas cuando el alcalde Mallory se atrevió a sugerirle que dejara de despoblar su municipio, ya que no quería ser alcalde de un pueblo fantasma. Johnny adelantó las elecciones. Con sólo quince balas en sus revólveres, y ya empezando a anochecer, el pistolero avistó, por fin, un culillo agachadizo que se ocultaba tras un barril de manzanas y reconoció el pantalón raído del forastero nuevo, que sólo entreviera esa mañana en casa del difunto barbero Wichita Jones. Al fin. Se acercó con las manos a la altura de sus cartucheras y los dedos extendidos, caminando con las piernas separadas como si aún llevara el caballo entre ellas. ―Sal de ahí, escoria. Muere como un hombre. De repente, se escuchó el galopar de unos mustangs y unos alaridos salvajes. Johnny se dio la vuelta y contempló con el máximo fastidio que exactamente quince comanches se le venían encima diciendo «ugh», que es lo que dicen los comanches cuando tienen ganas de jarana. Se desarrolló entonces una escena dantesca, en la que el forastero nuevo terminó de esconder el culillo, Johnny Quincetiros intentaba no fallar ni un solo disparo, ya que tenía tantas balas como comanches le atacaban, y los comanches, por su parte, intentaban hacerle la puñeta a Johnny

con

una

profusa

variedad

de

armas

inciso-contundente-

arrojadizas. Al cabo de unos segundos, si hubiera habido algún testigo, habría comprobado que la totalidad de los presentes se salieron con la suya: 51


nadie más reparó en el forastero nuevo, todos los comanches cabalgaban ya por las praderas eternas de Manitú cazando bisontes medio lelos y Johnny agonizaba entre el polvo con más fugas en su organismo que Johann Sebastian Bach en toda su producción musical. El forastero nuevo se acercó al pistolero que, al no tener balas y estar tendido en un charco de su propia sangre, había perdido gran parte de su peligrosidad. Acercándose al asesino, le preguntó el motivo de la aparente animadversión que el forajido sentía por su humilde y forastera persona. Johnny escupió el palillo y parte de los higadillos. ―Me pagó tu novia, la rubia, por plantarla. Y Johnny comenzó a dedicarse a la horticultura de malvas acto seguido. ―Vaya tela ―comentó el forastero. Le pegó una patadita a una rodadera de California que pasó a su lado y comenzó a alejarse filosofando sobre si una mujer despechada era más peligrosa que una mujer despechugada o viceversa cuando se le acercó el enterrado James Vulture, uno de los pocos empadronados en Kootresville que seguía metabolizando glucosa a esas horas de la tarde-noche, y que tenía aún mucho trabajo por delante. ―Perdone, joven... ¿le interesaría presentarse como alcalde de este pueblo? ―le preguntó el sepulturero con una sonrisita obsequiosa, frotándose las manos.

Nacho Moreno

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