Familia y otros cuentos

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RODRIGO HASBĂšN

Familia y otros cuentos

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© Rodrigo Hasbún, 2008 © Editorial Yerba Mala Cartonera de Bolivia, 2008. Proyecto social cultural y comunitario sin fines de lucro. yerbamalacartonera@gmail.com http://yerbamalacartonera.blogspot.com

Proyectos análogos: Eloísa Cartonera (Argentina), Sarita Cartonera (Perú), Ediciones la Cartonera (México), Animita Cartonera (Chile), Dulcinéia Catadora (Brasil) y muchos más en casi 20 países. ______________________________________________________ Impreso en: Imprenta “Magda I” Av. Oquendo 371 dpto. 2A. Cochabamba Derechos exclusivos en Bolivia Hecho el depósito legal: 3-1-1101-10 Impreso en Bolivia ______________________________________________________ Esta publicación ha sido posible gracias al apoyo desinteresado de Magda Rossi.

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VIDAS AJENAS

Las mentiras hubieran sido más dulces, no haber sabido, haber sabido menos. Las mentiras, quizá, hubieran logrado salvarnos. Después de un tiempo anularlas, acostumbrarnos, creer en ellas para luego hundirlas en ese silencio de los días y los meses y la vida. Ser capaces de sonreír de vez en cuando sin remordimientos ni culpa. Sin esta mierda de ahora. Pero también es por el perro y por los ojos de papá mirando al perro, los ojos partidos de papá, los ojos llorosos. El mundo ya no es sólo ella. Con las mentiras el mundo tal vez hubiera seguido siendo sólo ella. Con las mentiras podríamos habernos inventado una historia menos triste, seguiría estando y el perro no habría enfermado jamás, aunque una y otra cosa no se relacionen de ningún modo (sólo llegan a juntarse en mi capricho, en la nostalgia de esta tarde quieta, los tres hermanos juntos luego de mucho, el mayor de ellos casi igual de abatido que su padre, a quien abraza), y no estaríamos matando al perro y papá no tendría necesidad de ocultarnos su imperiosa necesidad de llorar. El perro ya no puede moverse, mira el mundo por última vez. Son los minutos decisivos que tendremos que afrontar todos en algún momento. ¿El mundo embellece en los ojos del moribundo? ¿El mundo adquiere un brillo inusual antes de desaparecer? Papá no puede seguir soportando la visión, suelta a Juan, deshace el abrazo y participa, se bota al piso, acaricia al perro, lo besa en el hocico, en las orejas. Mario le dice algo pero no sirve de nada, ni siquiera responde. Las mentiras hubieran sido más dulces, menos crueles, y quizá el perro no se da cuenta de lo que está pasando, y entonces qué bueno por él, y entonces qué pena por mis hermanos, por papá. Mario se acerca, intenta levantarlo. No puede, el viejo le quita los brazos, insiste en despedirse de esa manera. Como buscando instrucciones, confundido, mira hacia nosotros (el único que parece haber guardado algo de la infancia es Mario, su cuerpo 5


aún vigoroso, dispuesto, las mejillas rasuradas a filo, la mirada limpia). Ni Juan ni yo decimos nada. La respiración del animal, mientras tanto, se hace más pausada. Lo siento, murmura papá, lo siento, pequeño, lo siento, pero insiste en no llorar. Una tarde quieta, tres hermanos juntos luego de mucho. El padre de los tres botado al lado de un perro que tal vez ya está muerto. Juan me mira. Me doy cuenta recién que detrás de sus ojeras, de la barba de semanas, que detrás de su silencio. Quiero hablar contigo, me dice. Muevo la cabeza, no respondo.

Voy a divorciarme, pienso divorciarme, creo que quiero divorciarme. Estamos en el auto, el perro en una bolsa sobre el asiento de atrás. Me quedo callado, pensando que no ha elegido el mejor momento para anunciarlo, pensando que hubiera podido elegir muchos otros momentos, hace tanto que no venía por casa, hace tanto que desapareció, sólo llamadas o algún encuentro esporádico con el viejo. ¿Por qué?, pregunto. La relación ha dejado de funcionar, supongo que ya no nos queremos tanto. Su titubeo, las torpes oscilaciones de la voz, y el temblor casi imperceptible de sus labios, que no le veía hace años, tal vez desde que dejamos de ser niños, me hacen sospechar que no me está diciendo todo, que se está guardando los motivos. Pienso en esas calles, en esa ciudad, en los cafés a los que ella podría estar entrando. Recuerdo su manera de fumar. Ustedes que se querían tanto, digo. Sí, nosotros. ¿Y los niños? No habrá problema con los niños. Empieza a oscurecer, acelero. ¿Conoces bien el lugar? Sí, ya estamos cerca. Papá lo amaba. Sí. Nos quedamos callados uno o dos minutos, no sé cómo debo reaccionar. ¿Por qué me estás contando todo esto a mí?, pregunto, ¿qué tengo yo que ver con todo esto? No creí que te molestaría. No me molesta. ¿Entonces? Desapareces durante meses y luego. No fueron meses. El día menos apropiado llegas con la noticia. Juan no sabe nada de ella, Juan no va a preguntar por ella porque no sabe nada, porque yo nunca le conté mucho, cree que fue una más en mi vida, hacia el final de la lista. El día 6


menos apropiado, por eso me quedé callado. Por el retrovisor miro la bolsa sobre el asiento de atrás, durante unos segundos me da la impresión de que se está moviendo. Hicimos que papá se quedara en casa. Papá debe estar imaginándonos, imaginando el viaje, tomándose un trago, Mario al otro lado de la mesa. Doblo por un caminito de tierra que señala Juan, disminuyo la velocidad. Solos, irremediablemente solos. ¿Hay algo que no me estás contando? Se queda callado, quizás no me ha escuchado. Me gustaría ser capaz de oírlo pensar, oír pensar a toda la gente de alrededor. Sería terrible, casi tan terrible como leer las cartas que le escribe el amante a nuestra novia, pero igual quisiera. Pero igual quise. Las mentiras, haberme obligado a olvidar, a hacerme el desentendido, hubieran. Nada, dice Juan, la relación se ha desgastado y no estamos dispuestos a seguir intentando. Una historia banal, dice Juan. La de siempre, la de todos, dice, no le busques ninguna sofisticación. Detengo el auto y apago el motor. Queda poca luz. Cavamos una fosa no muy honda, botamos al perro, lo cubrimos de tierra, todo sabiendo que papá debe estar imaginándonos, Mario al otro lado de la mesa intentando distraerlo, hablándole del trabajo, de vidas ajenas y una lluvia torrencial cuando fue de pesca el fin de semana anterior. (Era impresionante, papá, la lluvia. Uno no llegaba a diferenciar las gotas. Como una cortina pero ruidosa, de agua tibia. De haber tenido más ropa nos hubiéramos puesto a bailar. Bailar debajo de la lluvia es hermoso.)

En la cena casi no hablamos, cada uno bailando debajo de la lluvia de sus propios pensamientos. Solos, irremediablemente solos, y todavía más cuando recordamos o imaginamos o soñamos, o cuando queremos desde lejos, sin decirlo. Juan no va a mencionar su divorcio inminente. Mario ha agotado ya todos sus recursos y está, además, un poco borracho. Papá nunca fue muy hablador.

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INTEMPERIE

1. No veía a Lorena hace al menos quince años, cuando yo tenía diez y era el mejor amigo de su hijo, al que tampoco veía desde entonces. Era una mujer alta y delgada, carismática, siempre sonriente, y solía llevar el cabello corto. Como supuse que sucedería, pero con aún más certidumbre o convicción, apenas la vi me pareció avejentada y menos hermosa, abatida, triste. Por el bien de todos, durante unos segundos, quise dar la vuelta y salir huyendo. Pero me quedé quieto, mirándola atravesar el jardín donde tuvo lugar un pedazo importante de las infancias de su hijo y mía, acercarse, preguntar a quién buscaba. Eran las siete de la tarde de un otoño gris que todavía persiste. Hacía unos encargos por la zona, los últimos de la jornada antes de regresar a casa, ubicada al otro lado de la ciudad, cuando mi auto se averió. Lo apeé a un costado de la calle e intenté averiguar cuál era el problema, pero fue completamente inútil, así que llamé al mecánico. Dijo que no tenía a quién enviar en ese momento, sus ayudantes ya se habían ido. Si dejaba el auto en la calle corría el riesgo de que se lo robaran y llamar a la grúa, por lo que significaría a mi presupuesto semanal, era impensable. Tenía puesta una bata azul, arrugas diminutas rodeaban los ojos grandes y oscuros. Podía verla a través del portón. Verla así, constatar que nadie estaba a salvo, me desarmaba completamente. ¿Lorena?, pregunté. Se quedó callada, intentando reconocerme. Soy Gabriel, amigo de colegio de Radek. Abrió el portón y se me abalanzó encima. Gabrielito, no puedo creerlo. Permanecimos abrazados un rato, ahora yo era más alto que ella. 8


Disculpa que aparezca de esta manera. Se me averió el auto a la vuelta y el mecánico no puede verlo hasta mañana… ¿Quieres dejarlo acá? Me miraba fijamente y sonreía de una forma rara, casi a pesar suyo. Quizá sólo se trataba de una costumbre reciente de sus labios. No podía dejar de mirarlos y eso no estaba bien. No estaba bien que la viera como a una mujer y no como la madre de un viejo amigo. ¿Cuántos años tendría? ¿Cuarenta y cinco? ¿Cincuenta? La situación me avergüenza. Empiezo a pensar que debí buscar otra solución. Cómo se te ocurre, Gabrielito. Ya ves, aquí hay mucho espacio. ¿Está Radek en casa? Siguió mirándome y no dijo nada. Evaluaba mi vida por medio de mi cara, como si se tratara de un mapa. El mejor amigo de su hijo ya era un hombre y quería saber qué tipo de hombre. Empezó a lagrimear y se cubrió el rostro. Luego lloró. La abracé y le pedí que se calmara. Cuando lo hizo, después de un par de minutos, me pidió que trajera el auto. No se ofrecía a ayudarme a empujarlo porque estaba en bata, pero esperaría ahí. 2. Me invitó un café mientras el ayudante del mecánico revisaba el auto. Eran las ocho de la mañana, una hora después entraba al trabajo. Lorena tenía puesta la misma bata que el día anterior y fumaba. Había despertado recién. Era amiga de mi madre y preguntó por ella, hace tiempo no la veía. Mi madre se había casado algunos años atrás con un viudo sesentón y sólo nos encontrábamos una vez por semana, en un restaurante vegetariano al que íbamos a almorzar a pedido suyo. Le conté que estaba feliz, a mi parecer más feliz de lo que debía, y también pregunté por sus padres, vivían ahí cuando iba a casa de Radek después de clases. La pregunta volvió a hacerla llorar. Un grito del 9


ayudante me ayudó a escabullirme. Salí al patio mascullando apenas una disculpa. El muchacho me explicó que el problema no era mecánico sino eléctrico y que tendría que venir otro técnico. ¿Qué puede ser?, pregunté. Yo le puedo decir lo que no es, respondió, serio. No hubiera servido de nada, sé poco de autos. ¿Qué me recomienda? Llame al taller y pida un eléctrico. Lorena apareció a mis espaldas. Preguntó si todo estaba bien, nuevo cigarrillo en mano, ojos vidriosos, y le expliqué la situación. También le dije que no quería molestarla más. En realidad lo que no quería era seguir presenciando el espectáculo de una mujer en ruinas, hecha pedazos. No hay problema que el auto se quede acá, dijo ella. Hasta cuando sea necesario. Pregunté a qué hora estaba en casa. Estoy todo el día en casa, dijo. Llamé al mecánico y le expliqué la situación. Quedamos en que enviaría un eléctrico al final de la tarde. El ayudante se fue y nosotros regresamos a la cocina. Permanecimos callados mientras me preparaba otro café. La primera en hablar fue Lorena. Mamá murió el año pasado, dijo. Hacía esfuerzo por no llorar más y se le notaba. La extraño demasiado, la casa se ha quedado vacía. También se refería a la partida de Radek, que unos meses atrás se había ido al extranjero. Papá sigue acá. Pasa casi todo el tiempo en su cuarto, le cuesta moverse. Es mi única compañía. Lo siento, murmuré. No sabía qué más decir, al parecer ella tampoco. Miré de reojo mi reloj, ya eran las ocho y media, tendría que irme pronto al trabajo. Cuéntame tú de tu vida, Gabrielito. Debido a la muerte de mi padre y a las deudas que dejó pendientes, mamá se vio obligada a cambiarme a un colegio más barato. Ahí salí bachiller y luego, mientras trabajaba, estudié en la universidad estatal. Sólo le dije esto último, lo otro 10


seguramente lo sabía de esa época. Ahora sigo en el trabajo. Y hace algunos años vivo solo. Igual que Radek, dijo ella. El asunto de su abuelita lo afectó demasiado. Y también hubo otras cosas. No pregunté a qué se refería. ¿Supiste?, preguntó. Negué con la cabeza. ¿No supiste nada, Gabrielito? A veces es mejor no asomarse a la vida de los otros. A la gente que queremos, a veces, es necesario resguardarla del daño que propician las palabras y la confesión. No estaba seguro si necesitaba oír lo que Lorena anunciaba con tanta duda. Nos recordé de niños, en esa misma cocina. Él tenía una imaginación torrencial y no dejaba de lanzar comentarios siempre interesantes, inventarse juegos, construir historias. Un tema recurrente era la profesión de su padre, al que nunca conoció y del que ni él ni yo sabíamos nada. Domador de leones, decía. Presentador de televisión, fisiculturista, asesino a sueldo. No debería contártelo, murmuró Lorena, dándose cuenta que no me haría bien lo que se avecinaba, la bata azul ligeramente abierta, un pedazo de piel blanca. Por cómo nos miramos en ese momento, aunque empecé a sospecharlo antes, casi desde que la vi atravesar el jardín, supe que unos días después haríamos el amor por primera vez. Unos días después le haría el amor a una mujer en ruinas que era madre de un amigo de infancia al que no veía hace al menos quince años y que presumiblemente se hizo adicto a algo o intentó matarse o una de esas cosas. Ese otoño gris que todavía no olvido yo también me sentía solo. Cogérmela mientras llorara y me pidiera que se lo hiciera con delicadeza también me era necesario. Cogerme a la mujer hecha pedazos que ya no era tan alta ni delgada ni hermosa como la recordaba también podía salvarme un poco a mí, aliviar el peso de días difíciles en los que ya había habido abandonos. Lo triste sería cuando me aburriera de ella. Lo más triste 11


sería cuando después de algunas semanas me agotara de su melancolía permanente y de su cuerpo venido a menos. Cuando su necesidad de delicadeza, como si fuera virgen o estuviera hecha de una materia frágil, dejara de excitarme. Cuéntame, Lorena, dije, apoyando mi mano sobre la suya. La bata azul se abrió unos centímetros más, ella se la cerró con la otra mano, la mirada ahora perdida. Me interesa saberlo, quise mucho a Radek. Intentó comenzar a decir algo y no pudo. Apretó mi mano, nerviosa, confundida. Hacía un poco de frío. Cuéntame, insistí yo.

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FAMILIA

I Hay una mujer en medio de la calle, tirada, temblando, y a su alrededor se han agrupado cinco peatones, pero sólo uno de ellos, también en el suelo, de rodillas, agitado, intenta hacerla reaccionar. Quizá es médico o enfermero, aunque de lejos no lo parece, precisamente por la agitación, por la tensión que revelan todos los movimientos que a unos pasos todavía del gentío logro entrever. Va de terno, al igual que dos de los del grupo de observadores, y la mujer, más vieja a medida que me aproximo, más demacrada y perdida en la confusión que experimenta, todavía temblando, pero también cada vez menos, porque quizá el corazón siente fatiga y añora detenerse, va vestida con un grueso vestido que cubre el cuerpo entero y que seguramente propicia, con su peso y textura, una vaga sensación de seguridad. Esto sucede en la acera izquierda de una avenida de ocho carriles, los conductores de autobuses y coches no se dan cuenta de nada, pensando en la cena o la discusión, en algún encuentro previsto, en el partido de fútbol que verán a las ocho, y hay alrededor, envolviéndonos en su espesura, un bullicio habitual de viernes por la noche. Un adolescente habla por su celular. Sólo cuando larga una risotada estruendosa descubro que no ha llamado a ningún servicio de ambulancias sino a algún amigo al que le causa gracia oír ese tipo de historias de gente que desfallece o muere en la ciudad. Incluyéndome e incluyendo al adolescente ahora somos más, quizá diez o doce, pero el único que sigue haciendo algo es el hombre arrodillado, que se ha quitado el saco bruscamente y que luego de decidir que es imprescindible hacerlo, intenta practicarle a la mujer respiración boca a boca. Anochece y hay una mujer en medio de la calle que recorro todos los días a esta misma hora, un poco abatido siempre y dándole vueltas a las mismas preguntas y a los mismos recuerdos, pensando también qué haré cuando 13


llegue a casa y abra la puerta que da a esa pequeña sala silenciosa sin cuadros ni muebles, cómo ocuparé el tiempo obligándolo con esas ocupaciones a que pase desapercibido y pese menos. Abran campo, grita uno de los recién llegados, así no le llega el aire, pero nadie parece oírlo, quizá porque nadie está dispuesto a ceder unos centímetros de proximidad con esa realidad que intentarán reproducir luego, a sus maridos y mujeres y amigos y amantes, y que nos hace sentir un poco más vivos, incluyéndome, porque felizmente no somos aún la que agoniza en el suelo sino uno de los que la mira. No debería pero pienso en mi hija justo cuando empiezan a oírse unas sirenas que paralizan el tráfico, la mayoría de los conductores se apea para dar paso. Miro a los que tengo cerca queriendo saber, sólo por medio de sus gestos y miradas, cuál de ellos llamó y cuándo, si he visto alguna vez a alguno en el restaurante, en qué momento decidirán retomar la caminata. El hombre que baja de la ambulancia y despeja al grupo es menos joven de lo que se espera de esa gente, calvo y de barba, pero se desempeña eficientemente y en lo que tarda decirlo está al lado de la mujer, midiendo sus signos vitales. Su compañera, una muchacha de rasgos duros y angulosos, baja la camilla y nos pide que retrocedamos. Perdido el interés, varios empiezan a irse y en la avenida los autobuses y coches ya circulan con la misma furia de unos minutos atrás. Cargan a la mujer, que no sé si sigue viva, y se la llevan pronto. El hombre que estuvo socorriéndola se acomoda el saco, coge su maletín del suelo y se aleja, agitado pero quizá secretamente orgulloso de sí mismo, a pesar de no haberlo hecho bien. El adolescente del celular, de nuevo llamando a alguien, también se va. El gentío se dispersa y es como si no hubiera sucedido nada. Empiezo a caminar, hacia casa pero decidiendo o descubriendo que no quiero llegar a casa aún, evaluando la escena, imaginando al hijo de la mujer preocupándose por la demora de su madre, sin saber qué hacer, a quién llamar, dónde ir, o a su marido, un anciano que ya no puede acompañarla en 14


sus caminatas diarias por el barrio, o a sus gatos, varias horas después, avasallados por el hambre que no se saciará con la porción de alimento seco, o a una amiga vecina que no se da cuenta de nada hasta mucho después, cuando ya es tarde y los gatos han muerto también, si los hay, o cuando el marido ha empezado a gritar como desquiciado desde su cama, las fuerzas menguadas, o cuando el hijo ha querido averiguar si ella supo o sabe algo, pero ella recién se entera. El bar de la esquina de casa está lleno de gente, en la televisión transmiten el preámbulo de lo que será el partido de fútbol de las ocho. Saludo a la camarera y le pido una cerveza. Ella la deja segundos después a centímetros de mi mano, sobre la barra. Los demás beben y ríen y esperan que el partido comience pronto, algunos de ellos con las camisetas de su equipo puestas, podría armarse una batalla campal con sillas en el aire y puñetes que no siempre llegan a destino. Antes del silbato inicial, los jugadores dando saltitos o estirando, listos para una nueva lucha, miles de personas mirándolos en vivo y quizá millones en transmisión directa, en todo el mundo, aunque en otras partes sea de día o un nuevo día, pago y salgo y llego y abro la puerta que da a la sala vacía. El teléfono está sonando. Sé que es Laura, antes de contestar, y por eso dudo, pero después de cuatro timbres contesto. Papá, dice ella, la voz ronca y rota. Laura, digo. Papá, repite ella y se queda callada. Siempre es lo mismo, su silencio crece y nos agobia y luego es imposible huir, dejar de pensar en él, hacer como si no se debiera a algo, a decisiones equivocadas y reacciones excesivas y oportunidades que se perdieron sabiendo, nosotros, en algún rincón que fue mejor acallar, que las perdíamos, pero tampoco era viable lo contrario. La culpa empieza a expandirse, la siento ya por todas partes, pero no quiero que Laura lo sepa, también guardo silencio y después de uno o dos minutos digo que debo colgar. No responde, ni siquiera sé si sigue ahí. Papá, dice luego, pero en ese momento ya he dejado caer el auricular, porque Laura podría pasarse toda la noche sin decir nada, un silencio de terror, insondable, sucio, 15


y yo esta noche no estoy dispuesto a tolerarlo o enfrentarme a él. Me asomo a la ventana, afuera está oscuro, más oscuro que de costumbre, y en el edificio de enfrente casi todas las luces permanecen apagadas. Si lloviera no sería capaz de verlo o daría lo mismo. Ojalá estuviera acá, pienso, así, sin nombrarla, sin nombrar a la mujer que me visita a veces aquí mismo. Pero está con su marido, echados en la cama, quizá incluso cogiendo. Vuelve a sonar el teléfono. Dudo y termino contestando, apoyando el auricular en el hombro. Papá, dice Laura, sentada en el suelo de una cabina pública destartalada de uno de los peores barrios de la ciudad o en casa de alguna amiga o amigo o novio o novia o no sé quién ni cómo exactamente, no se perciben sonidos de ningún tipo, ni haciendo qué ni vestida de qué manera ni exigiendo o necesitando qué respuestas. Algo que no debe permitirse ninguna mujer es llegar al infierno, que siempre está cerca, a un costado de lo que hacemos o dejamos de hacer para que se desencadene el viaje que no tiene retorno y del que nadie sale indemne, porque ese daño siempre deja huellas y acarrea consecuencias que luego ya no están en nuestras manos. No recuerdo cómo me enteré ni cuándo oí las historias. En cualquier caso jamás dejé de preguntarme si pude evitar algo, al principio, cuando todavía vivíamos juntos y aparecieron las primeras señales de que nuestras vidas empezaban a tambalear, pero esas señales siempre son difíciles de ver en el momento, sólo retrospectivamente se aclaran. Con Margo ya casi no nos dirigíamos la palabra y dor míamos en cuartos separados cuando supimos de los primeros cigarrillos o del olor de los primeros cigarrillos y de las primeras borracheras y de la marihuana y de todo lo que vino después, lo que hizo que la situación resultara ahora sí imposible, y entonces me fui, pero de eso varios años. El muchacho que va todos los días al restaurante a almorzar dice que es necesario mirar al cuarto de al lado, imaginarlo al menos. Eso, dice el muchacho al que veo todos los días, un muchacho muy amable, automáticamente le resta sustancia y realidad al cuarto que habitamos y lo hace tolerable, aunque sea una 16


mierda. Pero lo cierto es que no tiene ni la menor idea de lo que es la vida, que es este cuarto y nunca el de al lado, por más que como él quiere dejemos de verlo y nos dediquemos a imaginar el otro. Y unos segundos después, el auricular aún apoyado en el hombro, escucho la voz de Laura al otro lado de la línea, su voz ronca y rota y tan distinta a como era antes, diciéndome que necesita verme. Son más palabras de las que suele decir y pregunto en vano para qué, se queda callada, lo único que sabe hacer, su refugio idiota y recurrente. Para qué, pregunto, bajo, sin abrir la boca, y poco después, desesperándome, sintiendo ya la misma cantidad de culpa que otras veces, pregunto dónde. Me lavo los dientes y la cara y bajo. El autobús que pasa por la parada justo cuando llego a la parada está vacío, la mayoría de los habitantes de la ciudad, los que no alcanzaron o quisieron o pudieron comprar entradas, se encuentran en este momento delante de alguna televisión. Los bares que alcanzo a ver desde la ventanilla están repletos, con gente incluso parada en las aceras, viendo hacia dentro y soportando el clima sin quejarse ni darle importancia. Avanzamos rápido, el tráfico ha desaparecido. ¿Cuántos años tiene Laura ya? ¿Diecinueve? ¿Veinte? ¿Y Margo? No he sabido nada de ella ni de su nuevo marido ni de sus nuevos hijos ni de su nueva ciudad en meses. El autobús se detiene en el semáforo de la esquina donde hoy mismo, cuando regresaba a casa del trabajo, había una mujer en la calle, tirada y temblando, y donde yo mismo me detuve durante algunos minutos a presenciar el desenlace de la escena, hasta que de nuevo da verde y partimos. Sólo una pareja de jóvenes, tres filas delante, nos acompaña al conductor y a mí. Parecen contentos aunque no hablen y cada uno mire por su lado. Más o menos veinte manzanos más allá toco el timbre y el conductor detiene el autobús. Resuenan en el aire algunos petardos, lejanos pero fuertes, apenas doy unos pasos y me adentro en una de las callecitas del barrio, que conozco bien y no es el que imaginaba cuando hablaba con Laura por teléfono. 17


La brisa me desacomoda el cabello y ese hecho, tan diminuto e insignificante, me cerciora de que todavía seguimos vivos y de que a pesar de todo vale la pena estar aquí, en mi caso cerca de donde mi hija quizá aguarda ya. La recuerdo de niña y luego de menos niña, pero son recuerdos difusos a los que se le imponen otros, algunos falsos, como los de las fotografías que vi mucho después y que me provocaron asco y una tristeza invencible. Soy un hombre que va al encuentro de su hija un viernes por la noche y que intermitentemente piensa en la mujer que lo visita a veces, necesitándola mientras atravieso callecitas desiertas hasta llegar al café donde alguna vez nos vimos. Está vacío, desde la mesa que elijo le pido a la mesera que me traiga un cortado. Lo trae y me lo tomo prácticamente de un sorbo, sin azúcar y sintiendo el ardor en la garganta. Al otro lado de la puerta corrediza veo a un muchacho mirando hacia dentro y, se me ocurre por la insistencia de su mirada, intentando saber si soy el hombre que ayudó a engendrar a Laura, su padre, uno de los que la trajo. Mueve la cabeza, asintiendo, y aparece ella, que entra en el café después de quedarse mirándome a los ojos durante segundos. No puedo no fijarme en su ropa descuidada ni en el cabello largo y sucio. Se sienta al otro lado de la mesa, sin besarme y con la cabeza baja, pero sólo por un momento, porque luego la levanta y clava los ojos en los míos. Como hace por teléfono, no dice nada, ni una sola palabra que me ayude a evaluar su estado. La mesera nos observa, presencia el silencio espeso. Yo, para aligerarnos a todos la molestia, saco pronto del bolsillo unos billetes y los dejo sobre la mesa. Laura estira la mano, rápido, y sin agradecérmelo, aún callada, se levanta bruscamente y se va. Viejo puto, me grita su amigo o novio, que le ha abierto la puerta, y como un eco de sus palabras vuelven a oírse algunos petardos, ya son dos goles pero no sé de cuál de los equipos. Todavía seguimos vivos, vuelvo a pensar con la brisa que me golpea la cara después de que pago y salgo del café. Esta vez tengo menos suerte y debo esperar casi media hora en la parada iluminada. El partido ha terminado, hay más 18


movimiento en las calles, varios jóvenes que vienen de verlo suben al autobús, que se llena tres paradas después. Se los ve contentos, debió ser un buen partido, mirándolos es fácil darse cuenta quién ganó. Abro la puerta que da a la sala, la cierro con llave, avanzo sin encender la luz y me acerco a la ventana, que es siempre lo que hago primero, a mirar hacia el edificio de enfrente, alto e imponente en medio de la oscuridad. Ya hay más luces encendidas. Por alguna razón extraña, como consuelo, resulta aliviador. II Lo que él no sabe es que será abuelo dentro de algunos meses, voy pensando mientras salgo del lugar y Rafael le grita algo que no alcanzo a oír. Todo está brumoso, suspendido, nosotros mismos estamos brumosos y suspendidos, y Rafa le grita algo mientras salgo del lugar y voy pensando en lo que él no sabe ni sabrá, lo del embarazo y tantísimas otras cosas. Y me siento un poco triste, pero después ya no, y sigo caminando, rápido, con Rafa detrás, acelerándome el paso, como si huyéramos de un incendio, hasta llegar a la avenida y no sé por qué razón subirnos al primer autobús que pasa y que ni siquiera sabemos adónde va. Nos sentamos hacia el medio, donde hay más gente, un poco también para pasar desapercibidos. ¿Hacemos una?, pregunta Rafa, bajito, al oído. ¿Ahora?, digo yo, que sigo aturdida, encerrada en esa bruma extraña. Asiente, sonriendo, y luego me da un beso cerca del oído y me pregunta si prefiero comenzar yo. Bueno, respondo, y sin pensármelo dos veces me dejo caer en el pasillo del autobús, así de golpe, como si sucediera realmente, y sucede realmente. Cierro los ojos, me abstraigo, no debo pensar. Pero inevitablemente pienso en papá esperándome en el café, tan deteriorado, tan culpable, tan hecho mierda. Los gritos de Rafa, su desesperación, me devuelven al lugar. Alguien me acaricia la cara, alguien me busca el pulso. El autobús, creo, sigue andando. Parece enferma, es tan flaca, dice 19


una mujer que imagino mayor. Después, a pesar del ajetreo, me adormezco. Seguramente hacen parar el autobús y Rafa me baja y un grupo de peatones se aglomera a nuestro alrededor y a lo mejor él se ha alejado ya y toma las fotos, rostros de preocupación y alivio. Regresa y me dice bajito que ya terminó, puedo recuperarme, abrir los ojos, sonreír. Eso hago. Y Rafa agradece y la gente aplaude y nos vamos caminando abrazados, primero lento, luego corriendo. Y reímos y nos besamos y él me acaricia el culo. La oficina no está lejos, estamos en hora, decidimos ir a pie. Están la vieja Berta, que nos cuenta que tuvo que ir hasta el hospital, algún comedido llamó a la ambulancia sin que se dieran cuenta, y Alberto, que estuvo presente, y los dos Juanes, que hicieron tres en todo el día, y un par de chicos más jóvenes que no dicen nada. Nosotros contamos las nuestras, después mostramos las fotografías y vemos las de ellos. No falta mucho para la exposición. Nos lo aclarará Dino ahora, cuando llegue. Llega, llegan algunos más, Rafa no me suelta la mano, ya están sudadas y no importa. Comienza la reunión. Hay risas y humo de cigarrillo y un cronograma de actividades para las próximas semanas. Nadie aquí sabe que tengo algo dentro que crece y que en algunos meses será algo distinto. Se lo diré pronto a Rafa, quizá esta noche, todavía no sé cómo reaccionará, lo he estado tanteando, he estado explorando el rango de posibles reacciones, puede haber de todo. Los chicos más jóvenes hicieron algo en el metro, los dos Juanes una en un banco y dos en restaurantes de los que luego se fueron sin pagar, la vieja Berta y Alberto algo en la calle, Dino una en la universidad, nosotros la del autobús. Dino dice que ya está listo el texto que acompañará a lo demás, fotos y videos y frases sueltas, y que revolucionaremos el panorama, pero que necesitamos conseguir el dinero que la galería exige como adelanto. Suelto la mano de Rafa y reviso en mi bolsillo, toco los billetes, son más que de costumbre. Se los entrego a Dino, sonrío, Rafa sonríe a mi lado, él lo anota en su cuaderno. Simular la vida para que la vida verdadera luego sea más intensa y sepamos apreciarla más. Pero la vida verdadera 20


también es un poco simulada, y esto empiezo a pensarlo ante la sonrisa de Rafa y ante la mía propia, y ante lo que crece dentro mío y nadie sabe qué es, a lo mejor una pequeña monstruo parecida a mí. La reunión termina, quedamos en volver a encontrarnos dos días después, nos despedimos, salimos. Hay un aire de júbilo en la ciudad, muchísima más gente de la que había cuando entramos. Al parecer hubo un partido de algo y seguramente ganó el equipo preferido y ya todo terminó y nos quedamos quietos mirando a toda esa gente. ¿Comemos?, pregunta Rafa, feliz, feliz quizá hasta que se entere. Mejor en casa, digo yo. Y entonces nos vamos a casa, que en realidad es un cuarto con baño y una pequeña cocina adjunta, y él se ofrece a preparar algo cuando ve que yo me estoy tumbando en la cama. ¿Crees que todo esto tenga sentido?, pregunta, ¿que de verdad resulte significativo para alguien? Tengo los ojos cerrados y no respondo. Hago como si durmiera y lo escucho y él sigue preguntándome cosas que en realidad se pregunta a sí mismo. ¿O nos estamos engañando y es un poco estúpido?, es lo último que dice. Al parecer me quedo dormida. Vuelvo a estar en el café con papá sentado en la misma mesa, y lo que hago esta vez es acercarme y darle un beso en la mejilla y decirle que lo he perdonado y que ya pronto estaré en condiciones de retomar nuestra relación, y también le digo que será abuelo, y en ese momento Rafael me está moviendo y abro los ojos y me dice que la cena ya está lista. Cenamos y yo lavo los platos y nos echamos en la cama y él me acaricia el culo. Pienso en lo que debería decir, en las palabras que se necesitan, lo miro a los ojos, siento que me quiere y soy feliz y ya no digo nada. Más vale que nos durmamos rápido, dice Rafa, mañana entro temprano. ¿Mañana trabajas?, pregunto. Me lo pidieron, dice. ¿Por qué no me contaste?, digo yo. Debí olvidarme, dice. Cuando se queda dormido me pongo a pensar en lo que haré mientras él esté fuera. Quizá podría seguir a papá y tomarle fotos y armar una exposición a partir de esas fotos. Un hombre que camina por la ciudad y vive una vida que a lo mejor no es la que más le hubiera gustado. Un hombre viejo y cansado 21


que tuvo sus errores, que hizo cosas indebidas y ahora carga con el peso. Deambula por la ciudad, no sé por dónde, y yo lo sigo y encierro su vida en unas cuantas fotos. Sí, debería hacerlo, mirarlo desde afuera, intentar saber quién es, pienso mientras me paro a apagar la luz. Como si una y otra cosa estuvieran vinculadas, como si una determinara a la otra, Rafa ese segundo empieza a roncar.

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ÚLTIMAS SEMANAS

Guardaba las botellas en los basureros de los baños, sumergidas en la piscina, colgadas de los árboles del jardín. Luego, en los días siguientes, no dejaba una sola sin vaciar, escuchando siempre esos discos viejos y evaluando a veces en voz alta, para despistar a mamá, cuando mamá estaba cerca, pero en ese tiempo mamá nunca estaba cerca, cómo haría para conseguir nuevas botellas y dónde las ocultaría, si en el cesto de la ropa sucia o disimuladas en medio de la ropa de ella o enterradas en lugares que no se le olvidaran fácilmente. O en el ropero de mi cuarto, bajo mi consentimiento, sobre todo cuando necesitaba plata pero no sólo entonces, a mí no me molestaba que papá se emborrachara todo el tiempo, estaba habituado a verlo así, bailando en la sala (en los mejores momentos), lamentándose y llorando (en los peores), estaba habituado ya a tragarme discursos enteros que a veces podían extenderse durante varias horas seguidas. Tengo por lo menos trescientos muertos, dijo de pronto esa tarde, altivo, como si algo así pudiera enorgullecerlo. Te los cuento uno a uno, papito. Trescientos por lo menos. O cuatrocientos. Si quieres apostamos. Yo cuatro, dije. Y debí pensar en los abuelos y en mi tío, pero sobre todo en Mastrono, al que tuvimos que matar ahí mismo, en el jardín en el que papá ahora enterraba sus botellas, las botellas nuevas que a menudo conseguía con ayuda mía. Éste que ves es un sobreviviente, siguió él. Uno de los que más suerte tuvo. Estoy rodeado de muertos pero sigo aquí. Trescientos o cuatrocientos muertos, papito querido, quizá más, toda la gente que fue importante, y yo todavía aquí, hablándote. ¿Te conté alguna vez de tu tío Eduardo? Conocía todas sus historias de memoria. Me enternecían, me conmovían, me alegraban. Quería a papá y me gustaba lo que había logrado en su vida, incluida la mujer a la que enamoró, una mujer valiente que ocupaba un cargo importante 23


en un banco importante y que era la que nos permitía llevar cierto tipo de vida. Tenía prohibido salir y cumplía mientras no le faltaran las botellas, que también tenía prohibidas. Yo se las facilitaba y a lo mejor mamá incluso lo sabía. La cuestión es que pronto empezaría a estudiar, lo que quiere decir que eran mis últimas semanas en la ciudad, mis últimas semanas en casa. Me tenía prometido volver siempre, por lo menos una vez al mes, pero tenía claro también que no hay nada más fácil de romper que las promesas. No fallaría a papá, me decía a mí mismo todo el tiempo en esas últimas semanas, obligándome a disfrutar los detalles más insignificantes, momentos que antes hubieran pasado desapercibidos. No dejaría que se sintiera más solo y más abandonado, me decía en tardes como ésa, no permitiría que su desamparo se acentuara. Yo sabía que papá necesitaba de mí. ¿Te la conté o no? Creo que no. Le gustaban las putitas. En ese tiempo eran muy baratas, así que no había semana que no le diera un polvo. Se conocía a todas. Hasta lo saludaban por su nombre. Con cariño, porque era un hombre bueno. Se interrumpía para beber. Vodka con mucho hielo y una pizca de limón. Mientras vaciaba el vaso y se preparaba otro, el último del día, supuestamente el último del día, el que tenía que parecer el último del día, yo miraba por la ventana. Al jardín deshecho por sus entierros, a las aguas estancadas de la piscina. A los árboles y al cielo que iba perdiendo intensidad, anochecía. El problema fue que se enamoró. Y que dejó a su familia para irse a vivir con la putita, que creo que se llamaba Miriam o Mariam. Las personas nunca cambian. Ni por amor. Eso es lo que tu pobre tío Eduardo nunca llegó a comprender. Y lo que yo necesito que tu comprendas ahora, papito, para no sufrir en vano. Estarás lejos y tendrás que ser fuerte. Y no olvidar en ningún momento eso de que la gente no cambia nunca. Después se resignó, tu tío. Pero por debajo le fue creciendo la tristeza, la pena… No sé si está preparado para lo que viene luego. Es algo 24


duro. Le metió un tiro, dije simulando que dudaba, que me aventuraba con una posibilidad radical para demostrar que ya no era tan inocente. ¡Sí!, se sorprendió papá de que hubiera acertado. ¡Exactamente! Pero no es sólo eso. Eduardito hizo después algo aún peor… ¿Se metió un tiro?, pregunté simulando aún más duda. Sí, asintió papá entonces, menos efusivo esta vez. El mierda se mató. Vi su cuerpo, vi su cabeza abierta, sus sesos desparramados. Lo vi sin vida, muerto al lado de Miriam o de Mariam o de cómo mierdas se llamara. Era una morena voluptuosa y lo hacía delicioso, disculpá que te lo diga así de crudamente, pero es que al final tu tío nos regalaba polvos, si seguía metiéndose con medio mundo mejor con nosotros más, con la que gente a la que amaba. En ese tiempo no había enfermedades, papito querido, ahora hay que cuidarse. Me miró fijamente durante algunos segundos mientras decía esas últimas palabras, yo mantuve la mirada con esfuerzo, había algo que daba miedo, quizá vi por un segundo mi reflejo futuro, lo que yo también sería, y luego se puso de pie tambaleante y llegó hasta el lavaplatos. Botó los hielos que quedaban y lavó el vaso. Luego cogió la botella, sin decirme nada, como si estuviera solo, desapareciendo a su hijo mientras iba pensando en su hermano, recordándolo, intentando estar de nuevo a su lado, y se fue a enterrarla. Yo me quedé quieto, mirando a papá a través de la ventana. Tenía diecisiete años y no sabía nada de la vida y pronto me iría de la casa a estudiar a una ciudad vecina, eran mis últimas semanas en casa. Debieron pasar dos o tres minutos así, suspendidos, él en el jardín, enterrando su botella, yo pensando en mi partida y viéndolo desde la cocina sin atinar a nada, imaginando lo que él estaría recordando. Mamá llegó entonces. Me saludó y preguntó por papá justo cuando él entraba a la cocina por la otra puerta, sus manos llenas de tierra, la ropa sucia. Es posible que aún así la abrazara. Es posible también 25


que ella no se quejara ni dijera nada del olor a trago, de los ojos rojos, de la tristeza evidente. Yo, sentado a un costado, sonreí y propuse invitarlos a cenar. Me miraron y preguntaron a dónde y si tenía plata para hacerlo, sensibles también ante la inminencia de mi partida, que sería el principio de algo pero al mismo tiempo el final de algo, de lo que éramos nosotros hasta entonces. Claro que tengo, dije, ¿cómo les suena unas pastas? Estupendo, dijeron ellos, nos suena estupendo.

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Rodrigo Hasbún nació en Cochabamba, Bolivia, en 1981. Es autor del libro de cuentos Cinco y de la novela El lugar del cuerpo (Premio Nacional de Literatura Santa Cruz de la Sierra 2007, distinción ya obtenida el 2002 en género cuento). Textos suyos han aparecido en diversas antologías nacionales e internacionales. Fue seleccionado por el Hay Festival y Bogotá Capital Mundial del Libro como uno de los 39 escritores menores de 39 años más importantes de América Latina. Recientemente, entre centenares de participantes, obtuvo el Premio Unión Latina a la Novísima Narrativa Breve Hispanoamericana.

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Ediciones Yerba Mala Cartonera Para no desesperar en las trancaderas, para dejar pasar las propagandas de la TV, para aguantar las marchas, para caminar subidas sin darse cuenta, para bailar al ritmo de la cumbia del minibús o para cuando tengas simplemente ganas de leer. Un libro cartonero, casero, tu mejor cómplice.

Otros títulos:

Crispín Portugal, Almha, la vengadora Gabriel Pantoja, Plenilunio Vadik Barrón, iPoem Bruno Morales, Bolivia Construcciones Carolina León, Las mujeres invisibles Yancarla Quiroz, Imágenes Rodrigo Hasbún, Familia y otros cuentos Claudia Michel, Juego de ensarte Juan Pablo Piñeiro, El bolero triunfal de Sara Jessica Freudenthal, Poemas ocultos Beto Cáceres, Línea 257 Darío Manuel Luna, Khari-khari Gabriel Llanos, Sobre muertos y muy vivos Santiago Roncagliolo, El arte nazi Fernando Iwasaki, Mi poncho es un kimono flamenco Nicolás Recoaro, 27.182.414 Marco Montellano, Narciso tiene tos Vicky Aillón, Liberalia Banesa Morales, Memorias de una samaritana Washington Cucurto, Mi ticki cumbiantera Crispín Portugal, !Cago pues! Nelson Van Jaliri, Los poemas de mi hermanito 28


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