Familia y otros cuentos (Versiรณn aumentada y corregida)
Rodrigo HasbĂşn
Familia y otros cuentos (VersiĂłn aumentada y corregida)
Y erba M a l a
Cartonera
© Rodrigo Hasbún, 2016 © Editorial Yerba Mala Cartonera. 2016 Proyecto social cultural y comunitario sin fines de lucro.
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Proyectos análogos: Eloísa Cartonera (Argentina), Sarita Cartonera (Perú), Ediciones la Cartonera (México), Animita Cartonera (Chile), Dulcinéia Catadora (Brasil) y muchos más en casi 20 países.
Impreso en: Imprenta “Magda I” en alguna parte de Cochabamba Impreso en Bolivia
ÍNDICE
FOTOS• 9 FAMILIA• 12 INTEMPERIE• 18 ÚLTIMAS SEMANAS• 23
Familia
FOTOS
Llevate contigo tu mierda, todos tus recuerdos, quise decirle antes de que se pusiera de pie, pero luego, cuando empecé a balbucearlo, cuando al fin me animé a decirlo, era tarde, ella se había dado la vuelta, ya salía del café, de mi vida, a la calle, a la vida de cualquier otro. Llevate contigo tu nombre, puta, ladrona, mujer, quise decirle para herirla, para devolverle un poco del dolor que me estaba provocando. Llevate contigo todo y por favor no vuelvas (porque Valeria siempre vuelve después de irse). Y por favor no vuelvas esta vez, Valeria, quise decirle, es lo que más te pido, que te vayas para siempre y te lleves tus recuerdos y tu olor. Y si es más fácil para ti, pensá que te vas porque yo quiero que te vayas, como en el bolero, como en tantas otras vidas (pero yo solo quiero que te vayas después de que te has ido). Llevate contigo a ti, al fantasma que inauguras. Llevate el cuerpo. Y no vuelvas, quise decirle, esta vez ni se te ocurra volver. Por favor, si es que en serio has dejado de quererme, no vuelvas. Pero una semana después estábamos de nuevo ahí, en la única mesa con ventanal. Tenía que parecer que nos habíamos encontrado casualmente y tenía que parecer que yo no me había enterado de nada o que ya había guardado el daño, que las heridas eran la mejor parte del amor. Así que saqué de mi mochila las fotos sin decir nada, sin reproches, y las dejé sobre la mesa, al lado de los cafés recién servidos y todavía humeantes. Valeria se quedó mirándolas un buen rato. No entendía porque no había ido a la última sesión del taller, adonde yo, a pesar de todo, fui solo para encontrarla. Una sucedía en un vagón. Aparecía un anciano con cara de perdido. Posiblemente se había equivocado de tren o a lo mejor olvidó dónde debía bajarse. Tal vez seguía instalado en alguna guerra, huyendo del fuego y de las balas. Aún vivo o ya no, cubierto entero por una sábana blanca, 9
en la otra aparecía un hombre en una cama de hospital. Eran fotos extrañas. No se sabía bien si estaban armadas o si habían salido de la realidad. De esa realidad en la que yo le decía a Valeria que debía elegir una y escribir un cuento a partir de ella para la próxima sesión. ¿Las escogiste tú? Fue al azar, ya sabes cómo es Madeiros. ¿Cuál prefieres? La del anciano, dije. Bueno, dijo ella, entonces me quedo con la otra. ¿Por qué no fuiste el otro día? Porque no tenía ganas de tanto manicomio. Me hacían daño su tono y su crueldad y al mismo tiempo me gustaban. Puta, quise decirle mientras recordaba lo de la semana anterior y le buscaba los ojos y sorbía del café. Ladrona, quise decirle, mujer. Y devolví la taza a la mesa y estiré la mano para coger la suya. Cada vez me interesan menos los ejercicios de Madeiros, dijo ella, ajena a todo lo que pudiera estar sintiendo yo. No sé a dónde pretende llegar, he dejado de sentirlos necesarios. El viejo sabe lo que hace, intenté defenderlo, aunque lo cierto es que últimamente había sentido lo mismo. Además los escritores deben inventarse a solas, añadió Valeria, que durante meses había sido la más entusiasta del taller. Mi mano todavía estaba sobre la de ella pero eran manos muertas, manos que ya no nos pertenecían. ¿Dejarás de ir?, pregunté con miedo. Respondió con una mueca que no entendí y luego volvimos a quedarnos callados. Eran las cuatro de la tarde de un viernes igual a otros y descubrí de pronto que escribiría mi cuento sobre esas horas. Nosotros, los personajes, hablaríamos de las fotos mientras nos destruíamos con relativa lentitud y sin ninguna elegancia, mientras íbamos creciendo en la traición, en las oscilaciones y el sexo y el café, en las palabras que no sirven. Y lo más seguro es que Madeiros lo detestaría. Le molestarían el asunto autorreferencial, la ausencia de un argumento claro, la desaparición del lugar. Este jodido ejercicio era justo para lograr lo contrario, vociferaría seguro unos días después, con su voz hecha mierda por los cigarrillos, para sacarlos de ustedes mismos, ¡para que me hablaran de lo que veían en las fotos! Y se atoraría antes de secar su cerveza. café.
¿Estás bien?, preguntó Valeria, devolviéndome a nosotros, al Sí, bien, respondí.
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Familia Ella estaba ahí. También las horas largas y quietas en las que nos daríamos un buen revolcón, las horas en las que volvería a perdonarla. Sonreí y sonrió y apartamos las manos y vaciamos las tazas. Después pagamos la cuenta y nos fuimos.
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FAMILIA
I
Hay una mujer en medio de la calle, tirada en el suelo, temblando, y a su alrededor se han agrupado cinco peatones, pero solo uno de ellos, de rodillas, agitado, intenta hacerla reaccionar. Debe ser médico, aunque de lejos no lo parece, precisamente por la agitación, por la tensión que revelan los movimientos que a unos pasos del gentío logro entrever. Va de terno, al igual que dos de los mirones, y la mujer, más vieja a medida que me acerco, más demacrada y perdida en la confusión que experimenta, todavía temblando pero ya menos, quizá porque el corazón siente fatiga y añora detenerse, lleva puesto un grueso vestido que seguramente propicia con su peso una vaga sensación de confort. Esto sucede en la acera izquierda de una avenida ancha, los conductores no se dan cuenta de nada, pensando en la cena, en algún encuentro previsto, en el partido de fútbol que verán a las ocho, y nos envuelve en su espesura un bullicio habitual de viernes al fin de la tarde. Un adolescente habla por su celular. Solo cuando larga una risotada descubro que no ha llamado a ningún servicio de ambulancias, sino a algún amigo al que le causa gracia oír ese tipo de historias de gente que desfallece o muere en la ciudad. Incluyéndome e incluyendo al adolescente ahora somos más, diez o doce, pero el único que sigue intentando ayudar es el hombre arrodillado. Anochece de a poco y hay una mujer en medio de la calle que recorro todos los días a esta misma hora, dándole vueltas a las mismas preguntas y a los mismos recuerdos, un poco apesadumbrado siempre, mientras me pregunto qué haré cuando llegue al apartamento y abra la puerta que da a esa pequeña sala sin cuadros ni muebles, cómo ocuparé mi tiempo obligándolo con esas ocupaciones a que pase desapercibido y pese menos. Abran campo, grita uno de los recién llegados, así no le llega el aire, pero nadie hace caso quizá porque nadie está dispuesto a 12
Familia ceder la cercanía con esa realidad que reproduciremos luego y que nos hace sentir un poco más vivos. No debería pero pienso en mi hija justo cuando empiezan a oírse unas sirenas que paralizan el tráfico. Miro a los que tengo cerca queriendo saber cuál de ellos llamó y cuándo, si he visto a alguno antes, en qué momento retomarán la caminata. El enfermero que baja de la ambulancia y despeja al grupo es menos joven de lo que se espera de esa gente, calvo y de barba, pero se desempeña eficientemente y muy pronto está al lado de la mujer, midiendo sus signos vitales. Su compañera, una muchacha de rasgos duros, baja la camilla mientras tanto y nos pide que retrocedamos. Perdido el interés, varios se van y en la avenida los autos y buses ya circulan con la misma furia de unos minutos atrás. Empiezo a caminar hacia el apartamento pero descubriendo o decidiendo que no quiero llegar aún, imaginando al hijo de la mujer preocupado por la demora de su madre, sin saber qué hacer, a quién llamar, adónde ir, o a su marido, un anciano que no puede acompañarla en sus paseos diarios por el barrio, o a sus gatos, avasallados por el hambre que no se saciará con la porción de alimento seco, o a una vecina amiga que no se da cuenta de nada hasta mucho después, cuando es tarde y los gatos han muerto también, si los hay, o cuando el marido se ha puesto a gritar como desquiciado desde su cama, las fuerzas menguadas, o cuando el hijo ha querido averiguar si ella supo o sabe algo, pero ella recién se entera. El bar de la esquina está lleno, en la televisión transmiten el preámbulo de lo que será el partido de fútbol de las ocho. Saludo a la mesera y le pido una cerveza, que ella deja segundos después a centímetros de mi mano, sobre la barra. Los demás beben y ríen, algunos con la camiseta de su equipo puesta, podría armarse una batalla campal con sillas en el aire y puñetes que no siempre llegan a destino. Antes del silbato inicial, los jugadores dando saltitos o estirando, miles de personas mirándolos en vivo y quizá millones en transmisión directa, en todo el mundo, pago y me voy. El teléfono está sonando cuando llego al apartamento. Sé que es Laura y por eso dudo, pero después de cuatro o cinco timbres contesto. Papá, dice ella, la voz ronca. Laura, digo yo. Papá, repite ella y se queda callada. Siempre es lo mismo, su silencio crece y nos agobia y luego es imposible huir, hacer como si no se debiera a algo, a decisiones equivocadas y a reacciones excesivas y a oportunidades que se perdieron sabiendo, nosotros, de algún modo que fue mejor acallar, que las perdíamos, aunque tampoco era viable lo contrario. La culpa 13
se expande, la siento por todas partes, pero no quiero que Laura lo sepa, así que también guardo silencio y después de uno o dos minutos digo que debo colgar. No responde, ni siquiera sé si sigue ahí. Papá, la escucho decir luego, pero en ese momento ya he dejado caer el auricular, porque Laura podría pasarse horas sin decir nada, su silencio es insondable, da miedo, y yo esta noche no estoy dispuesto a tolerarlo o enfrentarme a él. Me asomo a la ventana, afuera está oscuro, más oscuro que de costumbre, y en el edificio de enfrente casi todas las luces permanecen apagadas. Si lloviera no sería capaz de verlo o daría lo mismo, pienso. Ojalá estuviera aquí, pienso también, sin nombrarla, sin darle ni eso a la mujer que me visita a veces, pero está con su marido, echados en cama, quizá incluso cogiendo. Vuelve a sonar el teléfono. Papá, dice Laura, sentada en el suelo de una cabina pública destartalada de uno de los peores barrios de la ciudad o en casa de alguna amiga o amigo o novio o novia o no sé quién ni cómo exactamente, no se perciben sonidos de ningún tipo, ni haciendo qué ni vestida de qué manera ni exigiendo o necesitando qué respuestas. No recuerdo cómo me enteré ni cuándo me llegaron los rumores. En cualquier caso, jamás dejé de preguntarme si pude evitar algo, al principio, cuando todavía vivíamos juntos y aparecieron las primeras señales de que nuestras vidas empezaban a tambalear, pero esas señales siempre son difíciles de ver en el momento, solo retrospectivamente se aclaran. Con Margo dormíamos en cuartos separados y ya casi no hablábamos cuando supimos de las borracheras y la marihuana y de todo lo que vino después, lo que hizo que la situación resultara imposible, y entonces me fui. Con el auricular aún apoyado en el hombro, escucho la voz de Laura al otro lado de la línea, su voz tan distinta a como era antes, diciéndome que necesita verme. Son más palabras de las que suele decir y pregunto en vano para qué, se queda callada, lo único que sabe hacer, su refugio idiota y recurrente. Para qué, pregunto de nuevo, y poco después, sintiendo ya la misma inquietud que otras veces, pregunto dónde. Me lavo los dientes y la cara y bajo. El bus que pasa por la parada justo cuando llego está vacío, la mayoría de los habitantes de la ciudad, los que no alcanzaron o quisieron o pudieron comprar entradas, ven el partido en alguna televisión, los bares por los que pasamos incluso tienen gente en las aceras. Avanzamos rápido, el tráfico ha desaparecido. ¿Cuántos años tiene Laura ya? ¿Diecinueve? ¿Y Margo? No he sabido nada de ella ni de su nuevo marido ni de sus nuevos hijos ni de su nueva ciudad en meses. 14
Familia El bus se detiene en el semáforo de la esquina donde hoy mismo, cuando regresaba del trabajo, había una mujer en medio de la calle, tirada en el suelo, temblando, hasta que de nuevo da verde y partimos. Más o menos treinta cuadras más allá toco el timbre y el conductor detiene el bus. Resuenan en el aire algunos petardos, lejanos pero fuertes, apenas doy unos pasos y me adentro en una de las calles del barrio, que conozco bien y no es el que imaginaba cuando hablaba con Laura por teléfono. La recuerdo de niña y luego de menos niña, pero son recuerdos difusos a los que se le imponen otros, algunos falsos, como los de las fotografías que vi mucho después y que me provocaron asco y una tristeza insólita. Soy un hombre que va al encuentro de su hija un viernes por la noche y que intermitentemente piensa en la mujer que lo visita a veces, necesitándola mientras llego al café. Le pido a la mesera un cortado y me lo tomo sin azúcar. Al otro lado de la puerta corrediza veo a un muchacho que intenta saber si soy el que ayudó a engendrar a Laura, su padre, uno de los que la trajo. Mueve la cabeza, asintiendo, y aparece ella. No puedo no fijarme en su ropa descuidada ni en el cabello largo y sucio. Se sienta al otro lado de la mesa sin decir nada, ni una sola palabra que me ayude a evaluar su estado. La mesera nos observa, atestigua nuestro silencio. Yo, para aligerarnos a todos la molestia, saco pronto unos billetes y los dejo sobre la mesa. Laura estira la mano y, sin agradecérmelo, se levanta bruscamente y se va. Viejo puto, me grita su amigo o novio, que le ha abierto la puerta, y como un eco de sus palabras vuelven a oírse algunos petardos, ya son dos goles pero no sé de cuál de los equipos. Esta vez tengo menos suerte y debo esperar media hora en la parada. De regreso en el apartamento me acerco a la ventana, que es lo que suelo hacer cada vez que llego, a mirar hacia el edificio de enfrente, imponente en medio de la oscuridad. Ya hay más luces encendidas. Por alguna razón extraña, como consuelo, resulta aliviador.
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II
Lo que él no sabe es que será abuelo dentro de unos meses, voy pensando mientras salgo del café y Rafa le grita algo que no alcanzo a oír. Todo está brumoso, suspendido, nosotros mismos estamos brumosos y suspendidos, y Rafa le grita algo mientras salgo del café y voy pensando en lo que él no sabe ni sabrá, lo del embarazo y tantas otras cosas. Y me siento un poco abatida, pero después ya no, y sigo caminando con Rafa acelerándome el paso, como si huyéramos de una matanza o un incendio, hasta llegar a la avenida y no sé por qué razón subirnos al primer bus que pasa. Nos sentamos hacia el medio, donde hay más gente. ¿Hacemos una?, me pregunta bajito, al oído. ¿Ahora?, digo yo aturdida, encerrada aún en esa bruma extraña. Asiente, sonriendo, y luego me da un beso cerca de la oreja. Sin pensármelo dos veces me dejo caer en el pasillo, así de golpe, como si sucediera realmente, y sucede. Cierro los ojos, me abstraigo. Los gritos de Rafa, su desesperación, me devuelven al lugar. Alguien me busca el pulso. Debe ser bulímica, dice una mujer que imagino mayor. Después, a pesar del ajetreo, me adormezco. Hacen parar el bus. Rafa me carga y un grupo de peatones se aglomera a nuestro alrededor y él ya se ha alejado y toma las fotos. Después de un rato regresa y me dice al oído que terminó, puedo recuperarme, abrir los ojos, sonreír. Eso hago. Rafa agradece y la gente aplaude y nos vamos abrazados. No estamos lejos, decidimos caminar. Ya llegaron la vieja Inés, que nos cuenta que tuvo que ir hasta el hospital, algún comedido llamó a la ambulancia, y Ernesto, que se burla de ella, y los dos Juanes, que hicieron tres en todo el día. Nosotros contamos las nuestras, después mostramos las fotos y vemos las de ellos. No falta mucho para la exposición, nos lo aclarará Dino cuando llegue. Llega, llegan algunos más, Rafa no me suelta la mano, ya están sudadas y no importa. Comienza la reunión. Hay risas y cigarrillos y un cronograma de actividades para las próximas semanas. Nadie aquí sabe que tengo algo dentro que crece y que en algunos meses será algo distinto. Se lo diré pronto a Rafa, quizá esta noche, todavía no sé cómo reaccionará, he estado explorando 16
Familia el rango de posibles reacciones, puede haber de todo. Dino dice que ya está lista la intro que acompañará a lo demás, videos y fotos y textos, y que revolucionaremos el panorama, pero que no olvidemos que necesitamos llegar al monto que la galería exige como adelanto. Suelto la mano de Rafa y reviso en mi bolsillo, toco los billetes, son más que de costumbre. Le entrego la mayoría a Dino, sonrío, Rafa sonríe a mi lado, él lo anota en su cuaderno y hace lo mismo con algunos otros. Simular la vida para que luego sea más intensa y sepamos apreciarla más, eso es lo que buscamos, aunque la vida también es simulada, y esto empiezo a pensarlo ante la sonrisa de Rafa y ante la mía propia, y ante lo que crece dentro mío y nadie sabe qué es, a lo mejor una pequeña monstruo parecida a mí. La reunión termina, quedamos en volver a encontrarnos dos días después. Hay un aire de júbilo en la ciudad, muchísima más gente de la que había cuando entramos. ¿Comemos?, pregunta Rafa, feliz, feliz quizá hasta que se entere. Mejor en casa, digo yo. Y entonces nos vamos a casa, que en realidad es un cuarto con baño y una pequeña cocina adjunta, y él se ofrece a preparar algo cuando ve que me estoy tumbando en la cama. ¿Crees que todo esto tenga sentido?, pregunta, ¿de verdad le resultará significativo a alguien? ¿O nos estamos engañando? Hago como si durmiera, no respondo ni una sola vez, pero él igual sigue preguntándome cosas que en realidad se pregunta a sí mismo. Y vuelvo a estar con papá en el café y lo que hago esta vez es acercarme y darle un beso en la mejilla y decirle que lo he perdonado y que ya pronto estaré en condiciones de retomar nuestra relación, y también le digo que será abuelo, y en ese momento Rafa me sacude y abro los ojos y él dice que la cena está lista. Comemos y lavo los platos y nos echamos en la cama. Pienso en lo que debería decir, en las palabras que se necesitan, lo miro a los ojos, siento que me quiere y soy feliz y ya no digo nada. Más vale que nos durmamos rápido, dice él, mañana entro temprano. ¿Trabajas?, pregunto. Me lo pidieron, dice. ¿Por qué no me contaste?, digo. Se me debe haber olvidado, dice. Y cuando se queda dormido me pongo a pensar en lo que podría hacer mientras tanto, quizá seguir a papá y tomarle fotos para armar una exposición a partir de ellas. Un hombre que vive una vida que no es la que más le hubiera gustado, eso aparecería. Un hombre viejo y cansado que tuvo sus errores y ahora carga con el peso. Yo lo seguiría durante semanas o meses, durante años, sin que lo supiera, y encerraría su vida en esas fotos. Sí, debería intentarlo, empezar mañana o el día después, pienso cuando me paro a apagar la luz. Como si una y otra cosa estuvieran vinculadas, como si una determinara a la otra, Rafa empieza a roncar. 17
INTEMPERIE
No veía a Lorena hacía al menos quince años, cuando yo tenía diez y era el mejor amigo de su hijo, al que tampoco veía desde entonces. Como supuse que sucedería, pero con aún más certidumbre o convicción, mientras caminaba hacia mí me pareció avejentada y menos hermosa. Por el bien de todos quise darme la vuelta, huir de inmediato, pero me quedé quieto mirándola atravesar el jardín donde tuvo lugar un pedazo importante de mi infancia y la de su hijo. Eran cerca de las siete y hacía unos encargos idiotas por la zona cuando mi auto se averió. Venía dándome problemas hacía meses pero esta vez el asunto iba en serio, así que llamé al mecánico. Dijo que no tenía a quién mandar, sus ayudantes ya se habían ido, pero podía disponer de alguien al día siguiente a primera hora.Si dejaba el auto en la calle corría el riesgo de que se lo robaran, y llamar a la grúa era impensable por lo que significaría a mi presupuesto semanal. Ella tenía puesta una bata azul, arrugas diminutas rodeaban sus ojos grandes y oscuros. Podía verla a través del portón. Verla así, constatar que nadie estaba a salvo, me provocó una tristeza absurda. ¿Lorena?, pregunté. Se quedó callada, intentando reconocerme. Soy Gabriel, amigo de colegio de Radek. Abrió el portón y se me abalanzó encima. Gabrielito, no puedo creerlo. 18
Familia ella.
Permanecimos abrazados un rato, ahora yo era más alto que
Disculpa que aparezca así, dije dudando si tutearla. Se me averió el auto aquí cerca y el mecánico no puede verlo hasta mañana. ¿Quieres dejarlo acá?, me cortó. Me miraba fijo y sonreía de una forma rara, casi a pesar suyo. Sería una nueva mueca de sus labios, o quizá una mueca vieja que yo había olvidado o a la que no había prestado suficiente atención. ¿Cuántos años tendría ahora? ¿Cuarenta y ocho? ¿Cincuenta? La situación me avergüenza. Quizá debí buscar otra solución. Cómo se te ocurre, Gabrielito. Ya ves, aquí hay espacio. ¿Está Radek en casa? Siguió mirándome sin decir nada. Evaluaba mi cara como si pudiera encontrar algo ahí. El mejor amigo de su hijo ya era hombre y quería saber qué tipo de hombre. Empezó a lagrimear y se tapó la cara con las manos. Luego, incapaz de hacer nada para evitarlo, se largó a llorar. La abracé y le dije que se calmara. Unos minutos después me pidió que trajera el auto. No se ofrecía a ayudarme a empujarlo por cómo estaba vestida, pero esperaría ahí.
La mañana siguiente tenía puesta la misma bata, y fumaba un cigarrillo tras otro mientras tomábamos café en su cocina. El ayudante del mecánico revisaba el auto afuera, en el garaje. Era amiga de mi madre y preguntó por ella. Mamá se había casado hacía años con un viudo sesentón y sólo nos encontrábamos una vez por semana, en un restaurante vegetariano al que íbamos a pedido suyo. Le conté que estaba feliz, a mi parecer más feliz de lo 19
que debía, y también pregunté por sus padres, vivían ahí cuando iba a casa de Radek. La pregunta volvió a hacerla llorar. Un grito del ayudante me ayudó a escabullirme, salí al jardín mascullando apenas una disculpa. El muchachito me explicó que el problema no era mecánico sino eléctrico y que tendría que venir otro técnico a revisarlo. ¿Qué puede ser?, pregunté. Yo le puedo decir lo que no es. Sé poco de autos, no hubiera servido de mucho. ¿Qué me recomiendas? Llame al taller y pida un eléctrico, dijo. Lorena apareció detrás mío. Preguntó si todo estaba bien, nuevo cigarrillo en mano, ojos vidriosos. Le expliqué la situación. También le dije que no quería molestarla más. En realidad lo que no quería era seguir presenciando el espectáculo de una mujer en ruinas. No hay problema que el auto se quede acá, dijo ella. Pregunté a qué hora estaba en casa. Todo el día estoy en casa, respondió. Llamé al mecánico y quedamos en que enviaría un eléctrico en cuanto pudiera. El ayudante se fue, nosotros volvimos a la cocina. La primera en hablar fue Lorena. Mamá murió el año pasado, dijo. Hacía esfuerzo por no llorar más y se le notaba. No sabes cuánto la extraño, la casa se ha quedado vacía. También se refería a la partida de Radek, que unos meses atrás se había ido a buscar suerte al Brasil. Mi papi pasa casi todo el tiempo en su cuarto, le cuesta moverse. Lo siento, murmuré. No sabía qué más decir, al parecer ella 20
Familia tampoco. Miré mi reloj, ya eran las ocho y media, tendría que irme pronto al trabajo. Cuéntame tú de tu vida, Gabrielito. Debido a la muerte de mi padre y a las deudas que dejó, mamá se vio obligada a cambiarme a un colegio más barato. Ahí salí bachiller y luego, mientras trabajaba, estudié en la estatal. Sólo le dije esto último, lo otro seguramente debía saberlo de esa época. Y, bueno, hace unos años me independicé. Igual que Radek, dijo ella y la mueca esa volvió a formarse. El asunto de su abuela lo afectó demasiado. Y también hubo otras cosas. No pregunté a qué se refería. ¿Supiste?, preguntó. Negué con la cabeza. ¿No supiste nada, Gabrielito? A veces es mejor no asomarse a la vida de los otros. A la gente que queremos, a veces es necesario resguardarla del daño que propician las palabras. No estaba seguro si quería oír lo que Lorena anunciaba. Nos recordé de niños en esa misma cocina. Él tenía una imaginación torrencial y no dejaba de inventarse historias desquiciadas. Un tema recurrente era la profesión de su padre, al que nunca conoció y del que ni él ni yo sabíamos nada. Ingeniero de minas, decía. Domador de leones, fisiculturista, explorador del espacio. Quizá no debería decir nada, murmuró Lorena, la bata azul ligeramente abierta, un pedazo de piel blanca, dos lunares. Por cómo nos miramos supe que unos días después haríamos el amor. Unos días después le haría el amor a una mujer en ruinas que era madre de un amigo de infancia al que no veía hacía quince años y que presumiblemente se hizo adicto a algo o intentó matarse 21
o una de esas cosas. Ese otoño gris que todavía persiste yo también me sentía solo. Cogérmela mientras llorara y me pidiera que se lo hiciera con delicadeza también me era necesario. Cogerme a la mujer hecha pedazos que ya no era tan alta ni delgada ni hermosa como la recordaba también podía salvarme, aliviar el peso de días difíciles en los que ya había habido abandonos. Lo triste sería cuando me aburriera de ella después de unas semanas. Lo más triste sería cuando me agotara de su melancolía permanente y de su cuerpo venido a menos, cuando su necesidad de delicadeza (como si fuera virgen o estuviera hecha de una materia frágil) dejara de excitarme. Cuéntame, Lorena, dije, apoyando mi mano sobre la suya. La bata azul se abrió aún más, ella se cubrió con la mano libre. Me interesa saberlo, quise mucho a Radek. Intentó decir algo y no pudo. Apretó mi mano, nerviosa. Hacía un poco de frío. Cuéntame, insistí yo.
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Familia
ÚLTIMAS SEMANAS
Guardaba las botellas en los basureros de los baños, sumergidas en la piscina, colgadas de los árboles del jardín. Luego, en los días siguientes, no dejaba una sola sin vaciar, escuchando siempre esos discos viejos y evaluando a veces en voz alta, para despistar a mamá, cuando mamá estaba cerca, cómo haría para conseguir nuevas botellas y dónde las ocultaría, si en el cesto de la ropa sucia o enterradas en lugares que no se le olvidaran fácilmente. O en el ropero de mi cuarto, a mí no me molestaba que papá se emborrachara todo el tiempo, estaba habituado a verlo así, bailando en la sala (en los mejores momentos), lamentándose y llorando (en los peores), estaba habituado ya a tragarme peroratas enteras que podían durar varias horas seguidas. Tengo por lo menos trescientos muertos, dijo de pronto esa tarde, altivo, como si algo así pudiera enorgullecerlo. Te los cuento uno a uno, papito. Trescientos por lo menos. O cuatrocientos. Si quieres apostamos. Yo cuatro, dije. Y debí pensar en los abuelos y en mi tío, pero sobre todo en Mastrono, al que tuvimos que matar ahí mismo, en el jardín en el que ahora papá enterraba sus botellas. Este que ves es un sobreviviente, siguió él. Uno de los que más suerte tuvo. Estoy rodeado de muertos pero sigo aquí. Trescientos o cuatrocientos muertos, papito querido, quizá más, toda la gente que fue importante, y yo todavía hablándote. ¿Te conté alguna vez de tu tío Eduardo? Conocía sus historias de memoria. Me enternecían, me conmovían, me alegraban. Quería a papá y me gustaba lo que había logrado en su vida, incluida la mujer a la que enamoró, una mujer valiente que ocupaba un cargo importante en un banco importante 23
y que era la que nos permitía llevar cierto tipo de vida. Tenía prohibido salir y cumplía mientras no le faltaran las botellas, que también tenía prohibidas. Yo se las facilitaba y a lo mejor mamá incluso lo sabía. La cuestión es que pronto empezaría a estudiar, lo que quiere decir que eran mis últimas semanas en la ciudad, mis últimas semanas en casa. Me tenía prometido volver siempre, por lo menos una vez al mes, pero también tenía claro que las promesas suelen ser lo más fácil de romper. No fallaría a papá, me decía a mí mismo todo el tiempo esas últimas semanas. No dejaría que se sintiera más solo y más abandonado. ¿Te la conté o no? Creo que no. Le gustaban las mujeres de mal vivir. En esa época eran muy baratas, así que no había semana que no le diera un polvo. Se conocía a todas. Hasta lo saludaban por su nombre. Con cariño, porque era un hombre bueno. Se interrumpía para beber. Singani con mucho hielo y una pizca de limón. Mientras vaciaba el vaso y se preparaba otro yo aproveché para mirar por la ventana el jardín deshecho, las aguas estancadas de la piscina. El problema fue que se enamoró. Y que dejó a su familia para irse a vivir con ella, que se llamaba Miriam o Mariam. Las personas nunca cambian. Ni por amor. Eso es lo que tu pobre tío Eduardo nunca llegó a entender y lo que yo necesito que tú entiendas ahora, para no sufrir en vano. Estarás lejos y tendrás que ser fuerte y no olvidar en ningún momento que la gente no cambia. Después se resignó, tu tío. Pero por debajo le fue creciendo la pena. No sé si estás preparado para lo que viene luego. Es duro. Le pegó un tiro, dije simulando que dudaba, que me aventuraba con una posibilidad radical para demostrar que ya no era tan inocente. ¡Sí!, se sorprendió papá de que hubiera acertado. ¡Exacto! Pero no es solo eso. Eduardito hizo después algo todavía peor… ¿Se pegó un tiro?, pregunté simulando más duda. 24
Familia Sí, asintió papá menos efusivo esta vez. Vi su cuerpo, su cabeza abierta, sus sesos desparramados. Lo vi sin vida, al lado de Miriam o de Mariam o de como mierdas se llamara. Era una morena voluptuosa y lo hacía delicioso, disculpá que te lo diga así de crudamente, pero es que al final tu tío nos regalaba polvos, si seguía metiéndose con medio mundo mejor con nosotros más. En ese tiempo no había enfermedades, papito querido, ahora hay que cuidarse, ponerse chulo. Me miró fijo mientras lo decía(yo mantuve la mirada con esfuerzo, había algo que daba miedo, quizá vi mi reflejo futuro, lo que yo también sería), y luego se puso de pie y llegó hasta el lavaplatos. Botó los hielos que quedaban y enjuagó el vaso. Después cogió la botella, callado, como si estuviera solo, desapareciendo a su hijo mientras iba pensando en su hermano, recordándolo, intentando estar de nuevo con él, y salió de la cocina. Yo me quedé quieto, mirándolo a través de la ventana. Debieron pasar dos o tres minutos así, suspendidos, y mamá llegó entonces. Me saludó y preguntó por papá justo cuando él entraba por la otra puerta, sus manos llenas de tierra, los ojos rojos. Es posible que aun así la abrazara. Es posible también que ella no se quejara ni mencionara el olor a trago, la tristeza evidente. Antes de que dijeran nada los invité a cenar. Me miraron y preguntaron dónde y si tenía plata para hacerlo, sensibles también ante la inminencia de mi partida, que sería el principio de algo pero al mismo tiempo el final de algo, de lo que éramos nosotros hasta entonces. Claro que tengo, dije, ¿cómo les suena unas pastas? Estupendo, dijeron ellos, nos suena estupendo.
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DiseĂąo: Pablo Sanchez