Revista Bremen 9

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David Ruiz Trayectoria

El hombre del traje arrugado suspira acodado en la barandilla de popa.

Bajo él, la línea

efervescente de la estela del barco traza, a golpe de hélice, la distancia creciente e ineludible entre su vida y Europa. Un sol sucio y recién nacido, que no logra imponerse a las nubes, baña la escena de su adiós al viejo continente canceroso con una luz que el viento, frío y afilado, pinta más gris de lo que los ojos cansados perciben.

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El hombre que abandona Europa se palmea la americana y mata un bostezo embutiéndose un cigarro en la boca, batalla con las rachas del levante por afianzar una llama y, después, escupe un humo que se le enrosca en las manos que sostiene frente a la cara, como si un instinto obsoleto intentara defenderlo de la silueta de un Gibraltar menguante. De una de las manos, el sol incapaz logra arrancar un mínimo destello de oro, y el hombre que huye de la derrota mira, bizqueando, el anillo del que ha nacido. Entonces esgrime con la otra mano el cigarro que el viento y él están fumando a medias y esconde esa bajo el horizonte en el que fija de nuevo la vista y del que se niega a bajar los ojos. Un escalofrío que no nace del fresco de la mañana ni del trajín del aire le recorre la espalda, y se descubre pensando que a esa hora una mujer sonríe en sueños en un piso modesto de Algeciras, invadiendo el margen de cama que por la noche su cuerpo le vedaba, y que su despertador no sonará hasta dentro de media hora. Que sólo la esperan media cafetera ya fría en la cocina y la prórroga justa de reloj para la ducha rápida y el paseo a la oficina. Y que la mañana pasará antes de que extrañada por su silencio lo llame primero a un teléfono que ya no existe, después, horas más tarde, a los amigos comunes, y finalmente, al caer la noche, se atreverá a probar con miedo en hospitales y comisarías. Después vendrán primero el pánico y la incredulidad y luego terminarán por calar los miedos de la autoestima y prenderán al fin en contradicción inevitable la rabia, la indiferencia y el rencor. Y entonces ella fabulará locuras, y quizá en una que descartará rápido acierte, y definitivamente se equivocará al escoger el epitafio de su memoria. Y el espía se sorprende porque nada de eso debería importarle pero aún así le duele, y se niega y se dice que no tiene por qué, que una mujer es sólo una mujer, que él es

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quien es y que hay precios que él aceptó pagar sin pensarlo dos veces, que hay cosas que importan más que las lágrimas que caerán y que la muerte de los recuerdos de una vida que él supo falsa desde el primer instante, y escucha su propio discurso sin lograr convencerse mientras lo desea con una desesperación que se niega a encarar. El hombre del traje arrugado lanza la colilla del cigarro a la espuma turbulenta que nace de los talones del barco. Se saca el anillo que de pronto se le revela como un engaño dentro de otro engaño, y lo deja caer. El anillo desaparece sin alardes bajo las aguas, y su felicidad lo acompaña.

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Beatriz Efe Ferry

Joder Cris, vamos a llegar tarde otra vez. Llevamos así toda la puñetera semana. Que sí, que siempre decimos que vamos a ir a doscientos sitios y al final nos pasamos la mañana tomando café, echándonos el tarot de palo ese tuyo y fumando como carreteras. Y otra vez perderemos el puto ferry.

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¡¡Mira qué sol hace!! Yo quiero ir a la playa esa de las dunas. Vamos, mueve el culo. Eso gritaba una chica morena, de unos 25, mientras cruzaba corriendo las zonas comunes de una urbanización de apartamentos turísticos. La vi saltar la pileta de las duchas de la piscina, bajar el tramo de escaleras de otro salto y lanzarse como una atleta contra la cancela que se abrió de golpe como por efecto de su mente. Se sujetaba el vestido azul sin tirantes para no perderlo por el camino y refunfuñaba quejándose de sus chanclas y su enorme bolsa de playa. Detrás de ella, en total calma, una chica rubia se colocaba con pasmosa parsimonia un sombrero de paja mirándose en la ventana espejada de la lavandería de la urbanización, mientras respondía un lánguido «Ya estoy». No sé por qué fui detrás de ellas. Pero instintivamente comencé a caminar. Siguiéndolas, resultando sospechoso a los ojos de cualquiera menos a los de las dos muchachas. Absortas en su conversación. La rubia del sombrero contaba algo sobre su novio o lo que fuese. El negro, le llamaba. O «papi». Pero se veía que era una broma entre ellas porque la morena decía «papi» con mucho, pero que mucho recochineo. Tenía una forma de hablar que atraía sin saber por qué. Incluso aunque daba miedo escucharla considerar a «papi» como un perro que necesitaba ser amaestrado. Papi, según ella, era un cerdo. Un perro-cerdo al que había que hacerle entender quién es el lider de la manada. Mami. Mami es la líder de la manada. Eso repetía. Y luego añadía: «al principio se folla mucho menos con este sistema pero desde luego es mucho más divertido con hombres como »papi« tan fríos y tan egoístas incluso en la cama».

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La rubia se reía como si no estuviesen hablando de alguien que de una forma u otra le interesaba. Fumaba un cigarro detrás de otro. Pronto empezaron a preocuparse verdaderamente por el horario de salida del ferry. A correr desesperadas por las aceras. Y yo detrás de ellas. La rubia se volvió para mirarme y descubrí que tenía los ojos azules. Tuve miedo de que me hubiesen sorprendido pero dijo tan solo «mira, otro que pierde el ferry». Llegamos a la fila de la taquilla con la lengua fuera los tres, pero conseguimos billete cuando sonaba la sirena que anunciaba la inminente partida. Yo ni miré el destino, aunque podía intuirlo. Sólo quería seguir sabiendo algo de ellas. El novio de la morena no era ni un perro ni un cerdo, por lo visto. Cuando sonó la melodía dijo tan solo «José Luis». Efectivamente era él. La llamó preguntándole algo que no escuché y ella respondió que de maravilla. Que hacía sol y que estaban subiendo al Ferry. A la cubierta, a coger colorcillo. Que le encantaban los barcos aunque fuesen ferries. Que tenía ganas de verle, que le quería, que cuelgatú, cuelgatú. Pero el cuelgatú era como lo de «papi». Pura guasa. Cuando colgaron los dos a la vez, ella contando tres entre carcajadas, fue el teléfono de la rubia el que atronó con reggaeton. Y las dos se pusieron nerviosas como de obra de teatro, agitando mucho las manos y abriendo mucho los ojos. —Es él, tía, ¿qué le digo?. Ay que nerviosa me he puesto. Qué le digo?? —No sé, qué le quieres decir?. De todas formas es él el que llama. Que diga y tú escuchas —Pues también es verdad.

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Y descolgó. Me habría gustado escuchar la voz del protagonista de los desvelos y las burlas de la chica. Pero no hubo manera. Tuve que conformarme con la parte de ella, que sonaba nerviosa y adolescente. Feliz de hablar con él. Después siguieron destripando al pobre negro, ideando complejas y crueles estrategias con el único objetivo de amaestrar al perro-cerdo. Tomaron dos refrescos, pusieron los pies en la mesa con mala educación pero exquisito gusto estético. En todo ese rato yo deambulé atento fingiéndome despistado por los alrededores de su mesa. Ellas no se daban cuenta. Seguían en su mundo sin extraños. Hasta que me cansé de pasear y me acodé al pretil, mirando la tierra alejarse de nosotros. Porque no tenía sensación de movimiento, de estar yéndome de allí. Era como si yo estuviese quieto y el infierno se alejase de mi vista. Por fin había conseguido largarme. Empezar de nuevo en otra parte. Después de años amenazando con desaparecer, esta mañana tonta, la energía desbordante de dos chicas a la carrera me dio las fuerzas que me faltaban. Día cero. Hoy. Dentro de un rato, cuando el ferry pare, empieza todo.

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María Bautista Papá

Papá siempre hablaba de Tánger. Podía tirarse horas recordando su zoco, la plaza, los olores intensos que impregnaban todo y el cuscús con carne que hacía cada domingo la señá Mari en el hostal donde malvivió los primeros años. Papá fue tan feliz allí que se habría quedado en Tánger si el abuelo no le hubiera amenazado con dejarle fuera de la herencia si no volvía. Se habría quedado sin duda, y entonces su historia habría sido otra y la mía, la mía simplemente no habría sido.

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Papá decía que nunca fue más feliz en su vida que allí, yendo y viniendo con el taxi mugriento que compartía con Hassan, pero yo sé, aunque nunca quise indagar en ello, que era por una mujer de ojos oscuros por la que papá no habría vuelto. Una mujer, ¿no es ese acaso siempre el motivo? Al final mi abuelo se puso pesado y papá se fue de Tánger. Nunca volvió a pisar esta tierra y eso que el destino le puso el regreso en bandeja cuando me casé con María, que ya era casualidad que María fuera precisamente de Algeciras. Al viejo, pues al viejo siempre le gustó venir a visitarnos, sobre todo cuando murió mamá. Pasaba mucho tiempo con nosotros, aunque no molestaba: la casa era grande y papá tan independiente y discreto como lo había sido toda su vida. A papá le gustaba bajar al puerto y mirar el mar. Al fondo, a apenas 14 kilómetros, estaba África y Tánger y todos los recuerdos guardados de papá. Una vez le dimos una sorpresa y compramos los billetes para cruzar en ferry. Pensamos que le haría ilusión volver, contarnos, in situ, todas sus batallitas. pero el viejo se negó rotundamente y hasta se enfadó cuando le insistimos. Venga Papa, déjate de tonterías, que ya tenemos los pasajes. No hubo nada que hacer. Papá no vino aunque nosotros sí. Él se quedó en el puerto despidiéndonos con la mano, contemplando a lo lejos esos 14 kilómetros de mar que volvían Tánger un lugar exótico y lejano, perdido en su mente, anclado en un tiempo en blanco y negro, cuando las arrugas no surcaban su cara, ni la nostalgia teñía sus recuerdos. Papá tampoco quiso ver fotos, mis fotos son mías y están aquí, decía señalando su cabeza. No necesito más. Papá murió mirando el mar una tarde de agosto y yo le hice una promesa. Que volvería. Y es por eso que estoy en este barco. ¿Cuáles son tus razones?

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Peter Gesseri William y Lucas

Lucas y William solían fumar juntos. William era barrendero de un pequeño banco de intercambio de divisas. Llevaba 30 años trabajando allí, limpiando ceniceros, recogiendo papeleras, barriendo suelos. Su contacto en el banco, el viejo Lucas, era conversor de moneda desde sus inicios en el banco.

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Lucas solía decir a William que no habían tenido mucha suerte en la vida. William respondía sonriendo que la suerte había que buscarla, pero él era muy vago. Era de trato fácil y amable, y se interesaba por todos, incluso hacía pequeños recados, pero no trabajaba demasiado Era amigo de todos, incluso de de Lucas, ese viejo cascarrabias que era la ultima reliquia de los viejos tiempos, alguien antiguo, como él. A su alrededor, el mundo cambiaba . Contemplaron el paso de los grupos de telefonistas a los armarios blancos de los ordenadores. De muchos empleados a pocos. Pero el protocolo era el mismo. Confirmación de empleado, confirmación de contraseñas, importe a transferir. William se reía de Lucas, diciendo que él sería capaz de hacerlo. Lucas respondía que ya le llamaría cuando estuviera enfermo, para que hiciera su trabajo. Con el tiempo, todo se fue complicando, las contraseñas cambiaban diariamente, las transacciones se registraban, pero siempre era un empleado, con un identificador, indicando a alguien en un país lejano que hiciera una transferencia usando sus claves del día. Una mañana de lunes fatídica, la máquina de café se estropeó. Llenándolo todo de grase. Fue limpiado meticulosamente por William, y los trapos almacenados en el cuartillo de la limpieza. Desgraciadamente, William se metió dentro para echar un cigarrillo, pues no le gustaba salir fuera a fumar. Una chispa cayó sobre unos trapos de limpieza prendiendo rápidamente el cuarto y todo en su interior.. Una nube oscura y tóxica empezó a llenar el edificio. Los bomberos llegaron, limpiaron, certificaron la muerte del pobre William por asfixia y quemaduras, y el banco reanudó su trabajo. Lucas no había aparecido esa mañana, pero era habitual de él. Ya aparecería. Al no aparecer al siguiente día, pidieron a

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la policía un orden de busca y captura, pues al parecer se había introducido al edificio sin que se notara, y se había largado tras realizar algunas transacciones muy cuestionables. Las fuerzas de Seguridad descubrieron que el Martes, Lucas cogió el ferry hacia Gibraltar. Allí su rastro se perdió, y los economistas intentaron ver si había metido su dinero en algunas de las múltiples empresas fantasma del lugar. Su rostro fue repartido a todas las agencias de seguridad El en «Reina del Sur», William veía desaparecer el peñón en el horizonte. Buscarían a Lucas durante muchos días, y nadie buscaría al barrendero muerto. El barrendero que engañó a Lucas para que fumara con él, lo ahogó, lo depositó en el armario, le prendió fuego. Y aprovechó que la sala de transferencias estaba vacía por el fuego para hacer unas cuantas transacciones, con la clave del día que había escuchado por la mañana y los identificadores del pobre Lucas. Nunca escuchó el clic a su espalda del fotógrafo que ganaría el primer premio a La Foto Turística de Gibraltar del año 2010.

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Javier López Solo

El hombre que mira por la borda cuando se aleja de Europa sabe que será la última vez que vea el continente. No le importa mucho, siempre ha tenido la muerte tan cerca que ahora que le han asegurado que no le quedan más que dos meses, no le parece tan terrible.

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Basta con dejarse ir, sin demasiado apego, basta con irse yendo sin hacer ruido, sin levantar la voz. Fumar una última pipa de kif, volver a ver a Aisha. Los últimos deseos de un moribundo que se irá y al que nadie recordará cuando haya pasado algo de tiempo. Para él ha llegado el momento en el que su propia vida ya le resulta tan ajena como la pequeña casa con vistas al mar que ocupó en los años ochenta y en la que los amigos permanecían años enteros, sin moverse de la silla de playa de la azotea. El hombre que mira por la borda cuando se aleja de Europa ha hecho testamento, se ha despedido de sus hijos y de su ex mujer, ha vendido sus escasas posesiones y ha cogido un barco. Morir es lo más difícil de todo, una tarea a la que encomendar la vida: irse sin rabia, sin preocupación ni miedo. Mira a lo lejos y ve el peñón, su silueta recortada contra el gris de la tarde, la estela que deja el barco tras de sí, e imagina la columna de agua bajo el barco, la columna que cambia a medida que el barco navega sobre ella, imagina el fondo y las fallas y los volcanes, el mar bullendo de vida. Las nubes, agrupándose de forma caprichosa, el gris, que él sabe verde, del peñón. Ve la costa española y no puede evitar pensar que también es su vida lo que va quedando atrás, que también es su tiempo el que se deshace, como la niebla que cubre el mar, como la bruma que impregna sus ropas. Después de la visita al médico, llamó a su familia uno por uno y les describió el final que deseaba. Les había hablado de un atardecer infinito, de la dulzura del mar arribando a la playa, de los pies callosos de los pescadores entrando en el agua para recoger las redes, del sabor del pescado cogido esa mañana en el mar. Más tarde les había dicho que no le buscaran, que cuando llegara el final el los recordaría, que estuvieran seguros, pero que no deseaba compartir esos momentos con ellos.

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Estaba cansado de la eterna lucha por acallar la voz que nunca se iba, la voz del miedo, esa voz que dice a los hombres al oído que llegará un día en el que el mundo seguirá sin ellos, que seguirá sin detenerse ni advertir siquiera una perturbación en su superficie cuando llegue la hora. Ya no tenía ningún sentido seguir aferrado a nada. El final tampoco era para tanto, la verdad.

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Marina Fernรกndez Bielsa El hombre del ferry

El hombre del ferry ve la tierra alejarse y piensa en el horizonte que deja atrรกs. Las nubes cubren la orilla que sabe ya perdida. El agua se revuelve turbia. La espuma marca el camino a la inversa, ya ha ido, y ha vuelto. Y ahora toca regresar para siempre.

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El hombre del ferry se sabe solo en un barco fantasma. El cielo brilla azul pero para él el mundo ya es del todo gris. Porque esta batalla la ha perdido. Porque cuando el destino se vuelve en contra la lucha es inútil. El hombre del ferry siente el viento en la cara y a su pesar se piensa vivo. Ojalá tuviera valor para lanzarse al agua. Pero no. Sigue siendo un cobarde. Se refugiará en su dolor y nadie podrá negar que tiene justificación para su tristeza. El hombre del ferry vuelve a un lugar al que juró no regresar nunca. Del que fue expulsado con ira y sin motivo. La palabra se volvió en su contra y él cambió de continente. Escapó de los que dictan muerte y se ganó una vida en el mundo equivocado. Él decía: «libertad» y se le abrían las puertas. Las Universidades, las grandes publicaciones, las televisiones, los Parlamentos, los Foros internacionales. Hablaba de paz y por dentro sólo pensaba: «guerra». El hombre del ferry no quiere ser reconocido. Muchos conocen su nombre. Algunos su rostro. Pero ahora nadie se atreve a señalarle. Regresa anónimo al valle de lágrimas. Al lugar donde se gestaron sus desgracias y también la felicidad más feroz. La que no entiende de contratiempos ni religiones. La que se manifiesta sin duda y con total plenitud. Al lugar en el que conoció a Amina, a la tierra en la que engendraron a Fátima. Ellas regresaban tres o cuatro veces al año. Para que la niña no olvidara de dónde procedía. Para sellar afectos y aferrar raíces. Para que este paisaje se pintara en sus ojos aún dispuestos al asombro. Para que no olvidara su propia lengua, el idioma de sus padres. Para que no creciera en el odio a un pueblo al que hubiese sido injusto culpar de la ceguera fanática de unos pocos.

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El hombre del ferry fue cobarde y orgulloso: nunca quiso volver. Lo camufló de dignidad, y el mundo civilizado le aplaudió, pero tal vez fuera sólo miedo. Ahora han desaparecido las razones para el miedo. Y ahora volver es cobardía. Porque no es valiente quien se arriesga cuando ya no tiene nada que perder. Porque no es valiente quien vuelve como víctima, como hombre acabado que despierta conmiseración. Porque los nombres se colaron en una línea de periódico y siempre hay alguien que se acuerda, que relaciona. No es valiente quien vuelve con un salvoconducto para enterrar a su mujer y a su hija, para esparcir sus cenizas en el huerto de la casa familiar. El hombre del ferry empieza a tener frío y sabe que mañana la humedad apegada a los huesos no le dejará levantarse pero no va a moverse de esa barandilla. Ser superviviente es su castigo. Quiso huir de la muerte y ella se vengó donde más le dolía. Le dejó vivo para reirse en su cara, para obligarle a ir a reconocer los cadáveres a aquella morgue multitudinaria e improvisada. Para que volviera a caer sobre él todo el peso de los que odian, que carecen de nacionalidad vengan de donde vengan porque su naturaleza no es humana. Huyó y la muerte le encontró en Madrid, por cuerpos interpuestos. El hombre del ferry sabe que no pasará mucho tiempo antes de que se borren sus caras, sus voces. Que cada once de marzo verá sus nombres formando parte de esa lista maldita y que no olvidará, aunque a veces intente recordar y no pueda. Aunque otras no sepa hacerlo sin romperse, sin saberse un anciano vencido por la muerte. Empieza a oscurecer y el hombre del ferry sigue mirando a España, a Europa, que apenas son ya una línea tenue más allá del agitado mar del Estrecho y cree ver encenderse algunas luces en la falda de la montaña.

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Juan Sánchez De huída

Cuando le encontré tenía la mirada perdida y miraba al rastro de espuma que dejaban las hélices del barco. Estaba allí plantado, sin prisa, viendo el mundo pasar. Al principio me acerque disimuladamente. Luego, al darme cuenta de que ni siquiera me prestaba atención, decidí ser menos cautelosa y me apoyé en la barandilla apenas a unos metros de él.

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Tenía los ojos azules como el mar y le clareaban con las lágrimas que peleaba por sujetar. No pude resistirme, me acerqué a él y le rocé con el codo para que me hiciera caso. La treta funcionó, pareció volver en si durante un instante y recobró la compostura para luego, volver a mirar al infinito. No dijo nada, simplemente se quedó allí callado. Cuando le pregunté si podía ayudarle me dijo, en un perfecto castellano teñido de acento francés que no, que creía que nunca podría quitarse esto de encima Intentado apoyarme en la confianza que da el anonimato empecé a tirarle de la lengua. Pero no quería responder a mis preguntas así que opte por contarle que yo estaba allí buscando algo, que necesitaba salir de España y huir de aquel cerdo que me estaba persiguiendo o si no, tendría que matarle o matarme yo, porque así no podría seguir. Me clavo la mirada y me preguntó qué me había pasado. Y le volví a mentir. Le dije que mi esposo no me quería, que cuando me enamoré de un joven Marroquí mi marido pensó que mejor verme muerta que entre los brazos de un moro y así había acabado en este ferry que me alejaba de España. Él volvió a mirar al infinito y luego me contó que el también había estado casado en Francia, que su mujer se murió hace poco y que no le había quedado más remedio que salir de su casa y echar a andar, no sabía a donde. Me sentí más segura y me abrace un poco a su brazo, gesto que el agradeció regalándome una caricia. Le pregunté el nombre y me respondió que se llamaba Bernard. ¿Claude Bernard? Le pregunté yo. El se giró sin soltarme, me miro y asintió.

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Le mostré suavemente mi placa de la INTERPOL y le dije que se tranquilizase, que ya todo había acabado, que estaba detenido por el asesinato de su mujer en Francia, por los 40 gigas de pornografía infantil que habían encontrado en su ordenador y se sabía que había distribuido a lo largo del mundo por Internet. No dijo ni una palabra más. Allí estuvimos mirando al horizonte hasta que llegamos a puerto donde descendimos acompañados de la policía local, eso si, siempre abrazados.

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Aroa Moreno Para decir que no

Trajimos fituk del mercado. Yo misma rellené la carne. Te hubieras reído al verme meter dentro de su cuerpo pelado las semillas verdes, aplastarlas con los dedos, retirar la cara, muerta de asco. El cuerpo de un ave sin pluma muere sin virtud, sonrojado para siempre en los hornos de las casas. Quería contarte esto. Sentados en la escalerita de la puerta, viendo caer abrupta la tarde como un telón de vientos.

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Mamá tuvo luego las manos llenas de virutas naranjas, heridas de óxido. Saida y yo estábamos contentas. Nos retocamos insistentemente el Hiyab durante toda la tarde. Esperamos encaramadas al escalón, verte aparecer por el valle del Ksab, al pie de nuestra casa. Con tu traje marrón, más holgado tal vez, como te fuiste. Algunas canas nuevas, arrugas que yo te estiraría con las manos hasta encontrarte. Regresarías el mismo día que las ballenas cruzaran el Estrecho. Agitando las olas. Por eso, esta calima gris sobre nosotros, la presión en las sienes. Sobre la mesa ha quedado el pavo, el trigo ablandado dentro. Arrugándonos las tres. La tristeza es un sentimiento que huele a humedad cerrada. Pero no has llegado. No sabemos de ti. Por eso te envío esta carta al otro lado. Sin saber qué te impidió subir al ferry. Cruzar nuestra frontera. Y volver a encontrarte con las mujeres de tu vida, arrinconadas, en esta esquina del océano.

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